LIBRO
QUINTO
I
En el
verano siguiente, fin del primer año de las treguas, que se cumplieron el día
de la fiesta de Pitia, los atenienses echaron de la isla de Delos a los
moradores, porque les pareció por alguna causa antigua que no vivían dignamente
y que no restaba por hacer más
que aquello para cumplir y acabar
la purificación de dicha isla, según lo antes referido, pues habiendo quitado
las sepulturas y monumentos de
los muertos, convenía también lanzar de allí a los vivos que hacían mala vida,
para aplacar del todo la ira de los dioses.
Los
expulsados de la isla se fueron todos a la ciudad de Atramitión, en tierra de
Asia, a donde Farnaces les daba lugar para que habitasen conforme iban
llegando.
Terminadas
las treguas, Cleonte partió para Tracia con treinta navíos, en los cuales había
mil doscientos infantes atenienses, todos muy bien armados, y trescientos de a caballo, con otro
gran número de aliados que llevaba consigo por consentimiento de los
atenienses, a quienes Cleonte había inducido para esto. Al llegar delante de Escione,
que estaba todavía cercada, Cleonte tomó alguna gente de la guarnición del
cerco y se fue con ella al
puerto de Cefo, que no está muy lejos de la ciudad de Torona, donde entendiendo
por relación de algunos fugitivos que Brasidas no estaba allí y que la gente de guerra que había
dejado en guarda no era bastante para resistir a sus fuerzas y poder, salió de sus naves y fue por tierra con su ejército
hacia la ciudad, habiendo primeramente dejado diez barcos para que cerrasen y tomasen la entrada del puerto.
Dirigióse contra los muros y reparos
nuevos que Brasidas había hecho por meter los arrabales dentro de la ciudad, y para que fuese todo un fuerte, había
derribado los muros viejos que estaban entre la ciudad y los arrabales. Llegaron los atenienses de pronto a combatir
aquellos muros, donde Pasitélidas, que había quedado por capitán para guarda y defensa de la ciudad, resistió lo
mejor que pudo con la poca gente que tenía; mas viendo que no era bastante para
poder defenderse, y temiendo
que la gente que quedaba en las naves alrededor del puerto entrase en la ciudad
por la parte de mar, que estaba desprovista de tropas, y le atacase por la espalda, se retiró con la mayor diligencia
que pudo al burgo viejo de la ciudad. La gente de las naves que había saltado a
tierra en el puerto ganó la entrada de la ciudad por aquella parte, y los que combatían los muros nuevos,
viendo esto, les siguieron a todo empuje y entraron todos mezclados unos tras
otros dentro del burgo viejo por algunos portillos de la muralla vieja que
había sido derribada, matando en aquella entrada gran número de lacedemonios y
de los ciudadanos que les salían al encuentro defendiéndose. Algunos cayeron
prisioneros, entre ellos Pasitélidas, su capitán.
Sabedor
Brasidas de la llegada de los atenienses, venía a socorrer a los de Torona a
toda prisa; mas como en el camino tuviese nueva de la toma de la ciudad, se volvió,
faltándole sólo para llegar a tiempo caminar unos cuarenta estadios.
Los
atenienses, después de tomar la plaza, levantaron dos trofeos en señal de
victoria, uno en el puerto y otro en la ciudad, y tomaron cautivos las mujeres,
niños y hombres, así lacedemonios como toronenses, y otros calcideos,
enviándolos todos a Atenas. Serían unos setecientos, de los cuales los
lacedemonios fueron después libertados por concierto de las treguas, y los
otros dados a los olintios en canje por otros tantos atenienses que estaban
prisioneros.
Durante
este tiempo, los beocios tomaron por traición el muro de Panactón, que está en
los confines de Atenas. Cleonte, habiendo dejado buena guarnición dentro de
Torona, partió por mar a la villa de Atos, cercana de la ciudad de Anfípolis, y
Féace, hijo de Erasístrato, elegido por embajador de los atenienses con otros
dos acompañantes, salió para Italia y Sicilia con dos naves solamente. La causa
de enviarle fue ésta:
Después
que los atenienses salieron de Sicilia por la concordia y unión que los
sicilianos habían hecho entre sí, los leontinos habían metido en su ciudad gran
número de gente por ciudadanos, a causa de lo cual, viéndose el pueblo muy crecido
y aumentado de gente, determinó repartir las tierras de la ciudad por cabezas,
lo cual, visto por los principales y más ricos, expulsaron la mayor parte de
los del pueblo fuera de la ciudad. Estos expulsados fueron a unas partes y a
otras, y dejaron la ciudad casi sola y desierta. Poco después se establecieron
en Siracusa, donde los recibieron como a ciudadanos; mas posteriormente,
algunos de ellos a quienes pesaba estar allí, determinaron volver a su tierra,
y al llegar a ella tomaron por asalto una parte de la ciudad llamada Foceis, y
otro lugar fuera, en término de ella, nombrado Bricinias, que era bien fuerte,
a donde muchos de aquellos desterrados acudieron para juntarse con ellos,
defendiéndose dentro de los muros de aquel lugar lo mejor que podían contra los
de la ciudad.
Advertidos
los atenienses de esto, enviaron a Féace, como arriba dijimos, con encargo de
que tratase con sus aliados y confederados y los otros de la tierra, persuadirles,
si fuese posible, de que se unieran para contrastar el poder de los
siracusanos, cada día mayor, y socorrer y ayudar a los leontinos.
Al
llegar Féace a Sicilia, con sus buenas razones ganó la voluntad de los
camarinos y los acragantinos; mas cuando se presentó a los de Gela, hallando
las cosas en contraria disposición de lo que pensaba, no pasó más adelante,
conociendo que no hacían nada por él, y se volvió navegando a lo largo de la
isla de Sicilia, hablando de pasada con los de Catania y de Bricinias para amonestarles
que siempre estuviesen firmes y constantes en la amistad a los atenienses.
Al
ir, como al volver, trató con algunas ciudades de Italia para que no se
confederasen e hiciesen alianza con los atenienses. Pasando por la costa de
Sicilia, a la vuelta a su tierra, encontró en la mar algunos ciudadanos de Locros
procedentes de Mesena, de donde fueron lanzados por los de Mesena, después de
vivir algún tiempo en la ciudad. A causa de una sedición y revuelta que hubo en
ella, poco tiempo después de la concordia hecha entre los sicilianos, el bando
que se vio más débil y con menos fuerzas llamó a los locros en su ayuda. Estos
enviaron gran número de sus ciudadanos, y por este medio se hicieron señores de
Mesena por algún tiempo, con la ayuda de los que les habían llamado. Mas al fin
fueron echados de la ciudad, y volvían a sus casas cuando Féace les encontró,
el cual no les molestó, aunque pudiera, porque de pasada había hecho alianza
con los de la ciudad de Locros en nombre de los atenienses, y a pesar de que en
la concordia hecha entre los sicilianos, estos locros habían rehusado la
alianza de los atenienses. Aun entonces no la aceptaran si no fuera por la
guerra que a la sazón tenían contra los de Iponión y Medmas, sus vecinos y
comarcanos.
Pasado
esto, a los pocos días Féace llegó a Atenas.
II
Partió
Cleonte de Torona y dirigióse contra la ciudad de Anfípolis. De pasada, al
salir del puerto de Eón, tomó por asalto la villa de Estagira, en tierra de
Andria,[1]
intentando además tomar Galepso, en tierra de Tasos, mas no lo pudo conseguir y
volvió a Eón.
Estando
allí, envió a decir a Perdicas que, conforme a la alianza que había hecho
nuevamente con los atenienses, viniese luego hacia él con todo su poder, y
asimismo avisó a Poles, rey de los odamantos, que tenía un grueso ejército de
soldados en Tracia, para que viniesen en su ayuda, esperando la llegada de
estos reyes en aquel lugar de Eón.
Al
saber todo esto Brasidas, partió con su ejército y se alojó junto a la villa de
Cerdilión, que está en un lugar alto y fuerte, en tierra de los argilios, de la
otra parte del río, no muy lejos de Anfípolis, porque de este lugar se podía
muy bien ver lo que hacían sus enemigos, y ellos también lo que él hacía.
Cleonte,
como Brasidas lo había pensado, caminó con todo su campo derechamente hacia la
ciudad de Anfípolis, haciendo muy poco caso de Brasidas, porque no tenía más de
mil y quinientos soldados tracios, y juntamente con ellos los edones, todos muy
bien armados, y algunos de a caballo, entre mircinios y calcideos, sin los mil
que había enviado dentro de Anfípolis, que podían ser en todos hasta dos mil hombres
de a pie y trescientos de a caballo, de los cuales tomó mil y quinientos, y con
ellos subió a Cerdilión; los otros los envió dentro de Anfípolis para socorro
de Cleárides.
Volviendo
a Cleonte, digo que estuvo quieto, sin osar emprender ningún hecho, hasta tanto
que fue forzado a salir por las mañas que después Brasidas tuvo. A los de
Cleonte no les gustaba estar allí esperando tanto tiempo sin pelear, teniendo a
Cleonte por hombre negligente y cobarde, y que sabía muy poco de las cosas de
guerra en comparación de Brasidas, que le estimaban por hombre osado y buen
capitán. Añadíase que los más de los atenienses habían ido con Cleonte a esta
empresa de mala gana y contra su voluntad, por todo lo cual, oyendo éste la
murmuración de los suyos, y porque no se enojasen perdiendo más tiempo allí,
determinó sacarlos de aquel lugar, donde estaban todos puestos en un escuadrón,
como habían estado en Pilos, esperando que les sucedería la cosa tan bien como
allí; porque no podía pensar que los enemigos osarían venir a combatir contra
él, antes decía que quería salir de su campo y subir a reconocer el lugar donde
estaban aquéllos.
También
quiso aguardar mayor socorro, no tanto por la esperanza de la victoria si se
veía forzado a combatir, como por cercar la ciudad y tomarla. Al llegar con
todo su ejército, que era muy pujante, bien cerca de Anfípolis, se alojó sobre
un cerro de donde podía ver la tierra en derredor; y mirando el asiento de la
ciudad muy atento, mayormente por la parte de Tracia, donde el río de Estrimón
se estrecha, halló que le venía muy a propósito este lugar, por parecerle que
se podría retirar cuando quisiese sin combate.
Por
otra parte, no veía persona alguna dentro de la ciudad, ni que entrase o
saliese por las puertas, las cuales estaban todas cerradas, y pesábale en gran
manera no haber traído consigo todos sus aparatos y pertrechos de guerra para
batir los muros, pareciéndole que, de tenerlos allí, la hubiera tomado
fácilmente.
Cuando
Brasidas entendió que los atenienses habían levantado su campo, también
desalojó a Cerdilión y entró con toda su gente dentro de Anfípolis, sin hacer
alarde alguno de querer salir ni combatir con los atenienses, porque no se
hallaba tan poderoso como los enemigos para hacerlo, no tanto por el número de
gente (porque en esto casi eran iguales) cuanto por los otros aprestos de
guerra, en que era inferior a sus contrarios, y aun por la calidad de las
tropas, porque en el campo de los atenienses estaba la flor de su gente de
guerra y todas las fuerzas de los lemnios y de los parios. Determinó, pues,
usar de arte y maña para acometerles; porque presentar a los enemigos su
ejército, aunque fuese en número bastante y bien armado, le parecía no serle
provechoso, y que antes serviría para dar ánimo a los enemigos y para que los
despreciasen y tuviesen en poco. Así, pues, dejando para guarda y defensa de la
ciudad con ciento cincuenta soldados a Cleárides, él, con lo demás de su
ejército, determinó acometer a los atenienses antes que partiesen de allí,
pensando que serían más fáciles de desbaratar estando faltos del socorro que
esperaban por momentos, que aguardar a que éste llegará. Antes de poner en
ejecución su empresa, quiso declarárselo a sus soldados y amonestarles que
hiciesen todos su deber. Mandó, pues, reunirlos y les dirigió la siguiente
arenga:
«Varones
peloponenses: Porque venimos de una tierra de donde los naturales por su ánimo
generoso siempre han vivido en libertad, y por la costumbre que aquellos de
vosotros que sois dorios de nación tenéis de combatir contra los jonios de
origen, a quienes siempre habéis estimado por inferiores y para menos que
vosotros, no es menester que os haga largo razonamiento, sino sólo que os
declare la manera que tengo pensada para salir y acometer a mis enemigos:
porque viendo que quiero probar mi fortuna con poco número de gente sin llevar
todo nuestro poder, no tengáis menos corazón, pensando que por esto sois más
débiles y flacos. Según puedo conjeturar, estos nuestros enemigos que ahora nos
tienen en poco, pensando que no osaremos salir a combatir contra ellos, se han
puesto en lo alto para reconocer la tierra y allí están muy seguros sin ningún
orden ni concierto.
»Sucede
muchas veces, que el que entiende y para mientes con atención en los yerros y
faltas de sus enemigos, y se determina de acometerles con ánimo y osadía, no
solamente en batalla campal sino también en encuentro cuando quiera que vea la
suya, llega al cabo con su empresa para su honra y provecho. Porque las
empresas y hazañas que se hacen en guerra con astucia para dañar a los enemigos
y hacer bien y provecho a sus amigos dan gran honra y gloria a los capitanes
que las emprenden. Por tanto, mientras están así desordenados y sin sospechar
mal alguno, antes que levanten su campo del lugar donde están, pues me parece
que tienen más voluntad de desalojarlo que de esperar allí, he determinado dar
sobre ellos con la gente que tengo, mientras dudan de lo que harán y antes que
puedan resolverlo, entrando, si pudiere, hasta en medio de su campo.
»Tú,
Cleárides, cuando vieres que yo estoy sobre ellos, y entendieses que les he
puesto temor y espanto, abrirás la puerta de la ciudad y saldrás súbitamente de
la otra parte con la gente que tienes, así ciudadanos como extranjeros, y
vendrás con la mayor diligencia que pudieras a meterte en medio, porque me
parece que haciendo esto, los pondrás en gran alboroto y turbación, pues ya
sabes que los que sobrevienen de nuevo en un encuentro ponen más temor a los
contrarios que aquellos con quienes están peleando.
»Muéstrate,
pues, Cleárides, hombre de valor y verdaderamente espartano, y vosotros nuestros
aliados, seguidle animosamente y pensad que el pelear bien consiste sólo en
tener buen corazón, vergüenza y honra, y obedecer a sus capitanes; que el día
de hoy, si os mostráis valientes y esforzados, adquiriréis libertad para
siempre y seréis en adelante con más razón llamados compañeros y aliados de los
lacedemonios. Obrando de otro modo, si os podéis escapar de ser todos muertos y
vuestra ciudad destruida, a bien librar quedaréis en más dura servidumbre que
estabais antes, y seréis causa de estorbar a los otros griegos el conseguir su
libertad.
»Sabiendo,
pues, cuánto nos importa esta batalla, procurad señalaros en ella por buenos y
esforzados, que en lo demás que a mí toca, yo mostraré por la obra que sé
pelear de cerca tan bien como amonestar a los otros de lejos».
Después
que Brasidas hubo animado a los suyos con este razonamiento, puso en orden los
que habían de salir con él, y asimismo los que después habían de salir con
Cleárides por la puerta de Tracia según queda dicho. Mas por haber sido visto
de los enemigos a la bajada de Cerdilión, y también después, estando dentro de
la ciudad, sobre todo cuando estaba haciendo sacrificios en el templo de la
diosa Palas, situado fuera de la ciudad y cerca de la muralla, dieron aviso a
Cleonte que había salido a reconocer la tierra en torno de la ciudad. Fácil les
era averiguar lo que pasaba, así porque veían claramente a los de dentro de la
ciudad que se ponían en armas, como también que salía por las puertas tropel de
gente de a caballo y de a pie, lo cual espantó mucho a Cleonte, que
apresuradamente bajó del lugar donde se encontraba para saber si eran ciertas
sus sospechas.
Cuando
conoció la verdad, habiendo determinado no combatir hasta que llegara el
socorro que esperaba, y considerando que si se retiraba por la parte que
primero había pensado le verían claramente, hizo señal para retirarse por otro
lado, y mandó a los suyos que comenzasen la marcha primero por la izquierda,
porque por otra parte no era posible, dirigiéndose hacia la villa de Eón; mas viendo
que los del ala izquierda caminaban muy despacio, hizo volver a los de la
derecha hacia aquella parte, dejando por esta vía el escuadrón de en medio
descubierto, y él mismo iba animando a los suyos para retirarse a toda prisa.
Entonces
Brasidas conoció que ya era tiempo de salir, y viendo que se marchaban los
enemigos, dijo a los suyos: «Esta gente no nos aguardará, porque bien veo cómo
sus lanzas y celadas se menean, y nunca jamás hicieron estos hombres que tuviesen
gana de combatir, por tanto, abrid las puertas y salgamos todos con buen ánimo
a dar sobre ellos con toda diligencia».
Abiertas
las puertas por la parte que Brasidas había ordenado, así las de la ciudad como
las de los reparos y las del muro largo, salió con su gente a buen trote por la
senda estrecha donde ahora se ve un trofeo puesto, y dio en medio del escuadrón
de los enemigos, que halló confusos por el desorden que tenían y espantado por
la osadía de sus enemigos; inmediatamente volvieron las espaldas y se pusieron
en fuga.
Al
poco rato salió Cleárides por la puerta de Tracia como le habían mandado, y
vino por la otra parte a dar sobre los enemigos. Los atenienses, viéndose
acometer súbitamente por donde no pensaban y atajados de todas partes, se
asustaron más que antes, de tal manera que los de la ala izquierda que habían
tomado el camino de Eón diéronse a huir en desorden
En
este medio, Brasidas, que había entrado por el ala derecha de los enemigos, fue
gravemente herido cayendo a tierra, mas antes que los atenienses lo advirtiesen
fue levantado por los suyos que estaban cerca, y aunque los soldados de la ala
derecha de los ateniense se afirmaron más que los otros en su plaza, Cleonte,
viendo que no era tiempo de esperar más dio a huir, y cuando iba huyendo lo
encontró un soldado mircinio que le mató. Mas no por eso los que con él estaban
dejaron de defenderse contra Cleárides a la subida del cerro, y allí pelearon
muy valientemente hasta tanto que los de a caballo y los de a pie armados a la
ligera, así mircinios como calcideos, sobrevinieron, y a fuerza de venablos
obligaron a que abandonaran su puesto y se pusiesen en huida.
De
esta suerte todo el ejército de los atenienses fue desbaratado, huyendo unos
por una parte y los otros por otra, cada cual como podía hacia la montaña, y
los que de ellos se pudieron salvar acogiéronse a Eón.
Después
que Brasidas fue llevado herido a la ciudad, antes de perder la vida supo que
había alcanzado la victoria, y al poco rato falleció. Cleárides siguió al
alcance de los enemigos cuanto pudo con lo restante del ejército, y después se
volvió al lugar donde había sido la batalla.
