LA CREACIÓN DE UN LÍDER
He hablado de Alejandro, pero en cierto modo no he tenido la buena
educación de presentárselo a los lectores. Como dijimos, nació en el año 356,
al mismo tiempo que su padre recibía otras dos noticias más. Ese mismo día se
dio una circunstancia más desgraciada: cierto individuo incendió el gran templo
de Ártemis en Éfeso. Puesto que, como ocurre con tantos terroristas, el único
móvil de aquel sujeto era que su nombre pasara a la historia, no le concederé
el dudoso honor de escribirlo aquí. Siempre he pensado que quienes destrozan
los monumentos y las obras de arte, como hicieron los talibán con aquellos
budas, asesinan a los muertos.
Gracias a sus retratos y a las descripciones que aparecen en algunas
fuentes, podemos hacernos más o menos idea de cómo era fisicamente Alejandro.
Su estatura debía de ser mediana, quizá tirando a baja. Según cierta anécdota,
cuando se sentaba en el trono de Darío en Babilonia le colgaban los pies, lo
que provocó las risas de Casandro, uno de sus oficiales. Pero tampoco hay que
tomar esta historia como muestra muy fiable, ya que los reyes persas apoyaban
los pies en un escabel, algo que tal vez se le olvidó hacer a Alejandro en
aquel momento.
Su complexión debía de ser atlética, aunque sólo fuese por el
ejercicio constante. Como noble macedonio, Alejandro cazaba en los bosques de
las tierras altas, a menudo animales agresivos y de gran tamaño que había que
abatir armado tan sólo con una lanza. También tenía que cruzar ríos a nado,
realizar largas marchas por el campo, montar a caballo y hacer instrucción con
las armas. Por supuesto, también se ejercitaba al estilo griego en la carrera,
la lucha y otras disciplinas olímpicas, una práctica que se había extendido
desde hacía tiempo en la helenizada nobleza macedonia. Que Alejandro estaba en
forma es evidente por sus prestaciones en el campo de batalla -cargaba al frente
de sus Compañeros y escalaba el primero las murallas cuando había que lanzarse
al asalto-, y también por su resistencia sobrehumana en las agotadoras etapas
de la larguísima campaña de Asia. Aunque estoy convencido de que, más que la
fuerza fisica, eran su increíble voluntad y su ansia de gloria las que lo
impulsaban a realizar estas proezas.
Su piel era muy blanca, lo que
debió ocasionarle bastantes inconvenientes en sus campañas bajo el sol
abrasador de Oriente.Tenía el cabello rubio, o al menos castaño claro. Se dice
que sus ojos eran claros, pero cada uno de un color o matiz diferente. Si en
verdad era así, tal vez tenía una pupila ligeramente más dilatada que otra, lo
que a veces da la impresión de que los iris son de distinto color. Según
Plutarco, su cuerpo exhalaba una fragancia muy agradable, incluso cuando
sudaba. Probablemente, al ser tan blanco, era también poco velludo, incluso en
el rostro. Tenía la costumbre de afeitarse, seguramente porque la barba apenas
se le cerraba, y la puso de moda entre muchos de sus seguidores. En general,
los griegos y los macedonios llevaban barba, como los romanos de la época más
antigua. Entre otras cosas, sería por comodidad: como comenta el poeta romano
Marcial en uno de sus epigramas, el afeitado podía ser un suplicio con aquellas
hojas no muy bien afiladas.
De la niñez de Alejandro, la anécdota más conocida es la doma de
Bucéfalo. Este caballo ya tenía mucha mili, como se suele decir, y muy mal
genio. No se dejaba montar por nadie, tal vez porque su dueño anterior había
abusado de la fusta, pero su estampa era tan noble que a Filipo se lo ofrecían
por 13 talentos, o sea, 78.000 dracmas. Sospecho que esta anécdota, contada por
Plutarco varios siglos después, ha sufrido cierta inflación. En el siglo iv el
precio medio de un caballo en Atenas era de 500 dracmas. Aunque los caballos
que se vendían en Macedonia probablemente eran mejores que los del mercado del
Ágora, un precio 156 veces superior a la media por un caballo resabiado de doce
años se antoja algo exagerado.
En cualquier caso, Alejandro se ofreció a montarlo si su padre se lo
regalaba. El muchacho, que como todo noble macedonio debía haber aprendido a
cabalgar casi antes que a gatear, había observado que el caba Ro se ponía
nervioso al ver su propia sombra. Así que lo puso de cara al sol y, después de
calmarlo con caricias y palabras suaves, montó en él sin ningún problema.
Bucéfalo lo acompañaría hasta los confines del mundo conocido y acabaría dando
nombre a una ciudad.
El primer educador de
Alejandro fue un veterano soldado llamado Leónidas, que le ayudó a endurecer su
cuerpo y su carácter. Hay una anécdota relacionada con él que revela algo de la
forma de ser de Alejandro. Un día en que ambos realizaban un sacrificio, éste
echó bastante incienso al fuego. Leónidas le regañó por despilfarrar aquel
perfume tan caro y le dijo que cuando conquistara el país de donde se traía el
incienso podría gastar cuanto quisiera. El niño frunció el ceño y aguantó la
reprimenda. Pero muchos años más tarde, cuando conquistó la ciudad fenicia de
Gaza, le envió a su viejo tutor 15 toneladas de mirra. Alejandro tenía en la
cabeza una auténtica agenda electrónica: para bien o para mal, llevaba la
cuenta de todo lo que le hacían o decían los demás.
En el año 343 Filipo decidió que su hijo necesitaba una formación
más elevada y nombró como tutor a Aristóteles. Éste había estudiado en la
Academia de Platón durante veinte años para instalarse después en Asia Menor, y
ya había alcanzado cierto prestigio, aunque consiguió mucho más al convertirse
en preceptor del joven príncipe. La razón principal para que Filipo lo
eligiera, no obstante, era una amistad familiar: el padre de Aristóteles,
Nicómaco, había sido médico de Amintas, el padre de Filipo.
Alejandro se educó en un lugar algo apartado de la capital, Mieza.
Allí lo acompañaron en su formación otros jóvenes nobles que con el tiempo se
convertirían en sus generales. Entre ellos estaban Casandro, Ptolomeo (el mismo
que inauguró una dinastía en Egipto que No hablaba eslavo) y Hefestión. Este
último se convirtió en el mejor amigo de Alejandro y mantuvo esa amistad hasta
su muerte. ¿Fueron amantes? Las fuentes no lo afirman de manera concluyente,
pero parece evidente que sí. Se los ha comparado a menudo con Aquiles y
Patroclo, con cierta razón. Alejandro creía ser descendiente de Aquiles y lo
admiraba tanto que durante sus campañas llevaba una edición de la Ilíada,
supuestamente preparada por Aristóteles. Cuando pisaron la Tróade en el inicio
de la campaña asiática, depositó una corona sobre la tumba de Aquiles en Troya,
mientras que Hefestión hacía lo mismo sobre la de Patroclo. Aunque en Homero no
se menciona ninguna relación carnal entre ambos héroes, en la Época Clásica,
cuando la homosexualidad se extendió, se daba por supuesto que eran amantes.
En general, la mayoría de los
autores piensan que Alejandro mostraba más tendencias homosexuales que
heterosexuales. Se fue de Macedonia sin casarse, y tardó tiempo en contraer
matrimonio, aun cuando su deber como rey habría sido dejar un heredero antes de
salir de Europa. Sin embargo, si hubiera vivido más años quizá no se hablaría
de este asunto. Como señala Carol G.Thomas, el matrimonio para los reyes de
Macedonia era sobre todo un arma diplomática (Thomas, 2007, p. 223). En los
primeros años, Alejandro tuvo más necesidad de recurrir al ejército que a la
diplomacia, ya que la red de alianzas que había tejido su padre gracias a sus
bodas era sólida, y apenas le quedó tiempo para pensar en bodas.Además, de haber
dejado un hijo en Macedonia, lejos de él, tal vez el niño se habría convertido
en un títere de la dominante Olimpia. Lo cierto es que cuando de verdad
necesitó arreglos diplomáticos durante la conquista del Imperio persa, se casó
dos veces. En cuanto a sus tendencias sexuales, su padre también tenía amantes
masculinos, como los dos Pausanias mencionados. La cuestión se define, por
tanto, así: ¿Alejandro era bisexual, como tantos griegos y macedonios
helenizados, o realmente le atraían más los hombres que las mujeres? Tiendo a
creer más en lo segundo, pero tal vez se deba a la idea que han creado en mí
las lecturas. No es fácil saberlo.
Por otra parte, sintiese o no atracción por las mujeres, era muy
galante con ellas. Sobre todo con las que ya tenían edad de ser su madre, como
la reina Ada de Caria -que lo adoptó como hijo- o Sisigambis, la madre de
Darío. Debido a eso, algunos autores han psicoanalizado las relaciones de
Alejandro con la temperamental Olimpia y prácticamente le han atribuido un
complejo de Edipo.
Aristóteles, que era un hombre de curiosidad insaciable y variada,
enseñó todo tipo de materias a Alejandro y sus compañeros. En particular,
despertó el interés del joven príncipe por la botánica y la zoología. Años más
tarde, Alejandro se hizo acompañar por varios científicos en su expedición, y
mandaba a su antiguo preceptor ejemplares de todas las plantas que encontraba
por los rincones de Asia.
En las ideas políticas, sin
embargo, sus puntos de vista debían chocar más. A pesar de su enorme inteligencia,
Aristóteles seguía anclado en el mundo de la polis griega, como puede comprobar
cualquiera que lea su Política. Por otra parte, al filósofo estagirita no le
habría hecho demasiada gracia la política interracial que siguió Alejandro en
Asia. Aristóteles estaba convencido de que el carácter y el clima guardaban una
estrecha relación. Los pueblos de la Europa del norte, debido a su hábitat
frío, eran valerosos y más bien lerdos. Por eso su forma de vida era libre,
pero desorganizada. Los asiáticos, que sufrían más calor, los superaban en
inteligencia.A cambio carecían de nervio, por lo que estaban destinados a la
esclavitud. Los griegos, al habitar una zona de clima moderado, aunaban valor e
inteligencia, y por eso estaban destinados a mandar (Política 7, 1327, b).
Obviamente, Aristóteles debía considerar griegos a los macedonios.
Al menos, cuando le pagaban por dar clases.
No me resisto a contar otra anécdota al estilo plutarquiano, pero
más moderna. En el Alejandro de Oliver Stone hay una escena en que Aristóteles,
interpretado por Christopher Plummer, da clases a los muchachos macedonios y
les enseña un mapa del mundo. El escenario lo forman unas ruinas realmente muy
ruinosas. Al ver aquello, un amigo mío no pudo evitarlo y exclamó en medio del
cine: «Pero, ¿es que estos griegos tenían que construirlo todo ya roto?».
ALEJANDRO, REY
Para un soberano macedonio, el principio de su reinado era casi tan
dificil como para un monarca persa. Hay que constatar que, cuando murió
Filipo,Alejandro tenía tan sólo veinte años y todavía no se habían escrito
libros ni rodado películas sobre él. Mi comentario no es tan absurdo como puede
parecer. Estamos ya tan acostumbrados al mito de Alejandro y su carisma que
podemos llegar a creer que, nada más nacer, la comadrona le dijo a Olimpia:
«Señora, ha tenido usted al conquistador del mundo». (Homenaje a Gila).
En el año 336 Alejandro no había hecho nada tan importante como para
que se pensara que podía superar a su padre. Sí, había mandado el ala izquierda
del ejército en Queronea, pero la victoria pertenecía a Filipo. Recordemos
quién era éste y todos los logros que había alcanzado durante veinte años. Era
lógico que, a la muerte del rey tuerto, muchos de sus súbditos forzosos
pensasen que había llegado el momento de rebelarse contra el yugo macedonio.
Los atenienses dieron un ejemplo un tanto lamentable al declarar aquel día de
acción de gracias y conceder una corona de oro póstuma al asesino, a pesar de
que no mucho antes habían nombrado ciudadano a Filipo e incluso le habían
erigido una estatua.
Alejandro no tardó en
demostrar que, aunque no tuviera la barba de su padre, había que tomárselo en
serio. En un viaje relámpago se aseguró primero la sumisión de Tesalia, que se
había mostrado algo levantisca, y después prosiguió camino hacia el sur. Atenas
pidió disculpas y Alejandro las aceptó. Había ido como embajador a la ciudad
después de la batalla de Queronea, pero esta vez no quiso entrar en ella.
La ciudad que sí visitó fue Corinto. Allí los aliados lo proclamaron
hegenión, como a su padre, y se decidió que la proyectada campaña de
represalias contra el Imperio persa seguiría adelante con el nuevo rey. En
Corinto, Alejandro conoció a Diógenes. Sobre su encuentro corrieron muchas
anécdotas. Después de un curioso intercambio de pareceres, Alejandro le dijo a
Diógenes que estaba dispuesto a concederle cualquier favor que le pidiera.
Conociendo al filósofo cínico, debía de estar tentándolo para ver qué burrada
le soltaba.Aquél contestó: «Pues ya que me lo dices, sí, hazme un favor.
Apártate un poco, que me estás tapando el sol». Alejandro lo hizo y se marchó
sin añadir nada más. A los hombres que lo acompañaban les comentó: «Si no fuera
Alejandro, querría ser Diógenes». Sinceramente, dudo mucho que hiciera este
comentario. Parece que, entre otras virtudes, Alejandro tenía la de ser
bastante aseado, y sospecho que el tonel de Diógenes no era precisamente una
burbuja esterilizada.
Durante el verano del año 335, Alejandro luchó contra las tribus de
Tracia e Iliria, pues quería dejar pacificadas todas esas tierras hasta el
Danubio antes de la expedición a Asia. Fue una campaña dura, en la que el joven
rey demostró su talento para el mando y la improvisación. Al intentar tomar el
paso del Hemón, los defensores echaron a rodar sus carros por una empinada
cuesta para que aplastaran a los macedonios.Alejandro ordenó a los que estaban
en su camino que se agacharan y formaran una tortuga con sus escudos, y los
carros rodaron por encima de ellos sin causar grandes daños. Ni que decir tiene
que el paso del Hemón cayó en sus manos.
Mientras tanto, en Grecia
cundió el rumor de que Alejandro había muerto. Atenas yTebas aprovecharon para
rebelarse contra el dominio macedonio, como era de esperar. Cuando aquél lo
supo, bajó desde el norte a marchas forzadas y se plantó ante Tebas. Los
atenienses no enviaron ayuda a sus aliados (no era la primera vez que los
dejaban con la retaguardia desguarnecida, por decirlo finamente), de modo que
los tebanos tuvieron que combatir solos contra los macedonios. Después de un
breve y algo accidentado asedio en el que su amigo Perdicas resultó herido, las
tropas de Alejandro entraron en la ciudad. Lo que ocurrió a continuación fue
una masacre. Sólo se salvaron los sacerdotes, los aristócratas miembros de la facción
pro macedonia y los descendientes de Píndaro. Alejandro hizo que arrasaran y
quemaran todas las casas salvo, precisamente, la morada donde había vivido el
poeta que exaltaba los valores de la aristocracia.
Fue un acto despiadado, pero tenía su lógica. Alejandro no quería
que, nada más poner el pie en Asia Menor, volviera a estallar la rebelión en
Grecia. Al conocer el terrible destino sufrido por los tebanos, las demás
ciudades se lo pensarían dos veces antes de sublevarse. De hecho, Atenas se
entregó sin lucha. Foción, el veterano general ateniense, negoció con Alejandro
y consiguió salvar la vida de los más destacados cabecillas del movimiento
antimacedonio, entre ellos Demóstenes. De nuevo, si Alejandro transigió con
Atenas fue porque necesitaba su flota.
Una vez pacificada Grecia, Alejandro podía emprender por fin su
cruzada contra los persas. En la primavera del año 334 cruzó el Helesponto.
Nunca regresó a Europa.
