viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos V LA IDENTIDAD DE LOS GRIEGOS ....................................

EL COMIENZO DE LA HISTORIA GRIEGA
A menudo se hace empezar la historia griega en 776 a.C., año en que se celebró la primera Olimpiada. No es que en esa fecha se reuniera un comité para dejar acta de su sesión fundacional y empezar a partir de entonces la cuenta olímpica. Fue mucho después, durante el siglo v, cuando Hipias, un sofista o sabio profesional, propuso la fecha de 776. Hipias era natural de Élide, que no estaba muy lejos de Olimpia, así que debía tener acceso a archivos e inscripciones del santuario. Para echar las cuentas, se remontó en el tiempo siguiendo una lista en la que aparecían los nombres de todos los atletas que habían vencido en la carrera del estadio. De este modo, llegó hasta un cocinero llamado Corebo, también de Élide. A Hipias no le debió resultar muy dificil encontrar su nombre en los registros, ya que en aquella época sólo se corría el estadio, una prueba de velocidad de unos 170 o 180 metros.
A partir del estudio de Hipias, otros autores posteriores confeccionaron más listas de vencedores, y los juegos Olímpicos se convirtieron en una especie de calendario o cronología panhelénicos (término que utilizaré más de una vez y que proviene de pan(t)-, «todo» y de helen, «griego»). Bastaba con decir «en el año 2° de la 95a Olimpiada» para fechar los acontecimientos: en este caso nos referimos al 399, año en que murió Sócrates.
La fecha propuesta por Hipias se ha discutido, como no podía ser menos, y hay autores modernos que la consideran demasiado tardía o demasiado temprana. Pero como punto de partida para empezar la historia propiamente dicha de los griegos no es del todo inadecuada. Por aquel entonces se empieza a extender, muy despacio al principio, el uso del al fabeto, y el mundo que nos encontramos es el de la llamada Época Arcaica, muy distinto del micénico. Los griegos con los que nos hallamos más familiarizados tienen ya un pie en la línea de salida, a punto de lanzarse a colonizar el Mediterráneo y entrar en la historia.
LOS DIALECTOS GRIEGOS
Se trata de un mapa muy distinto del que podíamos trazar del mundo micénico. Aquí ya hay más certezas. Se conoce con bastante precisión cuál era el reparto de las diversas etnias griegas gracias a los dialectos que hablaban.
Que un idioma se divida en dialectos no es nada extraño. Lo innatural es la situación contraria. Pensemos en el caso del español: hay muchas variantes dialectales, más o menos marcadas, pero existe un español estándar y unificado. Tenemos una institución que vela por la unidad del idioma, la Real Academia de la Lengua, un sistema de enseñanza obligatoria y oficial que enseña una misma lengua a nuestros niños -allí donde lo hace, claro- y, sobre todo, unos medios de comunicación que, como su mismo nombre indica, nos ponen a todos en común y nos hacen compartir un mismo español (que éste sea maltratado a menudo por esos mismos medios es otro asunto).'
Muy distinta era la situación del griego, que no se convertiría en una lengua más o menos unificada de cultura, la llamada koiné, hasta Época Helenística. He dicho «de cultura»: los hablantes seguían manteniendo sus variantes dialectales entre ellos, pero a la hora de escribir o tratar con interlocutores de otras zonas recurrían a la koiné, basada sobre todo en el dialecto de Atenas. Digamos que era para ellos como el famoso inglés de la BBC.
Pero eso vendría siglos más tarde. De momento, en la Época Arcaica, como también en la Clásica, había cuatro grupos de dialectos principales:
1. Dorio y dialectos del Noroeste.
El dorio ocupaba buena parte del Peloponeso, incluyendo, por supuesto, Esparta. También se hablaba en el sur del Egeo. Al norte del golfo de Corinto se hablaban otras lenguas de este grupo, a las que conocemos colectivamente como dialectos del noroeste, y que han dejado pocos testimonios escritos. En general, los pueblos de aquella zona, que en época histórica seguían organizados por éthnc (tribus) y no por póleis (ciudades), eran los más atrasados de Grecia.
2. Jónico.
En este grupo se incluye el jónico ático, variedad que se hablaba en Atenas y con el que hoy día procuramos familiarizar en tan sólo dos años a nuestros alumnos de bachillerato. También se usaba el jónico en las Cícladas, exceptuando las del sur; en la extensa isla de Eubea, que conoció una gran prosperidad durante el periodo arcaico, y en la zona de Asia Menor conocida como Jonia. (Por extensión, a veces se aplica el nombre de Jonia a toda la franja de ciudades griegas de Asia Menor, fueran propiamente jomas o no).
3. Eólico.
Con este bonito nombre, relacionado con Eolo, dios de los vientos, nos referimos a una serie de dialectos hablados en las llanuras de Tesalia, célebre por sus caballos; en la región de Beocia, cuya ciudad más importante era Tebas; en la costa noroeste de Asia Menor, incluidos Troya y sus alrededores; y en la isla de Lesbos, patria de la poetisa Safo, quizá la representante literaria más ilustre de este dialecto.
4. Arcado chipriota.
Como su nombre indica, se hablaba en Arcadia, el corazón montañoso y más atrasado del Peloponeso, y también en la lejana isla de Chipre.
Se aprecia a simple vista que es un mapa bastante complicado. La situación del arcado chipriota sirve de ejemplo: tenemos dos ramas de un mismo dialecto separadas por más de mil kilómetros. ¿Cómo se pudo llegar a una situación tan fragmentada?
Lingüistas y arqueólogos han de ejercer de detectives y remontarse a la Edad Oscura para averiguar cuáles fueron los movimientos de población que dieron como resultado el mapa de los dialectos griegos. Hay que añadir que, a veces, estos detectives se llevan tan mal como los policías locales y los agentes del FBI en las películas americanas.Arqueólogos y lingüistas se tiran los platos a la cabeza y se acusan mutuamente de ignorar el campo de los otros.
Personalmente, la síntesis postulada por el filólogo y académico español Rodríguez Adrados me convence bastante (Adrados, 1998 y 1999). Quizá influya en eso la autoridad docente: quien ha sido tu profesor, lo sigue siendo toda la vida y conserva una especie de autoridad moral.Y de la otra. Aún recuerdo con escalofríos aquel día, en segundo de carrera, cuando Adrados me miró fijamente, torció un poco la cabeza y, pronunciando la «y» como una «u» francesa tal como mandan los cánones, me preguntó: «¿Qué significa xyla?». «Madera», debería haber contestado yo; entre otras cosas porque, como dicen los alumnos, ésa me la sabía. Pero el terror que nos infundían aquellos catedráticos de la vieja escuela era tal que la madera de la respuesta se convirtió en un auténtico bloque de serrín dentro de mi boca, y fui incapaz de contestar. Clavé los ojos en la mesa esperando que el rayo de Zeus se abatiera sobre mi cabeza, hasta que una compañera piadosa me dijo: «Tranquilo, ya ha dejado de mirarte». Creo que sólo entonces respiré.
UN FLASHBACKA LA EDAD OSCURA: INVASIONES, MIGRACIONES Y CUESTIONES RACIALES
Si queremos explicar el mapa de los dialectos, tenemos que remontarnos en el tiempo y usar la linterna de la ciencia para alumbrar las espesas sombras de la Edad Oscura. Tras tan poética frase, recordaré que en el capítulo anterior ya hablamos de la invasión de los dorios. Ellos mismos aseguraban ser descendientes de los Heráclidas, lo que legitimaba que regresaran al Peloponeso y se convirtieran en sus amos.
En una visión algo anticuada, se dice que hacia 1200 los dorios entraron en el Peloponeso desde las montañas del norte como una horda de bárbaros, arrasándolo todo a su paso y aplastando la civilización micénica. He dicho que es una visión anticuada, pero sigue estando muy extendida, ya que es la versión que se ofrece en libros de divulgación tan populares y reeditados como la Historia de los griegos de Indro Montanelli o Los griegos: una gran aventura de Isaac Asimov, e incluso la que aparece resumida si uno teclea la entrada «Dorios» en la Encarta.
Aun confesando mi admiración por Asimov y Montanelli, aquí no tengo más remedio que criticarlos. Para el periodista italiano, los dorios eran hombres más altos que el resto de los griegos, braquicéfalos y de ojos azules. No dice que fuesen rubios, pero se sobreentiende, porque añade: «una raza nórdica» (Montanelli, 1980, p. 31). Aquí el autor italiano sigue las ideas de Karl Otfried Müller en su obra Die Dorier, con su visión romántica y nacionalista del siglo xix que acabaría derivando en la locura nazi: Hitler y sus secuaces sentían una fascinación reconocida por la ciudad doria de Esparta. Aunque Montanelli no habla así de los dorios por admiración. Bien al contrario, los critica por su racismo y afirma que jamás se mezclaron con otras poblaciones. Me temo que al escribir su libro, estando tan reciente la Segunda Guerra Mundial, Montanelli cerraba los ojos y no podía evitar imaginarse a los dorios ataviados con uniformes de las SS.