Cuando
hubo despojado los muertos, levantó un trofeo en el mismo lugar en señal de
victoria.
Pasado
esto, todos acompañaron al cuerpo de Brasidas armados, y le sepultaron dentro
de la ciudad delante del actual mercado, donde los de Anfípolis le hicieron sepulcro
muy suntuoso y un templo como a héroe, dedicándole sacrificios y otras fiestas,
y honras anuales, dándole el título y nombre de fundador y poblador de la ciudad,
y todas las memorias que se hallaron en escrito, pintura o talla de Hagnón, su
primer fundador, las quitaron y rayaron, teniendo y reputando a Brasidas por
fundador y autor de su libertad. Hacían esto por agradar más a los lacedemonios
por el temor que tenían a los atenienses, y también porque les parecía más provechoso
para ellos hacer a Brasidas aquellas honras que no a Hagnón, a causa de la
enemistad que naturalmente tenían con los atenienses, a los cuales, no obstante
esto, les dieron sus muertos, que se hallaron hasta seiscientos, aunque de la
parte de los lacedemonios no hubo más de siete, porque ésta no había sido
primeramente batalla, sino un encuentro o batida donde no hubo mucha
resistencia.
Recobrados
los muertos, los atenienses volvieron por mar a Atenas, y Cleárides con su
gente se quedó en la ciudad de Anfípolis para ordenar el gobierno de ella.
Esta
derrota fue en el fin del verano, a tiempo que los lacedemonios Ranfias y
Antocáridas iban con un refuerzo de novecientos hombres de guerra a tierra de
Tracia para rehacer el ejército de los peloponenses. Cuando llegaron a la
ciudad de Heraclea, en tierra de Traquinia, estando allí ordenando las cosas
necesarias para aquella ciudad, tuvieron noticia de lo ocurrido.
III
Al
comienzo del invierno, la gente de guerra que mandaba Ranfias llegó hasta el
monte Perión, que está en Tesalia, mas los de la tierra le prohibieron el paso,
por cuya causa, y también porque supieron la muerte de Brasidas, a quien
llevaba aquellas tropas, volvieron a sus casas, porque les parecía que no era
tiempo de comenzar la guerra, visto que los atenienses se habían retirado y que
ellos dos, Ranfias y Autocáridas, carecían de recursos para dar fin a la
empresa de Brasidas.
Por
otra parte, sabían muy bien que a su partida de Esparta los lacedemonios
estaban más inclinados a la paz que a la guerra, y a excepción del combate de
Anfípolis y la vuelta de Ranfias de Tesalia, no hubo hecho alguno de guerra
entre atenienses y lacedemonios, porque de una y otra parte se deseaba más la
paz que la guerra; los atenienses, por la pérdida que habían sufrido
primeramente en Delos, y poco después en Anfípolis, por razón de lo cual no
estimaban sus fuerzas por tan grandes como al principio cuando les hablaron
sobre concierto de paz, que ellos rehusaron entonces, confiados muchos en su
prosperidad, y también temían en gran manera que sus aliados, viendo declinar
su fortuna se les rebelasen, estando muy arrepentidos de no haber aceptado la
paz que les demandaban después de la victoria que alcanzaron en Pilos. Los
lacedemonios, por su parte, la deseaban porque les había resultado la guerra
muy distinta de lo que pensaron al principio, pues creían que talando la tierra
de los atenienses en poco tiempo los desharían; también por la pérdida de
Pilos, que fue la mayor que los
de Esparta tuvieron hasta entonces, y porque los enemigos, que estaban dentro
de Pilos y de Citera, no cesaban de recorrer y robar las tierras que los
lacedemonios tenían allí cercanas. Además, sus ilotas y esclavos se pasaban a
menudo a los atenienses, y continuamente tenían temor que los otros que
quedaban hiciesen lo mismo por consejo de los que primero habían huido.
También
había otra causa y razón más eficaz, y era que la tregua que los lacedemonios
habían hecho por treinta años con los argivos espiraba en breve, la cual tregua
los lacedemonios no querían continuar si los argivos no les devolvían la villa
de Cinuria, y no se hallaban bastante poderosos para hacer la guerra contra los
atenienses y los argivos a un tiempo, tanto más sospechando que algunas de las
ciudades del partido de éstos en tierra de Peloponeso se declarasen por ellos,
como sucedió después.
Por
estas razones, ambas partes deseaban la paz, mayormente los lacedemonios, para
recobrar sus prisioneros en Pilos, los cuales eran todos naturales de Esparta,
parientes y amigos de los principales de Lacedemonia, y por cuya libertad
procuraron la paz desde que fueron presos, aunque los atenienses, engreídos con
la prosperidad de su fortuna, entonces no la habían querido aceptar, esperando
hacer mayores cosas antes que la guerra tuviese fin. Pero después que los atenienses fueron derrotados en Delos,
pensando los lacedemonios que entonces serían más tratables y humanos, habían
acordado las treguas por un año, para que durante éste pudiesen tratar de la
paz o de más larga tregua.
Sobrevino
al poco tiempo la derrota de Anfípolis, que les ayudaba en gran manera al logro
de sus deseos, sobre todo porque Brasidas y Cleonte habían muerto en ella, y
éstos eran los principales que estorbaban la paz de ambas partes; Brasidas por
la buena fortuna que tenía en la guerra, de la cual esperaba siempre gloria y
honra, y Cleonte porque le parecía que sus yerros y faltas serían más notorias
y manifiestas en tiempo de paz que en el de guerra, y que no se daría tanta fe y crédito a sus invenciones y ruines
pareceres habiendo paz.
Faltando
estos dos quedaban otras dos personas, las más principales de las dos ciudades,
que tenían gran deseo y codicia de la paz, esperando que por medio de ella
alcanzarían el mando principal en las dos ciudades. El uno era Plistoanacte,
hijo de Pausanias, rey de Lacedemonia, y el otro Nicias, hijo de Nicérato, que
por entonces era el mejor caudillo que los atenienses tenían, y que había
realizado en la guerra famosos hechos. A éste le parecía que era mejor hacer la
paz mientras que los atenienses estaban en prosperidad y antes que perdiesen su
buena fortuna por algún azar de guerra, y también porque los ciudadanos, y él
mismo con ellos, tuviesen en adelante sosiego y reposo, y él pudiese dejar la
buena fama después de su muerte de no haber hecho ni aconsejado jamás cosa
alguna por donde a la ciudad le sobreviniese mal, lo cual podía no sucederle si
lo fiaba todo a la aventura de la guerra, cuyos males y daños se evitan por la
paz.
El
lacedemonio Plistoanacte también deseaba la paz, a causa de tenérsele por
sospechoso desde el comienzo de la guerra, acusándole de que se había retirado
con el ejército de los peloponenses de tierra de los atenienses. Además le
culpaban de todos los males y daños que después de su retirada habían venido a
los lacedemonios, y de que él y Aristocles, su hermano, habían sobornado a la
sacerdotisa del templo de Apolo en Delfos que daba los oráculos y respuestas de
Apolo, de manera que a nombre del dios, y como inspirada por él, había respondido
a los nuncios que los lacedemonios enviaron diversas veces al templo para saber
el consejo de Apolo tocante a la guerra el oráculo siguiente:
«Los
descendientes de Zeus tornarán su generación de tierra ajena a la suya propia,
si no quieren arar la tierra con reja de plata».[2]
Hizo
esto Plistoanacte porque los lacedemonios le desterraron a Liceón por la
sospecha de que se dejó corromper por dinero, para retirarse con el ejército de
tierra de Atenas, en el cual lugar del Liceón vivió mucho tiempo, y por esta
respuesta del Oráculo le alzaron al destierro, y fue recibido en la ciudad con
las honras que acostumbran para los reyes cuando entran con pompa. Para hacer
olvidar estas sospechas deseaba la paz, pareciéndole que cesando los
inconvenientes de la guerra, no tendrían ocasión de imputarle aquella culpa,
mayormente después que los ciudadanos hubiesen recobrado sus prisioneros.
Además, mientras durase la lucha duraría la murmuración, pues como sucede
siempre, cuando el pueblo ve los males y daños de la guerra, murmura contra los
principales actores de ella.
Duraron
los tratos para la paz todo el invierno, y al fin de él los lacedemonios
hicieron alarde de querer construir una grande armada y enviaron a todas las ciudades
confederadas aviso para que se aprestasen a la guerra para la primavera,
pensando que así infundirían más temor a los atenienses, y les darían motivo
para querer la paz. Por tales medios, después de muchos tratos y discusiones,
fue ajustada entre ellos, con condición de que cada cual de las partes
devolviera lo que había tomado a la otra, excepto Nisea, que quedaría en poder
de los atenienses, porque pidiendo Platea, los tebanos decían que no la habían
tomado por fuerza, sino que los ciudadanos se la habían entregado
voluntariamente, y los atenienses dijeron lo mismo de Nisea.
Estando
juntos todos los confederados para este efecto, les alegró que la paz se
concluyese y que en ella quedara establecido que la ciudad de Platea fuera de
los tebanos, y la de Nisea de los atenienses. Los beocios, los corintios, los
eleos y los megarenses no quisieron aceptar esta paz, no obstante, por común
decreto fue acordada y jurada por los embajadores de Atenas en Esparta, y después
confirmada por las ciudades confederadas de una y otra parte en la forma y manera
siguiente:
Primeramente,
en cuanto a los templos públicos, que sea lícito a cada cual de las partes ir y
venir a su voluntad sin ningún estorbo ni impedimento algunos, y hacer sus
sacrificios, demandas, peticiones y consultas acostumbradas, y que para esto
puedan enviar su nuncios y consejeros así por mar como por tierra.
Item,
en cuanto al templo de Apolo en Delfos, que los que lo tienen a su cargo puedan
usar y gozar de sus leyes, privilegios, costumbres, tierras, rentas y provechos,
según costumbre.
Item,
que esta paz sea firme y segura sin dolo, fraude, ni engaño entre los
atenienses y los lacedemonios, sus amigos, aliados y confederados por espacio
de cincuenta años; que si en este tiempo se suscitaran entre ellos algunas
cuestiones, se deba decidir y determinar por derecho y justicia y no por armas,
y que así será jurado por juramento solemne de una parte y de otra; pero con la
condición de que los lacedemonios y sus confederados restituirán a los
atenienses la ciudad de Anfípolis, y que los moradores de esta y de las otras
ciudades, villas y lugares que fueren restituidas a los atenienses puedan y les
sea lícito, si quisieren, irse y trasladar el domicilio adonde bien les
pareciese con sus casas, bienes y haciendas, y que las ciudades que Arístides
hizo tributarias sean libres y francas en adelante.
Item,
que no sea lícito a los atenienses y sus aliados ir ni enviar gente de armas
para hacerles mal a estas ciudades que les serán devueltas mientras les pagaren
su tributo acostumbrado. Estas ciudades son las siguientes: Argilo, Estagira,
Acanto, Estolo, Olinto y Espartolo, las cuales quedarán neutrales, sin estar
aliadas ni confederadas a los atenienses ni a los lacedemonios, excepto si los
atenienses las pueden inducir por buenos medios y maneras, sin fuerza ni rigor,
a que sean sus aliadas, pues, en tal caso, les será lícito.
Item,
que los habitantes de Meciberna, Sana y Singo puedan morar en sus ciudades,
según y de la misma manera que los olintios y los acantios.
Item,
que los lacedemonios restituyan a los atenienses la ciudad de Panactón, y los
atenienses a los lacedemonios las villas de Corifasión, Citera, Metona,
Pteleón, Atalanta, y todos los prisioneros que de ellos tienen, así en la
ciudad de Atenas como en otras partes en su tierra y poder. Asimismo, los que
tienen sitiados en Escione, lacedemonios u otros peloponenses, o de sus amigos
y confederados de cualquier parte y lugar que sean, y generalmente todos los
que Brasidas envió a dichas plazas. Además, si estuviere algún lacedemonio u
otra cualquier persona de sus aliados en prisión por cualquier causa que sea en
la ciudad de Atenas o en otro cualquier lugar de su señorío, sea puesto en
libertad, haciendo los lacedemonios y sus confederados lo mismo en favor de los
atenienses y sus aliados. En cuanto a las ciudades de Escione, Torona y
Sermila, y cualquier otra que los atenienses tuvieran en su poder, éstos
determinarán lo que se hubiere de proveer y les mandarán hacer el juramento a
los lacedemonios y a las otras ciudades confederadas. Que ambas partes harán el
juramento acostumbrado la una a la otra, el mayor y más fuerte que se puede hacer en tal caso, en el cual se
contenga, en efecto, que guardarán los tratados y capítulos de paz arriba
dichos justa y debidamente, y que este juramento se deba renovar todos los
años, y sea consignado por escrito y esculpido en una piedra y puesto en
Olimpia, en Pitia, en el Estrecho, en la ciudad de Atenas y en la de
Lacedemonia en el lugar llamado Amiclas.
Item,
si alguna otra cosa ocurriese además de esto que sea justa y razonable a ambas
partes, se pueda añadir, mudar y quitar por los atenienses y por los lacede-monios.
Fue acordado y aceptado este tratado de paz en Es-parta,
siendo eforato de Plístolas y presidente de la ciudad de Lacedemonia, a 26 días
del mes de Artemisio, y en Atenas fue aceptado y aprobado, siendo presidente
Alceo, a 15 días del mes de Elafebolión, y otorgáronle y juráronle por parte de
los lacedemonios Plistoanacte, Agis, Plístolas, Damageto, Quiónide, Metágenes,
Acan-to, Dáito, Iscágoras, Filocáridas, Zeúxidas, Antipo, Telide, Alcínadas,
Empedias, Minas y Láfilo; y de parte de los atenienses, Lampón, Istmiónico,
Nicias, Laques, Eutidemo, Procles, Pitódoro, Hagnón, Mirtilo, Trasicles,
Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timócrates, León, Láma-co y Demóstenes.
Este
tratado fue hecho y jurado al fin del invierno y al comienzo de la primavera,
diez años y algunos días después del principio de la guerra, que fue la primera
entrada que hicieron los peloponenses y sus confederados en tierra de Atenas.
La cual guerra me parece por mejor señal para mayor acierto distinguida por los
tiempos del año, a saber: el invierno y el verano, que no por los nombres de
los cónsules y gobernadores de las ciudades principales, que cambian con
frecuencia.
Conforme
a este tratado de paz, los lacedemonios entregaron de inmediato los prisioneros
que tenían en su poder, porque les cupo por suerte ser los primeros que entregasen,
y tras esto enviaron sus embajadores Iscágoras y Minas a Filocáridas, su
capitán, para mandarle que entregase la ciudad de Anfípolis a los atenienses.
También los enviaron a las otras ciudades confederadas
para que confirmasen y pusiesen por ejecución el tratado arriba dicho, y muchas
rehusaron hacerlo, pretendiendo que no les era favorable el contrato.
Asimismo, Cleárides rehusó entregar la ciudad de Anfípolis
por agradar a los calcideos, diciendo que no lo podía hacer sin voluntad de
éstos; pero partió con los dos embajadores a Lacedemonia para defenderse si le
quisieran calumniar diciendo que no había obedecido el mandato de los
lacedemonios y también para probar si podría enmendar el tratado en este
artículo; mas sabiendo que estaba concluido y acordado, volvió a la ciudad de
Anfípolis por orden de los lacedemonios, que también le mandaron expresamente
entregase la ciudad a los atenienses, o que, si los ciudadanos dificultaban
esto, saliese él con todos los peloponenses que estaban dentro.
Las otras ciudades confederadas enviaron sus embajadores a
los lacedemonios para mostrarles que este tratado de paz les era muy
perjudicial y que no le querían guardar ni cumplir si no lo enmendaban en
algunos artículos. Después que los lacedemonios les oyeron, no quisieron
enmendar nada de lo que habían hecho y concluido, mandándoles retirarse.
Poco
tiempo después hicieron alianza con los atenienses, y aunque los argivos habían
rehusado entrar en la alianza con ellos, nada les importó, porque les parecía
que sin los atenienses no les podrían hacer mucho mal y que la mayor parte de
los peloponenses querían más la paz, por el sosiego y reposo, que la guerra.
Después de algunas negociaciones sobre la alianza en la ciudad de Esparta con
los embajadores de los atenienses, fue ajustada del siguiente modo:
Los
lacedemonios serán compañeros y aliados de los atenienses por cincuenta años en
esta forma:
Si
algunos enemigos entraren en tierra de los lacedemonios para hacerles daño, los
atenienses ayudarán a éstos con todo su poder en todo y por todo lo que pudieren,
y si los tales enemigos asolaran su tierra, serán tenidos por enemigos comunes
de atenienses y lacedemonios y les harán la guerra juntamente, o la dejarán
pactando la paz de consuno.
Todas
las cosas arriba dichas se harán bien y debidamente sin fraude ni engaño; y lo
mismo harán los lacedemonios con los atenienses, si algunos extraños entraran
en su tierra.
Si
los ilotas o siervos de los lacedemonios se levantaran contra ellos, los
atenienses estarán obligados a ayudarles con todo su poder.
Esta alianza fue otorgada y jurada por las mismas personas
que juraron la paz de ambas partes y se había de renovar todos los años el
juramento como el de la paz escrita y esculpir el tratado en dos piedras que se
pusieran una en la ciudad de Esparta, junto al templo de Apolo en la plaza
llamada Amiclas, y la otra en la de Atenas, junto al templo de Atenea. Además
fue acordado, que si durante esta alianza pareciese bien a ambas partes añadir
o quitar o mudar cosa alguna, lo pudieran hacer por común acuerdo.
Esta alianza la juraron de parte de los lacedemonios:
Plistoanacte, Agis, Plístolas, Iscágoras, Filocáridas, Zeúxidas, Antipo,
Alcínadas, Telide, Empedis, Minas y Láfilo. Y de parte de los atenienses:
Lampón, Istmiónico, Laques, Nicias, Eutidemo, Procles, Pitódoro, Hagnón,
Mirtilo, Trasicles, Teágenes, Aristócrates, Yolcio, Timó-crates, León, Lámaco y
Demóstenes.
La alianza fue hecha poco después del tratado de paz
y de entregar los atenienses los prisioneros que hicieron en la isla frente a
Pilos al principio del verano, que fue el fin del décimo año, después que comenzó la guerra que
escribimos.
IV
Hecha
esta paz entre los lacedemonios y los atenienses, después de durar la guerra
diez años, como antes se ha dicho, solamente fue observada entre las ciudades
que la quisieron admitir, porque los corintios y algunas otras ciudades del
Peloponeso no la aceptaron y poco después se movió revuelta entre los
lacedemonios y los otros confederados.
Andando
el tiempo, los lacedemonios fueron tenidos por sospechosos a los atenienses,
principalmente por razón de algunos artículos de la alianza no ejecutados como
debían serlo, aunque todavía se guardaron de entrar los unos en tierra de los
otros como enemigos por espacio de seis años y diez meses. Mas después se
hicieron grandes daños los unos a los otros en diversas ocasiones sin romper
del todo la alianza, antes la entretenían con treguas, las cuales fueron
guardadas mal por espacio de diez años, y pasados éstos viéronse forzados a
acudir a la guerra descubierta.
