EL COMIENZO DE LA HISTORIA GRIEGA
A menudo se hace empezar la historia griega en 776 a.C., año en que
se celebró la primera Olimpiada. No es que en esa fecha se reuniera un comité
para dejar acta de su sesión fundacional y empezar a partir de entonces la
cuenta olímpica. Fue mucho después, durante el siglo v, cuando Hipias, un
sofista o sabio profesional, propuso la fecha de 776. Hipias era natural de
Élide, que no estaba muy lejos de Olimpia, así que debía tener acceso a
archivos e inscripciones del santuario. Para echar las cuentas, se remontó en
el tiempo siguiendo una lista en la que aparecían los nombres de todos los atletas
que habían vencido en la carrera del estadio. De este modo, llegó hasta un
cocinero llamado Corebo, también de Élide. A Hipias no le debió resultar muy
dificil encontrar su nombre en los registros, ya que en aquella época sólo se
corría el estadio, una prueba de velocidad de unos 170 o 180 metros.
A partir del estudio de Hipias, otros autores posteriores
confeccionaron más listas de vencedores, y los juegos Olímpicos se convirtieron
en una especie de calendario o cronología panhelénicos (término que utilizaré
más de una vez y que proviene de pan(t)-, «todo» y de helen, «griego»). Bastaba
con decir «en el año 2° de la 95a Olimpiada» para fechar los acontecimientos:
en este caso nos referimos al 399, año en que murió Sócrates.
La fecha propuesta por Hipias se ha discutido, como no podía ser
menos, y hay autores modernos que la consideran demasiado tardía o demasiado
temprana. Pero como punto de partida para empezar la historia propiamente dicha
de los griegos no es del todo inadecuada. Por aquel entonces se empieza a
extender, muy despacio al principio, el uso del al fabeto, y el mundo que nos
encontramos es el de la llamada Época Arcaica, muy distinto del micénico. Los
griegos con los que nos hallamos más familiarizados tienen ya un pie en la
línea de salida, a punto de lanzarse a colonizar el Mediterráneo y entrar en la
historia.
LOS DIALECTOS GRIEGOS
Se trata de un mapa muy distinto del que podíamos trazar del mundo
micénico. Aquí ya hay más certezas. Se conoce con bastante precisión cuál era
el reparto de las diversas etnias griegas gracias a los dialectos que hablaban.
Que un idioma se divida en dialectos no es nada extraño. Lo
innatural es la situación contraria. Pensemos en el caso del español: hay
muchas variantes dialectales, más o menos marcadas, pero existe un español
estándar y unificado. Tenemos una institución que vela por la unidad del
idioma, la Real Academia de la Lengua, un sistema de enseñanza obligatoria y
oficial que enseña una misma lengua a nuestros niños -allí donde lo hace,
claro- y, sobre todo, unos medios de comunicación que, como su mismo nombre
indica, nos ponen a todos en común y nos hacen compartir un mismo español (que
éste sea maltratado a menudo por esos mismos medios es otro asunto).'
Muy distinta era la situación del griego, que no se convertiría en
una lengua más o menos unificada de cultura, la llamada koiné, hasta Época
Helenística. He dicho «de cultura»: los hablantes seguían manteniendo sus
variantes dialectales entre ellos, pero a la hora de escribir o tratar con interlocutores
de otras zonas recurrían a la koiné, basada sobre todo en el dialecto de
Atenas. Digamos que era para ellos como el famoso inglés de la BBC.
Pero eso vendría siglos más tarde. De momento, en la Época Arcaica,
como también en la Clásica, había cuatro grupos de dialectos principales:
1. Dorio y dialectos del Noroeste.
El dorio ocupaba buena parte del Peloponeso, incluyendo, por
supuesto, Esparta. También se hablaba en el sur del Egeo. Al norte del golfo de
Corinto se hablaban otras lenguas de este grupo, a las que conocemos
colectivamente como dialectos del noroeste, y que han dejado pocos testimonios
escritos. En general, los pueblos de aquella zona, que en época histórica
seguían organizados por éthnc (tribus) y no por póleis (ciudades), eran los más
atrasados de Grecia.
2. Jónico.
En este grupo se incluye el jónico ático, variedad que se hablaba en
Atenas y con el que hoy día procuramos familiarizar en tan sólo dos años a
nuestros alumnos de bachillerato. También se usaba el jónico en las Cícladas,
exceptuando las del sur; en la extensa isla de Eubea, que conoció una gran
prosperidad durante el periodo arcaico, y en la zona de Asia Menor conocida
como Jonia. (Por extensión, a veces se aplica el nombre de Jonia a toda la
franja de ciudades griegas de Asia Menor, fueran propiamente jomas o no).
3. Eólico.
Con este bonito nombre, relacionado con Eolo, dios de los vientos,
nos referimos a una serie de dialectos hablados en las llanuras de Tesalia,
célebre por sus caballos; en la región de Beocia, cuya ciudad más importante
era Tebas; en la costa noroeste de Asia Menor, incluidos Troya y sus
alrededores; y en la isla de Lesbos, patria de la poetisa Safo, quizá la
representante literaria más ilustre de este dialecto.
4. Arcado chipriota.
Como su nombre indica, se hablaba en Arcadia, el corazón montañoso y
más atrasado del Peloponeso, y también en la lejana isla de Chipre.
Se aprecia a simple vista que es un mapa bastante complicado. La
situación del arcado chipriota sirve de ejemplo: tenemos dos ramas de un mismo
dialecto separadas por más de mil kilómetros. ¿Cómo se pudo llegar a una
situación tan fragmentada?
Lingüistas y arqueólogos han
de ejercer de detectives y remontarse a la Edad Oscura para averiguar cuáles
fueron los movimientos de población que dieron como resultado el mapa de los
dialectos griegos. Hay que añadir que, a veces, estos detectives se llevan tan
mal como los policías locales y los agentes del FBI en las películas
americanas.Arqueólogos y lingüistas se tiran los platos a la cabeza y se acusan
mutuamente de ignorar el campo de los otros.
Personalmente, la síntesis postulada por el filólogo y académico
español Rodríguez Adrados me convence bastante (Adrados, 1998 y 1999). Quizá
influya en eso la autoridad docente: quien ha sido tu profesor, lo sigue siendo
toda la vida y conserva una especie de autoridad moral.Y de la otra. Aún
recuerdo con escalofríos aquel día, en segundo de carrera, cuando Adrados me
miró fijamente, torció un poco la cabeza y, pronunciando la «y» como una «u»
francesa tal como mandan los cánones, me preguntó: «¿Qué significa xyla?».
«Madera», debería haber contestado yo; entre otras cosas porque, como dicen los
alumnos, ésa me la sabía. Pero el terror que nos infundían aquellos
catedráticos de la vieja escuela era tal que la madera de la respuesta se
convirtió en un auténtico bloque de serrín dentro de mi boca, y fui incapaz de
contestar. Clavé los ojos en la mesa esperando que el rayo de Zeus se abatiera
sobre mi cabeza, hasta que una compañera piadosa me dijo: «Tranquilo, ya ha
dejado de mirarte». Creo que sólo entonces respiré.
UN FLASHBACKA LA EDAD OSCURA: INVASIONES, MIGRACIONES Y CUESTIONES
RACIALES
Si queremos explicar el mapa de los dialectos, tenemos que
remontarnos en el tiempo y usar la linterna de la ciencia para alumbrar las
espesas sombras de la Edad Oscura. Tras tan poética frase, recordaré que en el
capítulo anterior ya hablamos de la invasión de los dorios. Ellos mismos
aseguraban ser descendientes de los Heráclidas, lo que legitimaba que
regresaran al Peloponeso y se convirtieran en sus amos.
En una visión algo anticuada,
se dice que hacia 1200 los dorios entraron en el Peloponeso desde las montañas
del norte como una horda de bárbaros, arrasándolo todo a su paso y aplastando
la civilización micénica. He dicho que es una visión anticuada, pero sigue
estando muy extendida, ya que es la versión que se ofrece en libros de
divulgación tan populares y reeditados como la Historia de los griegos de Indro
Montanelli o Los griegos: una gran aventura de Isaac Asimov, e incluso la que
aparece resumida si uno teclea la entrada «Dorios» en la Encarta.
Aun confesando mi admiración por Asimov y Montanelli, aquí no tengo
más remedio que criticarlos. Para el periodista italiano, los dorios eran
hombres más altos que el resto de los griegos, braquicéfalos y de ojos azules.
No dice que fuesen rubios, pero se sobreentiende, porque añade: «una raza
nórdica» (Montanelli, 1980, p. 31). Aquí el autor italiano sigue las ideas de
Karl Otfried Müller en su obra Die Dorier, con su visión romántica y
nacionalista del siglo xix que acabaría derivando en la locura nazi: Hitler y
sus secuaces sentían una fascinación reconocida por la ciudad doria de Esparta.
