viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos

 

LA LUCHA POR LA SUCESIÓN
«Diádocos» significa «sucesores», pero el término no se refiere a los herederos de Alejandro, sino a sus generales. En realidad, Alejandro no había dejado nada claro quién debía reemplazarlo en el poder. Se dice que, cuando entregó su anillo a Perdicas y éste le preguntó por la cuestión, el rey dijo que lo sucediera «el más fuerte». O bien era un chiste macabro o se refería a Crátera, cuyo nombre podía prestarse a cierta confusión: según Diodoro, usó el superlativo ti kratísto, mientras que el nombre de Crátero en dativo era ti kratéro. Ambas palabras podrían confundirse en boca de un moribundo.
En Babilonia aguardaba un ejército preparado para la conquista de Arabia. Este ejército, y no el de Macedonia a miles de kilómetros, era el que tenía que aclamar a su sucesor. La alternativa estaba entre Arrideo, el hermanastro epiléptico y retardado de Alejandro, o el hijo que esperaba Roxana. La segunda opción era incluso menos deseada por los macedonios. Muerto Alejandro, los soldados y oficiales no estaban por la labor de seguir integrándose con los iranios.
Por el momento se nombró a Perdicas jefe del ejército, aunque Crátero, que se hallaba de camino con 10.000 soldados que traía de Europa, debía quedar por encima de él en rango, como una especie de primer ministro. Eso habría provocado rápidos choques entre ambos, pero Crátero nunca alcanzó Babilonia, pues le llegaron noticias de Europa que, si bien eran malas, no podían sorprender a nadie. Al saberse que Alejandro había muerto, las ciudades griegas se rebelaron para recuperar su libertad. La guerra fue conocida como Lamíaca, porque los sublevados consiguieron asediar a Antípatro en la ciudad de Lamia, en Grecia central. El ya anciano general reclamó la ayuda de Crátero y éste regresó a Grecia.
La sublevación griega, encabezada por Atenas, disfrutó de una corta vida. Exactamente, un año. En 322, las fuerzas rebeldes fueron derrotadas por tierra en Cranón y por mar en Amorgos, una pequeña isla cerca de Naxos. La flota ateniense, en inferioridad numérica ante los vastos recursos que podían manejar los generales de Alejandro, quedó destruida. Esta vez fue la definitiva. La ciudad tuvo que entregar a los cabecillas de la revuelta. Demóstenes escapó de Atenas, pero convencido de que todo estaba perdido y de que además caería en manos macedonias, se suicidó bebiendo un veneno. Tenía sesenta y tres años y a su favor puede decirse que toda su vida defendió las mismas ideas: la independencia de su patria y la lucha contra la dominación macedonia.
No fue la única cesión de Atenas. Una guarnición macedonia quedó instalada en el Pireo, la verdadera sede del poder ateniense. La ciudad se vio obligada a entregar parte de su territorio a Tebas y perdió la isla de Samos. Además hubo de pagar una indemnización de guerra y reformar la constitución.A partir de aquel momento, el cuerpo de ciudadanos que tomaban decisiones se redujo a 9.000, aquellos cuya renta superaba las 2.000 dracmas anuales. Más de 20.000 atenienses que hasta entonces habían sido ciudadanos perdieron todos sus derechos políticos. A todos los efectos, la democracia ateniense, convertida en una oligarquía disimulada, había muerto: sus breves resurrecciones fueron más virtuales que reales, pues ya siempre dependió de otros. Pero recordemos que había durado casi doscientos años y que tuvo que ser una potencia extranjera la que acabara con ella. Guardemos unos instantes de silencio por aquel régimen político fundado por Clístenes y engrandecido por Temístocles y Pericles, que fue mucho más que un experimento.
Regresemos con los Diádocos.A1 no estar Crátero en Europa, Perdicas fue nombrado prostátes o primer ministro. Pero en cuanto pretendió dar órdenes a los demás, todos se volvieron contra él. La lucha se desencadenó rápidamente. Algunos deseaban mantener la unidad del imperio, pero para convertirse ellos mismos en sus amos: era el caso de Perdicas, Crátero o Antípatro. Otros, como Ptolomeo, que se había convertido en sátrapa de Egipto, querían que los dejaran en paz y limitarse a mantener sus propios dominios.
Al principio, quien más poder detentaba era Perdicas, pues controlaba el grueso principal del ejército. Pero cuando intentó entrar en Egipto y fracasó, sus propios oficiales lo mataron: una carrera breve y poco gloriosa. En cambio, su oficial Eumenes, un griego que había trabajado como secretario y hombre gris de Alejandro, demostró un insospechado talento para la guerra y derrotó a Crátero, que murió en la batalla. Dos generales menos para despejar un poco el tablero; pero he de advertir que quedaban otros a los que todavía no he mencionado, como Seleuco, Antígono o Poliperconte.
Antes de lanzarnos a criticar la insensatez de todos estos generales que supuestamente destrozaron el imperio en guerras intestinas, debemos tener en cuenta que, por más que los mapas digan lo contrario, dicho imperio nunca llegó a estar efectivamente unido. Las zonas más alejadas al nordeste, como Sogdiana, se rebelaban en cuanto Alejandro se hallaba lejos, y hubo satrapías que tuvieron una vida muy fugaz, como la de la Indía. Allí, Chandragupta, al que los griegos conocían como Sandrocoto, no tardó en conquistar el Punjab e instaurar su propio reino, el de Magadha, y su dinastía, la Maurya.
En realidad, era casi imposible mantener unido un imperio tan vasto, y ya lo había sido bajo los Aqueménidas. Recordemos que, gracias a la intervención de Atenas, la costa de Jonia fue independiente del Gran Rey durante largos periodos. Lo mismo pasó con Egipto, y también hubo momentos en que las satrapías del nordeste se rebelaron. Cuando vemos mapas del Imperio persa o de Alejandro rellenos de un solo color, no debemos dejarnos engañar. Incluso en el núcleo del imperio, no muy lejos de las grandes capitales, quedaban rincones a los que el poder imperial no llegaba. Por ejemplo, en el camino entre Susa y Persépolis existía un territorio «comanche», el de los uxios que dominaban los pasos montañosos. No es que los uxios no pagaran tributo al Gran Rey: es que se lo exigían para dejarle pasar por sus tierras. Alejandro les bajó los humos y consiguió que le entregaran 100 caballos al año, 500 bestias de transporte y miles de cabras y ovejas. Pero me pregunto cuánto tiempo siguieron pagando aquel tributo.
Aunque se tratara de una ficción, se produjeron ciertos intentos de conservar el imperio como un todo. Por el tratado de Triparadiso, en el año 321, se nombró a Antípatro administrador plenipotenciario, y los reyes -Arrideo y Alejandro Ego, el hijo de Alejandro y Roxana- se trasladaron junto a él a Pela, la capital macedonia.Antípatro reconoció tácitamente a Ptolomeo en Egipto y dejó en Asia a otro veterano, Antígono, como una especie de supersátrapa que debía gobernar a los demás.
En 319, Antípatro murió a la respetable edad de ochenta años. Por alguna razón no debía confiar mucho en su hijo Casandro, el mismo que había cometido la imprudencia de reírse de Alejandro cuando vio que a éste le colgaban los pies del trono. En su lugar, le cedió la regencia y el dominio de Grecia a otro veterano, Poliperconte.
A la muerte de Antípatro se renovaron las guerras. En el este, Antígono derrotó a Eumenes, al que hizo ejecutar en el año 316, y tomó Babilonia. Pero, aunque Antígono pareció convertirse en el nuevo amo de Asia, el general que había gobernado hasta entonces la ciudad de Babilonia, Seleuco, consiguió escapar de él y se refugió en Egipto junto con Ptolomeo.
En cuando a Europa, Casandro, que me imagino que no ponía precisamente velas al espíritu de su padre Antípatro, invadió Grecia para luchar contra Poliperconte. Mientras ambos se enzarzaban en suelo griego, la madre de Alejandro se las arregló para librarse del presunto rey Arrideo y de su esposa Eurídice, que era quien cortaba el bacalao en aquella pareja. Fue un error, pues la crueldad del asesinato hizo que las tropas fieles a Olimpia y al regente Poliperconte se pusieran de parte de Casandro. Cuando éste entró en Macedonia en el año 316, lo primero que hizo fue ejecutar a Olimpia.
El único «rey» que quedaba, y que ahora se hallaba en poder de Casandro, era Alejandro Ego, junto con su madre Roxana.1 Tampoco duraron mucho: en 310 Casandro se desembarazó de ambos, pues tenía la intención de convertirse en rey y no ser un simple regente. Nadie protestó por sus muertes. El recuerdo de Alejandro era un mito, pero nadie tenía el menor interés en dejarse gobernar por un hijo suyo que llevaba sangre extranjera en las venas.
En su lucha contra Poliperconte, Casandro conquistó Atenas e instauró como tirano de la ciudad a Demetrio de Falero, que gobernó durante diez años. De él podría decirse que era un tirano o déspota ilustrado. Ateniense de nacimiento, estudió en el Liceo de Aristóteles' y fue discípulo personal del gran naturalista Teofrasto. Pertenecía al entorno del general Foción, lo que quiere decir que era simpatizante de los macedonios. Eso explica que Casandro lo eligiese como gobernante de Atenas.
Durante su tiranía, Demetrio llevó a cabo muchas reformas legales y también trató de mejorar las costumbres (qué miedo me da cuando oigo esto último). Todo ello, según su biógrafo Diógenes Laercio, le valió el agradecimiento de los atenienses, que le dedicaron cientos de estatuas de bronce, muchas de ellas ecuestres o montado en un carro. ¿Culto a la personalidad? Algo me hace sospechar que la política de Demetrio no favoreció precisamente a los atenienses pobres que habían sido desposeídos de sus derechos cívicos, pero ya sabemos que en la mayor parte de la literatura clásica se consideraba «buenos» gobernantes a los que introducían «buenas» medidas para favorecer a los «buenos» ciudadanos.Y que el término agathós, «bueno» en griego, siempre se identificaba con la clase superior y sus valores.
En el año 307, otro Demetrio, hijo de Antígono, tomó Atenas en nombre de su padre. Demetrio de Falero abandonó la ciudad, y casi en ese mismo día los atenienses derribaron y fundieron todas sus esculturas salvo una, de la que ignoro por qué se salvó (la historia me recuerda a la de cierta estatua de Sadam Husein, que por cierto no se caía ni a tiros). Demetrio se refugió en Egipto, junto a Ptolomeo, y cuando le contaron lo que los atenienses habían hecho con sus efigies, respondió de forma muy filosófica: «Podrán derribar mis estatuas, pero no las virtudes por las que me las dedicaron». Como intelectual, parece que fue él quien convenció a Ptolomeo para que fundara el Museo de Alejandría y, sobre todo, la principal de sus dependencias: la Biblioteca. Por ello, sin profundizar más en lo que hizo o dejó de hacer en Atenas, le daremos las gracias.
Pero el mundo griego se había hecho mucho más grande que Atenas. La guerra de todos contra Antígono Monóftalmo -al que se llamaba así porque era tuerto- llegó a un receso en el año 311, con un nuevo reparto de poderes. Sin embargo, duró tan poco que no recargaré la memoria de los lectores con kilobytes de información innecesaria. Las luchas se reanudaron enseguida. Antígono contaba con la valiosa ayuda de su hijo Demetrio, que luego se ganaría el mote de Poliorcetes, derivado del verbo poliorkéo, «sitiar ciudades». Poner un apodo a continuación del nombre en lugar de utilizar el patronímico debía de ser una costumbre muy macedonia: en Egipto, los descendientes de Ptolomeo, que se llamaban todos de la misma forma, se distinguen gracias a sus sobrenombres, como Soter, Filadelfo, Filométor, etcétera.
En el año 307, Demetrio Poliorcetes tomó Atenas y, como hemos dicho, expulsó a su tocayo. Supuestamente restableció la democracia, lo que hizo que le concedieran honores de dios y que los atenienses sumaran a las diez tribus creadas por Clístenes otras dos a las que bautizaron con los nombres de Demetrio y su padre Antígono. Pero la asamblea ateniense no volvió a ser soberana, puesto que la misma ciudad de Atenas ya dependía de otros para la política exterior y, en buena medida, la interior. Poco a poco, Atenas quedó reducida a un símbolo cultural. Al menos le quedaba eso, gracias a las escuelas filosóficas que seguían funcionando en ella y a los monumentos que recordaban las glorias pasadas.