Esta
guerra la escribió Tucídides ordenadamente, según fue hecha de año en año, así
en invierno como en verano, hasta tanto que los lacedemonios y sus aliados asolaron
y destruyeron el imperio y señorío de los atenienses, tomaron los muros largos
de la ciudad de Atenas y a Pireo, y duró, comprendido el primero y segundo período,
veintisiete años, del cual espacio de tiempo no se puede con razón quitar ni
descontar el tiempo que duró el tratado de paz, porque el que para mientes en
lo ocurrido, no podrá juzgar que esta paz tuviese algún efecto, visto que no fue
guardada ni ejecutada por ninguna de las partes en las cosas que señaladamente
fueron articuladas, contraviniendo unos y otros al tratado con la guerra he-cha
en Mantinea y en Epidauro, y de otras muchas maneras.
También
en Tracia los que habían sido aliados fueron después enemigos. Y los beocios
hacían treguas de diez días solamente, por lo cual el que contara bien los diez
años que duró la primera guerra, el tiempo que pasó en treguas y lo que duró la
segunda guerra, hallará la cuenta de los años tal cual yo he dicho y algunos
días más.
Este
espacio de tiempo fue profetizado por los oráculos y respuestas de los dioses;
porque me acuerdo haber oído decir a menudo públicamente a muchas personas, que
aquella guerra había de durar tres novenos años. En todo este tiempo viví sano
de mi cuerpo y entendimiento y procuré saber y entender todo lo que se hizo,
aunque estuve en destierro durante diez años, después que fui enviado por
capitán de la armada a Anfípolis. Habiendo, pues, estado presente a las cosas
que se hicieron de una y otra parte en el tiempo que seguí la guerra, no tuve menos
conocimiento de ellas en el que estuve desterrado en tierra del Peloponeso;
antes tuve mejor ocasión de saber, entender y escribir la verdad.
Referiré,
por tanto, las cuestiones y diferencias que sobrevinieron pasados los diez
años; asimismo el rompimiento de las treguas, y finalmente todo lo que se hizo
en esta guerra hasta su terminación.
Volviendo
a la historia, digo que después de hecha la paz por cincuenta años y la liga y
alianza entre los atenienses y los lacedemonios, y que los embajadores de las
ciudades del Peloponeso que habían ido a Lacedemonia volvieron a sus casas sin
convenir nada, los corintios gestionaron aliarse con los argivos y al principio
hicieron hablar a algunos de los principales de la ciudad de Argos,
mostrándoles que, pues los lacedemonios habían hecho alianza con los
atenienses, sus mortales enemigos, no por guardar y conservar la libertad común
de los peloponenses, sino por ponerlos en servidumbre, convenía que los argivos
procurasen guardar la libertad común y persuadir a todas las ciudades de Grecia
que quisiesen vivir en libertad y según sus leyes y costumbres antiguas, que hi-ciesen
alianza con ellos para darse ayuda los unos a los otros cuando fuese menester,
y que eligiesen caudillos a capitanes que tuviesen mando y autoridad de proveer
en todas cosas, a fin de que las empresas fuesen secretas y que los pueblos
mismos no tuviesen noticia de algunas cosas que, presumían, no habían de
consentir, porque, según decían estos corintios que seguían las negociaciones,
habría muchos particulares que por odio a los lacedemonios se aliaran con los
mismos argivos. Tales razonamientos hicieron los corintios a los principales
gobernadores de Argos, y éstos los refirieron al pueblo, acordando por común
decreto que eligiesen doce personas a quienes se diese pleno poder y facultad
de contratar y concluir amistad y alianza en nombre de los argivos con todas
las ciudades libres de Grecia, excepto con los lacedemonios y los atenienses,
con los cuales no pudiesen tratar nada sin comunicarlo primeramente al pueblo;
hi-cieron esto los argivos, así porque veían que se les acercaba la guerra con
los lacedemonios, como por el poco tiempo que restaba para que espirasen las
treguas, también porque esperaban por esta vía hacerse señores del Peloponeso,
a causa que el mando y señorío de los lacedemonios era ya odioso y desagradable
a la mayor parte de los peloponenses y comenzaban a despreciarlos y tener en
poco por las derrotas, pérdidas y daños que habían sufrido en la guerra.
Por
otra parte, los argivos eran entonces entre todos los griegos los más ricos, a
causa de que, como no se habían mezclado en las guerras precedentes por tener
amistad y alianza con ambas partes, durante la guerra entre los otros se habían
enriquecido en gran manera. Procuraban, pues, por estos medios atraer a su
amistad y alianza a todos los griegos que se quisiesen confederar con ellos,
entre los cuales, los primeros que se aliaron fueron los mantineos y sus
adherentes, porque durante la guerra entre los atenienses y los lacedemonios
habían tomado una parte de tierra de Arcadia, sujeta a los lacedemonios, y se
la habían apropiado sospechando que tendrían memoria para vengar la citada
injuria cuando viesen oportunidad, aunque por entonces no lo aparentasen.
Antes, pues, de que les viniese este peligro quisieron aliarse con los argivos,
considerando que Argos era una grande y poderosa ciudad, muy poblada y muy
rica, y por eso bastante y suficiente para poder resistir a los lacedemonios, y
también porque era gobernada por señorío y estado popular, como la suya de
Mantinea.
A
ejemplo de estos mantineos, otras muchas ciudades del Peloponeso hicieron lo
mismo, pareciéndoles que los mantineos no habían hecho esto sin gran motivo y
sin saber y conocer alguna cosa más que ellos no sabían. También lo hacían por
despecho de los lacedemonios, a los cuales tenían gran odio por muchas causas,
y la principal era que en un artículo del tratado de paz hecho entre atenienses
y lacedemonios, estaba dicho y confirmado por juramento que si en el tratado se
hallase cosa alguna que les pareciese se debía quitar o mudar, los de las dos
ciudades, a saber, de Atenas y Lacedemonia, lo pudiesen hacer, sin que este
artículo hiciese mención alguna de las otras ciudades confederadas del
Peloponeso, cosa que puso en gran sospecha a todos los peloponenses, de que
estas dos ciudades se hubiesen concertado para sujetar a todas las demás, pues
parecíales que era cosa justa, si los tenían por sus compañeros y aliados,
comprender en aquel artículo también las otras ciudades del Peloponeso y no
solamente las dos. Esta fue la causa principal que les movió a hacer alianza
con los argivos.
Los
lacedemonios, entendiendo que poco a poco las ciudades del Peloponeso se
confederaban con los argivos y que los corintios habían sido autores y
promovedores de esto, les enviaron algunos embajadores, haciéndoles saber que
si se apartaban de su amistad y alianza por juntarse a los argivos,
contravendrían su juramento y obrarían contra toda razón no queriendo aprobar y
confirmar el tratado de paz hecho con los atenienses, atento que la mayor parte
de las otras ciudades confederadas lo habían aprobado y que en el contrato de
sus alianzas se contenía que lo que fuese hecho por la mayor parte de ellos
fuese tenido y guardado por todos los otros, si no había algún impedimento
justo por parte de los dioses o héroes.
Antes
de responder a esta demanda, los corintios reunieron todos sus aliados, es a
saber, a aquellos que no habían aún aceptado el tratado de paz por común
acuerdo con los lacedemonios, para inducirles a entrar en la liga y
confederarse contra ellos, alegando algunas cosas en que los lacedemonios les
habían hecho agravio al otorgar aquel tratado de paz, mayormente porque en él
no estaba puesto que los atenienses les restituyeran las villas de Solión,
Anactorión y algunos otros lugares que pretendían haberles tomado, y también
porque no estaban determinados los corintios a desamparar a los de Tracia, que
por su amonestación y persuasión se habían rebelado contra los atenienses, a
los cuales habían prometido particularmente por juramento, que no les
abandonarían así al comienzo, cuando se rebelaron con los de Potidea, como
después otras muchas veces, por lo cual no se tenían por quebrantadores de la
alianza que hicieron antes con los lacedemonios, si ahora no querían aceptar el
tratado de paz que éstos habían hecho con los atenienses, visto que no lo
podían hacer sin quedar por perjuros para con los tracios. Además, en un
artículo de su tratado de alianza se decía que la parte menor hubiese de
aceptar lo que hiciese la mayor, si no hubiera algún estorbo o impedimento de
los dioses, lo cual reputaban que ocurría en este caso, pues contraviniendo a
su juramento ofendían a los dioses, por los cuales ellos habían jurado. Así respondían
respecto a este artículo.
En
cuanto a la liga y alianza con los argivos, que habiendo consultado éstos con
sus amigos y aliados harían todo aquello que fuese justo y razonable.
Después
que los embajadores de los lacedemonios fueron despedidos con esta respuesta,
los corintios mandaron venir ante ellos, en su Senado, a los embajadores de los
argivos que ya estaban en la ciudad antes que los otros partiesen, y les
dijeron que no curasen de diferir más la alianza con ellos, sino que fueran al
primer consejo y la concluyesen.
Pendiente
esto, llegaron allí unos embajadores de Élide, los cuales primeramente hicieron
alianza con los corintios, y de allí, por su orden, fueron a Argos, donde
hicieron lo mismo, porque también estaban muy descontentos de los lacedemonios,
a causa de que antes de la guerra con los atenienses, siendo los de Lepreón
ofendidos por algunos de los arcadios, se acogieron a los eleos y les
prometieron que si les socorrían en aquella guerra, después de acabada, cuando
fueran expulsados de su tierra los arcadios, les darían la mitad de los frutos
que cogiesen. Verificada la expulsión, los eleos se convinieron y acordaron con
los lepreotas que tenían tierra a labrar, que les pagasen cada año un talento
de oro todos juntos, el cual se ofreciese al templo de Zeus en Olimpia, y este
tributo pagaron sin contradicción algunos años, hasta la guerra de los
atenienses y peloponenses, mas después rehusaron hacerla, tomando por excusa
las cargas y tributos que sostenían por razón de la guerra. Y porque los eleos
les querían obligar a que lo pagasen, los lepreotas acudieron a los
lacedemonios, a quienes también los eleos sometieron por entonces la cuestión
para que la decidieran, pero después, sospechando que juzgasen contra ellos, no
quisieron proseguir la causa ante aquéllos, sino que fueron a talar la tierra
de los lepreotas. No obstante esto, los lacedemonios pronunciaron su sentencia,
por la cual declararon que los lepreotas no estaban obligados en cosa alguna a
los eleos, que sin razón habían talado su tierra.
Viendo
los lacedemonios que los eleos no querían pasar por su juicio y sentencia,
enviaron su gente de guerra en socorro de los lepreotas, por lo cual los eleos
pretendían que los lacedemonios habían contravenido al tratado de alianza hecho
entre ellos y los otros peloponenses, en el que se establecía que las tierras
que cada cual de las ciudades poseía al comienzo de la guerra les debiesen
quedar, diciendo que los lacedemonios habían atraído a ellos la ciudad de los
lepreotas que les era tributaria.
Esta
fue la ocasión y pretexto para hacer la alianza con los argivos, y poco después
la hicieron los corintios y los calcideos que habitan en Tracia. Los beocios y
megarenses estuvieron a punto de hacer lo mismo, pretendiendo que habían sido
menospreciados por los lacedemonios, pero se detuvieron considerando que la
manera de vivir de los argivos, que era señorío y mando del pueblo, no era tan
conveniente para ellos como la de los lacedemonios que se gobernaban por un cierto
número de personas, a saber, por un consejo y senado que tenía el mando y
autoridad sobre todos.
V
Durante
este verano, los atenienses se apoderaron de la ciudad de Escione por fuerza,
mataron todos los hombres jóvenes, cautivaron a los niños y a las mujeres y
dieron todas las tierras de los esciones a los platenses, sus aliados, para que
las labrasen y se aprovecharan de ellas.
También
hicieron regresar a Delos a los ciudadanos que habían sido echados de allí,
atendiendo así a los males y daños que habían sufrido por la guerra, como a los
oráculos de los dioses que se lo amonestaban. Los foceos y los locros comenzaron
la guerra entre sí, y los corintios y los argivos, que ya estaban aliados y
confederados, fueron a la ciudad de Tegea con esperanza de poder apartarla de la
alianza de los lacedemonios, y por medio de ésta, porque tenía gran término y
jurisdicción, atraer así a todas las demás del Peloponeso. Mas viendo los
corintios que los tegeatas no se querían separar de los lacedemonios por queja
alguna que hubiesen tenido antes con ellos, perdieron la esperanza de que ningunos
otros quisieran unirse a ellos en amistad, rehusándolo los de Tegea. No por eso
dejaron de solicitar a los beocios para que se aliasen y confederasen con ellos
y con los argivos, y para que en adelante se rigiesen y gobernasen todos por común
acuerdo, porque los beocios habían hecho la tregua de diez días con los
atenienses. Después de la conclusión de la paz de cincuenta años arriba dicha,
les demandaban que enviasen sus embajadores con ellos a los atenienses para que
fuesen comprendidos en la misma tregua, y si no lo querían hacer, los beocios
renunciasen del todo a esta tregua y en adelante no hiciesen ningún tratado de
paz y de tregua sin los corintios.
A
esto respondieron los beocios, respecto a la alianza, que ellos entenderían en
ella, y en cuanto a lo demás enviaron sus embajadores con los de los corintios
a Atenas y demandaron a los atenienses que comprendieran a los corintios en la
tregua de diez días, pero los atenienses respondieron a todos, que si los
corintios estaban aliados con los lacedemonios les bastaba aquella alianza para
con ellos y no habían menester otra cosa.
Oída
esta respuesta, los corintios procuraron con gran instancia que los beocios
renunciasen a la tregua de diez días, pero éstos no lo quisieron hacer; visto
lo cual los atenienses quedaron satisfechos de hacer tregua con los corintios
sin alguna otra alianza.
En
este verano los lacedemonios, con su ejército al mando de Plistoanacte, su rey,
salieron contra los parrasios, que viven en tierra de Arcadia y son súbditos de
los mantineos. Fueron los lacedemonios llamados a esta empresa por algunos de
los ciudadanos parrasios a causa de los bandos y sediciones que había entre ellos,
y también iban con intención de derrocar los muros que los mantineos hicieron
en la villa de Cipsela, donde habían puesto guarnición, villa asentada en los
términos de los parrasios en la región de Esciritide en tierra de Lacedemonia.
Al
llegar los lacedemonios a tierra de los parrasios comenzaron a robar y talar, y
viendo esto los mantineos dejaron la guarda de su ciudad a los argivos y con
todo su poder acudieron a socorrer a sus súbditos, mas viendo que no podían defender
los muros de Cipsela y guardar la ciudad de los parrasios juntamente, determinaron
volverse.
Los
lacedemonios pusieron a los parrasios que les llamaron en su ayuda en libertad,
derrocaron aquellos muros y regresaron a sus casas. Después del regreso, llegó
también la gente de guerra que había ido con Brasidas a Tracia y que Cleárides
trajo por mar cuando quedó ajustada la paz. Declaróse por decreto que todos los
ilotas y esclavos que se habían hallado en aquella guerra con Brasidas quedasen
libres y francos, y pudieran vivir donde quisieran. Al poco tiempo enviaron a
todos éstos, con algunos otros ciudadanos, a habitar la villa de Lepreón, que
está en término de los eleos, en tierra de Lacedemonia, porque ya los
lacedemonios tenían guerra con los eleos.
Por
otro decreto, los lacedemonios desautorizaron y declararon infames a los que
cayeron prisioneros de los atenienses en la isla frente a Pilos, por haberse
entregado con armas a los enemigos, y entre los que así se rindieron había
algunos que ya estaban elegidos para los cargos públicos de la ciudad. Hicieron
esto los lacedemonios, porque siendo aquéllos reputados y tenidos por infames,
no emprendiesen alguna novedad en la república si llegaban a tener algún cargo
de autoridad y mando en ella. De ésta suerte, los declararon inhábiles para
adquirir honras y oficios ni tratar ni contratar, aunque poco tiempo después
les habilitaron.
En
este mismo verano los dieos tomaron
la ciudad de Tiso, en tierra de Atos, confederada con Atenas.
Durante
toda esta estación, atenienses y peloponenses comerciaron entre sí, aunque
siempre se tenían por sospechosos desde el principio del tratado de paz, porque
no habían restituido de una parte ni de otra lo que fue acordado en él. Los
lacedemonios, que eran los primeros que debían restituir, no habían devuelto a
los atenienses la ciudad de Anfípolis ni las otras plazas, ni habían obligado a
sus confederados en tierra de Tracia a que aceptasen el tratado de paz, ni
tampoco a los beocios y los corintios, aunque decían siempre que si los tales
confederados no querían aceptar el tratado de paz, se unirían a los atenienses
para forzarles a ellos, y para esto habían señalado un día sin poner nada por
escrito ni obligación, dentro del cual, los que no hubiesen ratificado y
aprobado aquel tratado de paz, fuesen tenidos y reputados por enemigos de los
atenienses y de los lacedemonios.
Viendo los atenienses que los lacedemonios no cumplían
nada de lo que habían prometido y capitulado, opinaban que no querían mantener
la paz, y por esto también dilataban la devolución de Pilos, arrepintiéndose de
haber entregado los prisioneros y reteniendo en su poder las otras villas y
plazas que habían de restituir por virtud del contrato, hasta tanto que los
lacedemonios hubiesen cumplido su compromiso, los cuales se excusaban diciendo
que ya habían hecho lo que podían, devolviendo los prisioneros que tenían y
mandado salir de Tracia su gente de guerra, pero que la devolución de Anfípolis
no estaba en su mano; y en lo demás, que ellos trabajarían por hacer que los
beocios y los corintios entrasen en el contrato y la ciudad de Panactón fuese
restituida a los atenienses, como también todos los atenienses que se hallasen
prisioneros en Beocia. En cambio pedían a los atenienses que les devolvieran la
ciudad de Pilos, o a lo menos si no la querían entregar, que sacasen de ella a
los mesenios y los esclavos que tenían dentro, como ellos habían sacado la
gente de guerra que estaba en Tracia, y que pusiesen en guarda de la ciudad, si
quisiesen, de los suyos propios.
De
esta manera pasaron todo aquel verano las cosas en tranquilidad, tratando y
comunicando los unos con los otros.
VI
En el
invierno siguiente fueron mudados los éforos o gobernadores de la ciudad de
Esparta, en cuyo tiempo fue concluido el tratado de paz. En su lugar eligieron otros
que eran contrarios a la paz y se hizo un ayuntamiento en Lacedemonia donde se
hallaron presentes los embajadores de las ciudades confederadas a los
peloponenses y de los atenienses, los corintios y los beocios. En este ayuntamiento
fueron debatidas muchas cosas de todas partes, mas al fin terminó sin tomar
resolución alguna.