Aunque Montanelli no habla así de los dorios por admiración. Bien al contrario,
los critica por su racismo y afirma que jamás se mezclaron con otras
poblaciones. Me temo que al escribir su libro, estando tan reciente la Segunda
Guerra Mundial, Montanelli cerraba los ojos y no podía evitar imaginarse a los
dorios ataviados con uniformes de las SS.
No hay nada que pruebe que los dorios fueran racialmente diferentes
de los demás griegos. Aquí se ha entrometido el delirio sobre la supuesta raza
aria y su no menos presunta superioridad fisica y espiritual. En realidad los
arios eran un pueblo indoeuropeo concreto que se aposentó en el norte de la
India, valiéndose de los famosos carros de guerra que les conferían
superioridad táctica sobre sus rivales. Del nombre de «arios» proviene el del
país de Irán: el antiguo persa y el antiguo indio eran idiomas muy próximos.
Pero los arios -ahora se los suele llamar indo-iranios para evitar
connotaciones racistas-, los germanos y los dorios no tenían otra cosa en común
que su pertenencia a la familia lingüística indoeuropea. Así que entre los
dorios no debía haber demasiados rubios como Hitler.
(Vaya, pero si Hitler tampoco era rubio).
Por su parte, Asimov asegura
que los dorios barrieron de los campos de batalla a los micénicos porque traían
con ellos el hierro, cuyo secreto habían aprendido de los hititas. «Las espadas
de hierro podían atravesar fácilmente los escudos de bronce. Las lanzas con
puntas de bronce y las espadas de bronce rebotaban, melladas e inocuas, en los
escudos de hierro» (Asimov, 1981, p.11). Una visión un tanto exagerada de la
superioridad del hierro sobre el bronce. ¡Ni que las espadas dorias fueran los
sables de luz de los caballeros Jedi!
Pelear con un escudo de hierro habría sido como intentar hacerlo con
la tapa de una alcantarilla. Los escudos de los hoplitas griegos de siglos
posteriores eran de madera, y cuando los forraban de metal usaban una fina
chapa de bronce: la combinación, al parecer, no se dejaba atravesar con tanta
facilidad.Y algunas puntas de lanza siguieron siendo de bronce en época muy posterior
a la que describe Asimov, lo que demuestra que no era un metal tan inferior.
LAS ETNIAS GRIEGAS
¿En qué se diferenciaban las etnias griegas?
Para empezar, cada etnia compartía algunas costumbres. Por ejemplo,
las mujeres dorias tendían a usar peplo y las jonias quitón (eran dos tipos
distintos de túnica), aunque por supuesto las modas podían cambiar. Las fiestas
Carneas en honor de Apolo eran propias de los dorios, mientras que las
Apaturias eran típicamente jonias; de nuevo, con excepciones, como Argos,
ciudad doria donde parece que no había Carneas. Los pueblos dorios se
organizaban en tres tribus ancestrales,y los jonios en cuatro, etcétera.
La gente reconocía a los demás por su acento y por su dialecto. Por
ejemplo, para dirigirse a su madre los jonios atenienses decían O métery los
dorios espartanos, que además seseaban, decían O máter. Existían bastantes
diferencias entre dialectos: aunque en teoría cualquier griego se podía
entender con otro, probablemente había hablantes con acentos muy cerrados que
resultaban casi ininteligibles para los demás.
Pero, sobre todo, los
diferentes grupos apelaban a tradiciones de fundadores comunes -Ión para los
jonios y Doro para los dorios- y a que, supuestamente, habían vivido juntos en
el pasado. Esos relatos sobre antepasados míticos y territorios primordiales,
algunos o muchos de los cuales contendrían un pequeño núcleo histórico, no se
transmitían de forma pasiva, sino que crecían, se adornaban y modificaban con
el paso de los siglos para construir una «conciencia étnica» (retocar el pasado
es una afición muy humana, y no sólo en nuestros días).
Un ejemplo es el de Atenas y su relación con los jonios. En el siglo
vi, a partir de Solón, los atenienses afirmaron que ellos mismos eran jonios,
pues por aquel entonces admiraban la refinada cultura de ciudades como Mileto o
Éfeso. Después, tras la expulsión de los tiranos, se sintieron más seguros de
sí mismos y empezaron a considerarse autóctonos: afirmaban que eran
descendientes de Erecteo, nacido de la tierra, y que siempre habían vivido en
el Ática. Fue entonces cuando los atenienses abolieron el sistema tradicional
de las cuatro tribus jonias y las sustituyeron por diez de nueva creación.
A lo largo del siglo v, debido a la rivalidad con Esparta, las
tensiones étnicas se polarizaron en torno a las dos grandes ciudades.A los
atenienses les convenía de nuevo estrechar lazos con los jonios, para lo cual
aseguraron que éstos eran descendientes suyos. Para sembrar la idea se hacía
propaganda incluso en las tragedias, como en el Ión de Eurípides, que mediante
un giro argumental convertía a lón en antepasado de los jonios sin ser él mismo
jonio, sino nieto del ateniense autóctono Erecteo (Hall, 2000).
Así pues, ni los dorios eran superhombres arios ni traían con ellos
un arma secreta. Ahora bien, ¿invadieron el Peloponeso en algún momento?
Lo que atormenta a los arqueólogos es que esa supuesta invasión
doria no dejó cambios materiales apreciables: ni tumbas espectaculares ni
nuevas fortalezas ni una cerámica digna de tal nombre. Como mucho, se les
atribuía un tipo concreto de espada y una fibula -una especie de horquilla- en
forma de arco. Por esa escasez de pruebas, algunos arqueólogos niegan del todo
que se produjera una invasión.
Adrados, en cambio, cree que
los dorios entraron desde el noroeste, pero no dejaron apenas huellas en el
registro arqueológico porque tenían una cultura material muy pobre. Hay
ejemplos de invasiones atestiguadas por la historia que, sin embargo, no se
detectan arqueológicamente (Adrados, 1998, p. 71). Si no fuera porque nos lo
relatan textos históricos fiables, tal vez no sabríamos que en el siglo in a.C.
cerca de 10.000 guerreros galos con sus familias invadieron Asia Menor,
saquearon todo lo que pudieron y, a pesar de ser derrotados en el campo de
batalla, acabaron fundando un pequeño reino conocido como Galacia.
La solución más verosímil es que los dorios llegaran al Peloponeso
después de la caída de los reinos micénicos, aprovechando un vacío de poder y
de población. ¿Por qué es tan necesario suponer que los dorios aparecieron en
un momento dado? Porque, aparte de lo fiables que puedan ser los mitos sobre el
retorno de los Heráclidas -se trataba de propaganda dórica, sin duda, pero con
una pizca de verdad-, sólo una invasión puede explicar el complicado mapa de
los dialectos griegos.
Partamos de la época micénica. En aquel entonces en Grecia no podía
existir una lengua única, porque ya hemos visto que ésta no es una situación
natural. Pero sí habría un griego al que Adrados llama «oriental», con pocas
diferencias dialectales, que se extendería desde el sur de Grecia hasta Tesalia
en una especie de continuum.
Supongamos que a partir del año 1100 o 1050 los dorios y otros
pueblos, hablantes de un griego «occidental», bajaron desde las montañas del
noroeste. No es necesario imaginar que lo hicieron como Gengis Kan o Tamerlán,
apilando montones de cabezas y arrasándolo todo a su paso: pensemos simplemente
en una emigración en masa, con las mujeres, los niños, las cabras, los escasos
enseres domésticos, a veces por las buenas y a veces por las malas. El caso es
que los dorios se introdujeron como cuñas entre poblaciones que ya estaban allí
antes que ellos, separando Arcadia del Ática y Tesalia, una situación, salvando
las distancias, similar a la de los territorios palestinos separados por
Israel.
Esto explicaría la división en dialectos del continente. El dorio ya
traía diferencias con los demás dialectos, y éstos las habrían agrandado entre
sí al quedar separados: el jonio en torno a la zona de Atenas, el arcadio en
Arcadia y el eolio en Tesalia. Pero ¿cómo se explica el dibujo de la división
dialectal en las islas del Egeo y en las costas de Asia Menor?
Durante la Edad Oscura hubo
muchos más movimientos de población. Según diversas tradiciones, los jonios
eran refugiados de los reinos micénicos que llegaron a Atenas y desde ahí se
dirigieron a Asia Menor, colonizando de paso las islas por las que iban
«saltando». ¿De qué huían? Podemos pensar que de la invasión de los dorios,
pero tal vez abandonaban unas tierras que habían quedado arruinadas por la
Catástrofe y en las que ahora reinaba el caos. La zona de Asia Menor que
escogieron sería, con el tiempo, la más próspera del Egeo, y las ciudades
jonias formaron una especie de confederación conocida como Dodecápolis -doce
ciudades- entre las que destacaron Éfeso, la marinera Focea y Mileto, la cuna
de la filosofia.
