Diez años... ¡Pronto se cumplirán diez años desde que los griegos,
bajo el mando de Agamenón, iniciaron el sitio a la ciudad de Troya! De todos
los combatientes, Aquiles es el más valiente. Nada más normal: ¡su padre
desciende de Zeus en persona y su madre, la diosa Tetis, tiene por antepasado
al dios del océano!
Pero esa noche, el valiente Aquiles regresa extenuado y desanimado:
Troya parece imposible de tomar y, para colmo, la peste, que se ha declarado
hace poco, ataca sin perdón a los griegos.
Cuando entra en su tienda, ve a su mejor amigo, Patroclo, que lo está
esperando.
—¡Ah, fiel Patroclo! —exclama abriendo sus brazos—. Ni siquiera te vi
en el fuego de la batalla... Espera: voy a saludar a Briseida y soy todo tuyo.
Briseida es una esclava troyana de la que Aquiles se apoderó, después
del asalto de la semana anterior, tras el reparto habitual del botín. La joven
prisionera le había lanzado una mirada suplicante, y Aquiles sucumbió ante su
encanto. Briseida misma no parecía indiferente a su nuevo amo.
Aquiles aparta la cortina, pero la habitación de Briseida está vacía.
¿Acaso la bella esclava huyó? Imposible: Briseida lo ama, Aquiles pondría las
manos en el fuego. ¡Y, además, los griegos están rodeando los muros de la
ciudad! Confuso, Patroclo da un paso hacia su amigo:
—¡Y sí, Briseida ha partido, Aquiles! Venía a avisarte. Agamenón,
nuestro rey, ha ordenado que la tomaran...
—¿Cómo? ¿Se ha atrevido?
Empalidece y aprieta los puños. Aquiles tiene grandes cualidades: es,
lejos, el guerrero más peleador y más rápido. ¿No lo han apodado Aquiles de
pies ligeros? ¡Sin su presencia, los griegos tendrían que haber abandonado el
sitio cien veces y deberían haber regresado a su patria! Por otra parte, un
oráculo predijo que la guerra de Troya no podría ser ganada sin él... Pero
tiene también algunos defectos: es impulsivo, colérico, muy, muy susceptible.
—Déjame explicarte —dijo Patroclo en tono conciliador—, ¿Te acuerdas
de Criseida?
—¿Quieres hablar de la esclava con que Agamenón se quedó cuando
distribuimos el botín?
—Ella misma. El padre de Criseida, un sacerdote, quiso recuperar a su
hija. A pesar del enorme rescate que ofreció, Agamenón se ha negado.
—¡Ha hecho bien!
—El problema —prosiguió Patroclo suspirando—, es que ese sacerdote,
para vengarse, ha suscitado sobre nosotros la cólera Apolo. ¡Esa es la razón de
la peste que diezma a nuestras filas! Va a cesar, pues Agamenón entregó a
Criseida a su padre esta mañana. Pero el rey quiso reemplazar a su esclava
perdida. Y ordenó que vinieran a buscar a Briseida.
Lejos de calmar a Aquiles, esta explicación aumenta su cólera.
Apartando a su amigo Patroclo, se precipita fuera de la tienda, en unos pocos pasos,
alcanza el campamento del rey. Se encuentran allí todos los reyes de las islas
y de las ciudades de Grecia. Aquiles empuja a Menelao, a Ulises y a tres
soldados que no se apartan lo bastante rápido.
—¡Agamenón! —clama plantándose ante él con las piernas separadas—.
¡Esta vez es demasiado! ¿Con qué derecho me quitas esclava que he elegido para
mí? ¿Olvidas que tú lo has hecho antes que yo? ¿Y que, además de Criseida, te
has atribuido un botín diez veces mayor del que dejaste a tus más prestigiosos
guerreros?
Un anciano de larga barba blanca se interpone. Es Calcante, el
adivino.
—Aquiles —murmura—, yo recomendé al rey devolver a Criseida. Los
oráculos son implacables: ¡era la única manera de calmar n Apolo y de terminar
con la peste que nos diezma!
—No pongo en duda tu oráculo, Calcante —masculla Aquiles—. ¿Pero por
qué Agamenón me ha sacado a Briseida? Después de cada combate, siempre sucede
lo mismo: ¡el rey se sirve primero, y a sus anchas! ¡No deja más que cosas sin
valor a los que combaten en la primera línea!
Agamenón empalidece. Dominando su irritación, saca pecho y lanza a su
mejor soldado:
—¿Olvidas, Aquiles, que le estás hablando a tu rey?