Al año siguiente Demetrio también logró derrotar a Ptolomeo en la batalla naval de Salamina de Chipre. Para conmemorarla, hizo esculpir varias estatuas de Nike, la diosa de la victoria, que solía representarse con alas. Antes se creía que una de ellas era la célebre Victoria de Samotracia que se exhibe en el Museo del Louvre y que, aunque ha perdido los brazos y la cabeza, todavía conserva las alas. Hoy los expertos opinan que esta obra se esculpió unos cien años después.
EL SITIO DE RODAS
Con ambas victorias,Antígono y su hijo Demetrio parecían haber derrotado a sus rivales más peligrosos, Casandro y Ptolomeo. Después de aquello, se sintieron lo bastante seguros como para proclamarse reyes y, por tanto, sucesores directos de Alejandro. Al año siguiente, 305, Demetrio se ganó su apodo de Poliorcetes, pero, curiosamente, fue durante un asedio fallido.
Aquélla fue una de las operaciones bélicas de mayor escala en la historia del mundo antiguo. Demetrio llevó a Rodas más de 350 naves, entre propias y aliadas, y además le ayudaron centenares de barcos piratas a los que tentó con el cebo del botín. El puerto de Rodas estaba protegido con torres y paredes de gran altura, y contra ellas Demetrio empleó máquinas titánicas. Además de un ariete de 50 metros de longitud, hizo construir la Helépolis, una torre de asedio cuyo tamaño jamás ha sido igualado. Su base era cuadrada y medía 23 metros de lado, lo que daría una superficie para cuatro viviendas de tamaño más que respetable. Las paredes de madera de pino y abeto iban convergiendo al subir, hasta medir nueve metros de lado en lo más alto, pues la Helépolis tenía forma troncopiramidal. Aun así, en el último piso todavía quedaría sitio para un par de estudios coquetos -léase carísimos.
Este engendro se alzaba hasta los 45 metros, tanto como un bloque de 15 plantas. En suma, era un edificio andante que se desplazaba sobre 8 ruedas macizas con llantas de hierro de más de 4 metros de diámetro. En la reconstrucción de John Warry, la Helépolis se movía merced a un enorme cabrestante en el piso inferior manejado por 200 hombres, mientras miles más empujaban por la parte trasera. En cambio, según Fernando Quesada, en la base de la torre había un entramado de vigas de madera cruzadas que servían para que los operarios empujaran desde dentro. En cualquier caso, parece que para mover aquel monstruoso artefacto hacían falta más de 3.000 hombres?
La torre tenía 9 pisos, unidos por una escalera de bajada y otra de subida, de modo que no se produjeran atascos. En cada planta había máquinas balísticas, de mayor a menor tamaño conforme se ascendía, que disparaban a través de portillos cubiertos de pieles rellenas de lana. Las de los pisos inferiores eran lanzadores de piedras, algunos de los cuales arrojaban rocas de más de 80 kilos, capaces de causar daños en la sillería exterior de las murallas. Las catapultas de la parte superior disparaban grandes flechas con una tremenda potencia de penetración que perforaban cualquier blindaje y barrían de defensores las almenas. Mientras la Helépolis castigaba las murallas con sus proyectiles, el resto de los atacantes podía concentrarse en golpear la parte baja de las fortificaciones con arietes o excavar túneles para socavar sus cimientos (túneles que los rodios contrarrestaban con sus propias contraminas).
Los Diádocos habían emprendido una auténtica carrera armamentística. Por esa misma época o acaso unos años más tarde, otro de los genera les de Alejandro, Lisímaco, hizo construir la Leontóforos, aquella nave gigantesca de la que hablamos en su momento y que tenía 1.600 remeros y 1.200 combatientes. El hecho de que se pudieran fabricar tales ingenios revela algunos rasgos de aquellos tiempos. En primer lugar, la habilidad de los ingenieros griegos y macedonios había alcanzado cotas que, habitualmente, sólo atribuimos a los romanos.Y, en segundo lugar, los reinos de los Diádocos, que se convertirían en los llamados reinos helenísticos, podían recurrir a medios humanos y materiales que habrían sido impensables para las polis de la Época Clásica. Al hacerlo, seguramente pasaban por encima de los intereses de los ciudadanos y empobrecían a mucha gente, pero tenían el poder necesario para ello y una absoluta falta de escrúpulos.
Pero, pese a estas colosales máquinas, a Demetrio no le quedó más remedio que abandonar el asedio pasado un año. Los rodios aguantaron con una tenacidad inigualable, y en el imaginario griego su resistencia se convirtió en la lucha de los ciudadanos libres contra el poder real, de la ley contra los saqueadores piratas, del respeto a los dioses tradicionales contra la hybris o soberbia de aquel hombre que con su Helépolis se asemejaba a los gigantes que quisieron tomar el Olimpo apilando montañas. Añadamos que el auxilio de los demás generales en liza que se oponían a Antígono y a Demetrio también fue clave para que éste levantara el asedio.
Cuando Demetrio renunció al sitio, dejó en los alrededores de la ciudad la mayor parte de sus máquinas. Con las piezas metálicas, los rodios construyeron una estatua de bronce de 30 metros de altura que representaba a Helios, el Sol, dios protector de Rodas: usaron el hierro para las vigas interiores y el bronce para el exterior. La estatua se levantaba en el puerto de Rodas, aunque las ilustraciones en que aparece con las piernas separadas y cada una en un espigón, de modo que los barcos pasan por debajo, son meras fantasías. El Coloso se derrumbó en el año 224 por un terremoto, y siglos más tarde los restos de bronce y hierro se vendieron como chatarra.
EL REPARTO (CASI) DEFINITIVO
En el año 301, todos los Diádocos se unieron contra Antígono y Demetrio. Además de Casandro y Ptolomeo, había allí otros generales que has ta entonces no habían participado en la guerra contra Antígono: Lisímaco, que dominaba Tracia, y, sobre todo, Seleuco.
Ya antes nombramos a Seleuco, general de Alejandro que obtuvo la satrapía de Babilonia, pero que tuvo que huir de ella y refugiarse en Egipto. Seleuco regresó en el año 312 y a partir de ese momento su mirada se dirigió hacia el este, donde no entraba en competencia con los demás generales. Así pudo afianzar su dominio en Media, Susa y Persia, el núcleo tradicional del Imperio persa.También intentó emular a Alejandro llevando a cabo una campaña en el Indo, pero allí fue derrotado por el rey indio Chandragupta, que se había hecho el amo del Punjab. Finalmente, Seleuco y Chandragupta llegaron a un acuerdo por el que el soberano Maurya se quedaba con el valle del Indo y Seleuco le cedía también tierras de Gedrosia y el este de Aracosia. Estas últimas, en realidad, se convirtieron en un colchón entre ambos reinos, pues eran desiertos casi inhabitables (recordemos que Alejandro perdió en Gedrosia más hombres que en ninguna batalla de sus largas campañas).A cambio de las cesiones territoriales, Chandragupta se comprometía a suministrar elefantes para los ejércitos de Seleuco.
            LOS ELEFANTES DE GUERRA

Como señala Fernando Quesada, el elefante era un arma de doble filo (Quesada, 2008, p. 201). Por un lado, su tamaño despertaba el pánico entre los soldados enemigos, sobre todo si no estaban acostumbrados a verlos, y también entre los caballos, a los que espantaba su olor. Pero un elefante que perdía a su conductor o que recibía muchas heridas podía descontrolarse y causar estragos en sus propias filas. Por eso, los Epígonos o sucesores de los Diádocos protegían a estos animales asignándoles tropas de infantería ligera y cubriéndoles las articulaciones de las patas con flejes de cuero o metal para evitar que les cortaran los tendones.
Había dos especies aptas para el combate. El elefante indio, con las orejas más pequeñas y el cráneo abombado, era el que había utilizado Poro en la batalla del Hidaspes, y de esa raza fueron los que llevó Seleuco al combate. Estos ejemplares podían medir hasta tres metros en la cruz, y llevaban encima varios arqueros y un conductor (los nombres técnicos de éste son cornaca, mahout o naire). Los Diádocos les añadieron piqueros con sarisas, y con el tiempo acabaron montando sobre sus lomos unas torretas de madera y cuero atadas con cadenas.
La otra especie provenía de África, pero no se trataba del gigantesco Loxodonta africana que solemos ver en los documentales sobre la sabana, pues este animal es literalmente indomable. Por aquel entonces existía una tercera especie en el norte de África, de tamaño incluso menor que el elefante indio, y que podría estar emparentada con los elefantes de bosque que todavía existen en algunas selvas ecuatoriales del continente negro. En la batalla de Rafia, en el año 217, Antíoco derrotó con sus elefantes indios a Ptolomeo y sus paquidermos africanos. El número también debió influir en el desenlace de la batalla: Antíoco tenía muchos más animales que Ptolomeo.
El uso de elefantes, torres de asedio y barcos de tamaño descomunal revela una extraña megalomanía de los soberanos helenísticos. Para ellos, el tamaño sí que importaba o, como reza nuestro refrán, «burro grande, ande o no ande». Otro ejemplo de exageración: Demetrio ordenó que le construyeran una coraza que pesaba casi 20 kilos. Al parecer, ya podían dispararle flechas incluso con catapultas de torsión, que el blindaje resistía. Sin duda, Demetrio debía de ser un hombre de gran fuerza fisica para aguantar aquel peso. Una pregunta de psiconálisis barato: ¿querrían compensar con todo esto el complejo de inferioridad que sentían ante el recuerdo de Alejandro?
El enfrentamiento entre los dos bandos se produjo en Ipso, lugar situado en el corazón de Turquía. Como era de esperar, fue una batalla a lo grande. Si hacemos caso a Plutarco, Antígono y Demetrio traían 70.000 soldados de infantería, entre ligera y pesada,' más 10.000 de caballería. En las filas de sus rivales había unas cifras similares, más reducidas en infantería, aunque a cambio de los 75 elefantes del bando antigónida los generales aliados disponían de 400.
Por supuesto, podríamos desconfiar de estas cifras como hemos hecho en otras ocasiones. Pero no muestran la desproporción habitual en otros relatos de batallas en los que, curiosamente, casi siempre ganan los que están en inferioridad de uno a diez. Además, hemos de tener en cuenta que en Ipso lucharon varios generales, cada uno con su propio ejército profesional, y que los reinos helenísticos disponían de una base de reclutamiento mucho mayor que las polis griegas de la Época Clásica.
En cualquier caso, sean más o menos correctos los números, el resultado de la batalla de Ipso fue que padre e hijo fueron derrotados.Antígono murió en el combate y su hijo Demetrio escapó como pudo del desastre.
Tras Ipso, se procedió a un nuevo reparto, que resultó algo más estable que los anteriores. Quien más beneficiado resultó fue Lisímaco, que se quedó con toda Asia Menor, además de la Tracia que ya poseía. Casandro siguió siendo el dueño de Grecia, salvo algunos lugares que quedaron en poder de Demetrio: Atenas, Corinto y varias islas. Seleuco era el amo de Asia, al menos la que no le había cedido a Chandragupta, y Ptolomeo reinaba en Egipto. Ambos, sin embargo, disputaban por la franja de Siria.
Mas las luchas no cesaron. Puedo comprender que los lectores empiecen a sentir jaqueca, porque cuando me tocó estudiar las luchas de los reinos helenísticos durante la carrera fue una pesadilla. Añadiré algunas pinceladas: a la muerte de Casandro en el año 294 Demetrio aprovechó para adueñarse de Macedonia y proclamarse rey. Pero once años después tuvo que huir ante los ataques de Lisímaco y el célebre Pirro, y se entregó en manos de Seleuco, para morir en cautiverio. Éste invadió Asia Menor y acabó con Lisímaco, y después, cuando intentaba conquistar Macedonia, lo asesinaron. Después...
¡Basta! Sólo añadiré que a partir del año 276 quedaron establecidos los tres principales reinos helenísticos, cada uno gobernado por su propia dinastía. Por fin, los generales se habían convertido en reyes. En Macedonia reinaban los Antigónidas, descendientes de Antígono Monóftalmo. En Asia, los Seléucidas, cuyos nombres se alternaban entre Seleuco y Antíoco.5 Y en Egipto los Lágidas, llamados así por Lago, el padre de Ptolomeo; aunque, como todos los soberanos se llamaron igual, solemos referirnos a ellos colectivamente como <dos Ptolomeos» o «el Egipto ptolemaico».
