sábado, 13 de enero de 2018

Tucidides Guerra del peloponeso Libro sexto

LIBRO SEXTO

I

En este invierno[1] los atenienses determinaron enviar otra vez a Sicilia una armada mucho mayor que la que Laques y Eurimedonte condujeron antes con intención de sojuzgarla, no sabiendo la mayor parte de ellos la extensión de la isla y la multitud de pueblos que la habitaban, así griegos como bárbaros, y por tanto que emprendían una nueva guerra no menor que la de los peloponenses, porque aquella isla tiene de circuito tanto cuanto una nave gruesa puede navegar en ocho días, y aunque es tan grande, no está separada de la tierra firme más que unos veinte estadios.
Al principio fue habitada Sicilia por muchas y diversas naciones, siendo los primeros los cíclopes y los lestrigones, que tuvieron solamente una parte de ella. No sé decir qué nación era ésta ni de donde fueron, ni adonde pararon, ni sé otra cosa más que lo que los poetas dicen, y los que de éstos tienen noticias. Después fueron los sicanos los primeros que la habitaron, los cuales dicen haber sido los primitivos moradores y que nacieron en aquella tierra; mas se ve claramente lo contrario, siendo en su origen íberos, llamados sicanos, del nombre de un río que está en Iberia llamado Sicano, y que echados de su tierra por los ligures se acogieron a Sicilia, la cual, por el nombre de ellos, llamaron Sicania, pues antes se llamaba Trinacria, y aún al presente, los de aquella nación tienen algunos lugares de dicha isla a la parte de Occidente.
Después de tomada Troya, algunos troyanos que huyeron de ella por temor a los griegos, se acogieron a tierra de los sicanos, donde hicieron su morada, y así troyanos como sicanos fueron llamados elimos, y habitaron dos ciudades, a saber: Erice y Egesta.
Tras de éstos fueron a morar allí algunos focios de los que, a la vuelta de Troya, arrojó una tormenta a las costas de Libia, desde donde pasaron a Sicilia.
En cuanto a los sículos, pasaron a Sicilia desde Italia, huyendo de los oscos, como es verosímil, y dicen comúnmente, pasaron en dos bateles con la marea, aprovechando el tiempo oportuno para ello, porque el pasaje es muy corto. Parece claramente que debió suceder esto porque aun hoy día hay sicilianos en Italia, recibiendo este nombre de Italo, un rey de los sículos.
Estos sicilianos pasaron en gran número, de manera que vencieron en batalla a los sicanos, obligándoles a retirarse a la parte de la isla que está hacia el Mediodía, y con esto mudaron el nombre a la isla, llamando Sicilia la que antes llamaban Sicania. Porque a la verdad, ocuparon la mayor parte de los buenos lugares de ella, y los tuvieron, desde su primera invasión hasta que los griegos llegaron, por espacio de trescientos años. Aún ahora tienen lugares mediterráneos que están hacia las partes de Aquilón.
Durante este tiempo los fenicios fueron a habitar en algunas pequeñas islas allí cercanas para tratar y negociar con los sicilianos; mas después, habiendo pasado muchos griegos por mar a la isla, dejaron la navegación, avecindáronse en la isla, y fundaron tres ciudades en los confines de los elimos, que fueron Motia, Solunte y Panormo, confiados de la amistad que tenían con los elimos, y también porque por aquella parte hay muy poco trecho de mar para pasar de Sicilia a Cartago. De esta manera, y por tanto número de diversas gentes bárbaras, fue habitada la isla de Sicilia.
Los griegos calcideos que salieron de Eubea al mando de Tucles, fueron los primeros que allí arribaron, fundando la ciudad de Naxos, y fuera de ella edificaron el templo de Apolo Arquegetes, que allí se ve hoy día, donde, cuando quieren salir fuera de la isla, hacen primeramente sus votos y sacrificios.
Un año después de la llegada de los calcideos, el corintio Arquías, que procedía de los descendientes de He-racles, fue a habitar aquel lugar donde al presente está Siracusa, habiendo primeramente lanzado de allí a los sicilianos que la tenían, y estaba entonces aquella ciudad toda fundada en tierra firme, sin que la mar la tocase por ningún punto. Mucho tiempo después se acrecentó la parte que entra dentro de la mar, que ahora está cercada de muralla, la cual, por sucesión de tiempo, se pobló en gran manera.
Siete años después de fundada Siracusa, Tucles y los calcideos salieron de Naxos, expulsaron a los sicilianos que habitaban en la ciudad de Leontini y la tomaron, y lo mismo hicieron en la ciudad de Catania, de donde lanzaron a Evarco, que los de la tierra decían había sido el primer fundador.
En este mismo tiempo Lamide fue de Mégara para habitar en Sicilia y se asentó, con la gente que llevaba para poblar, junto a un río llamado Pantacias, y un lugar nombrado Trotilo. Desde allí pasó a habitar con los calcideos en la ciudad de Leontini, y por algún tiempo gobernaron la ciudad juntamente; mas, al fin, por discordias y disensiones le echaron de ella, y fue con su gente a morar a Tapso, donde murió. Muerto Lamide, los suyos abandonaron la comarca y, mandados por un rey siciliano nombrado Hiblón, que había entregado la tierra a los griegos por traición, vinieron a morar a Mégara. Del nombre de este rey fueron llamados hibleos, y doscientos cuarenta y cinco años después que allí llegaron, los expulsó un rey de los siracusanos nombrado Gelón.
Antes de esto, cerca de cien años después de establecerse allí, fundó la ciudad de Selinunte Pamilo, el cual, siendo echado de Mégara, que era su ciudad metrópoli, con los otros de su nación creó esta colonia.
La ciudad de Gela fue fundada y poblada por Antifemo, natural de Rodas, y Entimo, de Creta, según afirman todos comúnmente que trajeron cada cual de su tierra cierto número de pobladores con sus casas y familias, cerca de cuarenta y cinco años después que Siracusa se comenzó a habitar, y pusieron nombre de Gela a aquella ciudad a causa del río que pasa allí cerca, que es así llamado, y la edificaron donde antes estaba asentada una villa cercada de muros llamada Lindios.
Pasados ciento ocho años después, los de Gela, dejando su ciudad bien poblada por los dorios, fueron a habitar la ciudad que ahora se llama Acragante, al mando de Aristonoo y de Pistilo. La llamaron así de un río que pasa por ella que tiene este nombre, y establecieron el gobierno y estado de la ciudad según las leyes y costumbres de su tierra.
La ciudad de Zancla primeramente fue habitada por algunos corsarios que vinieron de la ciudad de Cumas, que está en la región de Opica en tierra de los calcideos. Mas después, como aportase allí gran multitud de otros griegos, así de tierra de Calcidia como de la de Eubea, fue llamada Cumas, y venían por caudillos de estos griegos, Perieres, natural de Cumas, en Calcidia; y Cratémenes, natural de Calcidia. Llamábase antiguamente aquella ciudad Zancla, porque está asentada en figura de una hoz que los sicilianos en su lengua llaman zancla. Estos de Zancla fueron después echados de su ciudad por los samios y por algunos otros jonios, que huyendo de la persecución de los medos, pasaron a Sicilia.
Poco después Anaxilas, que era señor de los de Reggio, los lanzó de allí, pobló la ciudad de gentes de diversas naciones, y la llamó Mesena, del nombre de la ciudad de donde él fue natural.
La ciudad de Himera fue fundada por los zanclos, los cuales, al mando de Euclides, de Simo y de Sacón, la poblaron de cierto número de sus gentes. Poco tiempo después llegaron muchos calcideos y gran número de siracusanos, lanzados de su ciudad por los bandos contrarios, llamados milétides, y por la mezcla de estas dos naciones se hizo un lenguaje compuesto de dos, a saber: la mitad calcideo, y la mitad dorio; la manera de vivir fue según las leyes y costumbres de los calcideos.
Las ciudades de Acras y de Casmenas, los siracusanos las fundaron y poblaron; Acras cerca de setenta años después que fue habitada Siracusa, y Casmenas cerca de veinte años después de la fundación de Acras.
Unos ciento treinta y cinco años después de fundada Siracusa los siracusanos fundaron y poblaron la ciudad de Camarina, capitaneados por Dascón y Monécolo; pero a muy poco tiempo, habiéndose los camarinos rebelado contra los siracusanos, sus fundadores, les expulsaron éstos de la ciudad; y andando el tiempo, Hipócrates, señor de Gela, habiendo cogido prisioneros algunos siracusanos, consiguió por rescate de ellos esta ciudad de Camarina, que estaba desierta, y la pobló. Poco después fue otra vez destruida por Gelón; y a la postre reedificada y poblada por el mismo Gelón.
Poblada y habitada la isla de Sicilia por tan diversas naciones de bárbaros y griegos, los atenienses intentaron invadirla, a la verdad, con intención y codicia de conquistarla, aunque lo hacían so color de dar socorro a los calcideos, sus amigos y parientes, y especialmente a los egestenses, porque éstos habían enviado embajadores a los atenienses para demandarles socorro y ayuda, a causa de cierta diferencia que había entre ellos y los selinuntios por algunos casamientos, y también por los límites. Los selinuntios habían recurrido a los siracusanos como a sus aliados y confederados, y éstos impedían a los egestenses el paso por mar y tierra. Por ello los egestenses habían enviado a pedir socorro a los atenienses, trayéndoles a la memoria la amistad antigua y alianza que habían hecho en tiempo pasado con Laques, capitán de los atenienses en la guerra con los leontinos, rogándoles que les enviaran armada para socorrerles. Para más inducirles a ello, les exponían muchas razones, y la principal era que si dejaban a los siracusanos realizar sus proyectos, después echarían de su tierra a los leontinos y a sus aliados, y por este medio serían señores de toda la isla, sucediendo después que los siracusanos, por ser descendientes de los dorios que están en el Peloponeso, y haber sido por ellos enviados a poblar Sicilia, acudirían en socorro de los peloponenses contra los atenienses, para disminuir y destruir su poder y señorío. Aconsejaban, pues, a los atenienses, que para evitar aquellos inconvenientes sería muy cuerdo enviar con tiempo socorro a los egestenses, sus aliados, y resistir al poder de los siracusanos. Para ello les ofrecían proveerles de todo el dinero que les fuese necesario para la guerra.
Estas amonestaciones de los egestenses, que hacían muy a menudo a los atenienses, expuestas al pueblo de Atenas fueron causa de que éste determinara enviar primeramente sus embajadores a Sicilia, para saber si los egestenses tenían tanto dinero para la guerra como ofrecían, y además para ver los aprestos de guerra que poseían e informarse del poder y fuerzas de los selinuntios, sus contrarios, y del estado en que se encontraban sus cosas, lo cual fue así hecho.


II

En aquel invierno, los lacedemonios con toda su hueste salieron al campo en favor de los corintios, entraron en tierra de los argivos, robaron y talaron mucha parte de ella, y trajeron muchas vacas y ganado, y gran cantidad de trigo que les tomaron.
Después hicieron sus conciertos y treguas entre los argivos que estaban en la ciudad, y los expatriados que pasaron a la ciudad de Orneas con la condición de que los unos no atentasen contra los otros durante el tiempo de la tregua, y esto hecho, regresaron a sus casas.
Poco tiempo después los atenienses regresaron con treinta naves, en las cuales había setecientos hombres de pelea, y se juntaron con los argivos saliendo de esta ciudad todos los que eran aptos para tomar armas, y juntos fueron contra los de Orneas. El mismo día que llegaron tomaron la ciudad, aunque la noche anterior, los de dentro, viendo que el campo de los enemigos estaba bastante lejos de la ciudad, tuvieron tiempo para salvarse todos. Los argivos, a la mañana siguiente, hallando la ciudad abandonada por los habitantes, la derrocaron y asolaron, regresando después a sus casas.
Los atenienses que habían ido con ellos, se embarcaron y navegaron derechamente hacia la villa de Metona, que está situada en los confines de Macedonia, donde embarcaron también otros muchos soldados, así de los suyos como de los macedonios, y algunos de a caballo, que estaban desterrados de su país, y vivían en tierra de los atenienses. Todos juntos entraron en las tierras de Perdicas y las robaban y talaban cuanto podían.
Sabido esto por los lacedemonios, mandaron a los calcideos, que moran en Tracia, que fuesen a socorrer a Perdicas, lo cual rehusaron hacer, diciendo que tenían treguas con los atenienses por diez días. Durante esta tregua pasó el invierno, que fue el decimosexto año de esta guerra, que Tucídides escribió.
Al principio del verano regresaron los embajadores que los atenienses habían enviado a Sicilia, y con ellos algunos egestenses de los principales que trajeron sesenta talentos de plata, no labrada, para la paga de un mes de sesenta naves que pedían de socorro a los atenienses.
Estos egestenses y los embajadores fueron admitidos en el Senado, y al darles audiencia delante de todo el pueblo, propusieron muchas cosas para poder persuadir a los atenienses de su demanda, y entre otras fue la de afirmar que tenía su ciudad gran copia de oro y plata, así en el tesoro público como en los templos, aunque no era esto verdad. No obstante, a sus ruegos y persuasiones, el pueblo les otorgó la ayuda de sesenta naves que pidieron y gran número de gente de guerra, y nombraron tres de los principales de la ciudad por caudillos de aquella armada, que fueron Alcibíades, hijo de Clinias; Nicias, hijo de Nicérato, y Lámaco, hijo de Jenofonte, con pleno poder y autoridad bastante; a los cuales encargaron que primeramente socorriesen a los egestenses contra los selinuntios; después, si viesen sus cosas prósperas, procurasen restituir a los leontinos en su Estado, y finalmente, que en tierra de Sicilia hiciesen todo aquello que consideraran convenir al bien y aumento de la república de los atenienses.
A los cinco días celebróse nueva reunión en el Senado para ordenar lo necesario, a fin de que la armada pudiese partir muy pronto y proveer las cosas precisas para los capitanes. Entonces, Nicias, uno de los nombrados para aquella empresa, aunque contra su voluntad, porque entendía haber sido determinada sin consejo y razón, solamente por codicia de conquistar toda la isla de Sicilia, y que además conocía cuán difícil era la empresa, pensando apartarles de este propósito, salió en medio delante de todos y habló de esta manera:


III

«Este ayuntamiento, varones atenienses, se hace, según veo, para proveer lo necesario a una armada y pasar con ella a Sicilia; mas a mi parecer, ante todas cosas, convendría consultar si será acertado enviarla y realizar esta empresa o no lo será. En materia de tanta importancia no conviene limitarse a una consulta tan breve, y atenidos a lo que nos hacen creer hombres extraños, comenzar una guerra tan difícil por lo que nada nos importa.
»En lo que particularmente a mí toca, yo sé de cierto que puedo ganar honra en este hecho más que en otro alguno, y que soy el que menos teme poner a riesgo su persona de todos cuantos aquí están, pero he tenido y tengo por buen ciudadano al que cuida de su persona y de su hacienda, porque éste puede y quiere servir y aprovechar a la república con lo uno y con lo otro.
»Conforme en el tiempo pasado, jamás por codicia de honra he dicho otra cosa de lo que me parecía ser mejor y más conveniente para la república, lo mismo pienso hacer al presente. Y aunque este mi razonamiento será de poca eficacia para mover vuestros corazones, que ya están persuadidos en contrario, debo, sin embargo, deciros que miréis por vuestras personas, guardéis vuestras ha-ciendas y no queráis aventurar y poner en peligro las cosas ciertas por las dudosas; considerando que esta vuestra empresa contra Sicilia, que tan de prisa habéis determinado, ni es oportuna ni tan fácil como os dan a entender. Lo primero, porque me parece que, acometiendo esta empresa dejáis acá muchos enemigos a las espaldas y procuráis traer otros muchos más; pues si os fundáis en que las treguas que tenéis con los lacedemonios serán firmes y seguras, yo os certifico que lo serán mientras nosotros estemos en paz y nuestras cosas continúen en prosperidad, pero si por desgracia ocurriera alguna adversidad a esta nuestra armada que enviamos, inmediatamente se moverán ellos y vendrán a dar sobre nosotros, pues para las treguas y conciertos que con nosotros hicieron, fueron obligados por necesidad y no guiados por su provecho y ventaja.
»Hay, además, en el convenio muchos puntos oscuros y dudosos. No pocos del partido contrario no lo aceptaron, y éstos no los más flacos de fuerzas, de los cuales algunos se han declarado ya enemigos nuestros, y los otros, aunque no se mueven ahora por las treguas de diez días, que les obligan a estar tranquilos, si por dicha suya ven nuestras fuerzas repartidas, como queremos hacer ahora, se declararán por enemigos, vendrán contra nosotros y volverán a aliarse con los sicilianos, como lo han querido hacer en otros tiempos.
»Debemos, pues, considerar todas estas cosas y no estimar nuestra ciudad por tan poderosa que la queramos poner en peligro y codiciar nuevo señorío, antes de asegurar de manera firme y estable el que tenemos. Porque si hasta ahora no hemos podido sojuzgar por completo a los calcideos de Tracia, nuestros súbditos, que se nos habían rebelado, ni a sosegar otros de tierra firme, de quienes no estamos muy seguros, ¿por qué determinamos tan de repente ir a socorrer a los egestenses, so pretexto que son nuestros aliados y necesitan ayuda? Estos, en tiempo pasado, se apartaron de nuestra alianza, y con razón podríamos asegurar que nos han hecho injuria. Aun en el caso de recobrar su alianza alcanzando la victoria contra sus enemigos, muy poco o nada nos pueden ayudar, así por estar muy lejos como por ser muchos, por lo cual no podríamos mandar en ellos fácilmente.
»Paréceme, por tanto, que es locura ir contra aquéllos, que cuando los hubiéramos vencido no los podremos buenamente guardar ni mantener en nuestra obediencia, y si no conseguimos la victoria, quedaremos en peor estado que antes de comenzada la guerra.
»Por otra parte, según yo entiendo de las cosas de Sicilia, me parece que los siracusanos, aunque sean los principales de aquella tierra, no tienen por qué odiarnos ni envidiarnos, que es el punto en que los egestenses fundan su demanda, aunque por acaso les ocurriese ahora quererse congraciar con los lacedemonios, no es de creer que los que están en peligro de perder quieran por amor a pueblo extraño emprender la guerra contra otro y aventurar su estado, pues han de pensar que si los peloponenses con su ayuda acabaran con nuestro señorío, de igual modo destruirían el suyo.
»Además, los griegos que habitan en tierra de Sicilia nos tienen gran miedo mientras no vamos contra ellos, y lo tendrán mucho mayor si les mostrásemos nuestras fuerzas y después nos retirásemos. Mas si una vez entramos en su tierra como enemigos, y recibimos de ellos algún daño o afrenta, en adelante nos tendrán en mucho menos, se juntarán con los otros griegos y vendrán a acometernos en nuestra tierra, pues como todos sabéis bien, las cosas son más admiradas cuanto más lejos están y tanto menos se estiman cuanto más se prueban y conocen, según podemos ver por experiencia en nosotros mismos, porque alcanzamos la victoria contra los lacedemonios y los otros peloponenses, cuyas fuerzas y poder temíamos mucho, y desde entonces les tenemos en tan poco, que presumimos ir a conquistar a Sicilia.
»No conviene por la adversidad de los contrarios engreírse, sino antes refrenar los apetitos y pensamientos, y confiar tan solamente en las propias fuerzas considerando que los lacedemonios por la afrenta que han recibido de nosotros no piensan en otra cosa sino en vernos hacer alguna locura o desatino para vengar su derrota y recobrar la honra perdida; tanto más ellos que otros porque son más codiciosos de gloria y honra que cualquiera otra nación.
»Debemos pues, varones atenienses, considerar que no tratamos ahora sólo de favorecer a los egestenses de Sicilia, que al fin son bárbaros, sino también de como nos podemos guardar y defender de una ciudad tan poderosa como la de los lacedemonios, que, por gobernarla pocos, es enemiga de la nuestra que se gobierna por señorío y comunidad.
»También nos debemos acordar de que apenas hemos podido respirar de una grande epidemia y de una guerra tan grande como la pasada, que nos puso en tanto cuidado y fatiga, y que si ahora crecemos en número de gente y de riqueza, le debemos guardar para emplearlo en provecho de nosotros mismos, y no gastarlo en pro de estos desterrados que vienen a pedirnos socorro y ayuda, los cuales saben mentir bien para su provecho, con daño y peligro de sus vecinos, sin tener otra cosa que dar sino palabras. Porque si con nuestra ayuda les suceden bien sus cosas, ni nos darán provecho ni gracias, y si mal, se perjudicarán ellos y dañarán a sus amigos y aliados. Y si alguno de los elegidos por vosotros para tener cargo de la armada aconseja esta empresa por su interés particular; y por estar en la flor de su mocedad desea ganar honra para ser más estimado y ostentar los muchos caballeros que mantiene de la renta que tiene, no por eso debéis otorgar a sus deseos y cumplir su voluntad y provecho particular con daño y peligro de toda la ciudad, sino antes considerad que por causa de semejantes personas las cosas públicas reciben detrimento, y las privadas y particulares se gastan y destruyen. Además, un negocio de tan gran importancia no debe ser consultado con hombres mozos, ni ponerse en ejecución tan de repente.
»Porque temo que en este ayuntamiento hay muchos sentados que le asisten y favorecen, y por su ruego han venido, recomiendo a los ancianos que no se dejen persuadir por hombres mozos que les dicen sería vergüenza no emprender la guerra, que parecería pusilanimidad y falta de corazón, que sería mal comentado no socorrer a los amigos ausentes y otras semejantes razones, pues sabéis bien que las cosas que se hacen por pasión y afecto, las más de las veces no salen tan bien como aquellas que se ejecutan por razón y maduro consejo. Por lo cual y por no poner nuestro estado en peligro ya que hasta ahora no lo hemos puesto, debemos responder a los sicilianos que no traspasen los términos que actualmente tienen con nosotros, a saber, que no pasen el golfo de la mar de Jonia por la parte de tierra, ni por otra parte de Sicilia, y en lo demás que gobiernen sus tierras y señoríos entre ellos como bien les pareciere, y responded a los egestenses, que pues que comenzaron la guerra contra los selinuntios sin los atenienses, la acaben por sí mismos, y de aquí en adelante nos recatemos de hacer nuevas alianzas de la suerte que hasta ahora hemos acostumbrado, porque siempre queremos ayudar a los necesitados en sus trabajos y fortunas, y cuando nosotros necesitamos socorro para los nuestros no lo hallamos.
»Tú, presidente, si quieres tener cuidado de la ciudad y gobernarla como conviene, y merecer el nombre de buen ciudadano, debes poner de nuevo en consulta este negocio y demandar las opiniones de todos sin avergonzarte de revocar el decreto una vez hecho, pues en este ayuntamiento hay tan buenos y tantos testigos que con razón no podrás ser culpado por tomar otra vez consejo. Este será el remedio para la ciudad mal aconsejada, no olvidando que la manera de gobernar bien un buen juez, es hacer a su patria todo el provecho que pudiere, o a lo menos no hacerle mal ni daño a sabiendas».
De esta manera habló Nicias, y después hablaron otros muchos atenienses, de los cuales la mayoría fue de parecer que se llevase adelante aquella empresa según la primera determinación. Algunos había de contraria opinión.
Alcibíades era el que más aconsejaba la guerra, así por contradecir a Nicias, a quien tenía odio, como por otras causas que entonces le movían tocantes al gobierno de la república, y también porque Nicias en su razonamiento parecía que le acusaba de calumnia, aunque no le nombraba por su nombre, y principalmente porque deseaba en gran manera ser capitán en aquella armada, esperando por este medio conquistar a Sicilia y después a Cartago, y adquirir gloria, honra y riqueza en esta conquista, si la cosa salía bien como creía; porque estando en gran reputación, teniendo el favor del pueblo y queriendo por gloria y ambición ostentar más de lo que permitían sus rentas, presumía de mantener muchos caballos, y hacer suntuosos y excesivos gastos, lo cual después en parte fue causa de la destrucción del poder de Atenas, pues muchos ciudadanos, viendo su desorden y demasía, así en el comer como en atavíos de su persona y su arrogancia y pensamientos altivos en todas cuantas cosas trataba, le fueron enemigos, creyendo que se quería hacer señor y tirano de la tierra, y aunque en las cosas de guerra fuese muy valeroso y las supiese bien tratar, como la mayoría de los ciudadanos era contraria a sus obras, procuraban poner los negocios de la república en manos de otro, de donde al fin provino la pérdida y destrucción de su ciudad.
Saliendo Alcibíades ante todos les habló de esta manera:


IV

«Varones atenienses: me conviene ser caudillo y capitán de esta armada más que a otro alguno, y quiero comenzar mi discurso por este punto y no por otro, porque veo que Nicias ha querido aludir a él, y porque con esto y sin esto me compete dicho cargo por ser digno y merecedor de él, pues las cualidades que me dan fama y estima entre los hombres, si redundan en gloria de mis antepasados y mía, traen también honra y provecho a la república. Los griegos que se hallaron presentes a los juegos y fiestas de Olimpia, viendo mi suntuosidad y magnificencia, tuvieron y estimaron nuestra ciudad por más rica y poderosa, donde antes la tenían en poco y pensaban fácilmente poderla sojuzgar; pues entonces, como todos saben, me hallé en aquellas fiestas con siete carros triunfales muy bien adornados, lo cual ningún particular había podido hacer hasta entonces, y así gané el primer premio de la contienda y aun el segundo y cuarto, y en lo demás hice tan gran aparato y usé de tanta magnificencia como convenía a tal victoria. Todas esas cosas son muy honrosas, y muestran a las gentes que las ven el poder y riqueza de la tierra y ciudad de donde es natural el que las hace.
»Y aunque estos hechos y otros semejantes, por los cuales yo soy tenido y estimado en esta ciudad, engendren gran envidia a los otros ciudadanos contra mí, serán siempre señal de poderío y riqueza para los extraños y venideros, y en mi opinión, los pensamientos del que procura por estos medios a su costa hacer honra y provecho, no solamente a sí mismo sino también a su patria, no deben ser tenidos por dañosos y perjudiciales a la república. Ni menos por malo, el que tiene tal presunción de sí mismo que no quiere ser igual a los otros, sino antes excederles en todo y por todo, pues los ruines y mal aventurados no hallan persona que les quiera tener compañía en su miseria, y siempre son menospreciados. Si estando en prosperidad y felicidad los tenemos en poco, no les debe pesar por ello, sino esperar a hacer lo mismo con nosotros cuando se vieren en tal estado.
»Aunque yo sé muy bien que las tales personas y otras semejantes que exceden en honra y dignidad a otros son muy envidiados, mayormente de sus iguales, y también en alguna manera de los otros contemporáneos, esto es sólo en vida, que después de su muerte, la fama y renombre que han ganado es de tal eficacia para los venideros, que muchos se glorifican de haber sido sus parientes y deudos, y aun algunos que no lo son dicen serlo. Muchos otros se tienen por honrados de llamarse vecinos y moradores de la tierra y ciudad de donde aquellos son naturales, no por cierto por haber sido estos tales malos y ruines, sino antes buenos y provechosos a la república. Por lo cual, si yo he procurado imitar a tales personas virtuosas y seguir sus pasos, y por ello he vivido particularmente más honrado que los otros, mirad si por esta causa en los negocios de la república me he portado más ruinmente que los otros ciudadanos.
»Recordad que estando todo el poder de los peloponenses unido contra nosotros, sin vuestro peligro ni a vuestra costa, obligué a los lacedemonios a que un día junto a Mantinea aventurasen todo su estado en una batalla, en la cual, aunque lograron la victoria, el peligro en que se vieron fue tan grande que desde entonces no han osado venir contra nosotros. Y esta mi mocedad y poco saber que parecía según razón y natura no poder resistir entonces al poder de los peloponenses, hablando de veras dio tal muestra y crédito de mi valor, que al presente no debáis temer sea dañosa a la república, antes mientras yo tengo esa osadía en mi mocedad y Nicias la buena fortuna y cualidades de gobierno que tiene, podéis usar de las condiciones del uno y del otro según os pareciere más conveniente a vuestro bien y provecho.
»Volviendo al propósito de que hablamos, en manera alguna conviene que revoquéis el decreto que habéis he-cho para ejecutar esta empresa de Sicilia por miedo o temor a tener que lidiar con muchas y diversas gentes, porque aunque en Sicilia hay muchas ciudades, los pobladores son de diversas naciones, que ya están acostumbradas a mudanzas y alborotos, y ninguno hay de ellos que quiera tomar armas para defender su patria, ni aun su misma persona, ni menos entender en la fortificación de los lugares para defensa de los pueblos; antes cada uno, creyendo que podrá convencer a los otros de lo que dijere, o si no les puede persuadir que revolverá la ciudad y el estado de la república por interés particular, fija toda su atención en esto, y no es de creer que una multitud de gentes diferentes se pueda poner de acuerdo para obedecer las palabras de quien les aconseje que se unan para defenderse de sus contrarios, antes cada cual estará dispuesto a hacer lo que se le antoje según su voluntad y apetito, mayormente habiendo entre ellos bandos y sediciones, según tengo entendido que al presente hay.
»Además no tienen tantas gentes de guerra como dicen, porque comúnmente se exagera en estas cosas. Los mismos griegos no pudieron reunir tan gran ejército como se alababa de tener cualquiera de sus estados, cuando fue preciso en la pasada guerra contra los medos que toda la Grecia se pusiera en armas,
»Estando, pues, las cosas de Sicilia en el estado que os he dicho, según entiendo por la relación de muchas personas dignas de fe y crédito, facilísima os será esta empresa, mayormente habiendo entre ellos muchos bárbaros, los cuales, por la enemistad que tienen con los siracusanos, de buena gana se unirán con nosotros.
»Bien mirado, tampoco nos podrá estorbar esta guerra el atender a las cosas de acá, pues es cierto que nuestros mayores y antepasados, teniendo por contrarios todos los que ahora dicen que se declararán a favor de nuestros enemigos, cuando supiesen que nuestra armada está en Sicilia, donde al presente no nos impiden pasar y, además de ellos, los medos adquirieron este imperio y señorío que tenemos, no por otros medios sino por ser poderosos en la mar y tener gran armada, que es la causa sola porque los peloponenses han perdido la esperanza de podernos vencer de aquí en adelante.
»Además, si ellos determinasen entrar en nuestra tierra, bien le podrían realizar aunque no tuviésemos esta armada, pero no nos podrán hacer mal con la suya, porque la que dejaremos aquí será bastante para resistir y combatirla. Por todo lo cual, pidiéndonos nuestros amigos y aliados ayuda y socorro, no podremos tener excusa ninguna para no debérsela dar, y no haciéndolo, con razón nos culparán de que tuvimos pereza de ir, o que so color de excusas muy frías les hemos negado el auxilio que estamos obligados por nuestro juramento.
»Ni menos podemos alegar en contra de ellos que nunca nos han socorrido en nuestras guerras, pues no les damos la ayuda y socorro en su tierra con intención de que ellos nos vengan a socorrer en la nuestra, sino solamente para que entretengan con su guerra los enemigos que tenemos en aquellas partes y les hagan todo el mal y daño que pudieren, a fin de que tengan menos fuerzas para venir a acometernos en nuestra tierra, y por estas vías y maneras nosotros y todos aquellos que han adquirido grandes tierras y señoríos las han aumentado siempre y conservado, dando pronto y con liberalidad ayuda y socorro a aquellos que se los demandaban, ora fuesen griegos, ora bárbaros.
»Porque si rehusamos dar ayuda a los que nos la piden, o si nos detenemos a calcular a qué nación la debemos dar o negar, nunca ganaremos mucho, sino que pondremos en peligro lo que poseemos al presente.
»Jamás debe esperar a defender sus fuerzas el que es más poderoso cuando llega su enemigo a acometerlas, sino apercibirse antes, de suerte que éste tema venir. Ni tampoco está en nuestra mano poner un término a nuestro imperio o señorío, para decir que ninguno pase adelante, sino que para defenderle es necesario acometer a unos y guardarnos de ser acometidos por otros, porque si no procuramos señorear a los otros estaremos en peligro de ser dominados. Ni menos debemos tomar el descanso y reposo de la suerte y manera que lo toman los otros, si no queremos también vivir como ellos viven.
»Considerando estas cosas, y que siguiendo esta nuestra empresa, aumentaremos nuestro estado y señorío, embarquémonos y vayamos a esta jornada siquiera por hacer perder el ánimo a los peloponenses cuando vieren que, teniéndolos en poco, determinamos pasar a Sicilia, sin querer gozar del ocio y reposo que podríamos ahora disfrutar. Porque si esta empresa nos sale bien, como es de creer, seremos señores de toda Grecia, o a lo menos para nuestro bien y el de nuestros aliados y confederados, haremos todo el mal y daño que podamos a los siracusanos.
»Cuanto más que teniendo nuestra armada en aquellas partes salva y segura, podremos quedar allí si viéremos ventaja, y si no volvernos cuando bien nos pareciere, pues con ella somos dueños de nuestra voluntad y de todos los sicilianos.
»Las palabras de Nicias, directamente encaminadas a preferir el ocio al trabajo, y a excitar discordia entre los mancebos y los viejos, no se deben aprobar, sino antes todos de común acuerdo, a imitación de nuestros antepasados, que consultando los jóvenes con los viejos los negocios tocantes al bien de la república aumentaron y establecieron nuestro imperio y señorío en el estado que ahora le veis, debéis por el mismo camino, y por las mismas vías y maneras, procurar aumentarlo y pensar que la mocedad y la vejez no vale nada la una sin la otra, y que el flaco y el fuerte y el mediano, cuando todos se ponen de acuerdo, sirven y aprovechan a la república.
»Por el contrario, cuando una ciudad está ociosa se gasta y corrompe, y como todas las otras cosas envejecen con el ocio, así también sucederá a nuestra disciplina militar, si no nos ejercitamos en diversas guerras, para que la conserven las muchas experiencias; porque la ciencia de saber guardar y defender no se aprende por palabras, sino por uso, acostumbrándose y ejercitándose en los trabajos y en las armas.
»En conclusión, mi parecer es que cuando una ciudad que está acostumbrada al trabajo se entrega al ocio y reposo, pronto llega a perderse y destruirse; y que entre todos los otros son más firmes y seguros los que rigen y gobiernan el estado de su república siempre de una suerte y manera, según sus leyes y costumbres antiguas, aunque no sean buenas del todo.»
Cuando Alcibíades terminó su discurso se adelantaron los embajadores de los egestenses y leontinos, y con grande instancia pidieron a los atenienses que les enviasen el socorro que les demandaban, trayéndoles a la memoria el juramento que habían hecho sus capitanes, por lo cual, el pueblo, oídas sus razones y las persuasiones de Alcibíades, decidió poner en ejecución esta empresa de Sicilia.
Mas Nicias, viendo que no había medio de apartarle de su propósito por esta vía, pensó por otros medios estorbar la empresa, poniéndoles delante los grandes gastos y aprestos que requería, y les habló de esta manera.


V

«Varones atenienses, puesto que os veo de todo punto determinados a hacer esta guerra de Sicilia, será cosa útil y necesaria saber de qué modo y manera la queréis poner en ejecución, y por eso al presente os diré lo que entiendo se debe hacer en esto.
»Según presiento y he sabido por oídas, vamos contra muchas ciudades muy poderosas, las cuales ni son sujetas las unas a las otras ni menos desean mudanza en su estado de vivir, porque esto es propio de aquellos que, estando en servidumbre violenta, desean pasar a otra mejor vida, por donde no es verosímil que de buena gana quieran trocar su libertad por servidumbre, y que de libres se hagan nuestros siervos y súbditos. Además, en esta isla hay muchas ciudades pobladas y habitadas por griegos, de las cuales todas, excepto las de Naxos y Catania, que podrán ser de nuestro bando por el deudo y parentesco que tienen con los leontinos, no veo otras ningunas de quien nos podamos confiar y estar seguros.
»También hay siete ciudades que están muy bien provistas de todas las cosas necesarias para la guerra, tanto y más que la armada que allá enviamos, especialmente Selinunte y Siracusa, contra las cuales principalmente vamos. No sólo cuentan con mucha gente de guerra y flecheros y tiradores, sino también con gran número de barcos, numerosos marineros que los tripulen y mucho dinero, así de particulares como del tesoro público y común que guardan en los templos, y sin lo que tienen en sus tierras, pueden armar algunos bárbaros que les son tributarios.
»En lo que más nos aventajan es en la mucha gente de a caballo que tienen, y en la gran cantidad de trigo en sus propias tierras, sin que tengan necesidad de irlo a buscar a otra parte, siendo, pues, necesario para ir contra tan gran poder, enviar no solamente gruesa armada, sino también muchos soldados si queremos hacer buena resistencia a los suyos de a caballo, que se opondrán a que tomemos tierra.
»Además, si las ciudades por temor a nuestra armada hacen alianza unas con otras, y se juntan contra nosotros, no teniendo otro socorro en aquellas partes sino el de los egestenses, no veo cómo podamos resistir a su gente de a caballo, y sería gran vergüenza que los nuestros fuesen obligados a retirarse por las fuerzas de los enemigos, o comenzar esta empresa tan livianamente que, al llegar, tuviéramos que pedir ayuda para rehacer y fortificar nuestro ejército, siendo mucho mejor que desde luego fuésemos bien apercibidos, con buen ejército y todas las otras cosas necesarias que en tal caso se requiere, pensando que vamos a tierras muy lejos de las nuestras, donde nos será preciso hacer la guerra, no en igualdad de condiciones ni en ventaja nuestra, y también que no hemos de pasar por tierras de amigos o súbditos ni de otras gentes a quien antes hayamos socorrido y de las cuales podamos esperar ayuda, o provisiones de vituallas, ni de otras cosas necesarias como se encuentran en tierra de amigos, sino que pasaremos siempre por tierras y señoríos extraños, y que con gran trabajo en los cuatro meses de invierno podremos recibir nuevas de los nuestros ni ellos de nosotros. Esta es la razón en que me fundo para deciros que debemos enviar buen número de gente de guerra, así de la nuestra como de la de nuestros súbditos y aliados, y también de los peloponenses si podemos haber algunos por amistad o por sueldo, igualmente muchos flecheros y tiradores de honda para poder resistir a su gente de a caballo, y no pocos barcos de carga para llevar vituallas y otras cosas necesarias. Asimismo gran cantidad de trigo y harina, y muchos molineros y panaderos que puedan siempre moler y hacer pan, para que hallándose en partes donde no sea posible navegar, tenga el ejército lo necesario para mantenerse, porque yendo tan gran multitud de gente no será bastante una ciudad sola para poderla recibir y sustentar.
»Conviene, pues, que vayan provistos de todas las cosas necesarias lo más y mejor que sea posible, sin confiarse en los extraños, y, sobre todo, de dinero, porque lo que los egestenses dicen de que nos tienen allá reservada gran cantidad, creed que es promesa y no obra. Si partimos de aquí sin ir bien apercibidos de gente y vituallas, y de todas la otras cosas necesarias, atendiendo a lo que nos prometen los egestenses, apenas seremos poderosos para defenderles y vencer a los otros.
»Dispongámonos para ir a esta jornada como si quisiésemos fundar y poblar una nueva ciudad en tierra extraña y de enemigos, y ordenar las cosas de modo que desde el primer día que entremos en Sicilia procuremos ser señores de ella, porque si faltamos en esto, no cabe duda de que tendremos a todos los de la isla por enemigos.
»Conociendo esto por las sospechas que tengo, me parece que debemos consultar bien primero y procurar siempre conservarnos en nuestra felicidad y prosperidad, aunque es muy difícil, siendo como somos hombres sujetos a las cosas mundanas, y por eso querría partir para esta empresa, de tal suerte, que hubiese de la fortuna lo menos posible, y estar tan bien provisto de todo lo necesario, que no fuese menester aventurar nada. Esto es lo que me parece más seguro y saludable para la ciudad y para nosotros los que debemos ir como capitanes de la armada, y si alguno ve o entiende otra cosa mejor, le entrego desde luego mi cargo».