No hay nada que pruebe que los dorios fueran racialmente diferentes de los demás griegos. Aquí se ha entrometido el delirio sobre la supuesta raza aria y su no menos presunta superioridad fisica y espiritual. En realidad los arios eran un pueblo indoeuropeo concreto que se aposentó en el norte de la India, valiéndose de los famosos carros de guerra que les conferían superioridad táctica sobre sus rivales. Del nombre de «arios» proviene el del país de Irán: el antiguo persa y el antiguo indio eran idiomas muy próximos. Pero los arios -ahora se los suele llamar indo-iranios para evitar connotaciones racistas-, los germanos y los dorios no tenían otra cosa en común que su pertenencia a la familia lingüística indoeuropea. Así que entre los dorios no debía haber demasiados rubios como Hitler.
(Vaya, pero si Hitler tampoco era rubio).
Por su parte, Asimov asegura que los dorios barrieron de los campos de batalla a los micénicos porque traían con ellos el hierro, cuyo secreto habían aprendido de los hititas. «Las espadas de hierro podían atravesar fácilmente los escudos de bronce. Las lanzas con puntas de bronce y las espadas de bronce rebotaban, melladas e inocuas, en los escudos de hierro» (Asimov, 1981, p.11). Una visión un tanto exagerada de la superioridad del hierro sobre el bronce. ¡Ni que las espadas dorias fueran los sables de luz de los caballeros Jedi!
Pelear con un escudo de hierro habría sido como intentar hacerlo con la tapa de una alcantarilla. Los escudos de los hoplitas griegos de siglos posteriores eran de madera, y cuando los forraban de metal usaban una fina chapa de bronce: la combinación, al parecer, no se dejaba atravesar con tanta facilidad.Y algunas puntas de lanza siguieron siendo de bronce en época muy posterior a la que describe Asimov, lo que demuestra que no era un metal tan inferior.
            LAS ETNIAS GRIEGAS

¿En qué se diferenciaban las etnias griegas?
Para empezar, cada etnia compartía algunas costumbres. Por ejemplo, las mujeres dorias tendían a usar peplo y las jonias quitón (eran dos tipos distintos de túnica), aunque por supuesto las modas podían cambiar. Las fiestas Carneas en honor de Apolo eran propias de los dorios, mientras que las Apaturias eran típicamente jonias; de nuevo, con excepciones, como Argos, ciudad doria donde parece que no había Carneas. Los pueblos dorios se organizaban en tres tribus ancestrales,y los jonios en cuatro, etcétera.
La gente reconocía a los demás por su acento y por su dialecto. Por ejemplo, para dirigirse a su madre los jonios atenienses decían O métery los dorios espartanos, que además seseaban, decían O máter. Existían bastantes diferencias entre dialectos: aunque en teoría cualquier griego se podía entender con otro, probablemente había hablantes con acentos muy cerrados que resultaban casi ininteligibles para los demás.
Pero, sobre todo, los diferentes grupos apelaban a tradiciones de fundadores comunes -Ión para los jonios y Doro para los dorios- y a que, supuestamente, habían vivido juntos en el pasado. Esos relatos sobre antepasados míticos y territorios primordiales, algunos o muchos de los cuales contendrían un pequeño núcleo histórico, no se transmitían de forma pasiva, sino que crecían, se adornaban y modificaban con el paso de los siglos para construir una «conciencia étnica» (retocar el pasado es una afición muy humana, y no sólo en nuestros días).
Un ejemplo es el de Atenas y su relación con los jonios. En el siglo vi, a partir de Solón, los atenienses afirmaron que ellos mismos eran jonios, pues por aquel entonces admiraban la refinada cultura de ciudades como Mileto o Éfeso. Después, tras la expulsión de los tiranos, se sintieron más seguros de sí mismos y empezaron a considerarse autóctonos: afirmaban que eran descendientes de Erecteo, nacido de la tierra, y que siempre habían vivido en el Ática. Fue entonces cuando los atenienses abolieron el sistema tradicional de las cuatro tribus jonias y las sustituyeron por diez de nueva creación.
A lo largo del siglo v, debido a la rivalidad con Esparta, las tensiones étnicas se polarizaron en torno a las dos grandes ciudades.A los atenienses les convenía de nuevo estrechar lazos con los jonios, para lo cual aseguraron que éstos eran descendientes suyos. Para sembrar la idea se hacía propaganda incluso en las tragedias, como en el Ión de Eurípides, que mediante un giro argumental convertía a lón en antepasado de los jonios sin ser él mismo jonio, sino nieto del ateniense autóctono Erecteo (Hall, 2000).
Así pues, ni los dorios eran superhombres arios ni traían con ellos un arma secreta. Ahora bien, ¿invadieron el Peloponeso en algún momento?
Lo que atormenta a los arqueólogos es que esa supuesta invasión doria no dejó cambios materiales apreciables: ni tumbas espectaculares ni nuevas fortalezas ni una cerámica digna de tal nombre. Como mucho, se les atribuía un tipo concreto de espada y una fibula -una especie de horquilla- en forma de arco. Por esa escasez de pruebas, algunos arqueólogos niegan del todo que se produjera una invasión.
Adrados, en cambio, cree que los dorios entraron desde el noroeste, pero no dejaron apenas huellas en el registro arqueológico porque tenían una cultura material muy pobre. Hay ejemplos de invasiones atestiguadas por la historia que, sin embargo, no se detectan arqueológicamente (Adrados, 1998, p. 71). Si no fuera porque nos lo relatan textos históricos fiables, tal vez no sabríamos que en el siglo in a.C. cerca de 10.000 guerreros galos con sus familias invadieron Asia Menor, saquearon todo lo que pudieron y, a pesar de ser derrotados en el campo de batalla, acabaron fundando un pequeño reino conocido como Galacia.
La solución más verosímil es que los dorios llegaran al Peloponeso después de la caída de los reinos micénicos, aprovechando un vacío de poder y de población. ¿Por qué es tan necesario suponer que los dorios aparecieron en un momento dado? Porque, aparte de lo fiables que puedan ser los mitos sobre el retorno de los Heráclidas -se trataba de propaganda dórica, sin duda, pero con una pizca de verdad-, sólo una invasión puede explicar el complicado mapa de los dialectos griegos.
Partamos de la época micénica. En aquel entonces en Grecia no podía existir una lengua única, porque ya hemos visto que ésta no es una situación natural. Pero sí habría un griego al que Adrados llama «oriental», con pocas diferencias dialectales, que se extendería desde el sur de Grecia hasta Tesalia en una especie de continuum.
Supongamos que a partir del año 1100 o 1050 los dorios y otros pueblos, hablantes de un griego «occidental», bajaron desde las montañas del noroeste. No es necesario imaginar que lo hicieron como Gengis Kan o Tamerlán, apilando montones de cabezas y arrasándolo todo a su paso: pensemos simplemente en una emigración en masa, con las mujeres, los niños, las cabras, los escasos enseres domésticos, a veces por las buenas y a veces por las malas. El caso es que los dorios se introdujeron como cuñas entre poblaciones que ya estaban allí antes que ellos, separando Arcadia del Ática y Tesalia, una situación, salvando las distancias, similar a la de los territorios palestinos separados por Israel.
Esto explicaría la división en dialectos del continente. El dorio ya traía diferencias con los demás dialectos, y éstos las habrían agrandado entre sí al quedar separados: el jonio en torno a la zona de Atenas, el arcadio en Arcadia y el eolio en Tesalia. Pero ¿cómo se explica el dibujo de la división dialectal en las islas del Egeo y en las costas de Asia Menor?
Durante la Edad Oscura hubo muchos más movimientos de población. Según diversas tradiciones, los jonios eran refugiados de los reinos micénicos que llegaron a Atenas y desde ahí se dirigieron a Asia Menor, colonizando de paso las islas por las que iban «saltando». ¿De qué huían? Podemos pensar que de la invasión de los dorios, pero tal vez abandonaban unas tierras que habían quedado arruinadas por la Catástrofe y en las que ahora reinaba el caos. La zona de Asia Menor que escogieron sería, con el tiempo, la más próspera del Egeo, y las ciudades jonias formaron una especie de confederación conocida como Dodecápolis -doce ciudades- entre las que destacaron Éfeso, la marinera Focea y Mileto, la cuna de la filosofia.
