LIBRO
SEXTO
I
En este
invierno[1]
los atenienses determinaron enviar otra vez a Sicilia una armada mucho mayor
que la que Laques y Eurimedonte condujeron antes con intención de sojuzgarla,
no sabiendo la mayor parte de ellos la extensión de la isla y la multitud de
pueblos que la habitaban, así griegos como bárbaros, y por tanto que emprendían
una nueva guerra no menor que la de los peloponenses, porque aquella isla tiene
de circuito tanto cuanto una nave gruesa puede navegar en ocho días, y aunque
es tan grande, no está separada de la tierra firme más que unos veinte
estadios.
Al
principio fue habitada Sicilia por muchas y diversas naciones, siendo los
primeros los cíclopes y los lestrigones, que tuvieron solamente una parte de ella.
No sé decir qué nación era ésta ni de donde fueron, ni adonde pararon, ni sé
otra cosa más que lo que los poetas dicen, y los que de éstos tienen noticias.
Después fueron los sicanos los primeros que la habitaron, los cuales dicen haber sido los
primitivos moradores y que nacieron en aquella tierra; mas se ve claramente lo contrario,
siendo en su origen íberos, llamados sicanos, del nombre de un río que está en
Iberia llamado Sicano, y que echados de su tierra por los ligures se acogieron
a Sicilia, la cual, por el nombre de ellos, llamaron Sicania, pues antes se llamaba
Trinacria, y aún al presente, los de aquella nación tienen algunos lugares de
dicha isla a la parte de Occidente.
Después
de tomada Troya, algunos troyanos que huyeron de ella por temor a los griegos,
se acogieron a tierra de los sicanos, donde hicieron su morada, y así troyanos
como sicanos fueron llamados elimos, y habitaron dos ciudades, a saber: Erice y
Egesta.
Tras de éstos fueron a morar allí algunos focios de los
que, a la vuelta de Troya, arrojó una tormenta a las costas de Libia, desde
donde pasaron a Sicilia.
En cuanto a los sículos, pasaron a Sicilia desde Italia,
huyendo de los oscos, como es verosímil, y dicen comúnmente, pasaron en dos
bateles con la marea, aprovechando el tiempo oportuno para ello, porque el
pasaje es muy corto. Parece claramente que debió suceder esto porque aun hoy
día hay sicilianos en Italia, recibiendo este nombre de Italo, un rey de los
sículos.
Estos
sicilianos pasaron en gran número, de manera que vencieron en batalla a los
sicanos, obligándoles a retirarse a la parte de la isla que está hacia el
Mediodía, y con esto mudaron el nombre a la isla, llamando Sicilia la que antes
llamaban Sicania. Porque a la verdad, ocuparon la mayor parte de los buenos lugares
de ella, y los tuvieron, desde su primera invasión hasta que los griegos
llegaron, por espacio de trescientos años. Aún ahora tienen lugares
mediterráneos que están hacia las partes de Aquilón.
Durante
este tiempo los fenicios fueron a habitar en algunas pequeñas islas allí
cercanas para tratar y negociar con los sicilianos; mas después, habiendo
pasado muchos griegos por mar a la isla, dejaron la navegación, avecindáronse
en la isla, y fundaron tres ciudades en los confines de los elimos, que fueron Motia,
Solunte y Panormo, confiados de la amistad que tenían con los elimos, y también
porque por aquella parte hay muy poco trecho de mar para pasar de Sicilia a Cartago.
De esta manera, y por tanto número de diversas gentes bárbaras, fue habitada la
isla de Sicilia.
Los
griegos calcideos que salieron de Eubea al mando de Tucles, fueron los primeros
que allí arribaron, fundando la ciudad de Naxos, y fuera de ella edificaron el
templo de Apolo Arquegetes, que allí se ve hoy día, donde, cuando quieren salir
fuera de la isla, hacen primeramente sus votos y sacrificios.
Un
año después de la llegada de los calcideos, el corintio Arquías, que procedía
de los descendientes de He-racles, fue a habitar aquel lugar donde al presente
está Siracusa, habiendo primeramente lanzado de allí a los sicilianos que la
tenían, y estaba entonces aquella ciudad toda fundada en tierra firme, sin que
la mar la tocase por ningún punto. Mucho tiempo después se acrecentó la parte
que entra dentro de la mar, que ahora está cercada de muralla, la cual, por
sucesión de tiempo, se pobló en gran manera.
Siete
años después de fundada Siracusa, Tucles y los calcideos salieron de Naxos,
expulsaron a los sicilianos que habitaban en la ciudad de Leontini y la
tomaron, y lo mismo hicieron en la ciudad de Catania, de donde lanzaron a
Evarco, que los de la tierra decían había sido el primer fundador.
En
este mismo tiempo Lamide fue de Mégara para habitar en Sicilia y se asentó, con
la gente que llevaba para poblar, junto a un río llamado Pantacias, y un lugar
nombrado Trotilo. Desde allí pasó a habitar con los calcideos en la ciudad de
Leontini, y por algún tiempo gobernaron la ciudad juntamente; mas, al fin, por
discordias y disensiones le echaron de ella, y fue con su gente a morar a
Tapso, donde murió. Muerto Lamide, los suyos abandonaron la comarca y, mandados
por un rey siciliano nombrado Hiblón, que había entregado la tierra a los
griegos por traición, vinieron a morar a Mégara. Del nombre de este rey fueron
llamados hibleos, y doscientos cuarenta y cinco años después que allí llegaron,
los expulsó un rey de los siracusanos nombrado Gelón.
Antes
de esto, cerca de cien años después de establecerse allí, fundó la ciudad de
Selinunte Pamilo, el cual, siendo echado de Mégara, que era su ciudad metrópoli,
con los otros de su nación creó esta colonia.
La
ciudad de Gela fue fundada y poblada por Antifemo, natural de Rodas, y Entimo,
de Creta, según afirman todos comúnmente que trajeron cada cual de su tierra
cierto número de pobladores con sus casas y familias, cerca de cuarenta y cinco
años después que Siracusa se comenzó a habitar, y pusieron nombre de Gela a
aquella ciudad a causa del río que pasa allí cerca, que es así llamado, y la
edificaron donde antes estaba asentada una villa cercada de muros llamada
Lindios.
Pasados
ciento ocho años después, los de Gela, dejando su ciudad bien poblada por los
dorios, fueron a habitar la ciudad que ahora se llama Acragante, al mando de
Aristonoo y de Pistilo. La llamaron así de un río que pasa por ella que tiene
este nombre, y establecieron el gobierno y estado de la ciudad según las leyes
y costumbres de su tierra.
La
ciudad de Zancla primeramente fue habitada por algunos corsarios que vinieron
de la ciudad de Cumas, que está en la región de Opica en tierra de los calcideos.
Mas después, como aportase allí gran multitud de otros griegos, así de tierra
de Calcidia como de la de Eubea, fue llamada Cumas, y venían por caudillos de
estos griegos, Perieres, natural de Cumas, en Calcidia; y Cratémenes, natural
de Calcidia. Llamábase antiguamente aquella ciudad Zancla, porque está asentada
en figura de una hoz que los sicilianos en su lengua llaman zancla. Estos de
Zancla fueron después echados de su ciudad por los samios y por algunos otros
jonios, que huyendo de la persecución de los medos, pasaron a Sicilia.
Poco
después Anaxilas, que era señor de los de Reggio, los lanzó de allí, pobló la
ciudad de gentes de diversas naciones, y la llamó Mesena, del nombre de la
ciudad de donde él fue natural.
La
ciudad de Himera fue fundada por los zanclos, los cuales, al mando de Euclides,
de Simo y de Sacón, la poblaron de cierto número de sus gentes. Poco tiempo después
llegaron muchos calcideos y gran número de siracusanos, lanzados de su ciudad
por los bandos contrarios, llamados milétides, y por la mezcla de estas dos
naciones se hizo un lenguaje compuesto de dos, a saber: la mitad calcideo, y la
mitad dorio; la manera de vivir fue según las leyes y costumbres de los
calcideos.
Las
ciudades de Acras y de Casmenas, los siracusanos las fundaron y poblaron; Acras
cerca de setenta años después que fue habitada Siracusa, y Casmenas cerca de
veinte años después de la fundación de Acras.
Unos
ciento treinta y cinco años después de fundada Siracusa los siracusanos
fundaron y poblaron la ciudad de Camarina, capitaneados por Dascón y Monécolo;
pero a muy poco tiempo, habiéndose los camarinos rebelado contra los siracusanos,
sus fundadores, les expulsaron éstos de la ciudad; y andando el tiempo,
Hipócrates, señor de Gela, habiendo cogido prisioneros algunos siracusanos,
consiguió por rescate de ellos esta ciudad de Camarina, que estaba desierta, y
la pobló. Poco después fue otra vez destruida por Gelón; y a la postre
reedificada y poblada por el mismo Gelón.
Poblada
y habitada la isla de Sicilia por tan diversas naciones de bárbaros y griegos,
los atenienses intentaron invadirla, a la verdad, con intención y codicia de conquistarla,
aunque lo hacían so color de dar socorro a los calcideos, sus amigos y
parientes, y especialmente a los egestenses, porque éstos habían enviado
embajadores a los atenienses para demandarles socorro y ayuda, a causa de
cierta diferencia que había entre ellos y los selinuntios por algunos
casamientos, y también por los límites. Los selinuntios habían recurrido a los
siracusanos como a sus aliados y confederados, y éstos impedían a los
egestenses el paso por mar y tierra. Por ello los egestenses habían enviado a
pedir socorro a los atenienses, trayéndoles a la memoria la amistad antigua y
alianza que habían hecho en tiempo pasado con Laques, capitán de los atenienses
en la guerra con los leontinos, rogándoles que les enviaran armada para
socorrerles. Para más inducirles a ello, les exponían muchas razones, y la
principal era que si dejaban a los siracusanos realizar sus proyectos, después
echarían de su tierra a los leontinos y a sus aliados, y por este medio serían
señores de toda la isla, sucediendo después que los siracusanos, por ser
descendientes de los dorios que están en el Peloponeso, y haber sido por ellos enviados
a poblar Sicilia, acudirían en socorro de los peloponenses contra los
atenienses, para disminuir y destruir su poder y señorío. Aconsejaban, pues, a
los atenienses, que para evitar aquellos inconvenientes sería muy cuerdo enviar
con tiempo socorro a los egestenses, sus aliados, y resistir al poder de los siracusanos.
Para ello les ofrecían proveerles de todo el dinero que les fuese necesario
para la guerra.
Estas
amonestaciones de los egestenses, que hacían muy a menudo a los atenienses,
expuestas al pueblo de Atenas fueron causa de que éste determinara enviar primeramente
sus embajadores a Sicilia, para saber si los egestenses tenían tanto dinero
para la guerra como ofrecían, y además para ver los aprestos de guerra que poseían
e informarse del poder y fuerzas de los selinuntios, sus contrarios, y del
estado en que se encontraban sus cosas, lo cual fue así hecho.
II
En
aquel invierno, los lacedemonios con toda su hueste salieron al campo en favor
de los corintios, entraron en tierra de los argivos, robaron y talaron mucha
parte de ella, y trajeron muchas vacas y ganado, y gran cantidad de trigo que
les tomaron.
Después
hicieron sus conciertos y treguas entre los argivos que estaban en la ciudad, y
los expatriados que pasaron a la ciudad de Orneas con la condición de que los
unos no atentasen contra los otros durante el tiempo de la tregua, y esto
hecho, regresaron a sus casas.
Poco
tiempo después los atenienses regresaron con treinta naves, en las cuales había
setecientos hombres de pelea, y se juntaron con los argivos saliendo de esta ciudad
todos los que eran aptos para tomar armas, y juntos fueron contra los de
Orneas. El mismo día que llegaron tomaron la ciudad, aunque la noche anterior,
los de dentro, viendo que el campo de los enemigos estaba bastante lejos de la
ciudad, tuvieron tiempo para salvarse todos. Los argivos, a la mañana
siguiente, hallando la ciudad abandonada por los habitantes, la derrocaron y
asolaron, regresando después a sus casas.
Los
atenienses que habían ido con ellos, se embarcaron y navegaron derechamente
hacia la villa de Metona, que está situada en los confines de Macedonia, donde
embarcaron también otros muchos soldados, así de los suyos como de los macedonios,
y algunos de a caballo, que estaban desterrados de su país, y vivían en tierra
de los atenienses. Todos juntos entraron en las tierras de Perdicas y las
robaban y talaban cuanto podían.
Sabido esto por los lacedemonios, mandaron a los
calcideos, que moran en Tracia, que fuesen a socorrer a Perdicas, lo cual
rehusaron hacer, diciendo que tenían treguas con los atenienses por diez días.
Durante esta tregua pasó el invierno, que fue el decimosexto año de esta
guerra, que Tucídides escribió.
Al principio del verano regresaron los embajadores que los
atenienses habían enviado a Sicilia, y con ellos algunos egestenses de los
principales que trajeron sesenta talentos de plata, no labrada, para la paga de
un mes de sesenta naves que pedían de socorro a los atenienses.
Estos egestenses y los embajadores fueron admitidos en el
Senado, y al darles audiencia delante de todo el pueblo, propusieron muchas
cosas para poder persuadir a los atenienses de su demanda, y entre otras fue la
de afirmar que tenía su ciudad gran copia de oro y plata, así en el tesoro
público como en los templos, aunque no era esto verdad. No obstante, a sus
ruegos y persuasiones, el pueblo les otorgó la ayuda de sesenta naves que
pidieron y gran número de gente de guerra, y nombraron tres de los principales
de la ciudad por caudillos de aquella armada, que fueron Alcibíades, hijo de
Clinias; Nicias, hijo de Nicérato, y Lámaco, hijo de Jenofonte, con pleno poder
y autoridad bastante; a los cuales encargaron que primeramente socorriesen a
los egestenses contra los selinuntios; después, si viesen sus cosas prósperas,
procurasen restituir a los leontinos en su Estado, y finalmente, que en tierra
de Sicilia hiciesen todo aquello que consideraran convenir al bien y aumento de
la república de los atenienses.
A
los cinco días celebróse nueva reunión en el Senado para ordenar lo necesario,
a fin de que la armada pudiese partir muy pronto y proveer las cosas precisas
para los capitanes. Entonces, Nicias, uno de los nombrados para aquella
empresa, aunque contra su voluntad, porque entendía haber sido determinada sin
consejo y razón, solamente por codicia de conquistar toda la isla de Sicilia, y
que además conocía cuán difícil era la empresa, pensando apartarles de este
propósito, salió en medio delante de todos y habló de esta manera:
III
«Este
ayuntamiento, varones atenienses, se hace, según veo, para proveer lo necesario
a una armada y pasar con ella a Sicilia; mas a mi parecer, ante todas cosas, convendría
consultar si será acertado enviarla y realizar esta empresa o no lo será. En
materia de tanta importancia no conviene limitarse a una consulta tan breve, y
atenidos a lo que nos hacen creer hombres extraños, comenzar una guerra tan
difícil por lo que nada nos importa.
»En
lo que particularmente a mí toca, yo sé de cierto que puedo ganar honra en este
hecho más que en otro alguno, y que soy el que menos teme poner a riesgo su
persona de todos cuantos aquí están, pero he tenido y tengo por buen ciudadano
al que cuida de su persona y de su hacienda, porque éste puede y quiere servir
y aprovechar a la república con lo uno y con lo otro.
»Conforme
en el tiempo pasado, jamás por codicia de honra he dicho otra cosa de lo que me
parecía ser mejor y más conveniente para la república, lo mismo pienso hacer al
presente. Y aunque este mi razonamiento será de poca eficacia para mover
vuestros corazones, que ya están persuadidos en contrario, debo, sin embargo,
deciros que miréis por vuestras personas, guardéis vuestras ha-ciendas y no
queráis aventurar y poner en peligro las cosas ciertas por las dudosas;
considerando que esta vuestra empresa contra Sicilia, que tan de prisa habéis
determinado, ni es oportuna ni tan fácil como os dan a entender. Lo primero,
porque me parece que, acometiendo esta empresa dejáis acá muchos enemigos a las
espaldas y procuráis traer otros muchos más; pues si os fundáis en que las
treguas que tenéis con los lacedemonios serán firmes y seguras, yo os certifico
que lo serán mientras nosotros estemos en paz y nuestras cosas continúen en
prosperidad, pero si por desgracia ocurriera alguna adversidad a esta nuestra
armada que enviamos, inmediatamente se moverán ellos y vendrán a dar sobre
nosotros, pues para las treguas y conciertos que con nosotros hicieron, fueron
obligados por necesidad y no guiados por su provecho y ventaja.
»Hay,
además, en el convenio muchos puntos oscuros y dudosos. No pocos del partido
contrario no lo aceptaron, y éstos no los más flacos de fuerzas, de los cuales
algunos se han declarado ya enemigos nuestros, y los otros, aunque no se mueven
ahora por las treguas de diez días, que les obligan a estar tranquilos, si por
dicha suya ven nuestras fuerzas repartidas, como queremos hacer ahora, se
declararán por enemigos, vendrán contra nosotros y volverán a aliarse con los
sicilianos, como lo han querido hacer en otros tiempos.
»Debemos,
pues, considerar todas estas cosas y no estimar nuestra ciudad por tan poderosa
que la queramos poner en peligro y codiciar nuevo señorío, antes de asegurar de
manera firme y estable el que tenemos. Porque si hasta ahora no hemos podido
sojuzgar por completo a los calcideos de Tracia, nuestros súbditos, que se nos habían
rebelado, ni a sosegar otros de tierra firme, de quienes no estamos muy
seguros, ¿por qué determinamos tan de repente ir a socorrer a los egestenses,
so pretexto que son nuestros aliados y necesitan ayuda? Estos, en tiempo
pasado, se apartaron de nuestra alianza, y con razón podríamos asegurar que nos
han hecho injuria. Aun en el caso de recobrar su alianza alcanzando la victoria
contra sus enemigos, muy poco o
nada nos pueden ayudar, así por estar muy lejos como por ser muchos, por lo
cual no podríamos mandar en ellos fácilmente.
»Paréceme,
por tanto, que es locura ir contra aquéllos, que cuando los hubiéramos vencido
no los podremos buenamente guardar ni mantener en nuestra obediencia, y si no
conseguimos la victoria, quedaremos en peor estado que antes de comenzada la
guerra.
»Por
otra parte, según yo entiendo de las cosas de Sicilia, me parece que los
siracusanos, aunque sean los principales de aquella tierra, no tienen por qué
odiarnos ni envidiarnos, que es el punto en que los egestenses fundan su demanda,
aunque por acaso les ocurriese ahora quererse congraciar con los lacedemonios,
no es de creer que los que están en peligro de perder quieran por amor a pueblo
extraño emprender la guerra contra otro y aventurar su estado, pues han de pensar
que si los peloponenses con su ayuda acabaran con nuestro señorío, de igual modo
destruirían el suyo.
»Además,
los griegos que habitan en tierra de Sicilia nos tienen gran miedo mientras no
vamos contra ellos, y lo tendrán mucho mayor si les mostrásemos nuestras
fuerzas y después nos retirásemos. Mas si una vez entramos en su tierra como
enemigos, y recibimos de ellos algún daño o afrenta, en adelante nos tendrán en
mucho menos, se juntarán con los otros griegos y vendrán a acometernos en
nuestra tierra, pues como todos sabéis bien, las cosas son más admiradas cuanto
más lejos están y tanto menos se estiman cuanto más se prueban y conocen, según
podemos ver por experiencia en nosotros mismos, porque alcanzamos la victoria
contra los lacedemonios y los otros peloponenses, cuyas fuerzas y poder
temíamos mucho, y desde entonces les tenemos en tan poco, que presumimos ir a
conquistar a Sicilia.
»No
conviene por la adversidad de los contrarios engreírse, sino antes refrenar los
apetitos y pensamientos, y confiar tan solamente en las propias fuerzas
considerando que los lacedemonios por la afrenta que han recibido de nosotros
no piensan en otra cosa sino en vernos hacer alguna locura o desatino para vengar
su derrota y recobrar la honra perdida; tanto más ellos que otros porque son
más codiciosos de gloria y honra que cualquiera otra nación.
»Debemos
pues, varones atenienses, considerar que no tratamos ahora sólo de favorecer a
los egestenses de Sicilia, que al fin son bárbaros, sino también de como nos podemos
guardar y defender de una ciudad tan poderosa como la de los lacedemonios, que,
por gobernarla pocos, es enemiga de la nuestra que se gobierna por señorío y
comunidad.
»También nos debemos acordar de que apenas hemos podido
respirar de una grande epidemia y de una guerra tan grande como la pasada, que
nos puso en tanto cuidado y fatiga, y que si ahora crecemos en número de gente
y de riqueza, le debemos guardar para emplearlo en provecho de nosotros mismos,
y no gastarlo en pro de estos desterrados que vienen a pedirnos socorro y
ayuda, los cuales saben mentir bien para su provecho, con daño y peligro de sus
vecinos, sin tener otra cosa que dar sino palabras. Porque si con nuestra ayuda
les suceden bien sus cosas, ni nos darán provecho ni gracias, y si mal, se
perjudicarán ellos y dañarán a sus amigos y aliados. Y si alguno de los
elegidos por vosotros para tener cargo de la armada aconseja esta empresa por
su interés particular; y por estar en la flor de su mocedad desea ganar honra
para ser más estimado y ostentar los muchos caballeros que mantiene de la renta
que tiene, no por eso debéis otorgar a sus deseos y cumplir su voluntad y
provecho particular con daño y peligro de toda la ciudad, sino antes considerad
que por causa de semejantes personas las cosas públicas reciben detrimento, y
las privadas y particulares se gastan y destruyen. Además, un negocio de tan
gran importancia no debe ser consultado con hombres mozos, ni ponerse en
ejecución tan de repente.