Vueltos
cada cual a su casa, Cleóbulo y Jenares, que eran los dos éforos nuevamente
elegidos que presidían por entonces en Lacedemonia y deseaban el rompimiento de la paz, tuvieron negociaciones privadas
con los beocios y los corintios, amonestándoles que atendiesen al estado
general de las cosas, y al que ellos estaban por entonces, sobre todo a los
beocios, que así como habían sido los primeros en hacer alianza con los
argivos, quisieran de nuevo confederarse con los lacedemonios, mostrándoles que
por este medio no estarían obligados a tener alianza con los atenienses y que
antes de las enemistades que esperaban y de que se rompiesen las treguas,
siempre los lacedemonios habían deseado más la alianza y amistad de los argivos
que la de los atenienses, porque siempre habían desconfiado de éstos y por eso
querían ahora asegurarse, sabiendo que la alianza de los argivos les venía muy
a propósito a los lacedemonios para hacer la guerra fuera del Peloponeso. Por
tanto, rogaban a los beocios que dejasen de buen grado a los lacedemonios la
ciudad de Panactón para que, restituida esta ciudad, ellos pudiesen recobrar a
Pilos si fuese posible y por este medio comenzar la guerra de nuevo contra los atenienses
con más seguridad.
Dichas
tales cosas a los embajadores de los beocios y de los corintios por los éforos
y algunos otros lacedemonios amigos suyos, para que hiciesen relación de ellas
a sus repúblicas, partieron. Antes de llegar a sus ciudades encontraron en el
camino dos gobernadores de Argos y hablaron mucho con ellos, para saber si
sería posible que los beocios quisieran entrar en su alianza, como habían hecho
los corintios, los mantineos y los eleos, diciéndoles que si esto se hacía, les
parecía que serían bastantes para declarar la guerra a los atenienses, o a lo
menos, por medio de los beocios y los otros confederados llegar a algún buen
concierto con ellos. Estas noticias fueron muy agradables a los beocios, porque
les parecía que concordaban con lo que sus amigos los lacedemonios les habían
encargado y que los argivos otorgaban lo que los otros deseaban, determinando
entre ellos enviar embajadores a tierra de Beocia para este efecto, y con esto
se despidieron unos de otros. Llegados los beocios a su tierra, relataron a los
gobernadores de su ciudad todo lo que habían escuchado de los lacedemonios y lo
que había pasado con los argivos en el camino, lo cual celebraron los gobernadores,
porque la amistad de los unos y de los otros les venía bien, y porque ambas
partes, sin previo acuerdo, se mostraban propicias al mismo fin.
Pocos
días después vinieron embajadores de los argivos, a los cuales, después de
oídos, les respondieron que dentro de algunos días enviarían a ellos sus
embajadores para tratar de la alianza.
Durante
este tiempo se reunieron los beocios, los corintios, los megarenses y los embajadores
de los de Tracia, y acordaron y concluyeron entre ellos una liga y alianza para
ayudarse y socorrerse unos a otros, contra todos aquellos que les quisiesen
ofender, y que no pudiesen hacer guerra, ni paz ni otro tratado con persona alguna una parte sin la otra. También
fue estipulado que los beocios y megarenses, que ya estaban aliados, hiciesen
alianza en las mismas condiciones con los argivos; mas antes que los
gobernadores de Beocia concluyesen la cosa, dieron cuenta de ella a los cuatro
consejos de la tierra que tienen el universal mando y autoridad principal, rogándoles
que quisiesen consentir en esta alianza con aquellas ciudades y con todos los
otros que querían juntarse con ellos, mostrándoles que esto era en su utilidad y
provecho. Los consejos no quisieron otorgarlo temiendo que fuese contrario a
los lacedemonios, si se aliaban con los corintios que se habían rebelado y
apartado de ellos, porque los gobernadores no les habían advertido de sus
explicaciones con los éforos, Cleóbulo, y Jenares, y los amigos lacedemonios,
que era en substancia, que primero debiesen hacer alianza con los argivos y
corintios, y que después la harían con los lacedemonios, porque les pareció a
los gobernadores que sin declarar esto a los cuatro consejos, harían lo que
ellos les aconsejaban. Mas viendo que la cosa ocurría de muy distinta manera
que pensaban los corintios y los embajadores de Tracia, regresaron sin concluir
nada, y los gobernadores de los beocios, que ha-bían determinado, si podían,
persuadir primero al pueblo, e intentar después la alianza con los argivos,
viendo que no lo podían alcanzar de los cuatro consejos, no procuraron hablar
más de ello, ni los argivos, que habían de enviar allí su embajador, tampoco le
enviaron. De esta manera la cosa quedó por hacer por descuido y negligencia, y
por falta de solicitud.
En
este invierno los olintios tomaron por asalto la villa de Meciberna, donde los
atenienses tenían guarnición, y la robaron y saquearon.
Pasado
esto, hubo muchas negociaciones entre atenienses y lacedemonios tocante a la
guarda y observancia de los tratados de paz, mayormente sobre restituir los lugares
de una parte y de otra, esperando los lacedemonios, que si restituían a
Panactón a los atenienses, también éstos les devolverían a Pilos, y para ello
enviaron su embajador los lacedemonios a los beocios, rogándoles que dejasen a
los atenienses la ciudad de Panactón, dándoles los prisioneros que tenían suyos,
a lo cual los beocios les respondieron que no lo harían en ningún caso, si los
lacedemonios no hacían alianza particular con ellos como lo habían hecho con
los atenienses. Sobre esto, los lacedemonios, aunque conocían que era contrario
a la alianza hecha con los atenienses, en la cual estaba capitulado que los
unos no pudiesen hacer paz ni guerra sin los otros, por el deseo que tenían de adquirir
de los beocios a Panactón, esperando por medio de ella recobrar a Pilos, y
también por la mayor inclinación que tenían los éforos que gobernaban entonces
a los beocios que a los atenienses, a fin de romper la paz, acordaron e
hicieron aquella alianza en fin del invierno. Después de hecha, al comienzo de
la primavera, que fue el onceavo año de la guerra, los beocios derribaron y
asolaron del todo la ciudad de Panactón.
Los
argivos, viendo que los beocios no habían enviado sus embajadores para hacer
alianza según les prometieron, y que habían derrocado hasta los cimientos a Panactón
y hecho alianza particular con los lacedemonios, tuvieron gran temor de
quedarse solos en guerra con los lacedemonios, y que las otras ciudades de
Grecia se confederasen todas con éstos, porque pensaban que lo que habían hecho
los beocios en Panactón fuese con consejo y consentimiento de los lacedemonios,
y aun de los atenienses, y que todos estaban de acuerdo. Con los atenienses no
tenían los argivos propósito de contratar más, porque lo que habían contratado
antes era con idea de que la alianza entre ellos y los lacedemonios no sería durable.
Estando, pues, muy perplejos al verse obligados a sostener la guerra con los
lacedemonios y los atenienses, y aun contra los tegeatas y los beocios porque
habían rehusado el tratado y concierto con los lacedemonios, codiciando el
imperio y señorío de todo el Peloponeso, enviaron por embajadores a los
lacedemonios a Eustrofo y a Esón, que tenían por grandes amigos y muy agradables
a los lacedemonios, para que tratasen la alianza, pareciéndoles que si estaban
confederados con los lacedemonios, a cualquier parte que se inclinase la cosa,
estarían seguros según el estado del tiempo presente. Al llegar los embajadores
a Lacedemonia, declararon su misión ante el Senado, demandándole la paz y
alianza, y para poder mejor tratarla, requirieron que las diferencias que tenían
con los lacedemonios sobre la villa de Cinuria, que está en los términos de los
argivos, inmediata a sus dos ciudades Tirea y Antena, pero poblada de lacedemonios,
se remitiesen a alguna ciudad neutral o algún juez señalado por las partes, en
el que ambas confiasen. Los lacedemonios les respondieron que no era menester
ha-blar más sobre esto, y que si los argivos querían, estaban ellos dispuestos
a hacer un nuevo tratado según y de la misma forma y manera que había sido el
precedente. A esto los argivos mostraron alguna contradicción, diciendo que
harían tratado igual al pasado, con la condición de que fuese lícito a cada
cual de las partes, no obstante el tratado, hacer la guerra a la otra cuando
bien le pareciese a causa de la villa de Cinuria, no estando la otra parte impedida
por epidemia o por otra guerra, como en otra ocasión convinieron entre ellos, a
la sazón que libraron una batalla, de la cual ambas partes pretendían haber alcanzado
la victoria. Además, que la guerra no debiese pasar más adelante de los límites
de la ciudad de Argos o Lacedemonia, y de sus términos.
Esta
demanda pareció al principio a los lacedemonios muy loca y desvariada; pero al
fin la otorgaron, porque deseaban la amistad de los argivos. Pero antes de convenir
nada, aunque los embajadores tuviesen pleno poder, quisieron que regresaran a
Argos y propusiesen el contrato al pueblo para saber si lo aprobaba; y siendo
así, que volvieran en un día señalado para jurar el contrato. Convenido esto,
partieron de Lacedemonia los embajadores.
Mientras
en Argos se ocupaban de este asunto, los embajadores que los lacedemonios
habían enviado a los beocios para recobrar a Panactón y los prisioneros atenienses,
a saber, Andrómenes, Fédimo y Antiménides, hallaron que Panactón había sido
asolada por los beocios, porque decían que existía un contrato antiguo entre
ellos y los atenienses, confirmado con juramento, en el cual se decía que ni
unos ni otros debían habitar en aquel lugar. Respecto a los prisioneros, les
devolvieron los que tenían de los atenienses, a quienes los embajadores se los
enviaron; y tocante a Panactón, les dijeron que no tenían por qué temer que
ningún enemigo suyo habitase en ella, pues estaba derribada, pensando que por
este medio quedarían libres de la promesa de devolverla.
No
satisfizo esto a los atenienses; antes respondieron que no era cumplir lo
prometido devolverles la ciudad destruida y asolada, y en lo demás haber hecho
alianza con los beocios, contra lo que terminantemente había sido acordado entre
ellos de que debiesen obligar a todas las ciudades confederadas que lo
rehusaran a aceptar y ratificar el tratado de paz. Por razón de estas cosas y
otras muchas, usaron con los embajadores de palabras muy duras y les
despidieron sin otra conclusión.
Estando
los atenienses y los lacedemonios en estas diferencias, aquellos a quienes la
paz no agradaba en Atenas buscaban todos los medios que podían para romperla lo
más pronto posible con ocasión de esto; y entre otros, era una Alcibíades, hijo de Clinias, el cual, aunque
mozo, por la nobleza y antigüedad de sus progenitores (que habían sido muy
nombrados y señalados), era muy honrado y amado del pueblo, y tenía gran
autoridad en la ciudad. Éste aconsejaba al pueblo que hiciese alianza con los
argivos, así porque le parecía serles útil y provechosa, como también porque
por la altivez de su corazón se afrentaba que la paz fuese hecha con los lacedemonios
por Nicias y Laques, sin hacer caso ni estima de él porque era joven, y tanto
más se consideraba injuriado, cuanto que había renovado con ellos la amistad
que su abuelo repudió. Por despecho de todo esto, se declaró entonces contra el
tratado de paz, y dijo públicamente que no había seguridad ni firmeza en los
lacedemonios, y que el tratado de paz hecho con ellos era sólo por apartar a
los argivos de su amistad, y después declararles la guerra.
Viendo
que el pueblo estaba inclinado contra los lacedemonios, envió secretamente a
decir a los argivos que era el momento oportuno para conseguir la alianza y
amistad, porque los atenienses la deseaban, y que viniesen sin dilación y
trajesen los procuradores de los eleos y de los mantineos para ajustarla,
prometiéndoles que les ayudarían con todo su poder.
Los
argivos, teniendo aviso de esto, y entendiendo que los beocios no habían hecho
alianza con los atenienses, y también que los atenienses estaban en gran discordia
con los lacedemonios, prescindieron de las negociaciones de sus embajadores que
trataban la paz y alianza con los lacedemonios, y entendieron hacerla con los
atenienses, la cual tenían por mejor y más útil y provechosa para ellos que la
otra, porque los atenienses habían sido siempre, desde los tiempos antiguos,
sus amigos, y se gobernaban por señorío y estado popular como ellos, y porque
les podían dar gran favor y ayuda por mar si tenían guerra, siendo como eran en
el mar los más poderosos.
Inmediatamente enviaron sus embajadores con los de los eleos
y mantineos a Atenas para tratar y concluir la alianza. Al mismo tiempo
llegaron a Atenas los embajadores de los lacedemonios, que eran Filocárides,
León y Eudio, que, según parece, eran los más aficionados a los atenienses y a
la paz, los cuales fueron enviados así por la sospecha que tuvieron los
lacedemonios de que los atenienses hiciesen alianza con los argivos en daño de
ellos, como también para demandar que les devolvieran a Pilos en cambio de Panactón, y también para
excusarse de la alianza que habían hecho con los beocios, y para mostrarles que
no la habían hecho con mala intención ni en perjuicio de los atenienses.
Todas estas cosas fueron propuestas por los embajadores lacedemonios ante
el Senado de Atenas, y además declararon que tenían pleno poder para tratar y
convenir sobre todas las diferencias pasadas.
Viendo esto Alcibíades, y temiendo que si estas cosas
fuesen publicadas y declaradas al pueblo le inducirían a consentir con ellos, y
por tanto a rehusar la alianza de los argivos, usó de la astucia e ingenio para
estorbarlo, ha-blando secretamente con los embajadores y diciéndoles que en
manera alguna declarasen al pueblo que tenían poder bastante para entender en
todas las diferencias, prometiéndoles que, si lo hacían así, pondría a Pilos en
sus manos; que él tenía para ello los
medios y autoridad, y sabía cómo persuadir al pueblo, como los había tenido
antes para hacer que se opusiera a las demandas de los otros embajadores de los
lacedemonios. Además les prometió que compondría todas las otras diferencias
que tenían, haciendo esto por apartarlos de la conversación con Nicias, y también
para por este medio calumniar a los embajadores, insinuar entre el pueblo que
no había en ellos verdad ni lealtad, e inducirle a que hiciese alianza con los
argivos, los mantineos y los eleos, según sucedió, porque cuando los embajadores
se presentaron delante de todo el pueblo, siendo preguntados si tenían pleno
poder para entender y tratar sobre todas las diferencias, respondieron que no,
lo cual era contrario totalmente a lo que habían dicho primero delante del
Senado. Tanto enojó esto a los atenienses, que no les quisieron dar más audiencia,
poniéndose de acuerdo con Alcibíades, que comenzó a vociferar más reproches que
nunca contra los lacedemonios.
A
persuasión suya mandaron entrar los argivos y los otros aliados que habían
venido en su compañía para ajustar y convenir la confederación y alianza con
ellos, mas antes que la cosa fuese efectuada del todo tembló la tierra, por lo
cual fue dejada la consulta para un día después.
Al
día siguiente, de mañana, Nicias viose engañado por Alcibíades no menos que los
embajadores de los lacedemonios que fueron inducidos por él a negar al pueblo
lo que primero habían dicho en el Senado. Mas no por eso dejó Nicias de
insistir de nuevo en el ayuntamiento, y mostrarles que la alianza debía hacerse
y renovar la amistad con los lacedemonios, y que para esto debían enviar embajadores
a Lacedemonia para saber más ampliamente su voluntad e intención, y entretanto
diferir la alianza con los argivos, mostrándoles que era honra suya evitar la
guerra y la vergüenza de los lacedemonios, y pues las cosas de los atenienses
estaban en buen estado, que se supiesen guardar y conservar, pues los lacedemonios,
que habían quedado con pérdida, tenían más motivo para desear la fortuna de la
guerra que no ellos. Finalmente, tanto les persuadió Nicias, que acordaron los
atenienses enviar sus embajadores a Lacedemonia, y entre ellos fue nombrado el mismo
Nicias, a los cuales ordenaron que dijesen a los lacedemonios que si querían
tratar con verdad y mantener la paz y alianza, devolvieran a los atenienses la
ciudad de Panactón reedificada, y en lo demás dejasen a Anfípolis y se
apartasen de la alianza de los beocios si no querían entrar en el tratado de
paz con las mismas condiciones que en él había sido dicho y declarado, a saber:
que cualquiera de las partes no pudiese hacer tratos con ciudad alguna sin que
en ellos entrase la otra. Declararon además que si querían contravenir el tratado
de paz y alianza haciendo lo contrario de lo que primero habían capitulado,
supiesen que los atenienses tenían ya concluida la alianza con los argivos que
quedaban en Atenas, esperando la resolución de esta embajada, y juntamente con
éstas enviaron otras muchas quejas y agravios contra los lacedemonios por no
haber guardado ni cumplido el tratado de paz, todas las cuales fueron dadas por
instrucción a los embajadores atenienses para que se las expresaran a los
lacedemonios.
Cuando
los embajadores llegaron a Lacedemonia y expusieron su demanda en el Senado a
los lacedemonios, y en el último término les notificaron que si no querían
dejar la alianza con los beocios (en el caso que éstos no quisiesen aceptar el
tratado de paz como hemos dicho), los atenienses concluirían la alianza con los
argivos y los otros aliados suyos, los lacedemonios, por consejo del éforo
Jenares, y los de su bando respondieron que no se apartarían de la alianza de
los beocios en manera alguna, aunque siendo requeridos por Nicias que jurasen
de nuevo guardar el tratado de paz y amistad que habían hecho antes entre sí;
lo juraron de buen grado.
Hizo
esto Nicias temiendo que si volvía a Atenas sin efectuar algo de lo que llevaba
a cargo, después le calumniarían por haber sido autor del tratado de alianza
con los lacedemonios, según después sucedió. Cuando Nicias regresó de su
embajada y los atenienses entendieron por su relación la respuesta de los
lacedemonios, y que no había efectuado nada con ellos, consideráronse muy
injuriados, y por consejo y persuasión de Alcibíades concluyeron la alianza con
los argivos que estaban en Atenas, el tenor de la cual es el siguiente:
Queda
hecha confederación y alianza por espacio de cien años por parte de los
atenienses con los argivos, los mantineos y los eleos, así para ellos como para
sus amigos y compañeros a quienes presiden una parte y otra sin fraude, ni
dolo, ni engaño, así por mar como por tierra, a saber: que una parte no pueda
mover la guerra, ni hacer mal ni daño a la otra, ni a sus aliados, ni súbditos
bajo cualquier causa, ocasión o motivo
que sea.
Además,
que si algunos enemigos durante este tiempo entraren en tierras de los
atenienses, los argivos, mantineos y eleos estarán obligados a socorrerles con
todas sus fuerzas y poder, tan pronto como fuesen requeridos por los
atenienses. Y si sucediese que los enemigos hu-bieran ya salido de tierra de
los atenienses, los argivos, mantineos y eleos los deban tener y reputar por
sus enemigos ni más ni menos que los tendrán los atenienses.
