viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos XVII. Alejandro Magno

LA CREACIÓN DE UN LÍDER
He hablado de Alejandro, pero en cierto modo no he tenido la buena educación de presentárselo a los lectores. Como dijimos, nació en el año 356, al mismo tiempo que su padre recibía otras dos noticias más. Ese mismo día se dio una circunstancia más desgraciada: cierto individuo incendió el gran templo de Ártemis en Éfeso. Puesto que, como ocurre con tantos terroristas, el único móvil de aquel sujeto era que su nombre pasara a la historia, no le concederé el dudoso honor de escribirlo aquí. Siempre he pensado que quienes destrozan los monumentos y las obras de arte, como hicieron los talibán con aquellos budas, asesinan a los muertos.
Gracias a sus retratos y a las descripciones que aparecen en algunas fuentes, podemos hacernos más o menos idea de cómo era fisicamente Alejandro. Su estatura debía de ser mediana, quizá tirando a baja. Según cierta anécdota, cuando se sentaba en el trono de Darío en Babilonia le colgaban los pies, lo que provocó las risas de Casandro, uno de sus oficiales. Pero tampoco hay que tomar esta historia como muestra muy fiable, ya que los reyes persas apoyaban los pies en un escabel, algo que tal vez se le olvidó hacer a Alejandro en aquel momento.
Su complexión debía de ser atlética, aunque sólo fuese por el ejercicio constante. Como noble macedonio, Alejandro cazaba en los bosques de las tierras altas, a menudo animales agresivos y de gran tamaño que había que abatir armado tan sólo con una lanza. También tenía que cruzar ríos a nado, realizar largas marchas por el campo, montar a caballo y hacer instrucción con las armas. Por supuesto, también se ejercitaba al estilo griego en la carrera, la lucha y otras disciplinas olímpicas, una práctica que se había extendido desde hacía tiempo en la helenizada nobleza macedonia. Que Alejandro estaba en forma es evidente por sus prestaciones en el campo de batalla -cargaba al frente de sus Compañeros y escalaba el primero las murallas cuando había que lanzarse al asalto-, y también por su resistencia sobrehumana en las agotadoras etapas de la larguísima campaña de Asia. Aunque estoy convencido de que, más que la fuerza fisica, eran su increíble voluntad y su ansia de gloria las que lo impulsaban a realizar estas proezas.
Su piel era muy blanca, lo que debió ocasionarle bastantes inconvenientes en sus campañas bajo el sol abrasador de Oriente.Tenía el cabello rubio, o al menos castaño claro. Se dice que sus ojos eran claros, pero cada uno de un color o matiz diferente. Si en verdad era así, tal vez tenía una pupila ligeramente más dilatada que otra, lo que a veces da la impresión de que los iris son de distinto color. Según Plutarco, su cuerpo exhalaba una fragancia muy agradable, incluso cuando sudaba. Probablemente, al ser tan blanco, era también poco velludo, incluso en el rostro. Tenía la costumbre de afeitarse, seguramente porque la barba apenas se le cerraba, y la puso de moda entre muchos de sus seguidores. En general, los griegos y los macedonios llevaban barba, como los romanos de la época más antigua. Entre otras cosas, sería por comodidad: como comenta el poeta romano Marcial en uno de sus epigramas, el afeitado podía ser un suplicio con aquellas hojas no muy bien afiladas.
De la niñez de Alejandro, la anécdota más conocida es la doma de Bucéfalo. Este caballo ya tenía mucha mili, como se suele decir, y muy mal genio. No se dejaba montar por nadie, tal vez porque su dueño anterior había abusado de la fusta, pero su estampa era tan noble que a Filipo se lo ofrecían por 13 talentos, o sea, 78.000 dracmas. Sospecho que esta anécdota, contada por Plutarco varios siglos después, ha sufrido cierta inflación. En el siglo iv el precio medio de un caballo en Atenas era de 500 dracmas. Aunque los caballos que se vendían en Macedonia probablemente eran mejores que los del mercado del Ágora, un precio 156 veces superior a la media por un caballo resabiado de doce años se antoja algo exagerado.
En cualquier caso, Alejandro se ofreció a montarlo si su padre se lo regalaba. El muchacho, que como todo noble macedonio debía haber aprendido a cabalgar casi antes que a gatear, había observado que el caba Ro se ponía nervioso al ver su propia sombra. Así que lo puso de cara al sol y, después de calmarlo con caricias y palabras suaves, montó en él sin ningún problema. Bucéfalo lo acompañaría hasta los confines del mundo conocido y acabaría dando nombre a una ciudad.
El primer educador de Alejandro fue un veterano soldado llamado Leónidas, que le ayudó a endurecer su cuerpo y su carácter. Hay una anécdota relacionada con él que revela algo de la forma de ser de Alejandro. Un día en que ambos realizaban un sacrificio, éste echó bastante incienso al fuego. Leónidas le regañó por despilfarrar aquel perfume tan caro y le dijo que cuando conquistara el país de donde se traía el incienso podría gastar cuanto quisiera. El niño frunció el ceño y aguantó la reprimenda. Pero muchos años más tarde, cuando conquistó la ciudad fenicia de Gaza, le envió a su viejo tutor 15 toneladas de mirra. Alejandro tenía en la cabeza una auténtica agenda electrónica: para bien o para mal, llevaba la cuenta de todo lo que le hacían o decían los demás.
En el año 343 Filipo decidió que su hijo necesitaba una formación más elevada y nombró como tutor a Aristóteles. Éste había estudiado en la Academia de Platón durante veinte años para instalarse después en Asia Menor, y ya había alcanzado cierto prestigio, aunque consiguió mucho más al convertirse en preceptor del joven príncipe. La razón principal para que Filipo lo eligiera, no obstante, era una amistad familiar: el padre de Aristóteles, Nicómaco, había sido médico de Amintas, el padre de Filipo.
Alejandro se educó en un lugar algo apartado de la capital, Mieza. Allí lo acompañaron en su formación otros jóvenes nobles que con el tiempo se convertirían en sus generales. Entre ellos estaban Casandro, Ptolomeo (el mismo que inauguró una dinastía en Egipto que No hablaba eslavo) y Hefestión. Este último se convirtió en el mejor amigo de Alejandro y mantuvo esa amistad hasta su muerte. ¿Fueron amantes? Las fuentes no lo afirman de manera concluyente, pero parece evidente que sí. Se los ha comparado a menudo con Aquiles y Patroclo, con cierta razón. Alejandro creía ser descendiente de Aquiles y lo admiraba tanto que durante sus campañas llevaba una edición de la Ilíada, supuestamente preparada por Aristóteles. Cuando pisaron la Tróade en el inicio de la campaña asiática, depositó una corona sobre la tumba de Aquiles en Troya, mientras que Hefestión hacía lo mismo sobre la de Patroclo. Aunque en Homero no se menciona ninguna relación carnal entre ambos héroes, en la Época Clásica, cuando la homosexualidad se extendió, se daba por supuesto que eran amantes.
En general, la mayoría de los autores piensan que Alejandro mostraba más tendencias homosexuales que heterosexuales. Se fue de Macedonia sin casarse, y tardó tiempo en contraer matrimonio, aun cuando su deber como rey habría sido dejar un heredero antes de salir de Europa. Sin embargo, si hubiera vivido más años quizá no se hablaría de este asunto. Como señala Carol G.Thomas, el matrimonio para los reyes de Macedonia era sobre todo un arma diplomática (Thomas, 2007, p. 223). En los primeros años, Alejandro tuvo más necesidad de recurrir al ejército que a la diplomacia, ya que la red de alianzas que había tejido su padre gracias a sus bodas era sólida, y apenas le quedó tiempo para pensar en bodas.Además, de haber dejado un hijo en Macedonia, lejos de él, tal vez el niño se habría convertido en un títere de la dominante Olimpia. Lo cierto es que cuando de verdad necesitó arreglos diplomáticos durante la conquista del Imperio persa, se casó dos veces. En cuanto a sus tendencias sexuales, su padre también tenía amantes masculinos, como los dos Pausanias mencionados. La cuestión se define, por tanto, así: ¿Alejandro era bisexual, como tantos griegos y macedonios helenizados, o realmente le atraían más los hombres que las mujeres? Tiendo a creer más en lo segundo, pero tal vez se deba a la idea que han creado en mí las lecturas. No es fácil saberlo.
Por otra parte, sintiese o no atracción por las mujeres, era muy galante con ellas. Sobre todo con las que ya tenían edad de ser su madre, como la reina Ada de Caria -que lo adoptó como hijo- o Sisigambis, la madre de Darío. Debido a eso, algunos autores han psicoanalizado las relaciones de Alejandro con la temperamental Olimpia y prácticamente le han atribuido un complejo de Edipo.
Aristóteles, que era un hombre de curiosidad insaciable y variada, enseñó todo tipo de materias a Alejandro y sus compañeros. En particular, despertó el interés del joven príncipe por la botánica y la zoología. Años más tarde, Alejandro se hizo acompañar por varios científicos en su expedición, y mandaba a su antiguo preceptor ejemplares de todas las plantas que encontraba por los rincones de Asia.
En las ideas políticas, sin embargo, sus puntos de vista debían chocar más. A pesar de su enorme inteligencia, Aristóteles seguía anclado en el mundo de la polis griega, como puede comprobar cualquiera que lea su Política. Por otra parte, al filósofo estagirita no le habría hecho demasiada gracia la política interracial que siguió Alejandro en Asia. Aristóteles estaba convencido de que el carácter y el clima guardaban una estrecha relación. Los pueblos de la Europa del norte, debido a su hábitat frío, eran valerosos y más bien lerdos. Por eso su forma de vida era libre, pero desorganizada. Los asiáticos, que sufrían más calor, los superaban en inteligencia.A cambio carecían de nervio, por lo que estaban destinados a la esclavitud. Los griegos, al habitar una zona de clima moderado, aunaban valor e inteligencia, y por eso estaban destinados a mandar (Política 7, 1327, b).
Obviamente, Aristóteles debía considerar griegos a los macedonios. Al menos, cuando le pagaban por dar clases.
No me resisto a contar otra anécdota al estilo plutarquiano, pero más moderna. En el Alejandro de Oliver Stone hay una escena en que Aristóteles, interpretado por Christopher Plummer, da clases a los muchachos macedonios y les enseña un mapa del mundo. El escenario lo forman unas ruinas realmente muy ruinosas. Al ver aquello, un amigo mío no pudo evitarlo y exclamó en medio del cine: «Pero, ¿es que estos griegos tenían que construirlo todo ya roto?».
ALEJANDRO, REY
Para un soberano macedonio, el principio de su reinado era casi tan dificil como para un monarca persa. Hay que constatar que, cuando murió Filipo,Alejandro tenía tan sólo veinte años y todavía no se habían escrito libros ni rodado películas sobre él. Mi comentario no es tan absurdo como puede parecer. Estamos ya tan acostumbrados al mito de Alejandro y su carisma que podemos llegar a creer que, nada más nacer, la comadrona le dijo a Olimpia: «Señora, ha tenido usted al conquistador del mundo». (Homenaje a Gila).
En el año 336 Alejandro no había hecho nada tan importante como para que se pensara que podía superar a su padre. Sí, había mandado el ala izquierda del ejército en Queronea, pero la victoria pertenecía a Filipo. Recordemos quién era éste y todos los logros que había alcanzado durante veinte años. Era lógico que, a la muerte del rey tuerto, muchos de sus súbditos forzosos pensasen que había llegado el momento de rebelarse contra el yugo macedonio. Los atenienses dieron un ejemplo un tanto lamentable al declarar aquel día de acción de gracias y conceder una corona de oro póstuma al asesino, a pesar de que no mucho antes habían nombrado ciudadano a Filipo e incluso le habían erigido una estatua.
Alejandro no tardó en demostrar que, aunque no tuviera la barba de su padre, había que tomárselo en serio. En un viaje relámpago se aseguró primero la sumisión de Tesalia, que se había mostrado algo levantisca, y después prosiguió camino hacia el sur. Atenas pidió disculpas y Alejandro las aceptó. Había ido como embajador a la ciudad después de la batalla de Queronea, pero esta vez no quiso entrar en ella.
La ciudad que sí visitó fue Corinto. Allí los aliados lo proclamaron hegenión, como a su padre, y se decidió que la proyectada campaña de represalias contra el Imperio persa seguiría adelante con el nuevo rey. En Corinto, Alejandro conoció a Diógenes. Sobre su encuentro corrieron muchas anécdotas. Después de un curioso intercambio de pareceres, Alejandro le dijo a Diógenes que estaba dispuesto a concederle cualquier favor que le pidiera. Conociendo al filósofo cínico, debía de estar tentándolo para ver qué burrada le soltaba.Aquél contestó: «Pues ya que me lo dices, sí, hazme un favor. Apártate un poco, que me estás tapando el sol». Alejandro lo hizo y se marchó sin añadir nada más. A los hombres que lo acompañaban les comentó: «Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes». Sinceramente, dudo mucho que hiciera este comentario. Parece que, entre otras virtudes, Alejandro tenía la de ser bastante aseado, y sospecho que el tonel de Diógenes no era precisamente una burbuja esterilizada.