Con el tiempo aparecieron nuevos reinos, sobre todo a costa del territorio de los Seléucidas, que era demasiado vasto para mantenerse unido. En Asia Menor se independizaron Pérgamo, Bitinia y el Ponto. Los dos primeros acabaron aliándose con los romanos, mientras que el tercero fue su enemigo más encarnizado durante el reinado de Mitrídates VI, que combatió contra Lúculo, Sila y Pompeyo. Por otra parte, a mediados del siglo ni apareció el reino greco-bactriano, y también por esas fechas los nómadas parnos se instalaron en la antigua satrapía de Partía, de la que tomaron el nombre de partos. Éstos llegarían a fundar su propio imperio en el siglo i y se convirtieron en la principal amenaza para los romanos en Oriente.
LA SOCIEDAD HELENÍSTICA
Hablar de sociedad helenística en su conjunto es excederse en la generalización.A partir de las conquistas de Alejandro, el mundo que llamamos «griego» se multiplicó en extensión al menos por un factor de magnitud, hasta convertirse en inabarcable en todos los aspectos.
La Grecia clásica entró en una decadencia lenta, pero ya imparable. Esta vez no hablo de la crisis de los valores tradicionales, sino de hechos materiales. El país empezó a despoblarse, en parte, porque muchos de sus habitantes emigraban a nuevos centros que les ofrecían posibilidades, como Alejandría, Antioquía o Pérgamo. Es injusto hablar de decadencia de todos los griegos, pues lo que hicieron fue dispersarse por el mundo en una tercera oleada que ya no era de colonización como las de la Edad Oscura y la Época Arcaica, sino de emigración a ciudades existentes. Pero otra cosa es referirse al declive del país conocido como Grecia.
Sobre su despoblación nos hablan los autores de finales del helenismo y principios de la época romana. En el libro 36 de Polibio, que nos ha llegado en fragmentos, este historiador del siglo Ii se queja: «En nuestra época se han abatido sobre Grecia entera una natalidad muy baja y una despoblación que ha vaciado ciudades y ha ocasionado una improductividad, a pesar de que no hemos tenido guerras continuas ni Al buscar las causas, añade: «Si los hombres [...] se niegan a casarse, o bien, aunque contraigan matrimonio, rehúsan mantener a sus hijos, de los que en la mayoría de los casos aceptan uno, dificilmente dos, para criarlos regaladamente, el mal crecerá rápida e inadvertidamente. Porque de estos hijos, que son uno o dos, supongamos que a uno lo mata la guerra y al otro un mal epidémico: la consecuencia es una casa vacía». Como señala el traductor, este texto lo podría firmar un sociólogo moderno y aplicarlo, por ejemplo, a España. Pero no creo que la única explicación sea, de nuevo, una crisis de valores, sino un empobrecimiento general y cierta falta de esperanza en el futuro de los que se quedaban en Grecia. La dejadez y la decadencia son contagiosas, y ver casas abandonadas y en ruinas no debía contribuir a subir la moral ni las ganas de repoblar. Al parecer, la práctica de abandonar a los recién nacidos,' sobre todo si eran niñas, se hizo más frecuente durante el siglo iii.
En contraste con la decadencia de la patria original, el mundo de los griegos creció hasta convertirse en una enorme Kosmópolis. Cualquier griego que viajara a los reinos helenísticos podía sentirse como en su casa. Para empezar, en lugar de partir a ciegas tenía cierto conocimiento de adónde se dirigía, ya que la literatura geográfica, que ya existía en la Época Clásica, era ahora mucho más abundante.Y también mucho más precisa, pues los avances en las ciencias se reflejaban en el conocimiento de la geografia.
En Época Helenística se empezó a utilizar el principio básico de la triangulación para medir distancias. La primera aplicación conocida la llevó a cabo Aristarco en el siglo iii para calcular las distancias entre el Sol, la Luna y la Tierra. El hecho de que recurriera a la trigonometría con fines astronómicos sugiere que ya se estaba usando antes para mediciones topográficas que luego se aplicaban en la confección de mapas y tratados geográficos. Se sabe que Dicearco, discípulo de Aristóteles, se dedicó a medir montañas en Grecia, seguramente recurriendo a la trigonometría (por desgracia, tenía ciertos prejuicios sobre las proporciones que le llevaron a afirmar que ninguna montaña podía medir más de 10 estadios, o unos 1.700 metros). Este mismo Dicearco desarrolló la noción de paralelo geográfico. Eratóstenes, en su mapa del mundo conocido, ya utilizó también meridianos, aunque es de suponer que con poca exactitud, pues la longitud de un punto cualquiera es mucho más dificil de averiguar que su latitud. De hecho, no se pudo calcular con precisión hasta el siglo xviii.
ERATÓSTENES Y LA MEDICIÓN DE LA TIERRA

Eratóstenes representa el prototipo de lo que algunos llamarían «estudioso renacentista», ya que se dedicó a diversos campos del saber y destacó en todos. Pero en realidad era un producto de su tiempo, una época en que el saber alcanzó cimas que no volvería a escalar precisamente hasta el Renacimiento.
Eratóstenes nació en Cirene, que desde el siglo iv pertenecía a la satrapía y luego reino de Egipto. Tras estudiar en Atenas, se trasladó a Alejandría, donde se convirtió en uno de los principales eruditos de su Biblioteca y, con el tiempo, en su director. Debido a la variedad de sus intereses -estudios de cronología, crítica literaria, matemáticas, poesía, filosofia y geografia- fue conocido con el sobrenombre de «pentatleta», y también con el de «Beta», para indicar que en todos los campos era el segundo mejor.
Su logro más conocido es la medición de la circunferencia de la Tierra. Se basa en lo siguiente: en época de Eratóstenes, se sabía que en la ciudad de Siena -la actual Asuán- ocurría un fenómeno peculiar. El día del solsticio de verano, si alguien plantaba un palo en el suelo a mediodía podía comprobar que no proyectaba sombra.Y después de hacerlo, mejor que se metiera en casa, porque eso quería decir que el sol estaba cayendo en vertical sobre su cabeza o, lo que es lo mismo, que los rayos solares incidían sobre la Tierra en un ángulo recto.
Eratóstenes hizo el experimento de medir la sombra proyectada por un palo a esa misma hora y ese mismo día, pero en Alejandría. Para empezar, se veía sombra, lo cual demostraba que la Tierra era esférica: si fuera plana, los rayos del Sol caerían con el mismo ángulo sobre todos los puntos de su superficie. Pero eso, que la Tierra era esférica, Eratóstenes ya lo conocía: Aristóteles y otros científicos habían ofrecido argumentos muy convincentes.
Por eso mismo sabía también que, si prolongaba imaginariamente ambos palos, los dos se juntarían en el centro de la Tierra. El palo de Siena era paralelo a los rayos del Sol: por eso no proyectaba sombra. El palo de Ale jandría formaba un ángulo de 1/50 de circunferencia con los rayos del Sol, ergo su prolongación se unía con la del palo de Siena también en un ángulo de 1/50. Esas prolongaciones, en realidad, no eran otra cosa que sendos radios de la Tierra, lo cual quería decir que entre el radio de Alejandría y el de Siena había un ángulo de 1/50 del total de la circunferencia de la Tierra. (Para nosotros, 7,2 grados.)
Siguiente paso: calcular la distancia entre Alejandría y Siena, multiplicarla por 50 y obtener así la medida total de la circunferencia. Esto sólo servía si ambas ciudades se encontraban en el mismo meridiano, circunstancia que por fortuna se daba con razonable exactitud. La distancia entre ellas era conocida, unos 5.000 estadios, de modo que al final, con ciertos redondeos, a Eratóstenes le salió que la Tierra medía 252.000 estadios de circunferencia (los 2.000 estadios de más son un ajuste final que introdujo por razones que ignoramos, pero que tendrían su lógica). El razonamiento era perfecto, y dependía tan sólo de la precisión de las medidas, sobre todo la que hay entre Alejandría y Siena.Y también de la longitud del estadio utilizado, puesto que no existía un Sistema Internacional de Unidades: tan sólo sabemos que el estadio medía 600 pies, pero los pies no eran iguales en todas las ciudades. Dependiendo de la longitud, el error de la medida de Eratóstenes podría haber oscilado entre un diez y un quince por ciento, todo un logro con los sistemas de medición de la época (la circunferencia de la Tierra es de 40.000 kilómetros).
Así pues, ante los griegos de la Época Helenística se abría un mundo mucho más amplio y lleno de oportunidades. Cuando hablo de griegos en este momento, me refiero por igual a los helenos propiamente dichos y a los macedonios: con el tiempo y la distancia, las diferencias entre ellos se diluían bastante, pues veían que compartían muchas cosas en comparación con otros pueblos (es algo similar a lo que nos ocurre a los españoles cuando salimos al extranjero y nos olvidamos hasta cierto punto de nuestras diferencias internas).
Las ciudades que se encontraban en los diversos reinos helenísticos, fueran recién fundadas o ampliadas, tenían una construcción similar, con la planta rectilínea creada por Hipodamo de Mileto y edificios públicos y religiosos parecidos: templos, gimnasios, teatros. La mayor diferencia con las ciudades griegas tradicionales era el tamaño. Como ya hemos visto en varios ejemplos, en la Época Helenística todo se hacía a lo grande. Alejandría, la más conocida de estas ciudades, tenía en época de la célebre Cleopatra 300.000 habitantes libres, más un número indefinido de esclavos (Diodoro, 17, 52, 6). De ellos, la mitad podrían ser griegos -entendiendo entre éstos también a los macedonios-. Pero incluso ciudades como Seleucia o Antioquía poseían mucha más población que Atenas en su momento de mayor esplendor. Si hacemos caso a Plinio, Seleucia en época romana alcanzaba los 600.000 habitantes (Historia natural 6, 122). La verdad es que nunca conviene tomarse literalmente las afirmaciones de Plinio, pero sin duda la ciudad era enorme, y según el geógrafo Estrabón Antioquía no era mucho menor (Estrabón 16, 2, 5).
En estas gigantescas ciudades se hablaba, además, koiné, una variedad de griego que todos podían entender basada en el dialecto del Ática. Pero incluso si uno seguía viajando hacia el este y se internaba en Mesopotamia y más allá, encontraba ciudades que, sin ser de fundación griega, poseían importantes colonias helenas, de modo que el viajero se sentía en cierto modo como en su casa. Además, la koiné se convirtió en una lengua franca no sólo para los helenos, sino en general para los habitantes de todo el Mediterráneo oriental, en competencia con el arameo.
Si al lenguaje común y los reinos con estructuras y gobiernos similares les añadimos una misma moneda, es comprensible que el volumen de comercio aumentara en esta época en una escala significativa; en realidad, los diversos reinos acuñaban sus propias monedas, pero seguían el modelo de Alejandro, quien a su vez había adoptado el estándar de pesos de Atenas. Los viajes por mar no habían dejado de ser incómodos y arriesgados, pero había barcos más grandes y algo más seguros, y también mapas más fiables. Sobre todo, mejoraron los puertos, en los que se construyeron diques y espigones de mayor tamaño, así como grandes mercados contiguos a ellos. El mayor de aquellos puertos y el que más tráfico recibía era el de Alejandría, que en realidad eran dos: el Gran Puerto y el de Eunosto, separados por el Heptastádion, un dique de más de un kilómetro de longitud que conectaba la tierra firme con la isla de Faros, donde se hallaba el famoso faro que también se convirtió en una de las Siete Maravillas.
A pesar de todo lo dicho, no hay que dejarse llevar demasiado lejos por esta imagen de aparente unidad cultural. Si uno entraba en el reino de los Seléucidas y viajaba hacia el este, se alejaba cada vez más del mundo heleno, que sólo volvía a encontrar al penetrar en el peculiar reino greco-bactriano.Y si remontaba el Nilo, no tardaba en surgir ante el viajero el antiguo Egipto. Además, existía una gran diferencia entre las ciudades, donde la población griega era muchas veces mayoritaria y casi siempre dominante, y el campo. En éste, la población nativa conservaba sus raíces tradicionales, y su única participación en la política de los reinos helenísticos consistía en trabajar para vender sus productos y pagar impuestos. De nuevo, hay que tener cuidado con los rellenos de colores de los mapas. El mundo helenístico sería más bien como esas imágenes nocturnas del cielo tomadas por lanzadera espacial, donde las luces de las ciudades se ven separadas por vastas zonas de oscuridad. (La oscuridad es un símil, no un juicio de valores).
