sábado, 20 de enero de 2018

La cólera de Aquiles

Diez años... ¡Pronto se cumplirán diez años desde que los griegos, bajo el mando de Agamenón, iniciaron el sitio a la ciudad de Troya! De todos los combatientes, Aquiles es el más valiente. Na­da más normal: ¡su padre desciende de Zeus en persona y su madre, la diosa Tetis, tiene por antepasado al dios del océano!
Pero esa noche, el valiente Aquiles regresa extenuado y desani­mado: Troya parece imposible de tomar y, para colmo, la peste, que se ha declarado hace poco, ataca sin perdón a los griegos.
Cuando entra en su tienda, ve a su mejor amigo, Patroclo, que lo está esperando.
—¡Ah, fiel Patroclo! —exclama abriendo sus brazos—. Ni siquie­ra te vi en el fuego de la batalla... Espera: voy a saludar a Briseida y soy todo tuyo.
Briseida es una esclava troyana de la que Aquiles se apoderó, después del asalto de la semana anterior, tras el reparto habitual del botín. La joven prisionera le había lanzado una mirada supli­cante, y Aquiles sucumbió ante su encanto. Briseida misma no parecía indiferente a su nuevo amo.
Aquiles aparta la cortina, pero la habitación de Briseida está vacía. ¿Acaso la bella esclava huyó? Imposible: Briseida lo ama, Aquiles pondría las manos en el fuego. ¡Y, además, los griegos es­tán rodeando los muros de la ciudad! Confuso, Patroclo da un paso hacia su amigo:
—¡Y sí, Briseida ha partido, Aquiles! Venía a avisarte. Agame­nón, nuestro rey, ha ordenado que la tomaran...
—¿Cómo? ¿Se ha atrevido?
Empalidece y aprieta los puños. Aquiles tiene grandes cualidades: es, lejos, el guerrero más peleador y más rápido. ¿No lo han apodado Aquiles de pies ligeros? ¡Sin su presencia, los griegos tendrían que haber abandonado el sitio cien veces y deberían haber regresado a su patria! Por otra parte, un oráculo predijo que la guerra de Troya no podría ser ganada sin él... Pero tiene también algunos defectos: es impulsivo, colérico, muy, muy susceptible.
—Déjame explicarte —dijo Patroclo en tono conciliador—, ¿Te acuerdas de Criseida?
—¿Quieres hablar de la esclava con que Agamenón se quedó cuando distribuimos el botín?
—Ella misma. El padre de Criseida, un sacerdote, quiso recuperar a su hija. A pesar del enorme rescate que ofreció, Agamenón se ha negado.
—¡Ha hecho bien!
—El problema —prosiguió Patroclo suspirando—, es que ese sacerdote, para vengarse, ha suscitado sobre nosotros la cólera Apolo. ¡Esa es la razón de la peste que diezma a nuestras filas! Va a cesar, pues Agamenón entregó a Criseida a su padre esta mañana. Pero el rey quiso reemplazar a su esclava perdida. Y ordenó que vinieran a buscar a Briseida.
Lejos de calmar a Aquiles, esta explicación aumenta su cólera. Apartando a su amigo Patroclo, se precipita fuera de la tienda, en unos pocos pasos, alcanza el campamento del rey. Se encuentran allí todos los reyes de las islas y de las ciudades de Grecia. Aquiles empuja a Menelao, a Ulises y a tres soldados que no se apartan lo bastante rápido.
—¡Agamenón! —clama plantándose ante él con las piernas separadas—. ¡Esta vez es demasiado! ¿Con qué derecho me quitas esclava que he elegido para mí? ¿Olvidas que tú lo has hecho antes que yo? ¿Y que, además de Criseida, te has atribuido un botín diez veces mayor del que dejaste a tus más prestigiosos guerreros?
Un anciano de larga barba blanca se interpone. Es Calcante, el adivino.
—Aquiles —murmura—, yo recomendé al rey devolver a Criseida. Los oráculos son implacables: ¡era la única manera de calmar n Apolo y de terminar con la peste que nos diezma!
—No pongo en duda tu oráculo, Calcante —masculla Aquiles—. ¿Pero por qué Agamenón me ha sacado a Briseida? Después de cada combate, siempre sucede lo mismo: ¡el rey se sirve primero, y a sus anchas! ¡No deja más que cosas sin valor a los que com­baten en la primera línea!
Agamenón empalidece. Dominando su irritación, saca pecho y lanza a su mejor soldado:
—¿Olvidas, Aquiles, que le estás hablando a tu rey?
—¡Un rey! ¿Eres digno de eso, Agamenón, que no sabes más que dar órdenes y apartarte de los combates? Es sobre todo des­pués de la batalla cuando te vemos, ¡para el reparto del botín!
—¡Me estás insultando, Aquiles!
—No. ¡Tú me has ofendido robándome a Briseida! ¡Exijo que me devuelvas a esa esclava, me corresponde por derecho!
—¡De ninguna manera! ¿Te atreverías a desafiar a tu rey, Aquiles?
Agamenón no tiene tiempo de terminar la frase: Aquiles saca su espada... cuando se le aparece la diosa Atenea.
—¡Cálmate, ardiente Aquiles! —le murmura en tono conciliador—. Tienes otros medios para vengarte del rey sin matarlo, créeme.
La visión se desvanece. Aquiles, que es el único que ha visto a la diosa, guarda su espada.
—¡Bien! —decide con voz firme—. Quédate con Briseida. Pero sabe que, a partir de ahora, no me involucraré más en los com­bates. Después de todo, ¿qué me importa esa famosa Helena que Paris ha secuestrado a tu hermano? ¡Los troyanos nunca me han hecho nada a mí!
Y delante de Menelao, esposo de Helena, que le arroja una mirada estupefacta a Agamenón, Aquiles gira los talones y se va.
Una vez en su tienda, no puede contener las lágrimas. Sí: Aquiles llora, tanto de despecho como de rabia. Pues a la pérdida de Briseida se suma la humillación de haber sido desposeído de ella delante de todos sus compañeros. ¡Eso no puede perdonárselo al rey!