Durante el verano del año 335, Alejandro luchó contra las tribus de Tracia e Iliria, pues quería dejar pacificadas todas esas tierras hasta el Danubio antes de la expedición a Asia. Fue una campaña dura, en la que el joven rey demostró su talento para el mando y la improvisación. Al intentar tomar el paso del Hemón, los defensores echaron a rodar sus carros por una empinada cuesta para que aplastaran a los macedonios.Alejandro ordenó a los que estaban en su camino que se agacharan y formaran una tortuga con sus escudos, y los carros rodaron por encima de ellos sin causar grandes daños. Ni que decir tiene que el paso del Hemón cayó en sus manos.
Mientras tanto, en Grecia cundió el rumor de que Alejandro había muerto. Atenas yTebas aprovecharon para rebelarse contra el dominio macedonio, como era de esperar. Cuando aquél lo supo, bajó desde el norte a marchas forzadas y se plantó ante Tebas. Los atenienses no enviaron ayuda a sus aliados (no era la primera vez que los dejaban con la retaguardia desguarnecida, por decirlo finamente), de modo que los tebanos tuvieron que combatir solos contra los macedonios. Después de un breve y algo accidentado asedio en el que su amigo Perdicas resultó herido, las tropas de Alejandro entraron en la ciudad. Lo que ocurrió a continuación fue una masacre. Sólo se salvaron los sacerdotes, los aristócratas miembros de la facción pro macedonia y los descendientes de Píndaro. Alejandro hizo que arrasaran y quemaran todas las casas salvo, precisamente, la morada donde había vivido el poeta que exaltaba los valores de la aristocracia.
Fue un acto despiadado, pero tenía su lógica. Alejandro no quería que, nada más poner el pie en Asia Menor, volviera a estallar la rebelión en Grecia. Al conocer el terrible destino sufrido por los tebanos, las demás ciudades se lo pensarían dos veces antes de sublevarse. De hecho, Atenas se entregó sin lucha. Foción, el veterano general ateniense, negoció con Alejandro y consiguió salvar la vida de los más destacados cabecillas del movimiento antimacedonio, entre ellos Demóstenes. De nuevo, si Alejandro transigió con Atenas fue porque necesitaba su flota.
Una vez pacificada Grecia, Alejandro podía emprender por fin su cruzada contra los persas. En la primavera del año 334 cruzó el Helesponto. Nunca regresó a Europa.
LA CONQUISTA DE ASIA MENOR
Cuando Alejandro atravesó el estrecho de los Dardanelos, lo hizo con 32.000 soldados de infantería y 5.000 de caballería, a los que se sumaron los 10.000 que ya estaban en Asia Menor. El núcleo de confianza de su ejército era macedonio: 9.000 falangitas, formados en 6 batallones de sarisas; 3.000 hipaspistas, tropas de infantería de élite que a veces combatían con lanzas más cortas para tener mayor movilidad; 1.800 jinetes de la caballería de los Compañeros y casi 1.000 soldados de infantería ligera. El resto eran aliados y mercenarios de diversas procedencias y de cuerpos de toda índole. La Liga de Corinto, que teóricamente había encomendado a Alejandro llevar a cabo aquella expedición de venganza, tan sólo aportaba 7.000 soldados. Los demás griegos eran mercenarios, lo que demuestra que el entusiasmo que sentían en Grecia por la aventura era algo menos que moderado. Acompañaban también a la expedición ingenieros y científicos varios, entre ellos un sobrino de Aristóteles llamado Calístenes.
En Asia, Alejandro se reunió con Parmenión, que llevaba allí ya un tiempo como cabeza de puente. Había heredado de su padre cierto número de generales veteranos, entre ellos el citado Parmenión y Antípatro, a quien dejó como gobernador de Macedonia y de Grecia. No estamos hablando de generales a la manera moderna, funcionarios militares de alta graduación a los que Alejandro pudiera jubilar, expulsar o degradar.Todos ellos eran cabecillas de sus propios clanes, algunos del llano y otros de la montaña, y poseían poder e influencias personales. Alejandro se veía obligado a lidiar con ellos, aunque seguramente habría preferido rodearse de sus propios compañeros más jóvenes. Con el tiempo, Hefestión, Perdicas, Ptolomeo, Crátero y otros amigos irían ocupando a su lado los puestos que Parmenión, Antípatro o Antígono habían desempeñado junto a su padre.
Durante la primera fase de la invasión, los persas no actuaron con contundencia, algo que suele considerarse un error de Darío III, el soberano que había ascendido recientemente al poder tras las muertes de sus predecesores Artajerjes y Arsés. Hay que tener en cuenta que, desde las Guerras Médicas, se habían librado muchos combates entre griegos y persas en las costas de Asia Menor: las ciudades jonias habían recobrado y perdido su libertad varias veces, pero los griegos, exceptuando la campaña de Ciro el joven, nunca se alejaban demasiado del Egeo. El nuevo soberano tenía otras cosas en que pensar. De momento, sus sátrapas podían encargarse del joven macedonio. Como mucho, volverían a perder la costa de Jonia. ¿Quién iba a pensar que Alejandro albergaba intenciones de llegar hasta Mesopotamia y Persia? Quizá al principio no lo sospechaba ni el mismo Alejandro.
Entre los generales de Darío había un griego, Memnón de Rodas, que propuso recibir a Alejandro con una estrategia de tierra quemada. Si devastaban los campos y se retiraban ante el avance del macedonio, éste tendría que internarse cada vez más en Asia Menor, lejos del mar. La flota persa podría cortarle las líneas de abastecimiento... y tal vez verse reforzada por la de Atenas, pues el Gran Rey guardaba oro de sobra para instigar otra revuelta.
Pero los nobles persas se negaron.' Tal vez no querían ver sus propiedades incendiadas, o eran sus ideales guerreros los que les impulsaban a plantar resistencia y no ceder terreno ante el enemigo. El caso es que tomaron posiciones en la orilla sur del río Gránico, por donde Alejandro tenía que pasar en su avance hacia el sur. Sus tropas eran inferiores en número a las del macedonio, pero contaban con superioridad en caballería, el cuerpo favorito de los persas. En infantería, sus efectivos eran sobre todo mercenarios griegos, entre 5.000 y 8.000 hombres al mando de Memnón.
A Alejandro se le ofrecían varias opciones. Entre ellas, la que le sugirió Parmenión: esperar unas horas y, al amparo de la noche, llevar parte de las tropas corriente arriba para cruzar el río y lanzar una ofensiva por sorpresa al amanecer. Pero Alejandro decidió atacar cuanto antes. La primera línea de la orilla opuesta no era de infantería, como habría sido lógico en una posición defensiva, sino de caballería: los ideales guerreros de los nobles persas no les permitían retirarse a la segunda línea.
La maniobra decisiva de la batalla fue el ataque por el ala derecha del propio Alejandro, seguido por los Compañeros. Para muchos expertos, fue una insensatez. Desde luego, allí no se libró una batalla de tácticas elaboradas, sino de pura testosterona humana y animal. Miles de jinetes se trabaron en una refriega encarnizada en la orilla del río, con los macedonios empujando hacia arriba en una posición nada ventajosa. Pero su armamento era más apropiado para el choque cuerpo a cuerpo, mientras que los jinetes persas estaban más acostumbrados a pelear a distancia con jabalinas y flechas. En la lucha, Alejandro estuvo a punto de morir, lo que habría puesto un fin prematuro a su aventura. Un caballero persa le pro pinó un golpe en la cabeza que le arrancó parte del penacho, y quedó aturdido. Pero otro veterano de su padre, Clito el Negro -hermano de la nodriza que le había amamantado- le salvó la vida con un tajo que cercenó el brazo del persa.
Temerario o no, Alejandro consiguió en el Gránico su primera victoria. Los persas que no cayeron en la lucha se retiraron, al igual que Memnón. Pero muchos de los mercenarios griegos quedaron bloqueados en un montículo, y Alejandro no tuvo piedad de ellos. Es evidente que quería dar una lección a todos los helenos, estuvieran en Asia o en Grecia: quien luchara en el bando persa era un traidor. Sólo sobrevivieron 2.000, a los que envió a Macedonia para trabajar como esclavos en las minas.
Después de la batalla, Alejandro consiguió su primer botín. No le vino nada mal, porque el ejército había cruzado el Helesponto sólo con dinero y provisiones para treinta días: Filipo había dejado a su hijo una deuda de 500 talentos, a la que Alejandro había sumado otra de 800. De lo obtenido en el Gránico envió a Grecia una parte, incluyendo 300 armaduras persas para que las consagraran en la Acrópolis; no olvidemos que el objetivo oficial de la campaña era vengar el incendio de Atenas. Alejandro ordenó que las acompañaran con una inscripción: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los espartanos, ofrecen estos despojos arrebatados a los bárbaros que viven en Asia». La propaganda era fundamental para evitar que en Grecia, y sobre todo en Atenas, estallaran más revueltas. Es imposible no darse cuenta de ese estrambote, «excepto los espartanos». La orgullosa ciudad de Esparta, que había visto su territorio y su poder tan reducidos en las últimas décadas, no quería saber nada de aquella campaña. Alejandro ni se molestó en obligarlos, pues no creía que supusieran una amenaza para él.
A partir del Gránico, Alejandro bajó hacia el sur a lo largo de la costa sin mayores problemas. Las ciudades jonias, y también Sardes, se fueron entregando a su paso. En la mayoría de ellas gobernaban oligarquías o tiranías instaladas por los persas, así que Alejandro las sustituyó por democracias. No porque fuera partidario de la democracia: lo que quería era marcar diferencias con el régimen anterior para presentarse como liberador de los griegos.
La ciudad que le ofreció más resistencia fue Halicarnaso, cuya posición natural resultaba de por sí fácil de proteger y que además tenía unas murallas muy sólidas. Uno de los defensores de la ciudad era Memnón, que puso en serios aprietos a Alejandro. Pero éste disponía de ingenieros muy eficaces y, además, cuando se empeñaba en tomar una ciudad demostraba toda la paciencia que le faltaba en otros momentos. Al comprender por fin que Halicarnaso iba a caer, Memnón le prendió fuego y se marchó con sus hombres y sus barcos. Su intención era seguir combatiendo a Alejandro en otros puntos de la costa; pero, para su desgracia y la de los persas, cayó enfermo poco después y no tardó en morir.
Después de asegurar toda la costa de Jonia, Alejandro se internó en Asia Menor, donde se reunió con Parmenión, que se había dedicado a conquistar Frigia.Al llegar a la ciudad de Gordio, los lugareños le enseñaron el carro en el que siglos antes había llegado allí un tal Gordias. La lanza del carro estaba atada al yugo con un complicadísimo nudo cuyos cabos no se veían, pues estaban ocultos dentro de una especie de bola. Se decía que quien lo desatara se convertiría en soberano de toda Asia, de modo que Alejandro no pudo resistir la tentación de intentarlo. Pero el nudo era tan dificil como el cubo de Rubik. Alejandro se cansó, desenvainó la espada y lo cortó. Quizá pensó que así nadie podría desatarlo después de él y disputarle la supremacía de Asia.
LA BATALLA DE ISO
Entretanto, el rey Darío había decidido que la amenaza era lo bastante seria para ir él mismo a la guerra, de modo que reclutó un ejército y se puso en marcha. Por supuesto, lo hizo con toda la pompa que cabía esperar de un Aqueménida, con lujosos pabellones cargados de tesoros y acompañado de sus esposas y concubinas, ¡y hasta de su madre! Como ya he comentado en alguna ocasión, aunque llevaban siglos poseyendo un imperio, los persas seguían conservando algo de nómadas.
El enfrentamiento entre los dos soberanos se produjo en noviembre del año 333. La batalla se libró cerca de la bahía de Iso, prácticamente en el rincón donde la costa de Turquía, que hasta ahí va de oeste a este, gira en un ángulo recto y desciende al sur, ya convertida en el litoral de Siria. La situación que se produjo fue paradójica. Lo normal habría sido que Alejandro, como invasor, bajara de norte a sur, con el mar a su derecha, y que se hubiera topado de frente con las tropas de Darío. Pero los dos habían jugado previamente y sin saberlo al ratón y al gato: mientras Alejandro avanzaba junto al mar, Darío lo hacía al otro lado de las montañas, y cuando llegó a la bahía de Iso se dio cuenta de que los macedonios ya habían pasado por allí. Alejandro, por su parte, al enterarse de que tenía al ejército persa detrás de él, dio media vuelta con el suyo, y ambos se encontraron en posiciones invertidas.
El ejército persa debía de ser superior en número al macedonio, aunque no en la proporción fabulosa que encontramos en las fuentes clásicas. En cualquier caso, la posición los igualaba a ambos. Alejandro tenía a su izquierda el mar y a su derecha unas estribaciones montañosas. De esa manera, con los flancos cubiertos, podía evitar que las huestes de Darío aprovecharan su superioridad numérica para rodearlo. En el ala izquierda situó a Parmenión y él tomó el mando de la derecha, como repetirían luego en Gaugamela. Es preciso recordar que en estas batallas los frentes se extendían hasta cuatro kilómetros, por lo que comunicarse de un extremo a otro del campo de batalla resultaba complicado, aun recurriendo a enlaces a caballo. Debido a ello, en cada flanco se libraban combates prácticamente independientes.
En el Gránico, muchos persas se habían lanzado sobre Alejandro, dispuestos a matarlo y dejar sin jefe al ejército macedonio. Eso demostraba la importancia que para ellos tenía acabar con el líder enemigo, de modo que Alejandro decidió pagarles con su misma moneda. Toda su táctica se encaminó a matar a Darío o hacerlo prisionero. Mientras Parmenión se batía el cobre, el bronce y el hierro junto al mar, Alejandro, después de varias maniobras de preparación, se lanzó como una cuña contra el centro del ejército persa junto con los Compañeros.Allí era donde estaba Darío con su carro, en la posición tradicional que ocupaban los reyes, ya que desde el centro podía impartir órdenes a ambas alas. Se libró una dura refriega en torno a Darío, hasta que éste vio su futuro inmediato tan negro que hizo girar el carro y emprendió la huida.