Que
no sea lícito a ninguna de estas ciudades aliadas y confederadas hacer tratado o concordia con los enemigos comunes
sin el consentimiento de las otras, y lo mismo harán los atenienses para con
los argivos, mantineos y eleos cuando los enemigos entrasen en su tierra.
Que
ninguna de estas ciudades permitirá ni dará licencia para pasar por su tierra
ni por la de sus amigos y aliados a quien presiden, ni por mar ninguna gente de
armas para hacer guerra si no fuere con acuerdo y deliberación de las cuatro
ciudades. Y si alguna de estas ciudades demandare socorro y ayuda de gente a
las otras, la ciudad que pidiere el socorro sea obligada a proveer y abastecer
de vituallas a su costa por espacio de treinta días, contados desde el primer
día que el tal socorro llegare a la ciudad que le demanda. Pero si la ciudad
hubiese menester el socorro por más tiempo, quedará obligada a dar sueldo a los
tales soldados, a saber: tres óbolos de plata cada día por cada hombre de a pie,
y a los de a caballo una dracma. La ciudad tendrá mando y autoridad sobre estos
hombres de guerra, y ellos estarán obligados a obedecerla, mientras estuvieren
en ella. Mas si en nombre de todas cuatro ciudades se formase ejército o
armada, tenga caudillo y capitán de parte de todas cuatro.
Este
tratado de alianza deberán jurarlo los atenienses al presente, en nombre suyo y
de sus aliados confederados, y después se jurará en cada una de las otras tres
ciudades y de sus aliados en la más estrecha forma que pueda ser, según su
costumbre religiosa, después de hechos los sacrificios correspondientes por
estas palabras:
«Juro
mantener esta confederación y alianza según la forma y tenor del tratado
acordado y otorgado sobre ella, justa, leal y sencillamente, y no ir ni venir
en contrario con cualquier pretexto, arte ni maquinación que sea.» Este
juramento será hecho en Atenas por los senadores y los tribunos, y después
confirmado por ellos. Y en la ciu-dad de Argos, por el Senado y los ochenta
varones del consejo. En Mantinea, por la justicia y gobernadores, y confirmado
por los adivinos y caudillos de la guerra. En Elea o Élide, por los oficiales
tesoreros y sesenta varones del gran consejo, y será confirmado por los
conservadores de las leyes. El juramento será renovado todos los años, primero
por los atenienses, los cuales irán para este efecto a las otras tres ciudades
treinta días antes de las fiestas olímpicas, y después los representantes de
las otras tres ciudades irán a Atenas para hacer lo mismo diez días antes de la
gran fiesta llamada Panateneas.
Será
escrito el presente tratado con su juramento y esculpido en una piedra que se
ponga en lugar público, a saber: en Atenas, en el más eminente lugar de la
ciudad; en Argos, junto al mercado en el temple de Apolo; y en Mantinea y en
Elea, en el mercado junto al templo de Zeus. El nombre de estas cuatro ciudades
será puesto en las próximas fiestas olímpicas en una tabla de bronce, y podrán
estas ciudades por común acuerdo añadir a este tratado lo que bien les
pareciere en adelante.
De
esta manera fue ajustada la liga y confederación entre estas cuatro ciudades
sin que se hiciese mención alguna que por esta alianza se apartaban del tratado
de paz y alianza hecha entre los atenienses y los lacedemonios.
VII
Esta alianza
y confederación no fue agradable a los corintios, y siendo requeridos por los
argivos, sus aliados, para que la ratificasen y jurasen, rehusaron hacerlo diciendo
que les bastaba la que habían hecho antes con los mismos argivos, mantineos y
eleos, por la cual prometieron no hacer guerra ni paz una ciudad sin la otra, y
ayudar para defenderse la una a la otra, sin pasar más adelante, y obligarse a
dar ayuda y socorro para ofender y acometer a otros. De esta suerte los
corintios se apartaron de aquella alianza y tomaron nueva amistad e inteligencia
con los lacedemonios.
Todas
estas cosas fueron hechas en aquel verano que fue cuando, en las fiestas
olímpicas, el arcadio Andróstenes ganó el premio y joya en los juegos y
contiendas de ellas.
En
aquellas fiestas los eleos prohibieron a los lacedemonios hacer sacrificios en
el templo de Zeus, y tomar parte en los juegos y contiendas si no pagaban la
multa a que habían sido condenados por ellos, según las leyes y estatutos de
Olimpia, pues decían que los lacedemonios enviaron tropas contra la ciudadela
de Firco, y dentro de la ciudad de Lepreón durante la tregua hecha en Olimpia,
y contra el tenor de ella. La multa montaba a dos mil minas de plata, a saber:
por cada hombre armado, que eran mil, dos minas, según se contenía en el
contrato.
A
esto, los lacedemonios respondían que habían sido injustamente condenados;
porque cuando enviaron su gente a Lepreón, la tregua no estaba aún publicada.
Mas los eleos replicaban que no la podían ignorar, porque ya andaba entre sus
manos, y ellos mismos habían sido los primeros que la habían notificado a los eleos.
No obstante esto, contraviniendo a ella, habían emprendido aquel hecho de
guerra contra ellos sin razón y sin que los eleos hubiesen innovado cosa alguna
en su perjuicio.
A
esto argüían los lacedemonios que si así era, y si los eleos entendían, cuando
fueron a notificar aquella tregua a los lacedemonios, que ya habían
contravenido a ella, no era necesario que se la notificasen, como habían hecho
después del tiempo en que pretendían haber realizado los lacedemonios la
empresa de guerra contra ellos, y que no se podría asegurar que los
lacedemonios hubiesen innovado ni intentado cosa alguna después de la notificación.
Los
eleos perseveraron en su opinión, no obstante esta respuesta de los
lacedemonios, y para más justificación suya les ofrecieron que si les querían
devolver a Lepreón les perdonarían una parte de la multa que se les había de
aplicar, y la otra, destinada al templo de Apolo, la pagaría por ellos;
condición que no quisieron aceptar los lacedemonios.
Viendo
esto, los eleos les hicieron otra oferta, a saber: que pues que no querían
restituirles a Lepreón, a fin de que no quedasen los lacedemonios excluidos en
aquellas fiestas, jurasen en las aras del templo de Zeus delante de todos los
griegos pagar aquella multa andando el tiempo, si no lo podían hacer entonces;
pero los lacedemonios tampoco quisieron aceptar este partido, por razón de lo
cual fueron excluidos de sacrificar y de estar presentes a los juegos de
aquellas fiestas, viéndose obligados a hacer sus sacrificios en su misma
ciudad. A estos juegos acudieron todos los otros griegos, excepto los de
Lepreón.
Los
eleos, temiendo que los lacedemonios viniesen al templo y quisieran sacrificar
por fuerza, mandaron poner cierto número de su gente en armas para que
estuviese allí en guarda junto al templo, y con éstos fueron enviados de Argos
y de Mantinea dos mil hombres armados, mil de cada ciudad, y además, los atenienses
enviaron su gente de a caballo que tenían en Argos, esperando el día de las
fiestas. Todos ellos tuvieron gran miedo de ser acometidos por los
lacedemonios, mayormente después que un lacedemonio llamado Licas, hijo de
Arcesilao, fue castigado con varas por los ministros de justicia en el lugar de
las carreras, por razón de que, habiendo sido atribuido su carro a los beocios porque
había salido a correr en la carrera con los otros carros, lo cual no le era lícito,
pues estaban prohibidos a los lacedemonios aquellos juegos y contiendas; como
se ha dicho, este Licas, en menosprecio de la justicia, para dar a entender a
todos que aquel carro era suyo, puso una corona de vencedor a su carretero en
el mismo lugar de las carreras públicamente. Todos sospecharon que aquél no
hubiera osado hacer tal cosa si no esperase ayuda de los lacedemonios, pero
éstos no se movieron por entonces de su lugar, y así pasó aquel día de la
fiesta.
Acabadas
las fiestas, los argivos y sus aliados fueron a Corinto a rogar a los corintios
les enviasen personas con poderes para tratar una alianza con ellos. Allí se hallaron
también presentes los embajadores de los lacedemonios, y tuvieron muchas
conferencias acerca de esto, mas al fin, cuando oyeron el temblor de tierra,
todos los que estaban allí reunidos para negociar se separaron unos de otros
sin tomar acuerdo alguno, y se fue cada cual a su ciudad.
Ninguna
otra cosa se hizo aquel verano.
Al
empezar del invierno siguiente, los habitantes de Heraclea de Traquinia
libraron una batalla contra los eniades, los dólopes y los melieos y algunos
otros pueblos de Tesalia, sus comarcanos y enemigos, porque aquella ciudad
había sido fundada y poblada contra ellos, y por esto, desde su fundación,
nunca habían cesado de tramar y maquinar por destruirla. De esta batalla los heraclienses
llevaron lo peor, muriendo muchos de los suyos, y entre otros el lacedemonio
Jenares, hijo de Cnidis, que era su general; y con esto pasó el invierno, que
fue el duodécimo año de la guerra.
Al
principio del verano, los beocios
tomaron la ciudad de Heraclea y echaron de ella al lacedemonio Agesípidas, que
la gobernaba, diciendo que lo hacía mal y que sospechaban que estando los
lacedemonios ocupados en guerra en el Peloponeso los atenienses la tomasen.
Esta acción produjo en los lacedemonios gran rencor contra ellos.
En
este mismo verano Alcibíades, capitán de los atenienses, con la ayuda de los
argivos y de otros aliados fue al Peloponeso, y llevando consigo muy pocos soldados
atenienses y algunos flecheros y confederados, los que halló más dispuestos,
atravesó tierra del Peloponeso, dando orden en las cosas necesarias; y entre
otras, aconsejó a los de Patras que derrocasen el muro desde la villa hasta la
mar, pensando hacer otro sobre el cerro que está de la parte de Acaya, mas los corintios
y los sicionios, que entendieron que esto se hacía contra ellos, los estorbaron.
En
el mismo verano hubo una gran guerra entre los epidauros y los argivos, por
motivo de que los epidauros no habían enviado las ofrendas al templo de Apolo
Piteo, como estaban obligados; el cual templo caía en la jurisdicción de los argivos,
mas en realidad de verdad, era porque los argivos, y Alcibíades con ellos,
buscaban alguna ocasión para ocupar la ciudad de Epidauro si pudiesen, así por
estar más seguros contra los corintios, como también porque desde el puerto de
Egina podían atravesar más fácil y más derechamente que desde Atenas, rodeando
por el cabo de Escileón. Con este achaque se aparejaban los argivos para ir a
cobrar la ofrenda de los epidauros por fuerza de armas.
En
este tiempo, los lacedemonios salieron al campo con todo su poder y se juntaron
en Leuctra, que es una villa de su tierra, al mando de Agis, hijo de Arquidamo,
su rey, el cual los quería llevar contra los de Liceo sin descubrir su
intención a persona alguna; mas habiendo hecho sus sacrificios para aquel
viaje, y no siéndoles favorables, se volvieron a sus casas, tomando primero el
acuerdo de reunirse de nuevo el mes siguiente, que era el de junio.
Después de partir, los argivos salieron con todas sus
fuerzas contra ellos cerca del fin de mayo, y caminaron todo un día hasta
entrar en tierra de Epidauro, y la robaron y destruyeron. Viendo esto los
epidauros, enviaron aviso a los lacedemonios y a los otros aliados suyos para que
les diesen socorro y ayuda, mas los unos se excusaron diciendo que el mes
señalado para reunirse no había aún llegado, y los otros fueron hasta los
confines de Epidauro, y allí se detuvieron sin pasar más adelante.
Mientras los argivos estaban en tierra de Epidauro,
llegaron a Mantinea los embajadores de las otras ciudades aliadas suyas, y a
instancia de los atenienses; y después que estuvieron todos juntos, el corintio
Eufamidas dijo que las obras no eran semejantes a las palabras, porque hablaban
y trataban de paz y, entretanto, los epidauros y sus aliados se habían juntado
y puesto en armas para ir contra los argivos. Por tanto, que la razón demandaba
que la gente de guerra se retirase de una parte y de otra; y hecho así se
empezara a tratar de paz. En esto consintieron los embajadores de los
atenienses, y mandaron retirar la gente que había entrado en tierra de los epidauros,
y después volvieron a reunirse todos para tratar de la paz, mas al fin
partieron sin tomar resolución, y los argivos volvieron de nuevo a hacer
correrías en la tierra de Epidauro.
Por este mismo tiempo los lacedemonios sacaron su gente
para ir contra los carios; mas como los sacrificios no se les mostrasen
favorables para esta jornada, regresaron.
Los argivos, después que hubieron quemado y destruido gran
parte de la tierra de los epidauros, volvieron a la suya, y con ellos
Alcibíades, que había ido de Atenas en su ayuda con mil hombres de guerra en
busca de los lacedemonios que salieron al campo, mas cuando supo que se habían
retirado también, él regresó con su gente; y en esto pasó aquel verano.
Al principio del invierno, los lacedemonios enviaron
secretamente, y sin que lo supiesen los atenienses, por mar trescientos hombres
de pelea en socorro de los epidauros, al mando de Agesípidas, y por ello los
argivos enviaron mensajeros a los atenienses quejándose de ellos, porque en su
alianza estaba convenido que ninguna de las ciudades confederadas permitiría
pasar por sus tierras ni por sus mares enemigos de los otros armados, y no
obstante esto, habían dejado pasar por su mar la gente de los lacedemonios para
socorrer a Epidauro, por lo cual era justo y razonable que los atenienses
pasasen en sus naves a los mesenios y a sus esclavos, y los llevasen a Pilos,
pues de lo contrario, les harían gran ofensa.
Vista
la querella de los argivos, los atenienses, por consejo de Alcibíades, mandaron
esculpir en la columna Laconia un rótulo que decía cómo los lacedemonios ha-bían
contravenido el tratado de paz y quebrantado su juramento; y con este motivo
embarcaron los esclavos de los argivos en el puerto de Cranios y los pasaron a
tierra de Pilos, para que la robasen y destruyesen; sin que se hiciese otra
cosa en este invierno, durante el cual los argivos tuvieron guerra con los
epidauros, mas no hubo batalla reñida entre ellos, sino tan solamente entradas,
escaramuzas y combates.
Al
fin del invierno, los argivos fueron de noche secretamente con sus escalas para
tomar por asalto la ciudad de Epidauro, pensando que no había gente de defensa
dentro y que todos estaban en campaña, pero la hallaron bien provista y se
volvieron sin hacer lo que pretendían.
En
esto pasó el invierno, que fue el fin del trigésimo año de la guerra.
VIII
Al
verano siguiente, los lacedemonios, viendo que los epidauros sus aliados
estaban metidos en guerras y que muchos lugares del Peloponeso se habían
apartado de su amistad y otros estaban a punto de hacerlo, y si no proveían
remedio en todo esto, sus cosas irían de mal en peor, se pusieron todos en armas, y sus ilotas y esclavos con
ellos al mando de Agis, hijo de Arquidamo,
su rey, para ir contra los de Argos, llamando también en su campaña a los
tegeatas y todos los otros arcadios que eran aliados suyos, y a los
confederados del Peloponeso, y de otras partes les mandaron que viniesen a
Fliunte, como así lo hicieron. Fueron también los beocios con cinco mil
infantes bien armados, y otros tantos armados a la ligera, y quinientos hombres
de a caballo; los corintios con dos mil hombres bien armados, y de las otras
villas enviaron también gente de guerra según la posibilidad de cada uno.
También los fliuntios, porque la hueste se reunía en su tierra, enviaron toda
la más gente de guerra que pudieron tomar a sueldo.
Advertidos
los argivos de este aparato de guerra de los lacedemonios, y que venían
derechamente a Fliunte para reunirse allí con los otros aliados, les salieron
delante con todo su poder, llevando en su compañía a los mantineos con sus
aliados, y tres mil eleos bien armados, y les alcanzaron cerca de Metridrión,
villa en tierra de Arcadia, donde unos y otros procuraron ganar un cerro para
asentar allí su campo.
Los
argivos se apercibían para darles la batalla antes que los lacedemonios
pudieran unirse con sus compañeros que estaban en Fliunte, mas Agis, a la media
noche, partió de allí para ir derechamente a Fliunte. Al saberlo los argivos,
se pusieron en marcha al día siguiente por la mañana y fueron derechamente a
Argos, y de allí salieron al camino que va a Nemea, por donde esperaban que los
lacedemonios habían de pasar. Pero Agis, sospechando esto mismo, había tomado
otro camino más áspero y difícil, llevando consigo a los lacedemonios, los
arcadios y los epidauros, y por este camino fue a descender a tierra de los
argivos por el otro lado.
Los
corintios, los pelenenses y los fliuntios por otra parte salieron a este
camino. A los beocios, megarenses y escionios se les mandó que descendiesen por
el mismo camino que va a Nemea, por donde los argivos habían ido, a fin de que,
si éstos querían bajar y descender a lo llano para encontrarse con los
lacedemonios que venían por la parte baja, cargasen sobre ellos por la espalda con su gente de a caballo.
Estando
las huestes así ordenadas, Agis entró por un llano en tierra de los argivos y tomó la villa de Saminto y otros
lugares pequeños inmediatos a ella. Viendo esto los argivos, salieron de Nemea
al amanecer para socorrer su tierra; y como encontrasen en el camino a los
corintios y los fliuntios, tuvieron una pelea donde mataron algunos de ellos,
aunque fueron muertos otros tantos de los suyos por los contrarios.
Por
la otra parte, los beocios, megarenses y escionios, siguieron el camino que les
mandaron, y fueron directamente a Nemea, de donde los argivos habían ya
partido, bajando al llano. Cuando llegaron a Nemea y entendieron que los
enemigos estaban allí cerca y que les robaban y talaban la tierra, pusieron su
gente en orden de batalla para combatir con ellos, los cuales hicieron otro
tanto por su parte. Pero los argivos se hallaron cercados por todos lados; por
el llano estaban los lacedemonios y sus compañeros que tenían su campo situado
entre ellos y la ciudad, por la parte del cerro de los corintios, fliuntios y palenenses,
y por la de Nemea de los beocios, escionios y megarenses.
No
tenían los argivos gente alguna de a caballo, porque los atenienses, que debían
traerla, no habían aún llegado, ni tampoco pensaron en verse en tanto aprieto,
ni que hubiese tantos enemigos contra ellos, antes esperaban que estando en su
tierra y a la vista de su ciudad, alcanzarían una gloriosa victoria contra los
lacedemonios.