Incluso en las ciudades existían grandes diferencias entre la población griega privilegiada y una especie de proletariado urbano compuesto por nativos, inmigrantes de otras procedencias y griegos empobrecidos. Este proletariado era un signo de los nuevos tiempos: en Atenas no había llegado a desarrollarse. El resultado era que, a veces, buena parte de la población de ciudades como Alejandría dependía de los repartos de alimentos de los reyes y de los festivales que servían para llenar la panza y sentirse unidos colectivamente.
Y esos festivales eran grandiosos, como no podía ser menos.Tal vez el más exagerado se celebró en el año 275 en Alejandría, durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo. En él se rindió culto a Dioniso, y de paso a Ptolomeo 1, padre del rey, a quien se tributaron honores de dios (otra característica nueva de esta época era la deificación de algunos gobernantes). Dioniso debió de sentirse contento, y más todavía los asistentes a la gran cabalgata, pues en ella se repartieron 100.000 litros de vino, amén de soltar un enorme número de aves de corral para que los más rápidos se apoderaran de ellas y se las comieran (Fox, 2007, p. 323). En cuanto a complejos freudianos ya comentados sobre el tamaño, podría mencionar el mástil de 50 metros coronado por un enorme pene que llevaban en pro cesión, pero no creo que Ptolomeo II quisiera compensar ninguna carencia fisica: los elementos fálicos eran muy propios del culto de Dioniso, y también de otros dioses.'
En un mundo donde todo se hacía a gran escala, la tendencia al individualismo que señalamos al hablar del siglo iv se acentuó todavía más. Dentro de esos reinos inmensos, el ciudadano se convertía más bien en un súbdito que tenía obligaciones tributarias y militares hacia sus soberanos, pero que ya no participaba apenas en la toma de decisiones. Muchas escuelas filosóficas buscaban soluciones para esta desazón e intentaban aconsejar a cada persona cómo sobrevivir en un mundo enorme y hostil. Los cínicos, como Diógenes, sugerían que había que despreciar todas las convenciones. Los estoicos, en cambio, proponían la práctica de la virtud individual combinada con la búsqueda de la concordia colectiva: muchos de ellos creían en una hermandad universal, basada en que todos somos animales racionales.
¿Cómo afectaba esto a la religiosidad? A veces se ha exagerado la separación entre la Época Clásica, con sus cultos ciudadanos y colectivos, y la helenística, caracterizada por una religión más individual en busca de una satisfacción espiritual que la fe «oficial» olímpica no podía brindar. Como ya vimos, en la Grecia clásica existían cultos mistéricos que ofrecían a sus iniciados consuelo espiritual y la esperanza de una vida venturosa en el más allá. Pero es cierto que esa tendencia se acentuó en la Época Helenística. Además, el contacto con Oriente, mucho más intenso que antes, llevó a los griegos a conocer de primera mano cultos diferentes que los atrajeron por su mezcla de exotismo y espiritualidad (de nuevo, me parece que estoy hablando de nuestros tiempos). Los rituales de Isis o de la Cibeles frigia serían los adelantados de otras religiones que con el tiempo se extenderían por Occidente, como el mitraísmo -una evolución del zoroastrismo de los persas- o, por supuesto, el cristianismo.
El helenismo también fue, como era de esperar, una época de cambios en los gustos artísticos. En la literatura surgieron géneros más refinados, como la poesía culta y a veces autorreferencial de autores como Teócrito o Calímaco, o Apolonio de Rodas, creador de una épica erudita. Aunque los críticos suelen considerar que la literatura helenística se halla uno o dos peldaños por debajo de los grandes clásicos, lo cierto es que esta época tan emocional profundizó en ciertos detalles de la psicología humana más cercanos a nuestra sensibilidad. Por otra parte, la fascinación por el mundo anchuroso y desconocido que se abría a los griegos se reflejó en nuevos géneros como la novela, que mezclaba elementos románticos con viajes fabulosos, y también con la llamada «paradoxografia», o colección de relatos de rarezas y curiosidades varias (Espelosín, 2001, p. 311).
En las artes plásticas, los gustos se volvieron más extremos. Del mismo modo que los soberanos construían a lo grande y sin ninguna mesura, los artistas trataban de plasmar las emociones sin someterlas al control de otras épocas. Las esculturas reflejaban estados psicológicos exagerados, y el retrato se volvió más realista aunque lo representado no tuviera ninguna belleza.
El ejemplo típico del arte helenístico es el grupo escultórico de Laocoonte y sus hijos, que se ven atacados por serpientes marinas cuando el padre se opone a que los troyanos introduzcan el caballo en la ciudad. Los rasgos se ven crispados de dolor, la musculatura tensa, abultada y retorcida, la composición sometida a un violento escorzo: todo muy del gusto de una época que buscaba emociones fuertes. Debo añadir que para estudiar el Laocoonte conviene fijarse sobre todo en la figura central, ya que los supuestos niños en realidad son adultos a pequeña escala. Era éste un defecto bastante generalizado del arte griego, que representaba a los niños como señores pequeñitos. Puede que se tratara de una convención artística, o que no se molestaran en fijarse en que los críos son realmente muy cabezones y la proporción de los rasgos faciales con respecto al resto del cráneo es diferente a la de los adultos. (Aunque venga al caso muy de refilón, sobre las proporciones de los rasgos infantiles y su influencia en nuestros sentimientos de protección hay un capítulo delicioso en El pulgar del panda, de Stephen Jay Gould, que recomiendo a los lectores).
LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA Y LA CIENCIA HELENÍSTICA
Los grandes símbolos de la cultura helenística fueron el Museo de Alejandría y la gran biblioteca, conocida a veces simplemente como «la Bi blioteca» con mayúscula. Aunque los orígenes del museo no están demasiado claros, se cree que fue Ptolomeo 1 Soter («salvador») quien lo fundó, aconsejado por el ex tirano y erudito ateniense Demetrio de Falero. Como general de Alejandro, Ptolomeo era un hombre de acción y un hábil político que supo renunciar a las aventuras imperialistas de los demás Diádocos para concentrarse en Egipto. Sus únicas ambiciones fuera del país del Nilo eran la costa de Siria, una franja de seguridad que le protegía de invasiones, y la isla de Chipre, rica en minerales.
Pero Ptolomeo también poseía una sólida formación intelectual -no en vano había estudiado con Aristóteles- e inquietudes culturales. Él mismo ejerció de literato y escribió una historia del reinado de Alejandro. Aunque el texto se perdió, podemos conocer más o menos su contenido, ya que fue la fuente principal de la Anábasis de Arriano, y también adivinar su intención: elogiar a Alejandro y hacerse propaganda a sí mismo. Antes de criticarlo, pensemos que los textos que redactaban o hacían redactar sus predecesores en el trono, los faraones egipcios, eran mucho menos objetivos que lo que pudo escribir Ptolomeo.
No se sabe con certeza dónde estaba el Museo, pero debía encontrarse cerca del palacio real. Su nombre derivaba de «Musa», ya que se trataba de un centro de estudio y aprendizaje consagrado a las Musas, las nueve hijas de Zeus y Mnemósine (la Memoria) que patrocinaban las artes y las ciencias. El Museo no tardó en atraer a intelectuales de todo el mundo griego. Ptolomeo no sólo se encargaba de su manutención, sino que además les pagaba un sueldo bastante generoso y ponía a su servicio todos los medios posibles para que llevaran a cabo sus estudios, sin obligarles por ello a dar clases. ¡El sueño de un erudito!
En el Museo había alojamientos para los miembros que de él se ocupaban (que llegaron a ser un centenar en los mejores momentos), observatorios para los astrónomos, un gran comedor para celebrar banquetes en los que se discutía de todo, una gran sala con asientos para lecturas y conferencias públicas y, al estilo del Liceo, un Perípato o paseo sombreado por hermosos árboles para aquellos sabios que prefirieran, como Aristóteles, dictar sus lecciones caminando. También había un jardín zoológico construido por Ptolomeo II Filadelfo en el que se alojaban animales exóticos, siguiendo la afición tan helenística por todo lo remoto y extraño.
Y, por supuesto, los miembros del Museo tenían a su disposición la Biblioteca. La intención de Ptolomeo era recopilar todo el saber de su tiempo, para lo que envió a sus agentes a comprar o pedir libros prestados a lugares como Atenas o Rodas. Los atenienses exigieron 15 talentos como fianza por las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides, pero Ptolomeo prefirió devolverles una copia y perder ese dinero a cambio del honor de guardar los originales en Alejandría. Se cuenta también que todo barco que llegaba al puerto de esa ciudad llevando libros entre su cargamento tenía que dejarlos para que los copiaran en la Biblioteca, que se quedaba con el original y devolvía la copia. La Biblioteca llegó a poseer cerca de 500.000 volúmenes, que equivaldrían a unos 100.000 libros modernos.
Me explicaré. En aquella época, los libros eran rollos de papiro, un material que en Egipto no escaseaba precisamente. Los rollos se fabricaban encolando una serie de hojas de tallo de papiro, pero cada uno tenía un límite de 6 a 8 metros, más allá del cual se hacía inmanejable. Por ese motivo, obras tan extensas como las Historias de Heródoto debían dividirse en varios volúmenes (nueve en este caso), lo que significa que el medio millón de rollos no se correspondía con otras tantas obras independientes, pues había muchas que abarcaban varios papiros. Además, muchas de las obras estaban repetidas: todavía no existía tanta producción literaria como para 100.000 títulos diferentes (ahora, sólo en España se publican más de 60.000 al año).
Cada rollo recibía el nombre de biblíon o libro, derivado de byblos, «papiro».9 El nombre «volumen» también guarda relación con la forma de los primeros libros, pues deriva de volvo, «girar, dar vueltas», debido a que los papiros se enrollaban sobre varillas a modo de ejes. En cuanto a «libro», procede de la misma raíz que el inglés leaves, «hojas». Originalmente se refería a la parte interior de la corteza del árbol, uno de los primeros materiales que los romanos usaron para escribir (es el mismo sentido que tiene la palabra líber en español).
La Biblioteca era también un centro de investigación de varias disciplinas. Allí nacieron, por ejemplo, la crítica textual y la filología. Los estudiosos querían asegurarse de que los textos que guardaban en la Biblioteca eran los auténticos, tal como los habían compuesto sus autores, y para ello debían depurar cuidadosamente los libros y limpiarlos de erro res y añadidos posteriores. El primer interés de todos estos filólogos fue reconstruir el texto original de Homero a partir de las numerosas copias que tenían en la Biblioteca. En esa labor destacaron eruditos como Zenódoto, Aristófanes de Bizancio o Apolonio de Rodas. También el poeta Calímaco, que además compiló el primer catálogo de la Biblioteca, los Pínakes (literalmente «tablas», de donde viene «pinacoteca»). Dicho catálogo agrupaba los libros por géneros y categorías, los ordenaba en orden alfabético y añadía una breve biografia del autor y las primeras palabras del texto. Criterios que parecen razonables, pero que entonces se estaban inventando; por no hablar de lo ingente de aquella labor. Muchos de los signos críticos, e incluso de puntuación, provienen de esa época.
La Biblioteca no sólo era «de letras», tal como la entendemos hoy con nuestras categorías culturales y educativas un tanto estrechas, sino también «de ciencias». En ella trabajaron o por ella pasaron el matemático Euclides, cuyos Elementos siguieron siendo libro de texto hasta hace poco; los médicos Herófilo de Calcedón y Erasístrato de Ceos (ambos fueron los primeros en diseccionar cadáveres, y el segundo formuló una teoría tentativa sobre la circulación de la sangre); el ingeniero Ctesibio (inventor de máquinas hidráulicas y de aire comprimido); el astrónomo Aristarco de Samos; el polifacético Eratóstenes de Cirene y, por supuesto, Arquímedes de Siracusa, acaso el mayor genio de la Antigüedad.