Alejandro se habría lanzado de inmediato en su persecución, pero tuvo que girar hacia la izquierda para ayudar a la falange que se había estancado en la zona central, en las orillas del río Pínaro.Al mismo tiempo, el ala de Parmenión se veía muy apurada ante los ataques de la caballería pesada enemiga, mandada por el general Nabarzanes. Una vez que Alejandro acudió en ayuda de sus unidades amenazadas y, además, corrió la noticia de la huida de Darío, la batalla se convirtió en una desbandada general. Como solía ocurrir, llegó la hora de la matanza.
Cuando Alejandro vio que la situación se había solucionado, partió en pos del rey. Él y los Compañeros cabalgaron casi 40 kilómetros, hasta que oscureció y se vieron obligados a renunciar a la persecución. Darío se había escapado, pero el botín compensaba su huida. Todo el campamento persa cayó en su poder, incluyendo las mujeres de la familia real. Allí se encontraban Sisigambis, la madre del Gran Rey, y Estatira, esposa y hermanastra de Darío, considerada la mujer más bella de Asia.También habían traído con ellas a su hijo.
Alejandro trató a las damas persas con una cortesía y magnanimidad que se han hecho proverbiales y que, cuando su leyenda aumentó con el correr de los siglos, lo convirtieron en el prototipo del caballero medieval. Probablemente actuó así de corazón, pero también usando una buena dosis de cálculo. Da la impresión de que Alejandro medía mucho más sus gestos y sus actitudes de lo que pueda parecer. Accesos de ira como los que lo llevaron a arrasar Tebas o masacrar a los mercenarios griegos en el Gránico no eran tan impulsivos: si podía reinar recurriendo a la generosidad y el amor lo hacía, pero también sabía servirse del miedo cuando lo juzgaba necesario.
En este momento concreto, al tratar con tal cortesía a las damas reales, se estaba preparando el camino. Pues, aunque aún no se lo hubiera confesado a nadie, su intención no era ya dar un escarmiento a los persas: empezaba a concebir planes de convertirse en su nuevo soberano, un Gran Rey macedonio.
Así lo demostró cuando le llegó una oferta de Darío. El Aqueménida le ofreció un rescate por los prisioneros y, además, le propuso firmar un tratado de amistad y alianza. Si lo hacía, le entregaría todas las ciudades y los territorios al oeste del río Halis. Alejandro contestó de forma arro gante: Darío no podía ofrecerle lo que ya no era suyo. «En lo sucesivo», le escribió, «te dirigirás a mí como señor de toda Asia».
EL ASEDIO DE TIRO
Después de su gran victoria en Iso, Alejandro podría haber avanzado hacia el este hasta llegar al Éufrates, para bajar desde allí a Babilonia y conquistar el núcleo del imperio. Pero no quería dejar a sus espaldas las costas de Fenicia sin apoderarse antes de sus puertos: era la única manera de privar de bases a la flota enemiga. La ciudad que más se le resistió en ese empeño fue Tiro.
Aquél fue el más duro de sus asedios. Tiro era una isla, separada del continente por más de medio kilómetro de agua, y tenía unas murallas de imponente altura. Como Atenas en su momento, Tiro era la dueña de aquellas aguas, por lo que era impensable rendirla por hambre: los barcos podían entrar libremente en sus dos puertos, situados al norte y al sur de la isla. Alejandro decidió construir un enorme muelle de 60 metros de anchura con el fin de llegar hasta la muralla y atacarla con sus máquinas. Para hacerlo, sus hombres clavaban grandes pilotes de madera en el fondo cenagoso y rellenaban la estructura con cascotes y tierra. Pero luego las aguas se hicieron más profundas, y al acercarse a la muralla los trabajadores empezaron a sufrir a la vez los disparos de los defensores de Tiro y el acoso de los trirremes fenicios que salían desde los dos puertos.
Como contramedida, Alejandro ordenó levantar dos torres de asedio de varios pisos, cubiertas con pieles que sus hombres mojaban constantemente para que las flechas incendiarias de los enemigos no prendieran la madera. En las torres había catapultas que lanzaban pedruscos y flechas y alejaban a los barcos. Les tocaba el turno a los fenicios, y éstos recurrieron a un truco que a mí me encanta usar en cierto juego de estrategia muy popular: un brulote, un barco cargado de material incendiario. Gracias a él y a una salida en masa de la flota fenicia desde ambos puertos, las obras de Alejandro ardieron, y para colmo se levantó una tormenta que destrozó el muelle.
Pero el impulsivo Alejandro sabía armarse de paciencia. Sus ingenieros y zapadores reemprendieron la obra, ahora con un espigón más ancho y más piezas de artillería. Éstas ya no sólo derribaban a los defensores que se situaban en las almenas, sino que causaban desperfectos en los muros. Hay que tener en cuenta que las murallas no se construían de sillares macizos: tan sólo eran de piedra las capas externas, a modo de encofrado que se rellenaba con cascotes y tierra apisonada. Muchas veces se procuraba utilizar arcilla húmeda, que era más flexible, pero cuando se secaba el efecto era el mismo que el de la tierra. Si los arietes o las piedras lograban abrir una brecha en los sillares exteriores, a partir de esta grieta se podía acabar derribando un sector de la muralla.
En aquel momento se sumaron a las fuerzas de Alejandro más de 200 barcos, entre chipriotas y fenicios de otras ciudades. Obviamente, las apuestas se empezaban a decantar por el macedonio, así que todo el mundo quería correr en auxilio del vencedor. Alejandro intentó forzar una batalla naval, pero los tirios, que ahora se encontraban en inferioridad, no picaron el anzuelo y se limitaron a defender sus dos puertos, cerrados por cadenas y trirremes con el espolón apuntando hacia el exterior.
La lucha se prolongó, con sorprendentes muestras de ingenio por parte de ambos bandos, que blindaron barcos, utilizaron buceadores que cortaban las amarras de las naves, usaron grúas, construyeron refuerzos de madera para las murallas... Los ingenieros de Alejandro llegaron a unir cuadrirremes2 de dos en dos, para montar sobre ellos enormes torres de asedio y acercarlas a la isla. Quizá ése fue el germen de las grandes naves como la Leontóforos que, según Lionel Casson, eran en realidad catamaranes (Casson, 1995, p. 110 y figs. 112 y 113).
Por fin, al séptimo mes Tiro se había convertido prácticamente en una península, y Alejandro decidió lanzar el ataque definitivo. Los macedonios abrieron una brecha en la parte sur de la muralla y, después de tres días de combate, los hipaspistas entraron por aquel hueco mandados por Admeto, un oficial que murió apenas plantó el pie en el muro. En ese mismo momento, las flotas aliadas de Alejandro atacaron ambos puertos. Los fenicios cedieron terreno, y al final se refugiaron en un templo dedicado a Agenor, el mítico fundador de Tiro.
Aunque, al parecer, los tirios habían evacuado a parte de su población durante el asedio mandándola a Cartago, en la matanza posterior a la caída de los muros perecieron unas 8.000 personas. Según Arriano, Ale jandro vendió a otras 30.000, entre ciudadanos de Tiro y extranjeros. La cifra parece exagerada, pero aunque no se llegara a tal número, el dinero obtenido por la venta y el botín de la ciudad debió compensar en parte los gastos de un asedio tan largo.
Mientras asediaban Tiro, Darío había enviado a Alejandro otra oferta de paz más generosa que la primera: 10.000 talentos por la familia real, la mano de una de sus hijas y todo el imperio al oeste del Éufrates. Parece que el monarca, después de su derrota en Iso, veía la situación sumamente complicada. Parmenión le dijo a Alejandro que él en su lugar aceptaría la propuesta. «Yo también aceptaría si fuera Parmenión, viejo amigo», respondió el rey, «pero soy Alejandro».3
EGIPTO Y EL OASIS DE SIWA
Gaza también se resistió a Alejandro, pero acabó cayendo en un par de meses. Durante el sitio, una flecha se le clavó en el hombro y le hizo perder mucha sangre. El rey macedonio aceptó de buen grado la herida con tal de conquistarla ciudad.También había recibido una herida en el muslo en la batalla de Iso. Al final de sus días, Alejandro debía de parecer un alfiletero mal remendado, igual que su padre.
A finales del año 332, caída Gaza, Alejandro costeó la península del Sinaí y llegó a Egipto en tan sólo siete días, con marchas diarias de más de 30 kilómetros. El ejército de tierra avanzaba a la par que la flota. Ésta cargaba con las provisiones, mientras que las tropas de tierra se dedicaban a buscar manantiales o excavar pozos para encontrar agua potable.
Los egipcios recibieron a Alejandro como a un libertador, pues estaban muy resentidos con la dominación persa. Como ya hemos visto, los atenienses habían apoyado la revuelta de Ínaro en el año 465. Aunque éste murió empalado y Atenas perdió una flota y muchos hombres, la zona pantanosa del delta siguió manteniendo su independencia. Después, en el año 404 todo el país se libró del dominio Aqueménida, y los persas lo habían reconquistado tan sólo unos años antes de la llegada de los macedonios.
Alejandro tuvo la inteligencia de ganarse el favor de los egipcios. Éstos fueron durante toda su historia un pueblo muy xenófobo, así que sos pecho que en privado escupían al hablar de los macedonios. Pero su yugo debió parecerles suave en comparación con el persa, ya que Alejandro respetó sus creencias religiosas y no introdujo grandes cambios en su administración. Los egipcios lo agradecieron otorgándole los títulos tradicionales de sus faraones, lo que suponía llevar la doble corona: la blanca del Alto Egipto y la roja del Bajo.
En enero del año 331, Alejandro fundó la más famosa de sus ciudades, la Alejandría que todos conocemos. El lugar que eligió era un istmo que separaba el mar del lago Mareotis, en la zona occidental del delta. La ciudad podía comunicarse con el Nilo mediante un canal. Su idea era que sirviera como puerto de salida para las mercancías de Egipto y también para las que llegaban por el Nilo desde Sudán y las costas del mar Rojo; sobre todo, las especias y los perfumes de Arabia. Aunque estuviera en Egipto, Alejandría era una ciudad griega, y de hecho se llamaba Alexándreia para Aigyptou, «Alejandría junto a Egipto». La elección de la preposición es muy significativa.
En cierto modo, Alejandro creó Alejandría al estilo de Atenas, pues la dividió en barrios llamados «demos» y tan sólo concedió la ciudadanía a los grecoparlantes, fueran soldados de Alejandro o inmigrantes que acudían de toda partes de Grecia. También había egipcios en la ciudad, pero en distritos separados; se gobernaban por sus propias leyes y no se convertían en ciudadanos, a no ser que aceptaran helenizarse. Existía asimismo una comunidad judía que prosperó y creció rápidamente.A la hora de armonizar poblaciones tan distintas,Alejandría seguía el modelo multicultural británico, en que cada comunidad lleva una vida prácticamente independiente, pero respetando las costumbres de las demás... aunque no siempre, claro. Si Londres sufrió los atentados del metro, Alejandría y el resto del Egipto macedónico experimentarían con el tiempo sus propios disturbios sociales. Entre otros motivos, porque la administración se hallaba en manos de extranjeros que traían sus propios dioses, y que en lugar de hablar egipcio obligaban a los nativos a aprender griego y los explotaban laboralmente. Un fenómeno corriente en el Egipto del siglo iii sería el de las anakhoréseis, una especie de huelgas en las que los egipcios se retiraban a sus templos y se negaban a trabajar.
Tras conquistar Egipto sin tener que luchar -una variación agradable en la rutina después de dos terribles asedios- Alejandro se embarcó en una extraña aventura que también ha hecho correr ríos de tinta. Al oeste del delta, a unos 550 kilómetros de Alejandría, se encuentra Siwa, un extenso oasis situado en una depresión que en sus puntos más bajos alcanza 60 metros bajo el nivel del mar. Se encuentran en él numerosas fuentes y lagos, aunque el agua tiene tanto contenido en sal que los peces no pueden vivir allí, y los únicos cultivos que prosperan, al igual que en época de Alejandro, son el olivo y el dátil.
En este oasis, rodeado por las dunas del desierto líbico, había un oráculo del dios Amón, al que los griegos identificaban con Zeus. Alejandro sintió el deseo de visitarlo y consultar al dios. La palabra para este deseo en griego es póthos, un sentimiento muy característico de Alejandro en el que se mezclaba una extraña nostalgia de lo desconocido, el afán de emular a héroes y dioses como Heracles, Perseo o Dionisio, y también cierto capricho aventurero.
Pero no todo era antojo.Visitar un oráculo consagrado a un dios egipcio era una forma de ganarse el favor del pueblo de los faraones. Además, si los antiguos pedían consejo a los dioses para cualquier decisión, por nimia que fuese, ¿qué no haría Alejandro, embarcado en una guerra por convertirse en el hombre más poderoso del mundo? Antes de partir para Asia, en noviembre de 336, había acudido al oráculo de Delfos para preguntar por el futuro de la campaña persa. El oráculo se cerraba durante el invierno, pero Alejandro agarró a la Pitia del brazo y la arrastró hasta el templo a la fuerza. «¡Alejandro, no hay quien pueda contigo!», se quejó la sacerdotisa, utilizando la palabra aníkcton, que puede significar tanto lo que hemos dicho como «eres invencible». Al parecer, a Alejandro le bastó con esa respuesta.