Los dorios, como se comprueba por el mapa, se ciñeron a las islas situadas más al sur y a la costa suroeste de Asia Menor, como si se movieran en una línea casi recta desde el extremo sur del Peloponeso en su «salto» allende el Egeo. No sería tan raro que la colonización jonia y la doria hubieran avanzado en paralelo, y que en más de una isla hubiesen chocado violentamente.
En cuanto a los hablantes del dialecto eolio, su paso a Asia Menor debió producirse por el norte del Egeo, como corresponde también a su situación más al norte de Grecia. La tradición atribuye esta primera migración a un tal Pentilo, que colonizó la comarca de Troya y la isla de Lesbos.
Como vemos, estos movimientos poseen cierta lógica geográfica. Tiempo después los jonios, más emprendedores, plantarían colonias en la costa norte del Egeo, estropeando de alguna manera el bonito dibujo de líneas paralelas que cruzan este mar.
¿Y a qué se deben los elementos comunes entre los dialectos de Arcadia y Chipre? Serían arcaísmos. Los arcadios quedaron aislados de los movimientos del resto de Grecia porque vivían en una región pobre y dificilmente accesible, mientras que Chipre, donde ya había asentamientos griegos desde época micénica, se encontraba demasiado lejos para sufrir las convulsiones que afectaron a Grecia. Ambos dialectos evolucionaron poco, y por eso se parecen.
Éste es un resumen que, aunque no lo parezca, intenta ser simplificado, y en el que, como es habitual, no existe acuerdo. Con todo, a mí me parece una explicación verosímil. Un panorama similar de migraciones y convulsiones debía de ser el que tenía en mente Tucídides cuando escribió el siguiente pasaje:
Da la impresión de que la que hoy se llama Grecia no estaba habitada de forma estable. Al contrario, al principio se producían migraciones, ya que todos abandonaban con facilidad su residencia, forzados por otros pueblos siempre superiores en número. No existía comercio y era dificil relacionarse unos con otros tanto por tierra como por mar. Cada uno trabajaba en lo suyo lo justo para sobrevivir, y no tenían excedentes de bienes ni cultivaban la tierra, ya que nadie sabía cuándo podía aparecer cualquiera a arrebatarle lo suyo, pues no tenían murallas. Como, además, pensaban que podían encontrar en cualquier parte el sustento cotidiano, para ellos no era ningún problema emigrar [...]. En el Ática, sin disputas internas debido sobre todo a la pobreza de su suelo, habitaron siempre los mismos hombres [...]. De la gente que, por culpa de la guerra o de las luchas internas civiles, se veía expulsada del resto de Grecia, los más dinámicos se refugiaban entre los atenienses con la idea de que allí estaban seguros, y convirtiéndose enseguida en ciudadanos acrecentaron aún más la población de la ciudad, de modo que más tarde enviaron colonias a Jonia, ya que el Ática no era suficiente para ellos (Tucídides 1, 2).
En realidad, la intención de Tucídides es reflejar la situación previa a la Creta de Minos. Me temo que condensó demasiado en el tiempo las tradiciones orales que le llegaron, porque casi unía el esplendor de la Creta minoica con la época de la guerra de Troya, cuando había varios siglos de separación. En mi opinión, esta descripción refleja una situación auténtica, pero posterior a lo que creía Tucídides:3 es ni más ni menos que lo que ocurría en la Edad Oscura.
La autoridad se había desintegrado con la caída de los palacios; excepto, parece, en lugares como el Ática, que se convirtió en una especie de refugio y de trampolín para saltar a Asia Menor. La economía se centró en el pastoreo y en una vida semisedentaria o seminómada, según queramos verlo. Habría agricultura, por supuesto, pero no con explotaciones intensivas como antes. Sin autoridad central, la red de caminos quedó abandonada y nunca se reconstruyó del todo. Las aguas volvieron a empantanar los terrenos del lago Copais, y así debió de ocurrir en muchos otros lugares que sólo se habían mantenido secos y salubres a fuerza de mucho trabajo. Algunos autores sugieren que la población llegó a reducirse al diez por ciento de la que había en época micénica. Aunque me resulte un dato exagerado, hay muchas zonas que debieron de quedar deshabitadas, y la naturaleza seguramente reclamó de nuevo lugares que habían estado poblados y cultivados. (Llama la atención que muchos trabajos de Heracles tengan que ver con el exterminio de monstruos y animales salvajes en las tierras del Peloponeso que antaño fueron el reino de los micénicos. Quizá reflejen la lenta reconquista de esos terrenos a partir del año 1000 a.C.).
No es extraño que en una época tan agitada se recurriera más a la incineración de los cadáveres que a su entierro. No sólo porque resultaba más barato, sino también porque podía ser más cómodo llevarse las cenizas del difunto si había que cambiar de asentamiento constantemente. No se volvieron a levantar grandes sepulturas como las de los señores micénicos. El resto de la cultura material era tan humilde como las prácticas funerarias. No se construyeron más palacios, ni se encuentran apenas objetos de lujo en los yacimientos: adiós a los puñales con incrustaciones, los sellos de oro, las joyas, las paredes decoradas con frescos, etcétera.
Tan sólo la cerámica se mantuvo. Poco a poco, a partir de piezas muy humildes y, por qué no decirlo, más bien feas, se desarrolló un nuevo estilo: el geométrico. Al principio la decoración de las vasijas era muy simple, círculos y poco más. Pero los artistas se fueron animando con motivos más complicados, como meandros, grecas y zigzags que rodeaban el vaso en bandas. Llevados por un horror vacui muy típico de esa época y de los siglos siguientes, no dejaban prácticamente un rincón del ánfora sin decorar. Por fin, hacia el siglo ix se animaron a pintar de nuevo seres humanos. Lo hacían de forma muy estilizada, con la cabeza de perfil, el cuerpo triangular y una estrechísima cintura que contrastaba con unos glúteos y unos muslos de corredores de 100 metros. Donde se encuentran más y mejores muestras de este arte geométrico es en Ate nas, sobre todo en el Dipilón, con algunas ánforas que llegan casi a los dos metros de altura.
Como hemos visto, Atenas sobrevivió a la Catástrofe mucho mejor que otros lugares: no se aprecian allí huellas de destrucción, ni tampoco de ruptura o despoblación. Hubo otros sitios, como Lefkandi, en la costa occidental de Eubea, que también prosperaron en la Edad Oscura. Allí se ha encontrado el primer gran monumento funerario en honor a los héroes, un edificio de casi 50 metros de longitud por 10 de ancho, rematado por un ábside. Pero, en general, el panorama es de atraso y desolación.
Es posible que si no hubieran caído los palacios, y con ellos la minuciosa burocracia micénica que, en cierto modo, recuerda a la de las llamadas civilizaciones hidráulicas -Egipto y Mesopotamia-, la Grecia que tanto admiramos no hubiera llegado a existir. Quizá la polis griega, que ya no dependía de un palacio central y que se basaba en una fuerte cohesión social y en cierta tendencia a igualar a los ciudadanos, nació a partir de una reacción muy antigua contra las élites micénicas.
            EL CULTO A LOS HÉROES

Aunque nosotros llamamos héroe a alguien que realiza grandes hazañas, para los griegos los héroes eran muertos poderosos, espíritus de un nivel intermedio entre los dioses y los hombres. Se cree que su culto no existía en la época micénica y que apareció más tarde, quizá por el asombro que despertaban en los griegos de la Edad Oscura las grandes tumbas micénicas.
El culto a los héroes estaba teñido de un matiz siniestro que los asemejaba a los rituales funerarios y a la adoración a las divinidades ctónicas -propias de la tierra, para entendernos-. Solía practicarse de noche, ofreciendo animales de color negro a los que se quemaba por completo sobre el altar en un sacrificio conocido como «holocausto», literalmente «todo quemado». En el culto normal a los dioses, la mayor parte de la carne se repartía entre los asistentes y se comía durante la fiesta, pero se ve que a los griegos no les agradaba compartir alimentos con los muertos ni con los dioses infernales. ¡Mal fario!
Sería tentador pensar que, de alguna manera, los atenienses y otros pueblos griegos hicieron con sus reyes algo parecido a los romanos que fundaron la República, y que esa rebelión contra la autoridad central tuvo que ver con la convulsión final de la época micénica. Sin hacer más historia ficción, creo que, si no se hubieran desintegrado las grandes unidades políticas de la Grecia micénica, no habría nacido la polis que conocemos, con sus peculiares y nuevos sistemas de gobierno y su pensamiento independiente. Tal vez sin una edad oscura no habría sido posible el milagro griego.