»Porque
temo que en este ayuntamiento hay muchos sentados que le asisten y favorecen, y
por su ruego han venido, recomiendo a los ancianos que no se dejen persuadir
por hombres mozos que les dicen sería vergüenza no emprender la guerra, que
parecería pusilanimidad y falta de corazón, que sería mal comentado no socorrer
a los amigos ausentes y otras semejantes razones, pues sabéis bien que las
cosas que se hacen por pasión y afecto, las más de las veces no salen tan bien
como aquellas que se ejecutan por razón y maduro consejo. Por lo cual y por no
poner nuestro estado en peligro ya que hasta ahora no lo hemos puesto, debemos
responder a los sicilianos que no traspasen los términos que actualmente tienen
con nosotros, a saber, que no pasen el golfo de la mar de Jonia por la parte de
tierra, ni por otra parte de Sicilia, y en lo demás que gobiernen sus tierras y
señoríos entre ellos como bien les pareciere, y responded a los egestenses, que
pues que comenzaron la guerra contra los selinuntios sin los atenienses, la
acaben por sí mismos, y de aquí en adelante nos recatemos de hacer nuevas
alianzas de la suerte que hasta ahora hemos acostumbrado, porque siempre
queremos ayudar a los necesitados en sus trabajos y fortunas, y cuando nosotros
necesitamos socorro para los nuestros no lo hallamos.
»Tú,
presidente, si quieres tener cuidado de la ciudad y gobernarla como conviene, y
merecer el nombre de buen ciudadano, debes poner de nuevo en consulta este
negocio y demandar las opiniones de todos sin avergonzarte de revocar el
decreto una vez hecho, pues en este ayuntamiento hay tan buenos y tantos
testigos que con razón no podrás ser culpado por tomar otra vez consejo. Este
será el remedio para la ciudad mal aconsejada, no olvidando que la manera de
gobernar bien un buen juez, es hacer a su patria todo el provecho que pudiere, o
a lo menos no hacerle mal ni daño a sabiendas».
De
esta manera habló Nicias, y después hablaron otros muchos atenienses, de los
cuales la mayoría fue de parecer que se llevase adelante aquella empresa según
la primera determinación. Algunos había de contraria opinión.
Alcibíades
era el que más aconsejaba la guerra, así por contradecir a Nicias, a quien
tenía odio, como por otras causas que entonces le movían tocantes al gobierno
de la república, y también porque Nicias en su razonamiento parecía que le acusaba
de calumnia, aunque no le nombraba por su nombre, y principalmente porque deseaba
en gran manera ser capitán en aquella armada, esperando por este medio
conquistar a Sicilia y después a Cartago, y adquirir gloria, honra y riqueza en
esta conquista, si la cosa salía bien como creía; porque estando en gran
reputación, teniendo el favor del pueblo y queriendo por gloria y ambición
ostentar más de lo que permitían sus rentas, presumía de mantener muchos caballos,
y hacer suntuosos y excesivos gastos, lo cual después en parte fue causa de la
destrucción del poder de Atenas, pues muchos ciudadanos, viendo su desorden y
demasía, así en el comer como en atavíos de su persona y su arrogancia y
pensamientos altivos en todas cuantas cosas trataba, le fueron enemigos,
creyendo que se quería hacer señor y tirano de la tierra, y aunque en las cosas
de guerra fuese muy valeroso y las supiese bien tratar, como la mayoría de los
ciudadanos era contraria a sus obras, procuraban poner los negocios de la
república en manos de otro, de donde al fin provino la pérdida y destrucción de
su ciudad.
Saliendo
Alcibíades ante todos les habló de esta manera:
IV
«Varones
atenienses: me conviene ser caudillo y capitán de esta armada más que a otro
alguno, y quiero comenzar mi discurso por este punto y no por otro, porque veo
que Nicias ha querido aludir a él, y porque con esto y sin esto me compete
dicho cargo por ser digno y merecedor de él, pues las cualidades que me dan
fama y estima entre los hombres, si redundan en gloria de mis antepasados y
mía, traen también honra y provecho a la república. Los griegos que se hallaron
presentes a los juegos y fiestas de Olimpia, viendo mi suntuosidad y
magnificencia, tuvieron y estimaron nuestra ciudad por más rica y poderosa,
donde antes la tenían en poco y pensaban fácilmente poderla sojuzgar; pues
entonces, como todos saben, me hallé en aquellas fiestas con siete carros
triunfales muy bien adornados, lo cual ningún particular había podido hacer hasta
entonces, y así gané el primer premio de la contienda y aun el segundo y cuarto,
y en lo demás hice tan gran aparato y usé de tanta magnificencia como convenía
a tal victoria. Todas esas cosas son muy honrosas, y muestran a las gentes que
las ven el poder y riqueza de la tierra y ciudad de donde es natural el que las
hace.
»Y
aunque estos hechos y otros semejantes, por los cuales yo soy tenido y estimado
en esta ciudad, engendren gran envidia a los otros ciudadanos contra mí, serán
siempre señal de poderío y riqueza para los extraños y venideros, y en mi opinión,
los pensamientos del que procura por estos medios a su costa hacer honra y provecho,
no solamente a sí mismo sino también a su patria, no deben ser tenidos por
dañosos y perjudiciales a la república. Ni menos por malo, el que tiene tal
presunción de sí mismo que no quiere ser igual a los otros, sino antes
excederles en todo y por todo, pues los ruines y mal aventurados no hallan
persona que les quiera tener compañía en su miseria, y siempre son menospreciados.
Si estando en prosperidad y felicidad los tenemos en poco, no les debe pesar
por ello, sino esperar a hacer lo mismo con nosotros cuando se vieren en tal
estado.
»Aunque
yo sé muy bien que las tales personas y otras semejantes que exceden en honra y
dignidad a otros son muy envidiados, mayormente de sus iguales, y también en
alguna manera de los otros contemporáneos, esto es sólo en vida, que después de
su muerte, la fama y renombre que han ganado es de tal eficacia para los venideros,
que muchos se glorifican de haber sido sus parientes y deudos, y aun algunos
que no lo son dicen serlo. Muchos otros se tienen por honrados de llamarse
vecinos y moradores de la tierra y ciudad de donde aquellos son naturales, no
por cierto por haber sido estos tales malos y ruines, sino antes buenos y
provechosos a la república. Por lo cual, si yo he procurado imitar a tales
personas virtuosas y seguir sus pasos, y por ello he vivido particularmente más
honrado que los otros, mirad si por esta causa en los negocios de la república
me he portado más ruinmente que los otros ciudadanos.
»Recordad
que estando todo el poder de los peloponenses unido contra nosotros, sin
vuestro peligro ni a vuestra costa, obligué a los lacedemonios a que un día
junto a Mantinea aventurasen todo su estado en una batalla, en la cual, aunque
lograron la victoria, el peligro en que se vieron fue tan grande que desde
entonces no han osado venir contra nosotros. Y esta mi mocedad y poco saber que
parecía según razón y natura no poder resistir entonces al poder de los
peloponenses, hablando de veras dio tal muestra y crédito de mi valor, que al
presente no debáis temer sea dañosa a la república, antes mientras yo tengo esa
osadía en mi mocedad y Nicias la buena fortuna y cualidades de gobierno que
tiene, podéis usar de las condiciones del uno y del otro según os pareciere más
conveniente a vuestro bien y provecho.
»Volviendo
al propósito de que hablamos, en manera alguna conviene que revoquéis el
decreto que habéis he-cho para ejecutar esta empresa de Sicilia por miedo o
temor a tener que lidiar con muchas y diversas gentes, porque aunque en Sicilia
hay muchas ciudades, los pobladores son de diversas naciones, que ya están acostumbradas
a mudanzas y alborotos, y ninguno hay de ellos que quiera tomar armas para
defender su patria, ni aun su misma persona, ni menos entender en la
fortificación de los lugares para defensa de los pueblos; antes cada uno,
creyendo que podrá convencer a los otros de lo que dijere, o si no les puede
persuadir que revolverá la ciudad y el estado de la república por interés particular,
fija toda su atención en esto, y no es de creer que una multitud de gentes diferentes
se pueda poner de acuerdo para obedecer las palabras de quien les aconseje que
se unan para defenderse de sus contrarios, antes cada cual estará dispuesto a hacer
lo que se le antoje según su voluntad y apetito, mayormente habiendo entre
ellos bandos y sediciones, según tengo entendido que al presente hay.
»Además no tienen tantas gentes de guerra como dicen,
porque comúnmente se exagera en estas cosas. Los mismos griegos no pudieron
reunir tan gran ejército como se alababa de tener cualquiera de sus estados,
cuando fue preciso en la pasada guerra contra los medos que toda la Grecia se
pusiera en armas,
»Estando, pues, las cosas de Sicilia en el estado que os
he dicho, según entiendo por la relación de muchas personas dignas de fe y
crédito, facilísima os será esta empresa, mayormente habiendo entre ellos
muchos bárbaros, los cuales, por la enemistad que tienen con los siracusanos, de
buena gana se unirán con nosotros.
»Bien mirado, tampoco nos podrá estorbar esta guerra el
atender a las cosas de acá, pues es cierto que nuestros mayores y antepasados,
teniendo por contrarios todos los que ahora dicen que se declararán a favor de
nuestros enemigos, cuando supiesen que nuestra armada está en Sicilia, donde al
presente no nos impiden pasar y, además de ellos, los medos adquirieron este
imperio y señorío que tenemos, no por otros medios sino por ser poderosos en la
mar y tener gran armada, que es la causa sola porque los peloponenses han
perdido la esperanza de podernos vencer de aquí en adelante.
»Además,
si ellos determinasen entrar en nuestra tierra, bien le podrían realizar aunque
no tuviésemos esta armada, pero no nos podrán hacer mal con la suya, porque la
que dejaremos aquí será bastante para resistir y combatirla. Por todo lo cual,
pidiéndonos nuestros amigos y aliados ayuda y socorro, no podremos tener excusa
ninguna para no debérsela dar, y no haciéndolo, con razón nos culparán de que
tuvimos pereza de ir, o que so color de excusas muy frías les hemos negado el
auxilio que estamos obligados por nuestro juramento.
»Ni
menos podemos alegar en contra de ellos que nunca nos han socorrido en nuestras
guerras, pues no les damos la ayuda y socorro en su tierra con intención de que
ellos nos vengan a socorrer en la nuestra, sino solamente para que entretengan
con su guerra los enemigos que tenemos en aquellas partes y les hagan todo el
mal y daño que pudieren, a fin de que tengan menos fuerzas para venir a
acometernos en nuestra tierra, y por estas vías y maneras nosotros y todos
aquellos que han adquirido grandes tierras y señoríos las han aumentado siempre
y conservado, dando pronto y con liberalidad ayuda y socorro a aquellos que se
los demandaban, ora fuesen griegos, ora bárbaros.
»Porque si rehusamos dar ayuda a los que nos la piden, o
si nos detenemos a calcular a qué nación la debemos dar o negar, nunca
ganaremos mucho, sino que pondremos en peligro lo que poseemos al presente.
»Jamás debe esperar a defender sus fuerzas el que es más
poderoso cuando llega su enemigo a acometerlas, sino apercibirse antes, de
suerte que éste tema venir. Ni tampoco está en nuestra mano poner un término a
nuestro imperio o señorío, para decir que ninguno pase adelante, sino que para
defenderle es necesario acometer a unos y guardarnos de ser acometidos por
otros, porque si no procuramos señorear a los otros estaremos en peligro de ser
dominados. Ni menos debemos tomar el descanso y reposo de la suerte y manera
que lo toman los otros, si no queremos también vivir como ellos viven.
»Considerando
estas cosas, y que siguiendo esta nuestra empresa, aumentaremos nuestro estado
y señorío, embarquémonos y vayamos a esta jornada siquiera por hacer perder el
ánimo a los peloponenses cuando vieren que, teniéndolos en poco, determinamos
pasar a Sicilia, sin querer gozar del ocio y reposo que podríamos ahora
disfrutar. Porque si esta empresa nos sale bien, como es de creer, seremos señores
de toda Grecia, o a lo menos para nuestro bien y el de nuestros aliados y
confederados, haremos todo el mal y daño que podamos a los siracusanos.
»Cuanto
más que teniendo nuestra armada en aquellas partes salva y segura, podremos
quedar allí si viéremos ventaja, y si no volvernos cuando bien nos pareciere,
pues con ella somos dueños de nuestra voluntad y de todos los sicilianos.
»Las
palabras de Nicias, directamente encaminadas a preferir el ocio al trabajo, y a
excitar discordia entre los mancebos y los viejos, no se deben aprobar, sino
antes todos de común acuerdo, a imitación de nuestros antepasados, que
consultando los jóvenes con los viejos los negocios tocantes al bien de la
república aumentaron y establecieron nuestro imperio y señorío en el estado que
ahora le veis, debéis por el mismo camino, y por las mismas vías y maneras,
procurar aumentarlo y pensar que la mocedad y la vejez no vale nada la una sin
la otra, y que el flaco y el fuerte y el mediano, cuando todos se ponen de
acuerdo, sirven y aprovechan a la república.
»Por el contrario, cuando una ciudad está ociosa se gasta
y corrompe, y como todas las otras cosas envejecen con el ocio, así también
sucederá a nuestra disciplina militar, si no nos ejercitamos en diversas
guerras, para que la conserven las muchas experiencias; porque la ciencia de
saber guardar y defender no se aprende por palabras, sino por uso, acostumbrándose
y ejercitándose en los trabajos y en las armas.
»En
conclusión, mi parecer es que cuando una ciudad que está acostumbrada al
trabajo se entrega al ocio y reposo, pronto llega a perderse y destruirse; y
que entre todos los otros son más firmes y seguros los que rigen y gobiernan el
estado de su república siempre de una suerte y manera, según sus leyes y
costumbres antiguas, aunque no sean buenas del todo.»
Cuando
Alcibíades terminó su discurso se adelantaron los embajadores de los egestenses
y leontinos, y con grande
instancia pidieron a los atenienses que les enviasen el socorro que les
demandaban, trayéndoles a la memoria el juramento que habían hecho sus
capitanes, por lo cual, el pueblo, oídas sus razones y las persuasiones de
Alcibíades, decidió poner en ejecución esta empresa de Sicilia.
Mas
Nicias, viendo que no había medio de apartarle de su propósito por esta vía,
pensó por otros medios estorbar la empresa, poniéndoles delante los grandes
gastos y aprestos que requería, y les habló de esta manera.
V
«Varones
atenienses, puesto que os veo de todo punto determinados a hacer esta guerra de
Sicilia, será cosa útil y necesaria saber de qué modo y manera la queréis poner
en ejecución, y por eso al presente os diré lo que entiendo se debe hacer en esto.
»Según presiento y he sabido por oídas, vamos contra
muchas ciudades muy poderosas, las cuales ni son sujetas las unas a las otras
ni menos desean mudanza en su estado de vivir, porque esto es propio de aquellos
que, estando en servidumbre violenta, desean pasar a otra mejor vida, por donde
no es verosímil que de buena gana quieran trocar su libertad por servidumbre, y
que de libres se hagan nuestros siervos y súbditos. Además, en esta isla hay muchas
ciudades pobladas y habitadas por griegos, de las cuales todas, excepto las de
Naxos y Catania, que podrán ser de nuestro bando por el deudo y parentesco que
tienen con los leontinos, no veo otras ningunas de quien nos podamos confiar y
estar seguros.
»También
hay siete ciudades que están muy bien provistas de todas las cosas necesarias
para la guerra, tanto y más que la armada que allá enviamos, especialmente
Selinunte y Siracusa, contra las cuales principalmente vamos. No sólo cuentan
con mucha gente de guerra y flecheros y tiradores, sino también con gran número
de barcos, numerosos marineros que los tripulen y mucho dinero, así de
particulares como del tesoro público y común que guardan en los templos, y sin
lo que tienen en sus tierras, pueden armar algunos bárbaros que les son tributarios.
»En
lo que más nos aventajan es en la mucha gente de a caballo que tienen, y en la
gran cantidad de trigo en sus propias tierras, sin que tengan necesidad de irlo
a buscar a otra parte, siendo, pues, necesario para ir contra tan gran poder,
enviar no solamente gruesa armada, sino también muchos soldados si queremos
hacer buena resistencia a los suyos de a caballo, que se opondrán a que tomemos
tierra.
»Además,
si las ciudades por temor a nuestra armada hacen alianza unas con otras, y se
juntan contra nosotros, no teniendo otro socorro en aquellas partes sino el de
los egestenses, no veo cómo podamos resistir a su gente de a caballo, y sería
gran vergüenza que los nuestros fuesen obligados a retirarse por las fuerzas de
los enemigos, o comenzar esta empresa tan livianamente que, al llegar,
tuviéramos que pedir ayuda para rehacer y fortificar nuestro ejército, siendo
mucho mejor que desde luego fuésemos bien apercibidos, con buen ejército y
todas las otras cosas necesarias que en tal caso se requiere, pensando que
vamos a tierras muy lejos de las nuestras, donde nos será preciso hacer la
guerra, no en igualdad de condiciones ni en ventaja nuestra, y también que no hemos
de pasar por tierras de amigos o súbditos ni de otras gentes a quien antes
hayamos socorrido y de las cuales podamos esperar ayuda, o provisiones de vituallas,
ni de otras cosas necesarias como se encuentran en tierra de amigos, sino que
pasaremos siempre por tierras y señoríos extraños, y que con gran trabajo en
los cuatro meses de invierno podremos recibir nuevas de los nuestros ni ellos
de nosotros. Esta es la razón en que me fundo para deciros que debemos enviar
buen número de gente de guerra, así de la nuestra como de la de nuestros
súbditos y aliados, y también de los peloponenses si podemos haber algunos por
amistad o por sueldo, igualmente muchos flecheros y tiradores de honda para
poder resistir a su gente de a caballo, y no pocos barcos de carga para llevar
vituallas y otras cosas necesarias. Asimismo gran cantidad de trigo y harina, y
muchos molineros y panaderos que puedan siempre moler y hacer pan, para que hallándose
en partes donde no sea posible navegar, tenga el ejército lo necesario para
mantenerse, porque yendo tan gran multitud de gente no será bastante una ciudad
sola para poderla recibir y sustentar.
»Conviene,
pues, que vayan provistos de todas las cosas necesarias lo más y mejor que sea
posible, sin confiarse en los extraños, y, sobre todo, de dinero, porque lo que
los egestenses dicen de que nos tienen allá reservada gran cantidad, creed que es
promesa y no obra. Si partimos de aquí sin ir bien apercibidos de gente y
vituallas, y de todas la otras cosas necesarias, atendiendo a lo que nos
prometen los egestenses, apenas seremos poderosos para defenderles y vencer a
los otros.
»Dispongámonos
para ir a esta jornada como si quisiésemos fundar y poblar una nueva ciudad en
tierra extraña y de enemigos, y ordenar las cosas de modo que desde el primer
día que entremos en Sicilia procuremos ser señores de ella, porque si faltamos
en esto, no cabe duda de que tendremos a todos los de la isla por enemigos.
»Conociendo
esto por las sospechas que tengo, me parece que debemos consultar bien primero
y procurar siempre conservarnos en nuestra felicidad y prosperidad, aunque es
muy difícil, siendo como somos hombres sujetos a las cosas mundanas, y por eso
querría partir para esta empresa, de tal suerte, que hubiese de la fortuna lo
menos posible, y estar tan bien provisto de todo lo necesario, que no fuese
menester aventurar nada. Esto es lo que me parece más seguro y saludable para
la ciudad y para nosotros los que debemos ir como capitanes de la armada, y si
alguno ve o entiende otra cosa mejor, le entrego desde luego mi cargo».
VI
De la manera arriba dicha habló Nicias con propósito de apartar a los atenienses de
aquella empresa, poniéndoles delante las dificultades que ofrecía o ir más
seguro si le obligaban a partir con la expedición. Pero ningún argumento les
hizo desistir del propósito que tenían y las dudas les excitaron más que antes,
de suerte que a Nicias le ocurrió lo contrario de lo que pensaba, porque a
todos les parecía que daba muy buen consejo, y que haciéndose lo que él decía,
la cosa iría muy segura, por la cual todos tenían más codicia de ir a esta
jornada que antes; los viejos porque pensaban que ganarían a Sicilia, o a lo
menos, que yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir en daño ni
peligro ninguno; los mancebos porque deseaban ver tierras extrañas seguros de
que regresarían salvos a la suya, y finalmente el pueblo y los soldados por el
deseo de sueldo que esperaban ganar en aquella empresa, entendiendo que,
después de conquistada Sicilia, se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento
que había de proporcionar al estado y señorío de los atenienses.
Si
alguno había de contrario parecer, viendo la inclinación de todos los de la
ciudad a esta empresa, no osaba contrariarla, sino que lo callaba, temiendo ser
tenido y juzgado por mal consejero.
Finalmente,
al cabo salió uno de los de la junta que dijo a Nicias, en voz tan alta que
todos la oyesen, que ya no era menester más discursos sobre ello ni buscar rodeos,
sino que delante de todos declarase si tan grande armada le parecía bastante y
necesaria para aquella empresa.
A
esto respondió Nicias que lo consultaría despacio con los otros capitanes sus
compañeros, mas que le parecía no eran menester menos de cien trirremes de los
atenienses para llevar la gente de guerra, y algunos otros de sus aliados,
todos los cuales a lo menos transportasen cinco mil hombres de pelea y más si
ser pudiese, además buen número de flecheros y honderos, así de los naturales
como de los de Creta, y juntamente con esto todas las otras provisiones
necesarias para una tan gran armada.
Oído
esto por los atenienses, al momento, por decreto unánime, dieron pleno poder y
autoridad a los capitanes nombrados para proveer todas las cosas necesarias,
así en lo que tocaba al número de gente que había de ir, como en todas las otras
según viesen que mejor convenía al bien de la ciudad. Después de este decreto
se dedicaron con toda diligencia a hacer los aprestos necesarios en la ciudad
para la armada; y avisaron a sus aliados y confederados para que hiciesen lo
mismo por su parte, porque ya la ciudad se había podido rehacer de los trabajos
pasados, así de la epidemia como de las guerras continuas que habían tenido, y
estaba muy crecida y aumentada, así de moradores como de dinero y riquezas, a
causa de las treguas. Por eso se pudo más pronto y fácilmente poner en
ejecución esta empresa.