Al día siguiente, por la noche, Patroclo se dirige a visitar Aquiles que, en todo el día, no se movió de su tienda: tiene ma­la cara.
—Estoy extenuado —suspira el amigo de Aquiles desplomándose sobre una silla—. Hoy perdimos muchos hombres. ¡Tu valor nos ha hecho mucha falta! Cuando los troyanos constataron que tú no participabas en el combate, su ardor recrudeció.
Aquiles no responde. Para que la ciudad de Troya sea tomada todos saben que su presencia o su acción son indispensables. Espera que Agamenón, privado de su mejor guerrero, termine por devolverle a Briseida. ¿Y quién sabe si hasta viene a suplicarle que se reintegre en el combate?
Pero Aquiles se acuerda también de una predicción funesta: el adivino Calcante le ha revelado a su madre que, si se dirigía a Troya, ¡moriría allí poco tiempo después que Héctor, hijo de Príamo y el más célebre de los guerreros troyanos! Para desviar el destino, Tetis, la madre de Aquiles, usó miles de artimañas: para volverle inmortal, hundió a su hijo en la laguna Estigia. Pero no pudo sumergirlo totalmente y el talón por el cual lo sostenía quedó como el único punto vulnerable de su cuerpo. Luego, Tetis disfrazó a su hijo de mujer y lo envió a la isla de Esciro para protegerlo. Pero Ulises logró encontrar a Aquiles y conducirlo hasta Troya.
—¡Ah, Patroclo! —suspira Aquiles—. ¿Qué vine a hacer aquí? ¡Cómo me arrepiento de no haberme quedado en Tesalia! En mi patria habría podido llevar la vida tranquila de un boyero...
A la semana siguiente, Patroclo entra lleno de alegría en tienda de Aquiles para anunciarle:
—¡Listo! ¡Se aproxima el fin de la guerra! ¡Paris y Menelao van a enfrentarse mañana en un combate singular! ¡El que gane quedará con Helena y el campamento del perdedor deberá someterse a las leyes del vencedor!
—¿Por qué no? —gruñe Aquiles, tan sorprendido como de­cepcionado.
En efecto, su chantaje queda así malogrado. Si el oráculo ha dicho la verdad, ¡la derrota de los griegos es segura! Sin embargo, a la noche siguiente, clamores, gritos y el ruido de las espadas em­pujan a Aquiles a dejar su tienda: ante los muros de Troya, los ejércitos enemigos se enfrentan con ensañamiento.
—El duelo fue postergado —explica Patroclo—. ¡Esos troyanos traidores rompieron la tregua y la guerra ha recomenzado!
En ese instante llega otro guerrero griego. Al reconocer a Ulises, Aquiles se levanta para saludarlo.
—Entra, amigo mío —le dice—. Me disponía a cenar. ¡Antes de revelarme qué te trae aquí, ven a compartir un poco de carne y vino!
Aquiles admira a Ulises, pero aprendió a desconfiar de él, pues ese héroe, célebre por sus engaños, no vino con toda seguridad a hacerle una visita de cortesía. Una vez terminada la cena, Ulises declara:
—El rey me envía ante ti para invitarte a retomar el combate...
—¡De ninguna manera! —responde Aquiles, bostezando mien­tras se tira en su cama.
—No seas obstinado. Agamenón por fin pide perdón: acepta devolverte a Briseida. A eso le suma diez talentos de oro, doce caballos, siete esclavos y se compromete, si Troya es tomada, a dejarte cargar de oro todas tus naves. ¿Qué dices?
—Demasiado tarde, Ulises, es inútil: ya no quiero pelear.
Uniendo el gesto a la palabra, Aquiles da la espalda a su visita.
—Sí —explica Patroclo, suspirando—, su cólera no se ha calma­do. Aquiles ha decidido poner mala cara.