Los dorios, como se comprueba por el mapa, se ciñeron a las islas
situadas más al sur y a la costa suroeste de Asia Menor, como si se movieran en
una línea casi recta desde el extremo sur del Peloponeso en su «salto» allende
el Egeo. No sería tan raro que la colonización jonia y la doria hubieran
avanzado en paralelo, y que en más de una isla hubiesen chocado violentamente.
En cuanto a los hablantes del dialecto eolio, su paso a Asia Menor
debió producirse por el norte del Egeo, como corresponde también a su situación
más al norte de Grecia. La tradición atribuye esta primera migración a un tal
Pentilo, que colonizó la comarca de Troya y la isla de Lesbos.
Como vemos, estos movimientos poseen cierta lógica geográfica.
Tiempo después los jonios, más emprendedores, plantarían colonias en la costa
norte del Egeo, estropeando de alguna manera el bonito dibujo de líneas
paralelas que cruzan este mar.
¿Y a qué se deben los elementos comunes entre los dialectos de
Arcadia y Chipre? Serían arcaísmos. Los arcadios quedaron aislados de los
movimientos del resto de Grecia porque vivían en una región pobre y
dificilmente accesible, mientras que Chipre, donde ya había asentamientos
griegos desde época micénica, se encontraba demasiado lejos para sufrir las
convulsiones que afectaron a Grecia. Ambos dialectos evolucionaron poco, y por
eso se parecen.
Éste es un resumen que, aunque
no lo parezca, intenta ser simplificado, y en el que, como es habitual, no
existe acuerdo. Con todo, a mí me parece una explicación verosímil. Un panorama
similar de migraciones y convulsiones debía de ser el que tenía en mente
Tucídides cuando escribió el siguiente pasaje:
Da la impresión de que la que hoy se llama Grecia no estaba habitada
de forma estable. Al contrario, al principio se producían migraciones, ya que
todos abandonaban con facilidad su residencia, forzados por otros pueblos
siempre superiores en número. No existía comercio y era dificil relacionarse
unos con otros tanto por tierra como por mar. Cada uno trabajaba en lo suyo lo
justo para sobrevivir, y no tenían excedentes de bienes ni cultivaban la
tierra, ya que nadie sabía cuándo podía aparecer cualquiera a arrebatarle lo
suyo, pues no tenían murallas. Como, además, pensaban que podían encontrar en
cualquier parte el sustento cotidiano, para ellos no era ningún problema
emigrar [...]. En el Ática, sin disputas internas debido sobre todo a la
pobreza de su suelo, habitaron siempre los mismos hombres [...]. De la gente
que, por culpa de la guerra o de las luchas internas civiles, se veía expulsada
del resto de Grecia, los más dinámicos se refugiaban entre los atenienses con
la idea de que allí estaban seguros, y convirtiéndose enseguida en ciudadanos
acrecentaron aún más la población de la ciudad, de modo que más tarde enviaron
colonias a Jonia, ya que el Ática no era suficiente para ellos (Tucídides 1,
2).
En realidad, la intención de Tucídides es reflejar la situación
previa a la Creta de Minos. Me temo que condensó demasiado en el tiempo las
tradiciones orales que le llegaron, porque casi unía el esplendor de la Creta
minoica con la época de la guerra de Troya, cuando había varios siglos de
separación. En mi opinión, esta descripción refleja una situación auténtica,
pero posterior a lo que creía Tucídides:3 es ni más ni menos que lo que ocurría
en la Edad Oscura.
La autoridad se había desintegrado con la caída de los palacios;
excepto, parece, en lugares como el Ática, que se convirtió en una especie de
refugio y de trampolín para saltar a Asia Menor. La economía se centró en el
pastoreo y en una vida semisedentaria o seminómada, según queramos verlo.
Habría agricultura, por supuesto, pero no con explotaciones intensivas como
antes. Sin autoridad central, la red de caminos quedó abandonada y nunca se
reconstruyó del todo. Las aguas volvieron a empantanar los terrenos del lago
Copais, y así debió de ocurrir en muchos otros lugares que sólo se habían
mantenido secos y salubres a fuerza de mucho trabajo. Algunos autores sugieren
que la población llegó a reducirse al diez por ciento de la que había en época
micénica. Aunque me resulte un dato exagerado, hay muchas zonas que debieron de
quedar deshabitadas, y la naturaleza seguramente reclamó de nuevo lugares que
habían estado poblados y cultivados. (Llama la atención que muchos trabajos de
Heracles tengan que ver con el exterminio de monstruos y animales salvajes en
las tierras del Peloponeso que antaño fueron el reino de los micénicos. Quizá
reflejen la lenta reconquista de esos terrenos a partir del año 1000 a.C.).
No es extraño que en una época
tan agitada se recurriera más a la incineración de los cadáveres que a su
entierro. No sólo porque resultaba más barato, sino también porque podía ser
más cómodo llevarse las cenizas del difunto si había que cambiar de
asentamiento constantemente. No se volvieron a levantar grandes sepulturas como
las de los señores micénicos. El resto de la cultura material era tan humilde
como las prácticas funerarias. No se construyeron más palacios, ni se
encuentran apenas objetos de lujo en los yacimientos: adiós a los puñales con
incrustaciones, los sellos de oro, las joyas, las paredes decoradas con
frescos, etcétera.
Tan sólo la cerámica se mantuvo. Poco a poco, a partir de piezas muy
humildes y, por qué no decirlo, más bien feas, se desarrolló un nuevo estilo:
el geométrico. Al principio la decoración de las vasijas era muy simple,
círculos y poco más. Pero los artistas se fueron animando con motivos más
complicados, como meandros, grecas y zigzags que rodeaban el vaso en bandas.
Llevados por un horror vacui muy típico de esa época y de los siglos
siguientes, no dejaban prácticamente un rincón del ánfora sin decorar. Por fin,
hacia el siglo ix se animaron a pintar de nuevo seres humanos. Lo hacían de
forma muy estilizada, con la cabeza de perfil, el cuerpo triangular y una
estrechísima cintura que contrastaba con unos glúteos y unos muslos de
corredores de 100 metros. Donde se encuentran más y mejores muestras de este
arte geométrico es en Ate nas, sobre todo en el Dipilón, con algunas ánforas
que llegan casi a los dos metros de altura.
Como hemos visto, Atenas
sobrevivió a la Catástrofe mucho mejor que otros lugares: no se aprecian allí
huellas de destrucción, ni tampoco de ruptura o despoblación. Hubo otros
sitios, como Lefkandi, en la costa occidental de Eubea, que también prosperaron
en la Edad Oscura. Allí se ha encontrado el primer gran monumento funerario en
honor a los héroes, un edificio de casi 50 metros de longitud por 10 de ancho,
rematado por un ábside. Pero, en general, el panorama es de atraso y
desolación.
Es posible que si no hubieran caído los palacios, y con ellos la
minuciosa burocracia micénica que, en cierto modo, recuerda a la de las
llamadas civilizaciones hidráulicas -Egipto y Mesopotamia-, la Grecia que tanto
admiramos no hubiera llegado a existir. Quizá la polis griega, que ya no
dependía de un palacio central y que se basaba en una fuerte cohesión social y
en cierta tendencia a igualar a los ciudadanos, nació a partir de una reacción
muy antigua contra las élites micénicas.
EL CULTO A LOS HÉROES
Aunque nosotros llamamos héroe a alguien que realiza grandes
hazañas, para los griegos los héroes eran muertos poderosos, espíritus de un
nivel intermedio entre los dioses y los hombres. Se cree que su culto no
existía en la época micénica y que apareció más tarde, quizá por el asombro que
despertaban en los griegos de la Edad Oscura las grandes tumbas micénicas.
El culto a los héroes estaba teñido de un matiz siniestro que los
asemejaba a los rituales funerarios y a la adoración a las divinidades ctónicas
-propias de la tierra, para entendernos-. Solía practicarse de noche,
ofreciendo animales de color negro a los que se quemaba por completo sobre el
altar en un sacrificio conocido como «holocausto», literalmente «todo quemado».
En el culto normal a los dioses, la mayor parte de la carne se repartía entre
los asistentes y se comía durante la fiesta, pero se ve que a los griegos no
les agradaba compartir alimentos con los muertos ni con los dioses infernales.
¡Mal fario!
Sería tentador pensar que, de
alguna manera, los atenienses y otros pueblos griegos hicieron con sus reyes
algo parecido a los romanos que fundaron la República, y que esa rebelión
contra la autoridad central tuvo que ver con la convulsión final de la época
micénica. Sin hacer más historia ficción, creo que, si no se hubieran
desintegrado las grandes unidades políticas de la Grecia micénica, no habría nacido
la polis que conocemos, con sus peculiares y nuevos sistemas de gobierno y su
pensamiento independiente. Tal vez sin una edad oscura no habría sido posible
el milagro griego.