¿QUÉ LES HACÍA SENTIRSE GRIEGOS?
La primera cuestión que se plantea es si todos los griegos se sentían griegos. Después de las Guerras Médicas una ola de patriotismo invadió Grecia continental, las islas del Egeo y la costa de Asia Menor, y ese patriotismo les hizo reinterpretar su pasado convirtiéndolo en más «griego» de lo que realmente era. Ahora bien, una prueba de que los helenos creían tener algo en común, al menos a finales de la Época Arcaica, es que se unieron contra la invasión de los persas.
Para sentirse unidos no hay nada como encontrar un «otro», un espejo negativo que en vez de devolvernos nuestro reflejo nos enseña una contraimagen. Si ese otro, además, se convierte en enemigo -como pasó con los persas-, nos sentiremos mucho más unidos todavía a los que consideramos como «los nuestros». Bien lo saben los nacionalistas, que buscan enemigos por todas partes para cohesionar sus filas.
En el caso de los griegos, ellos tomaron contacto con muchísimos pueblos de «otros» a raíz de la gran colonización entre los siglos vIIi y vi. Al encontrar culturas tan diferentes de la suya, se dieron cuenta de que ellos, fueran jonios, dorios o eolios, se parecían más entre sí de lo que habían creído hasta entonces. Además, en muchísimos casos pudieron sentirse culturalmente superiores.' La mayoría de los pueblos con los que se encontraban en las orillas del Mediterráneo o del mar Negro eran nómadas o seminómadas, mientras que ellos poseían sus polis y una civilización urbana. Como mucho, esas gentes habitaban en pequeñas aldeas, y llevaban armas y vivían de la piratería y el saqueo, actividades que los griegos del siglo viii empezaban a considerar poco honorables. Sobre todo, los demás pueblos tenían costumbres diferentes, tanto a la hora de vestir, comer y beber como de adorar a sus dioses, honrar a sus muertos, tratar a sus mujeres, etc.Y los griegos, como se aprecia en los entretenidos relatos etnográficos de Heródoto, se fijaban especialmente en las diferencias para así reafirmar su propia personalidad.
LA POLIS

¿Qué caracterizaba a una polis griega?
Se trataba de una comunidad políticamente independiente de cualquier otra, con sus propias estructuras de gobierno basadas en un cuerpo cívico. Este conjunto de ciudadanos podía estructurarse en grupos con más o menos derechos. Cuando sólo un grupo reducido de ciudadanos gozaba de todos los derechos políticos, se trataba de una oligarquía. Si los derechos se extendían a capas más amplias, incluyendo artesanos, jornaleros, pequeños campesinos, etc., podía definirse como una democracia, estadio al que llegaron algunas ciudades al final de la Época Arcaica. Eso no quiere decir que los derechos cívicos alcanzaran a todos, ni siquiera en una democracia: había que excluir a los extranjeros, estuvieran de paso o ya asentados en la polis,y a los esclavos. Además, el cincuenta por ciento de la población, las mujeres, poseía derechos cívicos reducidos, restringidos a ciertos ámbitos como el religioso o el familiar (aunque en algunas ciudades, como Esparta, gozaban de derechos de propiedad sobre la tierra igual que los hombres).
Físicamente, la polis se organizaba alrededor de un centro urbano, amurallado o no. Desde el punto de vista griego, lo importante para distinguir una polis de una aldea bárbara era que en la polis el espacio estaba organizado. Dentro de esa organización había terrenos y edificios públicos construidos alrededor de la plaza, el ágora, cuyo significado etimológico es «lugar de reunión». Los ciudadanos se congregaban allí para las tareas de gobierno o para llevar a cabo diversas actividades y rituales que ayudaban a crear vínculos de unión entre la comunidad, como se hacía también en los gimnasios, auténticos centros de vida social.A diferencia de las ciudades micénicas, en las que dominaban los palacios, el principal edificio de la polis griega era el templo. Alrededor de él -y no dentro- se organizaban el culto religioso y las fiestas que servían para reforzar su identidad. Con el tiempo, conforme prosperaron, las polis griegas compitieron por construir templos más lujosos y elegantes.
Las polis solían ser pequeñas. Incluyendo las tierras que las rodeaban, su extensión media era de unos 80 kilómetros cuadrados, y muchas apenas llegaban al millar de habitantes. Por supuesto, existían ciudades mucho mayores, como Tebas, Corinto o las ciudades de Jonia. Un caso extremo era el del Ática, una polis de 2.500 kilómetros cuadrados, cuyo núcleo urbano era la ciudad de Atenas. Se calcula que llegó a haber unas 700 polis en Grecia.
Los griegos no tenían esa preocupación por aprender lenguas extranjeras que tanto nos tortura a los españoles (alguien ha definido al español como un señor que se pasa toda su vida intentando aprender inglés). Ni siquiera se tomaron muchas molestias por aprender latín cuando se convirtieron en súbditos de Roma: la lengua del Imperio romano de Oriente era el griego. Para los helenos, todos los que no hablaban su idioma eran bárbaros. El significado de esta palabra era al principio puramente lingüístico, pues lo usaban también para pueblos más avanzados que ellos, como los egipcios o los persas. Las connotaciones que para nosotros tiene el término «barbarie» llegarían más tarde.
Literalmente, el término bárbaro¡ se refería a gente que al hablar hacía bar-bar-bar, una onomatopeya similar a nuestro «bla-bla-bla», tan utilizado en los finales de las historietas de Mortadelo. En realidad, tanto la onomatopeya griega como la nuestra son vestigios antiquísimos, ya que ambos provienen del indoeuropeo. Así lo atestiguan el término sánscrito barbarah, «balbuceante», y cambiando la «r> por «b>, algo típico en las consonantes líquidas, el latín balbus, «tartamudo», de donde proviene nuestro propio término «balbucear».
ELEMENTOS DE IDENTIDAD: LOS DIOSES
Además de hablar una lengua igual o muy parecida, los griegos también adoraban a los mismos dioses. Sin duda, uno de los aspectos más conocidos de la cultura griega es su mitología. Me apresuro a añadir que nunca fue un bloque inmóvil, pues los griegos no poseían nada parecido a una Biblia: la mitología se reinventaba y crecía constantemente. Muchas historias míticas poseen gran antigüedad, pues aparecen ya en Homero o Hesíodo, pero otros elementos son posteriores, como la invulnerabilidad de Aquiles -salvo en el talón- o el triste final de la historia de Jasón y Medea.
En la mitología griega encontramos criaturas fabulosas, como centauros, sirenas aladas, gigantes de todo pelaje, licántropos, dragones de múltiples cabezas o enormes bestias marinas. Pero en la imaginación griega estos seres poco a poco quedaron relegados a los rincones de la Tierra, al inframundo, a bosques profundos o mares apartados. En ocasiones los cazaban héroes como Heracles y Teseo, y a veces eran los mismos dioses quienes acababan con ellos.
En ese proceso de limpiar de monstruos su mundo imaginario, los griegos humanizaron cada vez más a sus divinidades. Por eso, aunque en la mitología griega encontramos muchos elementos fantásticos, es más realista que otras, como la sumeria, la egipcia o la nórdica. Los dioses principales de su panteón mostraban un aspecto igual que el nuestro, sólo que muy mejorado. La frase «el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza» de Nietzsche se aplica perfectamente a los griegos. Entre ellos mismos ya había quienes observaban esa creciente humanización con ironía, como el filósofo y poeta jonio Jenófanes, quien dijo que si los bueyes representaran a sus dioses, seguramente los pintarían con cuernos como ellos.
En cierto modo, al humanizar a sus dioses, los griegos buscaban tranquilizarse y creer que el universo que los rodeaba estaba regido por fuerzas racionales. Quienes gobernaban las aguas, el cielo o el ciclo vital de las plantas no eran monstruos primordiales, ciegos y estúpidos, sino (súper)individuos como Poseidón, Zeus o Deméter, cuya conducta podía ser más o menos previsible y con los que se podía negociar ofreciéndoles abundantes sacrificios.
