lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:4 El cuerpo

Cuando murió Alejandro, la reina Sisigambis, madre de Darío III, que había sido tratada siempre por él con los máximos honores y el mayor respeto, adoptó un luto riguroso, rechazó la comida y el agua hasta que murió al cabo de cinco días, como dice Diodoro,1 «dolorosamente pero no sin gloria», palabras lapidarias, probablemente no suyas.
            Desde este momento en adelante, Diodoro es el his­toriador más importante para seguir las peripecias del cuerpo de Alejandro, aparte de un breve capítulo de conclusión de la biografía de Plutarco, que, como la mayor parte de las fuentes, rechaza la hipótesis del ve­neno. Para demostrar la inverosimilitud de este aconte­cimiento refiere que, mientras los generales del ejérci­to se enfrentaban amenazadoramente cada uno para hacer prevalecer su posición e interés, el cuerpo de Alejandro había sido olvidado, y aunque estuviese en verano en lugares cálidos y húmedos había permaneci­do intacto y no había dado ninguna señal de descomposición y por tanto de envenenamiento.2 De hecho se consideraba que el cuerpo de un hombre muerto en­venenado se descomponía muy rápidamente y mostra­ba signos evidentes de ello.
            El cuerpo del héroe que no se corrompe y conser­va, en cambio, en el calor sofocante de junio en Babi­lonia su natural perfume es el primer elemento del na­cimiento de la leyenda de Alejandro. Todavía hoy en los procedimientos de canonización de un santo se prevé el reconocimiento del cuerpo para comprobar si se ha mantenido incorrupto. Sin embargo, el testimonio ha sido seriamente tomado en consideración por algunos en el intento de encontrar una explicación racional: el cuerpo del caudillo macedonio no se habría corrompi­do simplemente porque Alejandro aún no estaba muer­to, sino solo en coma profundo.3
            Este, en cualquier caso, no fue el único elemento extraordinario que caracterizó el final del soberano. Se le atribuye también una especie de profecía (por otra parte, nada descabellada dada la situación) sobre las ás­peras luchas que estallarían entre sus compañeros por la sucesión. «Habrá una gran pugna entre mis amigos y estos serán mis juegos fúnebres.» Era costumbre, en efec­to, que con ocasión de los funerales de un gran perso­naje tuvieran lugar combates de tipo gladiatorio nor­malmente entre prisioneros de guerra.
            Poco después nuestra fuente4 recuerda los prepara­tivos para el funeral confiados a un tal Arrideo, que no Filipo Arrideo, hermanastro de Alejandro a quien había sido confiada la regencia con la supervisión de Pérdicas hasta que Roxana diera un heredero. Había que cons­truir un carro fúnebre para el traslado del cuerpo de Alejandro al santuario de Amón en el oasis de Siwa, en Egipto. Y sin ninguna duda la fuente de Diodoro afir­ma que, al cabo de dos años de trabajo construyendo el carro fúnebre, el convoy dejó Babilonia en dirección a 1 Egipto.
            Es una afirmación que podría tener un sentido para el viaje de Alejandro al santuario de Amón en medio del desierto, pero en cualquier caso deja perplejos a al­gunos y en parte, como veremos, es contradicha por otros. Por otro lado, si bien es aceptable la idea de que Alejandro quería ser enterrado en el santuario de Amón donde había recibido la investidura divina, cabe plantear la hipótesis de que Pérdicas, que entonces ejercía la regencia del reino, quisiera darle sepultura en la necrópolis real de la antigua capital macedonia de Egas, la misma donde hace veinte años Manolis Andronikos encontró la tumba inviolada y luego atribuida a Filipo II, padre de Alejandro. Para la autoridad mace­donia de aquel tiempo, Egipto seguía siendo un país extranjero y bárbaro, según el concepto griego, y Ale­jandro no debía ser inhumado allí. Volveremos sobre el argumento en los capítulos siguientes. Por ahora nues­tras fuentes nos transmiten la imagen desolada del cuerpo de Alejandro abandonado y sin custodia mien­tras sus compañeros andan a la greña para hacer preva­lecer cada uno su propio interés en la sucesión.5
            La primera forma de acuerdo entre los compañeros de Alejandro se produjo cuando Roxana dio a luz un varón al que puso por nombre Alejandro IV. Este acuerdo preveía que cada uno de ellos sería confiado al gobierno de una de las provincias, mientras que Pérdicas mantendría la regencia del imperio en espera de que el niño alcanzase la mayoría de edad.
