viernes, 12 de enero de 2018

José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Tanagra 456 a.C

Batalla de Tanagra 456 a.C

 

   La batalla de Tanagra supuso el punto culminante de la progresiva escalada de tensión que se venía viviendo en Grecia desde el final de las guerras médicas. Una serie de hechos tales como la reconstrucción de los Muros Largos de Atenas, la conformación de la Liga de Delos, capitaneada también por Atenas y el incidente entre ésta y Esparta a propósito de la revuelta hilota, habían distanciado como nunca a estas dos ciudades. A pesar de los más de 20 años que transcurren entre Platea y esta batalla de Tanagra, en dicha situación de calma tensa no dejó de percibirse que en cualquier momento las espadas podían alzarse, lo que finalmente ocurrió en el año 456 a.C.

 

  

 Antecedentes

   Como veníamos comentando, la victoria de Platea en 479 a.C. sobre los persas, ni trajo consigo la prosperidad de las relaciones entre ciudades griegas ni consiguió mitigar viejas rencillas. Al contrario, Esparta vio como el líder de tal alianza, Pausanias, era acusado de someter al resto de los griegos a un mando despótico y despiadado, lo que la obligó a exigirle explicaciones. Además, la reconstrucción de los Muros Largos de Atenas tampoco ayudó a las buenas relaciones, ya que los espartanos vieron en esto un gesto defensivo contra ellos. El hecho puede ser interpretado de muchas maneras, pero no parece que en ello hubiera una intención de ruptura por parte de los atenienses con Esparta. Casi se diría que era una decisión lógica vista la nefasta experiencia que la ciudad había tenido a manos de los persas: saqueada, incendiada y su población evacuada. Por tanto, no puede decirse que los atenienses no tuvieran buenas razones para ello. En cualquier caso, el instigador de tal posición fue el otrora ilustre marino ateniense, Temístocles. Fue él quien aconsejo el levantamiento de estas murallas y fue él, también, quien se encargó de entretener a la embajada espartana que vino a Atenas solicitando la paralización de tales obras. Cuando los muros alcanzaron la altura estimada, Temístocles despachó a los espartanos diciéndoles que se dirigían a un pueblo (el ateniense) que tenía conocimiento de sus propios intereses y de los generales. Tal afrenta hizo cundir el malestar entre los espartanos que, sin embargo, no mostraron su enfado.

 

   Si el levantamiento de tales muros fue una buena metáfora de todo lo que ahora separaba a tan ilustres ciudades, la asunción del mando de la Liga helénica por Atenas, antes liderada por los espartanos, no debió sino incidir aún más en este singular divorcio. Aunque Tucídides apunta a una transición en el mando amistosa y cordial (1, 95) parece que hay sobrados motivos para pensar que esto no fue así. Diodoro (11, 50) es quien nos revela que en Esparta existía una división de opiniones, afirmando la existencia de una serie de hombres dispuestos a luchar por ese liderazgo. Sin embargo, puede que la necesidades y pertrechos que requería comandar una liga que ofrecía protección a zonas tan alejadas como Asia Menor, fueran demasiado grandes para lo que los espartanos estaban dispuestos a invertir. Esparta se había caracterizado por poseer una gran infantería, pero ahora necesitaría una gran flota que pudiera transportar por el mar a todo su ejército a la mayor velocidad hasta cualquier punto de Grecia. Y eso era algo que requería de dinero, mucho dinero. Y dinero es, precisamente lo que menos tenía Esparta. Con su recién adoptado sistema licurgueo que prohibía el comercio y sancionaba la posesión de oro, plata y cualquier tipo de riqueza, la ciudad había ido perdiendo no solo capacidad competitiva sino también recursos económicos. Cada vez más aislada del resto de ciudades griegas debido a sus estrictas costumbres de disciplina militar, la práctica de la xenelasia y el desprecio hacia el vínculo que solo el comercio establece entre hombres y pueblos de diferentes lugares, Esparta estaba muy lejos de poder construir una flota poderosa. Y esto era algo que, precisamente Atenas sí tenía. La potenciación del comercio marítimo y los múltiples beneficios comerciales y financieros que Atenas obtuvo merced a sus buenas relaciones con otras ciudades del Egeo y el descubrimiento de minas de plata en Laurión, le valió el tener unas finanzas prósperas y pujantes. Además, la navegación potenciada por Temístocles merced a la localización costera de la ciudad, se convirtió en el símbolo distintivo de una Atenas que ahora era capaz de recorrer toda Grecia en tiempo récord gracias a sus trirremes, que habían venido a sustituir a los pentecónteros y triacónteros. Estaba claro que los miembros de la liga juzgarían más adecuado ofrecer el mando a la dinámica Atenas, mal que le pesara a Esparta. Así en 478 a.C. Atenas asumió el mando y se estableció el número de ciudades que compondrían esa nueva Liga de Delos, así como la tributación de éstas por su pertenencia. Además se acordó que el dinero que se recaudara del tributo sería guardado en la isla de Delos. De esta manera fue como Esparta quedó al margen de los nuevos tratados de otros griegos y despojada de su preponderancia. Es inevitable decir que, desde entonces, en Esparta no dejaron de recelar del meteórico ascenso de la polis ateniense.