VI

De la manera arriba dicha habló Nicias con propósito de apartar a los atenienses de aquella empresa, poniéndoles delante las dificultades que ofrecía o ir más seguro si le obligaban a partir con la expedición. Pero ningún argumento les hizo desistir del propósito que tenían y las dudas les excitaron más que antes, de suerte que a Nicias le ocurrió lo contrario de lo que pensaba, porque a todos les parecía que daba muy buen consejo, y que haciéndose lo que él decía, la cosa iría muy segura, por la cual todos tenían más codicia de ir a esta jornada que antes; los viejos porque pensaban que ganarían a Sicilia, o a lo menos, que yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir en daño ni peligro ninguno; los mancebos porque deseaban ver tierras extrañas seguros de que regresarían salvos a la suya, y finalmente el pueblo y los soldados por el deseo de sueldo que esperaban ganar en aquella empresa, entendiendo que, después de conquistada Sicilia, se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento que había de proporcionar al estado y señorío de los atenienses.
Si alguno había de contrario parecer, viendo la inclinación de todos los de la ciudad a esta empresa, no osaba contrariarla, sino que lo callaba, temiendo ser tenido y juzgado por mal consejero.
Finalmente, al cabo salió uno de los de la junta que dijo a Nicias, en voz tan alta que todos la oyesen, que ya no era menester más discursos sobre ello ni buscar rodeos, sino que delante de todos declarase si tan grande armada le parecía bastante y necesaria para aquella empresa.
A esto respondió Nicias que lo consultaría despacio con los otros capitanes sus compañeros, mas que le parecía no eran menester menos de cien trirremes de los atenienses para llevar la gente de guerra, y algunos otros de sus aliados, todos los cuales a lo menos transportasen cinco mil hombres de pelea y más si ser pudiese, además buen número de flecheros y honderos, así de los naturales como de los de Creta, y juntamente con esto todas las otras provisiones necesarias para una tan gran armada.
Oído esto por los atenienses, al momento, por decreto unánime, dieron pleno poder y autoridad a los capitanes nombrados para proveer todas las cosas necesarias, así en lo que tocaba al número de gente que había de ir, como en todas las otras según viesen que mejor convenía al bien de la ciudad. Después de este decreto se dedicaron con toda diligencia a hacer los aprestos necesarios en la ciudad para la armada; y avisaron a sus aliados y confederados para que hiciesen lo mismo por su parte, porque ya la ciudad se había podido rehacer de los trabajos pasados, así de la epidemia como de las guerras continuas que habían tenido, y estaba muy crecida y aumentada, así de moradores como de dinero y riquezas, a causa de las treguas. Por eso se pudo más pronto y fácilmente poner en ejecución esta empresa.
Pero estando los atenienses ocupados en disponer las cosas necesarias para esta empresa, todas las hermas y estatuas de piedra de Hermes que estaban en la ciudad, así en las entradas de los templos como a las puertas de las casas y edificios suntuosos, que eran infinitas, se hallaron una noche quebradas y destrozadas, sin que se pudiese jamás saber ni haber indicio de quién había sido el autor de ello, aunque ofrecieron grandes premios a quien lo descubriese. También mandaron públicamente que si había alguna persona que supiese o tuviese noticia de algún crimen impío o pecado abominable cometido contra el culto o religión de los dioses, que lo revelase sin temor alguno, fuese ciudadano o extranjero, siervo o libre, de cualquier estado o condición, porque hacían gran caso de esto, pareciéndoles un mal agüero para la jornada y pronóstico de alguna conjuración para tramar nuevas cosas, y trastornar el estado y gobernación de la ciudad; y aunque por entonces no se podía saber nada de aquel hecho, algunos advenedizos y otros sirvientes denunciaron que antes habían sido tres estatuas de otros dioses destrozadas por algunos jóvenes de la ciudad, haciéndolo por necedad y embriaguez. También denunciaron que en algunas casas particulares no se hacían los sacrificios como debían hacerse, de lo cual acriminaban en cierto modo a Alcibíades, y de buena gana prestaban oído a esto los que le tenían odio o envidia, porque les parecía que era impedimento para que ejerciese todo el mando y autoridad que tenía en el pueblo, y que si le podían privar de él, ellos solos serían señores; a este fin agravaban más la cosa, y sembraban rumores por la ciudad de que estas faltas que se hacían en los sacrificios, y el romper y despedazar las imágenes significaba la destrucción de la República, dirigiendo la acusación contra Alcibíades por muchos indicios que había de su manera de vivir desordenada y del favor que tenía en el pueblo, de donde inferían que esto no podía ser hecho sin su conocimiento y consentimiento.
Él lo negaba, ofreciendo estar a derecho y pagar lo juzgado antes de su partida si se le probaba la culpa; pero si resultaba inocente, quería ser absuelto y dado por libre antes de ir en aquella jornada, diciendo que no era justo hacer información ni proceder contra él en su ausencia, sino que inmediatamente le condenasen a muerte si lo había merecido; y asegurando que no era de hombres cuerdos y sabios enviar un hombre fuera con gran ejército y con tanto poder y autoridad acusado de un crimen, sin que primero terminase la causa; mas sus enemigos y contrarios, temiendo que si la cosa se trataba antes de su partida, todos aquellos que habían de ir con él le serían favorables, y que el pueblo se ablandase, porque por sus gestiones los argivos y algunos de los mantineos se habían unido a los atenienses para ayudarles en aquella empresa, lo repugnaban diciendo que debían diferir la acusación hasta la vuelta de la armada, pensando que durante su ausencia podrían maquinar nuevas tramas contra él, y para ello procuraban que los embajadores, con mayores instancias, pidiesen la salida de la expedición. Determinaron, pues, que partiese Alcibíades.
A mediados del verano toda la armada estuvo dispuesta para ir a Sicilia con otros muchos barcos mercantes, así de los suyos como de sus aliados, para llevar vituallas y otros bastimentos de guerra, a los cuales mandaron con anticipación que se hallasen listos en el puerto de Corcira, para que todos juntos pasasen el mar Jónico hasta el cabo de Yapiga.
Los atenienses y sus aliados, reunidos en Atenas en un día señalado, llegaron al puerto de Pireo al salir el alba para embarcarse, y con ellos salió la mayor parte de los de la ciudad, así de los vecinos como de los extranjeros, para acompañar unos a sus hijos y otros a sus padres y parientes y amigos, llenos de esperanza y de dolor; de esperanza porque creían que aquella jornada les sería útil y provechosa, y de dolor porque pensaban no ver pronto a los que partían para tan largo viaje, y también porque, partiendo, dejaban a los que quedaban en muchos peligros, exponiéndose ellos a otros mayores, en cuyos peligros pensaban entonces mucho más que antes cuando determinaron la empresa, aunque por otra parte tenían gran confianza viendo una armada tan gruesa y tan bien provista, que todo el pueblo, grandes y pequeños, aunque no tuviesen en ella parientes ni amigos, y todos los extranjeros salían a verla porque era digna de ser vista, y mayor de lo que se pudiera pensar. A la verdad, para una armada de una ciudad sola era la más costosa y bien aprestada que hasta entonces se hubiese visto, porque aunque la que llevó antes Pericles a Epidauro y la que condujo Hagnón a Potidea fuesen tan grandes, así en número de naves como de gentes de guerra, pues iban en ellas cuatro mil infantes y trescientos caballos, todos atenienses, cien trirremes suyos, y cincuenta de los de Lesbos y de los de Quío, sin otros muchos compañeros y aliados, no estaban tan bien aprestadas en gran parte como ésta, porque el viaje no era tan largo; y porque habiendo de durar la guerra más tiempo en Sicilia, la habían abastecido mejor, así de gente de guerra como de todas las otras cosas necesarias.
Cada cual activaba sus tareas y mostraba su industria, así la ciudad en común como los patrones y capitanes de las naves, porque la ciudad pagaba de sueldo un dracma por día a cada marinero, de los que había gran número en tantos trirremes, que eran cuarenta largos para llevar la gente de guerra, y sesenta ligeros, y además del sueldo que pagaba el común, los patrones y capitanes daban otra paga de su propia bolsa a los que traían remos más largos y a los otros ministros y pilotos.
Por otra parte, el aparato, así de las armas como de los trirremes y otros atavíos, era mucho más suntuoso que había sido en las otras armadas, porque cada patrón y capitán, para tan largo camino, trabajaba a fin de que su nave fuese la mejor y más ligera y la más aparejada de todas.
También los soldados escogidos para esta empresa procuraban aprestarse a porfía, así de armas como de otros atavíos necesarios, por la codicia que tenían de gloria y honra y el deseo de cada uno de ser preferido a los otros en la ordenanza. De manera que parecía que esta armada se organizaba más para una ostentación del poder y fuerzas de los atenienses en comparación de lo otros griegos, que para combatir contra los enemigos allá donde iban. Porque a la verdad, el que quisiese hacer bien la cuenta de los gastos que hicieron en esta armada, así de parte de la ciudad en común como de los capitanes y soldados en particular, la primera en los aprestos, los particulares en sus armas y arreos de guerra y los capitanes cada uno en su nave y de las provisiones que cada cual hacía para tan largo tiempo, además del sueldo, y de la gran cantidad de mercaderías que llevaban, así los soldados para su provecho como otros muchos mercaderes que les seguían para ganar, hallaría que aquella armada costó el valor de infinitos talentos de oro.
Pero en mayor admiración puso a aquellos contra quienes iban, así por su suntuosidad en todas las cosas como por el atrevimiento y osadía de los que lo habían emprendido, que parecía cosa extraña y maravillosa a una sola ciudad tomar a su cargo empresa que juzgaban exceder a sus fuerzas y poder, mayormente tan lejos de su tierra.
Embarcada la gente y desplegadas las velas de los trirremes, ordenaron silencio a voz de trompeta e hicieron sus votos y plegarias a los dioses, según costumbre, no cada nave aparte sino todas a la vez, por su trompeta o pregonero. Después bebieron en copas de oro y plata, así los capitanes como los soldados y marineros. Los mismos votos y plegarias hacían los que quedaban en tierra por toda la armada en general, y en particular por sus parientes y amigos.
Cuando acabaron sus músicas y canciones en loor de los dioses y hecho todos sus sacrificios, alzaron velas y partieron, al principio todos juntos en hilera figurada como cuerno, después se apartaron navegando cada trirreme según su ligereza y la fuerza del viento. Primero tomaron puerto en Egina, y de allí partieron derechamente a Corcira, donde las otras naves les esperaban.


VII

Entretanto los siracusanos, aunque por varios conductos tuviesen nuevas de la armada de los atenienses que iban contra ellos no lo podían creer, y en muchos ayuntamientos que se hicieron en la ciudad para tratar de esto fueron dichas muchas y diversas razones, así de aquellos que creían en la empresa como de los que eran de contrario parecer, entre los cuales Hermócrates, hijo de Hermón, teniendo por cierto que la expedición iba contra ellos, salió delante de todos y habló de esta manera:
«Por ventura os parecerá cosa increíble lo que ahora os quiero decir de la armada de los atenienses, como también os ha parecido lo que otros muchos nos han dicho de ella, y bien sé que aquellos que os traían mensaje de cosas que no parecen dignas de fe, además de no creerles nada de lo que dicen, son tenidos por necios y locos, mas no por temor de esto y atendiendo a lo que toca al bien de la república y por el daño y peligro que le podría venir, dejaré de decir aquello que yo pienso más ciertamente que otro, y es que los atenienses, a pesar de que vosotros os maravilláis en tanta manera y no lo podéis creer, vienen derechamente contra nosotros con numerosa armada y gran poder de gente de guerra, con pretexto de dar ayuda y socorro a los egestenses y a sus aliados, y restituir a los leontinos desterrados en sus tierras y casas; mas a la verdad, es por codicia de ganar a Sicilia y principalmente esta nuestra ciudad, pareciéndoles que si una vez son señores de ella, fácilmente podrán sujetar todas las otras ciudades de la isla.
»Conviene, pues, consultar pronto cómo nos defenderemos resistiendo lo mejor que nos sea posible con la gente de guerra que tenemos al presente al gran poder que traen con su armada, la cual no tardará mucho tiempo en llegar, y no descuidéis esta cosa, ni la tengáis en poco por no quererla creer, ni por esta vía os dejéis sorprender de vuestros enemigos desprovistos y desapercibidos.
»Pero si alguno hay entre vosotros que no tiene esta cosa por increíble y sí por verdadera, no debe por eso temer la osadía y atrevimiento de los atenienses, ni del poder que traerán, puesto que tan expuestos se hallan a recibir mal y daño de nosotros como nosotros de ellos, si nos apercibimos con tiempo, y que vengan con tan gran armada y tanto número de gente no es peor para nosotros; antes será más nuestro provecho y de todos los otros sicilianos, los cuales, sabiendo que los atenienses vienen tan poderosos, mejor se pondrán de nuestra parte que de la suya.
»Además será gran gloria y honra nuestra haber vencido una tan gran armada como ésta, si lo podemos conseguir, o a lo menos estorbar su empresa, de lo cual yo no tengo duda y me parece que con razón debemos esperar alcanzar lo uno y lo otro, porque pocas veces ha ocurrido que una armada, sea de griegos o de bárbaros, haya salido lejos de su tierra y alcanzado buen éxito.
»El número de gente que traen no es mayor del que nosotros podemos allegar de nuestra ciudad y de los que moran en la tierra, los cuales por el temor que tendrán a los enemigos acudirán a guarecerse dentro de ella de todas partes, y si por ventura los que vienen a acometer a otros por falta de provisiones, o de otras cosas necesarias para la guerra, se ven obligados a volverse como vinieron sin hacer lo que pretendían, aunque esto suceda antes por su yerro que por falta de valentía, siempre la gloria y honra de este hecho será de los que fueron acometidos. Y así debe ser, porque los mismos atenienses de quien hablamos al presente ganaron tanta honra contra los medos que, viniendo contra ellos, las más veces llevaban lo peor, más bien por su mala fortuna que por esfuerzo y valentía de los atenienses. Con razón, pues, debemos esperar que nos pueda ocurrir lo mismo.
»Por tanto, varones siracusanos, teniendo firme esperanza de esto, preparémonos a toda prisa y proveamos todas las cosas necesarias para ello. Además enviemos embajadores a todas las otras ciudades de Sicilia para confirmar y mantener en amistad a nuestros aliados y confederados y hacer nuevas amistades con los que no las tenemos.
»No solamente debemos enviar mensajeros a los sicilianos naturales, sino también a los extranjeros que moran en Sicilia, mostrándoles que el peligro es tan común a ellos como a nosotros.
» Lo mismo debemos hacer respecto a Italia, para demandar a los de la tierra que nos den ayuda y socorro, o a lo menos que no reciban en su tierra a los atenienses, no solamente a Italia sino también a Cartago, que, temiendo siempre un ataque de los atenienses, fácilmente les podremos persuadir de que si éstos nos conquistan podrán más seguramente ir contra ellos. Y considerando el trabajo y peligro que les podría sobrevenir si se descuidan, es de creer que nos querrán dar ayuda pública o secreta de cualquier manera que sea, lo cual podrán hacer, si quieren, mejor que ninguna nación del mundo, porque tienen mucho oro y plata, que es lo más importante y necesario para todas las cosas y más para la guerra.
»Además, debemos mandar embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que nos envíen socorro aquí, y muevan la guerra a los atenienses por aquellas partes.
»Réstame por decir una cosa que me parece la más conveniente, aunque por vuestro descuido no habéis querido parar mientes en ella, y es, que debemos requerir a todos los sicilianos si quisiereis, o a lo menos a la mayor parte de ellos, a fin de que vengan con todos sus barcos abastecidos de vituallas para dos meses a juntarse con nosotros para salir al encuentro de los atenienses en Tarento o en el cabo de Yapiga, y mostrarles por obra, primero, que no sólo han de contender con nosotros sobre Sicilia, sino que tienen que pelear para atravesar el mar Jónico, y haciendo esto, les pondremos en gran cuidado, mayormente saliendo nosotros de la tierra de nuestros aliados al encuentro de ellos para defender la nuestra, pues los de Tarento nos recibirán en su tierra como amigos, mientras que a los atenienses les será muy difícil, habiendo de cruzar tanta mar con tan grande armada, ir siempre en orden, y por esta causa les podremos acometer con ventaja, yendo nosotros en orden por tener menos trecho de mar que pasar. Seguramente unas de sus naves no podrán seguir a las otras, y si quieren descargar las que estén más cargadas para reunirlas más pronto con las otras al verse acometidas, convendrá que lo hagan a fuerza de remos, con lo cual los marineros trabajarán demasiado y quedarán más cansados y por consiguiente malparados para defenderse si les queremos acometer. Si no os pareciere bien de hacerlo así, nos podremos retirar a Tarento.
»Por otra parte, si vienen con pequeña provisión de vituallas como para dar sólo una batalla naval, esperando conquistar y ocupar inmediatamente después la tierra, tendrán gran necesidad de víveres cuando se hallaren en costas desiertas; si quieren parar allí, les sitiará el hambre, y si procuran pasar adelante, veránse forzados a dejar una gran parte de los aprestos de su armada y no estando seguros de que les reciban bien en las otras ciudades, les dominará el desaliento.
»Por estas razones tengo por averiguado que si les salimos al encuentro, de manera que vean que no pueden saltar en tierra como pensaban, no partirán de Corcira, sino que mientras consultan allí sobre el número de la gente y naves que tenemos y en qué lugar estamos, llegará el invierno, que estorbará e impedirá su paso, o sabiendo que nuestros aprestos son mayores que ellos pensaban, dejarán su empresa, con tanta más razón cuanto que según he oído, el principal de sus capitanes y más experimentado en las cosas de guerra viene contra su voluntad y por ello de buena gana tomará cualquier pretexto para volverse, si por nuestra parte hacemos alguna buena muestra de nuestra fuerzas. La noticia de lo que podemos hacer será mayor que la cosa, porque en tales casos los hombres fundan su parecer en la fama y rumor, y cuando el que piensa ser acometido sale delante al que le quiere acometer, le infunde más temor que si solamente se prepara a la defensa; porque entonces el acometedor se ve en peligro y piensa cómo defenderse, cuando antes sólo imaginaba cómo acometer, lo cual sin duda sucedería ahora a los atenienses cuando nos vieren venir contra ellos, donde ellos pensaban venir contra nosotros sin hallar resistencia alguna, lo cual no es de maravillar que lo creyesen, pues mientras estuvimos aliados con los lacedemonios nunca les movimos guerra, mas si ahora ven nuestra osadía y que nos atrevemos a lo que ellos no esperaban, les asustará ver cosa tan nueva, muy contraria a su opinión y el poder y fuerza que tenemos de veras.
»Por tanto, varones siracusanos, os ruego que me deis crédito a esto y cobréis ánimo y osadía que es lo mejor que podéis hacer, y si no queréis hacer esto, a lo menos apercibiros de todas las cosas necesarias para la guerra y parad mientes que obrando así, estimaréis en menos a los enemigos que vienen a acometeros. Esto no se puede demostrar sino poniéndolo por obra y preparándoos contra ellos, de tal suerte que estéis seguros. No olvidéis que lo mejor que un hombre puede hacer es prever el peligro antes que venga, como si lo tuviese delante, pues a la verdad, los enemigos vienen con muy gruesa armada y ya casi están desembarcados y como a la vista.»
Cuando Hermócrates acabó su discurso, todos los siracusanos tuvieron gran debate, porque unos afirmaban que era verdad que los atenienses venían como decía Hermócrates, y otros decían que aunque viniesen, no podrían hacer daño alguno sin recibirlo mayor; algunos menospreciaban la cosa, tomándolo a burla y se reían de ella, siendo muy pocos los que daban crédito a lo que Hermócrates aseguraba, y temían lo venidero.
Entonces Atenágoras, que era uno de los principales del pueblo, que mejor sabía persuadir al vulgo, se puso en pie y habló de esta manera:




VIII

«Si alguno hay que no diga que los atenienses son locos o insensatos, si vinieren a acometernos en nuestra tierra, o que si vienen, no vendrán a meterse en nuestras manos, este tal es bien medroso y no tiene amor ni quiere el bien de la república. No me maravillo tanto de la osadía y temeridad de los que siembran estos rumores para poner espanto en nuestro ánimo, como de su locura y necedad si piensan que no ha de saberse y ser manifiesto quiénes son.
»La costumbre de aquellos que temen y recelan en particular, es procurar poner miedo a toda la ciudad para encubrir y ocultar su miedo particular so color del común temor. Por donde yo entiendo que estos rumores que corren de la venida de la armada de los atenienses no han nacido espontáneamente, sino que los hacen correr con malicia los acostumbrados a promover semejantes cosas.
»Si me queréis creer y usar de buen consejo, no ha-gáis caso alguno de ellos, sino antes considerad la condición y calidad de aquellos de quien se dice que son hombres sabios y experimentados, como a la verdad yo estimo que lo son los atenienses. Reconociéndolos por tales, no me parece verosímil que aun no estando ellos del todo libres de la guerra que tienen con los peloponenses, quieran abandonar su tierra y venir a comenzar aquí una nueva guerra, que no será menor que la otra, antes pienso que se tendrán por dichosos si no vamos nosotros a acometerles en su tierra, habiendo en esta isla tantas ciudades y tan poderosas, que si vinieren, como se dice, han de pensar que la isla de Sicilia es más poderosa para combatirles y vencerles que todo el Peloponeso junto, pues esta isla está abastecida mejor y provista de todas las cosas necesarias para la guerra, y principalmente esta nuestra ciudad, que sólo ella es más poderosa que toda la armada que dicen viene contra nosotros, aunque fuese mucho mayor, pues no pueden traer gente de a caballo, ni menos la podrán hallar por acá, sino por acaso algunos pocos que les podrían dar los egestenses, y de gente de a pie no pueden venir en tan gran número como nosotros tenemos, pues los han de traer por mar y es cosa difícil que el gran número de naves necesarias para traer vituallas y otras cosas indispensables en un ejército tan grande como se requiere para conquistar una ciudad de tanto poder cual es la nuestra, pueda venir en salvo y segura hasta aquí.
»También me parece poco verosímil que, aunque los atenienses tuviesen alguna villa o ciudad que fuese su colonia tan poblada de gente como esta nuestra ciudad en algún lugar aquí cerca, y que desde esta quisiesen venir a acometernos, puedan volver sin pérdida y daño, por lo tanto, con más razón se debe esperar viniendo de tan lejos contra toda Sicilia, la cual, tengo por cierto, que se declarará por completo contra ellos, porque los atenienses por fuerza han de asentar su campo en algún lugar de la costa para la seguridad de su armada, que tendrán siempre a la vista sin atreverse a entrar en el interior de la tierra por temor a la caballería, cuanto más que apenas podrán tomar tierra, porque tengo por mucho mejores hombres de guerra a los nuestros que a los suyos, y sabido esto, aseguro que los atenienses antes pensarán en guardar su tierra, que en venir a ganar la nuestra.
»Pero hay algunos hombres en esta ciudad que van diciendo cosas que ni son ni podrán ser jamás, y no es esta la primera vez que les contradigo, sino que otras muchas he hallado que esparcen estas noticias y otras peores para poner temor al vulgo crédulo y por esta vía tomar y usurpar el mando de la ciudad. En gran manera temo que haciendo esto a menudo salgan alguna vez con su intención, y que seamos tan cobardes y para poco, que nos dejemos oprimir por ellos antes de poner remedio, pues sabiendo y conociendo su mala intención no le castigamos.
»Tal es la causa en mi entender de que nuestra ciudad esté mucha veces desasosegada con bandos y sediciones que provocan guerras civiles, con las cuales ha sido más veces trabajada que por guerras de extranjeros, y aun algunas veces sujetada por algunos tiranos de la misma isla.
»Mas si vosotros me queréis seguir yo trabajaré en remediarlo, de suerte que en nuestros tiempos no tengamos por qué temer esto entre nosotros y os probaré con evidentes razones que se consigue castigando a los que inventan y traman estas cosas y no solamente a los que fueren convencidos del crimen (porque sería muy difícil averiguar esto), sino también a los que otras veces han intentado lo mismo, aunque sin lograrlo. Porque todos aquellos que quieren estar seguros de sus enemigos, no sólo deben parar mientes en lo que éstos hacen para defenderse de ellos, sino también presumir lo que intentan hacer en adelante, porque si no se cuidan de esto, podría ser que fuesen los primeros en recibir mal y daño.
»A mi parecer no podremos apartar de su mala voluntad a esta gente que procura reducir el estado y gobierno común de esta ciudad al número y mando de pocos hombres principales y poderosos, si no fuere procurando descubrir sus intenciones y guardarse de ellos, por las razones y conjeturas que existen de sus intentos.
»Y a la verdad, muchas veces he pensado que lo que pretendéis los mancebos de tener desde ahora cargos y mandos no es justo ni razonable según nuestras leyes, las cuales fueron hechas para impedirlo, no por haceros injuria sino solamente por la falta de experiencia en vuestra edad. Los podréis tener cuando fuereis de edad cumplida, como los otros ciudadanos, siendo lo justo y razonable que hombres de una misma edad y de un mismo estado tengan igual derecho a las honras y preeminencias.
»Dirán por ventura algunos que este estado y mando común del pueblo no puede ser nunca equitativo, y que los más ricos y poderosos son siempre los más hábiles y suficientes para gobernar la república, a los cuales respondo en cuanto a lo primero, que el hombre de gobierno popular se entiende tan sólo para una parte de él, y respecto a lo segundo, que para la guarda del dinero común los ricos son más idóneos, mas para dar un buen consejo, los cuerdos y sabios, y los que mejor entienden son los mejores. Cuando el pueblo reunido oye los pareceres de todos juzga mucho mejor, y en el repartimiento de las cosas, así en particular como en común, el estado popular lo hace equitativamente, pero si lo han de hacer pocos y poderosos, reparten los daños y perjuicios a los más, y de los provechos dan muy poca parte a los otros, antes los toman todos para sí.
»Esto es lo que desean en el día de hoy los más ricos y poderosos, y principalmente los mancebos, que son muy numerosos en una tan gran ciudad, y los que esto desean están fuera de juicio si no entienden que quieren el mal de la ciudad, o por mejor decir, son los más ignorantes de todos los griegos que yo he conocido, y si lo entienden, son los más injustos al desearlo.
»Si lo comprendéis así por mis razones, o lo sabéis por vosotros mismos, debéis procurar igualmente en lo que toca al bien y pro común de la ciudad; considerando que aquellos de entre vosotros que son los más ricos y poderosos, tienen más obligación al bien común que lo restante del pueblo; y que si queréis procurar lo contrario, os ponéis en peligro de perderlo todo; por lo cual debéis desechar y apartar de vosotros estos noveleros y acarreadores de noticias y mentiras, como hombres conocidos por tales de antes, y no permitir que hagan su provecho con estas sus invenciones, porque aunque los atenienses viniesen, esta ciudad es bastante poderosa para resistirles y también tenemos gobernadores y caudillos que sabrán muy bien proveer lo necesario para ello.
»Si la cosa no es verdad, como yo pienso, vuestra ciudad atemorizada por tales fingidas nuevas, no nos pondrá en sujeción de personas que con esta ocasión procuran ser vuestros capitanes y caudillos, antes sabiendo por sí misma la verdad, juzgará las palabras de éstos iguales a sus obras, de manera que no pierda la libertad presente, sino que por temor de los rumores que corren, antes procurará guardarla y conservarla con buenas y ordenadas precauciones para las cosas venideras.»
De esta manera habló Atenágoras, y tras él otros muchos quisieron razonar, mas se levantó uno de los gobernadores principales de la ciudad y no permitió a ninguno que hablase, expresándose él en los siguientes términos:
«No me parece que es cordura usar tales palabras calumniosas unos contra otros, ni son para que se deban decir ni menos para ser oídas, sino antes parar mientes en las nuevas que corren para que cada cual, así en común como en particular, y toda la ciudad se prepare a resistir a los que vienen contra nosotros, y si no fuese verdad su venida ni menester preparativos de defensa ningún daño recibirá la ciudad por estar apercibida de caballos y armas y todas las otras cosas necesarias para la guerra. En lo que a nosotros toca y a nuestro cargo, haremos todo lo posible con gran diligencia para proveerlo así, espiando a los enemigos, enviando avisos a las otras ciudades de Sicilia y haciendo todo lo que nos pareciere conveniente y necesario en este caso como ya le hemos comenzado a hacer. En lo demás que se nos ofreciere os avisaremos.»
Con esta conclusión se disolvió la asamblea.