¿QUÉ LES HACÍA SENTIRSE GRIEGOS?
La primera cuestión que se plantea es si todos los griegos se
sentían griegos. Después de las Guerras Médicas una ola de patriotismo invadió
Grecia continental, las islas del Egeo y la costa de Asia Menor, y ese
patriotismo les hizo reinterpretar su pasado convirtiéndolo en más «griego» de
lo que realmente era. Ahora bien, una prueba de que los helenos creían tener
algo en común, al menos a finales de la Época Arcaica, es que se unieron contra
la invasión de los persas.
Para sentirse unidos no hay nada como encontrar un «otro», un espejo
negativo que en vez de devolvernos nuestro reflejo nos enseña una contraimagen.
Si ese otro, además, se convierte en enemigo -como pasó con los persas-, nos
sentiremos mucho más unidos todavía a los que consideramos como «los nuestros».
Bien lo saben los nacionalistas, que buscan enemigos por todas partes para
cohesionar sus filas.
En el caso de los griegos, ellos tomaron contacto con muchísimos
pueblos de «otros» a raíz de la gran colonización entre los siglos vIIi y vi.
Al encontrar culturas tan diferentes de la suya, se dieron cuenta de que ellos,
fueran jonios, dorios o eolios, se parecían más entre sí de lo que habían
creído hasta entonces. Además, en muchísimos casos pudieron sentirse
culturalmente superiores.' La mayoría de los pueblos con los que se encontraban
en las orillas del Mediterráneo o del mar Negro eran nómadas o seminómadas,
mientras que ellos poseían sus polis y una civilización urbana. Como mucho,
esas gentes habitaban en pequeñas aldeas, y llevaban armas y vivían de la
piratería y el saqueo, actividades que los griegos del siglo viii empezaban a
considerar poco honorables. Sobre todo, los demás pueblos tenían costumbres
diferentes, tanto a la hora de vestir, comer y beber como de adorar a sus
dioses, honrar a sus muertos, tratar a sus mujeres, etc.Y los griegos, como se
aprecia en los entretenidos relatos etnográficos de Heródoto, se fijaban
especialmente en las diferencias para así reafirmar su propia personalidad.
LA POLIS
¿Qué caracterizaba a una polis griega?
Se trataba de una comunidad políticamente independiente de cualquier
otra, con sus propias estructuras de gobierno basadas en un cuerpo cívico. Este
conjunto de ciudadanos podía estructurarse en grupos con más o menos derechos.
Cuando sólo un grupo reducido de ciudadanos gozaba de todos los derechos
políticos, se trataba de una oligarquía. Si los derechos se extendían a capas
más amplias, incluyendo artesanos, jornaleros, pequeños campesinos, etc., podía
definirse como una democracia, estadio al que llegaron algunas ciudades al
final de la Época Arcaica. Eso no quiere decir que los derechos cívicos
alcanzaran a todos, ni siquiera en una democracia: había que excluir a los
extranjeros, estuvieran de paso o ya asentados en la polis,y a los esclavos.
Además, el cincuenta por ciento de la población, las mujeres, poseía derechos
cívicos reducidos, restringidos a ciertos ámbitos como el religioso o el
familiar (aunque en algunas ciudades, como Esparta, gozaban de derechos de
propiedad sobre la tierra igual que los hombres).
Físicamente, la polis se organizaba alrededor de un centro urbano,
amurallado o no. Desde el punto de vista griego, lo importante para distinguir
una polis de una aldea bárbara era que en la polis el espacio estaba
organizado. Dentro de esa organización había terrenos y edificios públicos
construidos alrededor de la plaza, el ágora, cuyo significado etimológico es
«lugar de reunión». Los ciudadanos se congregaban allí para las tareas de
gobierno o para llevar a cabo diversas actividades y rituales que ayudaban a
crear vínculos de unión entre la comunidad, como se hacía también en los
gimnasios, auténticos centros de vida social.A diferencia de las ciudades
micénicas, en las que dominaban los palacios, el principal edificio de la polis
griega era el templo. Alrededor de él -y no dentro- se organizaban el culto
religioso y las fiestas que servían para reforzar su identidad. Con el tiempo,
conforme prosperaron, las polis griegas compitieron por construir templos más
lujosos y elegantes.
Las polis solían ser pequeñas.
Incluyendo las tierras que las rodeaban, su extensión media era de unos 80
kilómetros cuadrados, y muchas apenas llegaban al millar de habitantes. Por
supuesto, existían ciudades mucho mayores, como Tebas, Corinto o las ciudades
de Jonia. Un caso extremo era el del Ática, una polis de 2.500 kilómetros
cuadrados, cuyo núcleo urbano era la ciudad de Atenas. Se calcula que llegó a
haber unas 700 polis en Grecia.
Los griegos no tenían esa
preocupación por aprender lenguas extranjeras que tanto nos tortura a los
españoles (alguien ha definido al español como un señor que se pasa toda su
vida intentando aprender inglés). Ni siquiera se tomaron muchas molestias por
aprender latín cuando se convirtieron en súbditos de Roma: la lengua del
Imperio romano de Oriente era el griego. Para los helenos, todos los que no
hablaban su idioma eran bárbaros. El significado de esta palabra era al
principio puramente lingüístico, pues lo usaban también para pueblos más
avanzados que ellos, como los egipcios o los persas. Las connotaciones que para
nosotros tiene el término «barbarie» llegarían más tarde.
Literalmente, el término bárbaro¡ se refería a gente que al hablar
hacía bar-bar-bar, una onomatopeya similar a nuestro «bla-bla-bla», tan
utilizado en los finales de las historietas de Mortadelo. En realidad, tanto la
onomatopeya griega como la nuestra son vestigios antiquísimos, ya que ambos
provienen del indoeuropeo. Así lo atestiguan el término sánscrito barbarah,
«balbuceante», y cambiando la «r> por «b>, algo típico en las consonantes
líquidas, el latín balbus, «tartamudo», de donde proviene nuestro propio
término «balbucear».
ELEMENTOS DE IDENTIDAD: LOS
DIOSES
Además de hablar una lengua igual o muy parecida, los griegos
también adoraban a los mismos dioses. Sin duda, uno de los aspectos más
conocidos de la cultura griega es su mitología. Me apresuro a añadir que nunca
fue un bloque inmóvil, pues los griegos no poseían nada parecido a una Biblia:
la mitología se reinventaba y crecía constantemente. Muchas historias míticas
poseen gran antigüedad, pues aparecen ya en Homero o Hesíodo, pero otros
elementos son posteriores, como la invulnerabilidad de Aquiles -salvo en el
talón- o el triste final de la historia de Jasón y Medea.
En la mitología griega encontramos criaturas fabulosas, como
centauros, sirenas aladas, gigantes de todo pelaje, licántropos, dragones de
múltiples cabezas o enormes bestias marinas. Pero en la imaginación griega
estos seres poco a poco quedaron relegados a los rincones de la Tierra, al inframundo,
a bosques profundos o mares apartados. En ocasiones los cazaban héroes como
Heracles y Teseo, y a veces eran los mismos dioses quienes acababan con ellos.
En ese proceso de limpiar de monstruos su mundo imaginario, los
griegos humanizaron cada vez más a sus divinidades. Por eso, aunque en la
mitología griega encontramos muchos elementos fantásticos, es más realista que
otras, como la sumeria, la egipcia o la nórdica. Los dioses principales de su
panteón mostraban un aspecto igual que el nuestro, sólo que muy mejorado. La
frase «el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza» de Nietzsche se aplica
perfectamente a los griegos. Entre ellos mismos ya había quienes observaban esa
creciente humanización con ironía, como el filósofo y poeta jonio Jenófanes,
quien dijo que si los bueyes representaran a sus dioses, seguramente los
pintarían con cuernos como ellos.
En cierto modo, al humanizar a sus dioses, los griegos buscaban
tranquilizarse y creer que el universo que los rodeaba estaba regido por
fuerzas racionales. Quienes gobernaban las aguas, el cielo o el ciclo vital de
las plantas no eran monstruos primordiales, ciegos y estúpidos, sino
(súper)individuos como Poseidón, Zeus o Deméter, cuya conducta podía ser más o
menos previsible y con los que se podía negociar ofreciéndoles abundantes
sacrificios.