El rey partió hacia Siwa con un destacamento escogido. Primero viajó por la costa unos 270 kilómetros hasta Paretonio (hoy Mersa Matruh), y a partir de ahí se internó en el desierto líbico. Después de cuatro días se quedaron sin agua, pero una tormenta inesperada los salvó. Así pudieron reponer agua para cuatro días más y llegar al oráculo, cubriendo etapas de más de 30 kilómetros diarios.
Según DonaldW. Engels, quien ha estudiado la logística de Alejandro en una monografia que ya se ha convertido en un clásico, el límite de agua que cualquier expedición podía cargar llegaba tan sólo para cuatro días, sin importar que los porteadores fuesen hombres, caballos o camellos, pues tanto humanos como animales acababan consumiendo el agua que cargaban al final del cuarto día (Engels, 1980, p. 63). Podemos pensar que Alejandro arriesgó mucho y se salvó por los pelos gracias a la tormenta, o bien que ésta es un elemento milagroso típico de los relatos antiguos, y que en realidad el macedonio llevaba guías que sabían dónde se podía encontrar agua en el desierto.
Para colmo, sopló sobre ellos un khamsin o simún del desierto que borró todos los puntos de referencia, pero dos cuervos los guiaron hasta el oasis. Esto suena tan novelesco como lo anterior, pero no es imposible, pues los expedicionarios podrían haber seguido el vuelo de aves migratorias.
Una vez en el oasis,Alejandro consultó al oráculo y quedó satisfecho. Según Arriano, cuyo relato es normalmente el más fiable, no le explicó a nadie cuáles habían sido ni las preguntas ni las respuestas. Plutarco y Diodoro, sin embargo, cuentan que quiso saber si se convertiría en soberano de todos los hombres, a lo que el dios contestó que sí.También preguntó Alejandro si los asesinos de su padre habían sido castigados, y el oráculo le replicó que el planteamiento era incorrecto, puesto que su padre no era un hombre mortal. Alejandro corrigió la pregunta: «¿Han sido castigados todos los asesinos de Filipo?», y sólo entonces el dios respondió afirmativamente.4
Si hacemos caso a la versión más detallada de la historia, fue ésta la primera ocasión en que Alejandro sospechó que su naturaleza era divina y que él mismo podía ser hijo de un dios; en concreto, de Zeus. Dicha creencia tenía su toque de megalomanía, evidentemente, pero no resultaba tan absurda para la mentalidad de entonces como para la de ahora. La tradición de que Zeus era el padre de Alejandro llegó lejos. En las Dionisíacas de Nonno, escritas en el siglo v d.C., el autor habla de las flechas que prepara Eros para las víctimas de la lujuria de Zeus. La duodécima está destinada a Olimpia, la madre de Alejandro,' pues se decía que Zeus la había fecundado en forma de serpiente.
Satisfecho, pues, con las respuestas del oráculo, Alejandro volvió con sus hombres a Egipto. Según Engels, lo hizo por el mismo camino por el que habían llegado, pero esta vez con mejores guías y sin extraviarse, pues por la ruta correcta había manantiales cada tres días de camino más o menos.
De regreso en Egipto, Alejandro se dedicó algunos meses a tareas administrativas. Como en todos los lugares que conquistaba, dejó los puestos civiles a los egipcios: para evitar nuevos arrebatos nacionalistas. Los tributos, aunque al final llegaran a sus manos, también los recaudaban funcionarios locales. Pero dejó unos 4.000 soldados macedonios entre Menfis y Pelusio para asegurarse de que Egipto no se rebelara.
En abril, Alejandro abandonó el país del Nilo y se dirigió en primer lugar a Tiro. Allí lo esperaba su flota, y también embajadas diversas. Entre ellas, una de Atenas que le suplicó que liberara a los mercenarios atenienses que había capturado en la batalla del Gránico y que ahora servían como esclavos en Macedonia. Alejandro, que se había negado a una primera petición hecha casi dos años antes, accedió esta vez. Por fin, después de reorganizar el gobierno de los territorios que había conquistado, partió hacia el este buscando de nuevo lo que de verdad le gustaba: la guerra.
LA BATALLA DE GAUGAMELA
Por ser la batalla decisiva en su lucha por conquistar el Imperio persa, y tal vez la más conocida de Alejandro, la trataré con más extensión que las demás. Recomiendo a los lectores que tengan la película Alejandro de Oliver Stone o que la puedan alquilar que vean la escena de Gaugamela, pues es de lo mejor de la película.
Cuando dejaron Tiro, los macedonios y los griegos viajaron a Damasco, y desde allí se dirigieron a Tápsaco, una ciudad situada en la orilla occidental del río Éufrates cuya situación exacta se debate hoy en día. Alejandro y su ejército cruzaron el Éufrates; pero a continuación, en lugar de seguir río abajo hacia Babilonia por Mesopotamia, viajaron hacia el nordeste, buscando zonas más húmedas y frescas donde sus caballos pudieran pastar y donde el calor no fuese tan agobiante. En Grecia se combatía preferiblemente durante el verano, pero el calor de Babilonia era otra cosa. Hoy día, las temperaturas máximas en Bagdad de junio a septiembre rondan los 45 grados, con momentos en que se alcanzan los 50, y las mínimas no suelen bajar de 25.Todo ello sin una sola gota de agua: no se trataba sólo de huir del calor, sino de buscar forraje para los animales del ejército, que podían ser entre 12.000 y 20.000 sumando caballos, mulas e incluso camellos.
Así pues, Alejandro eligió una antigua ruta militar hasta el Tigris, al que llegó a marchas forzadas. Sabía que las tropas de Darío se hallaban cerca del río y pretendían impedir que cruzara, de modo que lo atravesó más al norte, por donde no lo esperaban, aunque la fuerza de la corriente dificultó la travesía.Ya al otro lado, consiguió apoderarse de varias aldeas a las que sus habitantes habían prendido fuego antes de marcharse: sus hombres llegaron a tiempo de apagar los incendios y conseguir algunas provisiones.
Tenemos bastante seguridad sobre las fechas en que se llevaron a cabo todas estas operaciones, porque después de cruzar el Tigris hubo un eclipse de luna. Dicho eclipse se ha fechado en el 21 de septiembre del año 331. También aparece en los Diarios astronómicos, una serie de tablillas donde los funcionarios del Esagila, el templo de Marduk en Babilonia, anotaban todos los sucesos que consideraban importantes, desde los movimientos de los astros hasta el nivel alcanzado por las aguas del Éufrates o incluso el precio del cereal. O sea, que era una especie de Instituto Nacional de Estadística, pero en manos de los sacerdotes.
Según una de esas tablillas, en el día 13 del sexto mes del año quinto de Darío se produjo un eclipse que empezó apenas la luna había asomado por el este. Dicho fenómeno tuvo lugar cerca de la posición de Saturno, planeta que se consideraba de muy mal agüero. Además, antes de que acabara el eclipse, Júpiter se puso por el oeste: también eso era mala señal para los reyes. Para colmo, mientras la luna se ocultaba el viento soplaba del oeste, la misma dirección de la que venía el invasor. Aunque el documento se limitaba a referir los datos sin interpretarlos, en Babilonia debió cundir la inquietud por el destino del rey, y posiblemente también en el campamento de Darío, que se habría llevado consigo sus propios astrólogos. Aunque éstos, sospecho, tratarían de disimular los malos augurios de alguna forma.
El eclipse también provocó nerviosismo en el campamento macedonio. Pero el adivino Aristandro lo interpretó de forma favorable: antes de que pasara otra luna se libraría una batalla y el vencedor sería Alejandro. Los adivinos egipcios añadieron que el sol representaba a los griegos y la luna a los persas.
Después de aquello, Alejandro avanzó unos días más y encontró jinetes persas.Tras capturar a unos cuantos, averiguó que Darío estaba no muy lejos de allí con todo su ejército, en un paraje conocido como Gaugamela, «la casa del camello» según Plutarco: el nombre podría provenir de Tel Gamal, Monte Camello, por la cercanía de una colina que recordaba a la joroba de un dromedario.
El Gran Rey había elegido un terreno amplio y llano, sin obstáculos a los lados para que el adversario no pudiera protegerse los flancos. Darío y sus generales eran conscientes de que en Iso habían perdido por lo accidentado del terreno y porque, encajonados entre la montaña y el mar, su superioridad numérica había resultado inútil. De modo que ahora, como un equipo que juega la copa Davis en casa, estaban preparando la pista (soy consciente de que es la segunda vez que recurro a este símil, así que no abusaré más). En este caso, la pista era de tierra batida, y más aún porque sus hombres la estaban allanando a conciencia. La fuerza del ejército persa radicaba en su caballería y en algunos elementos más exóticos y destinados a atemorizar al adversario, como los elefantes y los carros de guerra.Todos ellos necesitaban un terreno lo más liso posible, en particular los carros.
La descripción de estos últimos debió de poner los pelos de punta a los soldados de Alejandro. Eran vehículos de guerra similares a los que habían dominado los campos de batalla en la Edad de Bronce. Pero esa reminiscencia del pasado revivía dotada de un nuevo horror tecnológico, unas guadañas de metal en los cubos de las ruedas. No obstante, a Alejandro no debió de asustarle tanto aquella táctica del Gran Rey, y seguramente explicó a sus hombres el motivo. Antes de embarcarse en la aventura asiática habría leído a Jenofonte, que en su Anábasis describía esos mismos carros falcados (1, 8, 10). Según el autor ateniense, estaban provistos de hoces que salían en líneas oblicuas de los ejes, a la altura precisa para segar piernas de hombres y caballos, y también tenían cuchillas instaladas debajo de la armazón del carro, apuntando al suelo para rematar a los soldados caídos. Pero tanto Jenofonte como el resto de los Diez Mil habían sobrevivido sin mayor problema ante aquella amenaza.
Alejandro ordenó construir un campamento con fosos y empalizadas donde dejarían la impedimenta y también se quedarían los hombres que no se encontraban en condiciones de combatir. Descansaron cuatro días para reponerse de las duras jornadas de viaje, y después Alejandro tomó consigo a todos los soldados que iban a luchar y partió de noche hacia el campo de batalla. Poco antes del amanecer vieron al enemigo desplegado en la llanura, pues a Darío le habían llegado noticias del avance macedonio.Aunque la primera intención de Alejandro era combatir directamente después de la marcha nocturna, se lo pensó mejor al ver el tamaño del ejército enemigo y la desmesurada longitud de sus líneas.
Durante el resto del día,Alejandro y sus exploradores reconocieron el terreno desde lejos, estudiando todos los ángulos. Después, en un campamento improvisado a unos cinco kilómetros del enemigo, Alejandro reunió a sus generales para arengarlos, recordándoles que esta vez la batalla iba a librarse por toda Asia. Hallándose ya tan cerca de las capitales del imperio, estaba convencido de que si conseguía la victoria, ésta sería definitiva. Al parecer, Parmenión le sugirió lanzar un ataque por sorpresa durante la noche, pero Alejandro contestó: «Yo no robo la victoria».
Aunque la frase suena muy propia de Alejandro, resulta más extraño que un veterano como Parmenión le propusiera un ataque nocturno. Es cierto que, leyendo la Anábasis, podrían haber sabido que de noche los persas ataban a los caballos con maneas para evitar que escaparan, y que entre ponerse la armadura, desatar, ensillar y embridar a sus monturas tardaban mucho en estar listos. Pero las operaciones nocturnas, como habían comprobado para su desgracia Nicias y Demóstenes en Sicilia, eran un asunto demasiado arriesgado, y el prudente Parmenión lo sabía de sobra. Me pregunto si en este caso la anécdota no procederá de una fuente hostil a Parmenión. En concreto, Ptolomeo, que escribió un relato de la campaña en el que se basa nuestra fuente principal, Arriano.
Como siempre, es dificil saber cuántos hombres había movilizado cada bando. De las cifras del ejército de Alejandro podemos fiarnos: unos 40.000 soldados de infantería y 7.000 de caballería. Pero para las fuerzas de Darío se nos dan números tan fantásticos como los de Heródoto para el ejército de Jerjes, y eso que la fuente es un historiador con tanto sentido común como Arriano: 40.000 jinetes, 200 carros falcados, 15 elefantes y ¡un millón de soldados de infantería! Todo esto recuerda a las guerras de cifras que se producen entre gobierno, oposición y sindicatos cada vez que se celebra una manifestación.
El problema cuando nuestras fuentes nos dan magnitudes tan exageradas es el mismo que teníamos al tratar las Guerras Médicas: cómo reducirlas. ¿Dividirlas entre tres, entre cuatro, entre diez? Todo puede parecer arbitrario, así que hay que recurrir al sentido común. Alejandro había observado durante su reconocimiento que las líneas de Darío se extendían mucho más de lo que él podía estirar las suyas, tal vez el doble. Al frente había sobre todo jinetes, y es evidente que Darío superaba ampliamente en caballería a Alejandro. Los cálculos de Fernando Quesada de 34.000 jinetes persas parecen razonables (Quesada, 2008, p. 153). Más atrás, en segunda línea, había infantería que sería sobre todo de leva, campesinos reclutados en las cercanías de Gaugamela, miles o decenas de miles. Pero como auténtica infantería de calidad Darío sólo tenía a 2.000 mercenarios griegos y a otros 2.000 soldados de la guardia real.