Arquímedes, que formuló el célebre principio de hidrodinámica que lleva su nombre y se aproximó al concepto de cálculo integral, fue también un extraordinario ingeniero. Sus máquinas de guerra contuvieron durante dos años a los romanos en el asedio de Siracusa. Se le atribuye la invención de los llamados «espejos ustorios», que reflejaban y enfocaban los rayos de sol sobre los barcos enemigos de tal manera que prendían fuego a sus velas y a su maderamen. Siempre se ha discutido si esta especie de rayo láser de la Antigüedad era factible o no. En el año 1973, el griego loannis Sakkas, ingeniero y experto en energía solar, llevó a cabo un experimento en Atenas con resultado positivo. Pero su blanco era la silueta de un trirreme de contrachapado, untado además con brea. En 2006 pude ver otro experimento en el popular programa Cazadores de mitos, y esta vez los espejos ustorios alcanzaron menos éxito. Como señalaban los presentadores del programa, los antiguos disponían de otros medios para prender fuego a los barcos enemigos, como flechas incendiarias. Pero, si en verdad Arquímedes llegó a fabricar esos espejos, no habría que desdeñar el efecto psicológico de un arma que actuaba a distancia y casi de forma mágica.
ARISTARCO, PRECURSOR DE COPÉRNICO

Aristarco (310-230, fechas aproximadas) desarrolló el primer sistema heliocéntrico. La razón es que calculó por procedimientos trigonométricos las distancias entre el Sol, la Luna y la Tierra, y aunque se quedó muy corto por falta de precisión en las mediciones, dedujo acertadamente que el Sol era mayor que la Tierra. Como no le parecía lógico que un cuerpo mayor girase alrededor de otro menor, propuso la hipótesis de que era la Tierra la que daba vueltas alrededor del Sol, junto con el resto de los planetas.
Su teoría no fue aceptada por otros científicos de la época, como Arquímedes (gracias al cual conocemos la teoría de Aristarco), porque no explicaba las observaciones tan bien como el modelo geocéntrico desarrollado por aquel entonces. Una de las claves radicaba en la paralaje, o «cambio aparente de la posición de un objeto visto sobre un fondo más distante, cuando se cambia el punto de observación», según el diccionario Larousse. Por poner un ejemplo: si ahora levanto mi dedo índice ante la pantalla del ordenador (o el lector hace lo mismo delante del libro) y guiño alternativamente los ojos, con el izquierdo no veo «los ojos» y con el derecho, en cambio, no veo «alternativamente», porque me lo tapa el dedo. En eso consiste la paralaj e. Ahora bien, si mi ojo izquierdo es la Tierra en verano a un lado del Sol y mi ojo derecho la Tierra en invierno al otro lado, el «dedo» que hay delante, en este caso alguna estrella, debería tapar o al menos acercarse visualmente a las letras del fondo, que en este caso serían otras estrellas más lejanas.
Pues bien, los astrónomos griegos no observaban esta paralaje. Eso significaba para ellos que la Tierra, el punto de observación, no cambiaba, ergo que estaba quieta... en el centro del Universo.
¿Qué argumento de defensa podía tener Aristarco? Que las estrellas estaban muy lejos, incluso las más cercanas, de tal manera que la paralaje era tan mínima que no se podía observar.Y llevaba razón.Ahora se sabe que, si una estrella está a un pársec de distancia, o sea, a 3,26 años luz de la Tierra -casi 31 billones de kilómetros-, la diferencia de posición que observamos desde puntos opuestos de nuestra órbita es de dos segundos de arco. En otras palabras, en el firmamento esa diferencia de posición es mis o menos una milésima del tamaño aparente de la Luna. Imposible de apreciar con los instrumentos que tenían los griegos. ¡Y hablamos de las estrellas más cercanas!
Es decir, que si casi nadie aceptó la hipótesis de Aristarco no fue por oscurantismo ni prejuicios religiosos, sino por razones que en aquel momento parecían científicas. Lo que no obsta para que tuviera una intuición genial, y perfectamente razonada.
La Biblioteca y el Museo vivieron siglo y medio de esplendor. Después, en el año 145, se produjeron graves disturbios sociales en Alejandría, lo que provocó que algunos intelectuales como Aristarco emigraran a parajes más seguros. A cambio, florecieron otras bibliotecas helenísticas, como las de Rodas, Antioquía o Pérgamo. Esta última llegó a la respetable cifra de 200.000 volúmenes, y de su nombre deriva el latino pergamena, pues se contaba que, por falta de papiros -se ve que la competencia egipcia los cobraba muy caros-, empezaron a usar pieles alisadas y tensadas. En realidad, la piel como material de escritura ya se había utilizado mucho antes, pero el nombre de Pérgamo quedó para siempre vinculado al pergamino.
La Biblioteca, no obstante, siguió funcionando. A lo largo de su historia sufrió varias destrucciones más o menos parciales. Después de un saqueo durante los disturbios del año 145, se cuenta que ardió accidentalmente en el año 48 por culpa de un enfrentamiento entre los soldados de Julio César y los de Ptolomeo XIII, hermano y rival de Cleopatra. En realidad, parece que lo que se incendió fue un almacén de libros cercano al puerto, y no la propia Biblioteca. Aun así, podrían haberse quemado hasta 40.000 volúmenes. Es posible que la Biblioteca entera ardiera en el año 273 d.C., en el incendio que se produjo cuando el emperadorAure llano reconquistó Alejandría, que había caído en poder de Zenobia, la reina rebelde de Palmira.
En 391 d.C., el emperadorTeodosio, tipo tolerante donde los hubiera, ordenó acabar con todos los templos paganos y abolir sus rituales. Teófilo, patriarca de Alejandría, llevó a cabo su orden destruyendo el Serapeo, una dependencia de la Biblioteca que todavía existía y en la que se conservaban decenas de miles de ejemplares. No obstante, es posible que sacaran los libros antes. En cualquier caso, el papiro acaba descomponiéndose con el tiempo, así que los volúmenes de la Biblioteca se habrían reducido a polvo. Sólo nos han llegado algunos que se han conservado en lugares extraordinariamente secos, como las arenas de Oxirrinco, al oeste del Nilo.
Hay una última historia muy conocida sobre la Biblioteca. En el año 642, los musulmanes tomaron Alejandría. Cuando los soldados le preguntaron al califa Omar qué hacían con los libros, él contestó: «Los libros que contradicen el Corán son blasfemos, y los que están de acuerdo con él son superfluos. ¡Quemadlos todos!». La anécdota encaja muy bien con fundamentalistas de todo tipo, no sólo islámicos, pero con toda seguridad es falsa.
ROMA ENTRA EN ESCENA
Griegos y romanos llevaban tiempo ya manteniendo relaciones en Italia, a veces amistosas y otras no tanto. Desde finales del siglo iv, Roma, que andaba en guerras con sus vecinos samnitas, intensificó su influencia en Campana. En esta fértil comarca que rodeaba al Vesubio había ciudades griegas, como Neápolis, que cayeron bajo la órbita romana. Poco a poco, la república avanzó hacia el sur y empezó a inmiscuirse en los asuntos de la Magna Grecia, donde ciudades como Crotona o Regio se convirtieron también en satélites de Roma. Por aquel entonces, la polis más poderosa de la zona era Tarento. Los tarentinos estaban preocupados por el avance de Roma, pero aunque eran descendientes lejanos de los partheníai espartanos, estaban muy lejos de poseer sus virtudes bélicas. Como preferían que otros hicieran la guerra por ellos, decidieron llamar en su ayuda a todo un personaje: Pirro, rey de Epiro.
Como miembro de la casa real de Epiro, Pirro era pariente de Olimpia y de Alejandro. Sus inicios no habían sido fáciles: aunque lo nombraron rey con doce años, fue derrocado poco después. Durante un tiempo luchó como mercenario a las órdenes de su cuñado Demetrio Poliorcetes, en cuyo bando combatió en la gran batalla de Ipso cuando tenía dieciocho años. En 297 recuperó el trono, pero el gusanillo de la guerra se le había quedado en el cuerpo y no cesó de embarcarse en aventuras bélicas. Los tarentinos no podían haber elegido mejor a su paladín.
Tras una travesía procelosa en sentido literal, pues una tormenta se abatió sobre su flota en el mar Jónico, Pirro se presentó en Tarento con 25.000 soldados de infantería, 3.000 de caballería y, para no ser menos que otros soberanos helenísticos, 20 elefantes. Con ellos se dirigió a Heraclea, a un par de jornadas de camino de Tarento. Cuando vio de lejos el campamento romano, organizado con tanto orden, se sorprendió y preocupó hasta tal punto que le dijo a un amigo: «Este campamento de bárbaros no es de bárbaros, Megacles». Un comentario premonitorio para el destino de todos los griegos. Se habían topado con el peor de los enemigos, un rottweiler que cuando mordía algo ya no abría las mandíbulas.
La primera batalla entre Pirro y los romanos se libró en Heraclea. Las tropas griegas vencieron tras un combate muy duro en el que los elefantes consiguieron espantar a la caballería enemiga. Pero Pirro perdió a más del diez por ciento de sus hombres, una proporción más que considerable para un vencedor, y entre ellos a muchos de sus soldados y oficiales más valiosos. Además, cuando envió a Roma a su embajador Cincas (un consumado orador que había estudiado con Demóstenes), se dio cuenta de lo obstinados que eran los romanos, que se negaron a aceptar cualquier propuesta de paz a pesar de la derrota.
Pirro intentó avanzar hacia Roma, pero tuvo que retroceder, pues incluso ciudades de origen griego como Néapolis y Capua le negaron su apoyo. Debió de empezar a comprender entonces, si no lo había hecho antes, que había dado con un hueso demasiado duro de roer. Al año siguiente volvió a derrotar a los romanos en Áusculo. Fue una batalla durísima que duró dos días. Pero aunque Pirro infligió 6.000 bajas al enemigo, él perdió 3.500 hombres. Es célebre su comentario: «Si ganamos otra batalla como ésta a los romanos, estamos perdidos», del cual procede la expresión «victoria pírrica».
Al año siguiente, frustrado por la falta de avances en su guerra contra Roma, Pirro aprovechó una llamada de los siracusanos, que insistían en su sempiterna lucha contra los cartagineses. En Sicilia combatió con más éxito, pero tampoco pudo expulsar a los púnicos de su enclave en la parte oeste de la isla. En el año 275 los tarentinos volvieron a reclamarlo a Italia, y Pirro se enfrentó contra los romanos por tercera vez en Benevento. En esta ocasión fue derrotado claramente, pero se le puede disculpar, ya que tenía menos soldados y menos elefantes que en Heraclea y Áusculo.Además, los romanos habían aprendido a combatir contra los paquidermos y consiguieron que éstos se desmandaran y causaran más daño entre las filas propias que entre las enemigas. Pirro decidió que aquella orilla del mar jónico no era buena para su salud y regresó a Grecia, a luchar por diversas causas perdidas.
Para los romanos, derrotar a Pirro supuso también una victoria propagandística. De pronto, el resto del mundo griego se dio cuenta de que había un chico nuevo en el barrio, y además bastante matón. En el año 273, Ptolomeo II Filadelfo10 envió una embajada a Roma y, en reciprocidad, varios enviados romanos visitaron Alejandría. El poeta Calímaco escribió un poema protagonizado por un romano, y el polifacético Eratóstenes redactó un tratado muy elogioso sobre el sistema de gobierno de la Ciudad Eterna.
¿Qué ocurrió con Pirro? Su final no fue tan heroico como le habría correspondido a un guerrero de su talla. En el año 272 estaba peleando en Argos contra las tropas de Antígono Gonatas, rey de Macedonia. La lucha pasó a las calles y se convirtió en un caos, agravado por sus propios elefantes (este hombre no escarmentaba con los paquidermos). En cierto momento Pirro se trabó en combate singular contra un ciudadano argivo, que obviamente llevaba las de perder ante un adversario tan formidable como el rey de Epiro. Pero la madre del argivo en cuestión, una anciana, al ver a su hijo en peligro levantó una teja con ambas manos y la dejó caer sobre Pirro, con tan buena puntería que le rompió las vértebras y el rey se desplomó del caballo. Quedó inmovilizado y después un soldado le cortó la cabeza. Cuando se la llevaron a Antígono, éste lloró por aquel héroe caído que ahora era su enemigo, pero que antaño había combatido en el mismo bando de su padre.