LA CONQUISTA DE ASIA MENOR
Cuando Alejandro atravesó el estrecho de los Dardanelos, lo hizo con
32.000 soldados de infantería y 5.000 de caballería, a los que se sumaron los
10.000 que ya estaban en Asia Menor. El núcleo de confianza de su ejército era
macedonio: 9.000 falangitas, formados en 6 batallones de sarisas; 3.000
hipaspistas, tropas de infantería de élite que a veces combatían con lanzas más
cortas para tener mayor movilidad; 1.800 jinetes de la caballería de los
Compañeros y casi 1.000 soldados de infantería ligera. El resto eran aliados y
mercenarios de diversas procedencias y de cuerpos de toda índole. La Liga de
Corinto, que teóricamente había encomendado a Alejandro llevar a cabo aquella
expedición de venganza, tan sólo aportaba 7.000 soldados. Los demás griegos
eran mercenarios, lo que demuestra que el entusiasmo que sentían en Grecia por
la aventura era algo menos que moderado. Acompañaban también a la expedición
ingenieros y científicos varios, entre ellos un sobrino de Aristóteles llamado
Calístenes.
En Asia, Alejandro se reunió
con Parmenión, que llevaba allí ya un tiempo como cabeza de puente. Había
heredado de su padre cierto número de generales veteranos, entre ellos el
citado Parmenión y Antípatro, a quien dejó como gobernador de Macedonia y de
Grecia. No estamos hablando de generales a la manera moderna, funcionarios
militares de alta graduación a los que Alejandro pudiera jubilar, expulsar o
degradar.Todos ellos eran cabecillas de sus propios clanes, algunos del llano y
otros de la montaña, y poseían poder e influencias personales. Alejandro se
veía obligado a lidiar con ellos, aunque seguramente habría preferido rodearse
de sus propios compañeros más jóvenes. Con el tiempo, Hefestión, Perdicas,
Ptolomeo, Crátero y otros amigos irían ocupando a su lado los puestos que
Parmenión, Antípatro o Antígono habían desempeñado junto a su padre.
Durante la primera fase de la invasión, los persas no actuaron con
contundencia, algo que suele considerarse un error de Darío III, el soberano
que había ascendido recientemente al poder tras las muertes de sus predecesores
Artajerjes y Arsés. Hay que tener en cuenta que, desde las Guerras Médicas, se
habían librado muchos combates entre griegos y persas en las costas de Asia
Menor: las ciudades jonias habían recobrado y perdido su libertad varias veces,
pero los griegos, exceptuando la campaña de Ciro el joven, nunca se alejaban
demasiado del Egeo. El nuevo soberano tenía otras cosas en que pensar. De
momento, sus sátrapas podían encargarse del joven macedonio. Como mucho,
volverían a perder la costa de Jonia. ¿Quién iba a pensar que Alejandro
albergaba intenciones de llegar hasta Mesopotamia y Persia? Quizá al principio
no lo sospechaba ni el mismo Alejandro.
Entre los generales de Darío
había un griego, Memnón de Rodas, que propuso recibir a Alejandro con una
estrategia de tierra quemada. Si devastaban los campos y se retiraban ante el
avance del macedonio, éste tendría que internarse cada vez más en Asia Menor,
lejos del mar. La flota persa podría cortarle las líneas de abastecimiento... y
tal vez verse reforzada por la de Atenas, pues el Gran Rey guardaba oro de
sobra para instigar otra revuelta.
Pero los nobles persas se negaron.' Tal vez no querían ver sus
propiedades incendiadas, o eran sus ideales guerreros los que les impulsaban a
plantar resistencia y no ceder terreno ante el enemigo. El caso es que tomaron
posiciones en la orilla sur del río Gránico, por donde Alejandro tenía que
pasar en su avance hacia el sur. Sus tropas eran inferiores en número a las del
macedonio, pero contaban con superioridad en caballería, el cuerpo favorito de
los persas. En infantería, sus efectivos eran sobre todo mercenarios griegos,
entre 5.000 y 8.000 hombres al mando de Memnón.
A Alejandro se le ofrecían varias opciones. Entre ellas, la que le
sugirió Parmenión: esperar unas horas y, al amparo de la noche, llevar parte de
las tropas corriente arriba para cruzar el río y lanzar una ofensiva por
sorpresa al amanecer. Pero Alejandro decidió atacar cuanto antes. La primera
línea de la orilla opuesta no era de infantería, como habría sido lógico en una
posición defensiva, sino de caballería: los ideales guerreros de los nobles
persas no les permitían retirarse a la segunda línea.
La maniobra decisiva de la batalla fue el ataque por el ala derecha
del propio Alejandro, seguido por los Compañeros. Para muchos expertos, fue una
insensatez. Desde luego, allí no se libró una batalla de tácticas elaboradas,
sino de pura testosterona humana y animal. Miles de jinetes se trabaron en una
refriega encarnizada en la orilla del río, con los macedonios empujando hacia
arriba en una posición nada ventajosa. Pero su armamento era más apropiado para
el choque cuerpo a cuerpo, mientras que los jinetes persas estaban más
acostumbrados a pelear a distancia con jabalinas y flechas. En la lucha,
Alejandro estuvo a punto de morir, lo que habría puesto un fin prematuro a su
aventura. Un caballero persa le pro pinó un golpe en la cabeza que le arrancó
parte del penacho, y quedó aturdido. Pero otro veterano de su padre, Clito el
Negro -hermano de la nodriza que le había amamantado- le salvó la vida con un
tajo que cercenó el brazo del persa.
Temerario o no, Alejandro
consiguió en el Gránico su primera victoria. Los persas que no cayeron en la
lucha se retiraron, al igual que Memnón. Pero muchos de los mercenarios griegos
quedaron bloqueados en un montículo, y Alejandro no tuvo piedad de ellos. Es
evidente que quería dar una lección a todos los helenos, estuvieran en Asia o
en Grecia: quien luchara en el bando persa era un traidor. Sólo sobrevivieron
2.000, a los que envió a Macedonia para trabajar como esclavos en las minas.
Después de la batalla, Alejandro consiguió su primer botín. No le
vino nada mal, porque el ejército había cruzado el Helesponto sólo con dinero y
provisiones para treinta días: Filipo había dejado a su hijo una deuda de 500
talentos, a la que Alejandro había sumado otra de 800. De lo obtenido en el
Gránico envió a Grecia una parte, incluyendo 300 armaduras persas para que las
consagraran en la Acrópolis; no olvidemos que el objetivo oficial de la campaña
era vengar el incendio de Atenas. Alejandro ordenó que las acompañaran con una
inscripción: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los espartanos,
ofrecen estos despojos arrebatados a los bárbaros que viven en Asia». La
propaganda era fundamental para evitar que en Grecia, y sobre todo en Atenas,
estallaran más revueltas. Es imposible no darse cuenta de ese estrambote,
«excepto los espartanos». La orgullosa ciudad de Esparta, que había visto su
territorio y su poder tan reducidos en las últimas décadas, no quería saber
nada de aquella campaña. Alejandro ni se molestó en obligarlos, pues no creía
que supusieran una amenaza para él.
A partir del Gránico, Alejandro bajó hacia el sur a lo largo de la
costa sin mayores problemas. Las ciudades jonias, y también Sardes, se fueron
entregando a su paso. En la mayoría de ellas gobernaban oligarquías o tiranías
instaladas por los persas, así que Alejandro las sustituyó por democracias. No
porque fuera partidario de la democracia: lo que quería era marcar diferencias
con el régimen anterior para presentarse como liberador de los griegos.
La ciudad que le ofreció más
resistencia fue Halicarnaso, cuya posición natural resultaba de por sí fácil de
proteger y que además tenía unas murallas muy sólidas. Uno de los defensores de
la ciudad era Memnón, que puso en serios aprietos a Alejandro. Pero éste
disponía de ingenieros muy eficaces y, además, cuando se empeñaba en tomar una
ciudad demostraba toda la paciencia que le faltaba en otros momentos. Al
comprender por fin que Halicarnaso iba a caer, Memnón le prendió fuego y se
marchó con sus hombres y sus barcos. Su intención era seguir combatiendo a
Alejandro en otros puntos de la costa; pero, para su desgracia y la de los
persas, cayó enfermo poco después y no tardó en morir.
Después de asegurar toda la costa de Jonia, Alejandro se internó en
Asia Menor, donde se reunió con Parmenión, que se había dedicado a conquistar
Frigia.Al llegar a la ciudad de Gordio, los lugareños le enseñaron el carro en
el que siglos antes había llegado allí un tal Gordias. La lanza del carro
estaba atada al yugo con un complicadísimo nudo cuyos cabos no se veían, pues
estaban ocultos dentro de una especie de bola. Se decía que quien lo desatara
se convertiría en soberano de toda Asia, de modo que Alejandro no pudo resistir
la tentación de intentarlo. Pero el nudo era tan dificil como el cubo de Rubik.
Alejandro se cansó, desenvainó la espada y lo cortó. Quizá pensó que así nadie
podría desatarlo después de él y disputarle la supremacía de Asia.
LA BATALLA DE ISO
Entretanto, el rey Darío había decidido que la amenaza era lo
bastante seria para ir él mismo a la guerra, de modo que reclutó un ejército y
se puso en marcha. Por supuesto, lo hizo con toda la pompa que cabía esperar de
un Aqueménida, con lujosos pabellones cargados de tesoros y acompañado de sus
esposas y concubinas, ¡y hasta de su madre! Como ya he comentado en alguna
ocasión, aunque llevaban siglos poseyendo un imperio, los persas seguían
conservando algo de nómadas.
El enfrentamiento entre los dos soberanos se produjo en noviembre
del año 333. La batalla se libró cerca de la bahía de Iso, prácticamente en el
rincón donde la costa de Turquía, que hasta ahí va de oeste a este, gira en un
ángulo recto y desciende al sur, ya convertida en el litoral de Siria. La
situación que se produjo fue paradójica. Lo normal habría sido que Alejandro,
como invasor, bajara de norte a sur, con el mar a su derecha, y que se hubiera
topado de frente con las tropas de Darío. Pero los dos habían jugado previamente
y sin saberlo al ratón y al gato: mientras Alejandro avanzaba junto al mar,
Darío lo hacía al otro lado de las montañas, y cuando llegó a la bahía de Iso
se dio cuenta de que los macedonios ya habían pasado por allí. Alejandro, por
su parte, al enterarse de que tenía al ejército persa detrás de él, dio media
vuelta con el suyo, y ambos se encontraron en posiciones invertidas.
El ejército persa debía de ser
superior en número al macedonio, aunque no en la proporción fabulosa que
encontramos en las fuentes clásicas. En cualquier caso, la posición los
igualaba a ambos. Alejandro tenía a su izquierda el mar y a su derecha unas
estribaciones montañosas. De esa manera, con los flancos cubiertos, podía
evitar que las huestes de Darío aprovecharan su superioridad numérica para
rodearlo. En el ala izquierda situó a Parmenión y él tomó el mando de la
derecha, como repetirían luego en Gaugamela. Es preciso recordar que en estas
batallas los frentes se extendían hasta cuatro kilómetros, por lo que
comunicarse de un extremo a otro del campo de batalla resultaba complicado, aun
recurriendo a enlaces a caballo. Debido a ello, en cada flanco se libraban
combates prácticamente independientes.
En el Gránico, muchos persas se habían lanzado sobre Alejandro,
dispuestos a matarlo y dejar sin jefe al ejército macedonio. Eso demostraba la
importancia que para ellos tenía acabar con el líder enemigo, de modo que
Alejandro decidió pagarles con su misma moneda. Toda su táctica se encaminó a
matar a Darío o hacerlo prisionero. Mientras Parmenión se batía el cobre, el
bronce y el hierro junto al mar, Alejandro, después de varias maniobras de
preparación, se lanzó como una cuña contra el centro del ejército persa junto
con los Compañeros.Allí era donde estaba Darío con su carro, en la posición
tradicional que ocupaban los reyes, ya que desde el centro podía impartir
órdenes a ambas alas. Se libró una dura refriega en torno a Darío, hasta que
éste vio su futuro inmediato tan negro que hizo girar el carro y emprendió la
huida.
Alejandro se habría lanzado de
inmediato en su persecución, pero tuvo que girar hacia la izquierda para ayudar
a la falange que se había estancado en la zona central, en las orillas del río
Pínaro.Al mismo tiempo, el ala de Parmenión se veía muy apurada ante los
ataques de la caballería pesada enemiga, mandada por el general Nabarzanes. Una
vez que Alejandro acudió en ayuda de sus unidades amenazadas y, además, corrió
la noticia de la huida de Darío, la batalla se convirtió en una desbandada
general. Como solía ocurrir, llegó la hora de la matanza.
Cuando Alejandro vio que la situación se había solucionado, partió
en pos del rey. Él y los Compañeros cabalgaron casi 40 kilómetros, hasta que
oscureció y se vieron obligados a renunciar a la persecución. Darío se había
escapado, pero el botín compensaba su huida. Todo el campamento persa cayó en
su poder, incluyendo las mujeres de la familia real. Allí se encontraban
Sisigambis, la madre del Gran Rey, y Estatira, esposa y hermanastra de Darío,
considerada la mujer más bella de Asia.También habían traído con ellas a su
hijo.
Alejandro trató a las damas persas con una cortesía y magnanimidad
que se han hecho proverbiales y que, cuando su leyenda aumentó con el correr de
los siglos, lo convirtieron en el prototipo del caballero medieval.
Probablemente actuó así de corazón, pero también usando una buena dosis de
cálculo. Da la impresión de que Alejandro medía mucho más sus gestos y sus
actitudes de lo que pueda parecer. Accesos de ira como los que lo llevaron a
arrasar Tebas o masacrar a los mercenarios griegos en el Gránico no eran tan
impulsivos: si podía reinar recurriendo a la generosidad y el amor lo hacía,
pero también sabía servirse del miedo cuando lo juzgaba necesario.
En este momento concreto, al tratar con tal cortesía a las damas
reales, se estaba preparando el camino. Pues, aunque aún no se lo hubiera
confesado a nadie, su intención no era ya dar un escarmiento a los persas:
empezaba a concebir planes de convertirse en su nuevo soberano, un Gran Rey
macedonio.
Así lo demostró cuando le llegó una oferta de Darío. El Aqueménida
le ofreció un rescate por los prisioneros y, además, le propuso firmar un
tratado de amistad y alianza. Si lo hacía, le entregaría todas las ciudades y
los territorios al oeste del río Halis. Alejandro contestó de forma arro gante:
Darío no podía ofrecerle lo que ya no era suyo. «En lo sucesivo», le escribió,
«te dirigirás a mí como señor de toda Asia».
EL ASEDIO DE TIRO
Después de su gran victoria en Iso, Alejandro podría haber avanzado hacia
el este hasta llegar al Éufrates, para bajar desde allí a Babilonia y
conquistar el núcleo del imperio. Pero no quería dejar a sus espaldas las
costas de Fenicia sin apoderarse antes de sus puertos: era la única manera de
privar de bases a la flota enemiga. La ciudad que más se le resistió en ese
empeño fue Tiro.
Aquél fue el más duro de sus asedios. Tiro era una isla, separada
del continente por más de medio kilómetro de agua, y tenía unas murallas de
imponente altura. Como Atenas en su momento, Tiro era la dueña de aquellas
aguas, por lo que era impensable rendirla por hambre: los barcos podían entrar
libremente en sus dos puertos, situados al norte y al sur de la isla. Alejandro
decidió construir un enorme muelle de 60 metros de anchura con el fin de llegar
hasta la muralla y atacarla con sus máquinas. Para hacerlo, sus hombres
clavaban grandes pilotes de madera en el fondo cenagoso y rellenaban la
estructura con cascotes y tierra. Pero luego las aguas se hicieron más
profundas, y al acercarse a la muralla los trabajadores empezaron a sufrir a la
vez los disparos de los defensores de Tiro y el acoso de los trirremes fenicios
que salían desde los dos puertos.
