sábado, 20 de enero de 2018

Teseo y Ariadna

Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?
—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de Grecia, acababa de llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese monstruo, decían, poseía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba de car­ne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la guerra contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las fu­turas víctimas. Enfrentaré al Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de una trampa de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se esconde en el centro de un extraño palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente entrelazados que aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título que eres el de Egeo1...
Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Posei­dón—. Encontrarás allí un anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo lo que le había revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de su corte. Fue a presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implo­rar mi clemencia —dijo el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado. Reconociendo el anillo de oro que Te­seo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya. Des­confiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamen­te, era sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo de punto que llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a Teseo, una loca idea germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si en­tras en el laberinto, jamás saldrás de él. Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían empujado a llegar hasta él esa noche. Perturbado, murmuró:
—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular...
La muchacha se acercó al héroe para confiarle:
—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de engañar a Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en vez de inmolarle el magnífi­co animal que el dios le había enviado. Poco después, mi padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que se había co­metido contra él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y la indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar construir una carcasa de vaca con la cual se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
—¡Qué horrible estratagema!
—La continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna tem­blando—. Mi madre dio nacimiento al Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese monstruo; pero quiso esconderlo para siempre de la vista de todos. Convocó al más hábil de los ar­quitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...
Impresionado por este relato, Teseo no sabía qué decir.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún más al joven y le dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me llevarías de regreso contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey. Pero él había ido hasta esa isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella? ¿O se sometía a una simple transac­ción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz se mezclaba con el obstina­do choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño edificio, Ariadna murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, que­daremos ligados uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe tomó lo que ella le extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, compren­dió que a ese muchacho y a su hija les costaba mucho separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió a sus compañeros que vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino que los condujo a una nueva ra­mificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido infranqueables bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el des­tino nos ofreciera la posibilidad de no llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal que se terminaba llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y del sueño, Teseo les or­denó de pronto:
—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?
Los muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un fuerte olor a carroña.
—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme y, sobre todo, ¡no se muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el momento en que el monstruo iba a en­sartarlo, se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperar­se, Teseo se aferró a los dos cuernos para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del cuello de su enemigo y, con toda su fuerza, ¡las estrechó! Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A pesar de la arena que se fil­traba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.



Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lan­zó un espantoso mugido de rabia, tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa iner­te. Su primer reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte lenta: no encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que los había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba con tanta prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos sanguinolentos del Mino­tauro al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija de Minos echó una mirada enternecida al enor­me ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras podido enrollarlo mejor...



El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se escurrieron entre las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija al que mató al hijo de su esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo, ya que su laberinto no protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre2.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios, Baco, el que se le apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una is­la. No se convertirá en tu esposa. Tengo para ella otros proyectos más gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió enfrentar una tormenta tan violenta que el héroe vio en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.



La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras Ariadna seguía durmiendo sobre la arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó partir lo antes posible. Sin la muchacha.
—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de sus compañeros.
Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna: seducido por su belleza, ¡quería convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría con ella cuatro hijos y que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina se había prometido, in­cluso, regalarle un diamante que daría nacimiento a una de las constelaciones más bellas...
Claro que Teseo ignoraba las intenciones de ese dios ena­morado y celoso. Singlando de nuevo hacia Atenas, se acusaba de ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había hecho...
Apostado a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con la mano como visera encima de los ojos:
—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!
Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su puerto. Loco de esperanza y de inquietud, el viejo rey Egeo acudió a los muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las velas y decirme cuál es su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la orilla. Teseo se precipitó hacia él. Adivinó ensegui­da lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo le hizo olvidar de golpe su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de per­der a una esposa y a un padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose.
El nuevo soberano se recogió sobre los restos de Egeo. Solem­nemente, decretó:
—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que baña las costas de Grecia lleva el nom­bre de Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desier­ta. En el día naciente, vio a lo lejos las velas oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió, entonces, que nunca volvería a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente so­bre la ingratitud de los hombres.
Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada.
Retomó las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella ignoraba, puso nuevamente manos a la obra.
Tejía a la vez que lloraba.

















El poeta latino Catulo (siglo i) y, más tarde, Ovidio en sus Metamorfosis relatan este mito.






1 La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.
2 Minos condenará a Dédalo y a su hijo Ícaro a quedar prisioneros en el famoso laberinto.

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