Pero sólo hasta cierto punto. Los dioses poseían un temperamento más visceral que los humanos, y su ira resultaba terrible y a veces arbitra ria. Si alguien en una ciudad cometía un sacrilegio, aun de forma involuntaria, el dios Apolo podía castigar a toda la comunidad disparando a discreción sus flechas invisibles y desatando mortíferas epidemias. Más ejemplos: cuando la reina Casiopea presumió de que su hija Andrómeda era más guapa que las mismísimas Nereidas, éstas, en lugar de tomar represalias directamente contra Casiopea, convencieron a Poseidón de que enviara contra Etiopía un monstruo marino que mató a muchísimos súbditos inocentes.Ya hemos visto cómo la decisión de Paris de elegir a Afrodita provocó que Hera y Atenea se convirtieran en enemigas mortales de Troya, y aquello también acabó en muerte y destrucción. No es que los troyanos no tuvieran la culpa, es que ni siquiera la tenía Paris, pues le obligaron a ejercer de juez en contra de su voluntad.
En el fondo, las pasiones intensas y a menudo mezquinas y pueriles de los dioses representaban el carácter imprevisible de la naturaleza que, cuando creemos tenerla controlada, nos sorprende con algún zarpazo devastador en forma de sequía, temporal o tsunami.Así que unos dioses dotados de razón humana, pero caprichosos, se correspondían con un universo a medias comprensible y a medias aterrador.
No resulta extraño, por tanto, que los griegos recelaran de sus dioses y procuraran no acercarse demasiado a ellos. El templo griego no era un centro de reunión, sino el lugar donde se alojaba la divinidad, representada por su imagen; en algunos casos, tan grande como la Atenea del Partenón, que medía doce metros de altura. Ante aquella presencia imponente, los fieles se sentían sobrecogidos -la palabra griega para ese temor era thámbos-, y preferían quedarse fuera y hacer los sacrificios en el exterior.
En ese tránsito de lo monstruoso a lo humano, los griegos crearon un curioso y a veces salvaje relato de sucesión dinástica, del que se han encontrado numerosos paralelos y antecedentes orientales.
El primer dios fue una entidad impersonal, una especie de vacío primordial conocido como Caos (el significado de Caos = desorden es posterior). De Caos surgió Gea, la Tierra; para muchos, se trataba de la gran diosa madre adorada en laVieja Europa. Gea y su hijo Urano -el cielo estrellado- se unieron y alumbraron una serie de vástagos. De más monstruosos a menos, eran los Centimanos, los Cíclopes y los Titanes. El más joven de éstos, Cronos, reemplazó a su padre como soberano del mundo mediante un procedimiento de lo más tajante: lo castró con una hoz.'
Cronos se casó con su hermana Rea. Para evitar que alguno de los hijos que engendraba tuviera tentaciones de castrarlo o gastarle alguna broma semejante, Cronos se dedicó a devorarlos según nacían. Cuando llegó el momento de alumbrar por sexta vez, harta de parir en balde, Rea tomó una piedra, la envolvió en pañales y se la dio a Cronos, que se la tragó sin rechistar (no sé por qué, pero cuando pienso en esto siempre me imagino a Cronos sentado delante de la tele para ver un partido de fútbol con los amigotes y echando mano al plato de ganchitos sin mirar lo que come).
Rea bajó a Creta y allí dio a luz a su último hijo. El recién nacido, Zeus, se crió en una gruta del monte Ida, y cuando se hizo mayor subió a los cielos para desafiar a su padre. Disfrazado de copero, vertió un emético en su copa, y Cronos vomitó a los cinco dioses que se había tragado. También expulsó la piedra: aquello fue un cólico titánico en el sentido literal. Los hermanos de Zeus, ya aseados, le ayudaron a combatir contra su padre y el resto de los Titanes. Por fin, tras diez años de luchas, Zeus venció, se convirtió en soberano supremo de los dioses y se repartió el mundo con sus hermanos varones: los cielos para él, el inframundo para Hades y las vastas aguas saladas para Poseidón. ¿Y la tierra? En ella mangoneaban todos los dioses.
Estos conflictos dinásticos entre seres primigenios y a menudo monstruosos contra dioses cada vez más humanos parecen representar la propia lucha del hombre por doblegar a la naturaleza. Pero no cesaron con la guerra contra los Titanes: ya convertido en soberano de los dioses, Zeus todavía hubo de enfrentarse a los ataques de los Gigantes y de una monstruosa criatura denominada Tifón.
Tanto los Gigantes como Tifón eran seres nacidos de Gea, la Tierra. También lo era Pitón, el dragón monstruoso al que Apolo mató para apoderarse del oráculo de Delfos. Hay autores que ven en las luchas de Zeus y Apolo contra estos monstruos nacidos de Gea el reflejo de un antiguo enfrentamiento entre pueblos. A un lado estarían los invasores griegos, que traían con ellos sus costumbres patriarcales y sus dioses celestiales y bastante machistas. Al otro, la cultura de la Vieja Europa, matriarcal y dominada por poderosas diosas femeninas de carácter terrestre.
Algo de cierto puede haber. Pero las diosas no quedaron arrinconadas: seguían teniendo un papel básico en la religión griega, más incluso en el ritual que en la mitología. Los habitantes de Argos, como ya quedó dicho, fechaban sus acontecimientos por los años que llevaba en el cargo la sacerdotisa de Hera. Cuando Poseidón y Atenea compitieron por convertirse en patrones de Atenas, ganó la diosa, como es fácil deducir del nombre de la ciudad. Antes de la batalla de Maratón, los atenienses se encomendaron a Ártemis la cazadora.Y aunque Apolo fuese un dios varón, quien adivinaba el porvenir en su oráculo era una mujer, la Pitia.
Una vez sentado en su trono, del que era más dificil arrancarlo que a un ministro, Zeus gobernaba el mundo y trataba de hacer lo mismo con su familia, que a veces se le desmandaba. En una ocasión, le regalaron un trono con unas argollas que se cerraron mágicamente sobre sus muñecas. «¡Feliz día del padre!», debieron decirle mientras él rumiaba su venganza, que efectivamente llevó a cabo.
La familia de Zeus era muy numerosa, porque se casó varias veces -con Temis, Metis y Mnemósine-, hasta contraer matrimonio definitivo con su hermana Hera.Además, mantuvo infinitas relaciones extraconyugales, de forma que casi todos los dioses jóvenes eran sus hijos, y la mayoría de los linajes nobles de Grecia y parte del extranjero descendían de él. Se le representaba con un rayo, el arma definitiva de poder con el que solventaba todas las discusiones a fuerza de megavoltios, y en compañía de un águila, animal simbólico de la realeza. Poseía santuarios por toda Grecia, entre los que destacaba el de Olimpia, y un importante oráculo en Dódona donde los sacerdotes adivinaban el futuro escuchando el susurro del viento en las hojas de un roble sagrado.
CURIOSIDADES ETIMOLÓGICAS

El nombre de Zeus proviene de una raíz indoeuropea con tres vocalismos posibles, *Dieu-/Diou-/Diu-, que según las lenguas dio resultados fonéticos muy distintos. El nominativo griego era *Dieu-s, Zeus, pronunciado más o menos «dseus», pero en la exclamación en acusativo Ma ton Día el nombre cambiaba de forma irreconocible (al principio fue Díwa, pero esa w se perdió, como ya comentamos al hablar de Homero).
En latín, la forma de dirigirse a él como padre, evolucionó a Iuppiter, que ha dado nuestro Júpiter. Mientras que del genitivo *(D)Iou-is, aplicado al día consagrado a este dios y su planeta, proviene nuestro jueves. Como el temperamento que se le atribuye a este dios, <jovial». ¿Quién habría pensado que «Zeus», <Júpiter» y <jovial» provienen de la misma raíz?
Su esposa Hera protegía el matrimonio, y bastante trabajo tenía manteniendo el suyo a flote con un marido tan aficionado a mujeres y diosas. A Hera le corresponde un papel antipático en la literatura mitológica: siempre procura vengarse de las amantes de Zeus y de sus hijos, como en el caso de Heracles, al que le metió dos serpientes en la cuna cuando era un bebé. (Se ve que a la Disney este mito le parecía poco adecuado para el público familiar, así que convirtieron a Hera en la amantísima madre de Heracles. ¿Adulterio en las salas de cine? ¡De ninguna manera!). Pero su función en la vida religiosa era muy distinta, pues recibía una gran veneración con el epíteto de Potnia. Asimilada a la diosa Ilitía, también protegía a las mujeres en el parto, el peligro más terrible de la época: estadísticamente, una mujer a punto de dar a luz tenía más probabilidades de morir que su marido combatiendo en una falange de hoplitas.6
Poseidón era el dios del mar, aunque en su carácter se adivinan rasgos más antiguos relacionados con la tierra. Su animal era el caballo y su arma el tridente, con el que provocaba los terremotos tan frecuentes en Grecia. Algo debía fallarle en el ADN, porque cada vez que se acostaba con una diosa o mujer engendraba criaturas extrañas que no se parecían ni al padre ni a la madre: lo mismo le salía un cíclope gruñón y antropófago como Polifemo, que un dios con cuerpo de pez como Tritón o un caballo alado como Pegaso (!).