Como contramedida, Alejandro ordenó levantar dos torres de asedio de
varios pisos, cubiertas con pieles que sus hombres mojaban constantemente para
que las flechas incendiarias de los enemigos no prendieran la madera. En las
torres había catapultas que lanzaban pedruscos y flechas y alejaban a los
barcos. Les tocaba el turno a los fenicios, y éstos recurrieron a un truco que
a mí me encanta usar en cierto juego de estrategia muy popular: un brulote, un
barco cargado de material incendiario. Gracias a él y a una salida en masa de
la flota fenicia desde ambos puertos, las obras de Alejandro ardieron, y para
colmo se levantó una tormenta que destrozó el muelle.
Pero el impulsivo Alejandro sabía armarse de paciencia. Sus
ingenieros y zapadores reemprendieron la obra, ahora con un espigón más ancho y
más piezas de artillería. Éstas ya no sólo derribaban a los defensores que se
situaban en las almenas, sino que causaban desperfectos en los muros. Hay que
tener en cuenta que las murallas no se construían de sillares macizos: tan sólo
eran de piedra las capas externas, a modo de encofrado que se rellenaba con
cascotes y tierra apisonada. Muchas veces se procuraba utilizar arcilla húmeda,
que era más flexible, pero cuando se secaba el efecto era el mismo que el de la
tierra. Si los arietes o las piedras lograban abrir una brecha en los sillares
exteriores, a partir de esta grieta se podía acabar derribando un sector de la
muralla.
En aquel momento se sumaron a
las fuerzas de Alejandro más de 200 barcos, entre chipriotas y fenicios de
otras ciudades. Obviamente, las apuestas se empezaban a decantar por el macedonio,
así que todo el mundo quería correr en auxilio del vencedor. Alejandro intentó
forzar una batalla naval, pero los tirios, que ahora se encontraban en
inferioridad, no picaron el anzuelo y se limitaron a defender sus dos puertos,
cerrados por cadenas y trirremes con el espolón apuntando hacia el exterior.
La lucha se prolongó, con sorprendentes muestras de ingenio por
parte de ambos bandos, que blindaron barcos, utilizaron buceadores que cortaban
las amarras de las naves, usaron grúas, construyeron refuerzos de madera para
las murallas... Los ingenieros de Alejandro llegaron a unir cuadrirremes2 de
dos en dos, para montar sobre ellos enormes torres de asedio y acercarlas a la
isla. Quizá ése fue el germen de las grandes naves como la Leontóforos que, según
Lionel Casson, eran en realidad catamaranes (Casson, 1995, p. 110 y figs. 112 y
113).
Por fin, al séptimo mes Tiro se había convertido prácticamente en
una península, y Alejandro decidió lanzar el ataque definitivo. Los macedonios
abrieron una brecha en la parte sur de la muralla y, después de tres días de
combate, los hipaspistas entraron por aquel hueco mandados por Admeto, un
oficial que murió apenas plantó el pie en el muro. En ese mismo momento, las
flotas aliadas de Alejandro atacaron ambos puertos. Los fenicios cedieron
terreno, y al final se refugiaron en un templo dedicado a Agenor, el mítico
fundador de Tiro.
Aunque, al parecer, los tirios habían evacuado a parte de su
población durante el asedio mandándola a Cartago, en la matanza posterior a la
caída de los muros perecieron unas 8.000 personas. Según Arriano, Ale jandro
vendió a otras 30.000, entre ciudadanos de Tiro y extranjeros. La cifra parece
exagerada, pero aunque no se llegara a tal número, el dinero obtenido por la
venta y el botín de la ciudad debió compensar en parte los gastos de un asedio
tan largo.
Mientras asediaban Tiro, Darío
había enviado a Alejandro otra oferta de paz más generosa que la primera:
10.000 talentos por la familia real, la mano de una de sus hijas y todo el imperio
al oeste del Éufrates. Parece que el monarca, después de su derrota en Iso,
veía la situación sumamente complicada. Parmenión le dijo a Alejandro que él en
su lugar aceptaría la propuesta. «Yo también aceptaría si fuera Parmenión,
viejo amigo», respondió el rey, «pero soy Alejandro».3
EGIPTO Y EL OASIS DE SIWA
Gaza también se resistió a Alejandro, pero acabó cayendo en un par
de meses. Durante el sitio, una flecha se le clavó en el hombro y le hizo
perder mucha sangre. El rey macedonio aceptó de buen grado la herida con tal de
conquistarla ciudad.También había recibido una herida en el muslo en la batalla
de Iso. Al final de sus días, Alejandro debía de parecer un alfiletero mal
remendado, igual que su padre.
A finales del año 332, caída Gaza, Alejandro costeó la península del
Sinaí y llegó a Egipto en tan sólo siete días, con marchas diarias de más de 30
kilómetros. El ejército de tierra avanzaba a la par que la flota. Ésta cargaba
con las provisiones, mientras que las tropas de tierra se dedicaban a buscar
manantiales o excavar pozos para encontrar agua potable.
Los egipcios recibieron a Alejandro como a un libertador, pues
estaban muy resentidos con la dominación persa. Como ya hemos visto, los
atenienses habían apoyado la revuelta de Ínaro en el año 465. Aunque éste murió
empalado y Atenas perdió una flota y muchos hombres, la zona pantanosa del
delta siguió manteniendo su independencia. Después, en el año 404 todo el país
se libró del dominio Aqueménida, y los persas lo habían reconquistado tan sólo
unos años antes de la llegada de los macedonios.
Alejandro tuvo la inteligencia de ganarse el favor de los egipcios.
Éstos fueron durante toda su historia un pueblo muy xenófobo, así que sos pecho
que en privado escupían al hablar de los macedonios. Pero su yugo debió
parecerles suave en comparación con el persa, ya que Alejandro respetó sus
creencias religiosas y no introdujo grandes cambios en su administración. Los
egipcios lo agradecieron otorgándole los títulos tradicionales de sus faraones,
lo que suponía llevar la doble corona: la blanca del Alto Egipto y la roja del
Bajo.
En enero del año 331,
Alejandro fundó la más famosa de sus ciudades, la Alejandría que todos
conocemos. El lugar que eligió era un istmo que separaba el mar del lago
Mareotis, en la zona occidental del delta. La ciudad podía comunicarse con el
Nilo mediante un canal. Su idea era que sirviera como puerto de salida para las
mercancías de Egipto y también para las que llegaban por el Nilo desde Sudán y
las costas del mar Rojo; sobre todo, las especias y los perfumes de Arabia.
Aunque estuviera en Egipto, Alejandría era una ciudad griega, y de hecho se
llamaba Alexándreia para Aigyptou, «Alejandría junto a Egipto». La elección de
la preposición es muy significativa.
En cierto modo, Alejandro creó Alejandría al estilo de Atenas, pues
la dividió en barrios llamados «demos» y tan sólo concedió la ciudadanía a los
grecoparlantes, fueran soldados de Alejandro o inmigrantes que acudían de toda
partes de Grecia. También había egipcios en la ciudad, pero en distritos
separados; se gobernaban por sus propias leyes y no se convertían en
ciudadanos, a no ser que aceptaran helenizarse. Existía asimismo una comunidad
judía que prosperó y creció rápidamente.A la hora de armonizar poblaciones tan distintas,Alejandría
seguía el modelo multicultural británico, en que cada comunidad lleva una vida
prácticamente independiente, pero respetando las costumbres de las demás...
aunque no siempre, claro. Si Londres sufrió los atentados del metro, Alejandría
y el resto del Egipto macedónico experimentarían con el tiempo sus propios
disturbios sociales. Entre otros motivos, porque la administración se hallaba
en manos de extranjeros que traían sus propios dioses, y que en lugar de hablar
egipcio obligaban a los nativos a aprender griego y los explotaban
laboralmente. Un fenómeno corriente en el Egipto del siglo iii sería el de las
anakhoréseis, una especie de huelgas en las que los egipcios se retiraban a sus
templos y se negaban a trabajar.
Tras conquistar Egipto sin
tener que luchar -una variación agradable en la rutina después de dos terribles
asedios- Alejandro se embarcó en una extraña aventura que también ha hecho
correr ríos de tinta. Al oeste del delta, a unos 550 kilómetros de Alejandría,
se encuentra Siwa, un extenso oasis situado en una depresión que en sus puntos
más bajos alcanza 60 metros bajo el nivel del mar. Se encuentran en él
numerosas fuentes y lagos, aunque el agua tiene tanto contenido en sal que los
peces no pueden vivir allí, y los únicos cultivos que prosperan, al igual que
en época de Alejandro, son el olivo y el dátil.
En este oasis, rodeado por las dunas del desierto líbico, había un
oráculo del dios Amón, al que los griegos identificaban con Zeus. Alejandro
sintió el deseo de visitarlo y consultar al dios. La palabra para este deseo en
griego es póthos, un sentimiento muy característico de Alejandro en el que se
mezclaba una extraña nostalgia de lo desconocido, el afán de emular a héroes y
dioses como Heracles, Perseo o Dionisio, y también cierto capricho aventurero.
Pero no todo era antojo.Visitar un oráculo consagrado a un dios
egipcio era una forma de ganarse el favor del pueblo de los faraones. Además,
si los antiguos pedían consejo a los dioses para cualquier decisión, por nimia
que fuese, ¿qué no haría Alejandro, embarcado en una guerra por convertirse en
el hombre más poderoso del mundo? Antes de partir para Asia, en noviembre de
336, había acudido al oráculo de Delfos para preguntar por el futuro de la
campaña persa. El oráculo se cerraba durante el invierno, pero Alejandro agarró
a la Pitia del brazo y la arrastró hasta el templo a la fuerza. «¡Alejandro, no
hay quien pueda contigo!», se quejó la sacerdotisa, utilizando la palabra
aníkcton, que puede significar tanto lo que hemos dicho como «eres invencible».
Al parecer, a Alejandro le bastó con esa respuesta.
El rey partió hacia Siwa con un destacamento escogido. Primero viajó
por la costa unos 270 kilómetros hasta Paretonio (hoy Mersa Matruh), y a partir
de ahí se internó en el desierto líbico. Después de cuatro días se quedaron sin
agua, pero una tormenta inesperada los salvó. Así pudieron reponer agua para
cuatro días más y llegar al oráculo, cubriendo etapas de más de 30 kilómetros
diarios.
Según DonaldW. Engels, quien ha estudiado la logística de Alejandro
en una monografia que ya se ha convertido en un clásico, el límite de agua que
cualquier expedición podía cargar llegaba tan sólo para cuatro días, sin
importar que los porteadores fuesen hombres, caballos o camellos, pues tanto
humanos como animales acababan consumiendo el agua que cargaban al final del
cuarto día (Engels, 1980, p. 63). Podemos pensar que Alejandro arriesgó mucho y
se salvó por los pelos gracias a la tormenta, o bien que ésta es un elemento
milagroso típico de los relatos antiguos, y que en realidad el macedonio
llevaba guías que sabían dónde se podía encontrar agua en el desierto.
Para colmo, sopló sobre ellos
un khamsin o simún del desierto que borró todos los puntos de referencia, pero
dos cuervos los guiaron hasta el oasis. Esto suena tan novelesco como lo
anterior, pero no es imposible, pues los expedicionarios podrían haber seguido
el vuelo de aves migratorias.
Una vez en el oasis,Alejandro consultó al oráculo y quedó
satisfecho. Según Arriano, cuyo relato es normalmente el más fiable, no le
explicó a nadie cuáles habían sido ni las preguntas ni las respuestas. Plutarco
y Diodoro, sin embargo, cuentan que quiso saber si se convertiría en soberano
de todos los hombres, a lo que el dios contestó que sí.También preguntó
Alejandro si los asesinos de su padre habían sido castigados, y el oráculo le
replicó que el planteamiento era incorrecto, puesto que su padre no era un
hombre mortal. Alejandro corrigió la pregunta: «¿Han sido castigados todos los
asesinos de Filipo?», y sólo entonces el dios respondió afirmativamente.4
Si hacemos caso a la versión más detallada de la historia, fue ésta
la primera ocasión en que Alejandro sospechó que su naturaleza era divina y que
él mismo podía ser hijo de un dios; en concreto, de Zeus. Dicha creencia tenía
su toque de megalomanía, evidentemente, pero no resultaba tan absurda para la
mentalidad de entonces como para la de ahora. La tradición de que Zeus era el
padre de Alejandro llegó lejos. En las Dionisíacas de Nonno, escritas en el
siglo v d.C., el autor habla de las flechas que prepara Eros para las víctimas
de la lujuria de Zeus. La duodécima está destinada a Olimpia, la madre de
Alejandro,' pues se decía que Zeus la había fecundado en forma de serpiente.
Satisfecho, pues, con las respuestas del oráculo, Alejandro volvió
con sus hombres a Egipto. Según Engels, lo hizo por el mismo camino por el que
habían llegado, pero esta vez con mejores guías y sin extraviarse, pues por la
ruta correcta había manantiales cada tres días de camino más o menos.
De regreso en Egipto,
Alejandro se dedicó algunos meses a tareas administrativas. Como en todos los
lugares que conquistaba, dejó los puestos civiles a los egipcios: para evitar
nuevos arrebatos nacionalistas. Los tributos, aunque al final llegaran a sus
manos, también los recaudaban funcionarios locales. Pero dejó unos 4.000
soldados macedonios entre Menfis y Pelusio para asegurarse de que Egipto no se
rebelara.
En abril, Alejandro abandonó el país del Nilo y se dirigió en primer
lugar a Tiro. Allí lo esperaba su flota, y también embajadas diversas. Entre
ellas, una de Atenas que le suplicó que liberara a los mercenarios atenienses
que había capturado en la batalla del Gránico y que ahora servían como esclavos
en Macedonia. Alejandro, que se había negado a una primera petición hecha casi
dos años antes, accedió esta vez. Por fin, después de reorganizar el gobierno
de los territorios que había conquistado, partió hacia el este buscando de
nuevo lo que de verdad le gustaba: la guerra.
LA BATALLA DE GAUGAMELA
Por ser la batalla decisiva en su lucha por conquistar el Imperio
persa, y tal vez la más conocida de Alejandro, la trataré con más extensión que
las demás. Recomiendo a los lectores que tengan la película Alejandro de Oliver
Stone o que la puedan alquilar que vean la escena de Gaugamela, pues es de lo
mejor de la película.
Cuando dejaron Tiro, los macedonios y los griegos viajaron a
Damasco, y desde allí se dirigieron a Tápsaco, una ciudad situada en la orilla
occidental del río Éufrates cuya situación exacta se debate hoy en día.
Alejandro y su ejército cruzaron el Éufrates; pero a continuación, en lugar de
seguir río abajo hacia Babilonia por Mesopotamia, viajaron hacia el nordeste,
buscando zonas más húmedas y frescas donde sus caballos pudieran pastar y donde
el calor no fuese tan agobiante. En Grecia se combatía preferiblemente durante
el verano, pero el calor de Babilonia era otra cosa. Hoy día, las temperaturas
máximas en Bagdad de junio a septiembre rondan los 45 grados, con momentos en
que se alcanzan los 50, y las mínimas no suelen bajar de 25.Todo ello sin una
sola gota de agua: no se trataba sólo de huir del calor, sino de buscar forraje
para los animales del ejército, que podían ser entre 12.000 y 20.000 sumando
caballos, mulas e incluso camellos.
Así pues, Alejandro eligió una
antigua ruta militar hasta el Tigris, al que llegó a marchas forzadas. Sabía
que las tropas de Darío se hallaban cerca del río y pretendían impedir que
cruzara, de modo que lo atravesó más al norte, por donde no lo esperaban,
aunque la fuerza de la corriente dificultó la travesía.Ya al otro lado,
consiguió apoderarse de varias aldeas a las que sus habitantes habían prendido
fuego antes de marcharse: sus hombres llegaron a tiempo de apagar los incendios
y conseguir algunas provisiones.