Algunos días más tarde, Patroclo tiene una cara tan triste que, al entrar en la tienda de Aquiles, éste le pregunta:
—¿Tan malas son acaso las noticias?
—¡Sí! ¿No oyes los estertores de nuestros guerreros agonizando a algunos pasos de aquí? Ay, vamos a perder la guerra. Oh, Aquiles —agrega Patroclo señalando, en un rincón de la tienda, la armadura y el casco de su amigo—, ¿me autorizarías a combatir hoy portando tus armas?
—¡Por supuesto! Lo que es mío te pertenece. ¿Pero por qué?
—Así vestido, sembraré el terror entre los troyanos: al ver tu armadura, creerán que has retomado el combate.
—Ve... ¡pero te ruego que seas prudente! —responde Aquiles mientras abraza a su amigo.
Durante la tarde, la larga siesta del héroe es interrumpida: un guerrero griego entra en su tienda. Está exhausto y anegado en lágrimas.
—¡Aquiles! —gime—. ¡La desgracia se abatió sobre nosotros! ¡Patroclo ha muerto! ¡Héctor, el más intrépido de los troyanos, lo atravesó con su lanza! Incluso, lo ha despojado de tu armadura. Nuestros enemigos se disputan su cuerpo.
Con estas palabras, Aquiles se levanta para gritar a los dioses su dolor. Se mesa los cabellos, rueda por el suelo y se cubre el rostro con tierra. Solloza a la vez que gime:
—¡Patroclo, mi hermano, mi único amigo de verdad!
Muerto. Patroclo ha muerto. El sufrimiento que experimenta Aquiles duplica su cólera; desvía entonces su furor:
—¡Maldito Héctor! ¿Dónde está? Ah, Patroclo, ¡Juro vengarme. No asistiré a tus funerales sin antes haber matado a Héctor con mis propias manos!
Loco de dolor, Aquiles se arma de prisa y se precipita fuera de su tienda. Marcha hacia los muros de la ciudad sitiada y lanza tres veces un grito tan furioso que los troyanos, estupefactos, tiemblan de espanto en las murallas. Los caballos mismos relinchan de terror. Muy rápidamente, los griegos aprovechan esta confusión: alcanzan a tomar el cuerpo de Patroclo mientras Aquiles arroja sobre una docena de enemigos a los que ensarta. Cuando sucumbe el número trece, oye, cerca de sí, una voz que gime:
—Polidoro... ¡Acabas de matar a mi hermano Polidoro!
Aquiles se da vuelta hacia el troyano que se lamenta: ¡es Héctor en persona! Por un segundo, los dos campeones se enfrentan con la mirada. Y la predicción, una última vez, aflora en la cabeza de Aquiles: "Morirás poco después que Héctor". Así, vengando a Patroclo, Aquiles apurará su propio fin. ¡No importa! ¡Con un grito de furor, ataca al asesino de su amigo, que huye!
Tres veces los adversarios dan la vuelta a la ciudad, sin detenerse más que para intercambiar terribles estocadas. Agotado, Héctor se detiene en seco. Arroja su lanza, que Aquiles evita. ¡Entonces divisa la yugular en la armadura de su enemigo, ajusta si estocada y hunde allí su espada! Héctor, con la garganta atravesada, se derrumba y expira.
Desoyendo los gritos de desesperación de los troyanos que siguieron el combate desde las murallas de la ciudad, Aquiles despoja al cadáver de su armadura. Ata a Héctor por los pies un carro, da un latigazo a los caballos y, tres veces, da la vuelta a la ciudad arrastrando el cuerpo por el polvo. Luego lo abandona en el suelo, cerca de su tienda.
—¡Que sea presa de los buitres y de los chacales! —ordena.
Abandonado el cadáver sin sepultura, el alma del difunto no tendrá nunca reposo. El héroe se vuelve entonces hacia el cuerpo de Patroclo que los griegos, mientras tanto, han colocado en una pira1 fúnebre.
—¡Ahora, vete, Patroclo! —murmura, conteniendo un sollozo ¡Alcanza en paz el reino de Hades!
He aquí Troya privada de su mejor combatiente. Pero la venganza de Aquiles es amarga, pues tiene el gusto de su propia muerte.