 

   Aunque estos dos ejemplos, el de los Muros Largos y el de la Liga de Delos, contribuyeran no solo al enfriamiento sino también al resquemor entre Esparta y Atenas, sin embargo, todavía no se había producido ningún hecho directo entre las dos que pudiera constituir un motivo de abierto enfrentamiento. Este sí llegó, sin embargo años después cuando en 464 a.C. un aparatoso movimiento sísmico sacudió el Peloponeso y provocó la ruina de media Esparta. Los daños materiales fueron cuantiosos y la pérdida de vidas humanas, importante. Pero lo que más urgió, sin duda a los lacedemonios, fue la revuelta que muchos mesenios organizaron para aprovechar el caos reinante y liberarse del yugo espartano. La situación se volvió tan sumamente insostenible que a los espartanos no les quedó otro remedio que solicitar la ayuda de Atenas para sofocar la revuelta. Por aquel entonces, en Atenas gobernaba Cimón, estratego e hijo de Milcíades, héroe de Maratón. Su política se había caracterizado por el deseo de mantener unas buenas relaciones con Esparta y su filo laconismo no había pasado desapercibido para detractores como Pericles. De la manera que fuese, Cimón consiguió que Atenas enviara a Esparta la ayuda solicitada. Pero lejos de tener una calurosa acogida, los espartanos pronto comenzaron a recelar de las verdaderas intenciones de aquellos atenienses y les solicitaron “amablemente” que se marcharan, puesto que su ayuda ya no era necesaria. Aquel gesto fue interpretado como un auténtico insulto por parte de los atenienses, que procedieron a condenar al ostracismo a Cimón y a establecer una tupida red de alianzas con todo tipo de ciudades, una vez que éstas ya no se sentían ligadas a Esparta. Así, por ejemplo sellaron alianzas con los tesalios, que habían apoyado a los persas, con los de Argos, enemigos declarados de Esparta y con los de Mégara, enemigos acérrimos de los corintios. Puede decirse así que desde finales de 460 a.C. la escalada de tensión en cuanto a la política exterior de Atenas, alcanzó cotas inasumibles y en palabras del profesor Lewis, fue esta ciudad la mostró ya sin pudor que ardía en deseos de iniciar las hostilidades.

 

  

 La Primera Guerra del Peloponeso

  Aunque tradicionalmente se conoce como Guerra del Peloponeso al conflicto que tuvo lugar entre Esparta (y aliadas) y Atenas (y aliadas) entre los años 431 hasta 404 a.C. no es ésta sino la secuela de un conflicto anterior que tiene su inicio aproximadamente en 460 a.C. y su finalización en 446 a.C. Las primeras hostilidades, sin embargo, no se produjeron directamente entre las dos ciudades. Atenas abrió un amplio frente de lucha por todo el Egeo, llegando a combatir en Egipto apoyando la sublevación del rey libio Inaro contra los persas (que terminó en fracaso) y a otras ciudades del Peloponeso. Esparta, de momento solo observaba pero se resistía a entrar en el conflicto. Puede que no se sintiera lo suficientemente preparada como para enfrentarse a la pujante Atenas o que, simplemente quisiera dilatar todo lo posible para evitar un conflicto mayor.