IX

Cuando el gobernador pronunció este discurso a los siracusanos, partieron todos del Senado.
Entretanto los atenienses y sus aliados estaban ya reunidos en Corcira. Antes de salir de allí los capitanes de la armada mandaron pasar revista a su gente para ordenar cómo podrían navegar por la mar, y después de saltar en tierra cómo distribuirían su ejército. Para ello dividieron toda la armada en tres partes, de las cuales los tres capitanes tomaron el mando según les cupo por suerte. Hicieron esto temiendo que si iban todos juntos no podrían hallar puerto bastante para acogerlos, y también porque no les faltase el agua y las otras vituallas, porque estando el ejército así repartido, sería más fácil llevarle y gobernarle teniendo cada compañía su caudillo.
Enviaron después tres naves por delante a Italia y a Sicilia, una de cada división, para reconocer las ciudades y saber si los querían recibir como amigos. Mandaron estas naves que les trajesen la respuesta diciéndoles el camino que habían ordenado seguir.
Así hecho, los atenienses, con gran aparato de fuerza, hicieron rumbo desde Corcira y tomaron el camino directamente a Sicilia con su armada, que tenía por justo ciento veinticuatro barcos de a tres hileras de remos, y dos de Rodas de a dos. Entre las de tres había ciento de Atenas, de las cuales sesenta iban a la ligera y las otras llevaban la gente de guerra, lo restante de la armada lo habían provisto los de Quío y otros aliados de los atenienses.
La gente de guerra que iba en esta armada sería, en suma, cinco mil y cien infantes, de los cuales mil y quinientos eran atenienses, que tenían setecientos criados para el servicio; de los otros, así aliados como súbditos y principalmente de los argivos, había quinientos, y de los mantineos y otros reclutados a sueldo, había doscientos cincuenta tiradores; flecheros, cuatrocientos ochenta, de los cuales cuatrocientos eran de Rodas y ochenta de Creta; setecientos honderos de Rodas; cien soldados de Mégara desterrados, armados a la ligera, y treinta de a caballo en una hipagoga, que es nave para llevar caballos; tal fue la armada de los atenienses al principio de aquella guerra.
Además de éstas había otras treinta naves gruesas de porte, que llevaban vituallas y otras provisiones necesarias, y panaderos, y herreros, y carpinteros, y otros oficiales mecánicos con sus herramientas e instrumentos necesarios para hacer y labrar muros. También iban otros cien barcos que necesariamente habían de acompañar a las naves gruesas y otros muchos buques de todas clases que por su voluntad seguían a la armada para tratar y negociar con sus mercaderías en el campamento.
Toda esta armada se reunió junto a Corcira y toda junta pasó el golfo del mar Jónico, pero después se dividió; una parte de ella aportó al cabo o promontorio de Yapiga, otra a Tarento, y las otras a diversos lugares de Italia, donde mejor pudieron desembarcar. Mas ninguna ciudad hallaron que los quisiese recibir, ni para tratar ni de otra manera, sino que solamente les permitieron que saltaran a tierra para tomar agua, víveres frescos y otras provisiones necesarias; excepto los de Tarento y Locros, que por ninguna vía les permitieron poner los pies en su tierra.
De esta manera pasaron navegando por la mar sin parar hasta llegar al promontorio de cabo de Reggio, que está al fin de Italia, y aquí porque les fue negada la entrada de la ciudad; se reunieron todos y se alojaron fuera de la ciudad, junto al templo de Ártemis, donde los de la ciudad les enviaron vituallas y otras cosas necesarias por su dinero. Allí metieron sus naves en el puerto y descansaron algunos días.
Entretanto tuvieron negociaciones con los de Reggio, rogándoles que ayudaran a los leontinos, puesto que también eran calcideos de nación como ellos; mas los de Reggio les respondieron resueltamente que no se querían entrometer en la guerra de los sicilianos, ni estar con los unos ni con los otros, sino que en todo y por todo harían como los otros italianos. No obstante esta respuesta, los atenienses, por el deseo que tenían de realizar su empresa de Sicilia, esperaban los trirremes que habían enviado a Egesta para saber cómo estaban las cosas de la tierra, principalmente en lo que tocaba al dinero de que los embajadores de los egestenses se habían alabado en Atenas que hallarían en su ciudad, lo cual no resultó cierto.
Durante este tiempo los siracusanos tuvieron noticias seguras de muchas partes, y principalmente por los barcos que habían enviado por espías de cómo la armada de los atenienses había arribado a Reggio. Entonces lo creyeron de veras y con la mayor diligencia que pudieron prepararon todo lo necesario para su defensa, enviando a los pueblos de Sicilia a unos embajadores, y a otros gente de guarnición para defenderse, mandando reunir en el puerto de su ciudad todos los buques que pudieron para la defensa de ella, haciendo recuento de su gente y de las armas y vituallas que había en la ciudad y disponiendo, en efecto, todas las otras cosas necesarias para la guerra, ni más ni menos que si ya estuviera comenzada.
Los trirremes que los atenienses habían enviado a Egesta volvieron estando éstos en Reggio, y les dieron por respuesta que en la ciudad de Egesta no había tanto dinero como prometieron, y lo que había podía montar hasta la suma de treinta talentos solamente, cosa que alarmó a los capitanes atenienses y perdieron mucho ánimo, viendo que al llegar les faltaba lo principal en que fundaban su empresa y que los de Reggio rehusaban tomar parte en la guerra con ellos, siendo el primer puerto donde habían tocado, y a quien ellos esperaban ganar más pronto la voluntad por ser parientes y deudos de los leontinos y de una misma nación, como también porque siempre habían sido aficionados al partido de los atenienses.
Todo esto confirmó la opinión de Nicias, porque siempre creyó y defendió que los egestenses habían de engañar a los atenienses; mas los otros dos capitanes, sus compañeros, se vieron burlados por la astucia y cautela de que usaron los egestenses, cuando los primeros embajadores de los atenienses fueron enviados a ellos para saber el tesoro que tenían; pues al entrar en su ciudad los llevaron directamente al templo de Afrodita, que está en el lugar de Erice, y allí les mostraron las lámparas, incensarios y otros vasos sagrados que había en él, y los presentes y otros muy ricos dones de gran valor, y porque todos eran de plata, daban muestra y señal que había gran suma de dinero en aquella ciudad, pues siendo tan pequeña había tanto en aquel templo. Además, en todas las casas donde los atenienses que habían ido en aquella embajada y en las naves fueron aposentados, sus huéspedes les mostraban gran copia de vasos de oro y de plata, así del servicio como del aparador, los cuales, en su mayor parte, habían traído prestados de sus amigos, tanto de las ciudades vecinas como de los fenicios y griegos, fingiendo que todos eran suyos, y ésta su magnificencia y manera de vivir suntuosamente. Al ver los atenienses tan ricas vajillas en las casas, y éstas igualmente provistas, fue grande su admiración y al volver a Atenas refirieron a los suyos haber visto tanta cantidad de oro y plata que era espanto. De este modo los atenienses fueron engañados, mas después que la gente de guerra que estaba en Reggio conoció la verdad en contrario por los mensajeros que había enviado, enojóse grandemente contra los capitanes, y éstos tuvieron consejo sobre ello, expresando Nicias la siguiente opinión.
Dijo que con toda la armada junta fueran a Selinunte, adonde principalmente habían sido enviados para favorecer a los egestenses, y que si estando allí los egestenses les daban paga entera para toda la armada, entonces consultarían lo que debían de hacer, y si no les daban paga entera para toda la armada, pedirles a lo menos provisiones para sesenta naves que habían pedido de socorro. Si hacían esto, que esperase allí la armada hasta tanto que hubiesen reconciliado en paz y amistad los selinuntios con los egestenses, ora fuese por fuerza, ora por conciertos, y después pasar navegando a la vista de las otras ciudades de Sicilia para mostrarles el poder y fuerzas de los atenienses e infundir temor a sus enemigos. Hecho esto volver a sus casas y no esperar más allí sino algunos días para, en caso oportuno, prestar algún servicio a los leontinos y atraer a la amistad de los atenienses otras ciudades de Sicilia, porque obrar de otra manera era poner en peligro el estado de los atenienses a su costa y riesgo.
Alcibíades manifestó contraria opinión, diciendo que era gran vergüenza y afrenta habiendo llegado con una tan gruesa armada tan lejos de su tierra volver a ella sin hacer nada. Por tanto, le parecía que debían enviar sus farautes y trompetas a todas las ciudades de Sicilia, excepto Siracusa y Selinunte, para avisarles su venida, y procurar ganar su amistad, excitando a los súbditos de los siracusanos y selinuntios a rebelarse contra sus señores, y atraer los otros a la alianza de los atenienses. Por este medio podrían tener ellos vituallas y gente de guerra. Ante todas cosas deberían trabajar para ganarse la amistad de los mesinios, porque eran los más cercanos para hacer escala yendo de Grecia y queriendo saltar en tierra, y tenían muy buen puerto, grande y seguro, donde los atenienses se podrían acoger cómodamente, y desde allí hacer sus tratos con las otras ciudades; sabiendo de cierto las que tenían el partido de los siracusanos y las que le eran contrarias, y pudiendo ir todos juntos contra siracusanos y selinuntios para obligarles por fuerza de armas por lo menos a que los siracusanos se concretasen con los egestenses; y que los selinuntios dejasen y permitiesen libremente a los leontinos habitar en su ciudad y en sus casas.
Lámaco decía que, sin más tardar, debían navegar directamente hacia Siracusa y combatir la ciudad cogiéndoles desapercibidos antes que pudiesen prepararse para resistir, y estando perturbados, como a la verdad estarían, porque cualquier armada a primera vista parece más grande a los enemigos y les pone espanto y temor; pero si se tarda en acometerlos tienen espacio para tomar consejo, y haciendo esto cobran ánimo de tal manera que vienen a menospreciar y tener en poco a los que antes les parecían terribles y espantosos. Afirmaba en conclusión que si inmediatamente y sin más tardanza, iban a acometer a los siracusanos, estando con el temor que inspira la falta de medios de defensa, serían vencedores e infundirían a estos gran miedo, así con la presencia de la armada donde les parecía haber más gente de la que tenía, como también por temor de los males y daños que esperarían poderles ocurrir si fuesen vencidos en batalla. Además que era verosímil que en los campos fuera de la ciudad hallarían muchos que no sospechaban la llegada de la armada, los cuales queriéndose acoger de pronto a la ciudad, dejarían sus bienes y haciendas en el campo, y todos los podrían tomar sin peligro, o la mayor parte, antes que los dueños pudiesen salvarlos, con lo cual no faltaría dinero a los del ejército para mantener el sitio de la ciudad.
Por otra parte, haciendo esto, las otras ciudades de Sicilia, inmediatamente escogerían pactar alianza y amistad con los atenienses y no con los siracusanos, sin esperar a saber cuál de las dos partes lograba la victoria. Decía además que para lo uno y para lo otro, ora se debiesen retirar, ora acometer a los enemigos, habían de ir primero con su armada al puerto de Mégara, así por ser lugar desierto, como también porque estaba muy cerca de Siracusa por mar y por tierra.
Así habló Lámaco, apoyando en cierto modo con sus argumentos el parecer de Alcibíades.
Pasado esto, Alcibíades partió con su trirreme derechamente a la ciudad de Mesena, y requirió a los habitantes a que trabaran amistad y alianza con los atenienses; mas no pudo conseguirlo ni le dejaron entrar en su ciudad, aunque le ofrecieron que le darían mercado franco fuera de ella, donde pudiese comprar vituallas y otras provisiones necesarias para sí y los suyos.
Alcibíades volvió a Reggio, donde inmediatamente él y los otros capitanes mandaron embarcar una parte de la gente de la armada dentro de sesenta trirremes, los abastecieron de las vituallas necesarias, y dejando lo restante del ejército en el puerto de Reggio con uno de los capitanes, los otros dos partieron directamente a la ciudad de Naxos con las sesenta naves, y fueron recibidos en ella de buena gana por los ciudadanos.
De allí se dirigieron a Catania, donde no les quisieron recibir, porque una parte de los ciudadanos era del partido de los siracusanos. Por esta causa viéronse obligados a dirigirse más arriba hacia la ribera de Terias, donde pararon todo aquel día, y a la mañana siguiente fueron a Siracusa con todos sus barcos puestos en orden en figura de cuerno, de los cuales enviaron diez delante hacia el gran puerto de la ciudad para reconocer si había dentro otros buques de los enemigos.
Cuando todos estuvieron juntos a la entrada del puerto, mandaron pregonar al son de la trompeta que los atenienses habían ido allí para restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones conforme a la amistad y alianza, según les obligaban el deudo y parentesco que con ellos tenían, por tanto que denunciaban y hacían saber a todos aquellos que fuesen de nación leontinos y se hallasen a la sazón dentro de la ciudad de Siracusa, se pudiesen retirar y acoger a su salvo a los atenienses como a sus amigos y bienhechores.
Después de dar este pregón y de reconocer muy bien el asiento de la ciudad y del puerto y de la tierra que había en contorno para ver de que parte la podrían mejor poner cerco, regresaron todos a Catania, y de nuevo requirieron a los ciudadanos para que les dejasen entrar en la ciudad como amigos.
Los habitantes, después de celebrar consejo, les dieron por respuesta que en manera alguna dejarían entrar la gente de la armada, pero que si los capitanes querían entrar solos, los recibirían y oirían de buena gana cuanto quisieran decir, lo cual fue así hecho, y estando todos los de la ciudad reunidos para dar audiencia a los capitanes, mientras estaban atentos a oír lo que Alcibíades les decía, la gente de la armada se metió de pronto por un postigo en la ciudad, y sin hacer alboroto ni otro mal alguno andaban de una parte a otra comprando vituallas y otros abastecimientos necesarios. Algunos de los ciudadanos que eran del partido de los siracusanos, cuando vieron la gente de guerra de la armada dentro, se asustaron mucho, y sin más esperar huyeron secretamente. Estos no fueron muchos y todos los otros que habían quedado acordaron hacer paz y alianza con los atenienses. Por este suceso fue ordenado a todos los atenienses que habían quedado con lo restante de la armada en Reggio que viniesen a Catania. Cuando estuvieron juntos en el puerto de Catania y hubieron puesto en orden su campo, tuvieron aviso de que si iban directamente a Camarina, los ciudadanos les darían entrada en su ciudad, y también que los siracusanos aparejaban su armada. Con esta nueva partieron todos navegando hacia Siracusa, más no viendo ninguna armada aparejada de los siracusanos volvieron atrás y fueron a Camarina. Al llegar cerca del puerto hicieron pregonar a son de trompeta, y anunciar a los camarinos su venida, mas éstos no les quisieron recibir diciendo que estaban juramentados para no dejar entrar a los atenienses dentro de su puerto con más de una nave, salvo el caso de que ellos mismos les enviasen a llamar para que fueran con barcos. Con esta respuesta se retiraron los atenienses sin hacer cosa alguna.
A la vuelta de Camarina saltaron en tierra en algunos lugares de los siracusanos para saquearlos, mas la gente de a caballo que estos tenían acudió en socorro de los lugares, y hallando a los remadores y desordenados a los atenienses ocupándose en robar, dieron sobre ellos y mataron muchos, porque estaban armados a la ligera. Los atenienses se retiraron a Catania.