Durante la noche, un ruido sospechoso hace saltar a Aquiles de su cama. No tiene tiempo de tomar su espada: unas manos temblo­rosas ya están rodeando sus rodillas. ¡A la luz de la luna, el héroe, estupefacto, reconoce a Príamo, padre de Héctor! ¿Cómo logró este anciano dejar la sitiada Troya e infiltrarse hasta aquí?
—¡Aquiles! —gime Príamo—. Vengo a implorarte. Tenía cincuen­ta hijos. Casi todos han perecido en esta guerra interminable. ¡Y has matado a Héctor, mi hijo preferido! Te lo suplico, devuélve­me su cuerpo.
Frente a la desesperación y al coraje de ese anciano que se atre­ve a arrojarse a los pies de su peor enemigo, Aquiles se encuentra desconcertado.
—Te he traído regalos costosísimos —agrega Príamo, sollozando.
—Levántate —responde el héroe, emocionado hasta las lágrimas.
Entonces, dejando su tienda, va a recoger el cadáver de Héc­tor para devolvérselo él mismo a su padre, y agrega:
—Estás agotado, Príamo. Ven, pues, a beber y a comer. Quéda­te aquí y duerme sin temor. Te prometo que regresarás a Troya cuando el alba, con el cuerpo de tu hijo, sin ser molestado.



La pira funeraria de Patroclo no llegará a ser encendida: al día siguiente, después de la partida de Príamo, y mientras Aquiles lanza un terrible asalto contra los muros de Troya, el raptor de Helena, Paris en persona, se desliza fuera de la ciudad, sin duda gracias a los consejos de Apolo, su dios protector. Ve a Aquiles que está corriendo y, con su arco, despide una flecha que va a cla­varse... ¡exactamente en el pie del guerrero!
Aquiles, cuyo talón está perforado, cae. Arranca la flecha, ve que la sangre sigue fluyendo y comprende que su vida se va con ella. El oráculo ha dicho la verdad.
—¡Patroclo, me reuniré contigo! —grita antes de exhalar un último suspiro.
Aquiles muere. Ahora que su destino se ha cumplido, Troya podrá caer, tal como el oráculo lo predijo. ¿Pero cómo? ¿Por medio de qué artimaña? Pues Aquiles ha muerto, y Troya sigue en pie...
Los griegos disputaron a los troyanos el cadáver del gran Aquiles y lo condujeron a su tienda. La bella Briseida inundó de lágrimas el cuerpo de un amo que no tuvo tiempo de querer. Ella misma encendió la pira sobre la que yacían los cadáveres de los dos fieles amigos. Como lo requería la costumbre, cortó las largas trenzas de su cabello para arrojarlas entre las llamas.
Una vez que las cenizas de Aquiles, mezcladas con las de Patroclo, fueron recogidas, los griegos las encerraron en una misma urna, que enterraron en la cima de una colina.



Hoy, los pasajeros de los navíos que atraviesan el antiguo Helesponto pueden, todavía, ver esta colina2. La urna ya no existe y las cenizas, desde hace mucho tiempo, se han mezclado con ruinas de Troya... Una ciudad que el poeta Homero llamaba Ilión, y que Ulises habría de tomar por medio de una asombrosa artimaña.











Este es el tema principal de La Ilíada. Siglos después, Aquiles y Ulises reaparecerán en la célebre obra de Dante Alighieri La Divina Comedia.






1 Una pira era una hoguera donde se quemaban los cadáveres.

2 En la actualidad, es el estrecho de los Dardanelos, que une el mar Egeo con el mar de Mármara

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