 

   Pero en 458 a.C. ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Esparta se decidió a intervenir, otorgando a la guerra una nueva dimensión. Con 1500 hoplitas lacedemonios y 10.000 aliados armados hasta los dientes, Esparta se propuso reforzar su presencia en la Grecia central que hasta entonces era escasa. Para eso se valió de Beocia, que para entonces rivalizaba con Atenas. La excusa de defender a las poblaciones de la Dóride, una pequeña región hostigada por los habitantes de la Fócide, fue la justificación oficial. Atenas contempló con recelo la nutrida marcha y se decidió a actuar.

 

   Había llegado la hora. Por primera vez, Esparta y Atenas se iban a enfrentar en el campo de batalla y había una gran expectación por conocer cuál de las dos se hallaba en mejor forma. Lejos quedaban ya las ayudas que se habían entregado durante la guerra con el persa; tocaba “discernir” acerca de asunto exclusivamente de los griegos y ambas potencias estaban dispuestas a demostrar su poderío. Por un lado, Esparta quería hacer valer su veteranía y experiencia y demostrar a la joven e insolente Atenas que hacen falta muchos años de lucha para erigirse en una potencia militar; por su parte, Atenas quería demostrar a la vieja y desfasada Esparta, cómo su dinamismo político y comercial, podía servirles también para cuestionar su liderazgo y emprender una nueva etapa de independencia y hegemonía de Grecia bajo su tutela. Tal cuestión se dirimiría sobre la tierra de Tanagra.

 


 La batalla

   A la cabeza de las tropas espartanas se situó esta vez Nicomedes, hijo Cleombroto, al que también había tocado en suerte ser regente durante la minoría de edad del rey Plistoanacte. Cuando llegaron a Dóride, los foceos no tardaron en retirarse, por lo que no parecía que aquella expedición fuera  a tomar el cariz que después tomó. De hecho los espartanos, tan pronto como les fue posible, emprendieron el regreso a casa. Pero el problema vino cuando se percataron de que todas las rutas posibles de vuelta al Peloponeso, estaban controladas por los atenienses. Habían apostado tropas para impedir su vuelta por mar, desplegando hombres hasta el golfo de Crisa; tampoco la ruta a través de Gerenia era buena opción ya que, además de haber en esa ciudad una guarnición ateniense, otras dos ciudades próximas como Megara y Pegas, también estaban controladas por éstos. El resultado fue que el contingente espartano al mando de Nicomedes se vio obligado a retrasar su vuelta quedando en Beocia a la espera de tomar la decisión más adecuada. Sin embargo, no hubo tiempo para ello. Los atenienses vieron por fin la oportunidad que tanto anhelaban de trabar combate con los espartanos y, so pretexto de que éstos andaban conspirando para derribar la democracia en su ciudad, lanzaron contra ellos todas sus fuerzas, más 1000 argivos y otros contingentes aliados. Además, en virtud de diferentes acuerdos, la caballería tesalia también colaboró con ellos, si bien durante el combate se pasaron al bando lacedemonio. Pero los espartanos no rehusaron la lucha, ya que para ellos, derrotar a los atenienses era el único modo de reabrir las rutas de vuelta al Peloponeso y poder regresar a casa. Es muy probable que en la mente de los lacedemonios aún no se albergara la idea de enfrentarse a los atenienses directamente a pesar de las fricciones ya existentes y, de no haber sido así, seguramente la expedición habría vuelto a Esparta y habría continuado con la línea de no intervención que había llevado hasta ese momento. Sin embargo, el rápido desarrollo de los acontecimientos y el sorpresivo ataque de los atenienses a sus tropas, precipitó los hechos.

 

   Nicomedes aceptó el órdago ateniense y durante la contienda que tuvo lugar en las proximidades de Tanagra, los derrotó. El relato de Tucídides (1, 108) no se extendió demasiado en los detalles de la lucha, por lo que resulta imposible saber cómo plantearon el combate ambos bandos. Sin embargo, sí que conocemos algunos detalles que vendrían a revelar que debió de tratarse de una lucha realmente igualada, ya que se hace referencia al gran número de muertos que hubo en ambos bandos. Aunque la victoria sirvió a los espartanos para pasar a Mégara y volver por fin al Peloponeso, su victoria no sirvió para que los atenienses se retiraran de la zona o cejaran en su empeño de mantener una política exterior tan activa. Recordemos que, al mismo tiempo que ocurrían estos hechos, los atenienses estaban combatiendo también en Egipto, así que no sería disparatado pensar que de haber concentrado todas sus fuerzas exclusivamente en Tanagra, el resultado de la batalla quizá podría haber sido bien distinto.