Encontrándose
los dos ejércitos a punto de combatir, salieron dos de los argivos: Trasilio,
que era uno de los cinco capitanes, y Alcifrón, que tenía gran conocimiento con
los lacedemonios, y se pusieron al habla con Agis, para estorbar que se diese
batalla, ofreciendo de parte de los argivos, que si los lacedemonios tenían
alguna pretensión contra ellos estarían a derecho y pagarían lo juzgado, con
tal de que los lacedemonios hiciesen lo mismo por su parte, y que hechas estas
treguas harían la paz más adelante si bien les pareciese. Estos ofrecimientos
los hicieron los dos argivos de propia autoridad, sin saberlo ni consentirlo
los otros. Agis les respondió que lo otorgaba, sin llamar para ello persona
alguna, excepto uno de los contadores que le fue dado por compañero de aquella
guerra, y así entre ellos cuatro acordaron cuatro meses de tregua, dentro de
los cuales se habían de tratar las cosas arriba dichas.
Hecho
esto, Agis retiró su gente de guerra y se volvió sin hablar palabra a ninguna
persona de los aliados, ni tampoco de los lacedemonios, todos los cuales
siguieron en pos de él porque era caudillo de todo el ejército, y por guardar
la ley y disciplina militar. Mas no obstante, blasfemaban contra él y le
culpaban en gran manera, porque teniendo tan buena ocasión para la victoria,
por estar sus enemigos cercados por todas partes, así de los de a pie como de
los de a caballo, habían partido de allí sin hacer cosa alguna digna de tan
hermoso ejército como traía, que era uno de los mejores y más lucidos que los griegos
reunieron en todo el tiempo de aquella guerra.
Todos se retiraron a Nemea, donde descansaron algunos días,
y estando en este lugar hacían sus cálculos los capitanes y jefes, diciendo que
eran bastante poderosos, no solamente para vencer y desbaratar a los argivos y
sus aliados, sino también a otros tantos si vinieran, por lo cual todos
volvieron cada cual a su tierra muy airados contra Agis.
También
los argivos se indignaron contra los dos de su parte que habían hecho aquellos
conciertos, diciendo que nunca los lacedemonios habían tenido tan buena ocasión
de retirarse tan seguros, porque les parecía que teniendo ellos tan grueso
ejército, así de los suyos como de sus aliados, y estando a vista de su ciudad,
muy fácilmente pudieran haber desbaratado a los lacedemonios.
Partidos
de allí los argivos, se fueron todos al lugar de Caradro, donde antes que
entrar en la ciudad y despojarse de las armas, celebraron consejo sobre los
asuntos militares y las cuestiones de guerra. Allí fue sentenciado, entre otras
cosas, que Trasilio fuese apedreado, y aunque se salvó acogiéndose al templo,
su dinero y bienes fueron confiscados.
Mientras
allí estaban llegaron mil hombres de a pie y quinientos de a caballo que Laques
y Nicostrato traían de Atenas para ayudar a los argivos, a los cuales mandaron
volver los argivos, diciendo que no querían violar las treguas hechas con los
lacedemonios, de cualquier manera que fuesen. Y aunque los capitanes atenienses
les pidieron hablar con los del pueblo de Argos, los capitanes argivos se los
estorbaban, hasta que, a ruego de mantineos y eleos, lo alcanzaron.
Admitidos
los capitanes atenienses en la ciudad, ante el pueblo de Argos y de los aliados
que allí estaban, Alcibíades, que era caudillo de los atenienses, expuso sus
razones, diciendo que ellos no habían podido hacer treguas ni otros tratados de
paz con los enemigos sin su consentimiento, y pues había llegado allí con su
ejército dentro del término prometido, debían empezar nuevamente la guerra; y
de tal manera les persuadió con sus razones, que todos, de común acuerdo y
propósito, partieron para ir contra la ciudad de Orcómeno, que está en tierra
de Arcadia, excepto los argivos, los cuales, aunque fueron de esta opinión, se
quedaron por entonces y a los pocos días siguieron a los otros, poniendo todos
juntos cerco a Orcómeno y haciendo todo lo posible para tomarla, así con
máquinas y otros ingenios de guerra como de otra manera, pues tenían gran deseo
de tomar aquella ciudad por muchas causas que a ello les movieron, y la
principal era porque los lacedemonios habían metido dentro de ella todos los
rehenes tomados a los arcadios.
Los
orcomenios, temiendo ser tomados y saqueados antes que les pudiese llegar el
socorro, porque sus muros no eran fuertes y los enemigos muchos, hicieron
tratos con ellos convirtiéndose en aliados suyos, dándoles los rehenes que los
lacedemonios habían dejado dentro de la ciudad, y en cambio de ellos dieron
otros a los mantineos.
Después
que los atenienses y sus aliados hubieron ganado a Orcómeno, celebraron consejo
sobre su partida y a dónde deberían ir, porque los eleos querían que fuesen a
Lepreón y los mantineos a Tegea, de cuya opinión fueron los atenienses y los
argivos, por lo cual los eleos se despidieron de ellos y volvieron a su tierra.
Todos los otros quedaron en Mantinea y se disponían a ir a conquistar a Tegea,
donde tenían inteligencias con algunos de la ciudad que les habían prometido
darles entrada.
Cuando
los lacedemonios volvieron de Argos a causa de las treguas por cuatro meses,
blasfemaban por ella contra Agis por no haber tomado la ciudad de Argos, habiendo
tenido la mejor ocasión y medio para ello que jamás lograron ni podrían tener
en adelante, porque les parecía que sería muy difícil poder reunir otra vez tan
grande ejército de aliados y confederados como entonces tuvieron allí. Mas
cuando llegó la nueva de la toma de Orcómeno, fueron mucho más airados contra
Agis, hasta el punto que determinaron derribarle la casa, lo que antes nunca se
había hecho en la ciudad, y le condenaron a cien mil dracmas; tan grande era la
ira y saña que tenían contra él, aunque Agis se excusaba y les hizo muchas
ofertas, prometiéndoles recompensar aquella falta con algún otro señalado
servicio si le querían dejar el cargo de capitán sin poner en ejecución lo que
habían determinado contra él. Con eso se contentaron los lacedemonios por
entonces, dejándole el cargo y no haciéndole mal ninguno, aunque desde aquel
suceso hicieron una ley nueva, por la cual crearon diez consejeros naturales de
Esparta que le asistiesen, sin los cuales no le era lícito sacar ejército fuera
de la ciudad, ni menos hacer paz ni tregua ni otros conciertos con enemigos.
IX
Durante
este tiempo llegó a Lacedemonia un mensajero de Tegea con nuevas de parte de
los de la ciudad, que si no les socorrían pronto, les sería forzoso entregarse
a los argivos y a sus aliados. Esta noticia alarmó mucho a los lacedemonios y
se pusieron en armas, así los libres como los esclavos, con la mayor diligencia
que pudieron, partiendo para la villa de Orestias. Además enviaron orden a los
de Menalia y a sus aliados arcadios que por el más corto camino que hallasen
vinieran derechamente hacia Tegea.
Al
llegar a Orestias, y antes de salir de allí, enviaron la quinta parte de su
ejército a su tierra para guarda de la ciudad, en los cuales entraban los
viejos y los niños, y todos los otros caminaron derechamente a Tegea. Llegaron
allí, y tras ellos los arcadios, ordenando a los corintios, los beocios, los
foceos y los locros que fueran a juntarse con ellos a Mantinea lo más pronto
que pudiesen. Algunos de estos aliados estaban bastante cerca para poder llegar
en seguida; pero teniendo forzosamente que pasar por tierra de enemigos, les
fue necesario esperar a los otros, aunque hacían todo lo posible para atravesar.
Los
lacedemonios, con los arcadios que tenían consigo, entraron en tierra de
Mantinea, donde hicieron todo el mal que pudieron y asentaron su campo delante
del templo de Heracles. Los argivos y sus aliados, advertidos de esto, situaron
su campo en un lugar alto, muy fuerte y muy difícil de entrar, y allí se prepararon
para la batalla contra lo lacedemonios, los cuales también se ponían en orden
para pelear.
Cuando
los lacedemonios llegaron a tiro de dardo de los enemigos, uno de los más
ancianos del ejército, viendo que ya iban resueltos a acometer a los enemigos
en su fuerte posición, dio voces diciendo: «Agis, quieres remediar un mal con
otro mayor», dando a entender por estas palabras que Agis, pensando enmendar el
yerro que había hecho delante de Argos, quería aventurar aquella batalla en
malas condiciones. Entonces Agis, oyendo esto vaciló, o por el temor que tuvo
de ser cogido en medio si acometería a los enemigos en sus parapetos, o por parecerle
otra cosa más a propósito, y mandó retirar su gente de pronto sin que pelease.
Cuando volvió a tierra de Tegea, procuró quitarles el agua del río que pasaba
por allí en tierra de Mantinea, por razón del cual río los tegeatas y los mantineos
tenían cuestiones y diferencias a menudo, porque destruía las tierras por donde
pasaba. Hizo esto Agis para obligar a los argivos y sus aliados a que bajasen
de aquel lugar fuerte que ocupaban, por la necesidad del agua, y sacarlos a lo
llano, a fin de combatir con ellos en sitio ventajoso, y empleó todo aquel día
en quitarles el agua.
A
los argivos y sus aliados asustó primero ver que los lacedemonios habían
partido súbitamente, no pudiendo imaginar la causa de su retirada; más después,
viendo que no los habían seguido echaban la culpa a sus capitanes, diciendo que
los habían dejado ir una vez por sus conciertos, pudiéndoles desbaratar cuando
estaban delante de Argos, y que ahora que habían huido no les quisieron seguir
a su alcance, escapándose por esto a su placer y estando en salvo mientras
ellos eran engañados y vendidos por la traición de sus capitanes. Asustó a
éstos dicha murmuración, temiendo que parase en algún motín, y por ello
partieron del fuerte de donde estaban con toda su gente, bajando a la llanura
con propósito de seguir a sus enemigos; y al día siguiente caminaron en orden
de batalla, resueltos a combatir con ellos si los podían alcanzar.
Los
lacedemonios, que habían vuelto del río a su primer alojamiento junto al templo
de Heracles, viendo venir a los enemigos contra ellos, se asustaron como nunca,
porque la cosa era tan súbita, que apenas les daba tiempo para ponerse en orden
de batalla. Pero cobraron ánimo, y de pronto se pusieron en orden para pelear
por mandato de Agis, su rey, el cual, conforme a sus leyes, tenía toda la
autoridad necesaria para mandar a los caudillos del ejército que eran los más
principales después de él, y éstos mandaban a los jefes, y los jefes a los capitanes, y los capitanes a los
cabos de escuadras, porque así están ordenados, por lo cual la mayor parte de
la gente que forma su ejército tienen cargo los unos sobre los otros, y por
esta vía hay muchos que cuidan de los negocios de la milicia.
Esta
vez se hallaron en la extrema izquierda los esciritas, según la costumbre
antigua de los lacedemonios, y con ellos los soldados que habían estado en
Tracia con Brasidas, y los que habían sido nuevamente libertados de
servidumbre, y tras éstos venían los otros lacedemonios por sus bandas según su
orden, y junto a ellos los arcadios. En la derecha estaban los menalios, los
tegeatas, y algunos lacedemonios, aunque pocos, puestos en el extremo de la
línea de batalla. A los lados iba la gente de a caballo.
De
la parte de los argivos, a la extrema derecha estaban los mantineos, por hacerse
la guerra en su tierra, y junto a ellos los arcadios que eran de su
parcialidad, y mil soldados viejos y escogidos, a quienes los argivos daban
sueldo porque eran muy experimentados en la guerra. Tras éstos, venían todos
los otros argivos, y sucesivamente los cleonenses y los orneatas, y a la
extrema izquierda estaban los atenienses con su gente de a caballo. De esta
manera iban ordenados los batallones de los dos ejércitos, y aunque los
lacedemonios mostraban mucha gente, no puedo determinar realmente el número de
combatientes de una parte ni de ambas, porque los lacedemonios hacían sus cosas
muy secretas y con gran silencio, ni menos el de sus contrarios, porque sé que
los engrandecen hasta lo increíble. Puede, sin embargo, calcularse el número de
la gente de los lacedemonios porque es cierto y averiguado que pelearon siete
bandas de los suyos sin los esciritas, que eran quinientos, y en cada una de
estas bandas había cinco capitanes, y en cada capitanía dos escuadras, y en
cada escuadra cuatro hombres de frente, y más dentro había más o menos, según
la voluntad de los capitanes. Cada hilera comúnmente tenía hacia dentro ocho
hombres, y el frente de todas las escuadras estaba junto y cerrado a lo largo,
de manera que había cuatrocientos y cuarenta y ocho hombres en cada ala sin los
esciritas.
Después
que todos estuvieron a punto en orden de batalla, así de una parte como de la
otra, cada capitán animaba a sus soldados lo mejor que sabía. Los mantineos
decían a los suyos que mirasen que la contienda era sobre perder su patria,
señorío y libertad y caer en servidumbre. Los argivos representaban a los suyos
que la cuestión era sobre guardar y conservar su señorío, igual al de las otras
ciudades del Peloponeso; y también sobre vengar las injurias que sus enemigos
vecinos y comarcanos les habían hecho a menudo. Los atenienses decían a sus
conciudadanos que mirasen que en aquella batalla les iba la honra, y pues que
peleaban en compañía de tan gran número de aliados mostrasen que no eran más ruines
guerreros que los otros, y también que si esta vez podían vencer y desbaratar a
los lacedemonios en tierra del Peloponeso, su estado y señorío sería en
adelante más seguro, porque no habría pueblo que osase venir a acometerles en
su tierra. Estas y otras semejantes arengas y amonestaciones hacían los argivos
y sus aliados.
Los
lacedemonios, porque se tenían por hombres seguros y experimentados en la
guerra, no tuvieron necesidad de grandes amonestaciones, porque la memoria y recuerdo
de sus grandes hechos les daba más osadía que ninguna arenga de frases
elocuentes.
Hecho esto comenzaron a moverse los unos contra los otros, a saber: los argivos y
sus aliados con gran ímpetu y furor, y los lacedemonios, paso a paso, al son de
las flautas, de que había gran número en sus escuadrones, porque acostumbran a
llevar muchas, no por religión ni por devoción, como hacen otros, sino para
poder ir con mejor orden y compás al son de ellas, y también porque no se
desmanden o pongan en desorden en el encuentro con los enemigos, según suele
suceder a menudo cuando los grandes ejércitos se encuentran uno con otro.
Antes
de afrontar unos con otros, Agis, rey de los lacedemonios, tuvo aviso de hacer
una cosa para evitar lo que suele siempre ocurrir cuando se encuentran dos ejércitos,
porque los que están en la punta derecha de la una parte y de la otra, cuando
llegan a encontrar a los enemigos que vienen de frente por la extrema
izquierda, extiéndense a lo largo para cercarlos y cerrar, y temiendo cada cual
quedar descubierto del costado derecho, que no le cubre con el escudo, ampárase
del escudo del que está a la mano derecha, pareciéndoles que cuando más cerrados
y espesos se encuentren estarán más cubiertos y seguros. El que está al
principio de la punta derecha muestra a los otros el camino para que hagan
esto, porque no tiene ninguno a la mano derecha que le pueda amparar, y procura
lo más que puede hurtar el cuerpo a los enemigos de la parte que está descubierta,
y por ello trabaja lo posible por traspasar la punta del ala de los contrarios
que está frente a él, y cercarle y encerrarle por no ser acometido por la parte
que tiene descubierta, y los otros todos les siguen por el mismo temor.
Siendo
los mantineos, que estaban a la extrema derecha de su ejército, muchos más en
número que los esciritas, que les acometían de frente, y también los lacedemonios
y los tegeatas, que tenía la punta derecha de su parte, más numerosos que los
atenienses que iban en la izquierda de los contrarios, temió Agis que la punta
siniestra de los suyos fuese maltratada por los mantineos, e hizo señal a los esciritas
y a los brasidianos o soldados de Brasidas que se retirasen y uniesen contra
los mantineos, y al mismo tiempo mandó a dos jefes que estaban en la punta
derecha, llamados Hiponoidas y Aristocles, que partiesen del lugar donde
estaban con sus compañías y reforzasen de pronto a los esciritas y brasidianos,
pensando que por este medio la punta derecha de los suyos quedaría bien
provista de gente, y la siniestra estaría más fortificada para resistir a los mantineos.
Pero los dos jefes no quisieron
cumplir la orden, así porque ya estaban casi a las manos con los enemigos, como
también porque el tiempo era breve para hacer lo que se les mandaba, y por esta
desobediencia fueron después desterrados de Esparta como cobardes y
negligentes. Como los esciritas y soldados brasidianos estaban ya retirados de
su posición, cumpliendo el mandato del rey Agis, viendo éste que las otras dos
bandas de los dos jefes no les
sustituían en su lugar, mandó de nuevo a éstos que volvieran a su primera
estancia, mas no les fue posible, ni menos a los que antes estaban junto a
ellos recibirlos, porque ya tenían todos orden cerrado y se encontraban junto a
los enemigos; y aunque los lacedemonios en todos los hechos de guerra suelen
ser mejores guerreros y más experimentados que los otros, no lo mostraron aquí,
porque cuando vinieron a las manos, los mantineos, que tenían la extrema
derecha, rompieron a los esciritas y a los brasidianos y sus aliados y los
pusieron en huida, y los mil soldados viejos escogidos de los argivos cargaron
sobre el ala izquierda de los lacedemonios, desamparada de las dos bandas que
no se pudieron unir a ella, y la desbarataron y obligaron a huir, siguiéndola
hasta el bagaje que estaba allí cerca, donde mataron algunos de los más viejos
que estaban en guarda del bagaje, y en esta parte los lacedemonios fueron
vencidos.
Mas
en el centro de la batalla, adonde estaba el rey Agis, y con él trescientos
hombres escogidos, que llaman los caballeros, la cosa sucedió muy al contrario,
porque éstos dieron sobre los principales de los argivos y sobre aquellos
soldados que llaman las cinco compañías, y asimismo sobre las de Cleones, Ornes
y las de Ayenas que estaban en sus escuadrones, con tanto ánimo, que les hicieron
perder sus posiciones y los más de ellos, sin ponerse en defensa, viendo el
denuedo que traían los lacedemonios, salieron huyendo. Los lacedemonios los siguieron,
y en este rebato fueron muertos y hollados muchos de ellos. De esta manera los
argivos y sus aliados quedaron todos rotos y desbaratados por dos partes, y los
atenienses que estaban en el ala izquierda se vieron en gran aprieto, porque
los lacedemonios y los tegeatas de la extrema derecha los cercaban de la una
parte, y de la otra sus aliados eran vencidos y dispersados; de suerte que de
no acudir los suyos de a caballo en su socorro, todos los atenienses fueran
dispersados.
En
este momento, avisado Agis de que los suyos que estaban a la izquierda de su
ejército, frente a los mantineos y a los mil soldados viejos de los argivos,
estaban en gran aprieto, mandó a todos los suyos que fuesen a socorrer, y lo
hicieron así, teniendo los atenienses tiempo para salvarse con los otros
argivos que habían sido desbaratados. Los mantineos y los mil soldados argivos,
viéndose acosados por todos sus contrarios, no tuvieron corazón para seguir
adelante, estando los suyos rotos y dispersos y perseguidos por los
lacedemonios que iban tras ellos al alcance, por lo cual también volvieron las
espaldas y dieron a huir, muriendo muchos mantineos, aunque los más de los mil
soldados argivos se salvaron, porque se iban retirando paso a paso sin
desordenarse, y también porque la costumbre de los lacedemonios es pelear
fuertemente y con perseverancia mientras dura la batalla hasta vencer a sus
contrarios; mas después que los ven huir, vueltas las espaldas, no curan de
perseguirlos gran trecho.