—¡Un rey! ¿Eres digno de eso, Agamenón, que no sabes más que dar
órdenes y apartarte de los combates? Es sobre todo después de la batalla
cuando te vemos, ¡para el reparto del botín!
—¡Me estás insultando, Aquiles!
—No. ¡Tú me has ofendido robándome a Briseida! ¡Exijo que me devuelvas
a esa esclava, me corresponde por derecho!
—¡De ninguna manera! ¿Te atreverías a desafiar a tu rey, Aquiles?
Agamenón no tiene tiempo de terminar la frase: Aquiles saca su
espada... cuando se le aparece la diosa Atenea.
—¡Cálmate, ardiente Aquiles! —le murmura en tono conciliador—. Tienes
otros medios para vengarte del rey sin matarlo, créeme.
La visión se desvanece. Aquiles, que es el único que ha visto a la
diosa, guarda su espada.
—¡Bien! —decide con voz firme—. Quédate con Briseida. Pero sabe que, a
partir de ahora, no me involucraré más en los combates. Después de todo, ¿qué
me importa esa famosa Helena que Paris ha secuestrado a tu hermano? ¡Los
troyanos nunca me han hecho nada a mí!
Y delante de Menelao, esposo de Helena, que le arroja una mirada
estupefacta a Agamenón, Aquiles gira los talones y se va.
Una vez en su tienda, no puede contener las lágrimas. Sí: Aquiles
llora, tanto de despecho como de rabia. Pues a la pérdida de Briseida se suma
la humillación de haber sido desposeído de ella delante de todos sus
compañeros. ¡Eso no puede perdonárselo al rey!
Al día siguiente, por la noche, Patroclo se dirige a visitar Aquiles
que, en todo el día, no se movió de su tienda: tiene mala cara.
—Estoy extenuado —suspira el amigo de Aquiles desplomándose sobre una
silla—. Hoy perdimos muchos hombres. ¡Tu valor nos ha hecho mucha falta! Cuando
los troyanos constataron que tú no participabas en el combate, su ardor
recrudeció.
Aquiles no responde. Para que la ciudad de Troya sea tomada todos
saben que su presencia o su acción son indispensables. Espera que Agamenón,
privado de su mejor guerrero, termine por devolverle a Briseida. ¿Y quién sabe
si hasta viene a suplicarle que se reintegre en el combate?
Pero Aquiles se acuerda también de una predicción funesta: el adivino
Calcante le ha revelado a su madre que, si se dirigía a Troya, ¡moriría allí
poco tiempo después que Héctor, hijo de Príamo y el más célebre de los
guerreros troyanos! Para desviar el destino, Tetis, la madre de Aquiles, usó
miles de artimañas: para volverle inmortal, hundió a su hijo en la laguna
Estigia. Pero no pudo sumergirlo totalmente y el talón por el cual lo sostenía
quedó como el único punto vulnerable de su cuerpo. Luego, Tetis disfrazó a su
hijo de mujer y lo envió a la isla de Esciro para protegerlo. Pero Ulises logró
encontrar a Aquiles y conducirlo hasta Troya.
—¡Ah, Patroclo! —suspira Aquiles—. ¿Qué vine a hacer aquí? ¡Cómo me
arrepiento de no haberme quedado en Tesalia! En mi patria habría podido llevar
la vida tranquila de un boyero...
A la semana siguiente, Patroclo entra lleno de alegría en tienda de
Aquiles para anunciarle:
—¡Listo! ¡Se aproxima el fin de la guerra! ¡Paris y Menelao van a
enfrentarse mañana en un combate singular! ¡El que gane quedará con
Helena y el campamento del perdedor deberá someterse a las leyes del vencedor!
—¿Por qué no? —gruñe Aquiles, tan sorprendido como decepcionado.
En efecto, su chantaje queda así malogrado. Si el oráculo ha dicho la
verdad, ¡la derrota de los griegos es segura! Sin embargo, a la noche
siguiente, clamores, gritos y el ruido de las espadas empujan a Aquiles a
dejar su tienda: ante los muros de Troya, los ejércitos enemigos se enfrentan
con ensañamiento.
—El duelo fue postergado —explica Patroclo—. ¡Esos troyanos traidores
rompieron la tregua y la guerra ha recomenzado!
En ese instante llega otro guerrero griego. Al reconocer a Ulises,
Aquiles se levanta para saludarlo.