X

Después que los atenienses estuvieron reunidos en Catania aportó allí el trirreme de Atenas llamado Salaminia, que los de la ciudad habían enviado para que Alcibíades regresara a fin de responder a la acusación que le habían hecho públicamente, y con él citaban a otros muchos que había en el ejército, considerándoles culpados por muchos indicios de complicidad en el crimen, de violar y profanar los misterios y sacrificios, y del de romper y denostar las estatuas e imágenes de Hermes arriba dichas.
Después de partir la armada, los atenienses no dejaron de hacer su pesquisa y proseguir sus investigaciones, no parando solamente en pruebas y conjeturas aparentes, sino que, pasando más adelante, daban fe y crédito a cualquier sospecha por liviana que fuese. Fundando su convencimiento en los dichos y deposiciones de hombres viles e infames, prendieron a muchas personas principales de la ciudad, pareciéndoles que era mejor escudriñar y averiguar el hecho por toda clase de pesquisas y conjeturas, que dejar libre un solo hombre aunque fuese de buena fama y opinión, por no decir que los indicios que había contra él eran insuficientes para convencerle de que debía estar a derecho y justicia.
Hacían esto porque sabían de oídas que la tiranía y mando de Pisístrato, que en tiempos pasados había dominado en Atenas, fue muy dura y cruel, no siendo destruida por el pueblo ni por Harmodio, sino por los lacedemonios. Este recuerdo les infundía gran temor y recelo, y cualquier sospecha la atribuían a la peor parte. Aun-que a la verdad la osadía de Aristogitón y de Harmodio en matar al tirano fue por amores según declararé en adelante, y mostraré que los atenienses y los otros griegos hablan a su capricho y voluntad de sus tiranos y de los hechos que ejecutaron, sin saber nada de la verdad, pues la cosa pasó así.
Muerto Pisístrato en edad avanzada, le sucedió en el señorío de Atenas Hipias, que era su hijo mayor y no Hiparco como algunos dijeron.
Había en la ciudad de Atenas un mancebo llamado Harmodio muy gracioso y apacible a quien Aristogitón, que era un hombre de mediano estado en la ciudad, tenía mucho cariño. Este Harmodio fue acusado por Hiparco, hijo de Pisístrato, de infame y malo, de lo cual el mancebo se quejó a Aristogitón, que por temor de que ocurriese mal a quien él tenía tan buena voluntad por la acusación de Hiparco, que era hombre de mando y autoridad en la ciudad, se propuso favorecerle so color de que Hiparco quería usurpar la tiranía de la ciudad.
Entretanto, Hiparco procuraba atraer a sí el mancebo y ganar su amistad con halagos; mas viendo que no conseguía nada por esta vía, pensó afrentarle por justicia, sin usar de otra fuerza ni violencia, que no era lícita entonces, porque los tiranos en aquel tiempo no tenían más mando y autoridad sobre sus súbditos que la que les daba el derecho y la justicia, y por esto, y porque los que a la sazón eran tiranos se ejercitaban en ciencia y virtud, sus mandos no eran tan envidiados ni tan odiosos al pueblo como lo fueron después, porque no cobraban otros tributos a los súbditos y ciudadanos sino la veintena parte de su renta, y con ésta hacían muchos edificios y reparos en la ciudad, y adornaban los templos con sacrificios, y mantenían grandes guerras con sus vecinos y comarcanos.
En lo demás dejaban el mando y gobierno enteramente a la ciudad para que se gobernase según sus leyes y costumbres antiguas, excepto que por su autoridad uno de ellos era siempre elegido por el pueblo para los cargos más principales de la República, que le duraban un año.
El hijo de Hipias, llamado Pisístrato como su abuelo, teniendo mando y señorío en Atenas después de la muerte de su padre, hizo en medio del mercado un templo dedicado a los doce dioses, y entre ellos un ara en honor del dios Apolo Pítico, con un letrero que después fue por el pueblo cancelado, pero todavía se puede leer aunque con dificultad por estar las letras medio borradas, el cual letrero dice así: «Pisístrato, hijo de Hipias, puso esta memoria de su imperio y señorío en el templo de Apolo Pítico».
Lo que arriba he dicho de que Hipias, hijo de Pisístrato, tuvo el mando y señorío en Atenas porque era el hijo mayor, no solamente lo puedo afirmar por haberlo averiguado con certeza, sino que también lo podrá saber cualquiera por la fama que hay de ello. No se hallará que ninguno de los hijos legítimos de Pisístrato tuviese hijos sino él, según se puede ver por los letreros antiguos que están en las columnas del templo y en la fortaleza de Atenas, en que se hace memoria de las arbitrariedades de los tiranos, y donde nada absolutamente se dice de los hijos de Hiparco y de Tesalo, sino solamente de cinco hijos que hubo Hipias en Mirsina, su mujer, hija de Calias, hijo a su vez de Hiperóquidas. Como es verosímil que el mayor de estos hijos se casó primero, y también en el mismo epitafio se le nombra el primero, de creer es que sucedió en la tiranía y señorío a su padre, pues iba por éste a embajadas y a otros cargos. Esto es lo que tiene alguna apariencia de verdad, porque si Hiparco fuera muerto cuando tenía el señorío no lo hubiera podido tener Hipias inmediatamente. Se le ve, sin embargo, ejercitar el mando y señorío el mismo día que murió el otro, como quien mucho tiempo antes usa de su autoridad con los súbditos y no teme ocupar el mando y señorío por ningún suceso que le ocurra a su hermano, como lo temiera éste si le acaeciese a Hipias, que ya estaba acostumbrado y ejercitado en el cargo.
Mas lo que principalmente dio esta fama a Hiparco, y hace creer a todos los que vinieron después, que fue el mismo que tuvo el mando y señorío de Atenas, es el desastre que le ocurrió con motivo de lo arriba dicho, porque viendo que no podía atraer a Harmodio a su voluntad le urdió esta trama.
Tenía este Harmodio una hermana doncella, la cual yendo en compañía de otras doncellas de su edad a ciertas fiestas y solemnidades que se hacían en la ciudad, y llevando en las manos un canastillo o cestilla como las otras vírgenes, Hiparco la mandó echar fuera de la compañía por los ministros, diciendo que no había sido llamada a la fiesta, pues no era digna ni merecedora de hallarse en ella. Quería dar a entender por estas palabras que no era virgen.
Esto ocasionó gran pesar a Harmodio, hermano de la doncella, y mucho más a Aristogitón por causa de su afecto a Harmodio, y ambos, juntamente con los cómplices de la conjuración, se dispusieron a ejecutar su venganza. Para poderla realizar mejor, esperaban que llegasen las fiestas que llaman las grandes Panateneas, porque en aquel día era lícito a cada cual llevar armas por la ciudad sin sospecha alguna, y fue acordado entre ellos que el mismo día de la fiesta, Harmodio y Aristogitón acometiesen a Hiparco, y los cómplices y conjurados a sus ministros.
Aunque estos conjurados eran pocos en número para tener la cosa más secreta, fácilmente se persuadían de que cuando los otros ciudadanos que se hallasen juntos en aquellas fiestas les viesen dar sobre los tiranos, aunque anteriormente no supiesen nada del hecho, viéndose todos con armas se unirían a ellos y los favorecerían y ayudarían para recobrar también su libertad.
Llegado el día de la fiesta, Hipias estaba en un lugar fuera de la ciudad llamado Cerámico con sus ministros y gente de guarda, ordenando las ceremonias y pompas de aquella fiesta según corresponde a su cargo, y cuando Harmodio y Aristogitón iban hacia él con sus dagas empuñadas para matarle, vieron a uno de los conjurados que estaba hablando familiarmente con Hipias, porque era muy fácil y humano en dar a todos audiencia. Cuando así le vieron hablar, temieron que aquél le hubiese descubierto la cosa y ser inmediatamente presos, por lo cual, ante todas cosas, determinaron tomar venganza del que había sido causa de la conjuración, es decir, de Hiparco. Entraron para ello en la ciudad y hallaron a Hiparco en un lugar llamado Leocorión, y por la gran ira que tenían dieron sobre él con tanto ímpetu que le mataron en el acto.
Hecho esto, Aristogitón se salvó al principio entre los ministros del tirano, pero después fue preso y muy mal herido, Harmodio quedó allí muerto.
Al saber Hipias en Cerámico lo ocurrido, no quiso ir inmediatamente al lugar donde el hecho había sucedido, sino fue a donde estaban reunidos los de la ciudad armados para salir con pompa en la fiesta antes de que supiesen el caso, y disimulando y mostrando un rostro alegre, como si nada ocurriera, mandó a todos como estaban que se retirasen sin armas a un cierto lugar que les mostró, lo cual ellos hicieron pensando que les quería decir algo, y cuando llegaron envió sus ministros para que les quitasen las armas y se apoderasen de aquellos de quien tenía sospecha, principalmente de los que hallasen con dagas, porque la costumbre era en aquella fiesta y solemnidad usar lanzas y escudos solamente.
De esta manera, el amor impuro fue principio y causa del primer intento y empresa contra los tiranos de Atenas, y ejecutóse temerariamente por el repentino miedo que tuvieron los conjurados de ser descubiertos, de lo cual siguieron después mayores daños, y más a los atenienses, porque en adelante los tiranos fueron más crueles que habían sido hasta entonces.
Hipias, por temor y sospechas de que atentaran contra él, mandó matar a muchos ciudadanos atenienses, y procuró la alianza y amistad de los extranjeros, para tener más seguridad en el caso de que hubiera alguna mudanza en su estado. Por esta causa casó su hija, llamada Arquédica, con Hipocles, hijo de Ayantides, tirano y señor de Lampsaco, y porque sabía que éste Ayantides tenía gran amistad con el rey Darío de Persia, y podía mucho con él. De Arquédica se ve hoy en día el sepulcro en Lampsaco, donde está un epitafio del tenor siguiente:
«aquí yace arquédica, hija de hipias, amparador y defensor de grecia, la cual, aunque hubo el padre y marido y hermano e hijos reyes tiranos, no por eso se engrió ni ensoberbeció para mal ninguno».
Tres años después de pasado este hecho que arriba contamos, fue Hipias echado por los lacedemonios y los alcmeónidas, desterrados de Atenas, de la tiranía y señorío de esta ciudad. Retiróse primero por propia voluntad a Sigeón, y después a Lampsaco con su consuegro Ayantides. De allí se fue con el rey Darío de Persia, y veinte años después, siendo ya muy viejo, vino con los medos contra los griegos, peleando en la jornada de Maratón.
Trayendo a la memoria estas cosas antiguas, el pueblo de Atenas estaba más exasperado y receloso y se movía más para la pesquisa de aquel hecho de las imágenes de Hermes destrozadas y de los misterios y sacrificios violados y profanados que antes hemos referido, temiendo volver a la sujeción de los tiranos, y creyendo que todo aquello fuera hecho con intento de alguna conjuración y tiranía. Por esta causa fueron presas muchas personas principales de la ciudad, y cada día crecía más la persecución e ira del pueblo y aumentaban las prisiones, hasta que uno de los que estaban presos, y que se presumía fuera de los más culpados, por consejo y persuasión de uno de sus compañeros de prisión, descubrió la cosa, ora fuese falsa o verdadera, porque nunca se pudo averiguar la verdad, ni antes ni después, salvo que aquél fue aconsejado de que si descubría el hecho acusándose a sí mismo y a algunos otros, libraría de sospecha y peligro a todos los otros de la ciudad y tendría seguridad, haciendo esto, de poderse escapar y salvarse.
Por esta vía aquél confesó el crimen de las estatuas culpándose y culpando a otros muchos que decía habían participado con él en el delito. El pueblo, creyendo que decía verdad, quedó muy contento, porque antes estaba muy atribulado por no saber ni poder hallar indicio ni rastro alguno de aquel hecho entre tan gran número de gente.
Inmediatamente dieron libertad al que había confesado el crimen, y con él a los que había salvado. Todos los otros que denunció y pudieron ser presos sufrieron pena de muerte, y los que se escaparon fueron condenados a muerte en rebeldía, prometiendo premio a quien los matase, sin que se pudiese saber por verdad si los que habían sido sentenciados tenían culpa o no.
Aunque para en adelante la ciudad pensaba haber hecho mucho provecho, en cuanto a Alcibíades, acusado de este crimen por sus enemigos y adversarios que le culpaban ya antes de su partida, el pueblo se enojó mucho, y teniendo por averiguada su culpa en el hecho de las estatuas, fácilmente creía que también había sido partícipe en el otro delito de los sacrificios con los cómplices y conjurados contra el pueblo.
Creció más la sospecha porque en aquella misma sazón vino alguna gente de guerra de los lacedemonios hasta el Estrecho del Peloponeso, so color de algunos tratos que tenían con los beocios, lo cual creían que había sido por instigación del mismo Alcibíades, y que de no haberse prevenido los atenienses deteniendo a los ciudadanos que habían preso por sospechas y castigado a los otros, la ciudad estaría en peligro de perderse por traición.
Fue tan grande la sospecha que concibieron, que toda una noche estuvieron en vela, guardando la ciudad, armados en el templo de Teseón; y en este mismo tiempo los huéspedes y amigos de Alcibíades, que estaban en la ciudad de Argos por rehenes, fueron tenidos por sospechosos de que querían organizar algún motín en la ciudad, de lo cual, como diesen aviso a los atenienses, permitieron éstos a los argivos que matasen a aquellos ciudadanos de Atenas que les fueron dados en rehenes, y enviados por ellos a ciertas islas.
De esta manera era tenido Alcibíades por sospechoso en todas partes; y los que le querían llamar a juicio para que le condenasen a muerte, procuraron hacerle citar en Sicilia, y juntamente a los otros sus cómplices de quien antes hemos hablado. Para ello enviaron la nave llamada Salaminia, y mandaron a sus nuncios le notificasen que inmediatamente les siguiese y viniera con ellos a responder al emplazamiento, pero que no le prendiesen así por temor a que los soldados que tenía a su cargo se amotinasen, como también por no estorbar la empresa de Sicilia, y principalmente por no indignar a los mantineos ni a los argivos ni perder su amistad, pues éstos, por intercesión del mismo Alcibíades, se habían unido a los atenienses para aquella empresa.
Viendo Alcibíades el mandato y plazo que le hacían de parte de los atenienses, se embarcó en un trirreme, y con él todos los cómplices que fueron citados, y partieron con la nave Salaminia que había ido a citarles, fingiendo que querían ir en su compañía desde Sicilia a Atenas, mas cuando llegaron al cabo de Turio, se apartaron de la Salaminia y viendo los de esta nave que los habían perdido de vista y no podían hallar rastro aunque procuraban saber noticias de ellos, se dirigieron a Atenas.
Poco tiempo después, Alcibíades partió de Turio y fue a desembarcar en tierra del Peloponeso, como desterrado de Atenas.
Al llegar la Salaminia al Pireo fue condenado a muerte en rebeldía por los atenienses, como también los que le acompañaban.


XI

Después de la partida de Alcibíades los otros dos capitanes de los atenienses que quedaron en Sicilia dividieron el ejército en dos partes, y por suerte cada cual tomó a su cargo una.
Hecho esto partieron ambos con todo el ejército hacia Selinunte y Egesta para saber si los egestenses estaban decididos a darles el socorro de dinero que les habían prometido, y conocer el estado en que encontraban los negocios de los selinuntios, y las diferencias que tenían con los egestenses.
Navegando al largo de la mar, dejando a la isla de Sicilia a la parte del mar Jónico, a mano izquierda vinieron a aportar delante de la ciudad de Himera, la única en aquellas partes habitada por griegos; pero los de Himera no quisieron recibir a los atenienses, y al partir de allí fueron derechamente a una villa nombrada Hicaras, la cual, aunque poblada por sicilianos, era muy enemiga de los egestenses, y por esta causa la robaron y saquearon, entregándola después a los egestenses.
Entretanto llegó la gente de a caballo de los egestenses, que con la infantería de los atenienses se internaron en la isla, robando y destruyendo todos los lugares que hallaron hasta Catania. Sus barcos iban costeando a lo largo de la mar, y en ellos cargaban toda la presa que cogían, así de cautivos y bestias como de otros despojos.
Al partir de Hicaras, Nicias fue derechamente a la ciudad de Egesta, donde recibió de los egestenses treinta talentos para el pago del ejército, y habiendo provisto allí las cosas necesarias, volvió con ellos al ejército.
Además de esta suma percibió hasta ciento y veinte talentos que importó el precio de los despojos vendidos.
Después fueron navegando alrededor de la isla, y de pasada ordenaron a sus aliados y confederados que les enviasen la gente de socorro que les habían prometido, y así, con la mitad de su armada vinieron a aportar delante de la villa de Hibla, que está en tierra de Gela, y era del partido contrario, pensando tomarla por asalto; mas no pudieron salir con su empresa, y en tanto llegó el fin del verano.
Al principio del invierno los atenienses dispusieron todas las cosas necesarias para poner cerco a Siracusa, y también los siracusanos se preparaban para salirles al encuentro, porque al ver que los atenienses no habían osado acometerles antes, cobraron más ánimo y les tenían menos temor. Alentábales el saber que habiendo recorrido los enemigos la mar por la otra parte, bien lejos de su ciudad, no pudieron tomar la villa de Hibla; de lo cual los siracusanos estaban tan orgullosos, que rogaban a sus capitanes los llevasen a Catania donde acampaban los atenienses puesto que no osaban ir contra ellos, y los siracusanos de a caballo iban diariamente a correr hasta el campo de los enemigos. Entre otros baldones y denuestos que les decían, preguntábanles si habían ido para morar en tierra ajena y no para restituir a los leontinos en la suya.
Entendiendo esto los capitanes atenienses, procuraban atraer los caballos siracusanos y apartarlos lo más lejos que pudiesen de la ciudad, para después más seguramente llegar de noche con su armada delante de Siracusa y establecer su campamento en el lugar que les pareciese más conveniente, pues sabían bien que si al saltar en tierra hallaban a los enemigos en orden y a punto para impedirles el desembarco, o si querían tomar el camino por tierra con el ejército desde allí hasta la ciudad, les sería más dificultoso, porque la caballería podría hacer mucho daño a sus soldados que iban armados a la ligera, y aun a toda la infantería, a causa de que los atenienses tenían muy poca gente de a caballo, y haciendo lo que habían pensado, podrían, sin estorbo alguno, tomar el lugar que quisiesen para asentar su campamento antes que la caballería siracusana volviese. El lugar más conveniente se lo indicaron algunos desterrados de Siracusa, que acompañaban al ejército y era junto al templo de Olimpo.
Para poner en ejecución su propósito usaron de este ardid: enviaron un espía, en quien confiaban mucho los capitanes siracusanos, sabiendo de cierto que darían crédito a lo que les dijese. Éste fingió ser enviado por algunas personas principales de la ciudad de Catania, de donde era natural, y los mismos capitanes le conocían muy bien y sabían su nombre, diciéndoles que éstos de Catania eran todavía de su partido, y que si querían ellos les harían ganar la victoria contra los atenienses por este medio. Una parte de los atenienses estaban aún dentro de la villa sin armas. Si los siracusanos querían salir un día señalado de su ciudad e ir con todas sus fuerzas a la villa, de manera que llegasen al despuntar el alba los principales de Catania, que les nombró por amigos con sus cómplices, expulsarían fácilmente a los atenienses que estaban dentro de la villa y pondrían fuego a los barcos que tuvieran en el puerto; hecho esto, los siracusanos daban sobre el campo de los atenienses asentado fuera de la villa y los pondrían vencer y desbaratar sin riesgo ni peligro.
Además decía que había otros muchos ciudadanos en Catania convenidos para esta empresa, los cuales estaban prontos y determinados a ponerla por obra, y que por esto sólo le habían enviado.
Los capitanes siracusanos, que eran atrevidos y además tenían codicia de buscar a los enemigos en su campo, creyeron de ligero a este espía, y conviniendo con él el día en que se habían de hallar en Catania, le enviaron con la respuesta a los mismos principales habitantes, que el espía decía le habían dado aquella comisión.
El día señalado salieron todos los de Siracusa con el socorro de los selinuntios y algunos otros aliados que habían ido para ayudarles. Iban sin orden ni concierto alguno por la gana que tenían de pelear y fueron a alojarse en un lugar cerca de Catania, junto al río de Simeto, en tierra de los leontinos.
Entonces los atenienses, sabiendo de cierto su llegada, mandaron embarcar toda la gente de guerra que tenían, así atenienses como sicilianos, y algunos otros que se les habían unido, y de noche desplegaron las velas y navegaron derechamente hacia Siracusa, donde arribaron al amanecer y echaron áncoras en el gran puerto que está delante del templo de Olimpo para saltar en tierra.
Entretanto, la gente de a caballo de los siracusanos que había partido para Catania, al saber que todos los barcos de la armada de los atenienses habían partido de Catania, dieron aviso de ello a la gente de a pie, y todos se volvieron para acudir en socorro de su ciudad; mas por ser el camino largo por tierra, antes de que pudiesen llegar, los atenienses habían desembarcado y alojado su campo en el lugar escogido por mejor, desde donde podían pelear con ventaja sin recibir daño de la gente de a caballo antes que pudiesen hacer sus parapetos, y menos después de hacerlos, porque estaba resguardado de baluartes y algunos edificios viejos que había allí, y además por la mucha arboleda y un estanque y cavernas de madera, de suerte que no podían venir sobre ellos por aquel lado, sobre todo gente de a caballo. Por la otra parte, habían cortado muchos árboles que estaban cerca, y los habían llevado al puerto, clavándolos atravesados en cruz para impedir o estorbar que pudiesen atacar a los barcos. También por la parte que su campo estaba más bajo y la entrada mejor para los enemigos, hicieron un baluarte con grandes piedras y maderos a toda prisa, de suerte que con gran dificultad podían ser atacados por allí, después rompieron el puente que había por donde podían pasar a las naves.
Todo esto lo hicieron sin riesgo y sin que persona alguna saliese de la ciudad a estorbarlos, porque todos estaban fuera, como he dicho, y no habían vuelto de Catania. La caballería llegó primero y poco después toda la gente de a pie que había salido del pueblo. Todos juntos fueron hacia el campo de los atenienses, mas viendo que no salían contra ellos se retiraron y acamparon a la otra parte del camino que va a Eloro.
Al día siguiente, los atenienses salieron a pelear y ordenaron sus haces de esta manera. En la punta derecha pusieron a los argivos y mantineos, en la siniestra a los otros aliados y en medio los atenienses. La mitad del escuadrón estaba compuesto de ocho hileras por frente, y la otra mitad situada a la parte de las tiendas y pabellones de otras tantas, todo cerrado. A esta postrera mandaron que acudiese a socorrer a la parte que viesen en aprieto. Entre estos dos escuadrones pusieron el bagaje y la gente que no era de pelea.
De la parte contraria, los siracusanos pusieron a punto su gente, así los de la ciudad como los extranjeros, todos bien armados, entre los cuales estaban los selinuntios, que fueron los primeros en avanzar, y tras ellos los de Gela que eran hasta doscientos caballos, y los de Camarina hasta veinte, y cerca de cincuenta flecheros. Pusieron todos los de a caballo en la punta derecha que serían hasta mil y doscientos, y tras ellos toda la otra infantería y los tiradores. Estando las haces ordenadas a punto de batalla, porque los atenienses eran los primeros que habían de acometer, Nicias, su capitán, puesto en medio de todos les habló de esta manera:


XII

«Varones atenienses y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, no necesito haceros grandes amonestaciones para la batalla, aunque para esto sólo os habéis reunido aquí; y no lo necesito, porque a mi parecer este aparato de guerra que al presente veis que tenemos tan bueno, es más que bastante para daros esfuerzo y osadía, y mejor que todas las razones por convincentes que fuesen, si por el contrario tuviésemos fuerzas muy flacas. Porque estando aquí juntos argivos, mantineos y atenienses, y las mejores y más principales de las islas, decidme, ¿hay razón para que con tantos y tan buenos amigos y compañeros de guerra no tengamos por cierta y segura la victoria? Con tanto más motivo cuanto que nuestra contienda es con hombres de comunidad y canalla, no escogidos para pelear como nosotros, y estos sicilianos, aunque de lejos nos desafían, de cerca no se atreverán a esperarnos, porque no tienen tanto saber ni experiencia en las armas cuanto atrevimiento y osadía.
»Por tanto, bueno será que cada cual de vosotros piense consigo mismo que aquí estamos en tierra extraña y muy lejos de la nuestra, y que por ninguna vía estos sicilianos serán amigo nuestros, ni los podemos conquistar ni ganar de otra suerte sino con las armas en la mano peleando animosamente.
»Quiero, pues, deciros todas las razones contrarias a las que sé muy bien que dirán los capitanes enemigos a los suyos. Diránles que miren pelean por la honra y defensa de su tierra, y yo os digo que miréis que nosotros estamos en tierra extraña, en la cual nos conviene vencer peleando o perder del todo la esperanza de poder regresar salvos a la nuestra, pues sabemos la mucha caballería que tienen, con la cual nos podrán destruir si una vez nos viesen desordenados.
»Así, pues, como hombres valientes y animosos, acordándoos de vuestra virtud y esfuerzo, acometed con ánimo y corazón a vuestros enemigos, y pensad que la necesidad en que podemos encontrarnos es mucho más de temer que las fuerzas y poder de los enemigos».
Cuando Nicias arengó de esta manera a los suyos, mandó que saliesen derechamente contra los enemigos, los cuales no esperaban que los atenienses les presentaran la batalla tan pronto, y por esta causa algunos habían ido a la ciudad que estaba cerca de su campamento. Mas al saber la venida de los enemigos salieron a buen trote de la ciudad para unirse con los suyos y ayudarles, aunque no pudieron ir ordenadamente, sino mezclados y entremetidos unos con otros.
En esta batalla, como en las otras, mostraron que no tenían menos esfuerzo y osadía que los contrarios ni menos saber ni experiencia de la guerra que los atenienses, defendiéndose y acometiendo valerosamente al ver la oportunidad, y cuando les era forzado retirarse lo hacían, aunque muy contra su voluntad.
Esta vez, no creyendo que los atenienses les acometerían los primeros, y a causa de ellos, cogidos por sorpresa, arrebataron sus armas y les salieron al encuentro.
Al principio hubo una escaramuza de ambas partes entre los honderos y flecheros y tiradores que duró buen rato, revolviendo los unos sobre los otros, según suele suceder en tales encuentros de gente de guerra armados a la ligera. Más después que los adivinos de una parte y de la otra declararon que los sacrificios se les mostraban prósperos y favorables, dieron la señal para la batalla y llegaron a encontrarse los unos contra los otros en el orden arriba dicho con gran ánimo y osadía, porque los siracusanos tenían en cuenta que peleaban por su patria, por la vida y salud de todos y por su libertad en lo porvenir, y por el contrario, los atenienses pensaban que combatían por conquistar y ganar la tierra ajena, y no recibir mal ni daño en la suya propia si fuesen vencidos, y los argivos y los otros aliados suyos que eran libres y francos, por ayudar a los atenienses señaladamente en aquella jornada, y también por la codicia que cada cual de ellos tenía de volver rico y victorioso a su tierra.
Los otros súbditos de los atenienses peleaban también de tan buena gana, porque no esperaban poder regresar salvos a su tierra si no alcanzaban la victoria, y aunque otra cosa no les moviera, pensaban que haciendo su deber y peleando valientemente, en adelante serían mejor tratados por sus señores, por razón de haberles ayudado a conquistar tan hermosa tierra.
Cuando cesaron los tiros de venablos y piedras de una parte y de otra, al venir a las manos, pelearon gran rato sin que los unos ni los otros retrocediesen; mas estando en el combate sobrevino un gran aguacero con muchos truenos y relámpagos, de lo cual los siracusanos, que entonces peleaban por primera vez, se espantaron grandemente por no estar acostumbrados a las cosas de la guerra; pero los atenienses, que tenían más experiencia y estaban habituados a ver semejantes tempestades, atribuyeron aquello a la estación del año y no hacían caso. Esto aumentó el miedo de los siracusanos, pensando que los enemigos tomaban aquellas señales del cielo en su favor y en daño de ellos.
Los primeros de todos los argivos por una parte y los atenienses por otra, cargaron tan reciamente sobre el ala izquierda de los siracusanos que los desbarataron y pusieron en huída, aunque no los siguieron gran trecho al alcance, por temor a la gente de a caballo de los enemigos, que era mucha y no había sido aún rota, sino que estaba firme y fuerte en su posición, y cuando iban algunos de los atenienses demasiado adelante, los suyos salían a ellos y los detenían mal de su grado.
Por esta causa los atenienses seguían cerrados en un escuadrón al alcance de los siracusanos que huían hacia donde pudieron. Después se retiraron en orden a su campo, y allí levantaron trofeo en señal de victoria. Los siracusanos se retiraron asimismo lo mejor que pudieron y se reunieron en su campamento, junto al camino de Eloro. Desde allí enviaron parte de su gente al templo de Olimpo que estaba cerca, temiendo que los atenienses fueran a robarlo, porque había dentro gran cantidad de oro y plata, y el resto del ejército se metió en la ciudad. Los atenienses no quisieron ir hacia el templo ocupándose en recoger los suyos que habían muerto en la batalla, y estuvieron quedos aquella noche.
Al día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a los atenienses, les pidieron sus muertos para sepultarlos, hallando entre todos, así de los ciudadanos como de sus aliados, hasta doscientos cincuenta, y de los atenienses y de sus aliados cerca de cincuenta.
Cuando los atenienses quemaron los muertos, según tenían por costumbre, recogidos sus huesos con los despojos de los enemigos volvieron a Catania, porque ya se acercaba el invierno y no era tiempo de hacer guerra, ni tampoco tenían buenos recursos para hacerla hasta que llegara la gente de a caballo que esperaban, así de los atenienses como de sus aliados, y además dinero para pagar los equipos y provisiones necesarias. Proyectaban también tener durante el invierno negociaciones e inteligencias con algunas ciudades de Sicilia, y atraerlas a su devoción y partido, teniendo por causa bastante el buen suceso de la victoria alcanzada, y además querían acopiar las provisiones de vituallas y de todas las otras cosas necesarias para poner de nuevo cerco a Siracusa en el verano. Estas fueron en efecto las causas principales que movieron a los atenienses a pasar el invierno en Catania y en Naxos.




XIII

Después que los siracusanos sepultaron sus muertos e hicieron las exequias acostumbradas, se reunieron todos en consejo, y en este ayuntamiento Hermócrates, hijo de Hermón, que era tenido por hombre sabio y prudente y avisado para todos los negocios de la República, y muy experimentado en los hechos de la guerra, les dijo muchas razones para animarles, diciendo que la pérdida pasada no había sido por falta de consejo, sino por haberse desordenado; ni era tan grande como pudiera razonablemente esperarse, considerando que de su parte no había sino gente vulgar y no experimentados en la guerra, y que los atenienses, sus enemigos, eran los más belicosos de toda Grecia y tenían la guerra por oficio más que otra cosa alguna. Además les había dañado en gran manera los muchos capitanes que tenían los siracusanos, que pasaban de quince, los cuales no eran muy obedecidos por los soldados.
Empero, si querían elegir pocos capitanes buenos y experimentados, y mientras pasase el invierno reunir buen número de gente de guerra, proveer de armas a los que no las tenían y ejercitarles en ellas en todo este tiempo, podían tener esperanza de vencer a sus contrarios a tiempo venidero con tal que juntasen a su esfuerzo y osadía buen orden y discreción, porque hay dos cosas muy necesarias para la guerra: el orden para saber prevenir y evitar los peligros, y el esfuerzo y osadía para poner en ejecución lo que la razón y discreción les mostrase.
Díjoles que también era necesario que los capitanes que eligiesen, siendo pocos como arriba es dicho, tuviesen poder y autoridad bastante en las cosas de guerra para hacer todo aquello que les pareciese necesario y conveniente para bien y pro de la República, tomándoles el juramento acostumbrado en tal caso, y por esta vía se podrían tener secretas las cosas que debían ser ocultas, y hacerse todas las otras provisiones necesarias sin contradicción alguna.
Cuando los siracusanos oyeron las razones de Hermócrates todos las aprobaron y tuvieron por buenas, e inmediatamente eligieron al mismo Hermócrates por uno de tres capitanes, y con él a Heráclides, hijo de Sisímico, y a Sícano, hijo de Excestes. Estos tres nombraron embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que se unieran con ellos contra los atenienses, y que todos a una les hiciesen tan cruel guerra en su tierra misma, que les fuese forzoso dejar a Sicilia para ir a defender su patria, y si no quisiesen hacer esto, que a lo menos enviasen a los siracusanos socorro de gente de guerra por mar.
La armada de los atenienses que estaba en Catania fue derechamente a Mesena con esperanza de poderla tomar por tratos e inteligencias con algunos de los ciudadanos, mas no pudieron lograr su empresa porque Alcibíades, sabiendo estos tratos después que partió del campamento y viéndose ya desterrado de Atenas, por hacer daño a los atenienses descubrió en secreto la traición a los de la ciudad, que eran del partido de los siracusanos, los cuales primeramente mataron a los ciudadanos que hallaron culpados, y después excitaron a los otros del pueblo contra los atenienses, y todos a una opinaron que no fueran recibidos en la ciudad.
Los atenienses, después de estar trece días delante de la ciudad, viendo que el invierno llegaba, que comenzaban a faltarles los víveres, y también que no podían lograr su propósito, se retiraron a Naxos, donde fortificaron su campo con fosos y baluartes para pasar el invierno, y enviaron un trirreme a Atenas para que les mandaran socorro de gente de a caballo y dinero, a fin de que al llegar la primavera pudiesen salir al campo con su gente.
Por otra parte, los siracusanos durante el invierno cercaron de muro y fortalecieron todo el arrabal, que está a la parte de las Epípolas, para que, si por mala dicha otra vez fuesen vencidos en batalla, tuviesen mayor sitio donde acogerse dentro de la cerca de la ciudad. Además hicieron nuevas fortificaciones junto al templo de Olimpo y el lugar llamado Mégara, y pusieron gente de guarnición en estas playas. Para más seguridad construyeron fuertes en todas las partes donde los enemigos pudiesen saltar en tierra contra los de la ciudad.
Sabiendo después que los atenienses invernaban en Naxos, salieron de la ciudad con toda la gente de armas que en ella había, y fueron derechamente a Catania, robaron y talaron la tierra, y quemaron las tiendas y pabellones que los atenienses habían dejado de cuando asentaron allí su campamento, y hecho esto regresaron a sus casas.


XIV

Pasadas estas cosas, y advertidos los siracusanos de que los atenienses habían enviado embajadores a los camarinos para confirmar la confederación y alianza que en tiempo pasado habían hecho con Laques, capitán que a la sazón era de los atenienses, también les enviaron embajadores, porque no confiaban mucho en ellos, a causa de que en la anterior jornada se habían mostrado perezosos en enviarles socorro; sospechaban que en adelante no les quisiesen ayudar, y acaso favorecer el partido de los atenienses, viendo que habían sido vencedores en la batalla, haciendo esto so color de aquella confederación y alianza antigua.
Llegados a Camarina, de parte de los siracusanos, Hermócrates con algunos otros embajadores, y de la de los atenienses, Eufemo con otros compañeros, el primero de todos Hermócrates, delante de todo el pueblo que para esto se había reunido, queriendo acriminar a los atenienses, habló de esta manera:
«Varones camarinos, no penséis que somos aquí enviados de parte de los siracusanos por temor alguno que tengamos de que os asuste esta armada y poder de los atenienses, sino por sospecha de que con sus artificios y sutiles razones os persuadan de lo que quieren, antes que podáis ser avisados por nosotros.
»Vienen a Sicilia con el pretexto y el achaque que vosotros habéis oído, pero con otro pensamiento que todos sospechamos. Y a mi parecer, tengo por cierto que no han venido para restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones, sino antes para echarnos de las nuestras, pues no es verosímil que los que echan a los naturales de Grecia de sus ciudades, quieran venir aquí para restituir a los de esta tierra en las ciudades de donde fueron expulsados, ni que tengan tan gran cuidado de los leontinos como dicen, porque con calcideos como sus deudos y parientes, y a los mismos calcideos, de donde estos leontinos descienden, los han puesto en servidumbre. Antes es de pensar que, con la misma ocasión que tomaron la tierra de aquéllos, quieren ahora ver si pueden tomar estas nuestras.
»Como todos sabéis, siendo estos atenienses elegidos por caudillos del ejército de los griegos para resistir a los medos por voluntad de los jonios y otros aliados suyos, los sujetaron y pusieron bajo su mando y señorío, a unos so color de que habían despedido la gente de guerra sin licencia, a los otros con achaque de las guerras y diferencias que tenían entre sí, y a otros por otras causas que ellos hallaron buenas para su propósito cuando vieron oportunidad de alegarlas.
»De manera que se puede decir con verdad, que los atenienses no hicieron entonces la guerra por la libertad de Grecia, ni tampoco los otros griegos por su libertad, sino que la hicieron a fin de que los griegos fuesen sus siervos y súbditos antes que de los medos, y los mismos griegos pelearon por mudar de señor, no por cambiar señor mayor por menor, sino solamente uno que sabe mandar mal por otro que sabe mandar bien.
»Y aunque la ciudad y república de Atenas, con justa causa, sea digna de reprensión, empero no venimos ahora aquí para acriminarla delante de aquellos que saben y entienden muy bien en lo que éstos nos pueden haber injuriado, sino para acusar y reprender a nosotros mismos los sicilianos, que teniendo ante los ojos los ejemplos de los otros griegos sujetados por los atenienses no pensamos en defendernos de ellos, y en desechar estas sus cautelas y sofisterías con que pretenden engañarnos, diciendo que han venido para ayudar y socorrer a los leontinos como a sus deudos y parientes, y a los egestenses como a sus aliados y confederados.
»Paréceme, pues, que debemos pensar en nuestro derecho y mostrarles claramente que no somos jonios ni helespontinos, ni otros isleños siempre acostumbrados a someterse a los medos o a otros, mudando de señor según quien les conquista, sino que somos dorios de nación, libres y francos, y naturales del Peloponeso, que es tierra libre y franca, y que habitamos en Sicilia.
»No esperemos a ser tomados y destruidos ciudad por ciudad, sabiendo de cierto que por esta sola vía podemos ser vencidos, y viendo que éstos sólo procuran apartarnos y desunirnos, a unos con buenas palabras y razones, y a otros con la esperanza de su amistad y alianza, y revolvernos a todos para que nos hagamos guerra unos a otros, usando de muy dulces y hábiles palabras ahora, para después hacernos todo el mal que pudieren cuando vieren la suya.
»Y si alguno hay entre vosotros que piense que el mal que ocurriese al otro, no siendo su vecino cercano está muy lejos de él, que no le podrá tocar el mismo daño y desventura, y que no es él de quien los atenienses son enemigos, sino solo los siracusanos, siendo por esto locura exponer su patria a peligro por salvar la mía, le digo que no entiende bien el caso, y que ha de pensar que defendiendo mi patria defiende la suya propia tanto como la mía, y que tanto más seguramente, y más a su ventaja lo hace teniéndome en su compañía antes que yo sea destruido y pueda mejor ayudarle.
»Tengan todos en cuenta que los atenienses no han venido para vengarse de los siracusanos a causa de alguna enemistad que tuviesen con ellos, sino queriendo con este pretexto confirmar la amistad y alianza que tienen con vosotros.
»Si alguno nos tiene envidia o temor, porque siempre ha sido costumbre que los más poderosos sean envidiados o temidos de los más flacos y débiles, por esto le parece que cuanto más mal y daño recibieran los siracusanos tanto más humildes y tratables serán en adelante, y los débiles podrán tener más seguridad; este tal se confía en lo que no está en el poder ni voluntad humana, porque los hombres no tienen la fortuna en su mano como tienen su voluntad, y si la cosa por ventura ocurriera de muy distinta manera que él pensaba, pesándole de su mal propio, querría tener otra vez envidia de mí y de mis bienes, como la tuvo antes, lo cual sería imposible después de negarme su ayuda en los peligros de la fortuna que se podían llamar tanto suyos como míos, no solamente de nombre y palabra, sino de hecho y de obra. Por tanto, el que nos ayudare y defendiere en este caso, aunque parezca que salva y defiende nuestro estado y poder, de hecho salva y defiende el suyo propio.
»Y a la verdad, la razón requería que vosotros, camarinos, pues sois nuestros vecinos y comarcanos, y corréis el mismo peligro después que nosotros, hubieseis pensado y provisto esto antes, viniendo a socorrernos y ayudarnos más pronto que lo habéis hecho, y de vuestro grado y voluntad debierais venir a amonestarnos y animarnos haciendo lo mismo que nosotros hiciéramos si los atenienses fueran contra vosotros los primeros, lo cual no habéis hecho ni vosotros ni los otros.
»Y si queréis alegar que obráis conforme a justicia siendo neutrales por temor de ofender a unos o a otros, fundándoos en vuestra confederación y alianza con los atenienses, no tendréis razón alguna, pues no hicisteis aquella alianza para acometer a vuestros enemigos a voluntad de los atenienses, sino sólo para socorreros unos a otros si alguno os quisiese destruir.
»Por esta causa los de Reggio, aunque calcideos de nación, no se han querido unir a los atenienses para restituir a los leontinos sus tierras, aunque éstos son calcideos también como ellos. Y si los de Reggio, no teniendo tan buen motivo como vosotros y, sólo por justificarse, se han portado tan cuerdamente en este hecho, ¿cómo queréis vosotros, teniendo causa justa y razonable para excusaros de dar favor y ayuda a los que naturalmente son vuestros enemigos, abandonar a los que son vecinos vuestros, parientes y deudos y uniros con los otros para destruirlos?
»A la verdad, obraréis contra toda razón y justicia si queréis ayudar a vuestros enemigos viniendo tan poderosos, cuando, por el contrario, los debierais temer y sospechar de sus intentos.
»Si todos estuviésemos unidos no tendríamos cosa alguna por qué temerles, como les temeremos por el contrario si nos desunimos, que es lo que ellos procuran con todas sus fuerzas, porque no penséis que han venido a esta tierra solamente contra los siracusanos, sino contra todos nosotros los de Sicilia, y bien saben que no hicieron contra nosotros el efecto que querían, aunque fuimos vencidos en la batalla, sino que después de la victoria consideraron prudente retirarse pronto.
»De esto se deduce claramente que estando todos juntos y yendo a una, no debemos tener gran temor de ellos, sobre todo cuando llegue el socorro que esperamos de los peloponenses que son mucho mejores combatientes que ellos.
»Ni tampoco os debe parecer buen consejo el de ser neutrales y no declararos a favor de una de las partes, diciendo que esto es justo y razonable en cuanto a nosotros porque sois sus aliados, y lo más cierto y seguro para vosotros; pues aunque el derecho sea igual entre ellos y nosotros, respecto a vosotros, por razón de la alianza arriba dicha el caso es muy diferente, y si aquellos contra quien se hace la guerra son vencidos por falta de vuestro socorro y los atenienses quedaran vencedores, podrá decirse que por vuestra neutralidad los unos fueron destruidos y los otros no encontraron obstáculo para hacer mal.
»Por tanto, varones camarinos, mejor os será ayudar a los que éstos quieren maltratar e injuriar, que son vuestros parientes, deudos, vecinos y comarcanos, defendiéndoles y amparándoles por el bien de toda Sicilia, y no permitir que triunfen los atenienses, que excusaros con ser neutrales y no querer estar de una parte ni de otra.
»Abreviando razones, pues aquí no hay necesidad de ellas para que todos sepamos lo que a cada cual conviene hacer, rogamos y requerimos nosotros, los siracusanos, a vosotros, camarinos, para que nos ayudéis y socorráis en este trance, y protestamos de que, si no lo hacéis, seréis causa de que nos venzan y destruyan los jonios, nuestros mortales enemigos, y de que siendo vosotros dorios de nación, como también lo somos nosotros, nos dejáis y desamparáis alevosamente, hasta el punto de que si fuéremos vencidos por los atenienses, será por vuestra falta, y cuando alcanzaran la victoria, el premio y galardón que obtendréis no será otro sino el que os quisiere dar el vencedor; pero si nosotros vencemos, sufriréis la pena y castigo que mereciereis por haber sido causa de todo el mal y daño que nos pueda sobrevenir.
»Pensando y considerando muy bien esto, desde ahora escoged una de dos cosas: o incurrir en perpetua servidumbre por no quereros exponer a peligro, o si venciereis con los atenienses no libraros de ser sus súbditos y tenerlos por señores, y a nosotros durante muy largo tiempo por vuestros enemigos».
Con esto acabó su discurso, y tras él se levantó Eufemo, embajador de los atenienses, que habló de esta manera:


XV

«Varones camarinos, hemos venido principalmente para renovar y confirmar la amistad y alianza antigua que tenemos con vosotros, pero calumniados por este siracusano en su discurso, será necesario hablar de nuestro imperio y señorío, y de cómo le tenemos y poseemos con justo título y causa. De ello, este mismo que ha hablado da el mejor y mayor testimonio que ser pudiera, pues dice que los jonios siempre fueron y han sido enemigos de los dorios.
»Empero, conviene entender la cosa tal y como es cierta, a saber: que nosotros somos jonios de nación y los peloponenses dorios, y porque éstos son muchos más en número que nosotros y nuestros vecinos y comarcanos, hemos procurado por todas las vías y maneras posibles eximirnos de su mando.
»Por esto, después de la guerra con los medos, teniendo tan buena armada como poseíamos, nos apartamos del mando y dirección de los lacedemonios, que entonces eran los caudillos de toda la hueste de los griegos, porque no había más razón para que ellos nos mandasen a nosotros que nosotros a ellos, sino la de que ellos eran más poderosos a la sazón que nosotros, y por consiguiente, llegando nosotros a ser señores y caudillos de los griegos que antes estaban sujetos a los medos, hemos tenido y habitado nuestra tierra, sabiendo de cierto que mientras tuviéramos fuerzas para resistir al poder de los lacedemonios no hay razón para que debamos estarles sujetos.
»Hablando en realidad de verdad, tenemos buena y justa causa para haber querido sujetar a nuestra dominación a los jonios y a los otros isleños, aunque además fueren nuestros parientes y deudos como dicen los siracusanos, pues estos jonios vinieron con los medos contra nuestra ciudad, siendo su metrópoli de donde ellos descienden y son naturales, por miedo de perder sus casas y posesiones, y no osaron aventurar sus villas y ciudades como nosotros hicimos por guardar y conservar la libertad común de Grecia, antes escogieron por mejor ser siervos y súbditos de los bárbaros medos por salvar sus bienes y haciendas, y aun venir con ellos contra nosotros para ponernos en la misma servidumbre.
»Por estas razones somos dignos y merecedores de mandar y señorear a otros, pues sin ninguna excusa dimos para aquella guerra más naves y nos mostramos con más ánimo y corazón que todas las otras ciudades de Grecia, y por la misma causa merecemos tener mando y señorío sobre los jonios que nos hicieron todo el mal y daño que pudieron cuando se unieron a los medos.
»Por tanto, si codiciamos aumentar nuestras fuerzas contra los peloponenses y no estar más bajo el mando de otro, con derecho y razón queremos tener mando y señorío por haber sido los únicos que desbaratamos y lanzamos a los medos, o a lo menos, por la libertad común, nos expusimos a peligro y tomamos a nuestra costa los males y daños de los otros, y principalmente de estos jonios, como si fueran propios nuestros. Además, a cada cual es lícito, sin envidia ni reprensión, procurar su salud por todas las vías que pudiere, y por esta causa, para nuestra mayor seguridad y defensa, hemos venido aquí a fin de que veáis que esto que os demandamos es tan útil y provechoso a vosotros como a nosotros, y mostraros las causas por las que éstos nos calumnian y quieren infundir miedo en vuestros ánimos.
»Sabemos muy bien que los que por temor o sospecha de alguna cosa son fáciles de ser persuadidos al principio con elocuentes palabras, después, cuando llegan a las obras, hacen aquello que más les conviene, y ciertamente nosotros tenemos y conservamos nuestro imperio y señorío por temor como arriba hemos dicho, y por la misma causa y razón venimos aquí con intención de guardar y conservar a nuestros amigos en su libertad, no para someterles a nuestra dominación y servidumbre, sino para estorbar que los otros les pongan bajo la suya.
»Ninguno se debe maravillar de que vengamos con tan gruesa armada para ayudar y defender a nuestros amigos, ni menos debe alegar en consecuencia que ha-ríamos tan grandes gastos por cosa que no nos toca en nada, sabiendo que cuanto más poderosos seáis para resistir a los siracusanos, tanto más seguro estará nuestro estado para con los peloponenses, porque tanto menos podrán recibir ellos el socorro de los siracusanos. Esta es la principal cosa en que nos puede aprovechar vuestra amistad y alianza, por la cual asimismo es justo y conveniente que los leontinos sean restituidos en sus tierras y haciendas, y no estén más tiempo sujetos como están los de Eubea, sus deudos y parientes, y para que tengan medios de sostener la guerra en nuestro favor contra los siracusanos.
»Nosotros solos somos bastantes para mantener la guerra en Grecia contra nuestros enemigos en nuestra tierra, y los calcideos, nuestros súbditos, por los cuales este siracusano sin razón nos calumnia diciendo que no es verosímil queramos restituir a estos leontinos su libertad, teniendo a los calcideos en servidumbre, nos ayudarán muy bien, porque eximiéndoles de dar gente para la guerra nos proveerán de dinero. Asimismo nos ayudarán los leontinos que habitan en tierra de Sicilia y los demás amigos y confederados, mayormente aquellos que viven en más libertad.
»Cierto es que el varón que rige con tiranía y la ciudad que ejerce mando y señorío, ninguna cosa tiene por mala y fuera de razón si le es provechosa, y ninguna considera suya si no la tiene segura; pero no lo es menos que conviene hacerse amigos o enemigos según la oportunidad de los tiempos y negocios, y ningún provecho nos traería al presente hacer mal a nuestros amigos, sino al contrario, mantenerlos en su fuerza y poder para que, por medio de ellos, nuestros enemigos sean más débiles. Lo podéis muy bien creer por la forma y manera de vivir que tenemos y guardamos con los otros aliados y confederados en Grecia, de quienes nos servimos según conviene más a nuestro provecho. De los de Quío y de Metimno tomamos naves, y en lo demás les dejamos vivir en libertad y conforme a sus leyes. A algunos tratamos con más rigor haciéndoles pagar tributo, y a otros con más libertad como amigos y aliados y no como súbditos en cosa alguna, aunque sean isleños y de fácil conquista para los enemigos por estar más cercanos al Peloponeso, y por esta causa más en peligro de ser invadidos por todas partes.
»Debe creerse, pues, que lo que allí hacemos lo queramos también hacer aquí, y que por nuestro provecho deseemos fortaleceros y ayudaros para poner miedo y temor a los siracusanos que desean sujetaros, y no solamente a vosotros sino también a todos los otros sicilianos, cosa que podrán muy bien hacer por las grandes fuerzas y poder que tienen, o por la falta que vosotros tendréis de gente de guerra si nos volviéramos sin hacer nada, que es lo principal que ellos procuran. Por esta causa os hacen sospechar de nosotros, seguros de dominaros si ahora seguís su partido, porque no tendremos después tan buenos medios para volver aquí con una armada como la de ahora, y ellos, viéndonos ausentes, se hallarán más fuertes y poderosos contra vosotros.
»Si esto que decimos no parece a alguno verdad, se demuestra claramente por la obra, pues al principio cuando nos demandasteis ayuda y socorro, no alegabais para ello otra razón sino el miedo que teníais a que si nosotros dejásemos de venir a socorreros, los siracusanos podrían venceros y sujetaros, lo cual redundaría en peligro y mucho daño nuestro.
»Sería, pues, en mi opinión, cosa injusta no querer vosotros perseverar en nuestra amistad y alianza por las mismas causas y razones que alegasteis cuando nos la pedisteis, y sospechar de nosotros solamente porque nos veis venir con tan gruesa armada para ser más fuertes y poderosos contra las fuerzas de los siracusanos.
»Ni esto sería cosa justa ni razonable, antes por lo contrario, deberíais tener mayor sospecha de ellos que de nosotros, pues sabéis muy bien que sin una amistad y alianza no podríamos estar en estas tierras seguros, y si quisiésemos ser malos y poner a nuestros amigos bajo nuestro dominio, no lo podríamos conservar en adelante, así porque la navegación es muy grande desde Grecia a Sicilia, como también porque sería cosa muy difícil poder guardar y defender las ciudades de Sicilia, que son grandes y tienen mucha gente de guerra de la costa mediterránea.
»Pero estos siracusanos no deben ser tan temidos de vosotros por el ejército que tienen cuanto por la gran abundancia de gente. Siendo vuestros vecinos y comarcanos estáis siempre en peligro, porque continuamente os acechan y buscan ocasión y oportunidad para dar sobre vosotros, según lo han demostrado contra otros muchos sicilianos y ahora a la postre contra los leontinos.
»Con todo esto, tienen osadía y atrevimiento de acon-sejaros que toméis las armas contra nosotros que hemos venido sólo para estorbarles que os hagan mal y dominen toda la tierra de Sicilia. No se comprende que os tengan por tan locos y fuera de seso que queráis dar fe y crédito a sus engaños y mentiras viendo que os amonestamos lo que es vuestro bien y salud con más verdad y certidumbre.
»Os rogamos, pues, que no queráis por vuestra culpa perder el provecho que obtendréis de nosotros, que miréis bien de cuál de ambas partes os debéis confiar más, y sobre todo considerad que estos siracusanos en todos tiempos tienen medios y recursos para poderos vencer y sujetar sin ayuda de otro por la multitud de gente que son. Fijáos en que no podréis tener siempre para vengaros de ellos y lanzarlos de vosotros tanta y tan buena fuerza como al presente con la ayuda y socorro de nosotros, vuestros amigos y aliados, a quienes, si ahora dejáis volver sin hacer nada, por la sospecha que tenéis de nosotros, o no sentís que nos suceda algún mal por vuestra causa, vendrá tiempo en que deseéis ver siquiera una parte de nosotros, y será en balde, porque no nos tendréis a vuestro lado.
»Porque vosotros, camarinos, y los otros sicilianos, no deis fe ni crédito a las calumnias de éstos que alegan contra nosotros, he querido mostraros y declarar con verdad las causas por las cuales éstos nos quieren hacer sospechosos y para que, habiéndolas oído y recogido en vuestra memoria, queráis otorgar nuestra demanda.
»No negamos tener el mando y señorío sobre otros pueblos vecinos y cercanos, porque no queremos ser mandados por otros; pero, en cuanto a los sicilianos, decimos que hemos venido aquí para impedir que otros los sometan, temiendo el mal y daño que nos podrían causar después los que los sujetasen y fuesen sus señores. Cuantas más tierras tenemos que guardar, tanto más obligados estamos a hacer más cosas que otros. Por esta causa hemos venido aquí esta vez, y las otras pasadas para defender y amparar a aquellos de vosotros que eran oprimidos e injuriados por otros, y no venimos por nuestra propia voluntad sino llamados y rogados por ellos.
»Sois al presente jueces y árbitros de nuestros he-chos. No intentéis innovar cosa alguna de que después os hayáis de arrepentir, ni desechéis nuestra ayuda y amistad, sino aprovechaos de ella, puesto que podéis hacerlo al presente.
»Considerad que esto no ocasiona igualmente daño a todos, sino provecho evidente para los más de los griegos, porque por las fuerzas y poder grande que tenemos para socorrer y ayudar a los opresos y vengar sus injurias, aunque no sean nuestros súbditos, los que están en asechanza para hacerles alguna violencia procuran mantenerse tranquilos, y los que están a punto de ser injuriados y oprimidos, pueden vivir seguros, sin ningún trabajo, a costa ajena.
»Así, pues, varones camarinos, os amonesto que no queráis desechar esta seguridad que es común a ambas partes y necesaria para vosotros, sino antes, con nuestra ayuda haced con los siracusanos lo mismo que ellos han hecho con nosotros, y prevenid sus asechanzas, de manera que no hayáis menester estar siempre en vela con pena y trabajo para guardaros de ellos.»
De esta manera habló Eufemo.
Los camarinos estaban por entonces en tal disposición que tenían gran voluntad a los atenienses, y de buena gana quisieran seguir su partido, si no sospecharan que venían con codicia de conquistar a Sicilia y ocupar su estado.
En cuanto a los siracusanos, aunque tenían a menudo cuestiones y diferencias con ellos sobre los límites por ser vecinos y comarcanos, empero, por esta misma causa de vecindad les habían enviado algún socorro de gente de a caballo, para si acaso alcanzasen la victoria no les pudiesen culpar de que habían vencido sin ayuda de ellos, y también para lo venidero tenían propósito de ayudar a los siracusanos antes que a los atenienses a muy poca costa.
Pero después que los atenienses lograron la victoria pasada, por no mostrar que los tenían en menos que a los vencidos, previa consulta entre sí, dieron igual respuesta a los unos y a los otros, diciendo que habiendo guerra entre ambas partes, que eran sus amigos y aliados, estaban resueltos, para no faltar a su juramento de ser neutrales, a no dar ayuda ni a los unos ni a los otros. Con esta respuesta partieron los embajadores.
Entretanto, los siracusanos hacían todos los aprestos necesarios para la guerra, y los atenienses por su parte pasaban el invierno en Naxos y desde allí tenían sus inteligencias por todas las vías y maneras que podían con la mayoría de las ciudades de Sicilia por atraerlas a su amistad y devoción.
Muchas de ellas, especialmente las que estaban en tierra llana, que eran súbditas de los siracusanos, se rebelaron contra ellos, y las otras ciudades libres y francas, que estaban más adentro en tierra firme, se confederaron con los atenienses y les enviaron socorro, unas de dinero, otras de gente y otras de vituallas.
De las ciudades que no lo quisieron hacer de grado, fueron algunas obligadas a ello por fuerza de armas, y a las otras prohibieron y estorbaron dar auxilio a los siracusanos.
Durante este invierno salieron de Naxos y volvieron los atenienses a Catania, donde rehicieron sus alojamientos y estancias en el mismo lugar que estaban antes, cuando los siracusanos las quemaron.
Estando aquí enviaron un buque con embajada a los cartagineses para hacer alianza con ellos si podían, y asimismo a las otras ciudades marítimas que están en la costa del mar Tirreno, de las cuales algunas se aliaron con ellos y les prometieron socorro y ayuda en aquella guerra contra los siracusanos.
Además mandaron a los egestenses y a los otros sus aliados de Sicilia que les enviasen toda la gente de a caballo que pudiesen, e hicieron gran provisión de madera, herramienta y otras cosas necesarias para construir un muro fuerte delante de la ciudad de Siracusa, la cual estaban decididos a sitiar inmediatamente después que pasase el invierno.


XVI

Los embajadores que los siracusanos habían enviado a los lacedemonios, al pasar por la costa de Italia, trabajaron por persuadir a las ciudades marítimas y atraerlas a la devoción y alianza de los siracusanos, mostrándoles que si los propósitos de los atenienses se realizaban prósperamente en Sicilia, les podría ocurrir después a ellos mucho daño.
Desde allí fueron a desembarcar a Corinto, donde presentaron su demanda al pueblo, que consistía en rogarles les dieran ayuda y socorro como a sus parientes y amigos. Se los otorgaron de buena gana, siendo en esto los primeros de todos los griegos, y nombraron embajadores que fuesen juntamente con ellos a los lacedemonios para persuadirles de que comenzaran la guerra de nuevo contra los atenienses, y también al mismo tiempo enviasen socorro a los siracusanos.
Todos estos embajadores fueron a Lacedemonia y, a los pocos días, llegaron también allí Alcibíades y los otros desterrados de Atenas, que desde Turio, donde pri-meramente aportaron, pasaron a Cilena, que es tierra de Élide, y de allí a Lacedemonia, bajo la seguridad y salvo conducto de los lacedemonios que les habían mandado ir, porque sin esto no se atreverían a causa del tratado hecho con los mantineos.
Estando los lacedemonios reunidos en su Senado entraron los embajadores corintios, los siracusanos y Alcibíades con ellos, y todos juntos expusieron su demanda con igual objeto.
Aunque los éforos y los otros gobernadores de Lacedemonia habían determinado enviar embajada a los siracusanos para aconsejarles que no hiciesen concierto con los atenienses, no por eso tenían deseo de darles socorro alguno, pero Alcibíades, para moverles a ello, les hizo el razonamiento siguiente:
«Varones lacedemonios, ante todas cosas me conviene primeramente hablar de aquello que a mí en particular toca y podría ser objeto de calumnia. Si por razón de esta calumnia me tenéis por sospechoso, en ninguna manera deis crédito a mis palabras cuando os dijere algo tocante al bien y pro de vuestra república.
»En tiempos pasados mis progenitores, por causa de cierta acusación contra ellos, dejaron el domicilio y hospitalidad que tenían en vuestra ciudad. Yo después le quise volver a tomar, y por ello os he servido y honrado en muchas cosas, y entre otras principalmente en la derrota y pérdida que sufristeis en Pilos. Perseverando en esta buena voluntad y afición que siempre tuve a vosotros y a vuestra ciudad, os reconciliasteis con los atenienses e hicisteis con ellos vuestros conciertos, dando con ellos fuerzas a mis contrarios y enemigos y haciéndome gran deshonra y afrenta.
»Esta fue la causa porque me pasé a los mantineos y a los argivos con sobrada razón, y estando con ellos y siendo vuestro enemigo, os hice todo el daño que pude.
»Si alguno hay de vosotros que desde entonces me tenga odio y rencor por el mal que os hice, puede ahora olvidarlo si quiere mirar a la razón y a la verdad; y si algún otro tiene mal concepto de mí porque favorecía a los de mi pueblo y era de su bando, tampoco acierta queriéndome mal o considerándome sospechoso.
»Nosotros los atenienses siempre fuimos enemigos de los tiranos. Lo que puede ser contrario al tirano que manda se llama el pueblo, y por esta causa la autoridad y mando del pueblo siempre ha permanecido entre nosotros firme y estable, y así mientras la ciudad mandaba y valía, fuéme forzoso muchas veces andar con el tiempo y seguir las cosas de entonces, pero siempre trabajé por corregir y reprimir la osadía y atrevimiento de los que querían fuera de justicia y razón guiar los asuntos a su voluntad, porque siempre hubo en tiempos pasados, y también los hay al presente, gentes que procuran engañar al pueblo aconsejándole lo peor, y éstos son los que me han echado de mi tierra.
»Ciertamente, en todo el tiempo que tuve mando y autoridad en el pueblo le aconsejé su bien, y aquello que entendía ser lo mejor a fin de conservar la ciudad en libertad y prosperidad según estaba antes, y aunque todos aquellos que algo entienden, saben bien qué cosa es el mando de muchos, ninguno lo conoce mejor que yo por la injuria que de ellos he recibido.
»Si fuese menester hablar de la locura y desvarío de éstos que a todos es notorio y manifiesto, no diría cosa que no fuese cierta y probada. Mas, en fin, no me pareció oportuno trabajar entonces por mudar el estado de la república cuando estábamos cercados por vosotros nuestros enemigos. Lo dicho baste por lo que toca a las calumnias que podrían engendrar odio y sospecha contra mí entre vosotros.
»Quiero ahora hablar de las cosas que tenéis necesidad de consultar al presente, en las cuales si entiendo algo más que vosotros, lo podréis juzgar por las siguientes razones.
»Nosotros los atenienses pasamos a Sicilia primeramente con intención de sujetar a los sicilianos si pudiéramos, y tras ellos a los italianos. Hecho esto, intentar la conquista de las tierras aliadas con Cartago, y a los mismos cartagineses si fuese posible; y realizada esta empresa, en todo o en parte, procurar después someter a nuestro señorío todo el Peloponeso, teniendo en nuestra ayuda y por amigos todos los griegos que habitan en tierra de Sicilia y de Italia, y gran número de extranjeros y bárbaros que hubiésemos tomado a sueldo, principalmente a los íberos, los cuales sin duda son al presente los mejores hombres de guerra que hay en todos aquellos parajes.
»Por otra parte, proyectábamos hacer muchas galeras en la costa de Italia, donde hay gran copia de madera y otros materiales para ello, a fin de poder cercar mejor el Peloponeso, así por mar con estas galeras como por tierra con nuestra gente de a caballo e infantería, con esperanza de poder tomar parte de las ciudades de aquella tierra por fuerza, y otras por cerco, lo cual nos parecía que se podían hacer bien.
»Conquistado el Peloponeso, pensábamos que muy pronto y sin dificultad podríamos adquirir el mando y señorío de toda Grecia, y haríamos que estas tierras conquistadas por nosotros nos proveyesen de dinero y bastimentos, sin perjuicio de las rentas ordinarias que de ellas se podría sacar.
»Esto es lo que intenta la armada que está en Sicilia, según lo habéis oído de mí como de hombre que sabe enteramente los fines e intenciones de los atenienses, que han de efectuar si pueden los otros capitanes y caudillos que quedan al frente del ejército si vosotros no socorréis pronto, pues no veo allí cosa que se lo pueda estorbar, porque los sicilianos no son gentes experimentadas en la guerra; y aunque todos, por acaso, se uniesen, lo más que podrían hacer sería resistir a los atenienses, mas los siracusanos, que ya una vez han sido vencidos y están imposibilitados de armar naves, en manera alguna podrán solos resistir al valor y fuerzas del ejército que allí hay ahora. Si toman aquella ciudad, seguidamente se apoderarán de toda Sicilia, y tras ella de Italia, y hecho esto, el peligro de que antes os hice mención no tardará mucho en llegar sobre vuestras cabezas.
»Por tanto, ninguno de vosotros piense que en este caso se trata sólo de Sicilia, sino también del Peloponeso, a menos de poner inmediatamente remedio, y para esto conviene, en cuanto a lo primero, enviar una armada en la cual los mismos marineros sean hombres de guerra, y lo principal de todo que haya un caudillo y capitán natural de Esparta, prudente y valeroso, para que éste tal, con su presencia, pueda mantener en vuestra amistad y alianza a los que al presente son vuestros amigos y aliados y obligar a ello a los que no lo son; haciéndolo así, los que son vuestros amigos cobrarán más ánimo y osadía, y los que dudan si lo serán tendrán menos temor de entrar en vuestra amistad y alianza.
»Además, debéis comenzar la guerra contra los atenienses más al descubierto, porque haciéndolo de esta manera, los siracusanos conocerán claramente que tenéis cuidado de ellos, y con tal motivo tomarán más ánimo para resistir y defenderse, y los atenienses tendrán menos facilidades para enviar socorro a los suyos que allí están.
»También me parece que debéis tomar y fortalecer de murallas la villa de Decélea, que está en el límite de Atenas, por ser la cosa que los atenienses temen más, y sólo a esta villa no se ha tocado en toda la guerra pasada. Indudablemente causa mucho daño a su enemigo el que entra y acomete por donde más teme y sospecha, y de creer es que cada cual teme las cosas que sabe le son más perjudiciales.
»Por esto os advierto el provecho que obtendréis de cercar y fortalecer la citada villa y el daño que haréis a vuestros enemigos, pues cuando hayáis fortificado esta plaza dentro de tierra de los atenienses, muchas de las villas de su comarca se os rendirán de grado, y las que quedaren por rendir las podréis tomar más fácilmente.
»Además, la renta que tienen los atenienses de las minas de plata en Laurión, y las otras utilidades y provechos que sacan de la tierra y de las jurisdicciones cesarán, y mayormente las que cogen y llevan de sus aliados, los cuales viéndoos venir con todo vuestro poder contra los atenienses, los menospreciarán y os tendrán más temor en adelante.
»En vuestra mano está, varones lacedemonios, efectuar todo esto. Y no me engaña mi pensamiento de que lo podéis hacer a salvo, y en breve tiempo si quisiereis, y sin que por ello deba ser tenido o reputado por malo, porque habiendo sido antes vuestro mortal enemigo y amigo de mi pueblo, ahora me muestre tan áspero y cruel contra mi patria; ni tampoco debéis tenerme por sospechoso y presumir que todo lo que digo es para ganar vuestra gracia y favor a causa de mi destierro. Porque a la verdad, confieso que estoy desterrado, y así es cierto por la maldad de mis adversarios, aunque no lo estoy para vuestra utilidad y provecho si me quisiereis creer, ni debo al presente tener tanto por mis enemigos a vosotros que alguna vez nos hicisteis mal y daño siendo enemigos nuestros, como a aquellos que han forzado a mis amigos a que se me conviertan en enemigos, no solamente ahora que me veo injuriado, sino también entonces cuando tenía mando y autoridad en el pueblo.
»Echado por mis adversarios injustamente de mi tierra, no pienso que voy contra mi patria haciendo lo que hago, antes me parece que trabajo por recobrarla, pues al presente no tengo ninguna. Y a la verdad, debe ser antes tenido y reputado por más amigo de su patria el que por el gran deseo de recobrarla hace todo lo que puede para volver a ella, que el que habiendo sido echado injustamente de ella y de sus bienes y haciendas no osa acometerla e invadirla.
»En virtud de las razones arriba dichas, varones lacedemonios, me tengo por digno de que debáis y queráis serviros de mí en todos vuestros peligros y trabajos, pues sabéis que se ha convertido ya en refrán y proverbio común, que aquel que siendo enemigo pueda hacer mucho daño, siendo amigo puede hacer mucho provecho. Cuanto más que conozco muy bien todas las cosas de los atenienses, y casi entiendo ya de las vuestras por conjeturas, y por eso ruego y requiero que, pues estáis aquí reunidos para consultar asuntos de tan grande importancia, no tengáis pereza en organizar dos ejércitos, uno por mar para ir a Sicilia, y otro por tierra para entrar en los términos de Atenas, porque haciendo esto, con muy poca gente podréis realizar grandes cosas en Sicilia y destruir el poder y fuerzas de los atenienses que tienen ahora y podrían tener en lo porvenir.
»Así llegaréis a poseer vuestro estado más seguro y a tener el mando y señorío de toda Grecia, no por fuerza, sino porque de propia voluntad os lo dará».
Cuando Alcibíades acabó su discurso, los lacedemonios, que ya tenían pensamiento de hacer la guerra a los atenienses (aunque la andaban dilatando y no tomaban resolución definitiva), se afirmaron y convencieron de la conveniencia de realizarla por las razones de Alcibíades, teniendo por cierto que decía la verdad por ser persona que sabía bien lo que deseaban y proyectaban los atenienses, y desde entonces determinaron tomar y fortificar la villa de Decélea y enviar algún socorro a Sicilia.
Eligieron por capitán para la empresa de Sicilia a Gilipo, hijo de Cleándridas, al que mandaron que hiciese todas las cosas por consejo de los embajadores siracusanos y de los corintios, y que lo más pronto que pudiese llevase socorro a los de Sicilia.
Con este mandato fue Gilipo a Corinto para que le enviasen al puerto de Asina dos galeras armadas y aparejasen todas las otras que habían de mandar, a fin de que estuviesen a punto de hacerse a la vela lo más pronto que pudieran, de manera que todos se encontrasen dispuestos a navegar con el primer buen tiempo. Tomada esta determinación partieron los embajadores de los siracusanos de Lacedemonia.
Entretanto, la galera que los capitanes atenienses ha-bían enviado desde Sicilia a Atenas a pedir socorro de gente, dinero y vituallas llegó al puerto de Atenas, y los que venían en ella dieron cuenta a los atenienses del encargo, lo cual, oído por ellos, acordaron enviarles el socorro que demandaban.
En esto llegó el fin del invierno, que fue el decimoséptimo año de esta guerra que escribió Tucídides.