            No sabemos cuánto tiempo pasó antes de que al­guien se preocupase de los restos mortales del gran caudillo. Plutarco dice que algunos días, el tiempo que necesitaba Pérdicas para estabilizar su liderazgo aun­que fuese provisionalmente.6 Un liderato que tenía un significado político e ideológico fundamental: la uni­dad del imperio. Cuando este se consolidó, lo siguiente fue preocuparse del cuerpo de Alejandro por el simple motivo de que era el símbolo físico de aquella unidad. Por lo demás, el abandono inicial quizá era debido tam­bién a la incertidumbre sobre el futuro ordenamiento del Estado. Además, la decisión de devolverlo a la patria para que fuese enterrado en la necrópolis real de Egas habría sido importante desde este punto de vista: habría significado que el imperio era uno y sustancialmente macedonio. Hay que recalcar, sin embargo, que en el es­tado actual de nuestros conocimientos no es posible establecer con certeza cuál era el destino del féretro de Alejandro.
            Se empezó, pues, a organizar el funeral y construir el carro fúnebre (fig. 1) que había de conducirle a su última morada, quizá también a la patria. El cuerpo, entretanto, fue embalsamado por unos embalsamado-res caldeos y egipcios y recubierto de sustancias aromáticas puede que como preparativo para un largo viaje. La descripción del carro fúnebre es impresio­nante y quizá deriva de Jerónimo de Cardia, un funcionario de la cancillería de Alejandro que casi con toda seguridad estaba presente en Babilonia en aque­llos días y asistió a los trabajos. Esta es probablemente su descripción que nos llega a través de Diodoro: «En primer lugar se hizo un sarcófago de hoja de oro martilleada a la medida del cuerpo de Alejandro, que fue depositado y sumergido con gran abundancia de espe­cias para conservarlo y perfumarlo. Encima se colocó la tapa también de oro macizo perfectamente adapta­da a los bordes del sarcófago. Sobre la tapa se depositó un paño de púrpura recamado de oro y sobre él su pa­noplia [...] Al carro que tenía que llevarlo se le prove­yó de una bóveda de oro revestida de escamas. La cor­nisa de oro de abajo estaba grabada en relieve con testas de íbice de las que pendían unas anillas doradas que sustentaban una guirnalda brillante y policroma. En los extremos tenía unas borlas de hilo trenzado y de estas pendían unas campanas, para que su sonido pudiera oírse a gran distancia cuando se moviera el ca­rro. En cada esquina de la bóveda de cada lado había una Victoria de oro sosteniendo un trofeo. La bóveda descansaba sobre una columnata de estilo jónico. Los intercolumnios estaban cubiertos por una malla dora­da [...] de la que pendían cuatro cuadros decorados, unidos entre sí en secuencia, y cada uno del tamaño del lado en el que se encontraba. En una de estas tablas había representado un carro decorado con adornos en relieve y en él aparecía Alejandro empuñando un magnífico cetro. En torno al rey había grupos de hombres armados, uno de macedonios, otro de persas [...] de la guardia personal. El segundo panel mostra­ba unos elefantes enjaezados para la guerra guiados por sus mahout indios, seguidos de tropas macedonias en perfecto orden y con su impedimenta detrás. En el tercer panel se veían unidades de caballería en forma­ción de batalla. En el cuarto panel había representada una escuadra naval en orden de combate. Al lado de la entrada de la cella que contenía el sarcófago había dos leones [...] Además, sobre las columnas había racimos de acanto que se extendían entre la base y el capitel. En lo alto de esta construcción, al aire libre, había un estandarte de púrpura que llevaba como escudo una corona de olivo en oro de grandes dimensiones que brillaba con tanto esplendor que se podía ver cómo refulgía a gran distancia.
            »E1 carro tenía dos ejes sobre los que giraban cuatro ruedas persas con los cubos de las ruedas y los rayos dorados [...] Las partes salientes de los ejes tenían for­ma de cabezas de león que sujetaban entre los dientes puntas de lanza. En el centro de cada uno de los ejes había un amortiguador puesto de manera que, incluso en un terreno accidentado, el féretro no sufriera golpes de retroceso. Tenía cuatro varales y cada uno de ellos estaba uncido a cuatro tiros de cuatro mulos cada uno, en total, sesenta y cuatro cuidadosamente seleccionados por su fuerza y tamaño. Cada uno llevaba una corona dorada en torno a la testuz, dos cascabeles de oro pendientes de los lados de la cabeza y un collar adornado de piedras preciosas».