Hades gobernaba el infierno, adonde iban a parar todos los muertos. ¡En Grecia no había ni cielos poblados de ángeles ni paraísos con huríes! El inframundo griego era un lugar gris y aburrido, pero en general no se torturaba a nadie, salvo que hubiese cometido algún delito especialmente ofensivo para los dioses. Sísifo, que engañó a la muerte, tenía que hacer rodar una piedra eternamente por una pendiente, y Tántalo, que ofreció carne humana a los dioses, se veía condenado a sufrir hambre y sed a pesar de que tenía suculentos manjares al alcance de la mano.
Con el tiempo, aquellas perspectivas de ultratumba tan deprimentes dejaron de satisfacer a los griegos. Por eso desarrollaron cultos llamados «mistéricos», como los que se celebraban en Eleusis, en los que los iniciados realizaban rituales de purificación y aprendían secretos destinados a conseguirles un lugar mejor en el más allá, una especie de pequeño paraíso dentro del reino de Hades.A este dios, por cierto, apenas se le rendía culto. Su propio nombre significaba algo así como «invisible», y no tanto por el yelmo que lo convertía en tal, sino porque el nombre era una declaración de intenciones: «¡Que no lo veamos!», venían a decir.Y enseguida lo sustituyeron por el de Plutón, otro nombre eufemístico que significa «rico» y que se explica por los tesoros que se almacenan bajo tierra.
Hestia, hermana de los anteriores, era la diosa virgen del fuego del hogar, y no tenía en Grecia la relevancia que poseía en Roma bajo el nombre deVesta. Mucho más importante era Deméter, diosa que garantizaba la fertilidad de los campos y que, con su hija Perséfone o Core, presidía los Misterios de Eleusis, rituales secretos relacionados con la inmortalidad del alma. Deméter, de algún modo, era la heredera de la Gran Diosa Madre que adoraban los minoicos y otros pueblos de laVieja Europa.
Aparte de los seis hermanos, moraban en el Olimpo otros dioses, la mayoría hijos de Zeus. La excepción era Afrodita, divinidad del sexo y el amor, que no descendía del rey de los dioses. Según la versión más extendida, nació de la blanca espuma que se levantó cuando el miembro mutilado de Urano cayó al mar -me temo que lo de la blanca espuma era un eufemismo-. El célebre cuadro de Botticelli la inmortaliza poco después de este momento, cuando los vientos la arrastraron a la isla de Chipre. Su epíteto «Cipris» la relacionaba con esta isla, y es posible que su culto llegara a Grecia desde allí: Chipre era un lugar de contacto con Oriente, y los rasgos de Afrodita la relacionan con la diosa sumeria Inana o con la babilonia Ishtar. Como ellas, Afrodita era una auténtica fuerza de la naturaleza a la que nadie se resistía, y cuando decidía que alguien se enamorara las consecuencias podían ser terribles, como sucedió en Troya.
Entre los dioses varones más jóvenes, el principal tanto en el mito como en el culto era Apolo. Este dios reunía en su personalidad rasgos muy complejos. Con el epíteto de «Febo», «resplandeciente», a veces se identificaba con el sol, y también con la luz de la razón. Como dios de la profecía tenía consagrado el oráculo de Delfos, que había conquistado a golpe de flecha, su arma infalible. Era el dios de la curación fisica -su hijo, Asclepio, patrocinaba la medicina- y también de la sanación moral, pues cuando había que purificar culpas se recurría a su consejo. Pero a él mismo a veces se le cruzaban los cables, como cuando exterminó a flechazos a los Cíclopes, lo cual le costó un año de trabajos forzados apacentando ganado.
Apolo era también el dios de la música, y nadie en el mundo tocaba la lira mejor que él. Considerando que además era el más guapo de los dioses, de donde procede el adjetivo «apolíneo», debería haber tenido un nutrido club de groupies. Sin embargo, coleccionó tantos rechazos que podría haber montado un puesto de calabazas en el mercado: Dafne, Casandra, Marpesa... El de esta última fue especialmente hiriente, pues Apolo le dio a elegir entre él y un mortal llamado Idas, y la joven escogió a Idas. Por una vez, y sin que sirviera de precedente en un dios,Apolo se tragó su orgullo de dios y aceptó la decisión sin tomar represalias (pero Marpesa, mujer, ¿no sabías lo insoportables que nos ponemos los hombres cuando nos entra la crisis de los cuarenta?).
Tan poderosa como Apolo era la diosa virgen, Atenea. Había nacido de la cabeza de Zeus, y, siendo hija de la mente, su principal virtud era la inteligencia, representada en la mirada viva y penetrante de la lechuza que le estaba consagrada. Por eso su favorito entre los héroes era el astuto Ulises, al que protege a lo largo de toda la Odisea. Era una diosa un tanto varonil -la virginidad parecía ser una negación de su condición femenina-, que cuando se calaba el yelmo y empuñaba la lanza podía poner en fuga al mismísimo Ares, dios de la guerra. Para compensarlo, los griegos la convirtieron también en una gran tejedora. En general, era muy hábil con las manos, y Platón la imaginó en uno de sus mitos compartiendo un taller de inventos y artesanía con Hefesto.
Hefesto era el patrón de los herreros, pero no sólo forjaba armas, sino que fabricaba todo tipo de objetos fabulosos, incluyendo unos robots que le ayudaban en la fragua. Cojeaba, porque en una ocasión Zeus lo tiró del Olimpo y era el más feo de los inmortales. Paradójicamente, lo casaron con Afrodita, diosa de la belleza. Hefesto era el único dios que se levanta ba cuando todavía no había amanecido para ir a la fragua. De hecho, era prácticamente el único dios que trabajaba. ¿Qué recompensa obtuvo por su laboriosidad? Que su esposa Afrodita aprovechara sus ausencias para calentar la cama con el musculoso cuerpo de Ares. El cuadro de Velázquez La ]`ragua de Vulcano refleja el momento en que Hefesto se entera de que su propio hermano le ha adornado la cabeza con dos apéndices óseos.
De Ares hablaremos poco: violento, irracional, engañaba a su hermano Hefesto y, aunque era el dios de la guerra, en Troya lo derrotaron Atenea y, algo incluso más humillante, el mortal Diomedes. A los griegos no les caía bien, y a mí tampoco. Entre él y Atenea existía una gran diferencia. Atenea era una diosa guerrera, que en caso de necesidad recurría a la violencia. Ares era la guerra y la violencia.
Más simpático resultaba Hermes, hijo de Zeus y Maya. Resultaba tan dificil de atrapar como el metal de su nombre latino, Mercurio. El mismo día en que nació, se libró de sus pañales, que en aquellos tiempos eran más bien como una camisa de fuerza. Tras esta proeza digna de Houdini, le robó unas vacas a Apolo y se las llevó a una cueva. Después sacrificó una de ellas y, aprovechando que pasaba una tortuga por allí, la mató y usó su caparazón y las tripas de la vaca para fabricar la primera lira. Por último, volvió a su cuna y, cuando le reprocharon sus fechorías, puso la misma cara de inocencia que un jugador de baloncesto al que le pitan personal después de arrancarle un brazo al contrario.
A Hermes se lo representaba con alas en los pies o en el sombrero y con el caduceo, un bastón que tenía dos serpientes enrolladas. Su velocidad lo convirtió en recadero de su padre Zeus, y por ese motivo protegía a los heraldos, los mensajeros sagrados que llevaban correos y embajadas de ciudad en ciudad. También era el encargado de escoltar las almas de los muertos hasta el inframundo.
No hemos hablado de la hermana melliza de Apolo, Ártemis. Esta diosa virgen, la tercera de nuestra lista junto con Atenea y Hestia, vivía en las montañas y los bosques, acompañada por sus ninfas. Era tan certera con su arco de cazadora como Apolo, y en cierto modo representaba su envés: si a Apolo se lo identificaba con el sol, Ártemis era una diosa lunar. Curiosamente, en Asia Menor se la representaba de una forma muy distinta, como una diosa madre con un montón de pechos. En la ciudad de Éfeso le levantaron un templo gigantesco, considerado una de las Siete Maravillas: cuando los jonios se ponían a construir, eran más exagerados que sus primos del continente.