XVII

Al comienzo de la primavera, los atenienses que estaban en Sicilia se hicieron a la vela, y saliendo del puerto de Catania, fueron directamente a Mégara, que por entonces tenían los siracusanos, y que después que los moradores de ella, en tiempo de Gelón el tirano, fueron expulsados, según arriba hemos dicho, no había sido poblada de nuevo.
Desembarcando allí los atenienses, salieron a robar y destruir toda la tierra, y después fueron a combatir un castillo de los siracusanos que estaba cerca, creyendo que lo tomarían por asalto; mas viendo que no lo podían hacer, se retiraron hacia el río Terias, pasaron el río, robaron y destruyeron también todas las tierras llanas que estaban a la otra parte de la ribera, mataron algunos siracusanos que encontraron por los caminos, y después pusieron trofeo en señal de victoria.
Hecho esto, se embarcaron y volvieron a Catania, donde se abastecieron de vituallas y otras provisiones, y con todo el ejército partieron contra una villa llamada Centoripas, la cual tomaron por capitulación.
Al salir de ella, quemaron y talaron todos los trigos de los inesos y de los hiblos, y regresaron otra vez a Catania, donde hallaron doscientos y cincuenta hombres de armas que habían ido de Atenas, sin que tuviesen caballos, sino solamente las armas y arreos de caballos (suponiendo que de la tierra de Sicilia les habían de proveer de caballos), treinta flecheros de a caballo y más de trescientos talentos de plata que les enviaron los atenienses.
En este mismo año,[2] los lacedemonios se pusieron en armas contra los argivos; mas habiendo salido al campo para ir a la villa de Cleonas, sobrevino un terremoto que les infundió gran espanto, y les hizo volver.
Viendo los argivos que sus contrarios se habían retirado, salieron a tierra de Tirea, que está en su frontera, y la robaron y talaron, consiguiendo tan gran presa que vendieron los despojos en más de veinticinco talentos.
En esta misma sazón, la comunidad de Tespias se levantó contra los grandes y gobernadores; mas los atenienses enviaron gente de socorro, que prendieron a la mayor parte de los comuneros y los otros huyeron.
En el mismo verano los siracusanos, sabedores de que había llegado socorro de gente de a caballo a los atenienses, y pensando que si tenían caballos inmediatamente irían a ponerles cerco, tuvieron en cuenta que cerca de Siracusa había un arrabal, llamado Epípolas, que dominaba la ciudad por todas partes y en lo alto de él un llano espacioso con ciertas entradas por donde podían subir; que sería imposible cercarlo, y que si los enemigos lo ganaban una vez, podrían hacer mucho daño a la ciudad desde allí, por todo lo cual determinaron fortificar aquellas entradas para impedir que los enemigos lo pudiesen tomar.
Al día siguiente pasaron revista a toda la gente del pueblo y a aquellos que estaban bajo el mando de Hermócrates y de sus compañeros, en un prado que está junto al río llamado Anapo, y de toda la gente del pueblo escogieron seiscientos hombres de pelea para guardar el arrabal de Epípolas, de los cuales dieron el mando a Diomilo, un desterrado de Andrios, mandándole que si por acaso se veía atacado de pronto, diese aviso para que pudiera ser socorrido.
Aquella misma noche los capitanes atenienses pasaron revista a su gente. Al despuntar el día partieron de Catania y fueron secretamente con todo su ejército a salir a un lugar llamado Leonte, distante del arrabal de Epípolas siete estadios, y allí alojaron toda su infantería antes que los siracusanos lo pudiesen saber. Por otra parte, fueron con su armada a una península, llamada Tapso, que está a una legua corta de la ciudad y cercada por todas partes de mar, excepto en un pequeño istmo. Cerraron luego la entrada de él para estar seguros de parte de tierra. Hecho esto, la infantería de los atenienses que estaba alojada en Leonte, con gran ímpetu, fue a dar sobre Epípolas, y lo ganaron antes que los seiscientos hombres que los siracusanos habían señalado para la guarda de él pudiesen llegar porque aún estaban en el lugar donde había sido la revista.
Sabido esto por los siracusanos, salieron del pueblo para socorrer el arrabal, que estaba cerca de veinticinco estadios de allí, y juntamente con ellos Diomilo con los seiscientos hombres que tenía a su cargo.
Al llegar donde estaban los enemigos, tuvieron una refriega con ellos, en la cual los siracusanos llevaron lo peor, siendo vencidos y dispersados, y muriendo cerca de trescientos, entre ellos Diomilo, su capitán; todos los otros fueron forzados a retirarse a la ciudad.
Al día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a sus enemigos, les pidieron los muertos para enterrarlos, y los atenienses levantaron también allí un trofeo en señal de triunfo.
Al otro día de mañana salieron delante de la ciudad a presentar la batalla a los siracusanos; mas viendo que ninguno acudía, regresaron a su campo, y en la cumbre de Epípolas, en el lugar llamado Lábdalon, hicieron un atrincheramiento hacia la parte de Mégara para recoger su bagaje cuando saliesen hacia la ciudad, o para hacer alguna correría.
Poco tiempo después se les unieron trescientos hombres de a caballo que los egestenses les enviaban de socorro, y cerca de otros ciento de los de Naxos y otros sicilianos, además de los doscientos y cincuenta suyos, para los cuales ya habían adquirido caballos, así de los que les dieron los egestenses como de otros comprados por su dinero. De manera que tenían entre todos seiscientos cincuenta caballos.
Habiendo dejado gente de guarnición dentro de Lábdalon, partieron directamente contra la villa de Sica, la cual cercaron de muro en tan breve espacio de tiempo, que a los siracusanos asustó su gran diligencia, aunque por mostrar que no tenían temor alguno salieron de la ciudad con intención de pelear con los enemigos; pero como sus capitanes los vieron marchar tan desordenados, comprendiendo que con grande dificultad los podrían ordenar, hicieron retirar a todos dentro de la ciudad, excepto una banda de gente de a caballo que dejaron para impedir y estorbar a los atenienses llevar la piedra y otros materiales para hacer el muro, y también para que recorriese el campo.
Pero los caballos de los atenienses, con una banda de infantería, les acometieron con tanto denuedo que les vencieron, y haciéndoles volver las espaldas mataron algunos. Por causa de este hecho de armas de la caballería levantaron otro trofeo en señal de victoria.
El día siguiente los atenienses, en su campo, unos trabajaban en labrar el muro a la parte del Mediodía, otros traían piedra y otros materiales del lugar que llaman Trojilo, y venían a descargar todo en la parte donde el muro estaba más bajo del extremo del puerto grande hasta la otra parte de la mar.
Viendo esto los siracusanos, acordaron no salir en adelante todos juntos contra los enemigos por no aventurarse a una derrota definitiva, sino hacer reparar un fuerte de fuera del muro de la ciudad, frente al muro que los atenienses labraban, porque les parecía que si hacían pronto su fuerte, antes que los enemigos pudiesen acabar dicho muro, los lanzarían fácilmente y que, poniendo en él gente de guarda, podrían enviar una parte de su ejército a que tomase las entradas y después fortificarlas. Ha-ciendo esto creían probable que los enemigos se apartasen de su obra para atacarles todos juntos.
Con este consejo salieron de la ciudad y comenzaron a trabajar en su fuerte y reparo, tomando desde el muro de la ciudad y continuando a la larga frente al de los enemigos. Para esta obra cortaron muchos olivos del término y sitio del templo, con los cuales hicieron torres de madera para defensa del fuerte por la parte de la marina que ellos tenían, porque los atenienses aún no habían hecho llegar su armada desde Tapso al puerto grande a fin de poder impedirlo, del cual lugar de Tapso hacían traer por tierra abastecimientos y otras cosas necesarias. Habiendo los siracusanos acabado su fuerte sin que los atenienses se lo pudiesen estorbar, por tener bastante que hacer por su parte construyendo su muro, y sospechando que si atendían a dos cosas al mismo tiempo podrían ser más fácilmente combatidos por los atenienses, se retiraron dentro de la ciudad, dejando una compañía de infantería guarneciendo aquel fuerte.
Por su parte, los atenienses rompieron los acueductos por donde el agua iba a la ciudad, y sabiendo por sus espías que la compañía de los siracusanos que había quedado en guarda de su fuerte y parapetos, a la hora del mediodía, unos se retiraban a sus tiendas y otros entraban en la ciudad, y los que quedaban allí en guarda estaban descuidados, escogieron trescientos soldados muy bien armados y algún número de otros armados a la ligera para que fuesen delante a combatir el fuerte, y al mismo tiempo ordenaron todo el ejército en dos cuerpos, cada cual con su capitán, para que el uno fuese directamente hacia la ciudad a fin de recibir a los de dentro si salían a socorrer a los suyos, y la otra hacia el fuerte por la parte del postigo llamado Pirámide.
Dada esta orden, los trescientos soldados que tenían a su cargo acometer el fuerte le combatieron y tomaron, porque la guarnición lo abandonó, acogiéndose al muro que estaba en torno del templo; pero los atenienses los siguieron tan al alcance, que casi a una mezclados entraron con ellos en Siracusa, aunque inmediatamente fueron rechazados por los de la ciudad que acudían en socorro.
En este encuentro murieron algunos atenienses y argivos; los otros todos al retirarse rompieron y derrocaron el fuerte de los enemigos y llevaron de él toda la madera que pudieron a su campo. Hecho esto, pusieron un trofeo en señal de victoria.
Al día siguiente los atenienses cercaron con muro un cerro que está junto al arrabal de Epípolas, encima de una laguna de donde se puede ver todo el puerto grande, y extendieron el muro desde el cerro hasta el llano y desde la laguna hasta la mar. Viendo esto los siracusanos, salieron de nuevo para hacer otro fuerte de madera a la vista de los enemigos con su foso, para estorbarles que pudiesen extender su muro hasta la mar, pero los atenienses, habiendo acabado el muro del cerro, determinaron acometer otra vez a los siracusanos que trabajaban en los fosos y reparos, y para esto mandaron al general de la armada que saliese con ella de Tapso y la metiese en el puerto grande. Ellos, al despuntar el alba, bajaron de Epípolas, atravesaron el llano que está al pie y de allí la laguna por la parte más seca, lanzando en ella tablas y maderos que les pudiesen sostener los pies, pasando a la otra parte y venciendo, y dispersando a los siracusanos que allí estaban en guarda, de los cuales unos se retiraron a la ciudad y otros hacia la ribera; mas los trescientos soldados atenienses que fueron escogidos para acometerles como la vez pasada, los quisieron atajar y dieron a correr tras ellos hacia la punta de la ribera.
Viendo esto los siracusanos, porque la más era gente de a caballo, revolvieron contra los trescientos soldados con tanto ímpetu, que los pusieron en huida y después cargaron sobre los atenienses que venían en el ala derecha tan rudamente, que los que estaban en primera fila se asustaron y cobraron gran miedo. Mas Lámaco, que venía en el ala izquierda, advirtiendo el peligro en que estaban los suyos, acudió a socorrerlos con muchos flecheros y algunos soldados argivos, y habiendo pasado un foso antes que le siguiesen los suyos, fue muerto por los siracusanos, como también otros cinco o seis que habían pasado con él. Los siracusanos trabajaban para pasar estos muertos a la otra parte del río antes que llegase la demás gente de Lámaco, pero no pudieron, porque les pusieron en tanto aprieto que les fue forzoso dejarlos.
Entretanto, los siracusanos que al principio se habían retirado a la ciudad, viendo la defensa que hacían los otros, cobraron ánimo y salieron en orden de batalla para pelear con los atenienses, enviando algunos de ellos a combatir el muro que los atenienses habían hecho en torno de Epípolas por creer que estaba desprovisto de guarnición, como a la verdad lo estaba, y por eso ganaron gran parte del muro y le hubieran ocupado del todo si Nicias no acudiera pronto en socorro de los atenienses que habían quedado allí por mala disposición, y al ver que no había otro remedio para poder guardar y defender el muro por aquella parte por falta de gente, mandó a los suyos que pusiesen fuego a los pertrechos y madera que había delante del muro, y así se salvaron, porque los siracusanos no osaron pasar más adelante a causa del fuego, también porque veían venir contra ellos la banda de los atenienses que había seguido a los otros sus compañeros en el alcance, y además, porque las naves de sus contrarios que venían de Tapso entraban ya en el puerto grande. Conociendo, pues, que no eran bastantes para poder resistir a los atenienses ni estorbarles que acabaran su muro, acordaron retirarse hacia la mar, y los atenienses pusieron otra vez su trofeo en señal de victoria, porque los siracusanos la reconocían demandándoles sus muertos para enterrarlos; se los dieron y también recobraron los cuerpos de Lámaco y los otros sus compañeros que habían sido muertos con él.
Reunida ya la armada de los atenienses y todo su ejército, cercaron por dos partes la ciudad por mar y por tierra, comenzando desde Epípolas hasta la mar, y estando allí sobre el cerco les traían muchos abastecimientos y vituallas de todas partes de Italia, y muchos de los aliados de los siracusanos que al principio habían rehusado aliarse con los atenienses, fueron entonces a rendirse a ellos. De la parte de la costa de Tirrenia[3] recibieron tres pentacontoros de socorro. De manera que las cosas de los atenienses iban tan prósperas que tenían por cierta la victoria, mayormente entendiendo que los siracusanos habían perdido la esperanza de poder resistir a las fuerzas de los atenienses, porque no tenían nuevas de que de los lacedemonios les enviaran socorro alguno. Por ello tuvieron entre sí muchas discusiones para capitular, y también con Nicias, que después de la muerte de Lámaco había quedado por único caudillo de los atenienses, para hacer algún tratado de paz o treguas, mas no se concluyó cosa alguna, aunque de una parte y de la otra tuvieron muchos debates, como sucede entre hombres que están dudosos y que se ven cercados y apremiados más y más cada día.
Advirtiendo los siracusanos la necesidad en que estaban, desconfiaban unos de otros, de manera que destituyeron a los capitanes que primero habían elegido, so color de que las pérdidas y derrotas sufridas fueron por culpa de ellos o por su mala dicha, y en su lugar nombraron otros tres, que fueron Heráclides, Eucles y Telias.
Mientras esto ocurría, el lacedemonio Gilipo había ya llegado a Léucade con las naves de los corintios, y con determinación de acudir con toda premura a socorrer a los siracusanos. Mas teniendo nuevas de que la ciudad estaba cercada por todas partes, por muchos mensajeros que llegaban, todos conformes en la noticia aunque no era verdad, perdió la esperanza de poder remediar las cosas de Sicilia, y para defender a Italia, partió con dos trirremes de los lacedemonios. Con él iban el corintio Piten, con otros dos barcos de Corinto, y a toda prisa llegaron a Tarento. Tras ellos navegaban otras diez naves, dos de Léucade y tres de los ambraciotas.
Al llegar Gilipo al puerto de Tarento, dirigióse a la ciudad de Turio en nombre de los lacedemonios y como embajador, para procurar atraer a los habitantes a su devoción y alianza. Al efecto les recordaba los beneficios de su padre que en tiempos pasados había sido gobernador de su Estado. Mas viendo que no querían acceder a su demanda regresó a la costa de Italia hacia arriba, y cuando llegó al golfo de Terina, le sorprendió un huracán de mediodía que reinaba mucho en aquel golfo, de manera que le fue forzoso volver al puerto de Tarento, donde reparó sus naves destrozadas por el huracán.
Entretanto avisaron a Nicias de la llegada de Gilipo, mas como supo las pocas naves que traía no hizo gran caso de él, como no lo hicieron los de Turio, pareciéndoles que Gilipo venía antes como corsario para robar en la mar que para socorrer a los siracusanos.
En este mismo verano, los lacedemonios con sus aliados comenzaron la guerra contra los argivos, y robaron y talaron la tierra, hasta que los atenienses les enviaron treinta barcos de socorro, rompiendo así claramente el tratado de paz con los lacedemonios, lo cual no hicieron hasta entonces porque las entradas y robos realizados antes de una parte y de otra, eran más bien actos de latrocinio que de guerra, y hasta aquel momento no quisieron unirse con los argivos y mantineos contra los lacedemonios, aunque muchas veces los argivos lo solicitaran para entrar por tierra de lacedemonios y tomar parte en el botín regresando después sin peligro.
Pero entonces los atenienses, después de nombrar tres capitanes para su ejército, que eran Pitódoro. Lespodias y Demárato, entraron como enemigos en tierra de Epidauro, y tomaron y destruyeron a Limera, Prasias y algunas villas pequeñas de aquella provincia, por lo cual los lacedemonios tuvieron después más justa causa para declararse sus enemigos.
Después de volver los atenienses de la costa de Argos y los lacedemonios con su ejército de tierra, los argivos entraron en tierra de Fliunte, y habiendo robado y tajado mucha parte de ella y matado a muchos de los contrarios, regresaron a la suya.



[1] Decimosexto año de la guerra del Peloponeso; primero de la 91ª Olimpiada; 416 a.C., después del 15 de octubre.
[2] Abril o mayo.
[3] La Tirrenia era la Etruria, hoy Toscana. Llamábase pentacontoro a un barco tripulado por cincuenta hombres.

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