Observando el terreno elegido y preparado por Darío, era evidente que el Gran Rey tenía la intención de rebasar por ambos flancos al ejército de Alejandro y fagocitarlo como una gigantesca ameba. Las falanges griegas y sobre todo las macedonias, erizadas de sarisas, eran muy sólidas por delante, de manera que resultaba muy complicado atacarlas de frente. Pero comparadas con la caballería tenían muy poca movilidad y, si los jinetes persas lograban atacarlas por los flancos o por la retaguardia, estarían perdidas.
Ahora bien, la movilidad de la caballería la hacía muy apta para el ataque, pero muy inestable para la defensa. Cuando los diversos cuerpos de jinetes entraran en acción, era previsible que dejarían huecos en el frente persa. Aunque otras tropas de caballería intentaran cubrirlos, serían inevitables las grietas y los desajustes, porque además los soldados persas no estaban tan acostumbrados como los griegos al combate en orden cerrado.
Así pues, la clave para Alejandro era evitar que un ejército con un frente que duplicaba al suyo lo rodeara por ambas alas, o al menos retrasar lo inevitable hasta el momento de lanzar un ataque por alguno de los huecos que tarde o temprano se abrirían. Todo dependía del tiempo. Si la batalla se prolongaba demasiado, los macedonios acabarían rodeados por la caballería enemiga. Aunque los jinetes persas no fuesen tropas que se lanzaran directamente al choque, podían acabar con las fuerzas enemigas por desgaste.' Si el ejército macedonio acababa rodeado, no era imposible que muriesen prácticamente todos, pues no podría haber retirada.
A pesar del peligro, algunas fuentes cuentan que Alejandro durmió esa noche como un tronco. Al amanecer, puesto que todavía no había salido de la tienda, fueron los generales quienes ordenaron a los soldados que desayunaran. Por fin, Parmenión no aguantó más, entró a despertar a Alejandro y le preguntó, cómo podía dormir con tanta pachorra. La respuesta del rey fue algo así como: «Tengo a Darío donde lo quería, dispuesto a librar una batalla campal. ¿Cómo no voy a estar tranquilo?».
Tras los pertinentes sacrificios, Alejandro desplegó a sus hombres para el combate. Siguiendo la tradición, había dispuesto en el ala derecha a las mejores tropas con la intención de vencer cuanto antes en esa parte del campo de batalla. La diferencia era que no se trataba de hoplitas, como en los ejércitos tradicionales. Él mismo formaba allí al frente de la caballería de Compañeros mandada por Filotas, hijo de Parmenión. También tenía consigo infantería ligera, como los ágiles agrianos y los arqueros macedonios, y escuadrones de caballería mercenaria.
En el centro había dispuesto los batallones de infantería pesada: primero los hipaspitas, en contacto con la caballería de los Compañeros, y a continuación cuatro batallones de sarisas. El ala izquierda, de la que se encargaba Parmenión, disponía de otros dos batallones de sarisas, cubiertos en el extremo izquierdo por varios cuerpos de caballería: tesalios, griegos, tracios, etcétera.
Como se ve, las falanges de infantería, cuyo fuerte era el choque frontal, tenían los lados protegidos por tropas más móviles para evitar que los rodearan. Pero la superioridad en caballería de Darío era tal que, tarde o temprano, esas tropas montadas y ligeras tendrían que ceder terreno o ser aniquiladas. Previendo los apuros que podrían pasar las falanges para girar con sus larguísimas picas, Alejandro colocó en segunda fila otra falange de aliados griegos y mercenarios, preparados para cubrir la retaguardia.
Con el sol ya alto, el día 1 de octubre el ejército macedonio empezó a marchar hacia las líneas enemigas. Alejandro, que estaba situado casi en un extremo, podía ver sin embargo que tenía a Darío prácticamente enfrente, aunque el rey persa ocupaba su puesto habitual en el centro de la formación. Eso quiere decir que a la derecha de Alejandro había tal vez 1.000 metros de línea enemiga sobrepasando la suya.
Como ya tenía previsto, el rey macedonio dio la orden de avanzar hacia la derecha, aprovechando la tendencia natural de los ejércitos griegos a desplazarse en esa dirección. Los diversos grupos lo hicieron en orden oblicuo formando un ángulo de unos 45 grados con respecto al ejército enemigo. Era la misma táctica que había usado Epaminondas en Leuctra, con la diferencia de que la punta más adelantada ahora se hallaba a la derecha y no a la izquierda. De esta manera, el ala de Parmenión se quedó más retrasada y demoró el contacto con el enemigo, pero al mismo tiempo se fue acercando más al centro de las filas persas, con lo que el riesgo de que el veterano general y sus tropas se vieran rodeados aumentaba por momentos.
Alejandro estaba dispuesto a correr ese riesgo. Su intención era contrarrestar las maniobras de flanqueo de los persas con otra de penetración, pero para ello tenía que engañar a Darío. Su caballería siguió alejándose hacia la derecha, cada vez más rápido, hasta salirse prácticamente del campo de batalla alisado por los hombres del Gran Rey. Al ver esta maniobra, Darío ordenó a la caballería de su flanco izquierdo que se lanzara hacia Alejandro para detenerlo y rodearlo. En aquella zona del campo se libraron duros combates, con cada uno de los bandos mandando más y más tropas a la melée: escitas y bactrios por parte persa, y mercenarios y peonios por parte de Alejandro.
¿Qué ocurrió mientras tanto con los temidos carros falcados? Darío los envió contra la parte derecha de la falange, donde formaban los hipaspitas y los batallones de sarisas de Ceno y Perdicas. Las tropas ligeras, y entre ellos los reputados agrianos, dieron cuenta de la mayoría de los carros, lanzando sus jabalinas a los caballos y acuchillando a los pasajeros. La época de estos vehículos había pasado. Debido a la falta de herraduras y al deficiente sistema para uncir a los caballos, la velocidad que podían alcanzar estos vehículos no era tan elevada. Al ver la película de Oliver Stone po dría parecer que los carros falcados embestían a la velocidad de un Fórmula 1, pero sin duda el efecto real no era tan impresionante. De hecho, los agrianos conseguían detener a los caballos corriendo junto a ellos y sujetándolos por las riendas. Por lo demás, las tropas de infantería se apartaron a su paso' y, aunque sin duda se produjeron algunas bajas, los carros demostraron su ineficacia.
Mientras tanto, en el ala derecha proseguían los combates entre los diversos cuerpos de caballería. Por ahora, Alejandro había utilizado a otras tropas, de modo que los Compañeros aún no habían entrado en acción y estaban prácticamente frescos. Darío decidió entonces que había llegado el momento de asestar el golpe definitivo y lanzó todas sus líneas a la carga, para rodear a los macedonios tanto en el ala de Alejandro como en la de Parmenión. No era una táctica muy sutil, pero solía funcionar.
Era la ocasión que estaba esperando Alejandro, y para esa contingencia había reservado a los Compañeros. Sabiendo que la doble maniobra envolvente de Darío era inevitable, había diseñado otra de penetración en profundidad (Fuller, 1960, p. 168). Mientras el resto de la caballería se las arreglaba como podía contra las oleadas que llegaban desde el frente persa, Alejandro giró a la izquierda junto con los Compañeros y se dirigió hacia el centro del ejército de Darío como la punta de una flecha de carne y acero. Las filas de caballería que protegían al Gran Rey habían desaparecido, pues estaban enzarzadas en combate, y ya sólo quedaban junto a él los mercenarios griegos y la guardia real.
Atacar de frente con los jinetes a esos hombres era complicado, por más que la caballería macedonia fuese tropa de choque. Pero para esos menesteres Alejandro tenía a los hipaspistas, una infantería de élite más rápida y flexible en sus movimientos que la falange convencional de sarisas, y que estaba bajo el mando de Nicanor, otro hijo de Parmenión. Los hipaspistas, que formaban la punta del avance oblicuo de la infantería, bien fuera por una orden previa o por instrucciones recibidas sobre la marcha, cargaron en línea recta, mientras los Compañeros convergían poco a poco hacia ellos. El punto donde se encontraron hipaspistas y Compañeros fue justo delante de Darío. Alejandro había conseguido lo que quería. En prácticamente todos los demás lugares del campo de batalla su ejército se hallaba en inferioridad numérica, pero él disponía ahora de superioridad local donde más le interesaba: a pocos metros del Gran Rey. Formando la punta de lanza con su Ágema, el Escuadrón Real, Alejandro penetró entre las filas hasta acercarse a Darío.
Al igual que había hecho en Iso, el Gran Rey puso pies en polvorosa. Todos los hombres que lo rodeaban imitaron su ejemplo, y el movimiento se contagió hasta el ala izquierda de la caballería persa, con lo que las tropas macedonias de aquella zona del campo se vieron liberadas de la presión. Alejandro quiso lanzarse en persecución de Darío, pero en ese momento supo que el flanco izquierdo de su ejército se encontraba en graves dificultades. Mientras que por la derecha la caballería macedonia había conseguido detener los ataques del sátrapa Beso, por la izquierda estaban recibiendo las embestidas de los jinetes al mando de Maceo, a los que apenas podían contener. Algo lógico, por otra parte, ya que el movimiento de todo el ejército hacia la derecha había atraído a Parmenión y sus hombres al centro, en una zona donde los enemigos los superaban tanto en número que podían atacarlos por todos los flancos a la vez.
Para agravar la situación, en la maniobra de acercamiento oblicuo se habían producido huecos entre los batallones de la falange, como era de esperar, y por ellos se colaron varios destacamentos de caballería india y persa que cayeron sobre el campamento macedonio,9 donde mataron a un buen número de centinelas que lo último que se esperaban era recibir un ataque allí.
En auxilio del campamento acudió la falange griega de reserva, que consiguió poner en fuga al enemigo. Pero Parmenión se hallaba en una situación desesperada y despachó a un mensajero para que se lo comunicara a Alejandro. El hombre de enlace encontró a éste y le dio la noticia. El joven rey, según Arriano, abandonó la persecución. En realidad, aún no podía haberla emprendido en serio, al menos hasta que comprendiera cuál era la situación en el campo de batalla, pero tal vez se preparaba para hacerlo. Al saber que Parmenión y miles de sus hombres sufrían serios apuros, Alejandro acudió en su ayuda.
No era una decisión fácil. Los Compañeros tenían que elegir entre perseguir a enemigos que les daban la espalda y alancearlos sin correr apenas peligro -por no hablar de capturar vivo al Gran Rey-, o combatir otra vez de frente contra nuevos adversarios. Todo ello, en medio de una nube de polvo, con los caballos echando espuma en el ardor de la batalla y los soldados, como lobos, oliendo ya sangre persa. Pero gracias a la autoridad de Alejandro y a la propia disciplina de sus hombres, llevaron a cabo la maniobra, giraron a la izquierda y cabalgaron en auxilio de sus camaradas.
Al hacerlo se toparon con contingentes partos, indios y persas. Allí debió repetirse, a mayor escala, el duelo que se había producido en las orillas del Gránico, con los caballos prácticamente clavados en el suelo y los jinetes trabados en combate a lanzazos, tajos y estocadas. El armamento de los macedonios les daba ventaja, aunque parece que muchos jinetes persas habían cambiado las jabalinas por lanzas cortas (Curcio 4, 8), y sin duda muchos de ellos llevaban armaduras de placas o anillos. El enfrentamiento fue muy duro, y en él murieron 60 Compañeros, mientras que Hefestión, el íntimo amigo de Alejandro, resultó herido.
Después de un rato, ambas formaciones se abrieron paso la una entre la otra: lo único que querían aquellos persas era huir, pero los Compañeros se habían interpuesto en su camino. Alejandro pudo por fin atacar el ala derecha de los persas (la que estaba presionando la izquierda de Parmenión; con tanto hablar de derecha e izquierda, los hemisferios cerebrales acaban volviéndose locos). Allí confluyó con la caballería de Tesalia, otra unidad de élite apenas inferior a la macedonia, y entre ambas pusieron en fuga a los enemigos de esa zona. En aquel momento, por tanto, todo el ejército persa era una inmensa desbandada. Entonces y sólo entonces, Alejandro se lanzó a perseguir a Darío, mientras que las tropas de Parmenión se apoderaban del campamento persa. Pero ya era demasiado tarde, y no lo alcanzó.
Como se ve, Gaugamela no fue una victoria fácil. Si Alejandro no hubiera conseguido llevar a cabo su maniobra contra el centro persa, lo más probable es que su ejército se hubiese roto en dos o tres partes. Una vez fragmentada la batalla en varios frentes, los diversos cuerpos del ejército macedonio habrían sido fagocitados por la superioridad numérica del enemigo. Como mucho, Alejandro habría logrado escapar de allí con una pequeña parte de sus tropas. Podría haber fracasado como fracasó Jerjes en 480, con la diferencia de que él no habría sido capaz de retirarse con tanta comodidad como el rey persa, sino que habría tenido que emular a Jenofonte y sus Diez Mil y buscar el lejano mar.
Con la huida de Darío, toda Mesopotamia, la cuna de la civilización, quedaba abierta al vencedor. Alejandro se apoderó del campamento persa y consiguió un botín de cerca de 4.000 talentos. Después se dirigió a una de las capitales imperiales, la ciudad más populosa del mundo conocido. La gran Babilonia.