Pero
estando los atenienses ocupados en disponer las cosas necesarias para esta
empresa, todas las hermas y estatuas de piedra de Hermes que estaban en la
ciudad, así en las entradas de los templos como a las puertas de las casas y
edificios suntuosos, que eran infinitas, se hallaron una noche quebradas y
destrozadas, sin que se pudiese jamás saber ni haber indicio de quién había
sido el autor de ello, aunque ofrecieron grandes premios a quien lo
descubriese. También mandaron públicamente que si había alguna persona que
supiese o tuviese noticia de algún crimen impío o pecado abominable cometido
contra el culto o religión de los dioses, que lo revelase sin temor alguno,
fuese ciudadano o extranjero, siervo o libre, de cualquier estado o condición,
porque hacían gran caso de esto, pareciéndoles un mal agüero para la jornada y
pronóstico de alguna conjuración para tramar nuevas cosas, y trastornar el
estado y gobernación de la ciudad; y aunque por entonces no se podía saber nada
de aquel hecho, algunos advenedizos y otros sirvientes denunciaron que antes
habían sido tres estatuas de otros dioses destrozadas por algunos jóvenes de la
ciudad, haciéndolo por necedad y embriaguez. También denunciaron que en algunas
casas particulares no se hacían los sacrificios como debían hacerse, de lo cual
acriminaban en cierto modo a Alcibíades, y de buena gana prestaban oído a esto
los que le tenían odio o envidia, porque les parecía que era impedimento para
que ejerciese todo el mando y autoridad que tenía en el pueblo, y que si le
podían privar de él, ellos solos serían señores; a este fin agravaban más la cosa,
y sembraban rumores por la ciudad de que estas faltas que se hacían en los
sacrificios, y el romper y despedazar las imágenes significaba la destrucción
de la República, dirigiendo la acusación contra Alcibíades por muchos indicios
que había de su manera de vivir desordenada y del favor que tenía en el pueblo,
de donde inferían que esto no podía ser hecho sin su conocimiento y consentimiento.
Él
lo negaba, ofreciendo estar a derecho y pagar lo juzgado antes de su partida si
se le probaba la culpa; pero si resultaba inocente, quería ser absuelto y dado
por libre antes de ir en aquella jornada, diciendo que no era justo hacer
información ni proceder contra él en su ausencia, sino que inmediatamente le
condenasen a muerte si lo había merecido; y asegurando que no era de hombres cuerdos
y sabios enviar un hombre fuera con gran ejército y con tanto poder y autoridad
acusado de un crimen, sin que primero terminase la causa; mas sus enemigos y
contrarios, temiendo que si la cosa se trataba antes de su partida, todos
aquellos que habían de ir con él le serían favorables, y que el pueblo se
ablandase, porque por sus gestiones los argivos y algunos de los mantineos se habían
unido a los atenienses para ayudarles en aquella empresa, lo repugnaban
diciendo que debían diferir la acusación hasta la vuelta de la armada, pensando
que durante su ausencia podrían maquinar nuevas tramas contra él, y para ello
procuraban que los embajadores, con mayores instancias, pidiesen la salida de
la expedición. Determinaron, pues, que partiese Alcibíades.
A
mediados del verano toda la armada estuvo dispuesta para ir a Sicilia con otros
muchos barcos mercantes, así de los suyos como de sus aliados, para llevar vituallas
y otros bastimentos de guerra, a los cuales mandaron con anticipación que se
hallasen listos en el puerto de Corcira, para que todos juntos pasasen el mar Jónico
hasta el cabo de Yapiga.
Los
atenienses y sus aliados, reunidos en Atenas en un día señalado, llegaron al
puerto de Pireo al salir el alba para embarcarse, y con ellos salió la mayor
parte de los de la ciudad, así de los vecinos como de los extranjeros, para
acompañar unos a sus hijos y otros a sus padres y parientes y amigos, llenos de
esperanza y de dolor; de esperanza porque creían que aquella jornada les sería
útil y provechosa, y de dolor porque pensaban no ver pronto a los que partían
para tan largo viaje, y también porque, partiendo, dejaban a los que quedaban
en muchos peligros, exponiéndose ellos a otros mayores, en cuyos peligros
pensaban entonces mucho más que antes cuando determinaron la empresa, aunque
por otra parte tenían gran confianza viendo una armada tan gruesa y tan bien provista,
que todo el pueblo, grandes y pequeños, aunque no tuviesen en ella parientes ni
amigos, y todos los extranjeros salían a verla porque era digna de ser vista, y
mayor de lo que se pudiera pensar. A la verdad, para una armada de una ciudad
sola era la más costosa y bien aprestada que hasta entonces se hubiese visto,
porque aunque la que llevó antes Pericles a Epidauro y la que condujo Hagnón a
Potidea fuesen tan grandes, así en número de naves como de gentes de guerra,
pues iban en ellas cuatro mil infantes y trescientos caballos, todos
atenienses, cien trirremes suyos, y cincuenta de los de Lesbos y de los de
Quío, sin otros muchos compañeros y aliados, no estaban tan bien aprestadas en
gran parte como ésta, porque el viaje no era tan largo; y porque habiendo de
durar la guerra más tiempo en Sicilia, la habían abastecido mejor, así de gente
de guerra como de todas las otras cosas necesarias.
Cada
cual activaba sus tareas y mostraba su industria, así la ciudad en común como
los patrones y capitanes de las naves, porque la ciudad pagaba de sueldo un
dracma por día a cada marinero, de los que había gran número en tantos
trirremes, que eran cuarenta largos para llevar la gente de guerra, y sesenta
ligeros, y además del sueldo que pagaba el común, los patrones y capitanes
daban otra paga de su propia bolsa a los que traían remos más largos y a los
otros ministros y pilotos.
Por
otra parte, el aparato, así de las armas como de los trirremes y otros atavíos,
era mucho más suntuoso que había sido en las otras armadas, porque cada patrón
y capitán, para tan largo camino, trabajaba a fin de que su nave fuese la mejor
y más ligera y la más aparejada de todas.
También
los soldados escogidos para esta empresa procuraban aprestarse a porfía, así de
armas como de otros atavíos necesarios, por la codicia que tenían de gloria y
honra y el deseo de cada uno de ser preferido
a los otros en la ordenanza. De manera que parecía que esta armada se
organizaba más para una ostentación del poder y fuerzas de los atenienses en
comparación de lo otros griegos, que para combatir contra los enemigos allá donde
iban. Porque a la verdad, el que quisiese hacer bien la cuenta de los gastos
que hicieron en esta armada, así de parte de la ciudad en común como de los
capitanes y soldados en particular, la primera en los aprestos, los particulares
en sus armas y arreos de guerra y los capitanes cada uno en su nave y de las
provisiones que cada cual hacía para tan largo tiempo, además del sueldo, y de
la gran cantidad de mercaderías que llevaban, así los soldados para su provecho
como otros muchos mercaderes que les seguían para ganar, hallaría que aquella
armada costó el valor de infinitos talentos de oro.
Pero
en mayor admiración puso a aquellos contra quienes iban, así por su suntuosidad
en todas las cosas como por el atrevimiento y osadía de los que lo habían
emprendido, que parecía cosa extraña y maravillosa a una sola ciudad tomar a su
cargo empresa que juzgaban exceder a sus fuerzas y poder, mayormente tan lejos
de su tierra.
Embarcada
la gente y desplegadas las velas de los trirremes, ordenaron silencio a voz de
trompeta e hicieron sus votos y plegarias a los dioses, según costumbre, no
cada nave aparte sino todas a la vez, por su trompeta o pregonero. Después
bebieron en copas de oro y plata, así los capitanes como los soldados y
marineros. Los mismos votos y plegarias hacían los que quedaban en tierra por
toda la armada en general, y en particular por sus parientes y amigos.
Cuando
acabaron sus músicas y canciones en loor de los dioses y hecho todos sus
sacrificios, alzaron velas y partieron, al principio todos juntos en hilera
figurada como cuerno, después se apartaron navegando cada trirreme según su
ligereza y la fuerza del viento. Primero tomaron puerto en Egina, y de allí partieron
derechamente a Corcira, donde las otras naves les esperaban.
VII
Entretanto
los siracusanos, aunque por varios conductos tuviesen nuevas de la armada de
los atenienses que iban contra ellos no lo podían creer, y en muchos ayuntamientos
que se hicieron en la ciudad para tratar de esto fueron dichas muchas y
diversas razones, así de aquellos que creían en la empresa como de los que eran
de contrario parecer, entre los cuales Hermócrates, hijo de Hermón, teniendo por
cierto que la expedición iba contra ellos, salió delante de todos y habló de
esta manera:
«Por
ventura os parecerá cosa increíble lo que ahora os quiero decir de la armada de
los atenienses, como también os ha parecido lo que otros muchos nos han dicho
de ella, y bien sé que aquellos que os traían mensaje de cosas que no parecen
dignas de fe, además de no creerles nada de lo que dicen, son tenidos por
necios y locos, mas no por temor de esto y atendiendo a lo que toca al bien de
la república y por el daño y peligro que le podría venir, dejaré de decir
aquello que yo pienso más ciertamente que otro, y es que los atenienses, a
pesar de que vosotros os maravilláis en tanta manera y no lo podéis creer,
vienen derechamente contra nosotros con numerosa armada y gran poder de gente
de guerra, con pretexto de dar ayuda y socorro a los egestenses y a sus
aliados, y restituir a los leontinos desterrados en sus tierras y casas; mas a
la verdad, es por codicia de ganar a Sicilia y principalmente esta nuestra
ciudad, pareciéndoles que si una vez son señores de ella, fácilmente podrán
sujetar todas las otras ciudades de la isla.
»Conviene,
pues, consultar pronto cómo nos defenderemos resistiendo lo mejor que nos sea
posible con la gente de guerra que tenemos al presente al gran poder que traen
con su armada, la cual no tardará mucho tiempo en llegar, y no descuidéis esta
cosa, ni la tengáis en poco por no quererla creer, ni por esta vía os dejéis sorprender
de vuestros enemigos desprovistos y desapercibidos.
»Pero
si alguno hay entre vosotros que no tiene esta cosa por increíble y sí por
verdadera, no debe por eso temer la osadía y atrevimiento de los atenienses, ni
del poder que traerán, puesto que tan expuestos se hallan a recibir mal y daño
de nosotros como nosotros de ellos, si nos apercibimos con tiempo, y que vengan
con tan gran armada y tanto número de gente no es peor para nosotros; antes
será más nuestro provecho y de todos los otros sicilianos, los cuales, sabiendo
que los atenienses vienen tan poderosos, mejor se pondrán de nuestra parte que
de la suya.
»Además
será gran gloria y honra nuestra haber vencido una tan gran armada como ésta,
si lo podemos conseguir, o a lo menos estorbar su empresa, de lo cual yo no
tengo duda y me parece que con razón debemos esperar alcanzar lo uno y lo otro,
porque pocas veces ha ocurrido que una armada, sea de griegos o de bárbaros,
haya salido lejos de su tierra y alcanzado buen éxito.
»El
número de gente que traen no es mayor del que nosotros podemos allegar de
nuestra ciudad y de los que moran en la tierra, los cuales por el temor que
tendrán a los enemigos acudirán a guarecerse dentro de ella de todas partes, y
si por ventura los que vienen a acometer a otros por falta de provisiones, o de
otras cosas necesarias para la guerra, se ven obligados a volverse como vinieron
sin hacer lo que pretendían, aunque esto suceda antes por su yerro que por
falta de valentía, siempre la gloria y honra de este hecho será de los que fueron
acometidos. Y así debe ser, porque los mismos atenienses de quien hablamos al
presente ganaron tanta honra contra los medos que, viniendo contra ellos, las
más veces llevaban lo peor, más bien por su mala fortuna que por esfuerzo y
valentía de los atenienses. Con razón, pues, debemos esperar que nos pueda
ocurrir lo mismo.
»Por
tanto, varones siracusanos, teniendo firme esperanza de esto, preparémonos a
toda prisa y proveamos todas las cosas necesarias para ello. Además enviemos
embajadores a todas las otras ciudades de Sicilia para confirmar y mantener en
amistad a nuestros aliados y confederados y hacer nuevas amistades con los que
no las tenemos.
»No
solamente debemos enviar mensajeros a los sicilianos naturales, sino también a
los extranjeros que moran en Sicilia, mostrándoles que el peligro es tan común
a ellos como a nosotros.
» Lo mismo debemos hacer respecto a Italia, para demandar
a los de la tierra que nos den ayuda y socorro, o a lo menos que no reciban en
su tierra a los atenienses, no solamente a Italia sino también a Cartago, que,
temiendo siempre un ataque de los atenienses, fácilmente les podremos persuadir
de que si éstos nos conquistan podrán más seguramente ir contra ellos. Y
considerando el trabajo y peligro que les podría sobrevenir si se descuidan, es
de creer que nos querrán dar ayuda pública o secreta de cualquier manera que
sea, lo cual podrán hacer, si quieren, mejor que ninguna nación del mundo,
porque tienen mucho oro y plata, que es lo más importante y necesario para
todas las cosas y más para la guerra.
»Además,
debemos mandar embajadores para rogar a los lacedemonios y a los corintios que
nos envíen socorro aquí, y muevan la guerra a los atenienses por aquellas
partes.
»Réstame
por decir una cosa que me parece la más conveniente, aunque por vuestro
descuido no habéis querido parar mientes en ella, y es, que debemos requerir a
todos los sicilianos si quisiereis, o a lo menos a la mayor parte de ellos, a
fin de que vengan con todos sus barcos abastecidos de vituallas para dos meses
a juntarse con nosotros para salir al encuentro de los atenienses en Tarento o
en el cabo de Yapiga, y mostrarles por obra, primero, que no sólo han de
contender con nosotros sobre Sicilia, sino que tienen que pelear para atravesar
el mar Jónico, y haciendo esto, les pondremos en gran cuidado, mayormente
saliendo nosotros de la tierra de nuestros aliados al encuentro de ellos para
defender la nuestra, pues los de Tarento nos recibirán en su tierra como amigos,
mientras que a los atenienses les será muy difícil, habiendo de cruzar tanta
mar con tan grande armada, ir siempre en orden, y por esta causa les podremos
acometer con ventaja, yendo nosotros en orden por tener menos trecho de mar que
pasar. Seguramente unas de sus naves no podrán seguir a las otras, y si quieren
descargar las que estén más cargadas para reunirlas más pronto con las otras al
verse acometidas, convendrá que lo hagan a fuerza de remos, con lo cual los
marineros trabajarán demasiado y quedarán más cansados y por consiguiente malparados
para defenderse si les queremos acometer. Si no os pareciere bien de hacerlo
así, nos podremos retirar a Tarento.
»Por
otra parte, si vienen con pequeña provisión de vituallas como para dar sólo una
batalla naval, esperando conquistar y ocupar inmediatamente después la tierra,
tendrán gran necesidad de víveres cuando se hallaren en costas desiertas; si
quieren parar allí, les sitiará el hambre, y si procuran pasar adelante, veránse
forzados a dejar una gran parte de los aprestos de su armada y no estando
seguros de que les reciban bien en las otras ciudades, les dominará el
desaliento.
»Por
estas razones tengo por averiguado que si les salimos al encuentro, de manera
que vean que no pueden saltar en tierra como pensaban, no partirán de Corcira,
sino que mientras consultan allí sobre el número de la gente y naves que tenemos
y en qué lugar estamos, llegará el invierno, que estorbará e impedirá su paso,
o sabiendo que nuestros aprestos son mayores que ellos pensaban, dejarán su
empresa, con tanta más razón cuanto que según he oído, el principal de sus
capitanes y más experimentado en las cosas de guerra viene contra su voluntad y
por ello de buena gana tomará cualquier pretexto para volverse, si por nuestra
parte hacemos alguna buena muestra de nuestra fuerzas. La noticia de lo que
podemos hacer será mayor que la cosa, porque en tales casos los hombres fundan
su parecer en la fama y rumor, y cuando el que piensa ser acometido sale delante
al que le quiere acometer, le infunde más temor que si solamente se prepara a la
defensa; porque entonces el acometedor se ve en peligro y piensa cómo
defenderse, cuando antes sólo imaginaba cómo acometer, lo cual sin duda sucedería
ahora a los atenienses cuando nos vieren venir contra ellos, donde ellos
pensaban venir contra nosotros sin hallar resistencia alguna, lo cual no es de
maravillar que lo creyesen, pues mientras estuvimos aliados con los lacedemonios
nunca les movimos guerra, mas si ahora ven nuestra osadía y que nos atrevemos a
lo que ellos no esperaban, les asustará ver cosa tan nueva, muy contraria a su
opinión y el poder y fuerza que tenemos de veras.
»Por
tanto, varones siracusanos, os ruego que me deis crédito a esto y cobréis ánimo
y osadía que es lo mejor que podéis hacer, y si no queréis hacer esto, a lo menos
apercibiros de todas las cosas necesarias para la guerra y parad mientes que
obrando así, estimaréis en menos a los enemigos que vienen a acometeros. Esto
no se puede demostrar sino poniéndolo por obra y preparándoos contra ellos, de
tal suerte que estéis seguros. No olvidéis que lo mejor que un hombre puede hacer
es prever el peligro antes que venga, como si lo tuviese delante, pues a la
verdad, los enemigos vienen con muy gruesa armada y ya casi están desembarcados
y como a la vista.»
Cuando Hermócrates acabó su discurso, todos los siracusanos
tuvieron gran debate, porque unos afirmaban que era verdad que los atenienses
venían como decía Hermócrates, y otros decían que aunque viniesen, no podrían
hacer daño alguno sin recibirlo mayor; algunos menospreciaban la cosa,
tomándolo a burla y se reían de ella, siendo muy pocos los que daban crédito a
lo que Hermócrates aseguraba, y temían lo venidero.
Entonces Atenágoras, que era uno de los principales del
pueblo, que mejor sabía persuadir al vulgo, se puso en pie y habló de esta
manera:
VIII
«Si
alguno hay que no diga que los atenienses son locos o insensatos, si vinieren a
acometernos en nuestra tierra, o que si vienen, no vendrán a meterse en
nuestras manos, este tal es bien medroso y no tiene amor ni quiere el bien de la
república. No me maravillo tanto de la osadía y temeridad de los que siembran
estos rumores para poner espanto en nuestro ánimo, como de su locura y necedad
si piensan que no ha de saberse y ser manifiesto quiénes son.
»La
costumbre de aquellos que temen y recelan en particular, es procurar poner
miedo a toda la ciudad para encubrir y ocultar su miedo particular so color del
común temor. Por donde yo entiendo que estos rumores que corren de la venida de
la armada de los atenienses no han nacido espontáneamente, sino que los hacen
correr con malicia los acostumbrados a promover semejantes cosas.
»Si
me queréis creer y usar de buen consejo, no ha-gáis caso alguno de ellos, sino
antes considerad la condición y calidad de aquellos de quien se dice que son hombres
sabios y experimentados, como a la verdad yo estimo que lo son los atenienses. Reconociéndolos
por tales, no me parece verosímil que aun no estando ellos del todo libres de la
guerra que tienen con los peloponenses, quieran abandonar su tierra y venir a
comenzar aquí una nueva guerra, que no será menor que la otra, antes pienso que
se tendrán por dichosos si no vamos nosotros a acometerles en su tierra,
habiendo en esta isla tantas ciudades y tan poderosas, que si vinieren, como se
dice, han de pensar que la isla de Sicilia es más poderosa para combatirles y
vencerles que todo el Peloponeso junto, pues esta isla está abastecida mejor y
provista de todas las cosas necesarias para la guerra, y principalmente esta
nuestra ciudad, que sólo ella es más poderosa que toda la armada que dicen
viene contra nosotros, aunque fuese mucho mayor, pues no pueden traer gente de
a caballo, ni menos la podrán hallar por acá, sino por acaso algunos pocos que
les podrían dar los egestenses, y de gente de a pie no pueden venir en tan gran
número como nosotros tenemos, pues los han de traer por mar y es cosa difícil
que el gran número de naves necesarias para traer vituallas y otras cosas
indispensables en un ejército tan grande como se requiere para conquistar una
ciudad de tanto poder cual es la nuestra, pueda venir en salvo y segura hasta
aquí.
»También
me parece poco verosímil que, aunque los atenienses tuviesen alguna villa o
ciudad que fuese su colonia tan poblada de gente como esta nuestra ciudad en
algún lugar aquí cerca, y que desde esta quisiesen venir a acometernos, puedan
volver sin pérdida y daño, por lo tanto, con más razón se debe esperar viniendo
de tan lejos contra toda Sicilia, la cual, tengo por cierto, que se declarará
por completo contra ellos, porque los atenienses por fuerza han de asentar su
campo en algún lugar de la costa para la seguridad de su armada, que tendrán
siempre a la vista sin atreverse a entrar en el interior de la tierra por temor
a la caballería, cuanto más que apenas podrán tomar tierra, porque tengo por
mucho mejores hombres de guerra a los nuestros que a los suyos, y sabido esto,
aseguro que los atenienses antes pensarán en guardar su tierra, que en venir a
ganar la nuestra.
»Pero
hay algunos hombres en esta ciudad que van diciendo cosas que ni son ni podrán
ser jamás, y no es esta la primera vez que les contradigo, sino que otras
muchas he hallado que esparcen estas noticias y otras peores para poner temor
al vulgo crédulo y por esta vía tomar y usurpar el mando de la ciudad. En gran
manera temo que haciendo esto a menudo salgan alguna vez con su intención, y
que seamos tan cobardes y para poco, que nos dejemos oprimir por ellos antes de
poner remedio, pues sabiendo y conociendo su mala intención no le castigamos.
»Tal
es la causa en mi entender de que nuestra ciudad esté mucha veces desasosegada
con bandos y sediciones que provocan guerras civiles, con las cuales ha sido más
veces trabajada que por guerras de extranjeros, y aun algunas veces sujetada
por algunos tiranos de la misma isla.
»Mas
si vosotros me queréis seguir yo trabajaré en remediarlo, de suerte que en
nuestros tiempos no tengamos por qué temer esto entre nosotros y os probaré con
evidentes razones que se consigue castigando a los que inventan y traman estas
cosas y no solamente a los que fueren convencidos del crimen (porque sería muy
difícil averiguar esto), sino también a los que otras veces han intentado lo
mismo, aunque sin lograrlo. Porque todos aquellos que quieren estar seguros de
sus enemigos, no sólo deben parar mientes en lo que éstos hacen para defenderse
de ellos, sino también presumir lo que intentan hacer en adelante, porque si no
se cuidan de esto, podría ser que fuesen los primeros en recibir mal y daño.
»A
mi parecer no podremos apartar de su mala voluntad a esta gente que procura
reducir el estado y gobierno común de esta ciudad al número y mando de pocos
hombres principales y poderosos, si no fuere procurando descubrir sus
intenciones y guardarse de ellos, por las razones y conjeturas que existen de
sus intentos.