Pero sólo hasta cierto punto. Los dioses poseían un temperamento más
visceral que los humanos, y su ira resultaba terrible y a veces arbitra ria. Si
alguien en una ciudad cometía un sacrilegio, aun de forma involuntaria, el dios
Apolo podía castigar a toda la comunidad disparando a discreción sus flechas
invisibles y desatando mortíferas epidemias. Más ejemplos: cuando la reina
Casiopea presumió de que su hija Andrómeda era más guapa que las mismísimas Nereidas,
éstas, en lugar de tomar represalias directamente contra Casiopea, convencieron
a Poseidón de que enviara contra Etiopía un monstruo marino que mató a
muchísimos súbditos inocentes.Ya hemos visto cómo la decisión de Paris de
elegir a Afrodita provocó que Hera y Atenea se convirtieran en enemigas
mortales de Troya, y aquello también acabó en muerte y destrucción. No es que
los troyanos no tuvieran la culpa, es que ni siquiera la tenía Paris, pues le
obligaron a ejercer de juez en contra de su voluntad.
En el fondo, las pasiones
intensas y a menudo mezquinas y pueriles de los dioses representaban el
carácter imprevisible de la naturaleza que, cuando creemos tenerla controlada,
nos sorprende con algún zarpazo devastador en forma de sequía, temporal o tsunami.Así
que unos dioses dotados de razón humana, pero caprichosos, se correspondían con
un universo a medias comprensible y a medias aterrador.
No resulta extraño, por tanto, que los griegos recelaran de sus
dioses y procuraran no acercarse demasiado a ellos. El templo griego no era un
centro de reunión, sino el lugar donde se alojaba la divinidad, representada
por su imagen; en algunos casos, tan grande como la Atenea del Partenón, que
medía doce metros de altura. Ante aquella presencia imponente, los fieles se
sentían sobrecogidos -la palabra griega para ese temor era thámbos-, y
preferían quedarse fuera y hacer los sacrificios en el exterior.
En ese tránsito de lo monstruoso a lo humano, los griegos crearon un
curioso y a veces salvaje relato de sucesión dinástica, del que se han
encontrado numerosos paralelos y antecedentes orientales.
El primer dios fue una entidad impersonal, una especie de vacío
primordial conocido como Caos (el significado de Caos = desorden es posterior).
De Caos surgió Gea, la Tierra; para muchos, se trataba de la gran diosa madre
adorada en laVieja Europa. Gea y su hijo Urano -el cielo estrellado- se unieron
y alumbraron una serie de vástagos. De más monstruosos a menos, eran los
Centimanos, los Cíclopes y los Titanes. El más joven de éstos, Cronos,
reemplazó a su padre como soberano del mundo mediante un procedimiento de lo
más tajante: lo castró con una hoz.'
Cronos se casó con su hermana
Rea. Para evitar que alguno de los hijos que engendraba tuviera tentaciones de
castrarlo o gastarle alguna broma semejante, Cronos se dedicó a devorarlos
según nacían. Cuando llegó el momento de alumbrar por sexta vez, harta de parir
en balde, Rea tomó una piedra, la envolvió en pañales y se la dio a Cronos, que
se la tragó sin rechistar (no sé por qué, pero cuando pienso en esto siempre me
imagino a Cronos sentado delante de la tele para ver un partido de fútbol con
los amigotes y echando mano al plato de ganchitos sin mirar lo que come).
Rea bajó a Creta y allí dio a luz a su último hijo. El recién
nacido, Zeus, se crió en una gruta del monte Ida, y cuando se hizo mayor subió
a los cielos para desafiar a su padre. Disfrazado de copero, vertió un emético
en su copa, y Cronos vomitó a los cinco dioses que se había tragado. También
expulsó la piedra: aquello fue un cólico titánico en el sentido literal. Los
hermanos de Zeus, ya aseados, le ayudaron a combatir contra su padre y el resto
de los Titanes. Por fin, tras diez años de luchas, Zeus venció, se convirtió en
soberano supremo de los dioses y se repartió el mundo con sus hermanos varones:
los cielos para él, el inframundo para Hades y las vastas aguas saladas para
Poseidón. ¿Y la tierra? En ella mangoneaban todos los dioses.
Estos conflictos dinásticos entre seres primigenios y a menudo
monstruosos contra dioses cada vez más humanos parecen representar la propia
lucha del hombre por doblegar a la naturaleza. Pero no cesaron con la guerra
contra los Titanes: ya convertido en soberano de los dioses, Zeus todavía hubo
de enfrentarse a los ataques de los Gigantes y de una monstruosa criatura
denominada Tifón.
Tanto los Gigantes como Tifón eran seres nacidos de Gea, la Tierra.
También lo era Pitón, el dragón monstruoso al que Apolo mató para apoderarse
del oráculo de Delfos. Hay autores que ven en las luchas de Zeus y Apolo contra
estos monstruos nacidos de Gea el reflejo de un antiguo enfrentamiento entre
pueblos. A un lado estarían los invasores griegos, que traían con ellos sus
costumbres patriarcales y sus dioses celestiales y bastante machistas. Al otro,
la cultura de la Vieja Europa, matriarcal y dominada por poderosas diosas
femeninas de carácter terrestre.
Algo de cierto puede haber.
Pero las diosas no quedaron arrinconadas: seguían teniendo un papel básico en
la religión griega, más incluso en el ritual que en la mitología. Los
habitantes de Argos, como ya quedó dicho, fechaban sus acontecimientos por los
años que llevaba en el cargo la sacerdotisa de Hera. Cuando Poseidón y Atenea
compitieron por convertirse en patrones de Atenas, ganó la diosa, como es fácil
deducir del nombre de la ciudad. Antes de la batalla de Maratón, los atenienses
se encomendaron a Ártemis la cazadora.Y aunque Apolo fuese un dios varón, quien
adivinaba el porvenir en su oráculo era una mujer, la Pitia.
Una vez sentado en su trono, del que era más dificil arrancarlo que
a un ministro, Zeus gobernaba el mundo y trataba de hacer lo mismo con su
familia, que a veces se le desmandaba. En una ocasión, le regalaron un trono
con unas argollas que se cerraron mágicamente sobre sus muñecas. «¡Feliz día
del padre!», debieron decirle mientras él rumiaba su venganza, que
efectivamente llevó a cabo.
La familia de Zeus era muy numerosa, porque se casó varias veces
-con Temis, Metis y Mnemósine-, hasta contraer matrimonio definitivo con su
hermana Hera.Además, mantuvo infinitas relaciones extraconyugales, de forma que
casi todos los dioses jóvenes eran sus hijos, y la mayoría de los linajes
nobles de Grecia y parte del extranjero descendían de él. Se le representaba
con un rayo, el arma definitiva de poder con el que solventaba todas las
discusiones a fuerza de megavoltios, y en compañía de un águila, animal
simbólico de la realeza. Poseía santuarios por toda Grecia, entre los que
destacaba el de Olimpia, y un importante oráculo en Dódona donde los sacerdotes
adivinaban el futuro escuchando el susurro del viento en las hojas de un roble
sagrado.
CURIOSIDADES ETIMOLÓGICAS
El nombre de Zeus proviene de una raíz indoeuropea con tres
vocalismos posibles, *Dieu-/Diou-/Diu-, que según las lenguas dio resultados
fonéticos muy distintos. El nominativo griego era *Dieu-s, Zeus, pronunciado
más o menos «dseus», pero en la exclamación en acusativo Ma ton Día el nombre
cambiaba de forma irreconocible (al principio fue Díwa, pero esa w se perdió,
como ya comentamos al hablar de Homero).
En latín, la forma de dirigirse a él como padre, evolucionó a
Iuppiter, que ha dado nuestro Júpiter. Mientras que del genitivo *(D)Iou-is,
aplicado al día consagrado a este dios y su planeta, proviene nuestro jueves.
Como el temperamento que se le atribuye a este dios, <jovial». ¿Quién habría
pensado que «Zeus», <Júpiter» y <jovial» provienen de la misma raíz?
Su esposa Hera protegía el
matrimonio, y bastante trabajo tenía manteniendo el suyo a flote con un marido
tan aficionado a mujeres y diosas. A Hera le corresponde un papel antipático en
la literatura mitológica: siempre procura vengarse de las amantes de Zeus y de
sus hijos, como en el caso de Heracles, al que le metió dos serpientes en la
cuna cuando era un bebé. (Se ve que a la Disney este mito le parecía poco
adecuado para el público familiar, así que convirtieron a Hera en la amantísima
madre de Heracles. ¿Adulterio en las salas de cine? ¡De ninguna manera!). Pero
su función en la vida religiosa era muy distinta, pues recibía una gran
veneración con el epíteto de Potnia. Asimilada a la diosa Ilitía, también
protegía a las mujeres en el parto, el peligro más terrible de la época:
estadísticamente, una mujer a punto de dar a luz tenía más probabilidades de
morir que su marido combatiendo en una falange de hoplitas.6
Poseidón era el dios del mar, aunque en su carácter se adivinan
rasgos más antiguos relacionados con la tierra. Su animal era el caballo y su
arma el tridente, con el que provocaba los terremotos tan frecuentes en Grecia.