 

  

 Consecuencias

   A pesar de que el primer enfrentamiento entre espartanos y atenienses había caído del lado de los primeros, la batalla de Tanagra de 456 a.C. no puso fin a lo que se conoce como Primera Guerra del Peloponeso, ni a la híper-actividad bélica de Atenas en Grecia. A los dos meses de haber caído en Tanagra, los atenienses llevaron con mejor suerte otra expedición contra los beocios al mando de Mirónides y los derrotaron en la batalla de Enofita. Merced a esta victoria se adueñaron de toda la Beocia y Fócide, derribaron las murallas de Tanagra, tomaron como rehenes a los cien hombres más ricos y concluyeron sus Muros Largos. De alguna manera se trató de restituir la credibilidad perdida contra los lacedemonios y demostrar que habían perdido una batalla, pero no la guerra y que, lejos de demostrar debilidad, seguían preparados para volver a entablar combate con ellos en cualquier momento. De hecho, los eginetas, aquellos con los que durante años habían mantenido enconadas disputas, capitularon ante ellos en 455 a.C. destruyendo sus murallas, entregándoles las naves y comprometiéndose a pagar tributo. Pero no parece que las ansias de los atenienses por restituir su crédito después de la derrota fueran a colmarse con esto y poco después, una expedición al mando de Tólmides, se dedicó a costear el Peloponeso e incendiar el arsenal de los lacedemonios, lo que supuso una importante llamada de atención. Además, durante la misma expedición tomaron Calcis y vencieron a los sicionios. A decir por estos hechos, parecía que Atenas había tomado impulso para imponer su supremacía en Grecia, y viendo la facilidad con la que estaba logrando sus objetivos, pocos dudarían de que lo consiguiera. Sin embargo, en 454 a.C. los acontecimientos en Egipto comenzaron a torcerse. El rey persa envió a Megabazo con un poderoso ejército que destruyó a los rebeldes y expulsó a los griegos del territorio de Menfis. Los atenienses huyeron a la isla de Prosopitis, donde permanecieron sitiados más de año y medio. En ese tiempo las aguas del canal que protegían la isla, se secaron, lo que permitió  que las naves atenienses fueran inservibles y que Megabazo pudiera llegar hasta la isla a pie y tomarla sin problemas. Así fue como se consumó el fracaso ateniense en tierras de Egipto. Además, por aquel tiempo, un tal Orestes, de origen tesalio, solicitó ayuda a los atenienses para que le repusieran en el trono de su país. En el contexto de esa intensa actividad bélica exterior, los atenienses aceptaron y marcharon hasta Fársalo de Tesalia, no pudiendo sin embargo, conseguir la restitución de Orestes en el trono. Tras estos dos últimos reveses, los atenienses comprendieron que había llegado el momento de disminuir el ritmo y poner orden en sus cosas. Habían demostrado sobradamente que en nada se parecían ya a aquella ciudad que a comienzos de siglo pedía ayuda a Esparta y se veía obligada a caminar bajo su sombra. Por este motivo y por el regreso del filo-laconio Cimón, hijo de Milciades, tuvieron a bien concertar una tregua con los espartanos. Así en 451 a.C. concertaron con ellos un tratado de paz que habría de durar cinco años, prometiendo no llevar a cabo ninguna acción armada contra otros griegos.

 

   Para Esparta, la nueva situación de Atenas debió de constituir un importante toque de atención. Tras las guerras médicas, habían sido testigos de cómo Atenas había alcanzado su madurez política, económica y militar. Ya no se trataba de aquella pequeña ciudad que solicitaba su ayuda ante la amenaza del persa. Al contrario, ahora eran ellos los que se embarcaban en expediciones de manera independiente e incluso se atrevían a discutir su autoridad en Grecia. La batalla de Tanagra había servido para dar un golpe de autoridad y recordar que, aunque con menor actividad, Esparta seguía siendo la potencia militar por excelencia dentro de la hélade y que aún haría falta tiempo para arrebatarle el “cetro”. Sin embargo, a la velocidad que discurrían los acontecimientos y vista lo cara que los atenienses habían vendido su derrota en Tanagra, Esparta debía sentir la necesidad de actuar a fin de no quedar rezagada con respecto al dinamismo ateniense. No podía permanecer más tiempo de brazos cruzados en el Peloponeso como si lo que ocurriera al otro lado del istmo de Corinto no fuera con ella. Los atenienses habían llegado incluso a quemar sus astilleros en el Peloponeso, lo que hacía entender que, tan pronto como les fuera posible, marcharían contra ellos a fin de someter su autoridad.