»Y
a la verdad, muchas veces he pensado que lo que pretendéis los mancebos de
tener desde ahora cargos y mandos no es justo ni razonable según nuestras
leyes, las cuales fueron hechas para impedirlo, no por haceros injuria sino
solamente por la falta de experiencia en vuestra edad. Los podréis tener cuando
fuereis de edad cumplida, como los otros ciudadanos, siendo lo justo y
razonable que hombres de una misma edad y de un mismo estado tengan igual
derecho a las honras y preeminencias.
»Dirán
por ventura algunos que este estado y mando común del pueblo no puede ser nunca
equitativo, y que los más ricos y poderosos son siempre los más hábiles y
suficientes para gobernar la república, a los cuales respondo en cuanto a lo
primero, que el hombre de gobierno popular se entiende tan sólo para una parte
de él, y respecto a lo segundo, que para la guarda del dinero común los ricos
son más idóneos, mas para dar un buen consejo, los cuerdos y sabios, y los que
mejor entienden son los mejores. Cuando el pueblo reunido oye los pareceres de
todos juzga mucho mejor, y en el repartimiento de las cosas, así en particular
como en común, el estado popular lo hace equitativamente, pero si lo han de
hacer pocos y poderosos, reparten los daños y perjuicios a los más, y de los
provechos dan muy poca parte a los otros, antes los toman todos para sí.
»Esto
es lo que desean en el día de hoy los más ricos y poderosos, y principalmente
los mancebos, que son muy numerosos en una tan gran ciudad, y los que esto
desean están fuera de juicio si no entienden que quieren el mal de la ciudad, o
por mejor decir, son los más ignorantes de todos los griegos que yo he
conocido, y si lo entienden, son los más injustos al desearlo.
»Si
lo comprendéis así por mis razones, o lo sabéis por vosotros mismos, debéis
procurar igualmente en lo que toca al bien y pro común de la ciudad;
considerando que aquellos de entre vosotros que son los más ricos y poderosos,
tienen más obligación al bien común que lo restante del pueblo; y que si
queréis procurar lo contrario, os ponéis en peligro de perderlo todo; por lo
cual debéis desechar y apartar de vosotros estos noveleros y acarreadores de
noticias y mentiras, como hombres conocidos por tales de antes, y no permitir
que hagan su provecho con estas sus invenciones, porque aunque los atenienses
viniesen, esta ciudad es bastante poderosa para resistirles y también tenemos
gobernadores y caudillos que sabrán muy bien proveer lo necesario para ello.
»Si
la cosa no es verdad, como yo pienso, vuestra ciudad atemorizada por tales
fingidas nuevas, no nos pondrá en sujeción de personas que con esta ocasión procuran
ser vuestros capitanes y caudillos, antes sabiendo por sí misma la verdad,
juzgará las palabras de éstos iguales a sus obras, de manera que no pierda la
libertad presente, sino que por temor de los rumores que corren, antes
procurará guardarla y conservarla con buenas y ordenadas precauciones para las
cosas venideras.»
De
esta manera habló Atenágoras, y tras él otros muchos quisieron razonar, mas se
levantó uno de los gobernadores principales de la ciudad y no permitió a
ninguno que hablase, expresándose él en los siguientes términos:
«No me parece que es cordura usar
tales palabras calumniosas unos contra otros, ni son para que se deban decir ni
menos para ser oídas, sino antes parar mientes en las nuevas que corren para
que cada cual, así en común como en particular, y toda la ciudad se prepare a
resistir a los que vienen contra nosotros, y si no fuese verdad su venida ni
menester preparativos de defensa ningún daño recibirá la ciudad por estar
apercibida de caballos y armas y todas las otras cosas necesarias para la
guerra. En lo que a nosotros toca y a nuestro cargo, haremos todo lo posible
con gran diligencia para proveerlo así, espiando a los enemigos, enviando
avisos a las otras ciudades de Sicilia y haciendo todo lo que nos pareciere
conveniente y necesario en este caso como ya le hemos comenzado a hacer. En lo
demás que se nos ofreciere os avisaremos.»
Con
esta conclusión se disolvió la asamblea.
IX
Cuando
el gobernador pronunció este discurso a los siracusanos, partieron todos del
Senado.
Entretanto
los atenienses y sus aliados estaban ya reunidos en Corcira. Antes de salir de
allí los capitanes de la armada mandaron pasar revista a su gente para ordenar
cómo podrían navegar por la mar, y después de saltar en tierra cómo
distribuirían su ejército. Para ello dividieron toda la armada en tres partes,
de las cuales los tres capitanes tomaron el mando según les cupo por suerte.
Hicieron esto temiendo que si iban todos juntos no podrían hallar puerto
bastante para acogerlos, y también porque no les faltase el agua y las otras
vituallas, porque estando el ejército así repartido, sería más fácil llevarle y
gobernarle teniendo cada compañía su caudillo.
Enviaron
después tres naves por delante a Italia y a Sicilia, una de cada división, para
reconocer las ciudades y saber si los querían recibir como amigos. Mandaron estas
naves que les trajesen la respuesta diciéndoles el camino que habían ordenado
seguir.
Así
hecho, los atenienses, con gran aparato de fuerza, hicieron rumbo desde Corcira
y tomaron el camino directamente a Sicilia con su armada, que tenía por justo
ciento veinticuatro barcos de a tres hileras de remos, y dos de Rodas de a dos.
Entre las de tres había ciento de Atenas, de las cuales sesenta iban a la ligera
y las otras llevaban la gente de guerra, lo restante de la armada lo habían
provisto los de Quío y otros aliados de los atenienses.
La
gente de guerra que iba en esta armada sería, en suma, cinco mil y cien
infantes, de los cuales mil y quinientos eran atenienses, que tenían
setecientos criados para el servicio; de los otros, así aliados como súbditos y
principalmente de los argivos, había quinientos, y de los mantineos y otros
reclutados a sueldo, había doscientos cincuenta tiradores; flecheros, cuatrocientos
ochenta, de los cuales cuatrocientos eran de Rodas y ochenta de Creta;
setecientos honderos de Rodas; cien soldados de Mégara desterrados, armados a
la ligera, y treinta de a caballo en una hipagoga, que es nave para llevar caballos;
tal fue la armada de los atenienses al principio de aquella guerra.
Además
de éstas había otras treinta naves gruesas de porte, que llevaban vituallas y
otras provisiones necesarias, y panaderos, y herreros, y carpinteros, y otros
oficiales mecánicos con sus herramientas e instrumentos necesarios para hacer y
labrar muros. También iban otros cien barcos que necesariamente habían de
acompañar a las naves gruesas y otros muchos buques de todas clases que por su
voluntad seguían a la armada para tratar y negociar con sus mercaderías en el
campamento.
Toda
esta armada se reunió junto a Corcira y toda junta pasó el golfo del mar
Jónico, pero después se dividió; una parte de ella aportó al cabo o promontorio
de Yapiga, otra a Tarento, y las otras a diversos lugares de Italia, donde
mejor pudieron desembarcar. Mas ninguna ciudad hallaron que los quisiese
recibir, ni para tratar ni de otra manera, sino que solamente les permitieron
que saltaran a tierra para tomar agua, víveres frescos y otras provisiones
necesarias; excepto los de Tarento y Locros, que por ninguna vía les
permitieron poner los pies en su tierra.
De
esta manera pasaron navegando por la mar sin parar hasta llegar al promontorio
de cabo de Reggio, que está al fin de Italia, y aquí porque les fue negada la entrada
de la ciudad; se reunieron todos y se alojaron fuera de la ciudad, junto al
templo de Ártemis, donde los de la ciudad les enviaron vituallas y otras cosas
necesarias por su dinero. Allí metieron sus naves en el puerto y descansaron
algunos días.
Entretanto
tuvieron negociaciones con los de Reggio, rogándoles que ayudaran a los
leontinos, puesto que también eran calcideos de nación como ellos; mas los de
Reggio les respondieron resueltamente que no se querían entrometer en la guerra
de los sicilianos, ni estar con los unos ni con los otros, sino que en todo y
por todo harían como los otros italianos. No obstante esta respuesta, los
atenienses, por el deseo que tenían de realizar su empresa de Sicilia,
esperaban los trirremes que habían enviado a Egesta para saber cómo estaban las
cosas de la tierra, principalmente en lo que tocaba al dinero de que los embajadores
de los egestenses se habían alabado en Atenas que hallarían en su ciudad, lo
cual no resultó cierto.
Durante
este tiempo los siracusanos tuvieron noticias seguras de muchas partes, y
principalmente por los barcos que habían enviado por espías de cómo la armada
de los atenienses había arribado a Reggio. Entonces lo creyeron de veras y con
la mayor diligencia que pudieron prepararon todo lo necesario para su defensa,
enviando a los pueblos de Sicilia a unos embajadores, y a otros gente de
guarnición para defenderse, mandando reunir en el puerto de su ciudad todos los
buques que pudieron para la defensa de ella, haciendo recuento de su gente y de
las armas y vituallas que había en la ciudad y disponiendo, en efecto, todas
las otras cosas necesarias para la guerra, ni más ni menos que si ya estuviera
comenzada.
Los
trirremes que los atenienses habían enviado a Egesta volvieron estando éstos en
Reggio, y les dieron por respuesta que en la ciudad de Egesta no había tanto
dinero como prometieron, y lo que había podía montar hasta la suma de treinta
talentos solamente, cosa que alarmó a los capitanes atenienses y perdieron
mucho ánimo, viendo que al llegar les faltaba lo principal en que fundaban su
empresa y que los de Reggio rehusaban tomar parte en la guerra con ellos,
siendo el primer puerto donde habían tocado, y a quien ellos esperaban ganar más
pronto la voluntad por ser parientes y deudos de los leontinos y de una misma
nación, como también porque siempre habían sido aficionados al partido de los
atenienses.
Todo
esto confirmó la opinión de Nicias, porque siempre creyó y defendió que los
egestenses habían de engañar a los atenienses; mas los otros dos capitanes, sus
compañeros, se vieron burlados por la astucia y cautela de que usaron los
egestenses, cuando los primeros embajadores de los atenienses fueron enviados a
ellos para saber el tesoro que tenían; pues al entrar en su ciudad los llevaron
directamente al templo de Afrodita, que está en el lugar de Erice, y allí les
mostraron las lámparas, incensarios y otros vasos sagrados que había en él, y
los presentes y otros muy ricos dones de gran valor, y porque todos eran de
plata, daban muestra y señal que había gran suma de dinero en aquella ciudad,
pues siendo tan pequeña había tanto en aquel templo. Además, en todas las casas
donde los atenienses que habían ido en aquella embajada y en las naves fueron aposentados,
sus huéspedes les mostraban gran copia de vasos de oro y de plata, así del
servicio como del aparador, los cuales, en su mayor parte, habían traído
prestados de sus amigos, tanto de las ciudades vecinas como de los fenicios y
griegos, fingiendo que todos eran suyos, y ésta su magnificencia y manera de
vivir suntuosamente. Al ver los atenienses tan ricas vajillas en las casas, y
éstas igualmente provistas, fue grande su admiración y al volver a Atenas refirieron
a los suyos haber visto tanta cantidad de oro y plata que era espanto. De este
modo los atenienses fueron engañados, mas después que la gente de guerra que
estaba en Reggio conoció la verdad en contrario por los mensajeros que había
enviado, enojóse grandemente contra los capitanes, y éstos tuvieron consejo
sobre ello, expresando Nicias la siguiente opinión.
Dijo
que con toda la armada junta fueran a Selinunte, adonde principalmente habían
sido enviados para favorecer a los egestenses, y que si estando allí los
egestenses les daban paga entera para toda la armada, entonces consultarían lo
que debían de hacer, y si no les daban paga entera para toda la armada,
pedirles a lo menos provisiones para sesenta naves que habían pedido de
socorro. Si hacían esto, que esperase allí la armada hasta tanto que hubiesen
reconciliado en paz y amistad los selinuntios con los egestenses, ora fuese por
fuerza, ora por conciertos, y después pasar navegando a la vista de las otras
ciudades de Sicilia para mostrarles el poder y fuerzas de los atenienses e
infundir temor a sus enemigos. Hecho esto volver a sus casas y no esperar más
allí sino algunos días para, en caso oportuno, prestar algún servicio a los
leontinos y atraer a la amistad de los atenienses otras ciudades de Sicilia,
porque obrar de otra manera era poner en peligro el estado de los atenienses a
su costa y riesgo.
Alcibíades
manifestó contraria opinión, diciendo que era gran vergüenza y afrenta habiendo
llegado con una tan gruesa armada tan lejos de su tierra volver a ella sin
hacer nada. Por tanto, le parecía que debían enviar sus farautes y trompetas a
todas las ciudades de Sicilia, excepto Siracusa y Selinunte, para avisarles su
venida, y procurar ganar su amistad, excitando a los súbditos de los
siracusanos y selinuntios a rebelarse contra sus señores, y atraer los otros a
la alianza de los atenienses. Por este medio podrían tener ellos vituallas y
gente de guerra. Ante todas cosas deberían trabajar para ganarse la amistad de
los mesinios, porque eran los más cercanos para hacer escala yendo de Grecia y
queriendo saltar en tierra, y tenían muy buen puerto, grande y seguro, donde
los atenienses se podrían acoger cómodamente, y desde allí hacer sus tratos con
las otras ciudades; sabiendo de cierto las que tenían el partido de los
siracusanos y las que le eran contrarias, y pudiendo ir todos juntos contra
siracusanos y selinuntios para obligarles por fuerza de armas por lo menos a
que los siracusanos se concretasen con los egestenses; y que los selinuntios
dejasen y permitiesen libremente a los leontinos habitar en su ciudad y en sus
casas.
Lámaco
decía que, sin más tardar, debían navegar directamente hacia Siracusa y
combatir la ciudad cogiéndoles desapercibidos antes que pudiesen prepararse
para resistir, y estando perturbados, como a la verdad estarían, porque
cualquier armada a primera vista parece más grande a los enemigos y les pone
espanto y temor; pero si se tarda en acometerlos tienen espacio para tomar consejo,
y haciendo esto cobran ánimo de tal manera que vienen a menospreciar y tener en
poco a los que antes les parecían terribles y espantosos. Afirmaba en
conclusión que si inmediatamente y sin más tardanza, iban a acometer a los
siracusanos, estando con el temor que inspira la falta de medios de defensa,
serían vencedores e infundirían a estos gran miedo, así con la presencia de la
armada donde les parecía haber más gente de la que tenía, como también por
temor de los males y daños que esperarían poderles ocurrir si fuesen vencidos
en batalla. Además que era verosímil que en los campos fuera de la ciudad
hallarían muchos que no sospechaban la llegada de la armada, los cuales
queriéndose acoger de pronto a la ciudad, dejarían sus bienes y haciendas en el
campo, y todos los podrían tomar sin peligro, o la mayor parte, antes que los
dueños pudiesen salvarlos, con lo cual no faltaría dinero a los del ejército
para mantener el sitio de la ciudad.
Por
otra parte, haciendo esto, las otras ciudades de Sicilia, inmediatamente
escogerían pactar alianza y amistad con los atenienses y no con los
siracusanos, sin esperar a saber cuál de las dos partes lograba la victoria. Decía
además que para lo uno y para lo otro, ora se debiesen retirar, ora acometer a
los enemigos, habían de ir primero con su armada al puerto de Mégara, así por
ser lugar desierto, como también porque estaba muy cerca de Siracusa por mar y
por tierra.
Así
habló Lámaco, apoyando en cierto modo con sus argumentos el parecer de
Alcibíades.
Pasado
esto, Alcibíades partió con su trirreme derechamente a la ciudad de Mesena, y
requirió a los habitantes a que trabaran amistad y alianza con los atenienses;
mas no pudo conseguirlo ni le dejaron entrar en su ciudad, aunque le ofrecieron
que le darían mercado franco fuera de ella, donde pudiese comprar vituallas y
otras provisiones necesarias para sí y los suyos.
Alcibíades
volvió a Reggio, donde inmediatamente él y los otros capitanes mandaron
embarcar una parte de la gente de la armada dentro de sesenta trirremes, los
abastecieron de las vituallas necesarias, y dejando lo restante del ejército en
el puerto de Reggio con uno de los capitanes, los otros dos partieron
directamente a la ciudad de Naxos con las sesenta naves, y fueron recibidos en
ella de buena gana por los ciudadanos.
De
allí se dirigieron a Catania, donde no les quisieron recibir, porque una parte
de los ciudadanos era del partido de los siracusanos. Por esta causa viéronse
obligados a dirigirse más arriba hacia la ribera de Terias, donde pararon todo
aquel día, y a la mañana siguiente fueron a Siracusa con todos sus barcos
puestos en orden en figura de cuerno, de los cuales enviaron diez delante hacia
el gran puerto de la ciudad para reconocer si había dentro otros buques de los
enemigos.
Cuando
todos estuvieron juntos a la entrada del puerto, mandaron pregonar al son de la
trompeta que los atenienses habían ido allí para restituir a los leontinos en
sus tierras y posesiones conforme a la amistad y alianza, según les obligaban el
deudo y parentesco que con ellos tenían, por tanto que denunciaban y hacían
saber a todos aquellos que fuesen de nación leontinos y se hallasen a la sazón
dentro de la ciudad de Siracusa, se pudiesen retirar y acoger a su salvo a los
atenienses como a sus amigos y bienhechores.
Después
de dar este pregón y de reconocer muy bien el asiento de la ciudad y del puerto
y de la tierra que había en contorno para ver de que parte la podrían mejor
poner cerco, regresaron todos a Catania, y de nuevo requirieron a los
ciudadanos para que les dejasen entrar en la ciudad como amigos.
Los
habitantes, después de celebrar consejo, les dieron por respuesta que en manera
alguna dejarían entrar la gente de la armada, pero que si los capitanes querían
entrar solos, los recibirían y oirían de buena gana cuanto quisieran decir, lo
cual fue así hecho, y estando todos los de la ciudad reunidos para dar
audiencia a los capitanes, mientras estaban atentos a oír lo que Alcibíades les
decía, la gente de la armada se metió de pronto por un postigo en la ciudad, y
sin hacer alboroto ni otro mal alguno andaban de una parte a otra comprando
vituallas y otros abastecimientos necesarios. Algunos de los ciudadanos que
eran del partido de los siracusanos, cuando vieron la gente de guerra de la
armada dentro, se asustaron mucho, y sin más esperar huyeron secretamente.
Estos no fueron muchos y todos los otros que habían quedado acordaron hacer paz
y alianza con los atenienses. Por este suceso fue ordenado a todos los
atenienses que habían quedado con lo restante de la armada en Reggio que
viniesen a Catania. Cuando estuvieron juntos en el puerto de Catania y hubieron
puesto en orden su campo, tuvieron aviso de que si iban directamente a Camarina,
los ciudadanos les darían entrada en su ciudad, y también que los siracusanos
aparejaban su armada. Con esta nueva partieron todos navegando hacia Siracusa,
más no viendo ninguna armada aparejada de los siracusanos volvieron atrás y
fueron a Camarina. Al llegar cerca del puerto hicieron pregonar a son de
trompeta, y anunciar a los camarinos su venida, mas éstos no les quisieron
recibir diciendo que estaban juramentados para no dejar entrar a los atenienses
dentro de su puerto con más de una nave, salvo el caso de que ellos mismos les
enviasen a llamar para que fueran con barcos. Con esta respuesta se retiraron
los atenienses sin hacer cosa alguna.
A
la vuelta de Camarina saltaron en tierra en algunos lugares de los siracusanos
para saquearlos, mas la gente de a caballo que estos tenían acudió en socorro
de los lugares, y hallando a los remadores y desordenados a los atenienses
ocupándose en robar, dieron sobre ellos y mataron muchos, porque estaban
armados a la ligera. Los atenienses se retiraron a Catania.
X
Después
que los atenienses estuvieron reunidos en Catania aportó allí el trirreme de
Atenas llamado Salaminia, que los de la ciudad habían enviado para que
Alcibíades regresara a fin de responder a la acusación que le habían hecho
públicamente, y con él citaban a otros muchos que había en el ejército,
considerándoles culpados por muchos indicios de complicidad en el crimen, de
violar y profanar los misterios y sacrificios, y del de romper y denostar las
estatuas e imágenes de Hermes arriba dichas.
Después
de partir la armada, los atenienses no dejaron de hacer su pesquisa y proseguir
sus investigaciones, no parando solamente en pruebas y conjeturas aparentes,
sino que, pasando más adelante, daban fe y crédito a cualquier sospecha por
liviana que fuese. Fundando su convencimiento en los dichos y deposiciones de
hombres viles e infames, prendieron a muchas personas principales de la ciudad,
pareciéndoles que era mejor escudriñar y averiguar el hecho por toda clase de
pesquisas y conjeturas, que dejar libre un solo hombre aunque fuese de buena
fama y opinión, por no decir que los indicios que había contra él eran
insuficientes para convencerle de que debía estar a derecho y justicia.
Hacían
esto porque sabían de oídas que la tiranía y mando de Pisístrato, que en
tiempos pasados había dominado en Atenas, fue muy dura y cruel, no siendo destruida
por el pueblo ni por Harmodio, sino por los lacedemonios. Este recuerdo les
infundía gran temor y recelo, y cualquier sospecha la atribuían a la peor
parte. Aun-que a la verdad la osadía de Aristogitón y de Harmodio en matar al
tirano fue por amores según declararé en adelante, y mostraré que los
atenienses y los otros griegos hablan a su capricho y voluntad de sus tiranos y
de los hechos que ejecutaron, sin saber nada de la verdad, pues la cosa pasó
así.
Muerto
Pisístrato en edad avanzada, le sucedió en el señorío de Atenas Hipias, que era
su hijo mayor y no Hiparco como algunos dijeron.
Había
en la ciudad de Atenas un mancebo llamado Harmodio muy gracioso y apacible a
quien Aristogitón, que era un hombre de mediano estado en la ciudad, tenía mucho
cariño. Este Harmodio fue acusado por Hiparco, hijo de Pisístrato, de infame y malo,
de lo cual el mancebo se quejó a Aristogitón, que por temor de que ocurriese
mal a quien él tenía tan buena voluntad por la acusación de Hiparco, que era
hombre de mando y autoridad en la ciudad, se propuso favorecerle so color de
que Hiparco quería usurpar la tiranía de la ciudad.