EN EL CORAZÓN DEL IMPERIO PERSA
Antes de Gaugamela, Darío le había ofrecido la mitad de su imperio a Alejandro (ya hemos visto las objeciones de Briant). El macedonio no había aceptado, pues del mismo modo que no podía haber dos soles en el cielo, tampoco podían gobernar dos grandes reyes en el mundo. Sus actos siguientes se encaminaron a afianzar su recién conquistada soberanía y a convencer a todos, desde sus seguidores macedonios a sus nuevos súbditos, de que él, Alejandro, era el legítimo Rey de Reyes.
Lo cual significa que se estaba extralimitando. La Liga de Corinto le había concedido el mandato tan sólo para una campaña de represalia, aunque fuese por ofensas inferidas siglo y medio antes. Derrotado Darío por tercera vez, la misión había terminado: tan sólo era cuestión, en opinión de los macedonios que acompañaban a Alejandro, de recoger el botín y volver a Europa.
Sin embargo, el increíble viaje de Alejandro y sus hombres tan sólo acababa de empezar.
En primer lugar, Alejandro entró en Babilonia, la ciudad de la que tan fantásticas historias se habían propalado por el mundo griego gracias, sobre todo, a las Historias de Heródoto. Allí vivían tal vez medio millón de personas; no todas intramuros, obviamente, pues el recinto no era lo bastante grande para contener a tal multitud.
La ciudad recibió con los brazos abiertos a su nuevo conquistador. Los ojos de los soldados se abrieron con asombro al contemplar las altísimas murallas almenadas de la ciudad, los azulejos esmaltados de la Puerta de Ishtar, los altares y árboles que flanqueaban las anchas avenidas. Sobre todo, debieron quedarse admirados ante la gran Etemenanki,10 el zigurat o pirámide escalonada que coronaba el Esagila o templo de Marduk, el dios supremo de los babilonios. Aunque en cierta medida ya debían estar curados de asombro, pues en Egipto habían visto templos y monumentos que empequeñecían a todo lo construido en Grecia e incluso en Babilonia. Si las pirámides impresionan ahora, imaginemos qué aspecto tendrían cuando todavía conservaban su recubrimiento liso de caliza blanca.
Seguramente muchos jóvenes y no tan jóvenes soldados se sorprendieron y decepcionaron al comprobar que no era cierto que las mujeres babilonias tuvieran que prostituirse al menos una vez en su vida antes de casarse, tal como aseguraba Heródoto. Pero en la ciudad del Éufrates no faltaban burdeles donde gastar parte del botín obtenido. Alejandro repartió una paga extra: 600 dracmas a los jinetes macedonios, 500 a los griegos, 200 a la infantería macedonia y así, en proporción descendente, hasta llegar a la infantería ligera mercenaria y aliada. Permanecieron un mes descansando en la ciudad, y allí se les unieron refuerzos de Europa. No sólo había que contar con los caídos en las diversas batallas, sino también con los contingentes que Alejandro había ido dejando como guarnición por el camino.
Mientras sus soldados disfrutaban de los placeres de la ciudad, Alejandro procuró ganarse el favor de las élites locales. Para ello, confirmó en su puesto de gobernador de Babilonia a Mazeo, pese a que éste acababa de combatir contra él en Gaugamela. Por supuesto, dejó también una guarnición militar. El rey macedonio podía ser generoso en la victoria, tal como aconsejan los cánones, pero no tonto.
En Babilonia, Alejandro todavía podía presentarse como libertador. Pero cuando salió de ella para dirigirse hacia el este, empezó a internarse en tierras iranias, pobladas por persas, medos y sacas. ¿Cómo podría proclamar ante todos estos pueblos que los estaba liberando de sí mismos? Por eso era tan importante para él alcanzar a Darío y llegar con él a algún tipo de acuerdo -seguramente, que le concediera la mano de una de sus hijas-, de modo que pudiera mostrarse ante los demás como su legítimo sucesor.
Susa era otra de las sedes principales del Imperio persa. Con su modelo de varias capitales, los Aqueménidas habían anticipado en cierto modo la organización administrativa de los últimos siglos del Imperio romano, o incluso de la corte itinerante de Carlos 1 en España. Susa, una ciudad fundada hacia el año 4200 a.C., no era propiamente irania. Sus habitantes, los elamitas, hablaban una lengua que no pertenecía ni a la familia indoeuropea ni a la semítica, una rara avis en aquella zona, y que sin embargo poseía tanto prestigio por su antigüedad que se había convertido en uno de los idiomas oficiales de la cancillería imperial.
Allí, en Susa, cerca del Golfo Pérsico, Alejandro encontró 50.000 talentos de plata, aparte de muchos otros tesoros. Entre ellos, 100 toneladas de telas de púrpura real, que a pesar de tener más de un siglo aún conservaban toda la intensidad del tinte. También halló restos del saqueo de Atenas, como las estatuas de los (supuestos) tiranicidas, Harmodio y Aristogitón, que habían estado en el Ágora de Atenas. En señal de buena voluntad hacia los atenienses, Alejandro hizo que se las enviaran inmediatamente a Grecia.
Donde, por cierto, se habían producido problemas durante el verano de 331. Uno de los reyes de Esparta, Agis III, aprovechó la ausencia de Alejandro para reclutar un ejército de mercenarios con los que declaró la guerra a Macedonia. Élide, Tegea y la Liga Aquea se unieron a él, de modo que llegó a tener hasta 30.000 hombres. Pero Antípatro reclutó un ejército aún más numeroso y lo derrotó ante Megalópolis. El rey Agis murió, y Esparta no volvió a dar problemas a los macedonios.
En enero del año 330, Alejandro abandonó Susa y se dirigió a Persépolis, convertida por Darío 1 en la más fastuosa de las capitales. Aquí ya se hallaba en la actual provincia de Fars, la Persia original. Al entrar en la ciudad le salió al paso un escalofriante comité de recepción: soldados griegos, mercenarios veteranos que debían de haber cometido el error de elegir el bando equivocado en las guerras que enfrentaron a Artajerjes III Oco, el cruel antepasado de Darío, con sus rivales. Les habían cortado las orejas, las narices, los pies o las manos, pero siempre cuidando de que pudieran seguir siendo útiles. Alejandro lloró por ellos, los colmó de recompensas y declaró que podían seguir viviendo allí, exentos de impuestos para siempre.
A continuación se produjo uno de los episodios más polémicos en la vida de Alejandro. En primer lugar, permitió que sus tropas saquearan Persépolis. Tal vez como revancha por lo que acababan de presenciar, o quizá porque el descontento empezaba a cundir entre la soldadesca.Tengamos en cuenta que, aparte del sueldo, que no siempre llegaba tan pun tual como querrían, los saqueos eran para ellos como las primas para los futbolistas: un premio adicional a sus esfuerzos en una carrera no tan bien pagada y mucho más peligrosa que la de las estrellas del balón.
Después vino lo peor. Durante una de esas cenas macedonias que a menudo degeneraban en borracheras y orgías y que tan mala fama le granjearon a Alejandro, la célebre cortesana ateniense Tais aseguró que nada le daría más placer que quemar con sus propias manos el palacio de Darío para vengar el incendio de Atenas y la Acrópolis. Ni cortos ni perezosos, los asistentes, encabezados por su propio rey, improvisaron un cortejo dionisíaco, prendieron fuego a los cortinajes y organizaron un incendio que se extendió por todo el palacio.
El historiador más «serio» de Alejandro, Arriano, habla del incendio, pero omite el escabroso episodio de Tais (3, 18, 11). Lo que parece cierto es que el mencionado siniestro se produjo, a juzgar por los restos encontrados en las excavaciones en Persépolis. ¿Fue realmente un accidente, o Alejandro pretendía llevar hasta el extremo la venganza por la campaña de Jerjes contra Grecia? No hay que subestimar la importancia de la política de gestos, aunque éstos sean negativos.
En cualquier caso, el incendio de Persépolis no contribuyó precisamente a bienquistarse a los súbditos iranios del imperio, como Alejandro comprobaría durante los siguientes años en su durísima campaña en Bactria y Sogdiana. Ese incendio alimentaría luego su leyenda «negra» como Iskandar. Muchos siglos después, en la Persia sasánida, el autor del Arda VirafNamak (Libro de la Ley), escribió: «El maldito Ahrimán,11 el condenado [...], empujó al maldito Iskandar, el griego, para que fuera al país de Irán a llevar la opresión, la guerra y la desolación [...]. Saqueó y arruinó la Puerta de los Reyes, la capital [...]. Quemó los libros de la ley. Mandó que perecieran los sabios, los hombres de la ley y los eruditos del país de Irán. Sembró el odio y la discordia entre los grandes, hasta que él mismo, quebrado, se precipitó en los infiernos».12
Alejandro encontró 120.000 talentos de plata, un tesoro que en parte se remontaba a la época de Ciro el Grande. Pensando que Persépolis no era un lugar seguro -y menos después de destruirla-, Alejandro lo envió a Susa en un gran convoy en el que, aparte de otras bestias de carga, viajaban 3.000 camellos. Aquel botín equivalía a los ingresos que habría obtenido el imperio ateniense si su esplendor hubiera durado nada menos que trescientos años (Green, 1991, p. 316).
Siguiendo en persecución de Darío, Alejandro se dirigió a Ecbatana, la cuarta de las sedes imperiales, que se hallaba a 800 kilómetros de Persépolis.A veces es necesario recordar estas distancias que los macedonios cubrían a pie o a uña de caballo para no perder las perspectivas. Ecbatana, según Heródoto, era una ciudad fabulosa con siete círculos de murallas concéntricas, cada una de un color: blanco, negro, púrpura, azul, naranja, plateado y dorado. Pero si eso era lo que esperaban contemplar los conquistadores macedonios, debieron llevarse un chasco al llegar ante la ciudad. Desde luego, las excavaciones actuales no han encontrado unos restos tan magníficos y, personalmente, dudo que los encuentren (aunque me encantaría equivocarme).
Al llegar allí, Alejandro supo que Darío había pasado no mucho antes para retirar 7.000 talentos del tesoro real, y después había huido hacia el este con un cuerpo de caballería bactriana. El Gran Rey siempre estaba más lejos que donde aparecía Alejandro, quien, por más que se acercase a él, debía sentir una frustración similar a la de su antepasado Aquiles persiguiendo a la tortuga de la paradoja de Zenón, que siempre se hallaba un poco más adelante.
Cuando estaba a punto de alcanzarlo en las Puertas Caspias -un desfiladero situado en la orilla sur del mar Caspio- Alejandro supo que Beso, el sátrapa de Bactria, había arrestado a Darío para proclamarse a sí mismo rey. El macedonio se adelantó con un destacamento de caballería, temiéndose lo peor. Tras una furiosa cabalgata de más de 70 kilómetros, encontró un campamento enemigo abandonado en el que agonizaba Darío, alanceado en el pecho y acompañado tan sólo por un fiel perro. Así murió el último Aqueménida y terminó el primer Imperio persa. Luego vendrían otros.
Alejandro disponía ahora de una excusa para seguir con la guerra. Como legítimo sucesor de Darío, estaba en su mano vengar su muerte. De modo que persiguió al usurpador Beso -como si él no fuese otro usurpador- por las fronteras orientales del imperio.
Entre los años 330 y 327, Alejandro tuvo que conquistar y pacificar toda la región que se extendía al este de las Puertas Caspias. En las tierras de Irán este y de los actuales Afganistán, Uzbekistán y Tayikistán libró los combates más crueles de su larga campaña. Nada de resonantes victorias como Iso o Gaugamela: aquí tuvo que enfangarse en una guerra de guerrillas que a veces era de exterminio, en parajes inhóspitos y montañosos que después de él han vuelto a desafiar a muchos otros ejércitos, casi siempre con éxito.
¿Qué se le había perdido allí, donde ni las tierras eran fértiles ni había grandes riquezas? Alejandro podría haberse detenido donde estaba y establecer una frontera defensiva. Pero eso supondría que el resto de su territorio seguiría sometido a invasiones de los jinetes nómadas de las estepas. Además, nadie sabía muy bien qué había más allá. La idea de Alejandro, influido por la geografla que le había enseñado Aristóteles, era que si cruzaba el Paropamiso (Hindu Kush) no tardaría mucho en llegar al Océano, y que la India no era más que era un «pequeño» promontorio en forma de triángulo. Por un lado, Alejandro sentía el deseo de alcanzar el gran río Océano, la corriente de agua que rodeaba todas las tierras. Por otra parte, si llegaba hasta él y además controlaba las estepas del Paropamiso, sus fronteras serían seguras (Hammond, 2004, p. 164 y ss.).
La parte más negativa de la historia de Alejandro se inicia aquí. En primer lugar, empezó a tener problemas con sus tropas europeas. Había licenciado ya a parte de los griegos y macedonios, enviándolos a casa, pero no los había reemplazado tan sólo con tropas de refresco traídas de Grecia, sino también con contingentes asiáticos. Su ejército se estaba convirtiendo en una auténtica fuerza multinacional, lo que provocaba roces y agravios. Sobre todo entre los macedonios, que se consideraban postergados por su rey. Un ejemplo de estos problemas es el de la proskknesis o prosternación. Según la costumbre, al parecer heredada del protocolo asirio, al presentarse ante el Gran Rey sus súbditos tenían que rendirle homenaje. Parece que el nivel de «humillación» dependía del puesto que uno ocupara en la escala social, y tal vez bastaba con que los más cercanos al rey se inclinaran levemente y le lanzaran un beso desde lejos. Pero los más humildes tenían que inclinarse hasta el suelo, algo que no cuadraba con la mentalidad igualitaria de los macedonios, quienes consideraban a su soberano no un señor absoluto, sino un primos inter pares. Ante Alejandro, heredero de Darío, sus súbditos asiáticos se prosternaban, pero los en ropeos se negaban a hacerlo. Muchos roces y mucha mala prensa para Alejandro tuvieron su origen en este asunto.