Algo debía fallarle en el ADN, porque cada vez que se acostaba con una diosa o
mujer engendraba criaturas extrañas que no se parecían ni al padre ni a la
madre: lo mismo le salía un cíclope gruñón y antropófago como Polifemo, que un
dios con cuerpo de pez como Tritón o un caballo alado como Pegaso (!).
Hades gobernaba el infierno, adonde iban a parar todos los muertos.
¡En Grecia no había ni cielos poblados de ángeles ni paraísos con huríes! El
inframundo griego era un lugar gris y aburrido, pero en general no se torturaba
a nadie, salvo que hubiese cometido algún delito especialmente ofensivo para
los dioses. Sísifo, que engañó a la muerte, tenía que hacer rodar una piedra
eternamente por una pendiente, y Tántalo, que ofreció carne humana a los
dioses, se veía condenado a sufrir hambre y sed a pesar de que tenía suculentos
manjares al alcance de la mano.
Con el tiempo, aquellas
perspectivas de ultratumba tan deprimentes dejaron de satisfacer a los griegos.
Por eso desarrollaron cultos llamados «mistéricos», como los que se celebraban
en Eleusis, en los que los iniciados realizaban rituales de purificación y
aprendían secretos destinados a conseguirles un lugar mejor en el más allá, una
especie de pequeño paraíso dentro del reino de Hades.A este dios, por cierto,
apenas se le rendía culto. Su propio nombre significaba algo así como
«invisible», y no tanto por el yelmo que lo convertía en tal, sino porque el
nombre era una declaración de intenciones: «¡Que no lo veamos!», venían a decir.Y
enseguida lo sustituyeron por el de Plutón, otro nombre eufemístico que
significa «rico» y que se explica por los tesoros que se almacenan bajo tierra.
Hestia, hermana de los anteriores, era la diosa virgen del fuego del
hogar, y no tenía en Grecia la relevancia que poseía en Roma bajo el nombre
deVesta. Mucho más importante era Deméter, diosa que garantizaba la fertilidad
de los campos y que, con su hija Perséfone o Core, presidía los Misterios de
Eleusis, rituales secretos relacionados con la inmortalidad del alma. Deméter,
de algún modo, era la heredera de la Gran Diosa Madre que adoraban los minoicos
y otros pueblos de laVieja Europa.
Aparte de los seis hermanos, moraban en el Olimpo otros dioses, la
mayoría hijos de Zeus. La excepción era Afrodita, divinidad del sexo y el amor,
que no descendía del rey de los dioses. Según la versión más extendida, nació
de la blanca espuma que se levantó cuando el miembro mutilado de Urano cayó al
mar -me temo que lo de la blanca espuma era un eufemismo-. El célebre cuadro de
Botticelli la inmortaliza poco después de este momento, cuando los vientos la
arrastraron a la isla de Chipre. Su epíteto «Cipris» la relacionaba con esta
isla, y es posible que su culto llegara a Grecia desde allí: Chipre era un
lugar de contacto con Oriente, y los rasgos de Afrodita la relacionan con la
diosa sumeria Inana o con la babilonia Ishtar. Como ellas, Afrodita era una
auténtica fuerza de la naturaleza a la que nadie se resistía, y cuando decidía
que alguien se enamorara las consecuencias podían ser terribles, como sucedió
en Troya.
Entre los dioses varones más jóvenes, el principal tanto en el mito
como en el culto era Apolo. Este dios reunía en su personalidad rasgos muy
complejos. Con el epíteto de «Febo», «resplandeciente», a veces se identificaba
con el sol, y también con la luz de la razón. Como dios de la profecía tenía
consagrado el oráculo de Delfos, que había conquistado a golpe de flecha, su
arma infalible. Era el dios de la curación fisica -su hijo, Asclepio, patrocinaba
la medicina- y también de la sanación moral, pues cuando había que purificar
culpas se recurría a su consejo. Pero a él mismo a veces se le cruzaban los
cables, como cuando exterminó a flechazos a los Cíclopes, lo cual le costó un
año de trabajos forzados apacentando ganado.
Apolo era también el dios de
la música, y nadie en el mundo tocaba la lira mejor que él. Considerando que
además era el más guapo de los dioses, de donde procede el adjetivo «apolíneo»,
debería haber tenido un nutrido club de groupies. Sin embargo, coleccionó
tantos rechazos que podría haber montado un puesto de calabazas en el mercado:
Dafne, Casandra, Marpesa... El de esta última fue especialmente hiriente, pues
Apolo le dio a elegir entre él y un mortal llamado Idas, y la joven escogió a
Idas. Por una vez, y sin que sirviera de precedente en un dios,Apolo se tragó
su orgullo de dios y aceptó la decisión sin tomar represalias (pero Marpesa,
mujer, ¿no sabías lo insoportables que nos ponemos los hombres cuando nos entra
la crisis de los cuarenta?).
Tan poderosa como Apolo era la diosa virgen, Atenea. Había nacido de
la cabeza de Zeus, y, siendo hija de la mente, su principal virtud era la
inteligencia, representada en la mirada viva y penetrante de la lechuza que le
estaba consagrada. Por eso su favorito entre los héroes era el astuto Ulises,
al que protege a lo largo de toda la Odisea. Era una diosa un tanto varonil -la
virginidad parecía ser una negación de su condición femenina-, que cuando se
calaba el yelmo y empuñaba la lanza podía poner en fuga al mismísimo Ares, dios
de la guerra. Para compensarlo, los griegos la convirtieron también en una gran
tejedora. En general, era muy hábil con las manos, y Platón la imaginó en uno
de sus mitos compartiendo un taller de inventos y artesanía con Hefesto.
Hefesto era el patrón de los herreros, pero no sólo forjaba armas,
sino que fabricaba todo tipo de objetos fabulosos, incluyendo unos robots que
le ayudaban en la fragua. Cojeaba, porque en una ocasión Zeus lo tiró del
Olimpo y era el más feo de los inmortales. Paradójicamente, lo casaron con
Afrodita, diosa de la belleza. Hefesto era el único dios que se levanta ba
cuando todavía no había amanecido para ir a la fragua. De hecho, era
prácticamente el único dios que trabajaba. ¿Qué recompensa obtuvo por su
laboriosidad? Que su esposa Afrodita aprovechara sus ausencias para calentar la
cama con el musculoso cuerpo de Ares. El cuadro de Velázquez La ]`ragua de
Vulcano refleja el momento en que Hefesto se entera de que su propio hermano le
ha adornado la cabeza con dos apéndices óseos.
De Ares hablaremos poco:
violento, irracional, engañaba a su hermano Hefesto y, aunque era el dios de la
guerra, en Troya lo derrotaron Atenea y, algo incluso más humillante, el mortal
Diomedes. A los griegos no les caía bien, y a mí tampoco. Entre él y Atenea
existía una gran diferencia. Atenea era una diosa guerrera, que en caso de
necesidad recurría a la violencia. Ares era la guerra y la violencia.
Más simpático resultaba Hermes, hijo de Zeus y Maya. Resultaba tan
dificil de atrapar como el metal de su nombre latino, Mercurio. El mismo día en
que nació, se libró de sus pañales, que en aquellos tiempos eran más bien como
una camisa de fuerza. Tras esta proeza digna de Houdini, le robó unas vacas a
Apolo y se las llevó a una cueva. Después sacrificó una de ellas y,
aprovechando que pasaba una tortuga por allí, la mató y usó su caparazón y las
tripas de la vaca para fabricar la primera lira. Por último, volvió a su cuna
y, cuando le reprocharon sus fechorías, puso la misma cara de inocencia que un
jugador de baloncesto al que le pitan personal después de arrancarle un brazo
al contrario.
A Hermes se lo representaba con alas en los pies o en el sombrero y
con el caduceo, un bastón que tenía dos serpientes enrolladas. Su velocidad lo
convirtió en recadero de su padre Zeus, y por ese motivo protegía a los
heraldos, los mensajeros sagrados que llevaban correos y embajadas de ciudad en
ciudad. También era el encargado de escoltar las almas de los muertos hasta el
inframundo.
No hemos hablado de la hermana melliza de Apolo, Ártemis. Esta diosa
virgen, la tercera de nuestra lista junto con Atenea y Hestia, vivía en las
montañas y los bosques, acompañada por sus ninfas. Era tan certera con su arco
de cazadora como Apolo, y en cierto modo representaba su envés: si a Apolo se
lo identificaba con el sol, Ártemis era una diosa lunar. Curiosamente, en Asia
Menor se la representaba de una forma muy distinta, como una diosa madre con un
montón de pechos. En la ciudad de Éfeso le levantaron un templo gigantesco,
considerado una de las Siete Maravillas: cuando los jonios se ponían a
construir, eran más exagerados que sus primos del continente.