La guerra contra Pirro fue el primer enfrentamiento entre falanges y legiones. Desde entonces, Roma empezó a mirar de otra forma al otro lado del Adriático, y no tardó muchas décadas en entrometerse en los asuntos del mundo helenístico en general y de Grecia en particular. No obró así porque tuviera un plan magistral para dominar el mundo (ahora vendría bien un efecto sonoro de carcajadas diabólicas). En realidad, era casi imposible que Roma trazase planes a muy largo plazo, pues el poder se hallaba muy repartido entre las diversas magistraturas -que además eran anuales- y los clanes de la nobleza, tanto la patricia como la de nuevo cuño. Debido a esto, la continuidad en las acciones de los romanos era muy relativa.
Sin embargo, aunque no podamos decir que los romanos llevaran inscrito en su programación genética el lema «tenemos que conquistar el mundo», podemos apreciar ciertas tendencias en su política que los llevaron a implicarse cada vez más en Grecia.
En primer lugar, los romanos querían garantizar su propia tranquilidad y seguridad. En el siglo iv habían visto cómo los galos de Breno saqueaban su ciudad. En el año 280 el ejército de Pirro había puesto en peligro su supremacía en el sur de Italia. En 217 sufrieron otra invasión desde el norte, y durante un breve y aterrador momento, tras el desastre de Cannas, la amenaza de que la propia ciudad de Roma volviese a ser atacada fue muy real. Desde entonces, a los romanos les quedó claro que era mucho mejor que fuesen ellos quienes invadieran otros países y mantuvieran intacto el suelo itálico. Así lo comprendió el cónsul Sulpicio cuando en el año 200, con ocasión de la Segunda Guerra Macedónica, advirtió a sus compatriotas: «No se trata de elegir entre la paz y la guerra, sino de saber si llevaremos nosotros nuestras legiones a Grecia o recibiremos al enemigo en Italia». Llegado el momento de decidir el escenario de una guerra, los romanos lo tenían claro: que sufrieran las ciudades y los campos del enemigo, no los suyos.
La seguridad no era la única razón para interesarse por el presente y el futuro de los griegos. Los romanos sentían admiración por Grecia, que con el tiempo se convirtió en un interesante destino de turismo cultural. Sus clases altas empezaban a viajar, y pronto los hijos de los aristócratas se educarían en las escuelas de filosofía y retórica de Atenas o Rodas. Además, el amor por la cultura helénica podía adoptar una forma más codiciosa: los generales que combatían en Grecia aprovechaban para llevarse sus antigüedades, como harían otros occidentales muchos siglos después.
Aparte del expolio cultural, también estaba la razón del saqueo puro y duro. Cuando llegaban a lo más alto del cursus honorum, los magistrados podían obtener mandos en el extranjero, y el botín les compensaba de sobra por todo el dinero invertido hasta entonces en sus campañas electorales. Cierto es que la empobrecida Grecia no ofrecía grandes riquezas. Pero era la puerta de Oriente, donde sí las había en abundancia.
La primera ocasión de poner los pies (y las manos, sobre todo) al otro lado del mar se les presentó a los romanos en 229. Los piratas de Iliria, una región situada en la actual Albania, realizaban correrías por todo el Adriático con patente de corso de su reina Teuta. Las ciudades atacadas, como Epidamno o Apolonia, y también las islas de Corcira y de Isa, pidieron ayuda a Roma. Ésta mandó embajadores a Teuta, pero la reina los hizo ejecutar. Tamaña insolencia provocó la primera guerra ilírica ese mismo año, seguida por otra entre 221 y 219. Como resultado, las ciudades mencionadas se convirtieron en protectorado de Roma.
Apenas acabadas estas guerras, Roma se vio sumida en otra mucho mayor. En el año 218,Aníbal cruzó los Alpes con su ejército e infligió una derrota tras otra a las legiones de la república. La más estrepitosa fue la de Cannas, donde Roma perdió a más de 30.000 hombres. Aprovechando ese momento, el rey macedonio Filipo V firmó una alianza con Aníbal. Por el tratado, Filipo se comprometía a expulsar a los romanos de Iliria y a enviar sus falanges a Italia. Roma no podía permitirlo, pues estaba en juego su supervivencia, de modo que se alió con la Liga Etolia.
LA SITUACIÓN EN GRECIA A FINALES DEL SIGLO III
Antes de proseguir con los romanos, conviene saber en qué situación se hallaba la Grecia cuyo suelo se disponían a pisar. Hemos hablado de la Liga Etolia. Desde el siglo iv se habían formado confederaciones de ciudades que comprendían cada vez más miembros, ya que la única forma de enfrentarse a los poderosos estados helenísticos era que varias ciudades -y también tribus en el caso de los etolios- unieran sus recursos. La Liga Aquea dominaba el norte del Peloponeso, mientras que la Etolia ocupaba Grecia central, incluyendo Delfos.
En comparación con estas confederaciones, las grandes ciudades de antaño iban decayendo poco a poco. En Atenas, como ya comentamos, la democracia fue abolida en el año 322, y luego la ciudad disfrutó o sufrió, según sea el punto de vista, los diez años de la tiranía de Demetrio de Falero. Teóricamente la democracia se restableció en 307, pero cada vez se apartaba más de sus esencias y se parecía más a una oligarquía. Además, tenía que soportar de forma periódica el dominio macedonio, que se plasmaba en guarniciones militares: mal podía haber una soberanía del pueblo en Atenas cuando ésta no era soberana de sí misma. Aunque de vez en cuando los atenienses conseguían librarse de los macedonios, volvían a caerles encima como un pesado yugo. La asamblea se reunía y el consejo seguía funcionando, pero el senado aristocrático del Areópago, una reliquia del pasado a la que Demetrio de Falero había recurrido para reforzar la moral de la ciudad, recuperó competencias judiciales e incluso legislativas.
En cuanto a Esparta, durante el siglo iv conoció un breve resurgir con los reyes Agis IV y Cleómenes III. Cuando el primero llegó al trono en el año 244, sólo quedaban 700 espartiatas. El sistema social que relacionaba la posesión de la tierra con la participación en los banquetes comunales y el ejército se había roto. La mayor parte de la tierra que no pertenecía a los periecos estaba en manos de mujeres, una tendencia que ya había señalado y criticado Aristóteles un siglo antes. En concreto, la abuela y la bisabuela de Agis eran las mujeres más ricas de Esparta. Ahora la mayoría de los espartanos eran hypomeíones o «inferiores»; según Plutarco, una multitud de indigentes.
Tal vez el autor de las Vidas paralelas exagerara, pero la situación era grave. ¡Que nadie me salte al cuello antes de tiempo! No lo digo porque las mujeres poseyeran las tierras, sino porque eran muy pocas mujeres (y hombres) quienes las poseían y había una gran masa de pobres. Agis intentó llevar a cabo las reformas revolucionarias que los más humildes He vaban tanto tiempo pidiendo en muchas ciudades griegas: la abolición de las deudas y un nuevo reparto de tierras. Precisamente las medidas prohibidas por los estatutos de la Liga de Corinto aprobados en tiempos de Filipo de Macedonia.
Agis consiguió derogar las deudas, pero no pudo llevar a cabo la reforma agraria.Y no sería porque no lo intentó con todas sus fuerzas. Llegó al extremo de desterrar al rey Leónidas, su colega, e hizo algo aún más inaudito en Esparta al destituir a los cinco éforos nombrados aquel año. Pero mientras se encontraba fuera, combatiendo junto con sus aliados de la Liga Aquea, Leónidas regresó a Esparta y se hizo con el poder. Cuando Agis regresó, los éforos lo condenaron a muerte y fue ejecutado. Como ya sabemos, los lacedemonios no sentían el menor prurito por cargarse a sus reyes. Para más inri, Leónidas obligó a Agiotis, viuda del difunto rey, a casarse con su hijo Cleómenes.
Pero cuando Leónidas murió y le sucedió Cleómenes, éste, que debía de ser una especie de hijo contestatario, volvió a insistir en las reformas de Agis. Tal vez influyó en ello su esposa, con la que se llevaba muy bien a pesar de aquel matrimonio tan irregular. Cléomenes siguió adelante con la reforma agraria y repartió 4.000 lotes de tierras entre los periecos y ciudadanos empobrecidos, lo cual creó automáticamente otros tantos espartiatas. Además, reinstauró el régimen educativo de Licurgo y los banquetes en común, y también reorganizó el ejército.
Todo aquello podía suponer un resurgir del poder militar de Esparta, algo que no interesaba a las otras potencias, de modo que la Liga Aquea y el reino de Macedonia se revolvieron contra ella. Aunque Cleómenes liberó a 6.000 hoplitas para engrosar las filas de su ejército, en la batalla de Selasia sólo pudo oponer 20.000 soldados a los 30.000 de Antígono III. Éste no se conformó con derrotar a Cleómenes, sino que avanzó hasta Esparta y la tomó. Ni siquiera Epaminondas se había atrevido a tanto, ya que en su incursión por Laconia se había limitado a saquear los alrededores de la ciudad.Ahora,Antígono obligó a Esparta a entrar en la Liga Helénica y la sometió a un gobernador macedonio.
Cleómenes no corrió el destino habitual de los reyes y generales derrotados, pues no murió en el campo de batalla. Tras la derrota, logró escapar a Egipto, donde se acogió a la protección de Ptolomeo III. Pero cuando éste murió, su sucesor Ptolomeo IV lo encarceló. El ex rey de Esparta logró huir e intentó organizar una revuelta en Alejandría, pero al no tener éxito se suicidó junto con sus seguidores, anticipando lo que hizo el escritor japonés Yukio Mishima en 1970. Antes de morir, Cleómenes declaró: «No es extraño que las mujeres gobiernen a unos hombres que renuncian a la libertad». El comentario suena machista, pero cualquiera que lea la biografia que le dedicó Plutarco comprobará el gran respeto que Agis sentía por su esposa Agiotis y su madre Cratesiclea. Quien, por cierto, fue ejecutada en Alejandría después de la muerte de su hijo y murió con gran dignidad, demostrando ser una madre lacedemonia a la antigua usanza. En cierto modo, la última, pues había dado a luz al hombre al que muchos consideraron el último espartano.
FINAL ROMANO
Entre los años 215 y 205 se libró la Primera Guerra Macedónica. Roma no pudo implicarse en serio, pues estaba combatiendo a la vez en Italia, Hispana -ahora que hay romanos de por medio sí podemos llamarla así- y Sicilia. Pero su ayuda a la Liga Etolia bastó para que Filipo V no pudiera enviarle tropas a Aníbal. En el año 206 los etolios, quejosos de que los romanos no les mandaban tropas, firmaron la paz por su cuenta con Filipo. Roma hizo lo mismo en 205.
Apenas unos años más tarde la situación había cambiado radicalmente. Italia se verá libre de invasores y Siracusa había caído en poder de los romanos pese a los artefactos de Arquímedes, con lo que la principal ciudad griega de Occidente perdió definitivamente su independencia. En 202, con la victoria de Zama en suelo africano,Aníbal había dejado de ser un enemigo. En Roma debieron frotarse las manos pensando que era hora de cobrarse las deudas con personajes como FilipoV,, que había prestado su ayuda a los cartagineses cuando pintaban bastos para los romanos.
Aun así, Roma no se lanzó directamente a la acción, sino que realizó gestiones diplomáticas con otros estados, como Rodas, Atenas y el reino de Pérgamo; con este último entablaría una alianza duradera. Para ello, les vendió a todos la idea de que pretendía evitar el imperialismo mace donio tanto en el Egeo como en el resto de Grecia. La intención de Roma era aislar a Filipo V, y prácticamente lo consiguió.
La batalla decisiva de esta guerra, y tal vez la más importante de todos los conflictos entre romanos y griegos, se libró en Cinoscéfalas en el año 197. Al mando de las tropas romanas se encontraba el cónsul Tito Quinto Flaminino, un filoheleno que conocía muy bien los entresijos de la política griega. Traía con él cuatro legiones -dos romanas y dos de aliados, como era habitual-, más tropas de la Liga Etolia. En total, sus fuerzas sumaban unos 25.000 soldados de infantería y 2.600 de caballería. Por el otro bando, Filipo V mandaba unas fuerzas de infantería ligeramente inferiores, cuyo núcleo lo constituían los 16.000 macedonios formados en batallones de sarisas, y 3.000 jinetes.