Luego vinieron las conspiraciones. Es muy fácil hoy día acusar a cualquier personaje poderoso de paranoia, de manía persecutoria y de ver fantasmas por todas partes. Pero recordemos que Filipo había sido asesinado ante los ojos de Alejandro, quien también había visto ante sí el cadáver de Darío. La lección era que el soberano que se pasaba de confiado podía darse por muerto.
En la primera conjura estuvo involucrado Filotas, hijo de Parmenión. Alejandro ordenó que lo ejecutaran. ¿Qué debía hacer luego con el fiel Parmenión, que había servido a su padre y le había ayudado a él a vencer en Iso y Gaugamela? Teniendo en cuenta las normas del derecho de sangre, Parmenión tenía que vengarse... o tal vez no. A veces los parientes retrasaban sus venganzas. Pero Alejandro no podía estar seguro, así que despachó a unos mensajeros a Ecbatana, donde estaba acampado Parmenión, con orden de que lo mataran.`
Entre conspiración y conspiración, Alejandro y sus tropas atravesaron el Hindu Kush en abril de 329, siempre persiguiendo a Beso. Para hacernos idea de las penalidades que debieron sufrir, el puerto de Khawak se encuentra a más de 3.500 metros de altura. Insisto: el puerto. Las cimas superan los 6.000 metros. Congelaciones, mal de altura, hambre, avalanchas de nieve. Las penalidades que pasaron los macedonios debieron superar a las de Aníbal en los Alpes.14
Por fin, ese verano Alejandro capturó a Beso, el sátrapa traidor. Lo llamamos traidor porque perdió, evidentemente. De haberse convertido en nuevo soberano, tendríamos magníficas inscripciones en piedra contándonos cómo Beso era el soberano legítimo, bendecido por Ahuramazda, etc. En cualquier caso, la suerte que sufrió fue terrible. Tras desnarigarlo y desorejarlo, lo entregaron en manos de los propios persas, quienes le infligieron diversas torturas, que varían según las fuentes y que prefiero no detallar.
Seguimos con la historia negra de Alejandro. La capital de Sogdiana, Samarcanda (entonces conocida como Maracanda), había caído por fin en sus manos. En el verano del año 328 se celebró un gran banquete en la ciudad. Al parecer, Alejandro y sus hombres se habían aficionado a beber demasiado. Podemos pensar, como Mary Renault, que se trata de una acusación injusta, y que en cualquier caso beber las aguas de aquellos secarrales era exponerse a morir de disenteria, por lo que debían mezclarlas con bastante vino. O imaginar, como Steven Pressfield, que los macedonios se emborrachaban para olvidar las atrocidades que se veían obligados a cometer para someter a las tribus de aquellos parajes tan inhóspitos. Fuera cual fuera el motivo, bebían como cosacos.
Durante el banquete, algunos invitados empezaron a adular a Alejandro equiparando sus hazañas a las de Heracles. Por supuesto, Ale] andro salía ganando en la comparación. Aquello irritó a Clito el Negro, al que posiblemente estaban homenajeando, pues debía partir para su puesto de gobernador de Bactria (si digo «posiblemente» es porque, como ya resulta habitual, no todas las fuentes coinciden en los detalles). Clito, que pertenecía a la vieja guardia, empezó a decir que las proezas de Alejandro se debían en buena medida a su ejército, y después se extendió en un elogio de Filipo. La discusión fue subiendo de tono, y Clito alardeó de que había salvado la vida de Alejandro, algo que no conviene hacer con los poderosos, a quienes no les gusta pensar que le deben favores a nadie. Aunque intentaron separarlos, la cosa llegó tan lejos que Alejandro le quitó la lanza a uno de los guardias y atravesó con ella a Clito.15
Después de matar al hermano de la nodriza que lo había amamantado,Alejandro se sintió tan arrepentido y horrorizado de lo que había hecho que estuvo tres días encerrado en su tienda, sin comer ni beber. No se consoló, al menos en cierta medida, hasta que el adivino Aristandro le explicó que todo había sido culpa de la cólera de Dioniso, porque cuando Clito había acudido a la mesa del rey dejó sin terminar un sacrificio en honor del dios. Estas interpretaciones resultaban bastante convincentes para ellos. Nosotros ahora atribuimos las conductas extrañas o irregulares a desequilibrios hormonales, endorfinas y secreciones similares, o incluso a la genética, aunque en realidad los legos, que somos mayoría, no sabemos muy bien de lo que hablamos. Los antiguos, por su parte, atribuían todos los estados alterados de la mente -la locura, la posesión profética, la inspiración de los poetas, el flechazo amoroso o la embriaguez- a la intervención de los dioses o de potencias intermedias conocidas como daímones.
Pero los problemas no terminaron allí. Todavía hemos de mencionar, aunque sea de pasada, la llamada «conspiración de los pajes». Estos pajes eran jóvenes de la aristocracia que, antes de convertirse en Compañeros reales, realizaban su aprendizaje militar cerca del rey de Macedonia, ya fuera en una especie de academia en Pela, la capital, o en el campamento. Una de las razones era que a los reyes no podían atenderlos personalmente esclavos ni criados de baja condición, sino nobles como ellos, pues lo contrario habría sido rebajar su dignidad.
Entre los servicios que debían brindar los pajes estaba el de montar guardia cuando el rey dormía.Varios de los encargados de vigilar organizaron una conjura para matar a Alejandro, presuntamente porque el rey había hecho castigar a uno de ellos llamado Hermolao. Cuando los pillaron, como la razón aducida no pareció suficiente los torturaron. En el interrogatorio salió a relucir el nombre de Calístenes, el filósofo y sobrino de Aristóteles que acompañaba a la expedición. Los pajes fueron juzgados y lapidados por la asamblea de guerreros, mientras que a Calístenes, que era griego y no estaba sometido a la jurisdicción macedonia, lo cargaron de cadenas y lo encerraron. Puede que el filósofo estuviera involucrado o puede que no. Pero Alejandro se hallaba molesto con él, porque se oponía con argumentos razonados al ritual de la proskynesis que tanto molestaba a griegos y macedonios. De modo que la conspiración fue una buena ocasión para quitarlo de en medio. No queda muy claro si murió ejecutado o de una enfermedad mientras seguía prisionero, pero ya no volvió a importunar a Alejandro con sus discursos.
Mientras tanto, las operaciones militares continuaban. La región seguía sin someterse, y los rebeldes mantenían un formidable enclave denominado «la Roca Sogdiana», en el que podían refugiarse con sus familias cada vez que las tropas de Alejandro los perseguían. Como ya hemos visto, el rey macedonio era experto en gestos simbólicos y en guerra psicológica, y quería convencer a la resistencia de que no había ningún lugar seguro en el mundo contra él, así que decidió tomar aquel nido de águilas.
Al llegar al lugar comprobó que era realmente inexpugnable. Pero los enviados sogdianos con los que negoció cometieron el error de alardear. «¡Búscate soldados con alas si quieres conquistarnos!», le dijeron.Alejandro no era un tipo al que se le pudiese decir «no hay bemoles para ha cer esto», porque entraba al trapo y, por desgracia para sus rivales, vencía todos los desafíos. Ofreció 12 talentos al primero que subiera a la Roca y recompensas en cuantía descendente para los demás, hasta llegar a 300 daricos. Estos equivalían a un talento, una suma más que considerable. En cuanto a los 12 talentos, uno se convertía simplemente en rico. De modo que se presentaron 300 voluntarios expertos en escalar montañas, y treparon por una pared de piedra vertical, clavando en la roca estacas de hierro a las que ataban cuerdas de lino. Unos auténticos profesionales del alpinismo, en suma. Aun así, el diez por ciento de ellos se despeñaron y nadie encontró sus cadáveres. Los demás consiguieron situarse por encima de la Roca y desplegaron banderas macedonias. Al verlos sobre sus cabezas, los sogdianos se desmoralizaron y se rindieron.
En la Roca se encontraba refugiada la familia de Oxiartes, uno de los cabecillas de los rebeldes sogdianos. Entre sus hijas, había una llamada Roxana, de una belleza tan espectacular que todos los que la conocieron aseveraron que era la segunda mujer más hermosa de Asia después de Estatira, la esposa de Darío. Como ésta ya estaba muerta (había fallecido cierto tiempo antes), Roxana se había convertido en aquel momento en la auténtica Miss Asia. Alejandro se prendó de ella, según nos cuentan las fuentes, pero en vez de tomarla por la fuerza como cautiva decidió casarse con ella. Cuando lo hizo en 327, firmó de paso la paz con su suegro Oxiartes y lo nombró sátrapa de la región. Resulta evidente que, al igual que su padre, había contraído matrimonio por razones políticas. Innegablemente, la belleza de Roxana debió servirle de acicate para tomar la decisión.
Una vez pacificadas aquellas tierras, dentro de lo posible, Alejandro fundó una ciudad llamada Alejandría Eskháte, <da más lejana», y se volvió hacia el sur, decidido a proseguir viaje hacia su meta final: el río Océano. En aquel momento abandonaba ya las posesiones del Imperio persa para entrar en territorios que jamás habían pertenecido a los Aqueménidas.
LA CAMPAÑA DE LA INDIA
En realidad, Alejandro no llegó a entrar en la India tal como la conocemos ahora, sino en Pakistán, en la región del Punjab o «los Cinco Ríos». Antes de aventurarse por aquellas tierras, había enviado a Hefestión para que reconociera el terreno, y su amigo había tendido puentes sobre el Indo. Es evidente que Alejandro no sabía que más allá de aquel río se extendía una península que, con más de tres millones de kilómetros cuadrados, constituía todo un subcontinente. Durante aquella campaña,Alejandro y sus hombres creían estar siguiendo los pasos de Dioniso, del que se decía que había recorrido la India en su juventud. El primer lugar al que llegaron fue el reino de Taxila, cuyo soberano les rindió pleitesía. Entre otras razones, porque deseaba contar con Alejandro como aliado para luchar contra el rey que gobernaba al este de sus tierras, un tal Poro.
Poro, según se cuenta, era un gigante de más de dos metros de altura, y aparte de mandar un ejército muy numeroso y conocer un terreno que para Alejandro era desconocido, poseía elefantes. Muchos elefantes. En teoría, los macedonios ya habían combatido contra ellos en Gaugamela, pero en aquella batalla Darío sólo tenía quince, y además no nos consta que participaran en la acción. Los paquidermos de Poro eran otra cosa, pues los indios los utilizaban como fuerza de choque.Aparte de los daños que causaban embistiendo con su cuerpo, aplastando hombres y caballos bajo sus patas e incluso golpeando con la trompa, llevaban a uno o dos lanceros montados sobre el lomo.
Cuando Alejandro alcanzó el río Hidaspes (el actual Jhelum, un afluente del Indo), dispuesto a cruzarlo e invadir el reino de Poro, se encontró con que éste ya le aguardaba en la otra orilla. El rajá indio tenía con él entre 30.000 y 40.000 soldados de infantería, 4.000 de caballería, 300 carros de guerra y 200 elefantes. Las fuerzas de ambos ejércitos estaban más o menos equilibradas.`
De nuevo Alejandro se encontraba ante un río. Pero éste era mucho más caudaloso que el Gránico, de modo que no podía cruzarlo por las buenas y enfrentarse a Poros. Además, los paquidermos causaban tal pavor en los caballos que, si hubieran intentado cruzar el río en balsas, Alejandro temía que los corceles se arrojaran al agua antes de llegar a la orilla por huir.
Alejandro se dedicó a llevar a su caballería abajo y arriba con gran estrépito, como si tuviera intención de cruzar en algún punto. Los elefantes y el resto de las tropas de Poro los seguían, hasta que se dieron cuenta de que Alejandro no hacía ni amago de atravesar el río. Aburridos de seguirle la corriente literalmente- se limitaron a apostar unos cuantos vigías.
Por fin, varios días después, Alejandro se decidió a intentar la travesía de noche, en un punto situado a unos 27 kilómetros río arriba que le pareció apropiado. Dejó a Crátero en el campamento con parte de las fuerzas y él mismo se llevó a los demás hacia aquel lugar. Por el camino, apostó varios contingentes a lo largo de la orilla, dándoles instrucciones de cruzar el río cuando vieran (u oyeran) que la batalla había empezado. Por fin, él llegó al punto indicado con unos 6.000 soldados de infantería y 5.000 de caballería, todos de las mejores unidades. Por supuesto, marchaban con él los Compañeros y los hipaspistas.
Cruzaron el río bajo una fuerte tormenta, calados hasta los huesos. Algunos lo hicieron en pequeñas galeras de 30 remos que habían ensamblado unos días antes con piezas que traían del Indo, y otros en odres rellenos de paja, un procedimiento típico de la época. Dejaron atrás una isla -tal vez la actual de Admana-, y fue entonces cuando los vigías los divisaron y avisaron a Poros. Las tropas de Alejandro desembarcaron, y al hacerlo se dieron cuenta de que habían puesto pie en otro islote que hasta entonces no habían visto, pues estaba tapado por la primera isla.Vadearon la corriente con dificultades: a los hombres les llegaba el agua al pecho y de los caballos sólo sobresalía la cabeza. Una prueba de que aquellos animales eran bastante pequeños, o quizá de que Arriano se refiere a jinetes montados.