Entretanto,
Hiparco procuraba atraer a sí el mancebo y ganar su amistad con halagos; mas
viendo que no conseguía nada por esta vía, pensó afrentarle por justicia, sin usar
de otra fuerza ni violencia, que no era lícita entonces, porque los tiranos en aquel
tiempo no tenían más mando y autoridad sobre sus súbditos que la que les daba
el derecho y la justicia, y por esto, y porque los que a la sazón eran tiranos
se ejercitaban en ciencia y virtud, sus mandos no eran tan envidiados ni tan
odiosos al pueblo como lo fueron después, porque no cobraban otros tributos a los súbditos y ciudadanos
sino la veintena parte de su renta, y con ésta hacían muchos edificios y
reparos en la ciudad, y adornaban los templos con sacrificios, y mantenían
grandes guerras con sus vecinos y comarcanos.
En
lo demás dejaban el mando y gobierno enteramente a la ciudad para que se
gobernase según sus leyes y costumbres antiguas, excepto que por su autoridad
uno de ellos era siempre elegido por el pueblo para los cargos más principales
de la República, que le duraban un año.
El
hijo de Hipias, llamado Pisístrato como su abuelo, teniendo mando y señorío en
Atenas después de la muerte de su padre, hizo en medio del mercado un templo dedicado
a los doce dioses, y entre ellos un ara en honor del dios Apolo Pítico, con un
letrero que después fue por el pueblo cancelado, pero todavía se puede leer aunque con dificultad
por estar las letras medio borradas, el cual letrero dice así: «Pisístrato,
hijo de Hipias, puso esta memoria de su imperio y señorío en el templo de Apolo
Pítico».
Lo
que arriba he dicho de que Hipias, hijo de Pisístrato, tuvo el mando y señorío
en Atenas porque era el hijo mayor, no solamente lo puedo afirmar por haberlo
averiguado con certeza, sino que también lo podrá saber cualquiera por la fama
que hay de ello. No se hallará que ninguno de los hijos legítimos de Pisístrato
tuviese hijos sino él, según se puede ver por los letreros antiguos que están
en las columnas del templo y en la fortaleza de Atenas, en que se hace memoria
de las arbitrariedades de los tiranos, y donde nada absolutamente se dice de los
hijos de Hiparco y de Tesalo, sino solamente de cinco hijos que hubo Hipias en
Mirsina, su mujer, hija de Calias, hijo a su vez de Hiperóquidas. Como es
verosímil que el mayor de estos hijos se casó primero, y también en el mismo
epitafio se le nombra el primero, de creer es que sucedió en la tiranía y
señorío a su padre, pues iba por éste a embajadas y a otros cargos. Esto es lo
que tiene alguna apariencia de verdad, porque si Hiparco fuera muerto cuando
tenía el señorío no lo hubiera podido tener Hipias inmediatamente. Se le ve,
sin embargo, ejercitar el mando y señorío el mismo día que murió el otro, como
quien mucho tiempo antes usa de su autoridad con los súbditos y no teme ocupar
el mando y señorío por ningún suceso que le ocurra a su hermano, como lo temiera
éste si le acaeciese a Hipias, que ya estaba acostumbrado y ejercitado en el
cargo.
Mas
lo que principalmente dio esta fama a Hiparco, y hace creer a todos los que
vinieron después, que fue el mismo que tuvo el mando y señorío de Atenas, es el
desastre que le ocurrió con motivo de lo arriba dicho, porque viendo que no
podía atraer a Harmodio a su voluntad le urdió esta trama.
Tenía este Harmodio una hermana doncella, la cual yendo en
compañía de otras doncellas de su edad a ciertas fiestas y solemnidades que se
hacían en la ciudad, y llevando en las manos un canastillo o cestilla como las
otras vírgenes, Hiparco la mandó echar fuera de la compañía por los ministros,
diciendo que no había sido llamada a la fiesta, pues no era digna ni merecedora
de hallarse en ella. Quería dar a entender por estas palabras que no era
virgen.
Esto ocasionó gran pesar a Harmodio, hermano de la
doncella, y mucho más a Aristogitón por causa de su afecto a Harmodio, y ambos,
juntamente con los cómplices de la conjuración, se dispusieron a ejecutar su venganza.
Para poderla realizar mejor, esperaban que llegasen las fiestas que llaman las
grandes Panateneas, porque en aquel día era lícito a cada cual llevar armas por
la ciudad sin sospecha alguna, y fue acordado entre ellos que el mismo día de
la fiesta, Harmodio y Aristogitón acometiesen a Hiparco, y los cómplices y
conjurados a sus ministros.
Aunque estos conjurados eran pocos en número para tener la
cosa más secreta, fácilmente se persuadían de que cuando los otros ciudadanos
que se hallasen juntos en aquellas fiestas les viesen dar sobre los tiranos, aunque
anteriormente no supiesen nada del hecho, viéndose todos con armas se unirían a
ellos y los favorecerían y ayudarían para recobrar también su libertad.
Llegado el día de la fiesta, Hipias estaba en un lugar fuera
de la ciudad llamado Cerámico con sus ministros y gente de guarda, ordenando
las ceremonias y pompas de aquella fiesta según corresponde a su cargo, y
cuando Harmodio y Aristogitón iban hacia él con sus dagas empuñadas para matarle,
vieron a uno de los conjurados que estaba hablando familiarmente con Hipias,
porque era muy fácil y humano en dar a todos audiencia. Cuando así le vieron
hablar, temieron que aquél le hubiese descubierto la cosa y ser inmediatamente
presos, por lo cual, ante todas cosas, determinaron tomar venganza del que
había sido causa de la conjuración, es decir, de Hiparco. Entraron para ello en
la ciudad y hallaron a Hiparco en un lugar llamado Leocorión, y por la gran ira
que tenían dieron sobre él con tanto ímpetu que le mataron en el acto.
Hecho
esto, Aristogitón se salvó al principio entre los ministros del tirano, pero
después fue preso y muy mal herido, Harmodio quedó allí muerto.
Al
saber Hipias en Cerámico lo ocurrido, no quiso ir inmediatamente al lugar donde
el hecho había sucedido, sino fue a donde estaban reunidos los de la ciudad armados
para salir con pompa en la fiesta antes de que supiesen el caso, y disimulando
y mostrando un rostro alegre, como si nada ocurriera, mandó a todos como
estaban que se retirasen sin armas a un cierto lugar que les mostró, lo cual
ellos hicieron pensando que les quería decir algo, y cuando llegaron envió sus
ministros para que les quitasen las armas y se apoderasen de aquellos de quien
tenía sospecha, principalmente de los que hallasen con dagas, porque la
costumbre era en aquella fiesta y solemnidad usar lanzas y escudos solamente.
De
esta manera, el amor impuro fue principio y causa del primer intento y empresa
contra los tiranos de Atenas, y ejecutóse temerariamente por el repentino miedo
que tuvieron los conjurados de ser descubiertos, de lo cual siguieron después
mayores daños, y más a los atenienses, porque en adelante los tiranos fueron
más crueles que habían sido hasta entonces.
Hipias,
por temor y sospechas de que atentaran contra él, mandó matar a muchos
ciudadanos atenienses, y procuró la alianza y amistad de los extranjeros, para
tener más seguridad en el caso de que hubiera alguna mudanza en su estado. Por esta
causa casó su hija, llamada Arquédica, con Hipocles, hijo de Ayantides, tirano
y señor de Lampsaco, y porque sabía que éste Ayantides tenía gran amistad con
el rey Darío de Persia, y podía mucho con él. De Arquédica se ve hoy en día el
sepulcro en Lampsaco, donde está un epitafio del tenor siguiente:
«aquí yace arquédica, hija de hipias, amparador y defensor
de grecia, la cual, aunque hubo el padre y marido y hermano e hijos reyes
tiranos, no por eso se engrió ni ensoberbeció para mal ninguno».
Tres
años después de pasado este hecho que arriba contamos, fue Hipias echado por
los lacedemonios y los alcmeónidas, desterrados de Atenas, de la tiranía y señorío
de esta ciudad. Retiróse primero por propia voluntad a Sigeón, y después a
Lampsaco con su consuegro Ayantides. De allí se fue con el rey Darío de Persia,
y veinte años después, siendo ya muy viejo, vino con los medos contra los
griegos, peleando en la jornada de Maratón.
Trayendo
a la memoria estas cosas antiguas, el pueblo de Atenas estaba más exasperado y
receloso y se movía más para la pesquisa de aquel hecho de las imágenes de
Hermes destrozadas y de los misterios y sacrificios violados y profanados que
antes hemos referido, temiendo volver a la sujeción de los tiranos, y creyendo
que todo aquello fuera hecho con intento de alguna conjuración y tiranía. Por
esta causa fueron presas muchas personas principales de la ciudad, y cada día
crecía más la persecución e ira del pueblo y aumentaban las prisiones, hasta
que uno de los que estaban presos, y que se presumía fuera de los más culpados,
por consejo y persuasión de uno de sus compañeros de prisión, descubrió la
cosa, ora fuese falsa o verdadera, porque nunca se pudo averiguar la verdad, ni
antes ni después, salvo que aquél fue aconsejado de que si descubría el hecho
acusándose a sí mismo y a algunos otros, libraría de sospecha y peligro a todos
los otros de la ciudad y tendría seguridad, haciendo esto, de poderse escapar y
salvarse.
Por
esta vía aquél confesó el crimen de las estatuas culpándose y culpando a otros
muchos que decía habían participado con él en el delito. El pueblo, creyendo
que decía verdad, quedó muy contento, porque antes estaba muy atribulado por no
saber ni poder hallar indicio ni rastro alguno de aquel hecho entre tan gran
número de gente.
Inmediatamente
dieron libertad al que había confesado el crimen, y con él a los que había
salvado. Todos los otros que denunció y pudieron ser presos sufrieron pena de
muerte, y los que se escaparon fueron condenados a muerte en rebeldía,
prometiendo premio a quien los matase, sin que se pudiese saber por verdad si
los que habían sido sentenciados tenían culpa o no.
Aunque
para en adelante la ciudad pensaba haber hecho mucho provecho, en cuanto a
Alcibíades, acusado de este crimen por sus enemigos y adversarios que le culpaban
ya antes de su partida, el pueblo se enojó mucho, y teniendo por averiguada su
culpa en el hecho de las estatuas, fácilmente creía que también había sido partícipe
en el otro delito de los sacrificios con los cómplices y conjurados contra el
pueblo.
Creció más la sospecha porque en aquella misma sazón vino
alguna gente de guerra de los lacedemonios hasta el Estrecho del Peloponeso, so
color de algunos tratos que tenían con los beocios, lo cual creían que había
sido por instigación del mismo Alcibíades, y que de no haberse prevenido los
atenienses deteniendo a los ciudadanos que habían preso por sospechas y
castigado a los otros, la ciudad estaría en peligro de perderse por traición.
Fue tan grande la sospecha que concibieron, que toda una
noche estuvieron en vela, guardando la ciudad, armados en el templo de Teseón;
y en este mismo tiempo los huéspedes y amigos de Alcibíades, que estaban en la
ciudad de Argos por rehenes, fueron tenidos por sospechosos de que querían organizar
algún motín en la ciudad, de lo cual, como diesen aviso a los atenienses, permitieron
éstos a los argivos que matasen a aquellos ciudadanos de Atenas que les fueron
dados en rehenes, y enviados por ellos a ciertas islas.
De esta manera era tenido Alcibíades por sospechoso en
todas partes; y los que le querían llamar a juicio para que le condenasen a
muerte, procuraron hacerle citar en Sicilia, y juntamente a los otros sus
cómplices de quien antes hemos hablado. Para ello enviaron la nave llamada Salaminia,
y mandaron a sus nuncios le notificasen que inmediatamente les siguiese y
viniera con ellos a responder al emplazamiento, pero que no le prendiesen así
por temor a que los soldados que tenía a su cargo se amotinasen, como también
por no estorbar la empresa de Sicilia, y principalmente por no indignar a los
mantineos ni a los argivos ni perder su amistad, pues éstos, por intercesión
del mismo Alcibíades, se habían unido a los atenienses para aquella empresa.
Viendo
Alcibíades el mandato y plazo que le hacían de parte de los atenienses, se
embarcó en un trirreme, y con él todos los cómplices que fueron citados, y
partieron con la nave Salaminia que había ido a citarles, fingiendo que
querían ir en su compañía desde Sicilia a Atenas, mas cuando llegaron al cabo de
Turio, se apartaron de la Salaminia y viendo los de esta nave que los habían
perdido de vista y no podían hallar rastro aunque procuraban saber noticias de
ellos, se dirigieron a Atenas.
Poco
tiempo después, Alcibíades partió de Turio y fue a desembarcar en tierra del
Peloponeso, como desterrado de Atenas.
Al
llegar la Salaminia al Pireo fue condenado a muerte en rebeldía por los
atenienses, como también los que le acompañaban.
XI
Después
de la partida de Alcibíades los otros dos capitanes de los atenienses que
quedaron en Sicilia dividieron el ejército en dos partes, y por suerte cada
cual tomó a su cargo una.
Hecho
esto partieron ambos con todo el ejército hacia Selinunte y Egesta para saber si
los egestenses estaban decididos a darles el socorro de dinero que les habían
prometido, y conocer el estado en que encontraban los negocios de los selinuntios,
y las diferencias que tenían con los egestenses.
Navegando
al largo de la mar, dejando a la isla de Sicilia a la parte del mar Jónico, a
mano izquierda vinieron a aportar delante de la ciudad de Himera, la única en
aquellas partes habitada por griegos; pero los de Himera no quisieron recibir a
los atenienses, y al partir de allí fueron derechamente a una villa nombrada
Hicaras, la cual, aunque poblada por sicilianos, era muy enemiga de los
egestenses, y por esta causa la robaron y saquearon, entregándola después a los
egestenses.
Entretanto
llegó la gente de a caballo de los egestenses, que con la infantería de los
atenienses se internaron en la isla, robando y destruyendo todos los lugares
que hallaron hasta Catania. Sus barcos iban costeando a lo largo de la mar, y en
ellos cargaban toda la presa que cogían, así de cautivos y bestias como de
otros despojos.
Al
partir de Hicaras, Nicias fue derechamente a la ciudad de Egesta, donde recibió
de los egestenses treinta talentos para el pago del ejército, y habiendo
provisto allí las cosas necesarias, volvió con ellos al ejército.
Además de esta suma percibió hasta ciento y veinte
talentos que importó el precio de los despojos vendidos.
Después fueron navegando alrededor de la isla, y de pasada
ordenaron a sus aliados y confederados que les enviasen la gente de socorro que
les habían prometido, y así, con la mitad de su armada vinieron a aportar
delante de la villa de Hibla, que está en tierra de Gela, y era del partido
contrario, pensando tomarla por asalto; mas no pudieron salir con su empresa, y
en tanto llegó el fin del verano.
Al
principio del invierno los atenienses dispusieron todas las cosas necesarias
para poner cerco a Siracusa, y también los siracusanos se preparaban para
salirles al encuentro, porque al ver que los atenienses no habían osado
acometerles antes, cobraron más ánimo y les tenían menos temor. Alentábales el
saber que habiendo recorrido los enemigos la mar por la otra parte, bien lejos
de su ciudad, no pudieron tomar la villa de Hibla; de lo cual los siracusanos
estaban tan orgullosos, que rogaban a sus capitanes los llevasen a Catania
donde acampaban los atenienses puesto que no osaban ir contra ellos, y los siracusanos
de a caballo iban diariamente a correr hasta el campo de los enemigos. Entre
otros baldones y denuestos que les decían, preguntábanles si habían ido para morar
en tierra ajena y no para restituir a los leontinos en la suya.
Entendiendo
esto los capitanes atenienses, procuraban atraer los caballos siracusanos y
apartarlos lo más lejos que pudiesen de la ciudad, para después más seguramente
llegar de noche con su armada delante de Siracusa y establecer su campamento en
el lugar que les pareciese más conveniente, pues sabían bien que si al saltar
en tierra hallaban a los enemigos en orden y a punto para impedirles el
desembarco, o si querían tomar el camino por tierra con el ejército desde allí
hasta la ciudad, les sería más dificultoso, porque la caballería podría hacer
mucho daño a sus soldados que iban armados a la ligera, y aun a toda la
infantería, a causa de que los atenienses tenían muy poca gente de a caballo, y
haciendo lo que habían pensado, podrían, sin estorbo alguno, tomar el lugar que
quisiesen para asentar su campamento antes que la caballería siracusana
volviese. El lugar más conveniente se lo indicaron algunos desterrados de
Siracusa, que acompañaban al ejército y era junto al templo de Olimpo.
Para
poner en ejecución su propósito usaron de este ardid: enviaron un espía, en
quien confiaban mucho los capitanes siracusanos, sabiendo de cierto que darían
crédito a lo que les dijese. Éste fingió ser enviado por algunas personas
principales de la ciudad de Catania, de donde era natural, y los mismos
capitanes le conocían muy bien y sabían su nombre, diciéndoles que éstos de Catania
eran todavía de su partido, y que si querían ellos les harían ganar la victoria
contra los atenienses por este medio. Una parte de los atenienses estaban aún
dentro de la villa sin armas. Si los siracusanos querían salir un día señalado
de su ciudad e ir con todas sus fuerzas a la villa, de manera que llegasen al
despuntar el alba los principales de Catania, que les nombró por amigos con sus
cómplices, expulsarían fácilmente a los atenienses que estaban dentro de la
villa y pondrían fuego a los barcos que tuvieran en el puerto; hecho esto, los
siracusanos daban sobre el campo de los atenienses asentado fuera de la villa y
los pondrían vencer y desbaratar sin riesgo ni peligro.
Además
decía que había otros muchos ciudadanos en Catania convenidos para esta
empresa, los cuales estaban prontos y determinados a ponerla por obra, y que
por esto sólo le habían enviado.
Los
capitanes siracusanos, que eran atrevidos y además tenían codicia de buscar a
los enemigos en su campo, creyeron de ligero a este espía, y conviniendo con él
el día en que se habían de hallar en Catania, le enviaron con la respuesta a
los mismos principales habitantes, que el espía decía le habían dado aquella
comisión.
El
día señalado salieron todos los de Siracusa con el socorro de los selinuntios y
algunos otros aliados que habían ido para ayudarles. Iban sin orden ni
concierto alguno por la gana que tenían de pelear y fueron a alojarse en un
lugar cerca de Catania, junto al río de Simeto, en tierra de los leontinos.
Entonces
los atenienses, sabiendo de cierto su llegada, mandaron embarcar toda la gente
de guerra que tenían, así atenienses como sicilianos, y algunos otros que se
les habían unido, y de noche desplegaron las velas y navegaron derechamente
hacia Siracusa, donde arribaron al amanecer y echaron áncoras en el gran puerto
que está delante del templo de Olimpo para saltar en tierra.
Entretanto,
la gente de a caballo de los siracusanos que había partido para Catania, al
saber que todos los barcos de la armada de los atenienses habían partido de
Catania, dieron aviso de ello a la gente de a pie, y todos se volvieron para
acudir en socorro de su ciudad; mas por ser el camino largo por tierra, antes
de que pudiesen llegar, los atenienses habían desembarcado y alojado su campo
en el lugar escogido por mejor, desde donde podían pelear con ventaja sin
recibir daño de la gente de a caballo antes que pudiesen hacer sus parapetos, y
menos después de hacerlos, porque estaba resguardado de baluartes y algunos
edificios viejos que había allí, y además por la mucha arboleda y un estanque y
cavernas de madera, de suerte que no podían venir sobre ellos por aquel lado,
sobre todo gente de a caballo. Por la otra parte, habían cortado muchos árboles
que estaban cerca, y los habían llevado al puerto, clavándolos atravesados en
cruz para impedir o estorbar que pudiesen atacar a los barcos. También por la
parte que su campo estaba más bajo y la entrada mejor para los enemigos, hicieron
un baluarte con grandes piedras y maderos a toda prisa, de suerte que con gran
dificultad podían ser atacados por allí, después rompieron el puente que había
por donde podían pasar a las naves.
Todo
esto lo hicieron sin riesgo y sin que persona alguna saliese de la ciudad a
estorbarlos, porque todos estaban fuera, como he dicho, y no habían vuelto de
Catania. La caballería llegó primero y poco después toda la gente de a pie que
había salido del pueblo. Todos juntos fueron hacia el campo de los atenienses,
mas viendo que no salían contra ellos se retiraron y acamparon a la otra parte
del camino que va a Eloro.
Al día siguiente, los atenienses salieron a pelear y ordenaron
sus haces de esta manera. En la punta derecha pusieron a los argivos y
mantineos, en la siniestra a los otros aliados y en medio los atenienses. La
mitad del escuadrón estaba compuesto de ocho hileras por frente, y la otra
mitad situada a la parte de las tiendas y pabellones de otras tantas, todo
cerrado. A esta postrera mandaron que acudiese a socorrer a la parte que viesen
en aprieto. Entre estos dos escuadrones pusieron el bagaje y la gente que no
era de pelea.
De
la parte contraria, los siracusanos pusieron a punto su gente, así los de la ciudad como los extranjeros,
todos bien armados, entre los cuales estaban los selinuntios, que fueron los
primeros en avanzar, y tras ellos los de Gela que eran hasta doscientos
caballos, y los de Camarina hasta veinte, y cerca de cincuenta flecheros. Pusieron
todos los de a caballo en la punta derecha que serían hasta mil y doscientos, y
tras ellos toda la otra infantería y los tiradores. Estando las haces ordenadas
a punto de batalla, porque los atenienses eran los primeros que habían de
acometer, Nicias, su capitán, puesto en medio de todos les habló de esta
manera:
XII
«Varones
atenienses y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, no necesito
haceros grandes amonestaciones para la batalla, aunque para esto sólo os habéis
reunido aquí; y no lo necesito, porque a mi parecer este aparato de guerra que
al presente veis que tenemos tan bueno, es más que bastante para daros esfuerzo
y osadía, y mejor que todas las razones por convincentes que fuesen, si por el
contrario tuviésemos fuerzas muy flacas. Porque estando aquí juntos argivos,
mantineos y atenienses, y las mejores y más principales de las islas, decidme,
¿hay razón para que con tantos y tan buenos amigos y compañeros de guerra no
tengamos por cierta y segura la victoria? Con tanto más motivo cuanto que
nuestra contienda es con hombres de comunidad y canalla, no escogidos para
pelear como nosotros, y estos sicilianos, aunque de lejos nos desafían, de
cerca no se atreverán a esperarnos, porque no tienen tanto saber ni experiencia
en las armas cuanto atrevimiento y osadía.