—Entra, amigo mío —le dice—. Me disponía a cenar. ¡Antes de revelarme
qué te trae aquí, ven a compartir un poco de carne y vino!
Aquiles admira a Ulises, pero aprendió a desconfiar de él, pues ese
héroe, célebre por sus engaños, no vino con toda seguridad a hacerle una visita
de cortesía. Una vez terminada la cena, Ulises declara:
—El rey me envía ante ti para invitarte a retomar el combate...
—¡De ninguna manera! —responde Aquiles, bostezando mientras se tira
en su cama.
—No seas obstinado. Agamenón por fin pide perdón: acepta devolverte a
Briseida. A eso le suma diez talentos de oro, doce caballos, siete esclavos y
se compromete, si Troya es tomada, a dejarte cargar de oro todas tus naves.
¿Qué dices?
—Demasiado tarde, Ulises, es inútil: ya no quiero pelear.
Uniendo el gesto a la palabra, Aquiles da la espalda a su visita.
—Sí —explica Patroclo, suspirando—, su cólera no se ha calmado.
Aquiles ha decidido poner mala cara.
Algunos días más tarde, Patroclo tiene una cara tan triste que, al
entrar en la tienda de Aquiles, éste le pregunta:
—¿Tan malas son acaso las noticias?
—¡Sí! ¿No oyes los estertores de nuestros guerreros agonizando a algunos
pasos de aquí? Ay, vamos a perder la guerra. Oh, Aquiles —agrega Patroclo
señalando, en un rincón de la tienda, la armadura y el casco de su amigo—, ¿me
autorizarías a combatir hoy portando tus armas?
—¡Por supuesto! Lo que es mío te pertenece. ¿Pero por qué?
—Así vestido, sembraré el terror entre los troyanos: al ver tu
armadura, creerán que has retomado el combate.
—Ve... ¡pero te ruego que seas prudente! —responde Aquiles mientras
abraza a su amigo.
Durante la tarde, la larga siesta del héroe es interrumpida: un
guerrero griego entra en su tienda. Está exhausto y anegado en lágrimas.
—¡Aquiles! —gime—. ¡La desgracia se abatió sobre nosotros! ¡Patroclo ha muerto! ¡Héctor, el más
intrépido de los troyanos, lo atravesó con su lanza! Incluso, lo ha despojado
de tu armadura. Nuestros enemigos se disputan su cuerpo.
Con estas palabras, Aquiles se levanta para gritar a los dioses su
dolor. Se mesa los cabellos, rueda por el suelo y se cubre el rostro con
tierra. Solloza a la vez que gime:
—¡Patroclo, mi hermano, mi único amigo de verdad!
Muerto. Patroclo ha muerto. El sufrimiento que experimenta Aquiles
duplica su cólera; desvía entonces su furor:
—¡Maldito Héctor! ¿Dónde está? Ah, Patroclo, ¡Juro vengarme. No
asistiré a tus funerales sin antes haber matado a Héctor con mis propias manos!
Loco
de dolor, Aquiles se arma de prisa y se precipita fuera de su tienda. Marcha
hacia los muros de la ciudad sitiada y lanza tres veces un grito tan furioso
que los troyanos, estupefactos, tiemblan de espanto en las murallas. Los
caballos mismos relinchan de terror. Muy rápidamente, los griegos aprovechan
esta confusión: alcanzan a tomar el cuerpo de Patroclo mientras Aquiles arroja
sobre una docena de enemigos a los que ensarta. Cuando sucumbe el número trece,
oye, cerca de sí, una voz que gime:
—Polidoro... ¡Acabas de matar a mi hermano Polidoro!
Aquiles se da vuelta hacia el troyano que se lamenta: ¡es Héctor en
persona! Por un segundo, los dos campeones se enfrentan con la mirada. Y la
predicción, una última vez, aflora en la cabeza de Aquiles: "Morirás poco
después que Héctor". Así, vengando a Patroclo, Aquiles apurará su propio
fin. ¡No importa! ¡Con un grito de furor, ataca al asesino de su amigo, que
huye!
Tres veces los adversarios dan la vuelta a la ciudad, sin detenerse
más que para intercambiar terribles estocadas. Agotado, Héctor se detiene en
seco. Arroja su lanza, que Aquiles evita. ¡Entonces divisa la yugular en la
armadura de su enemigo, ajusta si estocada y hunde allí su espada! Héctor, con
la garganta atravesada, se derrumba y expira.