La batalla empezó con enfrentamientos entre tropas ligeras y caballería en un terreno alto, la colina de Cinoscéfalas, donde la vanguardia de Filipo había llegado entre la niebla sin ver que más allá estaba el campamento de Flaminino. Al principio los romanos llevaron la mejor parte, pero después la caballería macedonia y las tropas mercenarias los desalojaron de las alturas, aunque sin causarles grandes daños. Filipo no quería luchar ese día, porque el terreno, bastante escarpado, no le parecía favorable. Pero sus hombres le insistieron en que los romanos estaban huyendo, de modo que mandó salir al grueso de sus tropas de la empalizada donde estaban acampados. No era raro en la Antigüedad que un general se viese obligado a entrar en batalla por el excesivo entusiasmo de sus hombres.
El rey macedonio asumió el mando del ala derecha de sus tropas y subió la colina. En cuanto llegó a las alturas, ordenó a sus hombres que se desplegaran, mientras la otra mitad del ejército, dirigida por su oficial Nicanor, ascendía por el mismo sendero: esta descripción ya nos da idea de que eran parajes estrechos, poco aptos para esos despliegues.
Desde arriba, Filipo vio que sus mercenarios y sus tropas ligeras, que tan alegremente se habían lanzado a perseguir a los romanos, ahora habían chocado con la legión y estaban en apuros. Para auxiliarlos, antes de que llegaran los batallones que faltaban, ordenó a sus hombres que doblaran la profundidad de las filas, enristraran las sarisas y bajaran hacia los romanos. Por su parte, Flaminino recibió entre los huecos de sus manípulos" a sus tropas ligeras y se lanzó también a la carga.
Al principio, el ala derecha de Filipo llevó las de ganar. La cuesta por la que bajaban debía de ser más lisa, por lo que podían cerrar filas, y además se encontraban en terreno más elevado que los enemigos, algo que siempre supone una ventaja.
Mientras, el ala izquierda macedonia acababa de aparecer sobre lo alto de la colina, subiendo por unidades en orden de marcha. Flaminino, que veía perdido el combate en su propio flanco izquierdo, tomó a las legiones de la derecha y cargó colina arriba contra la falange de Nicanor, que aún no se había desplegado en orden de batalla y ofrecía muy poco frente de picas. El cónsul llevaba además algunos elefantes que pusieron en fuga a los macedonios. Lógicamente, los que todavía venían por el sendero de la cara norte de la colina, al ver que sus compañeros daban la vuelta y decían pies para qué os quiero, hicieron lo propio.
Tras desbaratar la (no) formación del flanco izquierdo macedonio, los legionarios del flanco derecho se lanzaron en persecución de los enemigos que huían. Hasta aquí, ambos bandos habrían quedado empatados, porque en el otro sector de la refriega Filipo estaba haciendo retroceder a los romanos y había puesto en fuga a unos cuantos. Pero un tribuno militar que estaba en el ala de Flaminino, aunque no demasiado lejos de la otra zona de combate, pensó que con los 20 manípulos (unos 2.500 hombres) que tenía a sus órdenes en aquel momento podría hacer algo más útil por la causa romana que unirse a la persecución. De modo que mandó a sus legionarios volverse hacia la izquierda, donde las falanges de Filipo, que se habían adelantado mucho, prácticamente les estaban dando la espalda. «Y, como la operación de la falange macedonia no le permite girar sobre sí misma ni entablar combates individuales, el tribuno en cuestión fue acosando y matando a los que tenía a su alcance, que no podían defenderse, hasta que al final también aquí los macedonios se vieron obligados a tirar las armas y emprender la huida.Y los romanos que ya habían empezado a ceder delante de éstos se rehicieron y atacaron a su vez» (Polibio 18, 26, trad. de M. Balasch).
Filipo se apartó un poco del combate y, al ver lo que pasaba, reunió a todos los hombres que pudo y emprendió la huida en otra dirección. Por otra parte,Tito Flaminino siguió persiguiendo al flanco izquierdo del ejército macedonio, que había retrocedido hasta las alturas. Los macedo nios levantaron las picas en vertical, tal como era su costumbre para indicar que se rendían o se pasaban al bando adversario. Pero los romanos no entendieron bien el gesto, o fingieron no entenderlo, y mataron a la mayoría. En la batalla perecieron unos 8.000 macedonios y cayeron prisioneros otros 5.000. Los romanos, por su parte, perdieron a 1.000 hombres. Como de costumbre, la mayor parte de las bajas se produjeron cuando un ejército, en este caso el macedonio, rompió la formación.
Después de describir la batalla, Polibio hace una digresión en la que compara el rendimiento de la falange y de la legión, y el armamento griego y romano. Como señala M. Balasch, el historiador concibe este enfrentamiento como la final de un campeonato copero: los macedonios se habían demostrado superiores a griegos y asiáticos, mientras que los romanos habían vencido a los africanos y europeos del oeste.A ambos les tocó jugar la final, y la habían ganado los romanos.
En su análisis, Polibio concede que ninguna formación posee el empuje frontal de la falange y que la legión no tiene posibilidades de derrotarla si la embiste directamente. Mas, por otra parte, para usar la falange se requiere un terreno muy concreto, completamente liso. Es dificil encontrar una explanada tan amplia, pero si una vez encontrada el rival se niega a combatir en ella, ¿qué puede hacer el comandante de la falange?
En cambio, Polibio señala que los legionarios pueden combatir de forma independiente y llevan un equipo completo y versátil que les permite luchar en terrenos más accidentados y romper la formación para desplegarse y volverse a unir.
Este texto de Polibio ha influido mucho en los historiadores posteriores, sobre todo en los expertos en temas militares, e incluso en los aficionados al arte de la guerra en el mundo clásico, que son de por sí una legión. El análisis del historiador aqueo parece impecable, y seguramente lo es. Pero también hay que señalar que Filipo, arrastrado por sus hombres, cometió un error al combatir donde no debía, e incluso así pudo haber obtenido la victoria si el flanco izquierdo de su ejército hubiese llegado antes.
De todos modos, es cierto que la falange por sí sola no podía vencer a la legión a no ser en algún enfrentamiento concreto. La legión era una especie de herramienta multiuso que podía cerrar filas como una falange de hoplitas, aunque fuese con armamento de menos alcance, o luchar en espacios abiertos casi con tanta agilidad como la infantería ligera. Además, como cada legionario dependía en muchas ocasiones de sí mismo y no de los escudos de sus compañeros, no le quedaba otro remedio que desarrollar habilidades individuales de combate (sobre todo con la espada) si quería sobrevivir. Eso, y la protección que le brindaba su escudo, que tenía al menos el doble de superficie que el de un falangita, lo convertía en un contrincante muy peligroso y prácticamente invencible en un duelo uno contra uno con un macedonio.
La falange, por su parte, era una unidad hiperespecializada. Como los cuadros de piqueros de los tercios españoles, tenía sentido dentro de un ejército en el que existían otras unidades que suplían sus carencias de movilidad: caballería pesada y ligera, infantería ligera de calidad, como los agrianos, honderos, arqueros... En suma, un ejército flexible, como el de Alejandro. Con simples escaramuceros, la falange no podía ir muy lejos. Y, sin embargo, parece que los reyes helenísticos confiaban cada vez más en ella, hasta el punto de que llegaron a alargar aún más las sarisas (sobre esto último no hay acuerdo entre los expertos). ¿Por qué insistían en la misma fórmula? No hay que subestimar la capacidad del ser humano para aferrarse a las tradiciones y no cambiar de opinión. Hay mil ejemplos, pero se me ocurre el de las autoridades educativas que, al ver que la enseñanza no funciona, se empeñan en reforzar las mismas fórmulas que han originado el fracaso; es como un médico que, al ver que su paciente de úlcera no mejora con dos aspirinas al día, le subiera la dosis a cuatro y luego a seis.
Al año siguiente, como resultado de Cinoscéfalas, Filipo no tuvo más remedio que firmar un tratado en Tempe por el que Macedonia quedó reducida a las fronteras de su propio territorio, pagó una indemnización y se vio obligada a reducir sus tropas. No obstante, los etolios aliados de los romanos estaban muy enojados con Flaminino, que era un hombre dialogante y se había mostrado muy amable con Filipo, por lo que ellos interpretaban que el rey macedonio lo había sobornado. Ese mismo año, en los Juegos Ístmicos, Flaminino declaró la libertad de todos los estados griegos. Es posible que el cónsul, tan amante de la cultura helena, creyera lo que decía. En el año 194 todas las tropas romanas evacuaron Grecia, y cuando Flaminino llegó a Roma pudo celebrar un apoteósico triunfo de tres días.
Durante esta primera fase de su intervención en Grecia, como vemos, los romanos aún no incorporaron estados a su territorio. Más bien buscaban debilitar a los que ya existían para que ninguno llegara a ser tan poderoso que pudiese suponer una amenaza para ellos. La prueba se vio enseguida, en la Segunda Guerra Macedónica.
En Asia reinaba por aquel entonces Antíoco III, un tipo dispuesto a emular las hazañas de Alejandro (de hecho, también pasó a la historia como «el Grande»). Durante los últimos años del siglo üi se había dedicado a reconquistar el terreno perdido en el este, y así añadió a su reino las satrapías de Armenia y Comagene, convirtió Bactria y Partía en reinos vasallos y renovó los pactos con la dinastía Maurya que gobernaba en la India. Una vez arreglados los asuntos orientales, su ambición hizo que volviera la mirada al oeste, y en el año 196 empezó a atacar las posesiones de los Ptolomeos en Asia Menor y también Tracia, que pertenecía a Macedonia. Hay que añadir que en aquel momento tenía a un asesor militar excepcional:Aníbal, que se había refugiado en su corte después de la derrota de Zama.
Roma le exigió que no pisara Europa, pero los etolios, ofendidos con Flaminino porque consideraban que no habían salido ganando nada tras la victoria de Cinoscéfalas, se arrojaron en brazos de Antíoco (lo cierto es que el cónsul había prometido entregarles ciertas ciudades y luego no cumplió su palabra). Los etolios aseguraron al rey seléucida que, en cuanto pisara Grecia, conseguirían que todo el país se levantara contra los romanos. Como era de esperar, en esta ocasión la Liga Aquea se puso de parte de Roma. No porque existiesen vínculos ancestrales entre dicha liga y los romanos, sino por el típico cainismo que reinaba entre vecinos. Para esta guerra, Roma se alió con Macedonia y juntos consiguieron detener a Antíoco en las Termópilas: en esta ocasión el desfiladero sí funcionó como barrera natural y frenó a los invasores. Antíoco se retiró a Asia, convencido de que los enemigos no lo seguirían.
Pero no conocía bien a los romanos. Lucio Escipión, asesorado y acompañado por su hermano el Africano, cruzó a Asia. Con la ayuda de Eumenes de Pérgamo se enfrentó a Antíoco en Magnesia del Sipilo. El rey seléucida combatió al estilo oriental: tenía carros falcados (otro que se empeñaba con la aspirina para las úlceras), jinetes acorazados denominados «catafractos», elefantes y arqueros montados en camellos. Por supuesto, también falanges de sarisas. Pero, pese a todo ello, perdió la batalla.
Al año siguiente se firmó la paz de Apamea. Antíoco el ya-no-tangrande tuvo que ceder casi toda Anatolia al norte y al oeste de los montes Tauro, lo que significaba que sólo le quedaba Cilicia. Tampoco podía mantener ya una flota en el Egeo ni reclutar mercenarios en Grecia.Además, se vio obligado a entregar barcos y elefantes y a pagar 12.000 talentos de indemnización. A su costa ganaron terreno el reino de Pérgamo, premiado por su ayuda, y también la isla de Rodas, que obtuvo Licia y Caria, en el suroeste de Asia Menor.
La Liga Etolia también fue derrotada y hubo de aceptar condiciones muy duras. Entre ellas, una indemnización de 1.000 talentos, la mitad pagadera al contado. Hay que tener en cuenta que Etolia no era un país tan rico como el reino de Antíoco: de hecho, había sido hasta hacía poco tiempo una de las regiones más atrasadas de Grecia.
Después de la Paz de Apamea, Roma había humillado ya a dos de los grandes estados helenísticos, Macedonia y el reino de los Seléucidas (los Ptolomeos parecían abstenerse de entrar en liza, sabiamente o porque sus intereses no llegaban tan lejos). Lo que procuraba Roma era favorecer a estados pequeños, como Pérgamo, Bitinia o el Ponto, dejando claro que quienes se ponían de su parte como acababa de hacer Pérgamo obtenían ganancias territoriales.