Hay quien sitúa fuera del
Olimpo a Dioniso, hijo de Zeus y una mujer mortal llamada Sémele, y durante
mucho tiempo se consideró que su culto había entrado en Grecia desde Oriente y
en una época relativamente tardía. Pero ya hemos visto que su nombre aparecía
en las tablillas micénicas.Tal vez se quería creer que provenía del extranjero
porque rompía la imagen luminosa y racional que se tenía de los griegos. Era el
dios del vino, la embriaguez y la inspiración, de las fuerzas desatadas y
reproductivas de la naturaleza. En sus ceremonias participaban sátiros y unas
ninfas salvajes conocidas como ménades, entre danzas, cánticos y éxtasis. Esos
rituales podían convertirse en auténticas orgías, por lo que las autoridades a
veces intentaban prohibirlos. En el mito, así lo pretendió el rey Penteo, pero
cuando quiso ejercer de antidisturbios, las mujeres que asistían al festejo
-entre ellas su madre y su esposa- lo despedazaron literalmente con las manos.
Nietzsche escribió que la religión griega era como una moneda, con una cara
luminosa y racional, la apolínea, y un reverso oscuro, el dionisíaco (léase tarareando
el tema musical de DarthVader).
Había muchas otras divinidades, cientos, miles de ellas. Algunas
astronómicas, como Helios el Sol o Selene la Luna. Otras de la naturaleza
silvestre, como Pan, Sileno o una infinidad de ninfas de los bosques y de las
aguas. También las abstracciones se convertían en dioses: la Noche, el Engaño,
la Escasez. En tiempos clásicos se crearon algunas nuevas, como la Persuasión,
a la que se rendía culto en la Atenas democrática. Además, existían unas
criaturas intermedias entre dioses y hombres, los daímones, una especie de
genios que pululaban por el mundo (del diminutivo daimónion procede nuestra
palabra «demonio»).
En suma, para los griegos todo estaba lleno de presencias
sobrenaturales a las que se podía ofender en cualquier momento y cuyo favor
había que ganarse. Eso explica que la religión impregnase cada actividad humana
y que todo fuese un ritual: las labores agrícolas, el teatro, el matrimonio.
Incluso la guerra: ningún general se atrevía a lanzar a sus hombres a la
batalla si antes no ofrecía los sacrificios pertinentes y comprobaba que las
vísceras de las víctimas tenían buen aspecto. Antes de tomar cualquier deci
Sión importante, se consultaba a los oráculos de los dioses, lugares sagrados
que hacían de puente entre el mundo divino y el humano.
ELEMENTOS DE IDENTIDAD:
SANTUARIOS Y JUEGOS PANHELÉNICOS
Otro motivo de unión e identidad para los griegos era el respeto que
sentían por unos santuarios determinados. Los más importantes eran el de
Delfos, consagrado a Apolo, y el de Zeus en Olimpia, pero también consiguieron
una gran reputación el de Poseidón en el istmo y el de Asclepio, dios de la
curación, en Epidauro.
El oráculo de Delfos se hallaba en Grecia central, en una comarca
conocida como Fócide. Era, y sigue siendo, un lugar bellísimo situado en las
laderas del monte Parnaso y a poca distancia de las aguas del golfo de Corinto.
En su origen perteneció a la diosa Gea, pero al dios Apolo le gustaron las
vistas y decidió apoderarse de él, para lo cual tuvo que matar a Pitón, el
dragón que lo custodiaba. El núcleo del poder místico de aquel lugar era el
khásma, una grieta en el suelo de la que emanaban vapores. Unas cabras que
pasaban por allí empezaron a balar con voz humana y a predecir el futuro, por
lo que los pastores comprendieron que esos vapores eran el aliento de la diosa
Gea, madre de todas las profecías.
Alrededor de la grieta se construyó el primer templo (hubo varios a
lo largo de la historia de Delfos). La zona de suelo donde se encontraba la
abertura se dejó sin pavimentar y encima de ella se colocó el trípode de bronce
sobre el que se sentaba la adivina, una mujer conocida como Pitia o Pitonisa.
Los días que se abría el oráculo a los fieles, la Pitia masticaba laurel y,
ayudada por los vapores del khásma, entraba en trance. A veces ella misma
profetizaba en hexámetros, y en otras ocasiones emitía palabras casi
ininteligibles que los sacerdotes auxiliares del templo tenían que interpretar.
Sobre este asunto hay controversia entre los expertos, como también en lo
relativo al resto del proceso. Por ejemplo, no se le conocen propiedades
psicotrópicas al laurel. ¿Sería de una variedad ya extinguida?
En cuanto al khásma, los autores clásicos hablan de esa grieta, pero
los arqueólogos no han hallado rastro de ella. Se ha pensado que el santuario
original no estuviera donde ahora se encuentran las ruinas.También es posible
que en el templo se quemaran otras hierbas con propiedades alucinógenas, y que
los consultantes interpretaran la humareda que se organizaba como los vapores
proféticos de Gea. Por otra parte, lo más probable es que eligieran como
sacerdotisas a mujeres propensas a la sugestión que podían entrar en trance
autoinducido.
Los griegos aceptaban las
palabras que salían de boca de la Pitia como si las pronunciara el mismo Apolo.
Pero las profecías no salían gratis. El camino en zigzag que subía al oráculo
estaba sembrado de «tesoros», pequeños templos que contenían las ofrendas
enviadas por ciudades de toda Grecia y por reinos extranjeros. Entre las más
valiosas se hallaban las que mandó Creso, rey de los lidios, cuando quiso saber
qué ocurriría si hacía la guerra contra los persas.A cambio, los donantes
conseguían un gran prestigio y el derecho de promanteía, es decir, de ser
atendidos por la Pitia antes que los demás.
La influencia de Delfos significaba poder, tan grande como el que
tienen hoy día los grandes grupos de comunicación pro o antigubernamentales.
Como no se podía permitir que una sola ciudad monopolizara ese poder, el
oráculo se hallaba bajo la administración de una organización que podríamos
llamar internacional, la Anfictionía de Delfos, formada por doce ciudades.A
pesar de eso, desde principios del siglo vi y hasta la época de Filipo y
Alejandro estallaron hasta cuatro grandes conflictos por el control del
oráculo, conocidos como Guerras Sagradas.
Otro santuario panhelénico era el de Olimpia, en la comarca de
Élide, situada en la costa oeste del Peloponeso. Como Delfos, era y es un
paraje de gran belleza natural. Lo recuerdo con cariño porque, después de dar
miles de curvas en autobús mientras atravesábamos las montañas del Peloponeso,
cuando llegamos por fin al valle del río Alfeo pensé que estaba en el paraíso
y, con el mareo que tenía, sólo me faltó besar el suelo, como Juan Pablo II.
Olimpia estaba consagrada a Zeus, como supremo señor del Olimpo.
Desde muy pronto se celebraron allí pruebas deportivas, típicas de la
mentalidad competitiva de los griegos, pero mezcladas con el culto religioso.
Esas competiciones, locales al principio, se hicieron más populares a partir
del siglo viii, hasta que acabaron participando en ellas atletas de todo el
mundo griego, incluidas las colonias de Occidente.
Al principio sólo corrían.
Empezaron con el estadio, distancia que equivalía a unos 170 metros. Después
fueron añadiendo otras distancias hasta llegar a la más larga, la carrera de 20
estadios, que hoy consideraríamos de medio fondo.También se agregaron pruebas
de combate, graduadas de menor a mayor brutalidad. En la lucha, antepasada de
la grecorromana, se trataba de derribar al adversario por medio de presas y
llaves. En el pugilato, de dejarlo K.O. a puñetazos. En lugar de guantes, los
boxeadores se enrollaban en las muñecas y los dedos unas tiras de cuero, no se
sabe si para protegerse, para hacer más daño al contrario o para ambas cosas a
la vez. Por último, el pancracio era como el full-contact de la época. Sabemos
que estaba prohibido morder al contrario y sacarle los ojos. ¡No vayamos a pensar
que eran unos bárbaros!
Los griegos practicaban el salto de longitud, modalidad cuyos
detalles concretos han hecho correr mucha tinta. Las escasas marcas que nos han
transmitido los autores antiguos superan los 15 metros. Si los atletas de hoy,
con mejor alimentación, preparación más científica, zapatillas de clavos y
suelos de tartán, no son capaces de pasar todavía de los 9 metros, es evidente
que no podemos tomarnos en serio los récords griegos. Se ha especulado con que
el salto fuese triple -la plusmarca actual supera los 18 metros, así que en
teoría no sería imposible-, que se contase el salto desde el arranque de la
(breve) carrera para tomar impulso, o que haya errores de escritura en las
cifras: los números se anotaban utilizando letras, y entre algunas de ellas
existían semejanzas que a veces hacían equivocarse a los copistas.