»Por
tanto, bueno será que cada cual de vosotros piense consigo mismo que aquí
estamos en tierra extraña y muy lejos de la nuestra, y que por ninguna vía
estos sicilianos serán amigo nuestros, ni los podemos conquistar ni ganar de
otra suerte sino con las armas en la mano peleando animosamente.
»Quiero,
pues, deciros todas las razones contrarias a las que sé muy bien que dirán los
capitanes enemigos a los suyos. Diránles que miren pelean por la honra y defensa
de su tierra, y yo os digo que miréis que nosotros estamos en tierra extraña,
en la cual nos conviene vencer peleando o perder del todo la esperanza de poder
regresar salvos a la nuestra, pues sabemos la mucha caballería que tienen, con
la cual nos podrán destruir si una vez nos viesen desordenados.
»Así,
pues, como hombres valientes y animosos, acordándoos de vuestra virtud y
esfuerzo, acometed con ánimo y corazón a vuestros enemigos, y pensad que la
necesidad en que podemos encontrarnos es mucho más de temer que las fuerzas y
poder de los enemigos».
Cuando
Nicias arengó de esta manera a los suyos, mandó que saliesen derechamente
contra los enemigos, los cuales no esperaban que los atenienses les presentaran
la batalla tan pronto, y por esta causa algunos habían ido a la ciudad que estaba
cerca de su campamento. Mas al saber la venida de los enemigos salieron a buen
trote de la ciudad para unirse con los suyos y ayudarles, aunque no pudieron ir
ordenadamente, sino mezclados y entremetidos unos con otros.
En
esta batalla, como en las otras, mostraron que no tenían menos esfuerzo y
osadía que los contrarios ni menos saber ni experiencia de la guerra que los
atenienses, defendiéndose y acometiendo valerosamente al ver la oportunidad, y
cuando les era forzado retirarse lo hacían, aunque muy contra su voluntad.
Esta
vez, no creyendo que los atenienses les acometerían los primeros, y a causa de
ellos, cogidos por sorpresa, arrebataron sus armas y les salieron al encuentro.
Al
principio hubo una escaramuza de ambas partes entre los honderos y flecheros y
tiradores que duró buen rato, revolviendo los unos sobre los otros, según suele
suceder en tales encuentros de gente de guerra armados a la ligera. Más después
que los adivinos de una parte y de la otra declararon que los sacrificios se
les mostraban prósperos y favorables, dieron la señal para la batalla y
llegaron a encontrarse los unos contra los otros en el orden arriba dicho con gran
ánimo y osadía, porque los siracusanos tenían en cuenta que peleaban por su
patria, por la vida y salud de todos y por su libertad en lo porvenir, y por el
contrario, los atenienses pensaban que combatían por conquistar y ganar la tierra
ajena, y no recibir mal ni daño en la suya propia si fuesen vencidos, y los
argivos y los otros aliados suyos que eran libres y francos, por ayudar a los
atenienses señaladamente en aquella jornada, y también por la codicia que cada
cual de ellos tenía de volver rico y victorioso a su tierra.
Los
otros súbditos de los atenienses peleaban también de tan buena gana, porque no
esperaban poder regresar salvos a su tierra si no alcanzaban la victoria, y
aunque otra cosa no les moviera, pensaban que haciendo su deber y peleando
valientemente, en adelante serían mejor tratados por sus señores, por razón de
haberles ayudado a conquistar tan hermosa tierra.
Cuando
cesaron los tiros de venablos y piedras de una parte y de otra, al venir a las
manos, pelearon gran rato sin que los unos ni los otros retrocediesen; mas estando
en el combate sobrevino un gran aguacero con muchos truenos y relámpagos, de lo
cual los siracusanos, que entonces peleaban por primera vez, se espantaron
grandemente por no estar acostumbrados a las cosas de la guerra; pero los
atenienses, que tenían más experiencia y estaban habituados a ver semejantes
tempestades, atribuyeron aquello a la estación del año y no hacían caso. Esto
aumentó el miedo de los siracusanos, pensando que los enemigos tomaban aquellas
señales del cielo en su favor y en daño de ellos.
Los
primeros de todos los argivos por una parte y los atenienses por otra, cargaron
tan reciamente sobre el ala izquierda de los siracusanos que los desbarataron y
pusieron en huída, aunque no los siguieron gran trecho al alcance, por temor a
la gente de a caballo de los enemigos, que era mucha y no había sido aún rota,
sino que estaba firme y fuerte en su posición, y cuando iban algunos de los
atenienses demasiado adelante, los suyos salían a ellos y los detenían mal de su
grado.
Por
esta causa los atenienses seguían cerrados en un escuadrón al alcance de los
siracusanos que huían hacia donde pudieron. Después se retiraron en orden a su
campo, y allí levantaron trofeo en señal de victoria. Los siracusanos se
retiraron asimismo lo mejor que pudieron y se reunieron en su campamento, junto
al camino de Eloro. Desde allí enviaron parte de su gente al templo de Olimpo
que estaba cerca, temiendo que los atenienses fueran a robarlo, porque había
dentro gran cantidad de oro y plata, y el resto del ejército se metió en la
ciudad. Los atenienses no quisieron ir hacia el templo ocupándose en recoger
los suyos que habían muerto en la batalla, y estuvieron quedos aquella noche.
Al
día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a los atenienses, les
pidieron sus muertos para sepultarlos, hallando entre todos, así de los
ciudadanos como de sus aliados, hasta doscientos cincuenta, y de los atenienses
y de sus aliados cerca de cincuenta.
Cuando
los atenienses quemaron los muertos, según tenían por costumbre, recogidos sus
huesos con los despojos de los enemigos volvieron a Catania, porque ya se
acercaba el invierno y no era tiempo de hacer guerra, ni tampoco tenían buenos
recursos para hacerla hasta que llegara la gente de a caballo que esperaban,
así de los atenienses como de sus aliados, y además dinero para pagar los
equipos y provisiones necesarias. Proyectaban también tener durante el invierno
negociaciones e inteligencias con algunas ciudades de Sicilia, y atraerlas a su
devoción y partido, teniendo por causa bastante el buen suceso de la victoria
alcanzada, y además querían acopiar las provisiones de vituallas y de todas las
otras cosas necesarias para poner de nuevo cerco a Siracusa en el verano. Estas
fueron en efecto las causas principales que movieron a los atenienses a pasar
el invierno en Catania y en Naxos.
XIII
Después
que los siracusanos sepultaron sus muertos e hicieron las exequias
acostumbradas, se reunieron todos en consejo, y en este ayuntamiento
Hermócrates, hijo de Hermón, que era tenido por hombre sabio y prudente y
avisado para todos los negocios de la República, y muy experimentado en los
hechos de la guerra, les dijo muchas razones para animarles, diciendo que la
pérdida pasada no había sido por falta de consejo, sino por haberse
desordenado; ni era tan grande como pudiera razonablemente esperarse, considerando
que de su parte no había sino gente vulgar y no experimentados en la guerra, y
que los atenienses, sus enemigos, eran los más belicosos de toda Grecia y
tenían la guerra por oficio más que otra cosa alguna. Además les había dañado
en gran manera los muchos capitanes que tenían los siracusanos, que pasaban de
quince, los cuales no eran muy obedecidos por los soldados.
Empero,
si querían elegir pocos capitanes buenos y experimentados, y mientras pasase el
invierno reunir buen número de gente de guerra, proveer de armas a los que no
las tenían y ejercitarles en ellas en todo este tiempo, podían tener esperanza
de vencer a sus contrarios a tiempo venidero con tal que juntasen a su esfuerzo
y osadía buen orden y discreción, porque hay dos cosas muy necesarias para la
guerra: el orden para saber prevenir y evitar los peligros, y el esfuerzo y osadía
para poner en ejecución lo que la razón y discreción les mostrase.
Díjoles
que también era necesario que los capitanes que eligiesen, siendo pocos como
arriba es dicho, tuviesen poder y autoridad bastante en las cosas de guerra para
hacer todo aquello que les pareciese necesario y conveniente para bien y pro de
la República, tomándoles el juramento acostumbrado en tal caso, y por esta vía
se podrían tener secretas las cosas que debían ser ocultas, y hacerse todas las
otras provisiones necesarias sin contradicción alguna.
Cuando
los siracusanos oyeron las razones de Hermócrates todos las aprobaron y
tuvieron por buenas, e inmediatamente eligieron al mismo Hermócrates por uno de
tres capitanes, y con él a Heráclides, hijo de Sisímico, y a Sícano, hijo de
Excestes. Estos tres nombraron embajadores para rogar a los lacedemonios y a
los corintios que se unieran con ellos contra los atenienses, y que todos a una
les hiciesen tan cruel guerra en su tierra misma, que les fuese forzoso dejar a
Sicilia para ir a defender su patria, y si no quisiesen hacer esto, que a lo
menos enviasen a los siracusanos socorro de gente de guerra por mar.
La
armada de los atenienses que estaba en Catania fue derechamente a Mesena con
esperanza de poderla tomar por tratos e inteligencias con algunos de los ciudadanos,
mas no pudieron lograr su empresa porque Alcibíades, sabiendo estos tratos
después que partió del campamento y viéndose ya desterrado de Atenas, por hacer
daño a los atenienses descubrió en secreto la traición a los de la ciudad, que
eran del partido de los siracusanos, los cuales primeramente mataron a los ciudadanos
que hallaron culpados, y después excitaron a los otros del pueblo contra los
atenienses, y todos a una opinaron que no fueran recibidos en la ciudad.
Los
atenienses, después de estar trece días delante de la ciudad, viendo que el
invierno llegaba, que comenzaban a faltarles los víveres, y también que no
podían lograr su propósito, se retiraron a Naxos, donde fortificaron su campo
con fosos y baluartes para pasar el invierno, y enviaron un trirreme a Atenas
para que les mandaran socorro de gente de a caballo y dinero, a fin de que al
llegar la primavera pudiesen salir al campo con su gente.
Por otra parte, los siracusanos durante el invierno
cercaron de muro y fortalecieron todo el arrabal, que está a la parte de las
Epípolas, para que, si por mala dicha otra vez fuesen vencidos en batalla,
tuviesen mayor sitio donde acogerse dentro de la cerca de la ciudad. Además
hicieron nuevas fortificaciones junto al templo de Olimpo y el lugar llamado Mégara,
y pusieron gente de guarnición en estas playas. Para más seguridad construyeron
fuertes en todas las partes donde los enemigos pudiesen saltar en tierra contra
los de la ciudad.
Sabiendo
después que los atenienses invernaban en Naxos, salieron de la ciudad con toda
la gente de armas que en ella había, y fueron derechamente a Catania, robaron y
talaron la tierra, y quemaron las tiendas y pabellones que los atenienses
habían dejado de cuando asentaron allí su campamento, y hecho esto regresaron a
sus casas.
XIV
Pasadas
estas cosas, y advertidos los siracusanos de que los atenienses habían enviado
embajadores a los camarinos para confirmar la confederación y alianza que en
tiempo pasado habían hecho con Laques, capitán que a la sazón era de los
atenienses, también les enviaron embajadores, porque no confiaban mucho en
ellos, a causa de que en la anterior jornada se habían mostrado perezosos en
enviarles socorro; sospechaban que en adelante no les quisiesen ayudar, y acaso
favorecer el partido de los atenienses, viendo que habían sido vencedores en la
batalla, haciendo esto so color de aquella confederación y alianza antigua.
Llegados
a Camarina, de parte de los siracusanos, Hermócrates con algunos otros
embajadores, y de la de los atenienses, Eufemo con otros compañeros, el primero
de todos Hermócrates, delante de todo el pueblo que para esto se había reunido,
queriendo acriminar a los atenienses, habló de esta manera:
«Varones
camarinos, no penséis que somos aquí enviados de parte de los siracusanos por
temor alguno que tengamos de que os asuste esta armada y poder de los
atenienses, sino por sospecha de que con sus artificios y sutiles razones os
persuadan de lo que quieren, antes que podáis ser avisados por nosotros.
»Vienen
a Sicilia con el pretexto y el achaque que vosotros habéis oído, pero con otro
pensamiento que todos sospechamos. Y a mi parecer, tengo por cierto que no han
venido para restituir a los leontinos en sus tierras y posesiones, sino antes
para echarnos de las nuestras, pues no es verosímil que los que echan a los
naturales de Grecia de sus ciudades, quieran venir aquí para restituir a los de
esta tierra en las ciudades de donde fueron expulsados, ni que tengan tan gran
cuidado de los leontinos como dicen, porque con calcideos como sus deudos y parientes,
y a los mismos calcideos, de donde estos leontinos descienden, los han puesto
en servidumbre. Antes es de pensar que, con la misma ocasión que tomaron la tierra
de aquéllos, quieren ahora ver si pueden tomar estas nuestras.
»Como
todos sabéis, siendo estos atenienses elegidos por caudillos del ejército de
los griegos para resistir a los medos por voluntad de los jonios y otros
aliados suyos, los sujetaron y pusieron bajo su mando y señorío, a unos so
color de que habían despedido la gente de guerra sin licencia, a los otros con
achaque de las guerras y diferencias que tenían entre sí, y a otros por otras
causas que ellos hallaron buenas para su propósito cuando vieron oportunidad de
alegarlas.
»De
manera que se puede decir con verdad, que los atenienses no hicieron entonces
la guerra por la libertad de Grecia, ni tampoco los otros griegos por su
libertad, sino que la hicieron a fin de que los griegos fuesen sus siervos y
súbditos antes que de los medos, y los mismos griegos pelearon por mudar de
señor, no por cambiar señor mayor por menor, sino solamente uno que sabe mandar
mal por otro que sabe mandar bien.
»Y
aunque la ciudad y república de Atenas, con justa causa, sea digna de
reprensión, empero no venimos ahora aquí para acriminarla delante de aquellos
que saben y entienden muy bien en lo que éstos nos pueden haber injuriado, sino
para acusar y reprender a nosotros mismos los sicilianos, que teniendo ante los
ojos los ejemplos de los otros griegos sujetados por los atenienses no pensamos
en defendernos de ellos, y en desechar estas sus cautelas y sofisterías con que
pretenden engañarnos, diciendo que han venido para ayudar y socorrer a los leontinos
como a sus deudos y parientes, y a los egestenses como a sus aliados y
confederados.
»Paréceme,
pues, que debemos pensar en nuestro derecho y mostrarles claramente que no
somos jonios ni helespontinos, ni otros isleños siempre acostumbrados a
someterse a los medos o a otros, mudando de señor según quien les conquista, sino que somos dorios de nación,
libres y francos, y naturales del Peloponeso, que es tierra libre y franca, y
que habitamos en Sicilia.
»No
esperemos a ser tomados y destruidos ciudad por ciudad, sabiendo de cierto que
por esta sola vía podemos ser vencidos, y viendo que éstos sólo procuran
apartarnos y desunirnos, a unos con buenas palabras y razones, y a otros con la
esperanza de su amistad y alianza, y revolvernos a todos para que nos hagamos
guerra unos a otros, usando de muy dulces y hábiles palabras ahora, para
después hacernos todo el mal que pudieren cuando vieren la suya.
»Y
si alguno hay entre vosotros que piense que el mal que ocurriese al otro, no
siendo su vecino cercano está muy lejos de él, que no le podrá tocar el mismo
daño y desventura, y que no es él de quien los atenienses son enemigos, sino
solo los siracusanos, siendo por esto locura exponer su patria a peligro por
salvar la mía, le digo que no entiende bien el caso, y que ha de pensar que defendiendo
mi patria defiende la suya propia tanto como la mía, y que tanto más
seguramente, y más a su ventaja lo hace teniéndome en su compañía antes que yo
sea destruido y pueda mejor ayudarle.
»Tengan
todos en cuenta que los atenienses no han venido para vengarse de los
siracusanos a causa de alguna enemistad que tuviesen con ellos, sino queriendo
con este pretexto confirmar la amistad y alianza que tienen con vosotros.
»Si
alguno nos tiene envidia o temor, porque siempre ha sido costumbre que los más
poderosos sean envidiados o temidos de los más flacos y débiles, por esto le parece
que cuanto más mal y daño recibieran los siracusanos tanto más humildes y
tratables serán en adelante, y los débiles podrán tener más seguridad; este tal
se confía en lo que no está en el poder ni voluntad humana, porque los hombres
no tienen la fortuna en su mano como tienen su voluntad, y si la cosa por
ventura ocurriera de muy distinta manera que él pensaba, pesándole de su mal propio,
querría tener otra vez envidia de mí y de mis bienes, como la tuvo antes, lo
cual sería imposible después de negarme su ayuda en los peligros de la fortuna
que se podían llamar tanto suyos como míos, no solamente de nombre y palabra,
sino de hecho y de obra. Por tanto, el que nos ayudare y defendiere en este
caso, aunque parezca que salva y defiende nuestro estado y poder, de hecho
salva y defiende el suyo propio.
»Y
a la verdad, la razón requería que vosotros, camarinos, pues sois nuestros
vecinos y comarcanos, y corréis el mismo peligro después que nosotros,
hubieseis pensado y provisto esto antes, viniendo a socorrernos y ayudarnos más
pronto que lo habéis hecho, y de vuestro grado y voluntad debierais venir a
amonestarnos y animarnos haciendo lo mismo que nosotros hiciéramos si los
atenienses fueran contra vosotros los primeros, lo cual no habéis hecho ni
vosotros ni los otros.
»Y
si queréis alegar que obráis conforme a justicia siendo neutrales por temor de
ofender a unos o a otros, fundándoos en vuestra confederación y alianza con los
atenienses, no tendréis razón alguna, pues no hicisteis aquella alianza para
acometer a vuestros enemigos a voluntad de los atenienses, sino sólo para
socorreros unos a otros si alguno os quisiese destruir.
»Por
esta causa los de Reggio, aunque calcideos de nación, no se han querido unir a
los atenienses para restituir a los leontinos sus tierras, aunque éstos son
calcideos también como ellos. Y si los de Reggio, no teniendo tan buen motivo
como vosotros y, sólo por justificarse, se han portado tan cuerdamente en este
hecho, ¿cómo queréis vosotros, teniendo causa justa y razonable para excusaros
de dar favor y ayuda a los que naturalmente son vuestros enemigos, abandonar a
los que son vecinos vuestros, parientes y deudos y uniros con los otros para
destruirlos?
»A
la verdad, obraréis contra toda razón y justicia si queréis ayudar a vuestros
enemigos viniendo tan poderosos, cuando, por el contrario, los debierais temer
y sospechar de sus intentos.
»Si
todos estuviésemos unidos no tendríamos cosa alguna por qué temerles, como les
temeremos por el contrario si nos desunimos, que es lo que ellos procuran con
todas sus fuerzas, porque no penséis que han venido a esta tierra solamente
contra los siracusanos, sino contra todos nosotros los de Sicilia, y bien saben
que no hicieron contra nosotros el efecto que querían, aunque fuimos vencidos
en la batalla, sino que después de la victoria consideraron prudente retirarse
pronto.
»De
esto se deduce claramente que estando todos juntos y yendo a una, no debemos
tener gran temor de ellos, sobre todo cuando llegue el socorro que esperamos de
los peloponenses que son mucho mejores combatientes que ellos.
»Ni
tampoco os debe parecer buen consejo el de ser neutrales y no declararos a favor
de una de las partes, diciendo que esto es justo y razonable en cuanto a nosotros
porque sois sus aliados, y lo más cierto y seguro para vosotros; pues aunque el
derecho sea igual entre ellos y nosotros, respecto a vosotros, por razón de la
alianza arriba dicha el caso es muy diferente, y si aquellos contra quien se
hace la guerra son vencidos por falta de vuestro socorro y los atenienses
quedaran vencedores, podrá decirse que por vuestra neutralidad los unos fueron
destruidos y los otros no encontraron obstáculo para hacer mal.
»Por
tanto, varones camarinos, mejor os será ayudar a los que éstos quieren
maltratar e injuriar, que son vuestros parientes, deudos, vecinos y comarcanos,
defendiéndoles y amparándoles por el bien de toda Sicilia, y no permitir que
triunfen los atenienses, que excusaros con ser neutrales y no querer estar de
una parte ni de otra.
»Abreviando
razones, pues aquí no hay necesidad de ellas para que todos sepamos lo que a
cada cual conviene hacer, rogamos y requerimos nosotros, los siracusanos, a
vosotros, camarinos, para que nos ayudéis y socorráis en este trance, y
protestamos de que, si no lo hacéis, seréis causa de que nos venzan y destruyan
los jonios, nuestros mortales enemigos, y de que siendo vosotros dorios de
nación, como también lo somos nosotros, nos dejáis y desamparáis alevosamente,
hasta el punto de que si fuéremos vencidos por los atenienses, será por vuestra
falta, y cuando alcanzaran la victoria, el premio y galardón que obtendréis no
será otro sino el que os quisiere dar el vencedor; pero si nosotros vencemos,
sufriréis la pena y castigo que mereciereis por haber sido causa de todo el mal
y daño que nos pueda sobrevenir.
»Pensando
y considerando muy bien esto, desde ahora escoged una de dos cosas: o incurrir
en perpetua servidumbre por no quereros exponer a peligro, o si venciereis con
los atenienses no libraros de ser sus súbditos y tenerlos por señores, y a
nosotros durante muy largo tiempo por vuestros enemigos».
Con
esto acabó su discurso, y tras él se levantó Eufemo, embajador de los
atenienses, que habló de esta manera:
XV
«Varones
camarinos, hemos venido principalmente para renovar y confirmar la amistad y
alianza antigua que tenemos con vosotros, pero calumniados por este siracusano
en su discurso, será necesario hablar de nuestro imperio y señorío, y de cómo
le tenemos y poseemos con justo título y causa. De ello, este mismo que ha
hablado da el mejor y mayor testimonio que ser pudiera, pues dice que los
jonios siempre fueron y han sido enemigos de los dorios.
»Empero,
conviene entender la cosa tal y como es cierta, a saber: que nosotros somos
jonios de nación y los peloponenses dorios, y porque éstos son muchos más en
número que nosotros y nuestros vecinos y comarcanos, hemos procurado por todas
las vías y maneras posibles eximirnos de su mando.