Tenemos bastante seguridad sobre las fechas en que se llevaron a
cabo todas estas operaciones, porque después de cruzar el Tigris hubo un
eclipse de luna. Dicho eclipse se ha fechado en el 21 de septiembre del año 331.
También aparece en los Diarios astronómicos, una serie de tablillas donde los
funcionarios del Esagila, el templo de Marduk en Babilonia, anotaban todos los
sucesos que consideraban importantes, desde los movimientos de los astros hasta
el nivel alcanzado por las aguas del Éufrates o incluso el precio del cereal. O
sea, que era una especie de Instituto Nacional de Estadística, pero en manos de
los sacerdotes.
Según una de esas tablillas, en el día 13 del sexto mes del año
quinto de Darío se produjo un eclipse que empezó apenas la luna había asomado
por el este. Dicho fenómeno tuvo lugar cerca de la posición de Saturno, planeta
que se consideraba de muy mal agüero. Además, antes de que acabara el eclipse,
Júpiter se puso por el oeste: también eso era mala señal para los reyes. Para
colmo, mientras la luna se ocultaba el viento soplaba del oeste, la misma
dirección de la que venía el invasor. Aunque el documento se limitaba a referir
los datos sin interpretarlos, en Babilonia debió cundir la inquietud por el
destino del rey, y posiblemente también en el campamento de Darío, que se
habría llevado consigo sus propios astrólogos. Aunque éstos, sospecho,
tratarían de disimular los malos augurios de alguna forma.
El eclipse también provocó nerviosismo en el campamento macedonio.
Pero el adivino Aristandro lo interpretó de forma favorable: antes de que
pasara otra luna se libraría una batalla y el vencedor sería Alejandro. Los
adivinos egipcios añadieron que el sol representaba a los griegos y la luna a
los persas.
Después de aquello, Alejandro
avanzó unos días más y encontró jinetes persas.Tras capturar a unos cuantos,
averiguó que Darío estaba no muy lejos de allí con todo su ejército, en un
paraje conocido como Gaugamela, «la casa del camello» según Plutarco: el nombre
podría provenir de Tel Gamal, Monte Camello, por la cercanía de una colina que
recordaba a la joroba de un dromedario.
El Gran Rey había elegido un terreno amplio y llano, sin obstáculos
a los lados para que el adversario no pudiera protegerse los flancos. Darío y
sus generales eran conscientes de que en Iso habían perdido por lo accidentado
del terreno y porque, encajonados entre la montaña y el mar, su superioridad
numérica había resultado inútil. De modo que ahora, como un equipo que juega la
copa Davis en casa, estaban preparando la pista (soy consciente de que es la
segunda vez que recurro a este símil, así que no abusaré más). En este caso, la
pista era de tierra batida, y más aún porque sus hombres la estaban allanando a
conciencia. La fuerza del ejército persa radicaba en su caballería y en algunos
elementos más exóticos y destinados a atemorizar al adversario, como los
elefantes y los carros de guerra.Todos ellos necesitaban un terreno lo más liso
posible, en particular los carros.
La descripción de estos últimos debió de poner los pelos de punta a
los soldados de Alejandro. Eran vehículos de guerra similares a los que habían
dominado los campos de batalla en la Edad de Bronce. Pero esa reminiscencia del
pasado revivía dotada de un nuevo horror tecnológico, unas guadañas de metal en
los cubos de las ruedas. No obstante, a Alejandro no debió de asustarle tanto
aquella táctica del Gran Rey, y seguramente explicó a sus hombres el motivo.
Antes de embarcarse en la aventura asiática habría leído a Jenofonte, que en su
Anábasis describía esos mismos carros falcados (1, 8, 10). Según el autor
ateniense, estaban provistos de hoces que salían en líneas oblicuas de los
ejes, a la altura precisa para segar piernas de hombres y caballos, y también
tenían cuchillas instaladas debajo de la armazón del carro, apuntando al suelo
para rematar a los soldados caídos. Pero tanto Jenofonte como el resto de los
Diez Mil habían sobrevivido sin mayor problema ante aquella amenaza.
Alejandro ordenó construir un
campamento con fosos y empalizadas donde dejarían la impedimenta y también se
quedarían los hombres que no se encontraban en condiciones de combatir.
Descansaron cuatro días para reponerse de las duras jornadas de viaje, y
después Alejandro tomó consigo a todos los soldados que iban a luchar y partió
de noche hacia el campo de batalla. Poco antes del amanecer vieron al enemigo
desplegado en la llanura, pues a Darío le habían llegado noticias del avance
macedonio.Aunque la primera intención de Alejandro era combatir directamente
después de la marcha nocturna, se lo pensó mejor al ver el tamaño del ejército
enemigo y la desmesurada longitud de sus líneas.
Durante el resto del día,Alejandro y sus exploradores reconocieron
el terreno desde lejos, estudiando todos los ángulos. Después, en un campamento
improvisado a unos cinco kilómetros del enemigo, Alejandro reunió a sus
generales para arengarlos, recordándoles que esta vez la batalla iba a librarse
por toda Asia. Hallándose ya tan cerca de las capitales del imperio, estaba
convencido de que si conseguía la victoria, ésta sería definitiva. Al parecer,
Parmenión le sugirió lanzar un ataque por sorpresa durante la noche, pero
Alejandro contestó: «Yo no robo la victoria».
Aunque la frase suena muy propia de Alejandro, resulta más extraño
que un veterano como Parmenión le propusiera un ataque nocturno. Es cierto que,
leyendo la Anábasis, podrían haber sabido que de noche los persas ataban a los
caballos con maneas para evitar que escaparan, y que entre ponerse la armadura,
desatar, ensillar y embridar a sus monturas tardaban mucho en estar listos.
Pero las operaciones nocturnas, como habían comprobado para su desgracia Nicias
y Demóstenes en Sicilia, eran un asunto demasiado arriesgado, y el prudente
Parmenión lo sabía de sobra. Me pregunto si en este caso la anécdota no
procederá de una fuente hostil a Parmenión. En concreto, Ptolomeo, que escribió
un relato de la campaña en el que se basa nuestra fuente principal, Arriano.
Como siempre, es dificil saber cuántos hombres había movilizado cada
bando. De las cifras del ejército de Alejandro podemos fiarnos: unos 40.000
soldados de infantería y 7.000 de caballería. Pero para las fuerzas de Darío se
nos dan números tan fantásticos como los de Heródoto para el ejército de Jerjes,
y eso que la fuente es un historiador con tanto sentido común como Arriano:
40.000 jinetes, 200 carros falcados, 15 elefantes y ¡un millón de soldados de
infantería! Todo esto recuerda a las guerras de cifras que se producen entre
gobierno, oposición y sindicatos cada vez que se celebra una manifestación.
El problema cuando nuestras
fuentes nos dan magnitudes tan exageradas es el mismo que teníamos al tratar
las Guerras Médicas: cómo reducirlas. ¿Dividirlas entre tres, entre cuatro,
entre diez? Todo puede parecer arbitrario, así que hay que recurrir al sentido
común. Alejandro había observado durante su reconocimiento que las líneas de
Darío se extendían mucho más de lo que él podía estirar las suyas, tal vez el
doble. Al frente había sobre todo jinetes, y es evidente que Darío superaba
ampliamente en caballería a Alejandro. Los cálculos de Fernando Quesada de
34.000 jinetes persas parecen razonables (Quesada, 2008, p. 153). Más atrás, en
segunda línea, había infantería que sería sobre todo de leva, campesinos
reclutados en las cercanías de Gaugamela, miles o decenas de miles. Pero como
auténtica infantería de calidad Darío sólo tenía a 2.000 mercenarios griegos y
a otros 2.000 soldados de la guardia real.
Observando el terreno elegido y preparado por Darío, era evidente
que el Gran Rey tenía la intención de rebasar por ambos flancos al ejército de
Alejandro y fagocitarlo como una gigantesca ameba. Las falanges griegas y sobre
todo las macedonias, erizadas de sarisas, eran muy sólidas por delante, de
manera que resultaba muy complicado atacarlas de frente. Pero comparadas con la
caballería tenían muy poca movilidad y, si los jinetes persas lograban
atacarlas por los flancos o por la retaguardia, estarían perdidas.
Ahora bien, la movilidad de la caballería la hacía muy apta para el
ataque, pero muy inestable para la defensa. Cuando los diversos cuerpos de
jinetes entraran en acción, era previsible que dejarían huecos en el frente
persa. Aunque otras tropas de caballería intentaran cubrirlos, serían inevitables
las grietas y los desajustes, porque además los soldados persas no estaban tan
acostumbrados como los griegos al combate en orden cerrado.
Así pues, la clave para Alejandro era evitar que un ejército con un
frente que duplicaba al suyo lo rodeara por ambas alas, o al menos retrasar lo
inevitable hasta el momento de lanzar un ataque por alguno de los huecos que
tarde o temprano se abrirían. Todo dependía del tiempo. Si la batalla se
prolongaba demasiado, los macedonios acabarían rodeados por la caballería enemiga.
Aunque los jinetes persas no fuesen tropas que se lanzaran directamente al
choque, podían acabar con las fuerzas enemigas por desgaste.' Si el ejército
macedonio acababa rodeado, no era imposible que muriesen prácticamente todos,
pues no podría haber retirada.
A pesar del peligro, algunas
fuentes cuentan que Alejandro durmió esa noche como un tronco. Al amanecer,
puesto que todavía no había salido de la tienda, fueron los generales quienes
ordenaron a los soldados que desayunaran. Por fin, Parmenión no aguantó más,
entró a despertar a Alejandro y le preguntó, cómo podía dormir con tanta
pachorra. La respuesta del rey fue algo así como: «Tengo a Darío donde lo
quería, dispuesto a librar una batalla campal. ¿Cómo no voy a estar
tranquilo?».
Tras los pertinentes sacrificios, Alejandro desplegó a sus hombres
para el combate. Siguiendo la tradición, había dispuesto en el ala derecha a
las mejores tropas con la intención de vencer cuanto antes en esa parte del
campo de batalla. La diferencia era que no se trataba de hoplitas, como en los
ejércitos tradicionales. Él mismo formaba allí al frente de la caballería de
Compañeros mandada por Filotas, hijo de Parmenión. También tenía consigo
infantería ligera, como los ágiles agrianos y los arqueros macedonios, y
escuadrones de caballería mercenaria.
En el centro había dispuesto los batallones de infantería pesada:
primero los hipaspitas, en contacto con la caballería de los Compañeros, y a
continuación cuatro batallones de sarisas. El ala izquierda, de la que se
encargaba Parmenión, disponía de otros dos batallones de sarisas, cubiertos en
el extremo izquierdo por varios cuerpos de caballería: tesalios, griegos,
tracios, etcétera.
Como se ve, las falanges de infantería, cuyo fuerte era el choque
frontal, tenían los lados protegidos por tropas más móviles para evitar que los
rodearan. Pero la superioridad en caballería de Darío era tal que, tarde o
temprano, esas tropas montadas y ligeras tendrían que ceder terreno o ser
aniquiladas. Previendo los apuros que podrían pasar las falanges para girar con
sus larguísimas picas, Alejandro colocó en segunda fila otra falange de aliados
griegos y mercenarios, preparados para cubrir la retaguardia.
Con el sol ya alto, el día 1
de octubre el ejército macedonio empezó a marchar hacia las líneas enemigas.
Alejandro, que estaba situado casi en un extremo, podía ver sin embargo que
tenía a Darío prácticamente enfrente, aunque el rey persa ocupaba su puesto
habitual en el centro de la formación. Eso quiere decir que a la derecha de
Alejandro había tal vez 1.000 metros de línea enemiga sobrepasando la suya.
Como ya tenía previsto, el rey macedonio dio la orden de avanzar
hacia la derecha, aprovechando la tendencia natural de los ejércitos griegos a
desplazarse en esa dirección. Los diversos grupos lo hicieron en orden oblicuo
formando un ángulo de unos 45 grados con respecto al ejército enemigo. Era la
misma táctica que había usado Epaminondas en Leuctra, con la diferencia de que
la punta más adelantada ahora se hallaba a la derecha y no a la izquierda. De
esta manera, el ala de Parmenión se quedó más retrasada y demoró el contacto
con el enemigo, pero al mismo tiempo se fue acercando más al centro de las
filas persas, con lo que el riesgo de que el veterano general y sus tropas se vieran
rodeados aumentaba por momentos.
Alejandro estaba dispuesto a correr ese riesgo. Su intención era
contrarrestar las maniobras de flanqueo de los persas con otra de penetración,
pero para ello tenía que engañar a Darío. Su caballería siguió alejándose hacia
la derecha, cada vez más rápido, hasta salirse prácticamente del campo de
batalla alisado por los hombres del Gran Rey. Al ver esta maniobra, Darío
ordenó a la caballería de su flanco izquierdo que se lanzara hacia Alejandro
para detenerlo y rodearlo. En aquella zona del campo se libraron duros
combates, con cada uno de los bandos mandando más y más tropas a la melée:
escitas y bactrios por parte persa, y mercenarios y peonios por parte de
Alejandro.
¿Qué ocurrió mientras tanto con los temidos carros falcados? Darío
los envió contra la parte derecha de la falange, donde formaban los hipaspitas
y los batallones de sarisas de Ceno y Perdicas. Las tropas ligeras, y entre
ellos los reputados agrianos, dieron cuenta de la mayoría de los carros,
lanzando sus jabalinas a los caballos y acuchillando a los pasajeros. La época
de estos vehículos había pasado. Debido a la falta de herraduras y al
deficiente sistema para uncir a los caballos, la velocidad que podían alcanzar
estos vehículos no era tan elevada. Al ver la película de Oliver Stone po dría
parecer que los carros falcados embestían a la velocidad de un Fórmula 1, pero
sin duda el efecto real no era tan impresionante. De hecho, los agrianos
conseguían detener a los caballos corriendo junto a ellos y sujetándolos por
las riendas. Por lo demás, las tropas de infantería se apartaron a su paso' y,
aunque sin duda se produjeron algunas bajas, los carros demostraron su
ineficacia.
Mientras tanto, en el ala
derecha proseguían los combates entre los diversos cuerpos de caballería. Por
ahora, Alejandro había utilizado a otras tropas, de modo que los Compañeros aún
no habían entrado en acción y estaban prácticamente frescos. Darío decidió
entonces que había llegado el momento de asestar el golpe definitivo y lanzó todas
sus líneas a la carga, para rodear a los macedonios tanto en el ala de
Alejandro como en la de Parmenión. No era una táctica muy sutil, pero solía
funcionar.
Era la ocasión que estaba esperando Alejandro, y para esa
contingencia había reservado a los Compañeros. Sabiendo que la doble maniobra
envolvente de Darío era inevitable, había diseñado otra de penetración en
profundidad (Fuller, 1960, p. 168). Mientras el resto de la caballería se las
arreglaba como podía contra las oleadas que llegaban desde el frente persa,
Alejandro giró a la izquierda junto con los Compañeros y se dirigió hacia el
centro del ejército de Darío como la punta de una flecha de carne y acero. Las
filas de caballería que protegían al Gran Rey habían desaparecido, pues estaban
enzarzadas en combate, y ya sólo quedaban junto a él los mercenarios griegos y
la guardia real.
Atacar de frente con los jinetes a esos hombres era complicado, por
más que la caballería macedonia fuese tropa de choque. Pero para esos
menesteres Alejandro tenía a los hipaspistas, una infantería de élite más
rápida y flexible en sus movimientos que la falange convencional de sarisas, y
que estaba bajo el mando de Nicanor, otro hijo de Parmenión. Los hipaspistas,
que formaban la punta del avance oblicuo de la infantería, bien fuera por una
orden previa o por instrucciones recibidas sobre la marcha, cargaron en línea
recta, mientras los Compañeros convergían poco a poco hacia ellos. El punto
donde se encontraron hipaspistas y Compañeros fue justo delante de Darío.