Así
concluyó esta batalla, que fue de las mayores y más reñidas que tuvieron los
griegos hasta entonces unos con otros,
porque la libraban las más poderosas y nombradas ciudades.
Después
de la victoria, los lacedemonios despojaron los muertos de sus armas, con las
cuales levantaron trofeo en señal de victoria, y en seguida de sus vestiduras,
y dieron los cuerpos a los enemigos que los pidieron para sepultarlos. Los
suyos que allí perecieron mandaron llevarlos a la ciudad de Tegea, donde les
hicieron enterrar muy honradamente.
El número de los que murieron en esta batalla, fue éste:
de los de Argos, Cleones y Ornes, cerca de setecientos, de los mantineos
doscientos, y otros tantos de los atenienses y de los eginetas, entre los cuales
murieron los capitanes de lo atenienses y argivos. De la parte de los
lacedemonios no hubo tanto que se pueda hacer gran mención, ni tampoco se sabe
de cierto el número de ellos, afirmándose comúnmente que murieron cerca de trescientos.
Debió acudir para esta batalla Plistoanacte, que era el otro rey de
Lacedemonia, el cual había salido con los ancianos y los mancebos para ayudar a
los otros; más cuando llegó a la ciudad de Tegea, al saber la nueva de la
victoria, se volvió desde allí, mandó a los corintios y a los otros aliados que
habitan fuera del Estrecho del Peloponeso que venían en socorro de los
lacedemonios que regresaran a sus tierras, y también despidió algunos soldados
extranjeros que traía consigo. Después hizo celebrar sus fiestas en loor del
dios Apolo, llamadas Carneos, y de tal manera la deshonra e infamia que habían
recibido los atenienses, así en la isla frente a Pilos, como en otras partes,
donde fueron tenidos y reputados por ruines y cobardes, la vengaron con esta
sola victoria, donde mostraron claramente que aquello que les había ocurrido
antes fue por caso y fortuna de
guerra; pero que su virtud y esfuerzo era y permanecía siempre tal cual había
sido antes.
Sucedió
que un día antes de la batalla, los epidauros, creyendo que todos los argivos
habían ido a esta guerra y la ciudad quedaba sola y vacía de gente, vinieron
con todo su poder a tierra de los argivos y mataron algunos de aquellos que
habían quedado en guarda y que les salieron al encuentro. Pero tres mil eleos
que venían en socorro de los mantineos y mil atenienses que llegaron asimismo
en su socorro, juntamente con aquellos que se habían escapado de la batalla de
los lacedemonios, fueron contra los de Epidauro, mientras que los lacedemonios
celebraban sus fiestas de Carneos, combatieron la ciudad y la tomaron e
hicieron en ella un fuerte, y los atenienses en el terreno que les cupo
reedificaron el templo de Hera que estaba fuera de la ciudad, y dejando allí
gente de guarnición en el fuerte que hicieron, regresaron a sus tierras.
Esto
ocurrió aquel verano.
X
Al
empezar el invierno siguiente, habiendo los lacedemonios celebrado sus fiestas
de Carneos, salieron al campo y fueron a Tegea. Estando en aquel lugar, enviaron
mensajeros a los argivos para tratar de la paz.
Había
en la ciudad de Argos muchos que tenían parentesco con los lacedemonios, los
cuales en gran manera deseaban quitar el gobierno democrático existente, reduciéndole
a pocos gobernadores con Senado y cónsules, y después de perdida aquella
jornada hallaron muchos más de esta opinión. Para poderlo realizar, querían
ante todas cosas ajustar la paz con los lacedemonios, y hecha ésta, pactar
alianza. Por este medio esperaban atraer al pueblo a su opinión.
Los
lacedemonios, para tratar la paz, enviaron a Licas, hijo de Arcesilao, que
tenía casa en Argos, al cual dieron encargo que demandase dos cosas tan
solamente a los argivos, a saber: si querían hacer guerra, de qué manera la
querían hacer; y si querían paz, de qué suerte la querían. Sobre lo cual hubo
grandes discusiones de ambas partes, porque se halló allí a la sazón Alcibíades
de parte de los atenienses, que procuraba estorbar la paz con todas sus
fuerzas. Mas al fin los que eran del partido de los lacedemonios convencieron e
indujeron al pueblo a tomar y aceptar la paz en la manera siguiente:
«Ha
parecido al consejo, justicia y gobernadores de los lacedemonios hacer la paz
con los argivos en esta forma: Primeramente, los argivos quedan obligados a
devolver a los orcomenios sus hijos que tienen en su poder, a los menelaos sus
ciudadanos y a los lacedemonios los suyos que detienen dentro de Mantinea. Además
mandarán salir su gente de guerra que tienen de guarnición dentro de Epidauro, y
derrocarán el muro que allí han hecho, y si los atenienses, como consecuencia,
no mandaran también salir los suyos que allí están en guarda, que sean tenidos
y reputados por enemigos así de los lacedemonios como de los argivos. De igual
modo, si los lacedemonios tienen en su poder algún hijo de los argivos o de sus
aliados los devolverán, jurando hacerlo así unos y otros.
»Todas
las ciudades y villas que están dentro del Peloponeso, grandes o pequeñas,
serán en adelante francas y libres, y en su libertad y franquicia vivirán según
sus leyes y costumbres antiguas, y si algunos enemigos quisieren entrar en armas
dentro de la tierra del Peloponeso contra alguna de estas ciudades, las otras
le darán socorro y ayuda según su parecer y consejo, todas de común acuerdo.
»Los
aliados de los lacedemonios que habitan fuera del Peloponeso permanecerán en el
mismo ser y estado que los confederados de los argivos y lacedemonios, cada uno
en su término y jurisdicción.
»Cuando
fuere pedido socorro por alguno de los aliados de ambas partes y se unieran a
ellos para dárselo, después de mostradas las presentes capitulaciones, podrán
pelear juntamente con ellos y ayudarles o regresar a sus casas como los aliados
quisieren.»
Estos
artículos fueron aceptados por los argivos, y tras esto, los lacedemonios que
estaban sobre Tegea partieron de allí y volvieron a su tierra.
Pocos
días después, estando allí presentes los mismos que habían tratado la paz,
yendo y viniendo a menudo los unos con los otros, fue acordado entre ellos que
los argivos hiciesen alianza con los lacedemonios, apartándose de aquella que
primero habían hecho con los atenienses, los mantineos y los eleos, y la
ajustaron del modo, siguiente:
«Ha
parecido a los lacedemonios y a los argivos hacer alianza y confederación entre
ellos por cincuenta años de esta manera:
»Primeramente,
ambas partes estarán a derecho y justicia según sus leyes y costumbres
antiguas.
»Item,
las otras ciudades que están en el Peloponeso francas y libres y que viven en
libertad, podrán entrar en esta alianza y tener y poseer su tierra y
jurisdicciones y señorío según han acostumbrado.
»Item,
que todas las otras ciudades confederadas con los lacedemonios que habitan
fuera del Peloponeso serán de la misma forma y condición que los lacedemonios,
y asimismo los aliados de los argivos de la suerte y condición de los argivos,
teniendo y gozando igualmente de sus términos y jurisdicción.
»Item,
que siendo necesario enviar socorro o ayuda alguna de las tales ciudades
confederadas, los lacedemonios y argivos juntamente proveerán sobre esto lo que
les pareciere justo y razonable, lo cual se entiende cuando alguna de estas ciudades
tuviere cuestión o diferencia con otras que no sean de esta alianza por razón
de sus términos u otro motivo. Pero si alguna de tales ciudades confederadas
tuviere diferencias con otra, las someterá al arbitraje de una de las otras
ciudades que fuere de confianza a ambas partes para juzgarlas y determinar amigablemente,
según sus leyes y costumbres.»
De
esta manera fue hecha la alianza entre los lacedemonios y los argivos, por
medio de la cual todas las cuestiones que había entre estas dos ciudades
cesaron y se extinguieron.
También
acordaron no recibir embajada ni mensaje de los atenienses en una ciudad ni en
otra sin que primeramente sacasen la gente de guerra que tenían en el Peloponeso
y derrocasen los muros que habían hecho en Epidauro, prometiéndose no hacer paz
ni guerra sino de común acuerdo.
Tenían
los lacedemonios y argivos en proyecto muchas cosas, mas principalmente querían
hacer una expedición a tierra de Tracia, y con tal motivo enviaron sus
embajadores a Perdicas, rey de Macedonia, para atraerle a su devoción y
alianza; mas el rey no quiso, por lo pronto, comprometerse a ello ni apartarse
de la amistad de los atenienses, aunque tenía gran respeto a los argivos por
ser natural de Argos, y por esto pedía tiempo para decidirse.
Los
lacedemonios y argivos revocaron el juramento que habían hecho con los
calcideos e hicieron otro nuevo, y pasado esto, enviaron sus embajadores a los
atenienses para pedirles que derrocaran el muro que habían hecho en Epidauro.
Los
atenienses, considerando que la gente de guarnición que habían dejado en
Epidauro era muy poca en comparación de la que reunían los aliados para la
defensa de la comarca, enviaron a su capitán Demóstenes para que sacase de allí
las tropas de guarnición. Demóstenes, al llegar a Epidauro, fingió que quería
hacer unos juegos y fiestas fuera de la ciudad, y con esto hizo salir la gente
de todos los otros que allí estaban de guarnición. Cuando todos salieron cerróles
las puertas, y después se juntó con los de la villa, renovó con ellos la
alianza que tenían con los atenienses y les dejó el muro objeto de la cuestión.
Hecha
la alianza entre los lacedemonios y los argivos, al principio los mantineos
rehusaron entrar en ella; mas viendo que eran muy flacas sus fuerzas contra los
argivos, a los pocos días hicieron tratos y conciertos con los lacedemonios y
les dejaron libres las villas y ciudades que les tenían usurpadas.
Hecho
esto, los lacedemonios y los argivos enviaron cada cual de ellos mil hombres de
guerra a Escione, y quitando al pueblo el gobierno de la ciudad y dándolo a
ciertos ciudadanos que nombraron senadores, lo cual hi-cieron primero los
lacedemonios, y luego tras ellos lo mismo los de Argos en su ciudad, para que
la república se gobernase por consejo y Senado, de la misma manera que la
ciudad de Lacedemonia.
Todas
estas cosas se hicieron al fin del invierno, cerca de la primavera, que fue el
año catorce de la guerra.
En
el verano siguiente los de Epitedia, que habitan en tierra de Atos, se
rebelaron contra los atenienses, y aliándose con los calcideos y los
lacedemonios, pusieron en buen orden todas las cosas de Acaya que no estaban a
su gusto.
En
este mismo tiempo, los del pueblo y comunidad de Argos que habían ya conspirado
para volver a tomar el gobierno de la república, aguardaron el momento en que
los lacedemonios se estaban ejercitando todos desnudos en sus juegos, según lo
tienen por costumbre, y levantándose contra los gobernadores de la ciudad y personas
principales, les acometieron con armas y mataron algunos de ellos y a otros
echaron fuera de la ciudad, los cuales, antes de salir, enviaron a pedir a los
lacedemonios socorro y ayuda, pero éstos tardaron mucho en llegar por estar
ocupados en sus juegos. Cuando los dejaron y salieron al campo a socorrer los
gobernadores, al llegar a Tegea supieron que estos habían ya salido, y regresando
a su tierra, acabaron sus juegos.
Después
fueron embajadores, así de parte de los que habían sido echados de la ciudad
como de la comunidad que gobernaba la república, los cuales fueron oídos por
los lacedemonios en presencia de sus aliados, y después de grandes
controversias entre ellos, declararon que sin causa ni motivo los gobernadores
habían sido echados de la ciudad, acordando ir contra la comunidad en favor de
los gobernadores y por fuerza de armas restablecerlos en sus cargos.
Como
este acuerdo se dilatase de poner en ejecución por algunos días, los de la
comunidad, temiendo ser asaltados por los lacedemonios, se confederaron de
nuevo con los atenienses pensando que por tal medio éstos les ampararían y
defenderían. Así hecho, mandaron rehacer y fortificar la muralla que va desde
la ciudad hasta la mar, a fin de que si les tomaban el paso para meter vituallas
por parte de mar, las pudiesen meter por tierra. Esta obra hicieron teniendo
inteligencias con algunas ciudades del Peloponeso, con tan gran diligencia, que
no hubo hombre ni mujer, viejo ni mozo, grande ni pequeño que no emplease su
persona en este trabajo, y también los atenienses les enviaron sus maestros y
obreros y carpinteros, de manera que los muros fueron acabados al fin del
verano.
Viendo
esto los lacedemonios, mandaron reunir todos sus aliados, excepto los corintios,
y al comienzo del invierno fueron a hacerles la guerra al mando de Agis, su
rey; y aunque tenían algunas inteligencias con los de la ciudad de Argos, como
por entonces no les eran útiles, determinaron tomar la muralla nueva, que aun
no estaba del todo acabada, por fuerza de armas, y la derribaron. Después
tomaron por combate y asalto un lugar que estaba en tierra de Argos, llamado
Hisias, y lo saquearon y mataron a todos los hombres de edad madura que hallaron
dentro, regresando después a sus tierras.
Pasado esto, los argivos salieron de la ciudad con todo su
poder contra los eleos y les tomaron toda la tierra por haber acogido a los gobernadores
que ellos echaron de la ciudad de Argos, aunque algunos de éstos tenían casas y
heredades en la tierra.
En
el mismo invierno, los atenienses hicieron la guerra al rey Perdicas en
Macedonia, so color que había conspirado contra ellos en favor de los
lacedemonios y de los argivos, y que cuando los atenienses aparejaron su armada
para enviarla a tierra de Tracia contra los calcideos y los de Anfípolis al
mando de Nicias, Perdicas había disimulado con ellos, de manera que aquella empresa
no pudo tener efecto, por lo cual le declararon su enemigo.
Estos
sucesos ocurrieron aquel invierno, que fue el fin del decimoquinto año de esta
guerra.
Al
principio del verano siguiente, Alcibíades, con veinte naves, pasó a Argos, y
al llegar allí entró en la ciudad y prendió a trescientos ciudadanos que tenía
por sospechosos de seguir el partido de los lacedemonios, enviándoles desterrados
a las islas que los atenienses poseen en aquellas partes.
XI
En este
mismo tiempo los atenienses enviaron otra armada de treinta barcos contra los
de la isla de Melos, en la cual iban mil doscientos hombres de guerra muy bien
armados y trescientos flecheros y veinte caballos ligeros.
En
esta armada había naves de Quío, y dos de las de Lebos, sin el socorro de los
otros aliados, y de las mismas islas, que serían mil y quinientos hombres.
Fueron
estos melios poblados por los lacedemonios y por eso recusaban de ser súbditos
a los atenienses como todas las otras islas de aquella mar, aunque al principio
no se habían declarado contra ellos; más porque los atenienses los querían
obligar a que se unieran a ellos, les quemaban y talaban las tierras, tratándoles
como a enemigos y declarándoles la guerra.
Al
llegar la armada de los atenienses a la isla de Melos, Cleomedes hijo de
Licomedes, y Tisias, hijo de Tisímaco, que eran los jefes de la armada, antes
que hiciesen mal ni daño alguno a los de la isla, enviaron embajadores a los de
la ciudad para que parlamentasen con ellos, los cuales fueron oídos aunque no
delante de todo el pueblo, sino solamente de los cónsules y senadores.
Los
embajadores expusieron sus razones en el Senado sobre lo que les mandaron los
capitanes, y los de Melos respondieron a ellas y fue debatida la materia entre
ellos por vía de preguntas y respuestas de la manera siguiente.
Los Atenienses.—Varones melios, porque tenemos entendido que no habéis
querido que hablemos delante de todo el pueblo sino solamente aquí en este
ayuntamiento aparte, pues sospecháis que aunque nuestras razones sean buenas y
verdaderas, si las proponemos de una vez todas juntas delante de todo el
pueblo, acaso éste, engañado por ellas, será inducido a cometer algún yerro a
causa de no haber discutido antes la materia punto por punto y altercado sobre
ella, será necesario que vosotros hagáis lo mismo, a saber: que no digáis todas
vuestras razones de una vez, sino por sus puntos. Según viereis que nosotros
decimos alguna cosa que no os parezca conveniente ni ajustada a razón, vosotros
responderéis a ella y diréis libremente vuestro parecer. Ante todas cosas
decidnos si esta manera de hablar por pregunta y respuesta que os proponemos,
os agrada o no.
Los Melios.—Ciertamente, varones atenienses, esta manera de discutir los asuntos a
placer y despacio no es de vituperar, pero hay una cosa del todo contraria y repugnante
a esto: y es que nos parece que vosotros no venís para hablarnos de la guerra
venidera, sino de la presente, que está ya dispuesta y preparada, y la traéis,
como dicen, en las manos. Por tanto, bien vemos que vosotros queréis ser los
jueces de esta discusión, y el final de ella será tal, que si os convencemos
por derecho y por razón, no otorgando las cosas a vuestra voluntad, comenzaréis
la guerra, y si consentimos en lo que vosotros queréis quedaremos por vuestros
súbditos y en vez de libres, cautivos y en servidumbre.
Atenienses.—A la verdad, si os habéis aquí reunido para discutir sobre cosas que
podrían ocurrir, o sobre otra materia que no hace al caso, antes que para
entender de lo que toca al bien y pro de vuestra república, según el estado en
que ahora se encuentra, no es menester que pasemos adelante, pero si venís para
tratar de esto que os atañe, hablaremos y discutiremos.
Melios.—Justo es y conveniente a toda razón, y por tanto debemos sufrirlo, que
los que están en el estado que nosotros al presente hablen mucho y cambien muchas
razones respecto a muchas cosas, atento que en este ayuntamiento la cuestión es
sobre nuestras vidas y honras, por lo cual, si os parece, nuestra conversación
será como vosotros habéis propuesto.
Atenienses.—Conviniendo, pues, hablar de esta suerte, no queremos usar con vosotros
de frases artificiosas ni de términos extraños, como si por derecho y razón nos
perteneciese el mando y señorío sobre vosotros, por causa de la victoria que en
los tiempos pasados alcanzamos contra los medos, ni tampoco será menester hacer
largo razonamiento para mostraros que tenemos justa causa de comenzar la guerra
contra vosotros por injurias que de vosotros hayamos recibido. Tampoco hay
necesidad de que aleguéis que fuisteis poblados por los lacedemonios, ni que no
nos habéis ofendido en cosa alguna, pensando así persuadirnos de que desistamos
de nuestra demanda, sino que conviene tratar aquí de lo que se debe y puede
hacer, según vosotros y nosotros entendemos, el negocio que al presente tenemos
entre manos y considerar que entre personas de entendimiento las cosas justas y
razonables se debaten por derecho y razón, cuando la necesidad no obliga a una
parte más que a la otra; pero cuando los más flacos contienden sobre aquellas
cosas que los más fuertes y poderosos les piden y demandan, conviene ponerse de
acuerdo con éstos para conseguir el menor mal y daño posible.