            Aunque muchos detalles técnicos sean todavía poco claros y la interpretación de determinados términos no segura,7 la impresión que se tiene de esta descripción es, en cualquier caso, la de una gran máquina barroca decididamente kitsch para nuestros gustos modernos, un templo semoviente propiamente dicho construido para asombrar a quien lo viera pasar. El verdadero pro­blema, sin embargo, es otro. Si es fiable la descripción que ha llegado hasta nosotros, no se comprende cómo un vehículo semejante habría podido viajar. Es difícil imaginar cómo podían encontrar sitio entre los varales sesenta y cuatro mulos y sobre todo cómo se podía maniobrar. Calculando que el tiro fuese de dieciséis mulos por fila, habría sido de un ancho de al menos dieciocho metros y de ocho a diez de largo, lo que es a todas luces imposible. Ningún camino de entonces era tan ancho. Pero aunque imaginásemos que los mulos estuvieran uncidos por pares tendríamos, en cualquier caso, una anchura de nueve o diez metros, concebible en determinados caminos urbanos de grandes metró­polis como Babilonia, pero sin duda no para los cami­nos que cruzaban el territorio. También el largo de tiro habría sido excesivo: de un mínimo de una decena de metros en la primera hipótesis a un máximo de una veintena en la segunda. Podemos imaginar que los mu­los estaban en realidad divididos en dos tiros de treinta y dos que se turnaban (bastante más probable), de lo que resulta una situación más razonable que cuatro pares de mulos por varal, pero seguimos estando frente a un vehículo muy difícil de dirigir.
            Además, en vista de que el cuerpo central del fére­tro era de 5,6 x 3,7 metros y el carro en total debía de ser no mucho más grande, el uso de sesenta y cuatro mulos para el tiro parece por tanto muy desmesurado si tenemos en cuenta un peso en conjunto que no debía de superar las dos toneladas, suponiendo, como es lógi­co, que la columnata jónica fuese de madera. En resu­men, si la descripción de ese carro es más o menos ver­dadera, nos es imposible imaginar cómo habría podido viajar hasta Macedonia a través de zonas montañosas y a menudo impracticables o incluso atravesar las Puertas Cilicias, por donde, por unánime admisión de todas nuestras fuentes, los camellos solo podían pasar de uno en uno, a menos que el carro fuese desmontado cada vez que se presentaba este tipo de problema y trans­portado por piezas.
            Menos problemático sería, en cambio, suponer un itinerario hacia Egipto, porque el territorio es más o menos todo él llano, pero tampoco faltan los obstácu­los: las zonas pantanosas de los Lagos Amargos y del Delta, los cuatrocientos kilómetros de desierto abrasa­dor y de pista casi sin ninguna duda llena de arena en varios tramos que enlazaba el Mediterráneo con el oasis de Siwa, si es allí adonde se dirigía el carro. Nos encontramos frente a un rompecabezas se mire por donde se mire. Quizá el único significado de ese in­menso tren era comunicar la idea de que en aquel ca­rro viajaban los restos mortales de un ser humano. Por desgracia no conocemos con precisión el itinerario y tampoco sabemos qué destino tuvo el carro, visto que desde aquel momento en adelante no se vuelve a oír 11.ililar de él. Quizá viajó solo durante un cierto trecho; quizá a partir de un determinado punto —no sabemos dónde— fue desmantelado y el cuerpo de Alejandro prosiguió su viaje de modo más discreto. En otras pala­bras, el carro habría sido preparado de manera tan es­pectacular para la salida de Babilonia y para un primer (ramo de camino y, a continuación, reducido a lo esen­cial, de modo que cuatro pares de mulos en cada oca­sión habrían bastado para tirar de él. Los otros mulos habrían podido transportar las partes desmontadas para ser reensambladas posteriormente una vez llegados al lugar de la sepultura. De este modo el cuerpo de Ale­jandro podría haber llegado a cualquier parte, incluso a Macedonia. Sin contar la posibilidad de un transporte por mar que antiguamente se hacía mediante las esca­las de la Cilicia.
            Un comentario especial merece la serie de paneles (pinakes) que rodeaban, ocultándolo, el féretro, decora­dos con escenas que evocaban los triunfos y el poderío tic Alejandro. Esa especie de templo sobre ruedas, que luego sería imitado en la tapa de muchos sarcófagos tanto griegos como romanos sobre todo en época im­perial, también debía ser el vehículo de propaganda de la grandeza del caudillo divinizado, mostrando a quien quisiera verlo su poderío y lo vasto del dominio que había conquistado tanto por tierra como por mar. El campanilleo continuo que anunciaba el paso y el gran estandarte de púrpura con la corona de olivo en oro que relampagueaba en lontananza debía simbolizar la gloria de sus victorias junto con las estatuas de oro de Niké, diosa de la Victoria, que se erguían en las cuatro esquinas. Todo debía provocar maravilla y asombro, y el propio autor dice que cualquier descripción sería inca­paz de transmitir su impacto visual real.