Alejandro había conseguido lo que quería. En prácticamente todos los demás
lugares del campo de batalla su ejército se hallaba en inferioridad numérica,
pero él disponía ahora de superioridad local donde más le interesaba: a pocos
metros del Gran Rey. Formando la punta de lanza con su Ágema, el Escuadrón
Real, Alejandro penetró entre las filas hasta acercarse a Darío.
Al igual que había hecho en
Iso, el Gran Rey puso pies en polvorosa. Todos los hombres que lo rodeaban
imitaron su ejemplo, y el movimiento se contagió hasta el ala izquierda de la
caballería persa, con lo que las tropas macedonias de aquella zona del campo se
vieron liberadas de la presión. Alejandro quiso lanzarse en persecución de
Darío, pero en ese momento supo que el flanco izquierdo de su ejército se
encontraba en graves dificultades. Mientras que por la derecha la caballería
macedonia había conseguido detener los ataques del sátrapa Beso, por la
izquierda estaban recibiendo las embestidas de los jinetes al mando de Maceo, a
los que apenas podían contener. Algo lógico, por otra parte, ya que el
movimiento de todo el ejército hacia la derecha había atraído a Parmenión y sus
hombres al centro, en una zona donde los enemigos los superaban tanto en número
que podían atacarlos por todos los flancos a la vez.
Para agravar la situación, en la maniobra de acercamiento oblicuo se
habían producido huecos entre los batallones de la falange, como era de
esperar, y por ellos se colaron varios destacamentos de caballería india y
persa que cayeron sobre el campamento macedonio,9 donde mataron a un buen
número de centinelas que lo último que se esperaban era recibir un ataque allí.
En auxilio del campamento acudió la falange griega de reserva, que
consiguió poner en fuga al enemigo. Pero Parmenión se hallaba en una situación
desesperada y despachó a un mensajero para que se lo comunicara a Alejandro. El
hombre de enlace encontró a éste y le dio la noticia. El joven rey, según
Arriano, abandonó la persecución. En realidad, aún no podía haberla emprendido en
serio, al menos hasta que comprendiera cuál era la situación en el campo de
batalla, pero tal vez se preparaba para hacerlo. Al saber que Parmenión y miles
de sus hombres sufrían serios apuros, Alejandro acudió en su ayuda.
No era una decisión fácil. Los Compañeros tenían que elegir entre
perseguir a enemigos que les daban la espalda y alancearlos sin correr apenas
peligro -por no hablar de capturar vivo al Gran Rey-, o combatir otra vez de
frente contra nuevos adversarios. Todo ello, en medio de una nube de polvo, con
los caballos echando espuma en el ardor de la batalla y los soldados, como
lobos, oliendo ya sangre persa. Pero gracias a la autoridad de Alejandro y a la
propia disciplina de sus hombres, llevaron a cabo la maniobra, giraron a la
izquierda y cabalgaron en auxilio de sus camaradas.
Al hacerlo se toparon con
contingentes partos, indios y persas. Allí debió repetirse, a mayor escala, el
duelo que se había producido en las orillas del Gránico, con los caballos
prácticamente clavados en el suelo y los jinetes trabados en combate a
lanzazos, tajos y estocadas. El armamento de los macedonios les daba ventaja,
aunque parece que muchos jinetes persas habían cambiado las jabalinas por
lanzas cortas (Curcio 4, 8), y sin duda muchos de ellos llevaban armaduras de
placas o anillos. El enfrentamiento fue muy duro, y en él murieron 60
Compañeros, mientras que Hefestión, el íntimo amigo de Alejandro, resultó
herido.
Después de un rato, ambas formaciones se abrieron paso la una entre
la otra: lo único que querían aquellos persas era huir, pero los Compañeros se
habían interpuesto en su camino. Alejandro pudo por fin atacar el ala derecha
de los persas (la que estaba presionando la izquierda de Parmenión; con tanto
hablar de derecha e izquierda, los hemisferios cerebrales acaban volviéndose
locos). Allí confluyó con la caballería de Tesalia, otra unidad de élite apenas
inferior a la macedonia, y entre ambas pusieron en fuga a los enemigos de esa
zona. En aquel momento, por tanto, todo el ejército persa era una inmensa
desbandada. Entonces y sólo entonces, Alejandro se lanzó a perseguir a Darío,
mientras que las tropas de Parmenión se apoderaban del campamento persa. Pero
ya era demasiado tarde, y no lo alcanzó.
Como se ve, Gaugamela no fue una victoria fácil. Si Alejandro no
hubiera conseguido llevar a cabo su maniobra contra el centro persa, lo más
probable es que su ejército se hubiese roto en dos o tres partes. Una vez
fragmentada la batalla en varios frentes, los diversos cuerpos del ejército
macedonio habrían sido fagocitados por la superioridad numérica del enemigo.
Como mucho, Alejandro habría logrado escapar de allí con una pequeña parte de
sus tropas. Podría haber fracasado como fracasó Jerjes en 480, con la
diferencia de que él no habría sido capaz de retirarse con tanta comodidad como
el rey persa, sino que habría tenido que emular a Jenofonte y sus Diez Mil y
buscar el lejano mar.
Con la huida de Darío, toda
Mesopotamia, la cuna de la civilización, quedaba abierta al vencedor. Alejandro
se apoderó del campamento persa y consiguió un botín de cerca de 4.000
talentos. Después se dirigió a una de las capitales imperiales, la ciudad más
populosa del mundo conocido. La gran Babilonia.
EN EL CORAZÓN DEL IMPERIO PERSA
Antes de Gaugamela, Darío le había ofrecido la mitad de su imperio a
Alejandro (ya hemos visto las objeciones de Briant). El macedonio no había
aceptado, pues del mismo modo que no podía haber dos soles en el cielo, tampoco
podían gobernar dos grandes reyes en el mundo. Sus actos siguientes se encaminaron
a afianzar su recién conquistada soberanía y a convencer a todos, desde sus
seguidores macedonios a sus nuevos súbditos, de que él, Alejandro, era el
legítimo Rey de Reyes.
Lo cual significa que se estaba extralimitando. La Liga de Corinto
le había concedido el mandato tan sólo para una campaña de represalia, aunque
fuese por ofensas inferidas siglo y medio antes. Derrotado Darío por tercera
vez, la misión había terminado: tan sólo era cuestión, en opinión de los
macedonios que acompañaban a Alejandro, de recoger el botín y volver a Europa.
Sin embargo, el increíble viaje de Alejandro y sus hombres tan sólo
acababa de empezar.
En primer lugar, Alejandro entró en Babilonia, la ciudad de la que
tan fantásticas historias se habían propalado por el mundo griego gracias,
sobre todo, a las Historias de Heródoto. Allí vivían tal vez medio millón de
personas; no todas intramuros, obviamente, pues el recinto no era lo bastante
grande para contener a tal multitud.
La ciudad recibió con los brazos abiertos a su nuevo conquistador.
Los ojos de los soldados se abrieron con asombro al contemplar las altísimas
murallas almenadas de la ciudad, los azulejos esmaltados de la Puerta de
Ishtar, los altares y árboles que flanqueaban las anchas avenidas. Sobre todo,
debieron quedarse admirados ante la gran Etemenanki,10 el zigurat o pirámide
escalonada que coronaba el Esagila o templo de Marduk, el dios supremo de los
babilonios. Aunque en cierta medida ya debían estar curados de asombro, pues en
Egipto habían visto templos y monumentos que empequeñecían a todo lo construido
en Grecia e incluso en Babilonia. Si las pirámides impresionan ahora,
imaginemos qué aspecto tendrían cuando todavía conservaban su recubrimiento
liso de caliza blanca.
Seguramente muchos jóvenes y no
tan jóvenes soldados se sorprendieron y decepcionaron al comprobar que no era
cierto que las mujeres babilonias tuvieran que prostituirse al menos una vez en
su vida antes de casarse, tal como aseguraba Heródoto. Pero en la ciudad del
Éufrates no faltaban burdeles donde gastar parte del botín obtenido. Alejandro
repartió una paga extra: 600 dracmas a los jinetes macedonios, 500 a los
griegos, 200 a la infantería macedonia y así, en proporción descendente, hasta
llegar a la infantería ligera mercenaria y aliada. Permanecieron un mes
descansando en la ciudad, y allí se les unieron refuerzos de Europa. No sólo
había que contar con los caídos en las diversas batallas, sino también con los
contingentes que Alejandro había ido dejando como guarnición por el camino.
Mientras sus soldados disfrutaban de los placeres de la ciudad,
Alejandro procuró ganarse el favor de las élites locales. Para ello, confirmó
en su puesto de gobernador de Babilonia a Mazeo, pese a que éste acababa de
combatir contra él en Gaugamela. Por supuesto, dejó también una guarnición
militar. El rey macedonio podía ser generoso en la victoria, tal como aconsejan
los cánones, pero no tonto.
En Babilonia, Alejandro todavía podía presentarse como libertador.
Pero cuando salió de ella para dirigirse hacia el este, empezó a internarse en
tierras iranias, pobladas por persas, medos y sacas. ¿Cómo podría proclamar
ante todos estos pueblos que los estaba liberando de sí mismos? Por eso era tan
importante para él alcanzar a Darío y llegar con él a algún tipo de acuerdo
-seguramente, que le concediera la mano de una de sus hijas-, de modo que
pudiera mostrarse ante los demás como su legítimo sucesor.
Susa era otra de las sedes principales del Imperio persa. Con su
modelo de varias capitales, los Aqueménidas habían anticipado en cierto modo la
organización administrativa de los últimos siglos del Imperio romano, o incluso
de la corte itinerante de Carlos 1 en España. Susa, una ciudad fundada hacia el
año 4200 a.C., no era propiamente irania. Sus habitantes, los elamitas,
hablaban una lengua que no pertenecía ni a la familia indoeuropea ni a la
semítica, una rara avis en aquella zona, y que sin embargo poseía tanto
prestigio por su antigüedad que se había convertido en uno de los idiomas
oficiales de la cancillería imperial.
Allí, en Susa, cerca del Golfo
Pérsico, Alejandro encontró 50.000 talentos de plata, aparte de muchos otros
tesoros. Entre ellos, 100 toneladas de telas de púrpura real, que a pesar de
tener más de un siglo aún conservaban toda la intensidad del tinte. También
halló restos del saqueo de Atenas, como las estatuas de los (supuestos)
tiranicidas, Harmodio y Aristogitón, que habían estado en el Ágora de Atenas.
En señal de buena voluntad hacia los atenienses, Alejandro hizo que se las
enviaran inmediatamente a Grecia.
Donde, por cierto, se habían producido problemas durante el verano
de 331. Uno de los reyes de Esparta, Agis III, aprovechó la ausencia de
Alejandro para reclutar un ejército de mercenarios con los que declaró la
guerra a Macedonia. Élide, Tegea y la Liga Aquea se unieron a él, de modo que
llegó a tener hasta 30.000 hombres. Pero Antípatro reclutó un ejército aún más
numeroso y lo derrotó ante Megalópolis. El rey Agis murió, y Esparta no volvió
a dar problemas a los macedonios.
En enero del año 330, Alejandro abandonó Susa y se dirigió a
Persépolis, convertida por Darío 1 en la más fastuosa de las capitales. Aquí ya
se hallaba en la actual provincia de Fars, la Persia original. Al entrar en la
ciudad le salió al paso un escalofriante comité de recepción: soldados griegos,
mercenarios veteranos que debían de haber cometido el error de elegir el bando
equivocado en las guerras que enfrentaron a Artajerjes III Oco, el cruel
antepasado de Darío, con sus rivales. Les habían cortado las orejas, las
narices, los pies o las manos, pero siempre cuidando de que pudieran seguir
siendo útiles. Alejandro lloró por ellos, los colmó de recompensas y declaró
que podían seguir viviendo allí, exentos de impuestos para siempre.
A continuación se produjo uno de los episodios más polémicos en la
vida de Alejandro. En primer lugar, permitió que sus tropas saquearan
Persépolis. Tal vez como revancha por lo que acababan de presenciar, o quizá
porque el descontento empezaba a cundir entre la soldadesca.Tengamos en cuenta
que, aparte del sueldo, que no siempre llegaba tan pun tual como querrían, los
saqueos eran para ellos como las primas para los futbolistas: un premio
adicional a sus esfuerzos en una carrera no tan bien pagada y mucho más
peligrosa que la de las estrellas del balón.
Después vino lo peor. Durante
una de esas cenas macedonias que a menudo degeneraban en borracheras y orgías y
que tan mala fama le granjearon a Alejandro, la célebre cortesana ateniense
Tais aseguró que nada le daría más placer que quemar con sus propias manos el
palacio de Darío para vengar el incendio de Atenas y la Acrópolis. Ni cortos ni
perezosos, los asistentes, encabezados por su propio rey, improvisaron un
cortejo dionisíaco, prendieron fuego a los cortinajes y organizaron un incendio
que se extendió por todo el palacio.
El historiador más «serio» de Alejandro, Arriano, habla del
incendio, pero omite el escabroso episodio de Tais (3, 18, 11). Lo que parece
cierto es que el mencionado siniestro se produjo, a juzgar por los restos
encontrados en las excavaciones en Persépolis. ¿Fue realmente un accidente, o
Alejandro pretendía llevar hasta el extremo la venganza por la campaña de
Jerjes contra Grecia? No hay que subestimar la importancia de la política de
gestos, aunque éstos sean negativos.
En cualquier caso, el incendio de Persépolis no contribuyó
precisamente a bienquistarse a los súbditos iranios del imperio, como Alejandro
comprobaría durante los siguientes años en su durísima campaña en Bactria y
Sogdiana. Ese incendio alimentaría luego su leyenda «negra» como Iskandar.
Muchos siglos después, en la Persia sasánida, el autor del Arda VirafNamak
(Libro de la Ley), escribió: «El maldito Ahrimán,11 el condenado [...], empujó
al maldito Iskandar, el griego, para que fuera al país de Irán a llevar la
opresión, la guerra y la desolación [...]. Saqueó y arruinó la Puerta de los
Reyes, la capital [...]. Quemó los libros de la ley. Mandó que perecieran los
sabios, los hombres de la ley y los eruditos del país de Irán. Sembró el odio y
la discordia entre los grandes, hasta que él mismo, quebrado, se precipitó en
los infiernos».12
Alejandro encontró 120.000 talentos de plata, un tesoro que en parte
se remontaba a la época de Ciro el Grande. Pensando que Persépolis no era un
lugar seguro -y menos después de destruirla-, Alejandro lo envió a Susa en un
gran convoy en el que, aparte de otras bestias de carga, viajaban 3.000
camellos. Aquel botín equivalía a los ingresos que habría obtenido el imperio
ateniense si su esplendor hubiera durado nada menos que trescientos años
(Green, 1991, p. 316).
Siguiendo en persecución de
Darío, Alejandro se dirigió a Ecbatana, la cuarta de las sedes imperiales, que
se hallaba a 800 kilómetros de Persépolis.A veces es necesario recordar estas
distancias que los macedonios cubrían a pie o a uña de caballo para no perder
las perspectivas. Ecbatana, según Heródoto, era una ciudad fabulosa con siete
círculos de murallas concéntricas, cada una de un color: blanco, negro,
púrpura, azul, naranja, plateado y dorado. Pero si eso era lo que esperaban
contemplar los conquistadores macedonios, debieron llevarse un chasco al llegar
ante la ciudad. Desde luego, las excavaciones actuales no han encontrado unos
restos tan magníficos y, personalmente, dudo que los encuentren (aunque me
encantaría equivocarme).
Al llegar allí, Alejandro supo que Darío había pasado no mucho antes
para retirar 7.000 talentos del tesoro real, y después había huido hacia el
este con un cuerpo de caballería bactriana. El Gran Rey siempre estaba más
lejos que donde aparecía Alejandro, quien, por más que se acercase a él, debía
sentir una frustración similar a la de su antepasado Aquiles persiguiendo a la
tortuga de la paradoja de Zenón, que siempre se hallaba un poco más adelante.