»Por
esto, después de la guerra con los medos, teniendo tan buena armada como
poseíamos, nos apartamos del mando y dirección de los lacedemonios, que entonces
eran los caudillos de toda la hueste de los griegos, porque no había más razón
para que ellos nos mandasen a nosotros que nosotros a ellos, sino la de que
ellos eran más poderosos a la sazón que nosotros, y por consiguiente, llegando
nosotros a ser señores y caudillos de los griegos que antes estaban sujetos a
los medos, hemos tenido y habitado nuestra tierra, sabiendo de cierto que
mientras tuviéramos fuerzas para resistir al poder de los lacedemonios no hay
razón para que debamos estarles sujetos.
»Hablando
en realidad de verdad, tenemos buena y justa causa para haber querido sujetar a
nuestra dominación a los jonios y a los otros isleños, aunque además fueren
nuestros parientes y deudos como dicen los siracusanos, pues estos jonios
vinieron con los medos contra nuestra ciudad, siendo su metrópoli de donde
ellos descienden y son naturales, por miedo de perder sus casas y posesiones, y
no osaron aventurar sus villas y ciudades como nosotros hicimos por guardar y
conservar la libertad común de Grecia, antes escogieron por mejor ser siervos y
súbditos de los bárbaros medos por salvar sus bienes y haciendas, y aun venir
con ellos contra nosotros para ponernos en la misma servidumbre.
»Por
estas razones somos dignos y merecedores de mandar y señorear a otros, pues sin
ninguna excusa dimos para aquella guerra más naves y nos mostramos con más
ánimo y corazón que todas las otras ciudades de Grecia, y por la misma causa
merecemos tener mando y señorío sobre los jonios que nos hicieron todo el mal y
daño que pudieron cuando se unieron a los medos.
»Por
tanto, si codiciamos aumentar nuestras fuerzas contra los peloponenses y no
estar más bajo el mando de otro, con derecho y razón queremos tener mando y señorío
por haber sido los únicos que desbaratamos y lanzamos a los medos, o a lo menos, por la libertad
común, nos expusimos a peligro y tomamos a nuestra costa los males y daños de los
otros, y principalmente de estos jonios, como si fueran propios nuestros.
Además, a cada cual es lícito, sin envidia ni reprensión, procurar su salud por
todas las vías que pudiere, y por esta causa, para nuestra mayor seguridad y
defensa, hemos venido aquí a fin de que veáis que esto que os demandamos es tan
útil y provechoso a vosotros como a nosotros, y mostraros las causas por las
que éstos nos calumnian y quieren infundir miedo en vuestros ánimos.
»Sabemos
muy bien que los que por temor o sospecha de alguna cosa son fáciles de ser
persuadidos al principio con elocuentes palabras, después, cuando llegan a las
obras, hacen aquello que más les conviene, y ciertamente nosotros tenemos y
conservamos nuestro imperio y señorío por temor como arriba hemos dicho, y por
la misma causa y razón venimos aquí con intención de guardar y conservar a
nuestros amigos en su libertad, no para someterles a nuestra dominación y
servidumbre, sino para estorbar que los otros les pongan bajo la suya.
»Ninguno
se debe maravillar de que vengamos con tan gruesa armada para ayudar y defender
a nuestros amigos, ni menos debe alegar en consecuencia que ha-ríamos tan grandes
gastos por cosa que no nos toca en nada, sabiendo que cuanto más poderosos
seáis para resistir a los siracusanos, tanto más seguro estará nuestro estado
para con los peloponenses, porque tanto menos podrán recibir ellos el socorro
de los siracusanos. Esta es la principal cosa en que nos puede aprovechar
vuestra amistad y alianza, por la cual asimismo es justo y conveniente que los
leontinos sean restituidos en sus tierras y haciendas, y no estén más tiempo
sujetos como están los de Eubea, sus deudos y parientes, y para que tengan medios
de sostener la guerra en nuestro favor contra los siracusanos.
»Nosotros
solos somos bastantes para mantener la guerra en Grecia contra nuestros
enemigos en nuestra tierra, y los calcideos, nuestros súbditos, por los cuales este
siracusano sin razón nos calumnia diciendo que no es verosímil queramos
restituir a estos leontinos su libertad, teniendo a los calcideos en servidumbre, nos ayudarán muy bien,
porque eximiéndoles de dar gente para la guerra nos proveerán de dinero.
Asimismo nos ayudarán los leontinos que habitan en tierra de Sicilia y los
demás amigos y confederados, mayormente aquellos que viven en más libertad.
»Cierto
es que el varón que rige con tiranía y la ciudad que ejerce mando y señorío,
ninguna cosa tiene por mala y fuera de razón si le es provechosa, y ninguna considera
suya si no la tiene segura; pero no lo es menos que conviene hacerse amigos o
enemigos según la oportunidad de los tiempos y negocios, y ningún provecho nos
traería al presente hacer mal a nuestros amigos, sino al contrario, mantenerlos
en su fuerza y poder para que, por medio de ellos, nuestros enemigos sean más
débiles. Lo podéis muy bien creer por la forma y manera de vivir que tenemos y
guardamos con los otros aliados y confederados en Grecia, de quienes nos
servimos según conviene más a nuestro provecho. De los de Quío y de Metimno
tomamos naves, y en lo demás les dejamos vivir en libertad y conforme a sus
leyes. A algunos tratamos con más rigor haciéndoles pagar tributo, y a otros
con más libertad como amigos y aliados y no como súbditos en cosa alguna,
aunque sean isleños y de fácil conquista para los enemigos por estar más
cercanos al Peloponeso, y por esta causa más en peligro de ser invadidos por
todas partes.
»Debe
creerse, pues, que lo que allí hacemos lo queramos también hacer aquí, y que
por nuestro provecho deseemos fortaleceros y ayudaros para poner miedo y temor
a los siracusanos que desean sujetaros, y no solamente a vosotros sino también
a todos los otros sicilianos, cosa que podrán muy bien hacer por las grandes
fuerzas y poder que tienen, o por la falta que vosotros tendréis de gente de
guerra si nos volviéramos sin hacer nada, que es lo principal que ellos
procuran. Por esta causa os hacen sospechar de nosotros, seguros de dominaros
si ahora seguís su partido, porque no tendremos después tan buenos medios para
volver aquí con una armada como la de ahora, y ellos, viéndonos ausentes, se
hallarán más fuertes y poderosos contra vosotros.
»Si
esto que decimos no parece a alguno verdad, se demuestra claramente por la
obra, pues al principio cuando nos demandasteis ayuda y socorro, no alegabais
para ello otra razón sino el miedo que teníais a que si nosotros dejásemos de
venir a socorreros, los siracusanos podrían venceros y sujetaros, lo cual
redundaría en peligro y mucho daño nuestro.
»Sería,
pues, en mi opinión, cosa injusta no querer vosotros perseverar en nuestra amistad
y alianza por las mismas causas y razones que alegasteis cuando nos la
pedisteis, y sospechar de nosotros solamente porque nos veis venir con tan
gruesa armada para ser más fuertes y poderosos contra las fuerzas de los
siracusanos.
»Ni
esto sería cosa justa ni razonable, antes por lo contrario, deberíais tener
mayor sospecha de ellos que de nosotros, pues sabéis muy bien que sin una
amistad y alianza no podríamos estar en estas tierras seguros, y si quisiésemos
ser malos y poner a nuestros amigos bajo nuestro dominio, no lo podríamos
conservar en adelante, así porque la navegación es muy grande desde Grecia a
Sicilia, como también porque sería cosa muy difícil poder guardar y defender
las ciudades de Sicilia, que son grandes y tienen mucha gente de guerra
de la costa mediterránea.
»Pero
estos siracusanos no deben ser tan temidos de vosotros por el ejército que
tienen cuanto por la gran abundancia de gente. Siendo vuestros vecinos y comarcanos
estáis siempre en peligro, porque continuamente os acechan y buscan ocasión y
oportunidad para dar sobre vosotros, según lo han demostrado contra otros
muchos sicilianos y ahora a la postre contra los leontinos.
»Con
todo esto, tienen osadía y atrevimiento de acon-sejaros que toméis las armas
contra nosotros que hemos venido sólo para estorbarles que os hagan mal y
dominen toda la tierra de Sicilia. No se comprende que os tengan por tan locos
y fuera de seso que queráis dar fe y crédito a sus engaños y mentiras viendo
que os amonestamos lo que es vuestro bien y salud con más verdad y certidumbre.
»Os
rogamos, pues, que no queráis por vuestra culpa perder el provecho que
obtendréis de nosotros, que miréis bien de cuál de ambas partes os debéis
confiar más, y sobre todo considerad que estos siracusanos en todos tiempos
tienen medios y recursos para poderos vencer y sujetar sin ayuda de otro por la
multitud de gente que son. Fijáos en que no podréis tener siempre para vengaros
de ellos y lanzarlos de vosotros tanta y tan buena fuerza como al presente con
la ayuda y socorro de nosotros, vuestros amigos y aliados, a quienes, si ahora
dejáis volver sin hacer nada, por la sospecha que tenéis de nosotros, o no
sentís que nos suceda algún mal por vuestra causa, vendrá tiempo en que deseéis
ver siquiera una parte de nosotros, y será en balde, porque no nos tendréis a
vuestro lado.
»Porque
vosotros, camarinos, y los otros sicilianos, no deis fe ni crédito a las
calumnias de éstos que alegan contra nosotros, he querido mostraros y declarar con verdad las causas por
las cuales éstos nos quieren hacer sospechosos y para que, habiéndolas oído y
recogido en vuestra memoria, queráis otorgar nuestra demanda.
»No
negamos tener el mando y señorío sobre otros pueblos vecinos y cercanos, porque
no queremos ser mandados por otros; pero, en cuanto a los sicilianos, decimos
que hemos venido aquí para impedir que otros los sometan, temiendo el mal y daño
que nos podrían causar después los que los sujetasen y fuesen sus señores. Cuantas
más tierras tenemos que guardar, tanto más obligados estamos a hacer más cosas
que otros. Por esta causa hemos venido aquí esta vez, y las otras pasadas para
defender y amparar a aquellos de vosotros que eran oprimidos e injuriados por
otros, y no venimos por nuestra propia voluntad sino llamados y rogados por ellos.
»Sois
al presente jueces y árbitros de nuestros he-chos. No intentéis innovar cosa
alguna de que después os hayáis de arrepentir, ni desechéis nuestra ayuda y amistad,
sino aprovechaos de ella, puesto que podéis hacerlo al presente.
»Considerad
que esto no ocasiona igualmente daño a todos, sino provecho evidente para los
más de los griegos, porque por las fuerzas y poder grande que tenemos para
socorrer y ayudar a los opresos y vengar sus injurias, aunque no sean nuestros
súbditos, los que están en asechanza para hacerles alguna violencia procuran mantenerse
tranquilos, y los que están a punto de ser injuriados y oprimidos, pueden vivir
seguros, sin ningún trabajo, a costa ajena.
»Así,
pues, varones camarinos, os amonesto que no queráis desechar esta seguridad que
es común a ambas partes y necesaria para vosotros, sino antes, con nuestra
ayuda haced con los siracusanos lo mismo que ellos han hecho con nosotros, y
prevenid sus asechanzas, de manera que no hayáis menester estar siempre en vela
con pena y trabajo para guardaros de ellos.»
De
esta manera habló Eufemo.
Los camarinos estaban por entonces en tal disposición que
tenían gran voluntad a los atenienses, y de buena gana quisieran seguir su
partido, si no sospecharan que venían con codicia de conquistar a Sicilia y
ocupar su estado.
En cuanto a los siracusanos, aunque tenían a menudo
cuestiones y diferencias con ellos sobre los límites por ser vecinos y
comarcanos, empero, por esta misma causa de vecindad les habían enviado algún
socorro de gente de a caballo, para si acaso alcanzasen la victoria no les pudiesen
culpar de que habían vencido sin ayuda de ellos, y también para lo venidero
tenían propósito de ayudar a los siracusanos antes que a los atenienses a muy
poca costa.
Pero después que los atenienses lograron la victoria
pasada, por no mostrar que los tenían en menos que a los vencidos, previa
consulta entre sí, dieron igual respuesta a los unos y a los otros, diciendo que
habiendo guerra entre ambas partes, que eran sus amigos y aliados, estaban
resueltos, para no faltar a su juramento de ser neutrales, a no dar ayuda ni a
los unos ni a los otros. Con esta respuesta partieron los embajadores.
Entretanto, los siracusanos hacían todos los aprestos
necesarios para la guerra, y los atenienses por su parte pasaban el invierno en
Naxos y desde allí tenían sus inteligencias por todas las vías y maneras que
podían con la mayoría de las ciudades de Sicilia por atraerlas a su amistad y
devoción.
Muchas de ellas, especialmente las que estaban en tierra
llana, que eran súbditas de los siracusanos, se rebelaron contra ellos, y las
otras ciudades libres y francas, que estaban más adentro en tierra firme, se
confederaron con los atenienses y les
enviaron socorro, unas de dinero, otras de gente y otras de vituallas.
De las ciudades que no lo quisieron hacer de grado, fueron
algunas obligadas a ello por fuerza de armas, y a las otras prohibieron y estorbaron
dar auxilio a los siracusanos.
Durante este invierno salieron de Naxos y volvieron los
atenienses a Catania, donde rehicieron sus alojamientos y estancias en el mismo
lugar que estaban antes, cuando los siracusanos las quemaron.
Estando
aquí enviaron un buque con embajada a los cartagineses para hacer alianza con
ellos si podían, y asimismo a las otras ciudades marítimas que están en la
costa del mar Tirreno, de las cuales algunas se aliaron con ellos y les
prometieron socorro y ayuda en aquella guerra contra los siracusanos.
Además
mandaron a los egestenses y a los otros sus aliados de Sicilia que les enviasen
toda la gente de a caballo que pudiesen, e hicieron gran provisión de madera,
herramienta y otras cosas necesarias para construir un muro fuerte delante de
la ciudad de Siracusa, la cual estaban decididos a sitiar inmediatamente
después que pasase el invierno.
XVI
Los
embajadores que los siracusanos habían enviado a los lacedemonios, al pasar por
la costa de Italia, trabajaron por persuadir a las ciudades marítimas y
atraerlas a la devoción y alianza de los siracusanos, mostrándoles que si los
propósitos de los atenienses se realizaban prósperamente en Sicilia, les podría
ocurrir después a ellos mucho daño.
Desde
allí fueron a desembarcar a Corinto, donde presentaron su demanda al pueblo,
que consistía en rogarles les dieran ayuda y socorro como a sus parientes y
amigos. Se los otorgaron de buena gana, siendo en esto los primeros de todos
los griegos, y nombraron embajadores que fuesen juntamente con ellos a los
lacedemonios para persuadirles de que comenzaran la guerra de nuevo contra los
atenienses, y también al mismo tiempo enviasen socorro a los siracusanos.
Todos
estos embajadores fueron a Lacedemonia y, a los pocos días, llegaron también allí
Alcibíades y los otros desterrados de Atenas, que desde Turio, donde pri-meramente
aportaron, pasaron a Cilena, que es tierra de Élide, y de allí a Lacedemonia,
bajo la seguridad y salvo conducto de los lacedemonios que les habían mandado
ir, porque sin esto no se atreverían a causa del tratado hecho con los
mantineos.
Estando
los lacedemonios reunidos en su Senado entraron los embajadores corintios, los
siracusanos y Alcibíades con ellos, y todos juntos expusieron su demanda con
igual objeto.
Aunque los éforos y los otros gobernadores de Lacedemonia
habían determinado enviar embajada a los siracusanos para aconsejarles que no
hiciesen concierto con los atenienses, no por eso tenían deseo de darles
socorro alguno, pero Alcibíades, para moverles a ello, les hizo el razonamiento
siguiente:
«Varones lacedemonios, ante todas cosas me conviene
primeramente hablar de aquello que a mí en particular toca y podría ser objeto
de calumnia. Si por razón de esta calumnia me tenéis por sospechoso, en ninguna
manera deis crédito a mis palabras cuando os dijere algo tocante al bien y pro
de vuestra república.
»En
tiempos pasados mis progenitores, por causa de cierta acusación contra ellos,
dejaron el domicilio y hospitalidad que tenían en vuestra ciudad. Yo después le
quise volver a tomar, y por ello os he servido y honrado en muchas cosas, y
entre otras principalmente en la derrota y pérdida que sufristeis en Pilos.
Perseverando en esta buena voluntad y afición que siempre tuve a vosotros y a
vuestra ciudad, os reconciliasteis con los atenienses e hicisteis con ellos
vuestros conciertos, dando con ellos fuerzas a mis contrarios y enemigos y
haciéndome gran deshonra y afrenta.
»Esta
fue la causa porque me pasé a los mantineos y a los argivos con sobrada razón,
y estando con ellos y siendo vuestro enemigo, os hice todo el daño que pude.
»Si
alguno hay de vosotros que desde entonces me tenga odio y rencor por el mal que
os hice, puede ahora olvidarlo si quiere mirar a la razón y a la verdad; y si algún
otro tiene mal concepto de mí porque favorecía a los de mi pueblo y era de su
bando, tampoco acierta queriéndome mal o considerándome sospechoso.
»Nosotros
los atenienses siempre fuimos enemigos de los tiranos. Lo que puede ser
contrario al tirano que manda se llama el pueblo, y por esta causa la autoridad
y mando del pueblo siempre ha permanecido entre nosotros firme y estable, y así
mientras la ciudad mandaba y valía, fuéme forzoso muchas veces andar con el
tiempo y seguir las cosas de entonces, pero siempre trabajé por corregir y
reprimir la osadía y atrevimiento de los que querían fuera de justicia y razón
guiar los asuntos a su voluntad, porque siempre hubo en tiempos pasados, y también
los hay al presente, gentes que procuran engañar al pueblo aconsejándole lo
peor, y éstos son los que me han echado de mi tierra.
»Ciertamente,
en todo el tiempo que tuve mando y autoridad en el pueblo le aconsejé su bien,
y aquello que entendía ser lo mejor a fin de conservar la ciudad en libertad y
prosperidad según estaba antes, y aunque todos aquellos que algo entienden,
saben bien qué cosa es el mando de muchos, ninguno lo conoce mejor que yo por
la injuria que de ellos he recibido.
»Si
fuese menester hablar de la locura y desvarío de éstos que a todos es notorio y
manifiesto, no diría cosa que no fuese cierta y probada. Mas, en fin, no me
pareció oportuno trabajar entonces por mudar el estado de la república cuando
estábamos cercados por vosotros nuestros enemigos. Lo dicho baste por lo que
toca a las calumnias que podrían engendrar odio y sospecha contra mí entre
vosotros.
»Quiero
ahora hablar de las cosas que tenéis necesidad de consultar al presente, en las
cuales si entiendo algo más que vosotros, lo podréis juzgar por las siguientes
razones.
»Nosotros
los atenienses pasamos a Sicilia primeramente con intención de sujetar a los
sicilianos si pudiéramos, y tras ellos a los italianos. Hecho esto, intentar la
conquista de las tierras aliadas con Cartago, y a los mismos cartagineses si
fuese posible; y realizada esta empresa, en todo o en parte, procurar después
someter a nuestro señorío todo el Peloponeso, teniendo en nuestra ayuda y por
amigos todos los griegos que habitan en tierra de Sicilia y de Italia, y gran
número de extranjeros y bárbaros que hubiésemos tomado a sueldo, principalmente
a los íberos, los cuales sin duda son al presente los mejores hombres de guerra
que hay en todos aquellos parajes.
»Por
otra parte, proyectábamos hacer muchas galeras en la costa de Italia, donde hay
gran copia de madera y otros materiales para ello, a fin de poder cercar mejor
el Peloponeso, así por mar con estas galeras como por tierra con nuestra gente
de a caballo e infantería, con esperanza de poder tomar parte de las ciudades
de aquella tierra por fuerza, y otras por cerco, lo cual nos parecía que se podían
hacer bien.
»Conquistado
el Peloponeso, pensábamos que muy pronto y sin dificultad podríamos adquirir el
mando y señorío de toda Grecia, y haríamos que estas tierras conquistadas por nosotros
nos proveyesen de dinero y bastimentos, sin perjuicio de las rentas ordinarias
que de ellas se podría sacar.
»Esto
es lo que intenta la armada que está en Sicilia, según lo habéis oído de mí
como de hombre que sabe enteramente los fines e intenciones de los atenienses,
que han de efectuar si pueden los otros capitanes y caudillos que quedan al
frente del ejército si vosotros no socorréis pronto, pues no veo allí cosa que
se lo pueda estorbar, porque los sicilianos no son gentes experimentadas en la
guerra; y aunque todos, por acaso, se uniesen, lo más que podrían hacer sería
resistir a los atenienses, mas los siracusanos, que ya una vez han sido
vencidos y están imposibilitados de armar naves, en manera alguna podrán solos
resistir al valor y fuerzas del ejército que allí hay ahora. Si toman aquella ciudad,
seguidamente se apoderarán de toda Sicilia, y tras ella de Italia, y hecho
esto, el peligro de que antes os hice mención no tardará mucho en llegar sobre
vuestras cabezas.
»Por
tanto, ninguno de vosotros piense que en este caso se trata sólo de Sicilia,
sino también del Peloponeso, a menos de poner inmediatamente remedio, y para esto
conviene, en cuanto a lo primero, enviar una armada en la cual los mismos
marineros sean hombres de guerra, y lo principal de todo que haya un caudillo y
capitán natural de Esparta, prudente y valeroso, para que éste tal, con su
presencia, pueda mantener en vuestra amistad y alianza a los que al presente
son vuestros amigos y aliados y obligar a ello a los que no lo son; haciéndolo
así, los que son vuestros amigos cobrarán más ánimo y osadía, y los que dudan
si lo serán tendrán menos temor de entrar en vuestra amistad y alianza.
»Además,
debéis comenzar la guerra contra los atenienses más al descubierto, porque
haciéndolo de esta manera, los siracusanos conocerán claramente que tenéis
cuidado de ellos, y con tal motivo tomarán más ánimo para resistir y
defenderse, y los atenienses tendrán menos facilidades para enviar socorro a
los suyos que allí están.
»También
me parece que debéis tomar y fortalecer de murallas la villa de Decélea, que
está en el límite de Atenas, por ser la cosa que los atenienses temen más, y
sólo a esta villa no se ha tocado en toda la guerra pasada. Indudablemente
causa mucho daño a su enemigo el que entra y acomete por donde más teme y
sospecha, y de creer es que cada cual teme las cosas que sabe le son más perjudiciales.