            El testimonio de Diodoro, a decir verdad, nos per­mite seguir el féretro durante un cierto trecho, aunque la descripción del itinerario sea vaga. Dice que la fama de este templo fúnebre semoviente atraía a grandes multitudes: los habitantes de las ciudades a las que esta­ba a punto de llegar salían al encuentro del convoy para escoltarlo hasta su destino y de ahí en adelante duran­te un cierto trecho en dirección a la siguiente ciudad. Pero en apoyo de cuanto hemos observado hasta ahora resulta que el carro, para avanzar, necesitaba de una cuadrilla de mecánicos (tecnitai) y de camineros. La palabra griega para estos últimos es odopoioi, cuyo sen­tido literal es «constructores de caminos», aparte, obvia­mente, de una nutrida escolta armada. Esto significa que literalmente los caminos se construían o ampliaban o reparaban a medida que avanzaba el carro. Se requi­rieron dos años para tener listo el carro, y es imposible imaginar cuántos habrían sido necesarios para permitir a un transporte —todo hay que decirlo— tan excep­cional llegar a su destino.
            Y es precisamente en lo que al destino se refiere, como se ha visto, los testimonios se muestran en desa­cuerdo. Para Diodoro —que, en cualquier caso, se remite a una fuente más antigua— el destino es simplemente el oasis de Siwa.8 Pausanias,9 en cambio, dice que antes de la muerte de Pérdicas, asesinado por su guardia personal cuando se disponía a invadir Egipto, Ptolomeo fue al encuentro del féretro y convenció luego a los macedonios encargados de llevar a Egas el cuerpo de Alejandro que se lo entregaran a él. Así pues, el destino, según Pausanias, era simplemente Egas. También un fragmento de Arriano llegado hasta nosotros a través de una cita10 deja claramente entender que el cuerpo no debía ir a Egipto.
            Menos claro es Estrabón," que al describir el lugar de la tumba de Alejandro (sobre esto volveremos más adelante), dice que Ptolomeo lo había llevado allí sustrayéndoselo a Pérdicas mientras este lo llevaba consi­go de Babilonia y estaba a punto de entrar en Egipto con el propósito de apoderarse de él. No se menciona, por tanto, adonde estaba yendo Pérdicas, pero se diría que el dirigirse hacia Egipto era una especie de desvío para ocupar la tierra de los faraones.
            De la lectura de Diodoro parece en cambio cole­girse que Ptolomeo había ido a hacerse cargo del cuer­po en los confines con Siria para llevarlo a su último destino.12
            En ese momento habían transcurrido dos años y medio de la muerte del rey.


1.     Epilupws men, ouk aklews de.. Diodoro, XVII, 118,3.
2.     Plutarco, Alejandro, 77, 5. Véase también Curcio Rufo, X, 9.
3.     Saunders, 2006, p. 29.
4.     Diodoro, XVIII, 26.
5.     Véase nota 2.
6.     Por Claudio Eliano, Varia Historia, XII, 64: «fue dejado insepulto durante treinta días».
7.     Para las características del carro fúnebre, cfr. Mu-11er, 1905, y Bulle, 1906.
8.     Diodoro, XVIII, 3,5: «El cuerpo del rey y la pre­paración del carro que tenía que llevar el cuerpo a Anión fue asignado a Arrideo». Lo mismo dice Curcio Rufo: «A todos rogaba que hicieran llevar su cuerpo al santuario de Anión» (X, 5, 4). El Arrideo al que es con­fiada la tarea de llevar el cortejo fúnebre no es Filipo Arrideo, hermanastro de Alejandro, como cree Justino (XIII, 4, 6).
9.     Pausanias, I, 6, 3: «[...] Convenció [Ptolomeo] luego a los macedonios encargados de llevar a Egas el cuerpo de Alejandro para entregarlo a él».

10.    Jacoby, 1958, 156, 9,25.
11.    Estrabón, XVII, 1, 8: «Ptolomeo, hijo de Lago, sorprendió a Pérdicas sustrayéndole el cuerpo mientras lo llevaba de Babilonia y desviaba hacia Egipto deseo­so de conquistar para sí aquel territorio».

12.    Diodoro, XVIII, 28,3: «Ptolomeo, además, para rendir honores a Alejandro, fue a verle con un ejército hasta Siria y, tomando a su cargo el cuerpo, lo trató con la máxima consideración».

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