Dando la espalda a la multitud que formaban sus pretendientes
reunidos, Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo
suspiro se escapaba de su pecho. Pensaba en Ulises, su esposo, que había
partido veinte años atrás, y se sorprendía a veces diciendo:
—Dime, ¿cuándo volverás...?
A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando
indefinidamente el eco de su presencia.
—¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de
nosotros! A esta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente.
Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado
de que, gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había
sido tomada y devastada.
Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su
marido.
—¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte?
—¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré recién
cuando haya terminado mi labor.
—¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo,
otro príncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de manera muy lenta!
Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba
destinada a Laertes, padre de Ulises, que era muy anciano.
Pérfido, Eurímaco agregó:
—Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías
apurarte, pues los días de Laertes están contados.
Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los
pretendientes al trono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había
partido en busca de su padre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en
contener la impaciencia de todos esos nobles que querían desposarla para tomar
el poder. Fiel a Ulises, la reina había perdido la juventud, pero no las esperanzas.
Se retiró a sus aposentos sin dirigir siquiera una mirada hacia esos hombres
codiciosos.
El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su
dormitorio con pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose
a la mortaja, tiró del hilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había
hecho el día anterior. Esta es la razón por la cual su labor no avanzaba:
¡desde hacía muchos meses, Penélope deshacía cada noche el trabajo de todo el
día!
De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta
que, asombrada, observaba la maniobra de su ama.
—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;
Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana,
entró en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas.
Furioso, Eurímaco exclamó:
—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos
explicó la estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te
escaparás por medio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!
En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban
cómodamente sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el
vino del rey. Los más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el
palacio les perteneciera. Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía
un marido, esos nobles iban a enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos,
Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía la arrogancia del que está seguro de
ser elegido.
—Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás?
—Pronto —le susurró al oído una voz familiar.
El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino
Telémaco! Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos.
Los pretendientes permanecieron un momento desconcertados por esa irrupción
inesperada. El hijo de Ulises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso
contrariaba los proyectos de cien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de
altanería, dijo:
—Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre?
—No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro
de poco.
—Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el
mentón, ahora... ¿Qué dices, Penélope?
La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de
partir, Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, espera para casarte
otra vez a que nuestro hijo tenga barba".
Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir
un protector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno
era mejor que otro. Cuando estaba por contestar, un sirviente y un mendigo se
presentaron:
—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!
Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que
lo acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.
—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.
—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al
desconocido—. Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.
—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al
hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!
Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se
retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo
perro de su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había
dejado a rastras su rincón, cercano al trono vacío del rey; cuando llegó a los
pies del mendigo, alzó la cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del
viajero, que lo estaba acariciando. Después de eso, el perro, que parecía
sonreír, exhaló su último suspiro, acurrucado en los brazos de aquel.
—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.
—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae
una vasija con agua tibia y lávale los pies a nuestro huésped.
Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la
nodriza de Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que
respetar las tradiciones de la hospitalidad.
Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Penélope
para susurrarle:
—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!
Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se
afanaba. No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado.
Sin embargo, ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus
enemigos.
Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra
por palabra:
—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi
esposo!
Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El
primero, Eurímaco, reaccionó:
—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?
—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de
tiro y se casaría con el vencedor.
Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar iniciativas
tales. La ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese
instante, la vieja nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una
cicatriz en la rodilla del mendigo.
—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.
Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su padre y varias
aljabas llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que
cargaba una docena de hachas.
—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.
—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!
Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.
—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.
Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la
noche, ninguno había podido lanzar una flecha. Fue entonces cuando se alzó la
voz del viejo mendigo:
—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?
Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco extendió el
arma al desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.
—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.
Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a
dejar la sala; una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa,
regresó a sus aposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de
espadas y de lanzas apiladas.
—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha ordenado que
las junten aquí? ¿Y por qué?
Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gritos de
espanto le respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...
¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de
tensar, sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprovechando su sorpresa,
Telémaco, por su parte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el
muro, superponiendo los agujeros que perforaban el extremo de cada mango. El
orificio único que ofrecían se había vuelto así el centro de un pequeño
blanco.
Telémaco exclamó:
—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él
pudo nunca alcanzar un objetivo tan pequeño!
Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la
estancia y fue a clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se
multiplicó, en el que se adivinaban el estupor y el temor:
—¡Es Ulises!
—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!
Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.
—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio!
Esta mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a
Atenea, que supo envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados.
¿Codiciaban a mi esposa? ¿Buscaban suplantarme?
—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.
—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibido. Gracias
a él, supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de
ustedes se me escapará.
Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la
puerta, que estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero
al igual que los otros pretendientes, comprendió que estaba desarmado.
Entonces, se lanzó hacia las hachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo
detuvo en su impulso. Ulises ya estaba apuntando a otro, mientras gritaba:
—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!
A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral
de su habitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la
luz de la luna.
—Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces?
Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba
acompañado por Telémaco y Euriclea.
—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.
—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?
Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría
de golpe tantas tristezas acumuladas.
—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos seres me
han reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que
identificó la herida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú,
Penélope, mi propia esposa, no me reconoces?
No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el
fantasma familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.
—¡Atenea, ilumíname! —imploró.
La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y
su rostro cobró el brillo y la belleza de los héroes.
—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—,
voy a darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra
persona sino yo podría describirlo con precisión?
Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre
sus brazos.
—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro
amado—. ¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...
—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...
—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin
embargo, tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace
veinte años y da por fin con tierra firme!
Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de
pie. Y Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro
de los esposos.
A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no quedaban
rastros de la masacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un
rincón, su labor inconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su
esposo y suspiró.
—¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido.
—Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo.
Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se
borraran, acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pronto no quedó
nada de la labor tantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso.
—¿Qué importa ahora? —dijo suspirando.
Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él
vivirían aún mucho, mucho tiempo más.
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