Hay quien sitúa fuera del Olimpo a Dioniso, hijo de Zeus y una mujer mortal llamada Sémele, y durante mucho tiempo se consideró que su culto había entrado en Grecia desde Oriente y en una época relativamente tardía. Pero ya hemos visto que su nombre aparecía en las tablillas micénicas.Tal vez se quería creer que provenía del extranjero porque rompía la imagen luminosa y racional que se tenía de los griegos. Era el dios del vino, la embriaguez y la inspiración, de las fuerzas desatadas y reproductivas de la naturaleza. En sus ceremonias participaban sátiros y unas ninfas salvajes conocidas como ménades, entre danzas, cánticos y éxtasis. Esos rituales podían convertirse en auténticas orgías, por lo que las autoridades a veces intentaban prohibirlos. En el mito, así lo pretendió el rey Penteo, pero cuando quiso ejercer de antidisturbios, las mujeres que asistían al festejo -entre ellas su madre y su esposa- lo despedazaron literalmente con las manos. Nietzsche escribió que la religión griega era como una moneda, con una cara luminosa y racional, la apolínea, y un reverso oscuro, el dionisíaco (léase tarareando el tema musical de DarthVader).
Había muchas otras divinidades, cientos, miles de ellas. Algunas astronómicas, como Helios el Sol o Selene la Luna. Otras de la naturaleza silvestre, como Pan, Sileno o una infinidad de ninfas de los bosques y de las aguas. También las abstracciones se convertían en dioses: la Noche, el Engaño, la Escasez. En tiempos clásicos se crearon algunas nuevas, como la Persuasión, a la que se rendía culto en la Atenas democrática. Además, existían unas criaturas intermedias entre dioses y hombres, los daímones, una especie de genios que pululaban por el mundo (del diminutivo daimónion procede nuestra palabra «demonio»).
En suma, para los griegos todo estaba lleno de presencias sobrenaturales a las que se podía ofender en cualquier momento y cuyo favor había que ganarse. Eso explica que la religión impregnase cada actividad humana y que todo fuese un ritual: las labores agrícolas, el teatro, el matrimonio. Incluso la guerra: ningún general se atrevía a lanzar a sus hombres a la batalla si antes no ofrecía los sacrificios pertinentes y comprobaba que las vísceras de las víctimas tenían buen aspecto. Antes de tomar cualquier deci Sión importante, se consultaba a los oráculos de los dioses, lugares sagrados que hacían de puente entre el mundo divino y el humano.
ELEMENTOS DE IDENTIDAD: SANTUARIOS Y JUEGOS PANHELÉNICOS
Otro motivo de unión e identidad para los griegos era el respeto que sentían por unos santuarios determinados. Los más importantes eran el de Delfos, consagrado a Apolo, y el de Zeus en Olimpia, pero también consiguieron una gran reputación el de Poseidón en el istmo y el de Asclepio, dios de la curación, en Epidauro.
El oráculo de Delfos se hallaba en Grecia central, en una comarca conocida como Fócide. Era, y sigue siendo, un lugar bellísimo situado en las laderas del monte Parnaso y a poca distancia de las aguas del golfo de Corinto. En su origen perteneció a la diosa Gea, pero al dios Apolo le gustaron las vistas y decidió apoderarse de él, para lo cual tuvo que matar a Pitón, el dragón que lo custodiaba. El núcleo del poder místico de aquel lugar era el khásma, una grieta en el suelo de la que emanaban vapores. Unas cabras que pasaban por allí empezaron a balar con voz humana y a predecir el futuro, por lo que los pastores comprendieron que esos vapores eran el aliento de la diosa Gea, madre de todas las profecías.
Alrededor de la grieta se construyó el primer templo (hubo varios a lo largo de la historia de Delfos). La zona de suelo donde se encontraba la abertura se dejó sin pavimentar y encima de ella se colocó el trípode de bronce sobre el que se sentaba la adivina, una mujer conocida como Pitia o Pitonisa. Los días que se abría el oráculo a los fieles, la Pitia masticaba laurel y, ayudada por los vapores del khásma, entraba en trance. A veces ella misma profetizaba en hexámetros, y en otras ocasiones emitía palabras casi ininteligibles que los sacerdotes auxiliares del templo tenían que interpretar. Sobre este asunto hay controversia entre los expertos, como también en lo relativo al resto del proceso. Por ejemplo, no se le conocen propiedades psicotrópicas al laurel. ¿Sería de una variedad ya extinguida?
En cuanto al khásma, los autores clásicos hablan de esa grieta, pero los arqueólogos no han hallado rastro de ella. Se ha pensado que el santuario original no estuviera donde ahora se encuentran las ruinas.También es posible que en el templo se quemaran otras hierbas con propiedades alucinógenas, y que los consultantes interpretaran la humareda que se organizaba como los vapores proféticos de Gea. Por otra parte, lo más probable es que eligieran como sacerdotisas a mujeres propensas a la sugestión que podían entrar en trance autoinducido.
Los griegos aceptaban las palabras que salían de boca de la Pitia como si las pronunciara el mismo Apolo. Pero las profecías no salían gratis. El camino en zigzag que subía al oráculo estaba sembrado de «tesoros», pequeños templos que contenían las ofrendas enviadas por ciudades de toda Grecia y por reinos extranjeros. Entre las más valiosas se hallaban las que mandó Creso, rey de los lidios, cuando quiso saber qué ocurriría si hacía la guerra contra los persas.A cambio, los donantes conseguían un gran prestigio y el derecho de promanteía, es decir, de ser atendidos por la Pitia antes que los demás.
La influencia de Delfos significaba poder, tan grande como el que tienen hoy día los grandes grupos de comunicación pro o antigubernamentales. Como no se podía permitir que una sola ciudad monopolizara ese poder, el oráculo se hallaba bajo la administración de una organización que podríamos llamar internacional, la Anfictionía de Delfos, formada por doce ciudades.A pesar de eso, desde principios del siglo vi y hasta la época de Filipo y Alejandro estallaron hasta cuatro grandes conflictos por el control del oráculo, conocidos como Guerras Sagradas.
Otro santuario panhelénico era el de Olimpia, en la comarca de Élide, situada en la costa oeste del Peloponeso. Como Delfos, era y es un paraje de gran belleza natural. Lo recuerdo con cariño porque, después de dar miles de curvas en autobús mientras atravesábamos las montañas del Peloponeso, cuando llegamos por fin al valle del río Alfeo pensé que estaba en el paraíso y, con el mareo que tenía, sólo me faltó besar el suelo, como Juan Pablo II.
Olimpia estaba consagrada a Zeus, como supremo señor del Olimpo. Desde muy pronto se celebraron allí pruebas deportivas, típicas de la mentalidad competitiva de los griegos, pero mezcladas con el culto religioso. Esas competiciones, locales al principio, se hicieron más populares a partir del siglo viii, hasta que acabaron participando en ellas atletas de todo el mundo griego, incluidas las colonias de Occidente.
Al principio sólo corrían. Empezaron con el estadio, distancia que equivalía a unos 170 metros. Después fueron añadiendo otras distancias hasta llegar a la más larga, la carrera de 20 estadios, que hoy consideraríamos de medio fondo.También se agregaron pruebas de combate, graduadas de menor a mayor brutalidad. En la lucha, antepasada de la grecorromana, se trataba de derribar al adversario por medio de presas y llaves. En el pugilato, de dejarlo K.O. a puñetazos. En lugar de guantes, los boxeadores se enrollaban en las muñecas y los dedos unas tiras de cuero, no se sabe si para protegerse, para hacer más daño al contrario o para ambas cosas a la vez. Por último, el pancracio era como el full-contact de la época. Sabemos que estaba prohibido morder al contrario y sacarle los ojos. ¡No vayamos a pensar que eran unos bárbaros!
Los griegos practicaban el salto de longitud, modalidad cuyos detalles concretos han hecho correr mucha tinta. Las escasas marcas que nos han transmitido los autores antiguos superan los 15 metros. Si los atletas de hoy, con mejor alimentación, preparación más científica, zapatillas de clavos y suelos de tartán, no son capaces de pasar todavía de los 9 metros, es evidente que no podemos tomarnos en serio los récords griegos. Se ha especulado con que el salto fuese triple -la plusmarca actual supera los 18 metros, así que en teoría no sería imposible-, que se contase el salto desde el arranque de la (breve) carrera para tomar impulso, o que haya errores de escritura en las cifras: los números se anotaban utilizando letras, y entre algunas de ellas existían semejanzas que a veces hacían equivocarse a los copistas.