Cuando estaba a punto de alcanzarlo en las Puertas Caspias -un
desfiladero situado en la orilla sur del mar Caspio- Alejandro supo que Beso,
el sátrapa de Bactria, había arrestado a Darío para proclamarse a sí mismo rey.
El macedonio se adelantó con un destacamento de caballería, temiéndose lo peor.
Tras una furiosa cabalgata de más de 70 kilómetros, encontró un campamento
enemigo abandonado en el que agonizaba Darío, alanceado en el pecho y
acompañado tan sólo por un fiel perro. Así murió el último Aqueménida y terminó
el primer Imperio persa. Luego vendrían otros.
Alejandro disponía ahora de una excusa para seguir con la guerra.
Como legítimo sucesor de Darío, estaba en su mano vengar su muerte. De modo que
persiguió al usurpador Beso -como si él no fuese otro usurpador- por las
fronteras orientales del imperio.
Entre los años 330 y 327, Alejandro tuvo que conquistar y pacificar
toda la región que se extendía al este de las Puertas Caspias. En las tierras
de Irán este y de los actuales Afganistán, Uzbekistán y Tayikistán libró los
combates más crueles de su larga campaña. Nada de resonantes victorias como Iso
o Gaugamela: aquí tuvo que enfangarse en una guerra de guerrillas que a veces
era de exterminio, en parajes inhóspitos y montañosos que después de él han
vuelto a desafiar a muchos otros ejércitos, casi siempre con éxito.
¿Qué se le había perdido allí,
donde ni las tierras eran fértiles ni había grandes riquezas? Alejandro podría
haberse detenido donde estaba y establecer una frontera defensiva. Pero eso
supondría que el resto de su territorio seguiría sometido a invasiones de los
jinetes nómadas de las estepas. Además, nadie sabía muy bien qué había más
allá. La idea de Alejandro, influido por la geografla que le había enseñado
Aristóteles, era que si cruzaba el Paropamiso (Hindu Kush) no tardaría mucho en
llegar al Océano, y que la India no era más que era un «pequeño» promontorio en
forma de triángulo. Por un lado, Alejandro sentía el deseo de alcanzar el gran
río Océano, la corriente de agua que rodeaba todas las tierras. Por otra parte,
si llegaba hasta él y además controlaba las estepas del Paropamiso, sus
fronteras serían seguras (Hammond, 2004, p. 164 y ss.).
La parte más negativa de la historia de Alejandro se inicia aquí. En
primer lugar, empezó a tener problemas con sus tropas europeas. Había
licenciado ya a parte de los griegos y macedonios, enviándolos a casa, pero no
los había reemplazado tan sólo con tropas de refresco traídas de Grecia, sino
también con contingentes asiáticos. Su ejército se estaba convirtiendo en una
auténtica fuerza multinacional, lo que provocaba roces y agravios. Sobre todo
entre los macedonios, que se consideraban postergados por su rey. Un ejemplo de
estos problemas es el de la proskknesis o prosternación. Según la costumbre, al
parecer heredada del protocolo asirio, al presentarse ante el Gran Rey sus
súbditos tenían que rendirle homenaje. Parece que el nivel de «humillación»
dependía del puesto que uno ocupara en la escala social, y tal vez bastaba con
que los más cercanos al rey se inclinaran levemente y le lanzaran un beso desde
lejos. Pero los más humildes tenían que inclinarse hasta el suelo, algo que no
cuadraba con la mentalidad igualitaria de los macedonios, quienes consideraban
a su soberano no un señor absoluto, sino un primos inter pares. Ante Alejandro,
heredero de Darío, sus súbditos asiáticos se prosternaban, pero los en ropeos
se negaban a hacerlo. Muchos roces y mucha mala prensa para Alejandro tuvieron
su origen en este asunto.
Luego vinieron las
conspiraciones. Es muy fácil hoy día acusar a cualquier personaje poderoso de
paranoia, de manía persecutoria y de ver fantasmas por todas partes. Pero
recordemos que Filipo había sido asesinado ante los ojos de Alejandro, quien
también había visto ante sí el cadáver de Darío. La lección era que el soberano
que se pasaba de confiado podía darse por muerto.
En la primera conjura estuvo involucrado Filotas, hijo de Parmenión.
Alejandro ordenó que lo ejecutaran. ¿Qué debía hacer luego con el fiel
Parmenión, que había servido a su padre y le había ayudado a él a vencer en Iso
y Gaugamela? Teniendo en cuenta las normas del derecho de sangre, Parmenión
tenía que vengarse... o tal vez no. A veces los parientes retrasaban sus
venganzas. Pero Alejandro no podía estar seguro, así que despachó a unos
mensajeros a Ecbatana, donde estaba acampado Parmenión, con orden de que lo
mataran.`
Entre conspiración y conspiración, Alejandro y sus tropas
atravesaron el Hindu Kush en abril de 329, siempre persiguiendo a Beso. Para
hacernos idea de las penalidades que debieron sufrir, el puerto de Khawak se
encuentra a más de 3.500 metros de altura. Insisto: el puerto. Las cimas
superan los 6.000 metros. Congelaciones, mal de altura, hambre, avalanchas de
nieve. Las penalidades que pasaron los macedonios debieron superar a las de
Aníbal en los Alpes.14
Por fin, ese verano Alejandro capturó a Beso, el sátrapa traidor. Lo
llamamos traidor porque perdió, evidentemente. De haberse convertido en nuevo
soberano, tendríamos magníficas inscripciones en piedra contándonos cómo Beso
era el soberano legítimo, bendecido por Ahuramazda, etc. En cualquier caso, la
suerte que sufrió fue terrible. Tras desnarigarlo y desorejarlo, lo entregaron
en manos de los propios persas, quienes le infligieron diversas torturas, que varían
según las fuentes y que prefiero no detallar.
Seguimos con la historia negra de Alejandro. La capital de Sogdiana,
Samarcanda (entonces conocida como Maracanda), había caído por fin en sus
manos. En el verano del año 328 se celebró un gran banquete en la ciudad. Al
parecer, Alejandro y sus hombres se habían aficionado a beber demasiado.
Podemos pensar, como Mary Renault, que se trata de una acusación injusta, y que
en cualquier caso beber las aguas de aquellos secarrales era exponerse a morir
de disenteria, por lo que debían mezclarlas con bastante vino. O imaginar, como
Steven Pressfield, que los macedonios se emborrachaban para olvidar las
atrocidades que se veían obligados a cometer para someter a las tribus de
aquellos parajes tan inhóspitos. Fuera cual fuera el motivo, bebían como
cosacos.
Durante el banquete, algunos
invitados empezaron a adular a Alejandro equiparando sus hazañas a las de
Heracles. Por supuesto, Ale] andro salía ganando en la comparación. Aquello
irritó a Clito el Negro, al que posiblemente estaban homenajeando, pues debía
partir para su puesto de gobernador de Bactria (si digo «posiblemente» es
porque, como ya resulta habitual, no todas las fuentes coinciden en los
detalles). Clito, que pertenecía a la vieja guardia, empezó a decir que las
proezas de Alejandro se debían en buena medida a su ejército, y después se
extendió en un elogio de Filipo. La discusión fue subiendo de tono, y Clito
alardeó de que había salvado la vida de Alejandro, algo que no conviene hacer
con los poderosos, a quienes no les gusta pensar que le deben favores a nadie.
Aunque intentaron separarlos, la cosa llegó tan lejos que Alejandro le quitó la
lanza a uno de los guardias y atravesó con ella a Clito.15
Después de matar al hermano de la nodriza que lo había
amamantado,Alejandro se sintió tan arrepentido y horrorizado de lo que había
hecho que estuvo tres días encerrado en su tienda, sin comer ni beber. No se
consoló, al menos en cierta medida, hasta que el adivino Aristandro le explicó
que todo había sido culpa de la cólera de Dioniso, porque cuando Clito había
acudido a la mesa del rey dejó sin terminar un sacrificio en honor del dios.
Estas interpretaciones resultaban bastante convincentes para ellos. Nosotros
ahora atribuimos las conductas extrañas o irregulares a desequilibrios
hormonales, endorfinas y secreciones similares, o incluso a la genética, aunque
en realidad los legos, que somos mayoría, no sabemos muy bien de lo que
hablamos. Los antiguos, por su parte, atribuían todos los estados alterados de
la mente -la locura, la posesión profética, la inspiración de los poetas, el
flechazo amoroso o la embriaguez- a la intervención de los dioses o de
potencias intermedias conocidas como daímones.
Pero los problemas no
terminaron allí. Todavía hemos de mencionar, aunque sea de pasada, la llamada
«conspiración de los pajes». Estos pajes eran jóvenes de la aristocracia que,
antes de convertirse en Compañeros reales, realizaban su aprendizaje militar
cerca del rey de Macedonia, ya fuera en una especie de academia en Pela, la
capital, o en el campamento. Una de las razones era que a los reyes no podían
atenderlos personalmente esclavos ni criados de baja condición, sino nobles
como ellos, pues lo contrario habría sido rebajar su dignidad.
Entre los servicios que debían brindar los pajes estaba el de montar
guardia cuando el rey dormía.Varios de los encargados de vigilar organizaron
una conjura para matar a Alejandro, presuntamente porque el rey había hecho
castigar a uno de ellos llamado Hermolao. Cuando los pillaron, como la razón
aducida no pareció suficiente los torturaron. En el interrogatorio salió a
relucir el nombre de Calístenes, el filósofo y sobrino de Aristóteles que
acompañaba a la expedición. Los pajes fueron juzgados y lapidados por la
asamblea de guerreros, mientras que a Calístenes, que era griego y no estaba
sometido a la jurisdicción macedonia, lo cargaron de cadenas y lo encerraron.
Puede que el filósofo estuviera involucrado o puede que no. Pero Alejandro se
hallaba molesto con él, porque se oponía con argumentos razonados al ritual de
la proskynesis que tanto molestaba a griegos y macedonios. De modo que la
conspiración fue una buena ocasión para quitarlo de en medio. No queda muy
claro si murió ejecutado o de una enfermedad mientras seguía prisionero, pero
ya no volvió a importunar a Alejandro con sus discursos.
Mientras tanto, las operaciones militares continuaban. La región
seguía sin someterse, y los rebeldes mantenían un formidable enclave denominado
«la Roca Sogdiana», en el que podían refugiarse con sus familias cada vez que
las tropas de Alejandro los perseguían. Como ya hemos visto, el rey macedonio
era experto en gestos simbólicos y en guerra psicológica, y quería convencer a
la resistencia de que no había ningún lugar seguro en el mundo contra él, así
que decidió tomar aquel nido de águilas.
Al llegar al lugar comprobó que era realmente inexpugnable. Pero los
enviados sogdianos con los que negoció cometieron el error de alardear.
«¡Búscate soldados con alas si quieres conquistarnos!», le dijeron.Alejandro no
era un tipo al que se le pudiese decir «no hay bemoles para ha cer esto»,
porque entraba al trapo y, por desgracia para sus rivales, vencía todos los
desafíos. Ofreció 12 talentos al primero que subiera a la Roca y recompensas en
cuantía descendente para los demás, hasta llegar a 300 daricos. Estos
equivalían a un talento, una suma más que considerable. En cuanto a los 12
talentos, uno se convertía simplemente en rico. De modo que se presentaron 300
voluntarios expertos en escalar montañas, y treparon por una pared de piedra
vertical, clavando en la roca estacas de hierro a las que ataban cuerdas de
lino. Unos auténticos profesionales del alpinismo, en suma. Aun así, el diez
por ciento de ellos se despeñaron y nadie encontró sus cadáveres. Los demás
consiguieron situarse por encima de la Roca y desplegaron banderas macedonias.
Al verlos sobre sus cabezas, los sogdianos se desmoralizaron y se rindieron.
En la Roca se encontraba
refugiada la familia de Oxiartes, uno de los cabecillas de los rebeldes
sogdianos. Entre sus hijas, había una llamada Roxana, de una belleza tan
espectacular que todos los que la conocieron aseveraron que era la segunda
mujer más hermosa de Asia después de Estatira, la esposa de Darío. Como ésta ya
estaba muerta (había fallecido cierto tiempo antes), Roxana se había convertido
en aquel momento en la auténtica Miss Asia. Alejandro se prendó de ella, según
nos cuentan las fuentes, pero en vez de tomarla por la fuerza como cautiva
decidió casarse con ella. Cuando lo hizo en 327, firmó de paso la paz con su
suegro Oxiartes y lo nombró sátrapa de la región. Resulta evidente que, al
igual que su padre, había contraído matrimonio por razones políticas.
Innegablemente, la belleza de Roxana debió servirle de acicate para tomar la
decisión.
Una vez pacificadas aquellas tierras, dentro de lo posible,
Alejandro fundó una ciudad llamada Alejandría Eskháte, <da más lejana», y se
volvió hacia el sur, decidido a proseguir viaje hacia su meta final: el río
Océano. En aquel momento abandonaba ya las posesiones del Imperio persa para
entrar en territorios que jamás habían pertenecido a los Aqueménidas.
LA CAMPAÑA DE LA INDIA
En realidad, Alejandro no llegó a entrar en la India tal como la
conocemos ahora, sino en Pakistán, en la región del Punjab o «los Cinco Ríos».
Antes de aventurarse por aquellas tierras, había enviado a Hefestión para que
reconociera el terreno, y su amigo había tendido puentes sobre el Indo. Es
evidente que Alejandro no sabía que más allá de aquel río se extendía una
península que, con más de tres millones de kilómetros cuadrados, constituía
todo un subcontinente. Durante aquella campaña,Alejandro y sus hombres creían
estar siguiendo los pasos de Dioniso, del que se decía que había recorrido la
India en su juventud. El primer lugar al que llegaron fue el reino de Taxila,
cuyo soberano les rindió pleitesía. Entre otras razones, porque deseaba contar
con Alejandro como aliado para luchar contra el rey que gobernaba al este de
sus tierras, un tal Poro.
Poro, según se cuenta, era un
gigante de más de dos metros de altura, y aparte de mandar un ejército muy
numeroso y conocer un terreno que para Alejandro era desconocido, poseía
elefantes. Muchos elefantes. En teoría, los macedonios ya habían combatido
contra ellos en Gaugamela, pero en aquella batalla Darío sólo tenía quince, y
además no nos consta que participaran en la acción. Los paquidermos de Poro
eran otra cosa, pues los indios los utilizaban como fuerza de choque.Aparte de
los daños que causaban embistiendo con su cuerpo, aplastando hombres y caballos
bajo sus patas e incluso golpeando con la trompa, llevaban a uno o dos lanceros
montados sobre el lomo.
Cuando Alejandro alcanzó el río Hidaspes (el actual Jhelum, un
afluente del Indo), dispuesto a cruzarlo e invadir el reino de Poro, se
encontró con que éste ya le aguardaba en la otra orilla. El rajá indio tenía
con él entre 30.000 y 40.000 soldados de infantería, 4.000 de caballería, 300
carros de guerra y 200 elefantes. Las fuerzas de ambos ejércitos estaban más o
menos equilibradas.`
De nuevo Alejandro se encontraba ante un río. Pero éste era mucho
más caudaloso que el Gránico, de modo que no podía cruzarlo por las buenas y
enfrentarse a Poros. Además, los paquidermos causaban tal pavor en los caballos
que, si hubieran intentado cruzar el río en balsas, Alejandro temía que los
corceles se arrojaran al agua antes de llegar a la orilla por huir.
Alejandro se dedicó a llevar a su caballería abajo y arriba con gran
estrépito, como si tuviera intención de cruzar en algún punto. Los elefantes y
el resto de las tropas de Poro los seguían, hasta que se dieron cuenta de que
Alejandro no hacía ni amago de atravesar el río. Aburridos de seguirle la
corriente literalmente- se limitaron a apostar unos cuantos vigías.