Pero en Macedonia se fraguaba otra guerra. Filipo V fue fiel al tratado que había firmado con Flaminino y no volvió a salir de sus fronteras. Sin embargo, dedicó el resto de su reinado a reorganizar el ejército macedonio, buscar alianzas en el exterior y arreglar las cuentas de su reino. Respetando la paz, pero preparando la guerra, como habría aconsejado Epaminondas.
Filipo murió en el año 179. En cuanto subió al trono, su hijo Perseo empezó a rearmarse, a contratar mercenarios -hasta 10.000-, a negociar con Antíoco, con el reino de Bitinia, con Rodas e incluso con Cartago. En cuanto al resto de Grecia, al ver que los aristócratas en general apoyaban a los romanos, él se convirtió en paladín de la causa democrática en lugares como Etolia y Tesalia.
En 172 Eumenes de Pérgamo denunció los manejos de Perseo y logró convencer a Roma de que era un peligro para la estabilidad regional, una especie de Sadam Husein de la época (salvando las distancias: no consta que Perseo fuera un genocida ni gaseara poblaciones enteras).Además, a los romanos no les hacía la menor gracia que Perseo se presentara como campeón de los desfavorecidos, pues ellos, como antes los espartanos, tendían a beneficiar siempre a los oligarcas y a los terratenientes.También le guardaban rencor porque había convencido a Filipo de que hiciera envenenar a su otro hijo, Demetrio, por su actitud pro romana. De modo que no les hicieron falta muchas más excusas para declararle la guerra.
La Tercera Guerra Macedónica se libró durante cuatro años, entre 172 y 168. A pesar de las alianzas que tanto se había trabajado, todos sus supuestos socios abandonaron a Perseo, que tuvo que luchar prácticamente solo contra los romanos. Al principio cosechó algún éxito, como la victoria de Calinico, en una batalla en que la caballería desempeñó el papel principal. Pero en el año 168 Roma decidió emplearse a fondo en la guerra y envió a Lucio Emilio Paulo para combatir contra Perseo.
El 22 de junio de ese mismo año, después de un eclipse de luna, los dos ejércitos se enfrentaron en Pidna, sobre una llanura situada al norte del monte Olimpo, en plena Macedonia (la localización exacta de Pidna se desconoce). Se produjeron diversos choques entre las tropas auxiliares que ambos bandos tenían en los flancos, pero la batalla se decidió en el centro. Allí estaba la falange con sus picas. «El cónsul Lucio Emilio no había visto en su vida a la falange macedonia: la vio entonces por primera vez, en la guerra de Perseo, y en Roma confesó a algunos amigos no haberjamás contemplado algo más terrible ni espantoso que ella, siendo así que no sólo había presenciado muchos combates, sino incluso tomado parte en ellos como el que
Estoy convencido de que tenía razón: la visión de esas picas debía de poner los pelos de punta al más templado. No obstante, sus soldados eran romanos, tan bravos en el combate como los espartanos y con tanta iniciativa como los atenienses. A la orden de Emilio, los soldados de las legiones 1 y II cargaron contra la línea de sarisas arrojando sus venablos, los temibles pila.13 Después se estrellaron contra el muro erizado de sarisas sin conseguir nada, pues esta vez el terreno era más liso que en Cinoscéfalas. Pero la falange macedonia empezó a adelantarse en ciertos puntos, lo que, unido a pequeñas irregularidades del terreno, provocó que se abrieran pequeñas brechas y huecos en su formación. El cónsul Emilio ordenó a los centuriones que manejaran los manípulos de forma independiente (los centuriones, oficiales profesionales, eran la auténtica espina dorsal del ejército romano). Una vez que los romanos conseguían introducirse por los huecos, abrían más espacios moviendo sus escudos a uno y otro lado para apartar las sarisas enemigas, mientras que otros soldados se colaban directamente por los espacios entre unidades y atacaban por los flancos. Una vez llegados al cuerpo a cuerpo, los romanos, parapetados tras sus grandes escudos, estoqueaban sin piedad a los falangitas gracias a su superior dominio de la esgrima. Poco a poco, la batalla se decantó del lado romano. Al final del día, miles de macedonios habían muerto o caído prisioneros.
Tras la batalla de Pidna, Perseo se rindió y se entregó a los romanos. Cuando regresó a Roma, formó parte del cortejo triunfal de Paulo Emilio. Murió algunos años después, en cautividad. Roma declaró abolida la monarquía en Macedonia y dividió el país en cuatro regiones, procurando aislarlas entre sí para que no volviera a surgir conciencia nacional.Todos los que habían colaborado con Macedonia directa o indirectamente recibieron su castigo. Se habían acabado las contemplaciones y el equilibrio entre los pequeños estados de la zona: a partir de ahora se trataba de reducirlos aún más o absorberlos directamente. Los romanos partieron Iliria en tres trozos y la convirtieron en la provincia del Illyricum, arrasaron el Epiro y vendieron a 50.000 habitantes como esclavos. Roma ni siquiera respetó a sus socios, de los que sospechaba que habían pensado en aliarse con Perseo. En particular, a Rodas le quitó sus territorios en el continente, y al declarar Delos como puerto franco en el año 167 arruinó su economía.
Después de todo aquello, el ejército romano evacuó Grecia. Llevaba mil prisioneros de la Liga Aquea, entre ellos Polibio, un noble nacido en Megalópolis que andaba en la treintena. Paulo Emilio, lo tomó como tutor de sus hijos. El más joven, adoptado por los Escipiones, se convirtió en Paulo Emilio Escipión, que combatió en Cartago, donde lo acompañó Polibio, así como luego en Hispania. Polibio es un historiador de gran altura, comparable a Tucídides. Fue testigo de cómo, en el espacio de no muchos años, Roma se convertía en la gran potencia mundial, y en sus Historias trató de dilucidar las causas. Él fue el primer teórico del choque legión-falange: los antiguos se tomaban estas cuestiones de táctica con tanto fervor como los hinchas que discuten en el bar sobre el 4-4-2 o el 4-3-3 de su equipo.
Todavía, como era de esperar, se produjeron conatos de levantamiento en Grecia. En el año 149, un aventurero llamado Andrisco se hizo pasar por hijo de Perseo y se proclamó rey de Macedonia con el nombre de Filipo. Andrisco llegó a aliarse con Cartago -a la que le quedaba muy poco para ser destruida de modo infame en la Tercera Guerra Púnica- e invadió Tesalia. Pero Cecilio Metelo lo derrotó en la segunda batalla de Pidna y convirtió Macedonia en provincia.
Aprovechando que en 151 el senado había permitido que los rehenes volvieran a Grecia (Polibio se quedó con Escipión), la Liga Aquea también se sublevó, pero sin ponerse de acuerdo con Andrisco. Cambiando el refrán, podríamos decir «éramos pocos... y encima desunidos».Tras acabar con los macedonios, Metelo bajó hacia el sur y venció a los rebeldes griegos en la batalla de Escarfea. Pero el Peloponeso siguió resistiéndose un tiempo, hasta que el sucesor de Metelo, Lucio Murrio, derrotó de nuevo a los aqueos en Leucopetra en el año 146.
En aquel momento acabó definitivamente la independencia de Grecia. Corinto fue saqueada y destruida, se disolvió la Liga Aquea y se instauraron oligarquías por todas partes. A todos los efectos, Grecia se convirtió en una prolongación de la provincia romana de Macedonia. Tan sólo las ciudades que no se habían levantado contra Roma mantuvieron estatus de ciudades federadas.
Entre esas ciudades privilegiadas se encontraban Atenas, Esparta y Delfos, que no llegaron a sufrir saqueos. Con el tiempo, la Grecia conquistada se convirtió para los romanos en un lugar de peregrinación cultural, y con el objeto de servir de guía a esos turistas de la Antigüedad se escribieron obras como la Descripción de Grecia de Pausanias. En Atenas podían admirar la Acrópolis, pasear bajo los plátanos del Ágora, contemplar a los oradores y a los filósofos, y aprender griego con acento elegan te. En cuanto a Esparta, mantenida bajo los romanos como una especie de reserva india, podían admirar la forma de vida de aquellos bravos guerreros que en una época ya remota detuvieron durante varios días a millones de bárbaros en las Termópilas. Sin duda, el espectáculo más esperado era el de la flagelación de los jóvenes espartanos ante el altar de Ártemis Ortia. Me imagino a los potentados romanos de vuelta en la urbe contándoselo a sus amigos; al menos, en esa época no había vídeos ni cámaras de fotos.

Grecia no volvería a ser independiente hasta 1830. Aunque a los griegos les quedaba un consuelo. Su cultura influyó tanto en la de los romanos que Horacio pudo decir con razón: Graecia capta ferum victoreen cepit («La Grecia vencida conquistó a su fiero vencedor»). Cuando el Imperio romano se dividió en dos, el idioma griego se convirtió en la lengua oficial de su parte oriental, que duró casi mil años más que la mitad occidental. El Imperio bizantino daría para un relato largo y apasionante. Pero, como diría Michael Ende, «ésa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión».

1 De la que, se decía que había estrangulado con sus propias manos a Estatira, la otra esposa de Alejandro. Como se ve, es dificil encontrar entre todos estos personajes alguno en el que recaigan nuestras simpatías. Tal vez eso explique que la novela Juegos funerarios de Mary Renault, que trata de esta época, no sea precisamente la favorita de sus lectores.
2 En el año 323, al conocerse la muerte de Alejandro, Aristóteles abandonó Atenas y se instaló en la isla de Eubea por temor a las represalias contra el partido pro macedonio.Al parecer, comentó: «No quiero que los atenienses cometan un segundo crimen contra la filosofia», refiriéndose al juicio y ejecución de Sócrates. Falleció al año siguiente, pero de muerte natural.
3 Quesada, 2008, p. 196; Warry, 1980, p. 90; Campbell, 2003, p. 9. En todos ellos hay ilustraciones a color con reproducciones hipotéticas de la Helépolis.
 hablar de conflictos pasados, como las Guerras Médicas, normalmente no he tenido en cuenta a la infantería ligera. Pero su papel empezó a cambiar a partir de las guerras del Peloponeso y no dejó de crecer en importancia desde entonces: recordemos la derrota que infligió el ateniense Ificrates a los espartanos en el año 390 con sus peltastas.
5 El padre del primer Seleuco se llamaba Antíoco. Por eso, puso el nombre de Antioquía a la ciudad que fundó en el año 300 a orillas del río Orontes.Al estar situada en un cruce de caravanas, llegó a ser una ciudad muy rica. Antioquía es popular sobre todo por la famosa carrera de cuadrigas de Ben-Hur, que se celebra en su estadio.
6 Polibio 36, 17. La traducción es de Manuel Balasch para la editorial Gredos.
' El término más preciso para esta práctica es «exponer», de donde proviene el apellido Expósito.
8 En una ocasión, Dioniso y Afrodita se fueron a la cama juntos. Evidentemente, la combinación entre ambos tenía que ser explosiva, y así nació el dios Príapo, al que podría aplicarse el soneto de Quevedo «Érase un hombre a una nariz pegado», pero sustituyendo la nariz por otro apéndice.
9 El nombre hace pensar que los primeros papiros de Grecia debieron importarse de la ciudad de Biblos (Gubla en fenicio).
` El mote viene de filéo, «amar», y adelfüs, «hermano». Aunque a quien amaba este Ptolomeo era a su hermana Arsínoe. Tanto, de hecho, que se casó con ella. En su descargo hay que decir que contrajeron matrimonio por razones políticas, ya bien talluditos, y que en Egipto no era escandaloso que se casaran dos hermanos (de padre y madre, no hermanastros) de la familia gobernante.
" Unidades de unos 120-150 hombres que podían actuar de forma independiente.
 29, 17,1, con traducción de M. Balasch. El texto en realidad es un fragmento de la enciclopedia bizantina Suda (comentado en Walbank, 1999, vol. 3, p. 388).
13 En singular pilum. Este venablo pesado tenía, además del asta de madera, una larga vara de hierro de dos o tres palmos de longitud, más fina que la punta piramidal. Su poder de penetración era considerable, y al quedar clavado en un escudo resultaba muy dificil extraerlo, por lo que muchas veces el enemigo atacado no tenía más remedio que tirar el escudo al suelo. La idea de que estaban diseñados para doblarse es un error comúnmente extendido.
  

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