Los saltadores utilizaban unas pesas de piedra o de plomo de unos dos kilos, con forma de teléfono antiguo, que balanceaban hacia delante al saltar y hacia atrás al caer de pie. Supuestamente, esas halteras servían para ganar distancia, aunque no está muy claro cómo lo conseguían.
Como todo el mundo sabe por la archiconocida estatua del Discóbolo, los griegos practicaban el lanzamiento de disco.A veces se producían accidentes: según el mito, en unos juegos celebrados en Tesalia a Perseo se le escapó el disco, que fue a parar a las gradas y le abrió la crisma a su abuelo Acrisio, sentado de incógnito entre el público. Se cumplía así una de esas tí picas profecías -«el hijo que nazca de tu hija te matará»- que los personajes de los mitos y los cuentos intentaban burlar, siempre en vano.
Había también lanzamiento de jabalina, una disciplina con aplicaciones prácticas en la guerra y en la caza. Sin embargo, la jabalina se fabricaba con maderas más ligeras que las pesadas lanzas de cornejo o de fresno utilizadas en combate.Al arrojarla se utilizaba una correa de cuero de más de un palmo de longitud, que añadía un impulso extra al brazo y además producía un efecto parecido a las estrías del cañón de un rifle: la lanza describía un movimiento rotatorio en el aire, lo que daba más estabilidad a su vuelo.
Para los atletas más completos existía una serie de pruebas combinadas, el pentatlón: los deportistas competían en jabalina y disco, salto de longitud, lucha y una carrera de un estadio.
Mucho se ha hablado de la desnudez de los atletas. De hecho, la palabra gymnasía proviene del adjetivo gymnós, «desnudo». ¿Qué hay de verdad? Es cierto que los griegos, con -os de masculino, tenían mucha facilidad para desnudarse, como puede apreciarse por las numerosas imágenes pintadas en vasos y ánforas. Según la tradición, el origen de esta desnudez se remontaba a la 14a Olimpiada, cuando Orsipo de Mégara dejó caer la ropa durante la carrera y llegó el primero a la meta. Desde entonces, se supone que todos los deportistas corrían en cueros. Sin embargo, este texto de Tucídides afirma lo contrario: «Antaño, incluso en los juegos Olímpicos, los atletas competían tapándose las partes pudendas con un taparrabos, y no han pasado demasiados años desde que dejaron de hacerlo» (Tucídides 1, 6). De modo que la desnudez total debió de practicarse sobre todo en la Época Clásica.A los varones suelen chocarnos ciertos aspectos prácticos, relativos a los movimientos pendulares que acompañan a una carrera, pero parece que algunos atletas los solucionaban atándose el pene a la cintura con un cordel.
Con tanto hombre desnudo por las pistas, ¿se permitía que las mujeres asistieran a los juegos? En teoría no, y hasta podían ser condenadas a muerte por quebrantar la prohibición. Existe una curiosa historia a este respecto. Una mujer llamada Calipátira, hija de un legendario deportista, quería ver competir a su hijo Pisírrodo en la prueba de boxeo, así que se disfrazó de entrenador y se colocó tras la valla de separación. Cuando vio que su hijo vencía en la final, se dejó llevar por la alegría y saltó la valla, con tan mala suerte que se le enganchó el manto y se quedó completamente desnuda, o tal vez con una túnica interior que dejaba poco a la imaginación.A Calipátira se la perdonó en honor de su padre, pero desde entonces se estableció la norma de que los entrenadores también debían asistir sin ropa para evitar engaños.
Anécdotas aparte, sigue sin quedar claro si todas las mujeres, tanto solteras como casadas, tenían prohibido presenciar las pruebas deportivas, y si ocurrió así en todas las épocas.
Además de las pruebas con deportistas humanos, en Olimpia había carreras de carros y también de caballos. La de cuádrigas era la más espectacular y peligrosa, aunque no debía de llegar a los extremos de Ben-Hur. Las pruebas hípicas eran el deporte aristocrático por excelencia, pues la cría de caballos no estaba al alcance de todo el mundo. Entre los vencedores olímpicos aparecen nombres muy conocidos de la historia griega: los políticos atenienses Cimón y Alcibíades -que batió todos los récords copando con sus carros los cuatro primeros puestos en una Olimpiada-, los tiranos de Siracusa Gelón y Hierón, o Filipo de Macedonia, quien recibió la noticia de la victoria de sus caballos el mismo día en que nació su hijo Alejandro.
En los certámenes hípicos la gloria se la llevaban los propietarios, no los aurigas de los carros ni los jinetes. En las demás pruebas, en cambio, el premio era personal. No se repartían medallas: tan sólo el ganador recibía el galardón, una corona trenzada con las ramas de un olivo consagrado a Zeus. Un premio modesto; pero, a cambio, la fama de los atletas era imperecedera. Se les consagraban estatuas en Olimpia y, con suerte, poetas como Píndaro cantaban sus glorias en los poemas triunfales conocidos como «epinicios».Y a su regreso a casa les esperaban otras recompensas. Por ejemplo, la ciudad de Atenas mantenía a los vencedores de por vida cenando en el edificio del Pritaneo. Lo mismo, por cierto, que solicitó Sócrates en su juicio cuando se le pidió que propusiera una alternativa a la pena de muerte. Es evidente que a los jueces no les hizo mucha gracia: todos sabemos cómo acabó Sócrates.
Los juegos Olímpicos modernos se han visto interrumpidos por las dos guerras mundiales y boicoteados por las superpotencias en un par de ocasiones. Sin embargo, en Grecia eran los juegos deportivos los que interrumpían las guerras. Unos meses antes de celebrarse, tres heraldos recorrían Grecia para anunciar que había llegado el momento de la tregua sagrada, la ekekheiría (literalmente, «las manos quietas»). De este modo podía acudir a Olimpia gente de todos los lugares. El santuario se enriqueció tanto gracias a los visitantes que pudo construirse un templo magnífico en honor de Zeus, y en el siglo v Fidias esculpió para él una gigantesca imagen del dios, una estatua de núcleo de madera con incrustaciones de oro y marfil que, sentada en su trono, superaba los 12 metros de altura.
Había otros juegos casi tan importantes como los Olímpicos: los Píticos, que se celebraban en Delfos, los de Nemea y los Ístmicos. Pero eran los juegos Olímpicos los que mejor representaban la identidad helena. Los deportistas participaban en ellos por el hecho de ser griegos y, a la vez, el hecho de ser admitido implicaba que uno era reconocido como griego. Así ocurrió, por ejemplo, con Alejandro 1 de Macedonia, conocido como «el Filoheleno».

  
 1 última que oí en las noticias fue «unas lluvias fuertísimas». Como dirían mis alumnos: «¡Qué fuerte, qué fuerte!».
2 cual hace pensar que debían dedicarse sobre todo a la ganadería.
3 El error, achacable como digo a una tradición oral condensada y confusa, se comprueba poco después, cuando Tucídides confunde la primera oleada de colonizaciones, que llevó a los griegos al otro lado del Egeo en torno al siglo xi -suponemos-, con la segunda, que a partir del siglo viii los llevaría por buena parte del Mediterráneo.
'También había pueblos que les hacían sentir complejo de inferioridad cultural, como los egipcios. Gordon S. Shrimpton señala que, como para compensar este complejo, cuando describían aquel vasto país y sus increíbles monumentos, utilizaban términos que lo encogían. Las enormes estelas de piedra eran para ellos «obeliscos», es decir, «pequeñas brochetas», y las colosales tumbas funerarias eran «pirámides», nombre que también recibían unos pastelillos de trigo y miel (Shrimpton, 1997, p. 13). Una interpretación con un toque freudiano que no deja de ser curiosa.
 la mitología hitita hay un paralelo más antiguo en el que Kumarbi hace lo mismo con su predecesor Anu... , sólo que en lugar de una hoz utilizó los dientes.
6 El examen de los huesos encontrados en las tumbas de Atenas revela que la edad media de los varones al morir era de cuarenta y cuatro años, y de las mujeres treinta y cinco. Esta diferencia de nueve años, que en nuestra sociedad actual prácticamente se invierte, se debería tanto a las muertes al dar a luz como a los efectos negativos del parto en la salud posterior de la madre. Los espartanos, en reconocimiento de este riesgo, permitían que las mujeres que morían en el parto tuvieran lápidas con su nombre, mientras que las tumbas del resto de la gente eran anónimas.
¿Había muchos más viudos que viudas en Grecia? No. La diferencia en las expectativas de vida se compensaba porque, en promedio, las mujeres se casaban con hombres diez años mayores que ellas, de modo que era matemáticamente más probable que ambos esposos muriesen casi a la vez o con poco tiempo de diferencia.

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