Por fin, varios días después,
Alejandro se decidió a intentar la travesía de noche, en un punto situado a
unos 27 kilómetros río arriba que le pareció apropiado. Dejó a Crátero en el
campamento con parte de las fuerzas y él mismo se llevó a los demás hacia aquel
lugar. Por el camino, apostó varios contingentes a lo largo de la orilla,
dándoles instrucciones de cruzar el río cuando vieran (u oyeran) que la batalla
había empezado. Por fin, él llegó al punto indicado con unos 6.000 soldados de
infantería y 5.000 de caballería, todos de las mejores unidades. Por supuesto,
marchaban con él los Compañeros y los hipaspistas.
Cruzaron el río bajo una fuerte tormenta, calados hasta los huesos.
Algunos lo hicieron en pequeñas galeras de 30 remos que habían ensamblado unos
días antes con piezas que traían del Indo, y otros en odres rellenos de paja,
un procedimiento típico de la época. Dejaron atrás una isla -tal vez la actual
de Admana-, y fue entonces cuando los vigías los divisaron y avisaron a Poros.
Las tropas de Alejandro desembarcaron, y al hacerlo se dieron cuenta de que
habían puesto pie en otro islote que hasta entonces no habían visto, pues
estaba tapado por la primera isla.Vadearon la corriente con dificultades: a los
hombres les llegaba el agua al pecho y de los caballos sólo sobresalía la
cabeza. Una prueba de que aquellos animales eran bastante pequeños, o quizá de
que Arriano se refiere a jinetes montados.
Apenas desembarcar, trabaron combate contra las fuerzas que había
mandado el hijo de Poro. Pero las superaron rápidamente, y Alejandro se
adelantó con su caballería hacia donde sospechaba que estaba el grueso de las
fuerzas enemigas. No tardó en encontrarse con el ejército indio, que había
formado una línea de diez hombres de fondo, protegida por los 200 elefantes que
destacaban como torreones en una muralla y flanqueada por carros y caballos.
A estas alturas, varios de los destacamentos que Alejandro había ido
dejando en la orilla ya se le habían unido, de tal manera que su inferioridad
numérica se había reducido, y se decidió a atacar (Crátero seguía al otro lado
del río). Las maniobras de su caballería son un tanto complicadas de seguir,
así que no las detallaré aquí. Mencionaré sólo el papel de los elefantes:
«[...] la falange de Alejandro arremetía contra los elefantes, disparando
contra los conductores de las bestias y rodeando a los animales sin dejar de
alcanzarles con sus dardos. Se produjo algo sin precedentes en ninguna batalla
anterior. En efecto, los elefantes salían en estampida contra los batallones de
infantería [...], arrollando la falange macedonia a pesar de ser una formación
muy compacta».' Algunos autores, quizá por resumir, afirman que los elefantes
no supusieron ningún problema para Alejandro. No es ésa la impresión que
sugiere el texto de Arriano.
Con todo, los macedonios
consiguieron que la caballería india se replegara contra sus propias tropas, lo
que causó un gran apelotonamiento. Los elefantes, «enfurecidos, arremetían
contra propios y enemigos, dando empellones a diestro y siniestro, pisoteando y
destruyendo todo. Los macedonios, que disfrutaban de mayor amplitud para
maniobrar según su plan previsto, se apartaban cuando los animales les
acometían, mas cuando las bestias huían, las perseguían disparándoles sus
dardos». Por fin, los elefantes, fatigados, retrocedieron «barritando con gran
estrépito, como naves que reman hacia atrás». ¡Qué gran imagen! En aquel
momento, Crátero cruzó por fin el río, y la derrota del ejército indio fue
estrepitosa.
Alejandro había logrado vencer tal vez su batalla más complicada, y
desde luego la que le exigió mayores refinamientos tácticos. Los elefantes lo
habían impresionado, y no sólo a él: sus generales tomaron buena nota de lo que
habían visto, y en las guerras futuras de los reinos helenísticos no faltarían
proboscídeos como fuerzas de choque.
En aquella batalla, Alejandro perdió a Bucéfalo, que ya tenía
treinta años por aquel entonces. Por parte de los indios murieron muchísimos
soldados, más de la mitad según Arriano (a estas alturas, no insistiré en lo
exagerados que solían ser los partes de bajas). Pero su rey Poro siguió
combatiendo hasta el final, lo que despertó la admiración de Alejandro. Es
célebre el intercambio de palabras entre los dos. «¿Cómo quieres que te
trate?», preguntó Alejandro. «Como lo que soy, un rey», respondió Poro.
Aunque nos pueda extrañar, ambos hombres trabaron amistad y se
hicieron aliados. Alejandro le permitió seguir gobernando, pero ahora como
sátrapa, y Poro le fue fiel. Obviamente, el macedonio sabía que no podía conservar
el Punjab sin disponer de aliados locales.
Alejandro tenía intención de
seguir más adelante, hasta el Océano. Pero, por fin, en las orillas del Hífasis
(actual Beas), sus soldados se plantaron y dijeron «¡Basta!». Alejandro convocó
un par de reuniones para intentar convencerlos, pero ya ni siquiera sus
generales estaban por la labor de seguir más allá. Probablemente, el señuelo
del Océano ya no convencía a nadie, quizá ni tan siquiera al mismo Alejandro.
Ahora que estaban en la India, los lugareños con los que hablaban debían de
haberles informado de la enorme extensión de tierras que se abría al sureste y
de la infranqueable cadena de montañas que se alzaba al norte.
Tras ver que la amenaza de proseguir él solo no funcionaba,
Alejandro se retiró a su tienda y se encerró durante tres días. Dentro de ella
hacía sacrificios para propiciarse el cruce del río, pero los augurios no
salían favorables. Por fin, decidió rendirse. La realidad lo había derrotado.
De seguir adelante, ¿habría conquistado la India para fundar en ella una nueva
dinastía? Lo creo posible, pues ¿qué eran los arios que habían impuesto en ella
su lengua en el segundo milenio sino una minoría de invasores? Pero, si
Alejandro hubiese querido conservar la India, tendría que haber permanecido en
ella renunciando a sus demás dominios. Era imposible mantener unido un imperio
tan grande.
EL DESASTRE DE GEDROSIA
En vez de regresar por donde había venido, Alejandro y sus hombres
siguieron explorando. La intención del rey era llegar al mar por el río Indo y
regresar a Persia para hallar una posible ruta comercial más segura que las de
las caravanas. Incluso tenía la sospecha de que tal vez acabaría llegando al
Mediterráneo. La razón era que en el Indo había cocodrilos, animales que sólo
habían encontrado antes en el Nilo. Eso le hizo pensar que quizá el Indo seguía
su curso, girando cada vez más al oeste por un país desierto, para luego virar
hacia el norte y alcanzar Egipto. Habría supuesto una gesta espectacular llegar
a Alejandría de improviso con su flota. Pero, obviamente, andaba equivocado por
unos cuantos miles de kilómetros.
En una flota de unos 2.000 barcos -de tamaño más bien reducido-,
Alejandro emprendió el descenso, mientras buena parte del ejército de tie rra
proseguía la marcha a pie. Por el camino, como es de esperar, no dejaron de
combatir para someter a las tribus hostiles. La lucha más encarnizada se libró
para tomar una ciudad del pueblo de los mallos. Allí los macedonios pelearon al
pie de la muralla, y en un momento dado Alejandro trepó por la escala y subió
al muro el primero. Desde allí saltó al interior de la ciudadela y, pegando la
espalda a la pared, combatió contra los enemigos que lo atacaban mientras
esperaba refuerzos. Una flecha le atravesó el pecho. La pérdida de sangre le
hizo desmayarse, y sólo la intervención de dos oficiales, Leónato y Peucestas,
le salvó la vida. En venganza por aquello, los soldados perpetraron una
auténtica carnicería en la ciudad.
Aquella fue la herida más
grave que recibió en toda su carrera. Pasó tantos días reponiéndose en la
tienda que por el campamento corrió el rumor de que había muerto. Para
tranquilizar a sus hombres,Alejandro hizo el esfuerzo sobrehumano de cabalgar
ante ellos, aunque no se tenía en pie.
Antes de llegar al Índico, Alejandro envió a Crátero de regreso a
Persia por una ruta interior con parte del ejército de tierra y con los
elefantes. Él prosiguió con la flota hasta la desembocadura del Indo. Una vez
llegados a la ciudad de Patala, volvió a dividir sus fuerzas. Los barcos se
quedaron allí, al mando del cretense Nearco, un amigo personal al que había
nombrado almirante. Sus órdenes eran esperar unos días a que soplaran vientos
propicios del nordeste y después emprender la travesía hacia Persia.
A mediados de julio Alejandro se puso en marcha con el resto del
ejército por una ruta cercana al mar. Fue el mayor error logístico de su vida.
Que partiera con aquel calor era comprensible, pues dependía de las tormentas
del monzón para encontrar agua en Gedrosia, la comarca que pensaba atravesar
(hoy día es Beluchistán, repartida entre Pakistán e Irán).
Según Engels, el plan era que el ejército de tierra se encargara de
excavar pozos en el litoral para proporcionar agua a toda la expedición. Por su
parte, la flota debía suministrarles provisiones en los puntos de encuentro
elegidos: los barcos llevaban hasta 52.000 toneladas de alimentos. Así habían
procedido en las costas de Tracia, Palestina y Egipto y les había ido bien
(Engels, 1975, p. 112 y ss.).
El problema fue que los vientos propicios tardaron en llegar, porque
la información que habían recibido Alejandro y Nearco era defectuosa. El monzón
empezó a soplar desde el suroeste cuando ambos se separaron y no dejó ya de
hacerlo durante tres meses, lo que imposibilitaba llevar la flota en la
dirección deseada. De modo que, cuando a finales de agosto Alejandro se acercó
a la costa esperando encontrarse con los barcos, éstos no habían llegado.Y a su
gente ya se le habían acabado las provisiones.
Volver era impensable, pues
habían atravesado territorio hostil devastándolo todo a su paso. De modo que no
tuvieron más remedio que seguir adelante. Cruzaron territorios que debían oler
de maravilla, pues crecían en ellos arbustos de mirra y nardos tan abundantes
que, al pisarlos caminando, su perfume se extendía por el aire hasta llegar a
todo el ejército. Por desgracia, no eran plantas muy alimenticias. Conforme
avanzaban, cada vez encontraban menos agua y las temperaturas diurnas subían de
los 50 grados, de modo que tenían que viajar de noche. Pero no siempre
resultaba posible, pues a veces las etapas entre pozo y pozo se alargaban tanto
que se veían obligados a estirar las jornadas y caminar bajo el sol.
Por el camino fueron matando a las bestias de carga para comérselas.
Alejandro lo había prohibido, pero fingía no enterarse. Al fin y al cabo, ¿qué
tenían ya que cargar esos animales? Lo malo era que se quedaron sin vehículos
ni acémilas para transportar a los más débiles y enfermos. Imaginemos el
reguero de cuerpos que iban quedando tendidos por el camino; máxime cuando a
las tropas las acompañaban mujeres, niños y, en general, todos los seguidores
del campamento, hasta unas 85.000 personas entre combatientes y civiles.
Alejandro, mientras tanto, marchaba al frente de sus hombres. En una
ocasión, unos soldados que se habían adelantado encontraron un pozo, recogieron
agua y se la llevaron al rey en un casco. Él les dio las gracias, pero al verse
rodeado de tanta gente con los rostros demacrados, los ojos hundidos y los
labios resquebrajados, vertió el líquido al suelo sin probarlo. Aquel gesto
ayudó a subir la moral del ejército al ver que su rey sufría tantas penalidades
como todos. Alguien podría decir que fue una inmoralidad tirar esa agua. ¿De
qué habrían servido un par de litros como mucho? Pero a veces los gestos nutren
más que el alimento.
Por una triste ironía, el peor desastre lo causó el agua un día en
que el ejército plantó el campamento junto a un arroyo de escaso caudal. Lo que
ocurrió fue una tragedia similar a la del camping de Biescas. Tierra adentro,
en las montañas, los monzones descargaron una lluvia muy intensa y la crecida
bajó por la torrentera sin que los macedonios sospecharan nada. En la segunda
guardia nocturna (los griegos dividían la noche en tres), la riada llegó al
campamento y se lo llevó por delante. Murieron casi todas las mujeres y los
niños, y también los pocos animales que llevaban. Además, muchos hombres que
bebieron agua de golpe en enormes cantidades fallecieron también poco después.
Después de aquello todavía
sufrieron tormentas de arena y extraviaron el camino varias veces. Cuando
Alejandro salió de aquel desierto y por fin se reunió con la flota, ya en
enero, de las 85.000 personas que habían empezado la marcha sólo quedaban unas
25.000. Fue el mayor desastre que sufrió la expedición macedonia durante los
trece años que duró, y quienes más lo padecieron fueron los más débiles. Muchos
historiadores acusan a Alejandro de negligencia y obstinación. Probablemente
hubo graves fallos de inteligencia militar, sobre todo el relativo a las fechas
de los monzones. Si la flota hubiese avanzado a la par que el ejército, éste
habría podido suministrar el agua y aquélla los víveres, pues la mayoría de los
barcos no eran de guerra -que apenas tenían espacio en las bodegas-, sino de
transporte.
FINAL EN BABILONIA
De regreso en Persia, ya en 324, Alejandro se dedicó a poner orden,
pues en su ausencia habían estallado muchos casos de corrupción y no pocas
conspiraciones.Ya en Susa, pagó a los soldados lo que les debía y anunció que
aquellos que, por ser ya demasiado veteranos o por haber sufrido heridas o
mutilaciones, ya no pudieran servir con las armas tenían permiso para regresar
a Macedonia. Pero muchos creyeron que quería librarse de ellos para
sustituirlos por persas, pues había retomado su costumbre de vestir a la moda
oriental, e incluso había alistado a nobles iranios en la caballería de los
Compañeros. De modo que se amotinaron en la ciudad de Opis, cerca de la
desembocadura del Tigris. Fue entonces cuando Alejandro pronunció ante ellos un
célebre discurso que nos informa de cómo era la vida en las tierras altas de
Macedonia:
Filipo os encontró siendo unos
vagabundos indigentes: muchos de vosotros, mal cubiertos con unas burdas
pieles, erais pastores de unas pocas ovejas allá en los montes, ovejas que
teníais que guardar, y no siempre con éxito [...1 de vuestros vecinos. Fue
Filipo quien os facilitó clámides en vez de vuestras toscas pieles, os bajó del
monte a la llanura, os hizo contrincantes capaces de pelear con vuestros
vecinos bárbaros, de suerte que pudierais vivir confiados, no tanto en la
seguridad de vuestras fortalezas del monte, como en la capacidad de salvaros
por vuestros propios méritos (Arriano 7, 9, traducción de A. Guzmán).
El motín, no obstante, prosiguió hasta que Alejandro volvió a
encerrarse durante tres días. Cuando amenazó con entregar el mando de todo a
los persas, los soldados acudieron ante su residencia y le suplicaron
perdón.Todo se arregló entre abundantes lágrimas del rey y los soldados, un
fastuoso banquete en el que participaron 9.000 personas... y la ejecución de
los cabecillas del motín. Finalmente, 10.000 veteranos consintieron en regresar
a Macedonia junto con Crátero. Alejandro les pagó los atrasos y les adelantó el
sueldo hasta el día en que llegaran a casa, más un talento de propina. Si
nuestras fuentes no exageran, Alejandro debió reactivar la economía del Egeo y
otros lugares del Mediterráneo oriental, pues puso en movimiento unas riquezas
que habían permanecido décadas y a veces siglos enterradas (aunque posiblemente
también provocó inflación).
Poco después, en Susa, se celebraron unas bodas multitudinarias
entre 80 oficiales y otras tantas mujeres de la nobleza persa, con la intención
de asegurar la mezcla interracial en la que Alejandro estaba empeñado. Él mismo
se casó con Estatira, hija de Darío, y desposó a su amigo Hefestión con una de
sus hermanas, Dripetis.