Los saltadores utilizaban unas pesas de piedra o de plomo de unos
dos kilos, con forma de teléfono antiguo, que balanceaban hacia delante al
saltar y hacia atrás al caer de pie. Supuestamente, esas halteras servían para
ganar distancia, aunque no está muy claro cómo lo conseguían.
Como todo el mundo sabe por la archiconocida estatua del Discóbolo,
los griegos practicaban el lanzamiento de disco.A veces se producían accidentes:
según el mito, en unos juegos celebrados en Tesalia a Perseo se le escapó el
disco, que fue a parar a las gradas y le abrió la crisma a su abuelo Acrisio,
sentado de incógnito entre el público. Se cumplía así una de esas tí picas
profecías -«el hijo que nazca de tu hija te matará»- que los personajes de los
mitos y los cuentos intentaban burlar, siempre en vano.
Había también lanzamiento de
jabalina, una disciplina con aplicaciones prácticas en la guerra y en la caza.
Sin embargo, la jabalina se fabricaba con maderas más ligeras que las pesadas
lanzas de cornejo o de fresno utilizadas en combate.Al arrojarla se utilizaba
una correa de cuero de más de un palmo de longitud, que añadía un impulso extra
al brazo y además producía un efecto parecido a las estrías del cañón de un
rifle: la lanza describía un movimiento rotatorio en el aire, lo que daba más
estabilidad a su vuelo.
Para los atletas más completos existía una serie de pruebas
combinadas, el pentatlón: los deportistas competían en jabalina y disco, salto
de longitud, lucha y una carrera de un estadio.
Mucho se ha hablado de la desnudez de los atletas. De hecho, la
palabra gymnasía proviene del adjetivo gymnós, «desnudo». ¿Qué hay de verdad?
Es cierto que los griegos, con -os de masculino, tenían mucha facilidad para
desnudarse, como puede apreciarse por las numerosas imágenes pintadas en vasos
y ánforas. Según la tradición, el origen de esta desnudez se remontaba a la 14a
Olimpiada, cuando Orsipo de Mégara dejó caer la ropa durante la carrera y llegó
el primero a la meta. Desde entonces, se supone que todos los deportistas
corrían en cueros. Sin embargo, este texto de Tucídides afirma lo contrario:
«Antaño, incluso en los juegos Olímpicos, los atletas competían tapándose las
partes pudendas con un taparrabos, y no han pasado demasiados años desde que
dejaron de hacerlo» (Tucídides 1, 6). De modo que la desnudez total debió de
practicarse sobre todo en la Época Clásica.A los varones suelen chocarnos
ciertos aspectos prácticos, relativos a los movimientos pendulares que
acompañan a una carrera, pero parece que algunos atletas los solucionaban
atándose el pene a la cintura con un cordel.
Con tanto hombre desnudo por las pistas, ¿se permitía que las
mujeres asistieran a los juegos? En teoría no, y hasta podían ser condenadas a
muerte por quebrantar la prohibición. Existe una curiosa historia a este
respecto. Una mujer llamada Calipátira, hija de un legendario deportista,
quería ver competir a su hijo Pisírrodo en la prueba de boxeo, así que se
disfrazó de entrenador y se colocó tras la valla de separación. Cuando vio que
su hijo vencía en la final, se dejó llevar por la alegría y saltó la valla, con
tan mala suerte que se le enganchó el manto y se quedó completamente desnuda, o
tal vez con una túnica interior que dejaba poco a la imaginación.A Calipátira
se la perdonó en honor de su padre, pero desde entonces se estableció la norma
de que los entrenadores también debían asistir sin ropa para evitar engaños.
Anécdotas aparte, sigue sin
quedar claro si todas las mujeres, tanto solteras como casadas, tenían
prohibido presenciar las pruebas deportivas, y si ocurrió así en todas las
épocas.
Además de las pruebas con deportistas humanos, en Olimpia había
carreras de carros y también de caballos. La de cuádrigas era la más
espectacular y peligrosa, aunque no debía de llegar a los extremos de Ben-Hur.
Las pruebas hípicas eran el deporte aristocrático por excelencia, pues la cría
de caballos no estaba al alcance de todo el mundo. Entre los vencedores
olímpicos aparecen nombres muy conocidos de la historia griega: los políticos
atenienses Cimón y Alcibíades -que batió todos los récords copando con sus
carros los cuatro primeros puestos en una Olimpiada-, los tiranos de Siracusa
Gelón y Hierón, o Filipo de Macedonia, quien recibió la noticia de la victoria
de sus caballos el mismo día en que nació su hijo Alejandro.
En los certámenes hípicos la gloria se la llevaban los propietarios,
no los aurigas de los carros ni los jinetes. En las demás pruebas, en cambio,
el premio era personal. No se repartían medallas: tan sólo el ganador recibía
el galardón, una corona trenzada con las ramas de un olivo consagrado a Zeus.
Un premio modesto; pero, a cambio, la fama de los atletas era imperecedera. Se
les consagraban estatuas en Olimpia y, con suerte, poetas como Píndaro cantaban
sus glorias en los poemas triunfales conocidos como «epinicios».Y a su regreso
a casa les esperaban otras recompensas. Por ejemplo, la ciudad de Atenas
mantenía a los vencedores de por vida cenando en el edificio del Pritaneo. Lo
mismo, por cierto, que solicitó Sócrates en su juicio cuando se le pidió que
propusiera una alternativa a la pena de muerte. Es evidente que a los jueces no
les hizo mucha gracia: todos sabemos cómo acabó Sócrates.
Los juegos Olímpicos modernos se han visto interrumpidos por las dos
guerras mundiales y boicoteados por las superpotencias en un par de ocasiones.
Sin embargo, en Grecia eran los juegos deportivos los que interrumpían las
guerras. Unos meses antes de celebrarse, tres heraldos recorrían Grecia para
anunciar que había llegado el momento de la tregua sagrada, la ekekheiría
(literalmente, «las manos quietas»). De este modo podía acudir a Olimpia gente
de todos los lugares. El santuario se enriqueció tanto gracias a los visitantes
que pudo construirse un templo magnífico en honor de Zeus, y en el siglo v
Fidias esculpió para él una gigantesca imagen del dios, una estatua de núcleo
de madera con incrustaciones de oro y marfil que, sentada en su trono, superaba
los 12 metros de altura.
Había otros juegos casi tan
importantes como los Olímpicos: los Píticos, que se celebraban en Delfos, los
de Nemea y los Ístmicos. Pero eran los juegos Olímpicos los que mejor
representaban la identidad helena. Los deportistas participaban en ellos por el
hecho de ser griegos y, a la vez, el hecho de ser admitido implicaba que uno
era reconocido como griego. Así ocurrió, por ejemplo, con Alejandro 1 de
Macedonia, conocido como «el Filoheleno».
1 última
que oí en las noticias fue «unas lluvias fuertísimas». Como dirían mis alumnos:
«¡Qué fuerte, qué fuerte!».
2 cual
hace pensar que debían dedicarse sobre todo a la ganadería.
3 El error, achacable como digo a una tradición
oral condensada y confusa, se comprueba poco después, cuando Tucídides confunde
la primera oleada de colonizaciones, que llevó a los griegos al otro lado del
Egeo en torno al siglo xi -suponemos-, con la segunda, que a partir del siglo
viii los llevaría por buena parte del Mediterráneo.
'También había pueblos que les hacían sentir
complejo de inferioridad cultural, como los egipcios. Gordon S. Shrimpton
señala que, como para compensar este complejo, cuando describían aquel vasto
país y sus increíbles monumentos, utilizaban términos que lo encogían. Las
enormes estelas de piedra eran para ellos «obeliscos», es decir, «pequeñas
brochetas», y las colosales tumbas funerarias eran «pirámides», nombre que
también recibían unos pastelillos de trigo y miel (Shrimpton, 1997, p. 13). Una
interpretación con un toque freudiano que no deja de ser curiosa.
la mitología hitita hay un paralelo más
antiguo en el que Kumarbi hace lo mismo con su predecesor Anu... , sólo que en
lugar de una hoz utilizó los dientes.
6 El examen de los huesos encontrados en las
tumbas de Atenas revela que la edad media de los varones al morir era de
cuarenta y cuatro años, y de las mujeres treinta y cinco. Esta diferencia de
nueve años, que en nuestra sociedad actual prácticamente se invierte, se
debería tanto a las muertes al dar a luz como a los efectos negativos del parto
en la salud posterior de la madre. Los espartanos, en reconocimiento de este
riesgo, permitían que las mujeres que morían en el parto tuvieran lápidas con
su nombre, mientras que las tumbas del resto de la gente eran anónimas.
¿Había muchos más viudos que viudas en Grecia?
No. La diferencia en las expectativas de vida se compensaba porque, en
promedio, las mujeres se casaban con hombres diez años mayores que ellas, de
modo que era matemáticamente más probable que ambos esposos muriesen casi a la
vez o con poco tiempo de diferencia.
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