»Por
esto os advierto el provecho que obtendréis de cercar y fortalecer la citada
villa y el daño que haréis a vuestros enemigos, pues cuando hayáis fortificado
esta plaza dentro de tierra de los atenienses, muchas de las villas de su
comarca se os rendirán de grado, y las que quedaren por rendir las podréis
tomar más fácilmente.
»Además,
la renta que tienen los atenienses de las minas de plata en Laurión, y las
otras utilidades y provechos que sacan de la tierra y de las jurisdicciones cesarán,
y mayormente las que cogen y llevan de sus aliados, los cuales viéndoos venir
con todo vuestro poder contra los atenienses, los menospreciarán y os tendrán
más temor en adelante.
»En
vuestra mano está, varones lacedemonios, efectuar todo esto. Y no me engaña mi
pensamiento de que lo podéis hacer a salvo, y en breve tiempo si quisiereis, y
sin que por ello deba ser tenido o reputado por malo, porque habiendo sido
antes vuestro mortal enemigo y amigo de mi pueblo, ahora me muestre tan áspero
y cruel contra mi patria; ni tampoco debéis tenerme por sospechoso y presumir
que todo lo que digo es para ganar vuestra gracia y favor a causa de mi
destierro. Porque a la verdad, confieso que estoy desterrado, y así es cierto
por la maldad de mis adversarios, aunque no lo estoy para vuestra utilidad y
provecho si me quisiereis creer, ni debo al presente tener tanto por mis
enemigos a vosotros que alguna vez nos hicisteis mal y daño siendo enemigos
nuestros, como a aquellos que han forzado a mis amigos a que se me conviertan
en enemigos, no solamente ahora que me veo injuriado, sino también entonces
cuando tenía mando y autoridad en el pueblo.
»Echado
por mis adversarios injustamente de mi tierra, no pienso que voy contra mi
patria haciendo lo que hago, antes me parece que trabajo por recobrarla, pues
al presente no tengo ninguna. Y a la verdad, debe ser antes tenido y reputado
por más amigo de su patria el que por el gran deseo de recobrarla hace todo lo
que puede para volver a ella, que el que habiendo sido echado injustamente de
ella y de sus bienes y haciendas no osa acometerla e invadirla.
»En
virtud de las razones arriba dichas, varones lacedemonios, me tengo por digno
de que debáis y queráis serviros de mí en todos vuestros peligros y trabajos,
pues sabéis que se ha convertido ya en refrán y proverbio común, que aquel que
siendo enemigo pueda hacer mucho daño, siendo amigo puede hacer mucho provecho.
Cuanto más que conozco muy bien todas las cosas de los atenienses, y casi entiendo ya de las vuestras
por conjeturas, y por eso ruego y requiero que, pues estáis aquí reunidos para
consultar asuntos de tan grande importancia, no tengáis pereza en organizar dos
ejércitos, uno por mar para ir a Sicilia, y otro por tierra para entrar en los
términos de Atenas, porque haciendo esto, con muy poca gente podréis realizar
grandes cosas en Sicilia y destruir el poder y fuerzas de los atenienses que
tienen ahora y podrían tener en lo porvenir.
»Así
llegaréis a poseer vuestro estado más seguro y a tener el mando y señorío de toda
Grecia, no por fuerza, sino porque de propia voluntad os lo dará».
Cuando
Alcibíades acabó su discurso, los lacedemonios, que ya tenían pensamiento de
hacer la guerra a los atenienses (aunque la andaban dilatando y no tomaban
resolución definitiva), se afirmaron y convencieron de la conveniencia de
realizarla por las razones de Alcibíades, teniendo por cierto que decía la
verdad por ser persona que sabía bien lo que deseaban y proyectaban los atenienses,
y desde entonces determinaron tomar y fortificar la villa de Decélea y enviar
algún socorro a Sicilia.
Eligieron
por capitán para la empresa de Sicilia a Gilipo, hijo de Cleándridas, al que
mandaron que hiciese todas las cosas por consejo de los embajadores siracusanos
y de los corintios, y que lo más pronto que pudiese llevase socorro a los de
Sicilia.
Con
este mandato fue Gilipo a Corinto para que le enviasen al puerto de Asina dos
galeras armadas y aparejasen todas las otras que habían de mandar, a fin de que
estuviesen a punto de hacerse a la vela lo más pronto que pudieran, de manera
que todos se encontrasen dispuestos a navegar con el primer buen tiempo. Tomada
esta determinación partieron los embajadores de los siracusanos de Lacedemonia.
Entretanto,
la galera que los capitanes atenienses ha-bían enviado desde Sicilia a Atenas a
pedir socorro de gente, dinero y vituallas llegó al puerto de Atenas, y los que
venían en ella dieron cuenta a los atenienses del encargo, lo cual, oído por
ellos, acordaron enviarles el socorro que demandaban.
En
esto llegó el fin del invierno, que fue el decimoséptimo año de esta guerra que
escribió Tucídides.
XVII
Al
comienzo de la primavera, los atenienses que estaban en Sicilia se hicieron a
la vela, y saliendo del puerto de Catania, fueron directamente a Mégara, que por
entonces tenían los siracusanos, y que después que los moradores de ella, en
tiempo de Gelón el tirano, fueron expulsados, según arriba hemos dicho, no
había sido poblada de nuevo.
Desembarcando
allí los atenienses, salieron a robar y destruir toda la tierra, y después
fueron a combatir un castillo de los siracusanos que estaba cerca, creyendo que
lo tomarían por asalto; mas viendo que no lo podían hacer, se retiraron hacia
el río Terias, pasaron el río, robaron y destruyeron también todas las tierras
llanas que estaban a la otra parte de la ribera, mataron algunos siracusanos
que encontraron por los caminos, y después pusieron trofeo en señal de
victoria.
Hecho
esto, se embarcaron y volvieron a Catania, donde se abastecieron de vituallas y
otras provisiones, y con todo el ejército partieron contra una villa llamada
Centoripas, la cual tomaron por capitulación.
Al
salir de ella, quemaron y talaron todos los trigos de los inesos y de los
hiblos, y regresaron otra vez a Catania, donde hallaron doscientos y cincuenta
hombres de armas que habían ido de Atenas, sin que tuviesen caballos, sino
solamente las armas y arreos de caballos (suponiendo que de la tierra de Sicilia
les habían de proveer de caballos), treinta flecheros de a caballo y más de trescientos
talentos de plata que les enviaron los atenienses.
En
este mismo año,[2] los
lacedemonios se pusieron en armas contra los argivos; mas habiendo salido al campo
para ir a la villa de Cleonas, sobrevino un terremoto que les infundió gran
espanto, y les hizo volver.
Viendo
los argivos que sus contrarios se habían retirado, salieron a tierra de Tirea,
que está en su frontera, y la robaron y talaron, consiguiendo tan gran presa
que vendieron los despojos en más de veinticinco talentos.
En
esta misma sazón, la comunidad de Tespias se levantó contra los grandes y
gobernadores; mas los atenienses enviaron gente de socorro, que prendieron a la
mayor parte de los comuneros y los otros huyeron.
En
el mismo verano los siracusanos, sabedores de que había llegado socorro de gente
de a caballo a los atenienses, y pensando que si tenían caballos inmediatamente
irían a ponerles cerco, tuvieron en cuenta que cerca de Siracusa había un
arrabal, llamado Epípolas, que dominaba la ciudad por todas partes y en lo alto
de él un llano espacioso con ciertas entradas por donde podían subir; que sería
imposible cercarlo, y que si los enemigos lo ganaban una vez, podrían hacer
mucho daño a la ciudad desde allí, por todo lo cual determinaron fortificar
aquellas entradas para impedir que los enemigos lo pudiesen tomar.
Al
día siguiente pasaron revista a toda la gente del pueblo y a aquellos que
estaban bajo el mando de Hermócrates y de sus compañeros, en un prado que está
junto al río llamado Anapo, y de toda la gente del pueblo escogieron seiscientos
hombres de pelea para guardar el arrabal de Epípolas, de los cuales dieron el
mando a Diomilo, un desterrado de Andrios, mandándole que si por acaso se veía
atacado de pronto, diese aviso para que pudiera ser socorrido.
Aquella
misma noche los capitanes atenienses pasaron revista a su gente. Al despuntar
el día partieron de Catania y fueron secretamente con todo su ejército a salir
a un lugar llamado Leonte, distante del arrabal de Epípolas siete estadios, y allí
alojaron toda su infantería antes que los siracusanos lo pudiesen saber. Por
otra parte, fueron con su armada a una península, llamada Tapso, que está a una
legua corta de la ciudad y cercada por todas partes de mar, excepto en un
pequeño istmo. Cerraron luego la entrada de él para estar seguros de parte de
tierra. Hecho esto, la infantería de los atenienses que estaba alojada en Leonte,
con gran ímpetu, fue a dar sobre Epípolas, y lo ganaron antes que los
seiscientos hombres que los siracusanos habían señalado para la guarda de él pudiesen
llegar porque aún estaban en el lugar donde había sido la revista.
Sabido
esto por los siracusanos, salieron del pueblo para socorrer el arrabal, que
estaba cerca de veinticinco estadios de allí, y juntamente con ellos Diomilo
con los seiscientos hombres que tenía a su cargo.
Al
llegar donde estaban los enemigos, tuvieron una refriega con ellos, en la cual
los siracusanos llevaron lo peor, siendo vencidos y dispersados, y muriendo
cerca de trescientos, entre ellos Diomilo, su capitán; todos los otros fueron forzados
a retirarse a la ciudad.
Al
día siguiente los siracusanos, reconociendo la victoria a sus enemigos, les
pidieron los muertos para enterrarlos, y los atenienses levantaron también allí
un trofeo en señal de triunfo.
Al
otro día de mañana salieron delante de la ciudad a presentar la batalla a los
siracusanos; mas viendo que ninguno acudía, regresaron a su campo, y en la
cumbre de Epípolas, en el lugar llamado Lábdalon, hicieron un atrincheramiento
hacia la parte de Mégara para recoger su bagaje cuando saliesen hacia la ciudad,
o para hacer alguna correría.
Poco
tiempo después se les unieron trescientos hombres de a caballo que los
egestenses les enviaban de socorro, y cerca de otros ciento de los de Naxos y
otros sicilianos, además de los doscientos y cincuenta suyos, para los cuales
ya habían adquirido caballos, así de los que les dieron los egestenses como de
otros comprados por su dinero. De manera que tenían entre todos seiscientos
cincuenta caballos.
Habiendo
dejado gente de guarnición dentro de Lábdalon, partieron directamente contra la
villa de Sica, la cual cercaron de muro en tan breve espacio de tiempo, que a
los siracusanos asustó su gran diligencia, aunque por mostrar que no tenían
temor alguno salieron de la ciudad con intención de pelear con los enemigos;
pero como sus capitanes los vieron marchar tan desordenados, comprendiendo que
con grande dificultad los podrían ordenar, hicieron retirar a todos dentro de
la ciudad, excepto una banda de gente de a caballo que dejaron para impedir y
estorbar a los atenienses llevar la piedra y otros materiales para hacer el
muro, y también para que recorriese el campo.
Pero
los caballos de los atenienses, con una banda de infantería, les acometieron
con tanto denuedo que les vencieron, y haciéndoles volver las espaldas mataron
algunos. Por causa de este hecho de armas de la caballería levantaron otro
trofeo en señal de victoria.
El
día siguiente los atenienses, en su campo, unos trabajaban en labrar el muro a
la parte del Mediodía, otros traían piedra y otros materiales del lugar que llaman
Trojilo, y venían a descargar todo en la parte donde el muro estaba más bajo
del extremo del puerto grande hasta la otra parte de la mar.
Viendo
esto los siracusanos, acordaron no salir en adelante todos juntos contra los
enemigos por no aventurarse a una derrota definitiva, sino hacer reparar un
fuerte de fuera del muro de la ciudad, frente al muro que los atenienses
labraban, porque les parecía que si hacían pronto su fuerte, antes que los
enemigos pudiesen acabar dicho muro, los lanzarían fácilmente y que, poniendo
en él gente de guarda, podrían enviar una parte de su ejército a que tomase las
entradas y después fortificarlas. Ha-ciendo esto creían probable que los
enemigos se apartasen de su obra para atacarles todos juntos.
Con
este consejo salieron de la ciudad y comenzaron a trabajar en su fuerte y
reparo, tomando desde el muro de la ciudad y continuando a la larga frente al
de los enemigos. Para esta obra cortaron muchos olivos del término y sitio del
templo, con los cuales hicieron torres de madera para defensa del fuerte por la
parte de la marina que ellos tenían, porque los atenienses aún no habían hecho
llegar su armada desde Tapso al puerto grande a fin de poder impedirlo, del
cual lugar de Tapso hacían traer por tierra abastecimientos y otras cosas
necesarias. Habiendo los siracusanos acabado su fuerte sin que los atenienses
se lo pudiesen estorbar, por tener bastante que hacer por su parte construyendo
su muro, y sospechando que si atendían a dos cosas al mismo tiempo podrían ser
más fácilmente combatidos por los atenienses, se retiraron dentro de la ciudad,
dejando una compañía de infantería guarneciendo aquel fuerte.
Por
su parte, los atenienses rompieron los acueductos por donde el agua iba a la
ciudad, y sabiendo por sus espías que la compañía de los siracusanos que había
quedado en guarda de su fuerte y parapetos, a la hora del mediodía, unos se
retiraban a sus tiendas y otros entraban en la ciudad, y los que quedaban allí
en guarda estaban descuidados, escogieron trescientos soldados muy bien armados
y algún número de otros armados a la ligera para que fuesen delante a combatir
el fuerte, y al mismo tiempo ordenaron todo el ejército en dos cuerpos, cada
cual con su capitán, para que el uno fuese directamente hacia la ciudad a fin
de recibir a los de dentro si salían a socorrer a los suyos, y la otra hacia el
fuerte por la parte del postigo llamado Pirámide.
Dada
esta orden, los trescientos soldados que tenían a su cargo acometer el fuerte
le combatieron y tomaron, porque la guarnición lo abandonó, acogiéndose al muro
que estaba en torno del templo; pero los atenienses los siguieron tan al
alcance, que casi a una mezclados entraron con ellos en Siracusa, aunque
inmediatamente fueron rechazados por los de la ciudad que acudían en socorro.
En
este encuentro murieron algunos atenienses y argivos; los otros todos al
retirarse rompieron y derrocaron el fuerte de los enemigos y llevaron de él
toda la madera que pudieron a su campo. Hecho esto, pusieron un trofeo en señal
de victoria.
Al
día siguiente los atenienses cercaron con muro un cerro que está junto al
arrabal de Epípolas, encima de una laguna de donde se puede ver todo el puerto
grande, y extendieron el muro desde el cerro hasta el llano y desde la laguna hasta
la mar. Viendo esto los siracusanos, salieron de nuevo para hacer otro fuerte
de madera a la vista de los enemigos con su foso, para estorbarles que pudiesen
extender su muro hasta la mar, pero los atenienses, habiendo acabado el muro
del cerro, determinaron acometer otra vez a los siracusanos que trabajaban en
los fosos y reparos, y para esto mandaron al general de la armada que saliese
con ella de Tapso y la metiese en el puerto grande. Ellos, al despuntar el
alba, bajaron de Epípolas, atravesaron el llano que está al pie y de allí la
laguna por la parte más seca, lanzando en ella tablas y maderos que les
pudiesen sostener los pies, pasando a la otra parte y venciendo, y dispersando
a los siracusanos que allí estaban en guarda, de los cuales unos se retiraron a
la ciudad y otros hacia la ribera; mas los trescientos soldados atenienses que
fueron escogidos para acometerles como la vez pasada, los quisieron atajar y
dieron a correr tras ellos hacia la punta de la ribera.
Viendo
esto los siracusanos, porque la más era gente de a caballo, revolvieron contra
los trescientos soldados con tanto ímpetu, que los pusieron en huida y después
cargaron sobre los atenienses que venían en el ala derecha tan rudamente, que
los que estaban en primera fila se asustaron y cobraron gran miedo. Mas Lámaco,
que venía en el ala izquierda, advirtiendo el peligro en que estaban los suyos,
acudió a socorrerlos con muchos flecheros y algunos soldados argivos, y
habiendo pasado un foso antes que le siguiesen los suyos, fue muerto por los siracusanos,
como también otros cinco o seis que habían pasado con él. Los siracusanos trabajaban
para pasar estos muertos a la otra parte del río antes que llegase la demás
gente de Lámaco, pero no pudieron, porque les pusieron en tanto aprieto que les
fue forzoso dejarlos.
Entretanto,
los siracusanos que al principio se habían retirado a la ciudad, viendo la
defensa que hacían los otros, cobraron ánimo y salieron en orden de batalla
para pelear con los atenienses, enviando algunos de ellos a combatir el muro
que los atenienses habían hecho en torno de Epípolas por creer que estaba
desprovisto de guarnición, como a la verdad lo estaba, y por eso ganaron gran
parte del muro y le hubieran ocupado del todo si Nicias no acudiera pronto en
socorro de los atenienses que habían quedado allí por mala disposición, y al
ver que no había otro remedio para poder guardar y defender el muro por aquella
parte por falta de gente, mandó a los suyos que pusiesen fuego a los pertrechos
y madera que había delante del muro, y así se salvaron, porque los siracusanos
no osaron pasar más adelante a causa del fuego, también porque veían venir
contra ellos la banda de los atenienses que había seguido a los otros sus compañeros
en el alcance, y además, porque las naves de sus contrarios que venían de Tapso
entraban ya en el puerto grande. Conociendo, pues, que no eran bastantes para
poder resistir a los atenienses ni estorbarles que acabaran su muro, acordaron
retirarse hacia la mar, y los atenienses pusieron otra vez su trofeo en señal
de victoria, porque los siracusanos la reconocían demandándoles sus muertos
para enterrarlos; se los dieron y también recobraron los cuerpos de Lámaco y
los otros sus compañeros que habían sido muertos con él.
Reunida
ya la armada de los atenienses y todo su ejército, cercaron por dos partes la
ciudad por mar y por tierra, comenzando desde Epípolas hasta la mar, y estando
allí sobre el cerco les traían muchos abastecimientos y vituallas de todas
partes de Italia, y muchos de los aliados de los siracusanos que al principio habían
rehusado aliarse con los atenienses, fueron entonces a rendirse a ellos. De la
parte de la costa de Tirrenia[3]
recibieron tres pentacontoros de socorro. De manera que las cosas de los
atenienses iban tan prósperas que tenían por cierta la victoria, mayormente
entendiendo que los siracusanos habían perdido la esperanza de poder resistir a
las fuerzas de los atenienses, porque no tenían nuevas de que de los
lacedemonios les enviaran socorro alguno. Por ello tuvieron entre sí muchas discusiones
para capitular, y también con Nicias, que después de la muerte de Lámaco había
quedado por único caudillo de los atenienses, para hacer algún tratado de paz o
treguas, mas no se concluyó cosa alguna, aunque de una parte y de la otra
tuvieron muchos debates, como sucede entre hombres que están dudosos y que se
ven cercados y apremiados más y más cada día.
Advirtiendo
los siracusanos la necesidad en que estaban, desconfiaban unos de otros, de manera
que destituyeron a los capitanes que primero habían elegido, so color de que
las pérdidas y derrotas sufridas fueron por culpa de ellos o por su mala dicha,
y en su lugar nombraron otros tres, que fueron Heráclides, Eucles y Telias.
Mientras
esto ocurría, el lacedemonio Gilipo había ya llegado a Léucade con las naves de
los corintios, y con determinación de acudir con toda premura a socorrer a los
siracusanos. Mas teniendo nuevas de que la ciudad estaba cercada por todas
partes, por muchos mensajeros que llegaban, todos conformes en la noticia
aunque no era verdad, perdió la esperanza de poder remediar las cosas de
Sicilia, y para defender a Italia, partió con dos trirremes de los
lacedemonios. Con él iban el corintio Piten, con otros dos barcos de Corinto, y
a toda prisa llegaron a Tarento. Tras ellos navegaban otras diez naves, dos de
Léucade y tres de los ambraciotas.
Al
llegar Gilipo al puerto de Tarento, dirigióse a la ciudad de Turio en nombre de
los lacedemonios y como embajador, para procurar atraer a los habitantes a su devoción
y alianza. Al efecto les recordaba los beneficios de su padre que en tiempos
pasados había sido gobernador de su Estado. Mas viendo que no querían acceder a
su demanda regresó a la costa de Italia hacia arriba, y cuando llegó al golfo
de Terina, le sorprendió un huracán de mediodía que reinaba mucho en aquel
golfo, de manera que le fue forzoso volver al puerto de Tarento, donde reparó
sus naves destrozadas por el huracán.
Entretanto
avisaron a Nicias de la llegada de Gilipo, mas como supo las pocas naves que
traía no hizo gran caso de él, como no lo hicieron los de Turio, pareciéndoles
que Gilipo venía antes como corsario para robar en la mar que para socorrer a
los siracusanos.
En
este mismo verano, los lacedemonios con sus aliados comenzaron la guerra contra
los argivos, y robaron y talaron la tierra, hasta que los atenienses les enviaron
treinta barcos de socorro, rompiendo así claramente el tratado de paz con los
lacedemonios, lo cual no hicieron hasta entonces porque las entradas y robos
realizados antes de una parte y de otra, eran más bien actos de latrocinio que
de guerra, y hasta aquel momento no quisieron unirse con los argivos y
mantineos contra los lacedemonios, aunque muchas veces los argivos lo
solicitaran para entrar por tierra de lacedemonios y tomar parte en el botín
regresando después sin peligro.
Pero
entonces los atenienses, después de nombrar tres capitanes para su ejército,
que eran Pitódoro. Lespodias y Demárato, entraron como enemigos en tierra de
Epidauro, y tomaron y destruyeron a Limera, Prasias y algunas villas pequeñas
de aquella provincia, por lo cual los lacedemonios tuvieron después más justa
causa para declararse sus enemigos.
Después
de volver los atenienses de la costa de Argos y los lacedemonios con su
ejército de tierra, los argivos entraron en tierra de Fliunte, y habiendo
robado y tajado mucha parte de ella y matado a muchos de los contrarios,
regresaron a la suya.
[1] Decimosexto año de la guerra del
Peloponeso; primero de la 91ª Olimpiada; 416 a.C., después del 15 de octubre.
[2] Abril o mayo.
[3] La Tirrenia era la Etruria, hoy
Toscana. Llamábase pentacontoro a un
barco tripulado por cincuenta hombres.
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