Por estas fechas murió Cálano. Se trataba de un gimnosofista o
«sabio desnudo», una especie de yogui o sadhu al que había conocido Alejandro
en la India y que lo había seguido durante su viaje a Persia, tal vez por
curiosidad; lo que demuestra que Cálano no había llegado al estado de
purificación total en que uno se libera de todos los sentimientos. Desnudo o
vestido tan sólo con un taparrabo, sentado todo el día meditando y provisto de
una simple escudilla para comer, a los macedonios debió de re cordarles a
Diógenes, y así le llegó la historia a Arriano. Cálano se sintió enfermo ya en
Persia y como no quería depender de nadie, convenció a Alejandro para que le
preparara una pira funeraria, se subió a ella delante del ejército y se inmoló
sentado entre las llamas. Plutarco añade el detalle de que, antes de morir,
Cálano le dijo a Alejandro: «Nos veremos pronto en Babilonia» (Alejandro 68).
Un mal augurio, aunque difundido a posteriori, seguramente.
No tardó en producirse otra
muerte mucho más dolorosa para Alejandro. Mientras se encontraban en Ecbatana,
Hefestión, que por aquel entonces mandaba la caballería de los Compañeros,
enfermó, parece ser que del estómago o del vientre. Durante varios días tuvo
fiebre alta, pero al encontrarse mejor pidió que le trajeran un pollo y un buen
jarro de vino frío y dio cuenta de todo ello. Poco después se sintió empeorar,
y para cuando avisaron a Alejandro y éste llegó a visitar a su amigo, Hefestión
ya había muerto.
Los relatos de nuestras fuentes varían. En las más extremas,
Alejandro hizo ejecutar por negligencia a Glaucias, el médico que había
atendido a Hefestión. Sea esto cierto o no, pasó un día y una noche sin
apartarse del cadáver y sin dejar de llorar por el hombre que había sido su
mejor amigo desde que ambos eran niños. Cuando comparaban a Hefestión con otro
de sus favoritos, Crátero, Alejandro respondía: «Crátero ama al rey, pero
Hefestión me ama por mí mismo». Decretó luto oficial, se cortó el pelo e
incluso hizo que les cortaran las crines a los caballos. Para incinerar el
cuerpo de Hefestión, ya en Babilonia, hizo que el arquitecto Dinócrates, el
mismo que había diseñado el plano de Alejandría, construyera una pira
grandiosa.Aquel edificio destinado a las llamas medía más de 50 metros de
altura, tenía 6 pisos y estaba profusamente decorado con estatuas diversas,
proas de barcos y hasta una centauromaquia moldeada en oro. El conjunto valía
10.000 talentos, y 10.000 fueron también las víctimas que sacrificó Alejandro
por Hefestión. En estas exageradas muestras de dolor, sin duda sentidas,
Alejandro imitaba a su modelo Aquiles. Por desgracia para él, no tenía ningún
Héctor del que vengarse. Es posible que Hefestión fuese envenenado por alguien,
pues debido a su posición ante Alejandro y a cierta arrogancia de su carácter
no le faltaban enemigos; entre ellos, el mentado Crátero. Pero si se trató de
un asesinato, jamás llegó a saberse.
Durante el invierno de
324-323, Alejandro se dedicó a combatir contra los coseos, una tribu de
montañeses que vivían cerca de Ecbatana, y a cumplir con sus deberes
conyugales, pues por fin dejó embarazada a Roxana. Después, en primavera, todo
el ejército se trasladó a Babilonia. Antes de entrar en la ciudad parece que
Alejandro recibió oráculos ominosos, pero como es habitual en estos casos, lo
más probable es que hayan entrado en la tradición ya después de los hechos
vaticinados. En Babilonia, se presentaron ante él embajadores de varias
naciones, entre otras Cartago, y de diversos pueblos de Italia.
Tras regresar de la gran expedición oriental, Alejandro había puesto
en orden los asuntos del imperio. Su espíritu inquieto enseguida empezó a planear
nuevas campañas de exploración y conquista. Parece que su intención era bajar
con una flota por el Éufrates hasta el golfo Pérsico para circunnavegar, y por
supuesto, conquistar Arabia, la tierra de los perfumes y las especias. Pero
también proyectaba viajar hasta Cirene, que ya dependía de la satrapía de
Egipto, y continuar desde allí hasta Cartago.
Ninguno de estos ambiciosos planes se cumplió.A finales de mayo o
principios de junio del año 323 Alejandro cayó enfermo. Como siempre, las
versiones de las fuentes varían bastante. Pero más o menos ocurrió lo
siguiente: Alejandro, tras ofrecer sacrificios a los dioses, celebró una fiesta
con sus amigos en la que se bebió bastante y hasta tarde. Cuando quería
retirarse, cansado, un amigo llamado Medio, uno de los Compañeros, insistió en
que volviera al banquete o tal vez se lo llevó a otro festín. Es posible que en
ese momento Alejandro se bebiera de un trago la llamada «copa de Heracles», y
que al terminar de apurarla sintiera un fuerte dolor en el estómago. En
cualquier caso, empezó a tener fiebre.
Durante los días siguientes siguió febril, y se bañaba a todas horas
con agua fría para aliviar el ardor que sentía. No dejó de reunirse con sus
generales, y sobre todo con Nearco, para planificar los detalles de la próxima
expedición. Pero cada vez se encontraba peor, hasta que el día 6 de junio ya ni
siquiera era capaz de hablar. Cuando entraron a saludarlo los generales y luego
los oficiales no pudo contestarles, aunque los reconoció a todos. No tardó en
correr por el campamento el rumor de que había muerto. Para evitar un motín, se
abrieron las puertas de su alcoba de tal modo que los soldados pudieron
desfilar por última vez en silencio de lante de su rey, que realizó un esfuerzo
sobrehumano para saludarlos a todos fijando la vista en cada uno de ellos.
En la mañana del día 10 de
junio, Alejandro murió.
Tenía treinta y tres años, o le faltaba poco para cumplirlos.
Durante su breve vida realizó tantas cosas, para bien o para mal, que se
convirtió en el personaje más célebre de la historia mundial.18 ¿Hasta dónde
habría llegado de haber vivido más años? ¿Lo habrían enloquecido su creciente
megalomanía y su tendencia al alcoholismo, si es que ambos problemas eran tan
acusados como algunas fuentes nos hacen creer? ¿O, ahora que esperaba un hijo y
sucesor como buen rey macedonio, su personalidad se habría asentado? El primer
autor que especuló con lo que habría podido suceder si Alejandro hubiese vivido
más años y se hubiese enfrentado a Roma fue Tito Livio, en el libro 9 de Ab
urbe condita. Si él lo puso por escrito, es que el tema era comidilla popular,
pues entre los antiguos, sobre todo los romanos, se daba una actitud casi
forofa entre los que discutían quién había sido el mejor general de la
historia, si Aníbal, Escipión o Alejandro. Una discusión bastante absurda
entonces y ahora, dicho sea de paso. Los generales no eran jugadores de ajedrez
ni movían peones: todo dependía no sólo de ellos, sino de los hombres que
mandaban y de infinitas circunstancias más.A partir de Livio, las conjeturas
sobre un pasado alternativo con un Alejandro casi cuarentón han seguido, y yo
mismo he puesto mi granito de arena con la novela ucrónica Alejandro Magno y
las águilas de Roma.
En ese libro, por cierto, reflejé un rumor que debió extenderse tan
pronto como murió Alejandro: que lo envenenaron. Arriano (7, 27), sin darle
mucho crédito, cuenta que fue Aristóteles quien preparó el veneno y se lo
entregó a Antípatro, el veterano general que se había quedado en Macedonia como
gobernante. Él, a su vez, se lo dio a su hijo Casandro, que poco antes de que
Alejandro muriera se había presentado a Babilonia. El tóxico venía guardado en
la pezuña de una mula. ¿Por qué? Arriano no lo dice, pero según otros autores
era tan fuerte que habría corroído cualquier otro recipiente. En ese caso, me
temo, también habría abierto un boquete en el estómago de Alejandro y no cabría
ninguna duda del envenamiento.
Hoy día, el defensor más popular (o populista) de esta tesis es
Graham Phillips, periodista que se dedica a escribir acerca de «misterios sin
resolver». Su libro Alexander the Great, Murder in Babylon sostiene que el
veneno utilizado fue estricnina y que la única persona que pudo haberlo
obtenido fue Roxana. El libro es entretenido y utiliza bastante las fuentes
clásicas; pero se basa sobre todo en las menos fiables, que son también las más
novelescas, para que los hechos cuadren como Phillips quiere, aunque tenga que
encajarlos a martillazos. Confieso que he utilizado su hipótesis de la nux
vomita en mi novela. Pero las novelas son novelas, no tratados de historia, y
uno puede permitirse ciertas libertades.
Por desgracia, entre los
autores clásicos -Arriano, Diodoro, Plutarco, Curcio, Justino- no hay nadie que
explique la enfermedad de Alejandro con la precisión con que Tucídides describe
la epidemia que asoló Atenas en 429. Si queremos aunar los síntomas de estas
versiones sin descartar ninguno, no sale de ellos ningún cuadro coherente que
se corresponda con todos los efectos de ningún veneno conocido. Tampoco con
ninguna enfermedad, aunque se han sugerido muchas, como fiebre tifoidea,
pancreatitis, malaria o virus diversos. Algunas de esas patologías son muy
exóticas: según el médico H. Ashrafian, Alejandro sufría una malformación
congénita en las vértebras, tal como se refleja en ciertos retratos y en el
comentario de Plutarco sobre su peculiar manera de ladear el cuello. Esa
malformación le habría hecho tener al final una infección espinal que lo
paralizó y acabó matándolo. Esto es llevar demasiado lejos un simple comentario
hecho por un biógrafo siglos después de su muerte. Tal vez Alejandro ladeaba la
cabeza por afectación, porque oía mejor por un oído que por el otro... o
simplemente, no ladeaba la cabeza y el texto de Plutarco no tiene ninguna importancia.
Ése es el verdadero problema. En realidad, no podemos estar seguros
al cien por cien de cómo falleció Alejandro. Sin arriesgarnos, tan sólo podemos
afirmar que empezó a tener fiebre alta, empeoró poco a poco y murió. Si lo
envenenaron, habría mil sospechosos, como era natural tratándose de un hombre
tan poderoso y rodeado de generales con egos apenas inferiores al suyo, cada
uno de ellos rodeado por su propia maraña de relaciones e intrigas. Sin el
sensacionalismo de Phillips, biógrafos serios de Alejandro como Peter Green o
Paul Cartledge apuntan a la estricnina.19 Pero, insisto, mientras no podamos
estar seguros de cuáles fueron los síntomas exactos y el progreso de su mal,
nunca sabremos cómo murió en realidad Alejandro.
1 supuesto, es lo que nos cuentan las
fuentes griegas, habitualmente chovinistas. Hasta en el bando persa, el general
más capacitado tenía que ser heleno. No digo que no fuese así, pero resulta
sospechoso.
bien los
trirremes tenían tres bancadas de remos, cuando se habla de cuadrirremes,
quinquerremes, etc., no quiere decir que esos barcos estuvieran equipados con
cuatro o cinco filas de remos, puesto que había limitaciones prácticas que
impedían superar las tres filas. Un cuadrirreme probablemente tenía dos
bancadas de remos, y en cada uno de ellos bogaban dos hombres. En un
quinquerreme habría también dos filas, con dos y tres galeotes en cada remo, y
así sucesivamente hasta llegar a los grandes monstruos de la Época Helenística.
historiador del Imperio persa Pierre Briant
considera que dicha embajada nunca existió y que este relato es propaganda
macedónica que llegó hasta los historiadores (Briant, 2002, p. 832 y ss.).
Briant se pregunta cómo reconciliar la oferta de Darío con el hecho de que
estuviera preparando un gran ejército en Mesopotamia para enfrentarse a
Alejandro. La historia oficial siempre presenta un retrato de Darío como
monarca débil y cobarde, y un problema de los autores antiguos era que, una vez
decidido el perfil psicológico de un personaje (que en el caso de los enemigos,
solía ser bastante tosco, en blancos y negros), tendían a aceptar todas las
anécdotas, fidedignas o no, que cuadraban con dicho perfil.
1 Arriano, Anábasis 3, 4; Plutarco, Alejandro
26; Diodoro 17, 51.
s Nonno, Dionisíacas 7, 127.
6 Así se demostró en la batalla de Carras,
donde en el año 53 a.C. los partos derrotaron de forma humillante a nada menos
que siete legiones romanas. Entre las 20.000 víctimas estaba el general Craso,
socio de julio César en el triunvirato.
' Maniobra
que todos los historiadores describen como si tal cosa, pero que nunca he visto
demasiado clara, ya que las filas de las falanges solían estar bastante
apretadas. De todos modos, es casi imposible que los carros falcados hubieran
embestido de frente contra una falange, pues los caballos habrían rehusado
cargar contra las picas. Más bien intentarían rodear las formaciones para
utilizar las hoces en las líneas laterales.
8 En la película, Alejandro y sus compañeros
desmontan y luchan un rato a pie. Es verosímil: era una táctica que usaba, por
ejemplo, la caballería romana en tiempos de la República.
9 No debía de tratarse del campamento
fortificado que estaba a varios kilómetros de allí y donde se habían quedado
los heridos con la impedimenta, sino el improvisado en el que habían dormido la
noche antes de la batalla.
10 Se cuenta que cuando Jerjes aplastó la
rebelión de Babilonia, hizo destruir entera Etemenanki, y que Alejandro
proyectó reconstruirla en su segunda visita a Babilonia. Sin embargo, muchos
autores opinan que esa destrucción no sería tan exagerada y que Jerjes debió
limitarse a causar algunos estropicios en el colosal zigurat y, tal vez, a
fundir la gran estatua de oro macizo del dios Marduk.
" Espíritu del mal en el zoroastrismo.
12 Tomado, con modificaciones, de Faure, 1990,
p. 292.
13 Parmenión es el protagonista principal de
dos estupendas novelas de David Gemmell, Lion of Macedon y Dark Prince, que
mezclan historia y fantasía de una forma muy convincente. En ellas aparecen
Alejandro, Filipo,Aristóteles, Epaminondas y Pelópidas, e incluso Jenofonte,
todos ellos tratados de una forma muy original. Las batallas son magníficas.
Espero que alguien se anime a traducir esas novelas al español.
con
recomendaciones literarias, la novela La campaña afgana de Steven Pressfield
refleja con gran crudeza esta fase de la guerra. Por supuesto, con
extrapolaciones y ciertos anacronismos: al no haber apenas información sobre
cómo eran y vivían las tribus iranias de aquellas tierras, Pressfield las
retrata basándose en las costumbres afganas de épocas posteriores.
15 Éste es el relato de Arriano (4, 8). Según
otros, Clito abandonó la tienda furioso, o bien lo expulsaron de ella, pero
después volvió sobre sus pasos e irrumpió en el pabellón dando voces. En aquel
momento, tal vez temiendo una agresión, Alejandro le habría asestado el
lanzazo, sin darse cuenta de que Clito estaba desarmado. Así lo cuenta Plutarco
(Alejandro 50), y el mismo Arriano menciona esta versión.
16 En realidad, Alejandro había entrado en la
India con unos 75.000 combatientes, pues su ejército había crecido hasta
proporciones casi monstruosas. Pero no llegó a utilizarlos todos juntos en
combate,y ni siquiera marchaban juntos como una sola unidad, sino divididos en
varias columnas.
1'Arriano
5, 17, traducción de Antonio Guzmán para Gredos.
18 Como señala Paul Cartledge, Alejandro
aparece en la literatura nacional de más de ochenta países (Cartledge, 2004, p.
38).
19 Green, 1991, p. 476; Cartledge, 2004, p. 215.
No hay comentarios:
Publicar un comentario