Desoyendo los gritos de desesperación de los troyanos que siguieron el
combate desde las murallas de la ciudad, Aquiles despoja al cadáver de su
armadura. Ata a Héctor por los pies un carro, da un latigazo a los caballos y,
tres veces, da la vuelta a la ciudad arrastrando el cuerpo por el polvo. Luego
lo abandona en el suelo, cerca de su tienda.
—¡Que sea presa de los buitres y de los chacales! —ordena.
Abandonado el cadáver sin sepultura, el alma del difunto no tendrá
nunca reposo. El héroe se vuelve entonces hacia el cuerpo de Patroclo que los
griegos, mientras tanto, han colocado en una pira1
fúnebre.
—¡Ahora, vete, Patroclo! —murmura, conteniendo un sollozo ¡Alcanza en
paz el reino de Hades!
He aquí Troya privada de su mejor combatiente. Pero la venganza de
Aquiles es amarga, pues tiene el gusto de su propia muerte.
Durante la noche, un ruido sospechoso hace saltar a Aquiles de su
cama. No tiene tiempo de tomar su espada: unas manos temblorosas ya están
rodeando sus rodillas. ¡A la luz de la luna, el héroe, estupefacto, reconoce a
Príamo, padre de Héctor! ¿Cómo logró este anciano dejar la sitiada Troya e
infiltrarse hasta aquí?
—¡Aquiles! —gime Príamo—. Vengo a implorarte. Tenía cincuenta hijos.
Casi todos han perecido en esta guerra interminable. ¡Y has matado a Héctor, mi
hijo preferido! Te lo suplico, devuélveme su cuerpo.
Frente a la desesperación y al coraje de ese anciano que se atreve a
arrojarse a los pies de su peor enemigo, Aquiles se encuentra desconcertado.
—Te he traído regalos costosísimos —agrega Príamo, sollozando.
—Levántate —responde el héroe, emocionado hasta las lágrimas.
Entonces, dejando su tienda, va a recoger el cadáver de Héctor para
devolvérselo él mismo a su padre, y agrega:
—Estás agotado, Príamo. Ven, pues, a beber y a comer. Quédate aquí y
duerme sin temor. Te prometo que regresarás a Troya cuando el alba, con el
cuerpo de tu hijo, sin ser molestado.
La pira funeraria de Patroclo no llegará a ser encendida: al día siguiente,
después de la partida de Príamo, y mientras Aquiles lanza un terrible asalto
contra los muros de Troya, el raptor de Helena, Paris en persona, se desliza
fuera de la ciudad, sin duda gracias a los consejos de Apolo, su dios
protector. Ve a Aquiles que está corriendo y, con su arco, despide una flecha
que va a clavarse... ¡exactamente en el pie del guerrero!
Aquiles, cuyo talón está perforado, cae. Arranca la flecha, ve que la
sangre sigue fluyendo y comprende que su vida se va con ella. El oráculo ha
dicho la verdad.
—¡Patroclo, me reuniré contigo! —grita antes de exhalar un último
suspiro.
Aquiles muere. Ahora que su destino se ha cumplido, Troya podrá caer,
tal como el oráculo lo predijo. ¿Pero cómo? ¿Por medio de qué artimaña? Pues
Aquiles ha muerto, y Troya sigue en pie...
Los griegos disputaron a los troyanos el cadáver del gran Aquiles y lo
condujeron a su tienda. La bella Briseida inundó de lágrimas el cuerpo de un
amo que no tuvo tiempo de querer. Ella misma encendió la pira sobre la que
yacían los cadáveres de los dos fieles amigos. Como lo requería la costumbre,
cortó las largas trenzas de su cabello para arrojarlas entre las llamas.
Una vez que las cenizas de Aquiles, mezcladas con las de Patroclo,
fueron recogidas, los griegos las encerraron en una misma urna, que enterraron
en la cima de una colina.
Hoy, los pasajeros de los navíos que atraviesan el antiguo Helesponto
pueden, todavía, ver esta colina2. La urna
ya no existe y las cenizas, desde hace mucho tiempo, se han mezclado con ruinas
de Troya... Una ciudad que el poeta Homero llamaba Ilión, y que Ulises habría
de tomar por medio de una asombrosa artimaña.
Este
es el tema principal de La Ilíada. Siglos
después, Aquiles y Ulises reaparecerán en la célebre obra de Dante Alighieri La
Divina Comedia.
1 Una pira era
una hoguera donde se quemaban los cadáveres.
2 En la actualidad, es el estrecho de los Dardanelos, que une el mar Egeo con el mar de Mármara
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