 

   En este clima no es de extrañar que la paz de Calias firmada por cinco años entre ambas ciudades no estuviera exenta de altibajos y de pequeños conflictos hasta llegar a quedar en papel mojado. Aunque esta vez Atenas sí pareció dispuesta a respetar dicho acuerdo, concentrando sus esfuerzos bélicos en Chipre, fue Esparta la que, con todas las incertidumbres antes mencionadas, decidió emprender una guerra sagrada que tenía como objetivo apoderarse del templo de Delfos, que estaba por entonces en manos foceas y devolvérselo a los delfios. Cuando lo consiguieron, tiempo después los atenienses capitanearon una expedición para retornar a los foceos la soberanía sobre el templo y así lo hicieron. Como vemos, una nueva escalada de tensión que dejaba en evidencia el acuerdo de paz logrado años atrás entre las dos ciudades.

 

   Lejos de enfriar la situación, los atenienses volvieron a emprender una campaña contra Beocia y Pericles dirigió otra guarnición a invadir Eubea. Sin embargo, el revés sufrido por la expedición que iba a Beocia y que les obligó a alcanzar una paz, más los rumores de una invasión espartana del Ática que obligaron a retornar a Pericles, obligó de nuevo a los atenienses a replantearse su azarosa política exterior. Por fin, a la Paz de Calias firmada años antes, le vino a sustituir la Paz de los Treinta Años (446-445 a.C.) que puso fin a la Primera Guerra del Peloponeso.

 


   Los años venideros, sin embargo, no estuvieron exentos de polémica. Los atenienses continuaron interviniendo militarmente en los asuntos griegos y reforzando su imperio y su alianza. Esparta, por el contrario, mantuvo una actitud indolente con respecto al creciente poderío ateniense y si bien en los años anteriores había tratado de contestar tímidamente a las actuaciones atenienses, ya no lo hizo más. Al menos hasta que las provocaciones atenienses contra sus aliados se hicieron insoportables. Esparta permaneció en paz hasta el comienzo de la segunda Guerra del Peloponeso y ello le costó importantes críticas por permanecer tan indiferente a los asuntos griegos. Sin embargo, Esparta tenía sus propios problemas. En primer lugar, siempre le había costado entrar en guerra. No tenía por filosofía vital salir a combatir a las primeras de cambio y hacía falta una buena excusa para arrastrar a su ejército al combate. En segundo lugar, el terremoto de 464 a.C. había mermado su cuerpo cívico, aquel que nutría a su ejército, lo que le obligaba a llevar una política muy prudente con respecto a entrar en guerras. En tercer lugar, carecía de una gran flota, lo que le impedía competir con los atenienses en igualdad de condiciones ya que ahora éstos se movían por Grecia a través del Egeo, reduciendo distancias y tiempo. En cuarto lugar y como ya apuntamos, su propio sistema político, que se caracterizaba por una extraordinaria rigidez en los asuntos económicos no permitiendo atesorar grandes riquezas que bien habrían valido para financiar la construcción de una armada de gran calibre o mejorar su armamento. Al contrario, Esparta estaba cada vez más aislada del resto de Grecia y sus habitantes, con el único recurso de unas tierras dispares y mal repartidas, se afanaban apenas en mal vivir. A poco más podían aspirar quienes habiendo tenido la austeridad por bandera, se daban cuenta de que la humildad se estaba convirtiendo en extendida mendicidad. De cara al exterior, Esparta solo podía vivir de las rentas de su otrora gloriosa imagen de potencia militar y prometer el escudo de su protección a otras ciudades que se unieron a ella bajo el paraguas de la Liga del Peloponeso, nacida en respuesta a la Liga de Delos. Sin embargo, distaba mucho de poder hacer efectiva esa protección y ello quedará en evidencia cuando en los prolegómenos del segundo conflicto civil entre los griegos, los corintios acusen a Esparta de indiferencia ante las agresivas acciones de los atenienses.

Mapa de la Batalla de Tanagra.

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