Melios.—Puesto que queréis que, sin
tratar de lo que fuere conforme a derecho y razón, se hable de hacer lo mejor
que pueda practicarse en nuestro provecho, según el estado de las cosas
presentes, justo y razonable es, no pudiendo hacer otra cosa, que conservemos
aquello en que consiste nuestro bien común, que es nuestra libertad; y por
consiguiente, al que continuamente está en peligro, le será conveniente y
honroso que el consejo que da a otro, a saber, que se deba contentar con lo que
puede ganar y aventajar por industria y diligencia conforme al tiempo, ese
mismo consejo lo tome para sí. A lo cual vosotros, atenienses, debéis tener más
miramientos que otros, porque siendo más grandes y poderosos que los otros, si
os sucediera peligro o adversidad semejante, tanto más grande sería vuestra
caída; y de mayor ejemplo para los demás el castigo.
Atenienses.—Nosotros no tememos la caída de
nuestro estado y señorío, porque aquellos que acostumbran a mandar a otros,
como los lacedemonios, nunca son crueles contra los vencidos, como lo son los
que están acostumbrados de ser súbditos de otros, si acaso consiguen triunfar
de aquellos a quienes antes obedecían. Mas este peligro que decís lo tomamos
sobre nosotros, quedando a nuestro riesgo y fortuna, pues no tenemos ahora
guerra con los lacedemonios. Hablemos de lo que toca a la dignidad de nuestro
señorío y a vuestro bien y provecho particular, y de vuestra ciudad y
república. En cuanto a esto, os diremos claramente nuestra voluntad e
intención, y es que queremos de todos modos tener mando y señorío sobre
vosotros, porque será tan útil y provechoso para vosotros como para nosotros
mismos.
Melios.—¿Cómo puede ser tan provechoso para nosotros ser vuestros súbditos,
como para vosotros ser nuestros señores?
Atenienses.—Os es ciertamente provechoso, porque más vale que seáis súbditos que
sufrir todos los males y daños que os pueden venir a causa de la guerra; y
nuestro provecho consiste en que nos conviene más man-daros y teneros por
súbditos que mataros y destruiros.
Melios.—Veamos si podemos ser neutrales sin unir-nos a una parte ni a otra, y
que nos tengáis por amigos en lugar de enemigos. ¿No os satisfará esto?
Atenienses.—En manera alguna, que más daño nuestro sería teneros por amigos que por
enemigos, porque si tomamos vuestra amistad por temor, sería dar grandísima
señal de nuestra flaqueza y poder,
por lo cual los otros súbditos nuestros a quien mandamos, nos tendrían en menos
de aquí en adelante.
Melios.—¿Luego todos vuestros súbditos desean que los que no tienen que ver con
vosotros sean vuestros súbditos como ellos, y también que vuestras poblaciones,
si hay algunas que se os hayan rebelado, caigan de nuevo bajo vuestras manos?
Atenienses.—¿Por qué no tendrían este deseo puesto que los unos ni los otros no se
han apartado de nuestra devoción y obediencia, por derecho ni razón, sino sólo cuando
se han visto poderosos para podernos resistir, y creyendo que nosotros, por
temor, no nos atreveríamos a acometerles? Además, cuando os sojuzguemos, tendremos
más número de súbditos, y nuestro señorío será más pujante y más seguro, porque
vosotros sois isleños, y tenidos por más poderosos en mar que cualquiera de las
otras islas, por lo cual, no conviene que se diga podéis resistirnos, siendo
como somos los que dominan la mar.
Melios.—Y vosotros, decid, ¿no ponéis todo vuestro cuidado y seguridad en
vuestras fuerzas de mar? Puesto que nos aconsejáis dejemos aparte el derecho y
la razón por seguir vuestra intención y provecho, os mostraremos que lo que
pedimos para nuestro provecho redundará también en el vuestro, pues se os
alcanza muy bien que queriendo sujetarnos sin causa alguna, haréis a todos los
otros griegos, que son neutrales, vuestros enemigos; porque viendo lo que
habréis hecho con nosotros, sospecharán que después hagáis lo mismo con ellos.
De esta suerte ganáis más enemigos, y forzáis a que lo sean también aquellos
que no tenían voluntad de serlo.
Atenienses.—No tememos tal cosa por considerar menos ásperos y duros a los que
viven gozando de su libertad en tierra firme, en cualquier parte que sea, que a
los isleños que cual vosotros no sean súbditos de nadie, y también a los que
están sujetos y obedientes por fuerza cuando tienen mala voluntad; porque
aquellos que viven en libertad son más negligentes y descuidados en guardarse,
pero los sujetos a otro poder por sus desordenadas pasiones, muchas veces por
pequeño motivo se exponen ellos y exponen a sus señores a grandes peligros.
Melios.—Pues si vosotros, por aumentar vuestro señorío, y los que están en sujeción
por eximirse y libertarse de servidumbre se exponen a tantos peligros, gran
vergüenza y cobardía nuestra será, si estando en libertad, como estamos, la
dejásemos perder y no hiciésemos todo lo posible antes de caer en servidumbre.
Atenienses.—No es lo mismo en este caso, ni tampoco obraréis cuerdamente si os
guiáis por tal consejo, porque vuestras fuerzas no son iguales a las nuestras,
y no debe avergonzaros reconocernos la ventaja. Por tanto, lo mejor será mirar
por vuestra vida y salud, que no querer resistir, siendo débiles, a los más
fuertes y poderosos.
Melios.—Es verdad, pero también sabemos que la fortuna en la guerra muchas
veces es común a los débiles y a los fuertes, y que no todas favorece a los que
son más en número. Por otra parte, entendemos que el que se somete a otro no tiene
ya esperanza de libertarse, pero el que se pone en defensa, la tiene siempre.
Atenienses.—La esperanza es consuelo de los que se ven en peligro, aunque algunas
veces trae daño a los que tienen causa justa; porque tenerla, y bien grande, no
los echa a perder por completo, como hace con aquellos que todo lo fían en esto
de esperar, lo cual es peligroso, pues la esperanza, a los que se han confiado
en ella en demasía, no les deja después vía ni manera por donde poderse salvar.
Por lo cual vosotros, pues, os conocéis débiles y flacos, y veis el peligro en
que estáis, os debéis guardar de él y no hacer como otros muchos, que, teniendo
primero ocasión de salvarse, después que se ven sin esperanza cierta, acuden a
lo incierto, como son visiones, pronósticos, adivinaciones, oráculos y otras semejantes
ilusiones, que con vana esperanza llevan los hombres a perdición.
Melios.—Bien conocemos claramente lo mismo que vosotros sabéis, que sería cosa
muy difícil resistir a vuestras fuerzas y poder, que sin comparación son mucho
mayores que las nuestras, y que la cosa no sería igual; confiamos, sin embargo,
en la fortuna y en el favor divino, considerando nuestra inocencia frente a la
injusticia de los otros. Y aun cuando no seamos bastantes para resistiros,
esperamos el socorro y ayuda de los lacedemonios, nuestros aliados y
confederados, los cuales por necesidad habrán de ayudarnos y socorrernos,
cuando no hubiese otra causa, a lo menos por lo que toca a su honra, por cuanto
somos población de ellos, y son nuestros parientes y deudos. Por estas
consideraciones comprenderéis que con gran razón hemos tenido atrevimiento y
osadía para hacer lo que hacemos hasta ahora.
Atenienses.—Tampoco nosotros desconfiamos de la bondad y benignidad divina, ni
pensamos que nos ha de faltar, porque lo que hacemos es justo para con los
dioses y conforme a la opinión y parecer de los hombres, según usan los unos
con los otros; porque en cuanto toca a los dioses, tenemos y creemos todo
aquello que los otros hombres tienen y creen comúnmente de ellos; y en cuanto a
los hombres, bien sabemos que naturalmente, por necesidad, el que vence a otro
le ha de mandar y ser su señor, y esta ley no la hicimos nosotros, ni fuimos
los primeros que usaron de ella, antes la tomamos al ver que los otros la
tenían y usaban, y así la dejaremos perpetuamente a nuestros herederos y
descendientes. Seguros estamos de que si vosotros y los otros todos tuvieseis
el mismo poder y facultad que nosotros, haríais lo mismo. Por tanto, respecto a
los dioses, no tememos ser vencidos por otros, y con mucha razón; y en cuanto a
lo que decís de los lacedemonios y de la confianza que tenéis en que por su
honra os vendrán a ayudar, bien librados estáis, si en esto sólo os tenéis por
bienaventurados, como hombres de escasa experiencia del mal; mas ninguna envidia
os tenemos por esta vuestra necedad y locura. Sabed de cierto que los lacedemonios
entre sí mismos, y en las cosas que conciernen a sus leyes y costumbres, muchas
veces usan de virtud y bondad, mas de la manera que se han portado con los
otros, os podríamos dar muchos ejemplos: En suma os diremos por verdad lo que
de ellos sabemos, que es gente que sólo tiene por bueno y honesto lo que le es
agradable y apacible, y por justo lo que le es útil y provechoso; por lo cual,
atenerse a sus pensamientos, que son varios y sin razón en cosa tan importante
como ésta en que os van la vida y las honras, no sería cordura vuestra.
Melios.—Decid lo que quisiereis, que nosotros cree-mos en ellos y tenemos por
cierto que, aun cuando no les moviese la honra, a lo menos por su interés y provecho
particular no desampararían esta ciudad poblada por ellos, viendo que por esta
vía se mostrarían traidores y desleales a los otros griegos sus aliados y
confederados, y esto redundaría en utilidad y provecho de sus enemigos.
Atenienses.—Luego vosotros confesáis que no
hay cosa provechosa si no es segura, y asimismo que no se ha de emprender cosa
alguna por el provecho particular si no hay seguridad, y que por la honra y
justicia se han de exponer los hombres al peligro, lo cual los lacedemonios hacen
menos que otros algunos.
Melios.—Verdaderamente pensamos que se
aventurarán y expondrán a peligro por nosotros, pues tienen motivo para hacerlo
más que otros algunos, por ser nosotros más vecinos y cercanos al Peloponeso, lo
que les permite ayudarse mejor de nosotros en sus haciendas, y podrán más
seguramente confiar en nosotros por el deudo y parentesco que con ellos
tenemos, pues somos naturales y descendientes de ellos.
Atenienses.—Así es como decís, mas la
efectividad del socorro no consiste de parte de los que le han de dar en la
confianza y benevolencia que tienen a los que lo piden, sino en la obra,
considerando si son bastantes sus fuerzas para podérselo dar. En esto los
lacedemonios tienen más miramiento que otros, porque desconfiados de sus
propias fuerzas, buscan y procuran las de sus aliados para acometer a sus
vecinos, por lo cual no es de creer que conociendo que somos más poderosos que
ellos por mar, quieran aventurarse ahora a pasar a esta isla a socorreros.
Melios.—Aunque eso sea, los lacedemonios
tienen otros muchos hombres de guerra, sin ellos, que pueden enviar, y la mar
de Creta es tan ancha que será más difícil a los que la dominan poder encontrar
a quienes quieran venir por ella a esta parte, que no a los que vinieren
ocultarse a sus perseguidores. Aun cuando esta razón no les moviese a venir,
podrán entrar en vuestras tierras y en las de vuestros aliados, es decir, en la
de aquellos contra quienes no fue Brasidas, y por esta vía os darán ocasión
para que penséis más en defender vuestras propias tierras que en ocupar las que
no os pertenecen.
Atenienses.—Vosotros experimentáis a vuestra costa, si os dejáis engañar en estas
cosas, lo que sabéis bien por experiencia de otros; que los atenienses nunca
levantaron cerco que tuviesen puesto delante de algún lugar o plaza fuerte por
temor. Vemos que todo cuanto habéis dicho en nada atañe a lo que toca a vuestra
salvación. Esto sólo había de ser lo que entendiesen y debiesen procurar los
que están en vuestra apurada situación. Porque todo lo que alegáis con tanta
instancia sirve para lo venidero, y tenéis muy breve espacio de tiempo para defenderos
y libraros de las manos de los que están ya dispuestos y preparados para
destruiros. Parécenos, pues, que os mostraréis bien faltos de juicio y
entendimiento si no pensáis entre vosotros algún buen medio mejor que el de
ponderar la vergüenza que podréis sufrir en adelante, lo cual varias veces ha
sido muy dañoso en los grandes peligros; y muchos ha habido que considerando el
mal que les podría ocurrir si se rindiesen, han aborrecido el nombre de
servidumbre que tenían por deshonroso, prefiriendo el de vencidos por
considerarlo más honroso. Así, por su poco saber, han caído en males y miserias
incurables, sufriendo mayor vergüenza por su necedad y locura, que hubieran
sufrido por su fortuna adversa si la quisieran tomar con paciencia. Si sois
cuerdos, parad mientes en esto, y no tengáis reparo en someteros y dar la
ventaja a gente tan poderosa como son los atenienses, que no os demandan sino cosas
justas y razonables, a saber: que seáis sus amigos y aliados, pagándoles
vuestro tributo. Y, pues, os dan a escoger la paz o la guerra, que la una os
pone en peligro, y la otra en seguridad, no queráis por vanidad y porfía
escoger lo peor, que así como es cordura, y por tal se tiene comúnmente no
quererse someter a su igual, cuando el hombre se puede honestamente defender,
así también es locura querer resistir a los que conocidamente son más fuertes y
poderosos, los cuales muchas veces usan de humanidad y clemencia con los más
débiles y flacos. Apartaos, pues, un poco de nosotros, y considerad bien que
esta vez consultáis la salud o perdición de vuestra patria, que no hay otro
término, y que con la determinación que toméis, la haréis dichosa o desdichada.
Dicho
esto, se salieron los atenienses fuera; los melios también se apartaron a otro
lugar, y después de consultar entre sí gran rato, determinaron rechazar la demanda
de los atenienses, respondiéndoles de esta manera:
Melios.—Varones atenienses, no cambiamos de parecer, ni jamás desearemos perder
en breve espacio de tiempo la libertad que hemos tenido y conservado de setecientos
años a esta parte que hace ésta nuestra ciudad fundada; antes con la buena
fortuna que nos ha favorecido siempre hasta el día de hoy, y con la ayuda de
nuestros amigos los lacedemonios, estamos resueltos a guardar y conservar
nuestra ciudad en libertad. Empero, todavía os rogamos os contentéis con que
seamos vuestros amigos, sin ser enemigos de otros, y que de tal manera hagáis
vuestros tratos y conciertos con nosotros para el bien y provecho de ambas
partes, saliendo de nuestras tierras y dejándonos libres y en paz.
Cuando
los melios hubieron hablado de esta manera, los atenienses, que se habían
retirado aparte mientras ellos discutieron, respondiéronles de esta otra:
Atenienses.—Ya vemos que sólo vosotros estimáis, por vuestro propio parecer y mal
consejo, las cosas venideras por más ciertas que las presentes que tenéis a la
vista, y os parece que lo que está en mano y determinación de otro lo tenéis ya
en vuestro poder como si estuviese hecho. Os ocurrirá, pues, que la gran
confianza que tenéis en los lacedemonios y en la fortuna, fundando todas
vuestras cosas en esperanzas vanas, será causa de vuestra pérdida y ruina.
Esto
dicho, los atenienses volvieron a su campo sin haber convenido nada; por lo
cual los caudillos y capitanes del ejército, viendo que no había esperanza de
ganar la villa por tratos, se prepararon a tomarla por combate y fuerza de
armas, repartiendo las compañías en alojamientos de lugares cercanos, poniendo
a la ciudad de Melia cerco de muro por todas partes y dejando guarnición, así
de los atenienses como de sus aliados, por mar y por tierra. Hecho esto, la
mayor parte del ejército se retiró, y los que quedaron entendían en combatir la
ciudad para tomarla.
En
este tiempo, habiendo los argivos entrado en tierra de Fliunte, fueron
descubiertos por éstos y salieron contra ellos, peleando de manera que mataron
ochenta.
Por
otra parte, los atenienses, que estaban en Pilos, hicieron una entrada en
tierra de Lacedemonia y llevaron gran presa, aunque no por esto los
lacedemonios tuvieron las treguas por rotas ni quisieron comenzar la guerra,
sino que solamente publicaron un decreto, por el cual permitían a los suyos que
pudieran recorrer y robar la tierra de los atenienses. No había ciudad de todas
las del Peloponeso que hiciese guerra abierta contra los atenienses, a
excepción de los corintios que la hacían por algunas diferencias particulares
que tenían con ellos.
En
cuanto a los de Melia, estando puesto el cerco a la ciudad, los de dentro
salieron una noche contra los que estaban en el sitio por la parte del mercado,
y tomaron el muro que habían hecho hacia aquel lado, matando muchos de los que
estaban de guarda en él. Además les cogieron gran cantidad de trigo y otras
provisiones que metieron dentro de la ciudad, encerrándose en ella sin hacer
otra cosa memorable este verano. Por causa de este suceso, los atenienses
procuraron en adelante poner mejores guardas de noche.
Tales
fueron los sucesos de este verano.
Al
comienzo del invierno siguiente, los lacedemonios estaban resueltos a entrar en
tierra de los argivos para favorecer a los expatriados; mas hechos sus
sacrificios para ello, como no se les mostrasen favorables, regresaron a sus
casas. Algunos de los argivos que esperaban su venida fueron presos como
sospechosos por los otros ciudadanos, y otros de propia voluntad se ausentaron
de la ciudad, temiendo ser presos.
En
este tiempo los melios salieron otra vez de la ciudad, fueron sobre el muro que
los atenienses habían he-cho en aquella parte, y lo tomaron, porque había poca
gente de guarda.
Sabido
esto por los atenienses, enviaron nuevo socorro al mando de Filócrates, hijo de
Demeas, el cual tenía a punto sus ingenios y pertrechos para batir los muros de
la ciudad, pero los sitiados, por causa de algunos motines y traiciones que
había entre ellos, se entregaron a merced de los atenienses, los cuales mandaron
matar a todos los jóvenes de catorce años arriba, y las mujeres y niños
quedaron esclavos, llevándolos a Atenas. Dejaron en la ciudad guarnición, hasta
que después enviaron quinientos moradores con sus familias para poblarla con
gente suya.
[1] Décimo año de la guerra del
Peloponeso; tercero de la 89ª Olimpiada; 422 a.C.
[2] Es decir, ver sus tierras
estériles, sufrir los horrores del hambre y comprar los víveres muy caros.
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