Apenas desembarcar, trabaron combate contra las fuerzas que había mandado el hijo de Poro. Pero las superaron rápidamente, y Alejandro se adelantó con su caballería hacia donde sospechaba que estaba el grueso de las fuerzas enemigas. No tardó en encontrarse con el ejército indio, que había formado una línea de diez hombres de fondo, protegida por los 200 elefantes que destacaban como torreones en una muralla y flanqueada por carros y caballos.
A estas alturas, varios de los destacamentos que Alejandro había ido dejando en la orilla ya se le habían unido, de tal manera que su inferioridad numérica se había reducido, y se decidió a atacar (Crátero seguía al otro lado del río). Las maniobras de su caballería son un tanto complicadas de seguir, así que no las detallaré aquí. Mencionaré sólo el papel de los elefantes: «[...] la falange de Alejandro arremetía contra los elefantes, disparando contra los conductores de las bestias y rodeando a los animales sin dejar de alcanzarles con sus dardos. Se produjo algo sin precedentes en ninguna batalla anterior. En efecto, los elefantes salían en estampida contra los batallones de infantería [...], arrollando la falange macedonia a pesar de ser una formación muy compacta».' Algunos autores, quizá por resumir, afirman que los elefantes no supusieron ningún problema para Alejandro. No es ésa la impresión que sugiere el texto de Arriano.
Con todo, los macedonios consiguieron que la caballería india se replegara contra sus propias tropas, lo que causó un gran apelotonamiento. Los elefantes, «enfurecidos, arremetían contra propios y enemigos, dando empellones a diestro y siniestro, pisoteando y destruyendo todo. Los macedonios, que disfrutaban de mayor amplitud para maniobrar según su plan previsto, se apartaban cuando los animales les acometían, mas cuando las bestias huían, las perseguían disparándoles sus dardos». Por fin, los elefantes, fatigados, retrocedieron «barritando con gran estrépito, como naves que reman hacia atrás». ¡Qué gran imagen! En aquel momento, Crátero cruzó por fin el río, y la derrota del ejército indio fue estrepitosa.
Alejandro había logrado vencer tal vez su batalla más complicada, y desde luego la que le exigió mayores refinamientos tácticos. Los elefantes lo habían impresionado, y no sólo a él: sus generales tomaron buena nota de lo que habían visto, y en las guerras futuras de los reinos helenísticos no faltarían proboscídeos como fuerzas de choque.
En aquella batalla, Alejandro perdió a Bucéfalo, que ya tenía treinta años por aquel entonces. Por parte de los indios murieron muchísimos soldados, más de la mitad según Arriano (a estas alturas, no insistiré en lo exagerados que solían ser los partes de bajas). Pero su rey Poro siguió combatiendo hasta el final, lo que despertó la admiración de Alejandro. Es célebre el intercambio de palabras entre los dos. «¿Cómo quieres que te trate?», preguntó Alejandro. «Como lo que soy, un rey», respondió Poro.
Aunque nos pueda extrañar, ambos hombres trabaron amistad y se hicieron aliados. Alejandro le permitió seguir gobernando, pero ahora como sátrapa, y Poro le fue fiel. Obviamente, el macedonio sabía que no podía conservar el Punjab sin disponer de aliados locales.
Alejandro tenía intención de seguir más adelante, hasta el Océano. Pero, por fin, en las orillas del Hífasis (actual Beas), sus soldados se plantaron y dijeron «¡Basta!». Alejandro convocó un par de reuniones para intentar convencerlos, pero ya ni siquiera sus generales estaban por la labor de seguir más allá. Probablemente, el señuelo del Océano ya no convencía a nadie, quizá ni tan siquiera al mismo Alejandro. Ahora que estaban en la India, los lugareños con los que hablaban debían de haberles informado de la enorme extensión de tierras que se abría al sureste y de la infranqueable cadena de montañas que se alzaba al norte.
Tras ver que la amenaza de proseguir él solo no funcionaba, Alejandro se retiró a su tienda y se encerró durante tres días. Dentro de ella hacía sacrificios para propiciarse el cruce del río, pero los augurios no salían favorables. Por fin, decidió rendirse. La realidad lo había derrotado. De seguir adelante, ¿habría conquistado la India para fundar en ella una nueva dinastía? Lo creo posible, pues ¿qué eran los arios que habían impuesto en ella su lengua en el segundo milenio sino una minoría de invasores? Pero, si Alejandro hubiese querido conservar la India, tendría que haber permanecido en ella renunciando a sus demás dominios. Era imposible mantener unido un imperio tan grande.
EL DESASTRE DE GEDROSIA
En vez de regresar por donde había venido, Alejandro y sus hombres siguieron explorando. La intención del rey era llegar al mar por el río Indo y regresar a Persia para hallar una posible ruta comercial más segura que las de las caravanas. Incluso tenía la sospecha de que tal vez acabaría llegando al Mediterráneo. La razón era que en el Indo había cocodrilos, animales que sólo habían encontrado antes en el Nilo. Eso le hizo pensar que quizá el Indo seguía su curso, girando cada vez más al oeste por un país desierto, para luego virar hacia el norte y alcanzar Egipto. Habría supuesto una gesta espectacular llegar a Alejandría de improviso con su flota. Pero, obviamente, andaba equivocado por unos cuantos miles de kilómetros.
En una flota de unos 2.000 barcos -de tamaño más bien reducido-, Alejandro emprendió el descenso, mientras buena parte del ejército de tie rra proseguía la marcha a pie. Por el camino, como es de esperar, no dejaron de combatir para someter a las tribus hostiles. La lucha más encarnizada se libró para tomar una ciudad del pueblo de los mallos. Allí los macedonios pelearon al pie de la muralla, y en un momento dado Alejandro trepó por la escala y subió al muro el primero. Desde allí saltó al interior de la ciudadela y, pegando la espalda a la pared, combatió contra los enemigos que lo atacaban mientras esperaba refuerzos. Una flecha le atravesó el pecho. La pérdida de sangre le hizo desmayarse, y sólo la intervención de dos oficiales, Leónato y Peucestas, le salvó la vida. En venganza por aquello, los soldados perpetraron una auténtica carnicería en la ciudad.
Aquella fue la herida más grave que recibió en toda su carrera. Pasó tantos días reponiéndose en la tienda que por el campamento corrió el rumor de que había muerto. Para tranquilizar a sus hombres,Alejandro hizo el esfuerzo sobrehumano de cabalgar ante ellos, aunque no se tenía en pie.
Antes de llegar al Índico, Alejandro envió a Crátero de regreso a Persia por una ruta interior con parte del ejército de tierra y con los elefantes. Él prosiguió con la flota hasta la desembocadura del Indo. Una vez llegados a la ciudad de Patala, volvió a dividir sus fuerzas. Los barcos se quedaron allí, al mando del cretense Nearco, un amigo personal al que había nombrado almirante. Sus órdenes eran esperar unos días a que soplaran vientos propicios del nordeste y después emprender la travesía hacia Persia.
A mediados de julio Alejandro se puso en marcha con el resto del ejército por una ruta cercana al mar. Fue el mayor error logístico de su vida. Que partiera con aquel calor era comprensible, pues dependía de las tormentas del monzón para encontrar agua en Gedrosia, la comarca que pensaba atravesar (hoy día es Beluchistán, repartida entre Pakistán e Irán).
Según Engels, el plan era que el ejército de tierra se encargara de excavar pozos en el litoral para proporcionar agua a toda la expedición. Por su parte, la flota debía suministrarles provisiones en los puntos de encuentro elegidos: los barcos llevaban hasta 52.000 toneladas de alimentos. Así habían procedido en las costas de Tracia, Palestina y Egipto y les había ido bien (Engels, 1975, p. 112 y ss.).
El problema fue que los vientos propicios tardaron en llegar, porque la información que habían recibido Alejandro y Nearco era defectuosa. El monzón empezó a soplar desde el suroeste cuando ambos se separaron y no dejó ya de hacerlo durante tres meses, lo que imposibilitaba llevar la flota en la dirección deseada. De modo que, cuando a finales de agosto Alejandro se acercó a la costa esperando encontrarse con los barcos, éstos no habían llegado.Y a su gente ya se le habían acabado las provisiones.
Volver era impensable, pues habían atravesado territorio hostil devastándolo todo a su paso. De modo que no tuvieron más remedio que seguir adelante. Cruzaron territorios que debían oler de maravilla, pues crecían en ellos arbustos de mirra y nardos tan abundantes que, al pisarlos caminando, su perfume se extendía por el aire hasta llegar a todo el ejército. Por desgracia, no eran plantas muy alimenticias. Conforme avanzaban, cada vez encontraban menos agua y las temperaturas diurnas subían de los 50 grados, de modo que tenían que viajar de noche. Pero no siempre resultaba posible, pues a veces las etapas entre pozo y pozo se alargaban tanto que se veían obligados a estirar las jornadas y caminar bajo el sol.
Por el camino fueron matando a las bestias de carga para comérselas. Alejandro lo había prohibido, pero fingía no enterarse. Al fin y al cabo, ¿qué tenían ya que cargar esos animales? Lo malo era que se quedaron sin vehículos ni acémilas para transportar a los más débiles y enfermos. Imaginemos el reguero de cuerpos que iban quedando tendidos por el camino; máxime cuando a las tropas las acompañaban mujeres, niños y, en general, todos los seguidores del campamento, hasta unas 85.000 personas entre combatientes y civiles.
Alejandro, mientras tanto, marchaba al frente de sus hombres. En una ocasión, unos soldados que se habían adelantado encontraron un pozo, recogieron agua y se la llevaron al rey en un casco. Él les dio las gracias, pero al verse rodeado de tanta gente con los rostros demacrados, los ojos hundidos y los labios resquebrajados, vertió el líquido al suelo sin probarlo. Aquel gesto ayudó a subir la moral del ejército al ver que su rey sufría tantas penalidades como todos. Alguien podría decir que fue una inmoralidad tirar esa agua. ¿De qué habrían servido un par de litros como mucho? Pero a veces los gestos nutren más que el alimento.
Por una triste ironía, el peor desastre lo causó el agua un día en que el ejército plantó el campamento junto a un arroyo de escaso caudal. Lo que ocurrió fue una tragedia similar a la del camping de Biescas. Tierra adentro, en las montañas, los monzones descargaron una lluvia muy intensa y la crecida bajó por la torrentera sin que los macedonios sospecharan nada. En la segunda guardia nocturna (los griegos dividían la noche en tres), la riada llegó al campamento y se lo llevó por delante. Murieron casi todas las mujeres y los niños, y también los pocos animales que llevaban. Además, muchos hombres que bebieron agua de golpe en enormes cantidades fallecieron también poco después.
Después de aquello todavía sufrieron tormentas de arena y extraviaron el camino varias veces. Cuando Alejandro salió de aquel desierto y por fin se reunió con la flota, ya en enero, de las 85.000 personas que habían empezado la marcha sólo quedaban unas 25.000. Fue el mayor desastre que sufrió la expedición macedonia durante los trece años que duró, y quienes más lo padecieron fueron los más débiles. Muchos historiadores acusan a Alejandro de negligencia y obstinación. Probablemente hubo graves fallos de inteligencia militar, sobre todo el relativo a las fechas de los monzones. Si la flota hubiese avanzado a la par que el ejército, éste habría podido suministrar el agua y aquélla los víveres, pues la mayoría de los barcos no eran de guerra -que apenas tenían espacio en las bodegas-, sino de transporte.
FINAL EN BABILONIA
De regreso en Persia, ya en 324, Alejandro se dedicó a poner orden, pues en su ausencia habían estallado muchos casos de corrupción y no pocas conspiraciones.Ya en Susa, pagó a los soldados lo que les debía y anunció que aquellos que, por ser ya demasiado veteranos o por haber sufrido heridas o mutilaciones, ya no pudieran servir con las armas tenían permiso para regresar a Macedonia. Pero muchos creyeron que quería librarse de ellos para sustituirlos por persas, pues había retomado su costumbre de vestir a la moda oriental, e incluso había alistado a nobles iranios en la caballería de los Compañeros. De modo que se amotinaron en la ciudad de Opis, cerca de la desembocadura del Tigris. Fue entonces cuando Alejandro pronunció ante ellos un célebre discurso que nos informa de cómo era la vida en las tierras altas de Macedonia:
Filipo os encontró siendo unos vagabundos indigentes: muchos de vosotros, mal cubiertos con unas burdas pieles, erais pastores de unas pocas ovejas allá en los montes, ovejas que teníais que guardar, y no siempre con éxito [...1 de vuestros vecinos. Fue Filipo quien os facilitó clámides en vez de vuestras toscas pieles, os bajó del monte a la llanura, os hizo contrincantes capaces de pelear con vuestros vecinos bárbaros, de suerte que pudierais vivir confiados, no tanto en la seguridad de vuestras fortalezas del monte, como en la capacidad de salvaros por vuestros propios méritos (Arriano 7, 9, traducción de A. Guzmán).
El motín, no obstante, prosiguió hasta que Alejandro volvió a encerrarse durante tres días. Cuando amenazó con entregar el mando de todo a los persas, los soldados acudieron ante su residencia y le suplicaron perdón.Todo se arregló entre abundantes lágrimas del rey y los soldados, un fastuoso banquete en el que participaron 9.000 personas... y la ejecución de los cabecillas del motín. Finalmente, 10.000 veteranos consintieron en regresar a Macedonia junto con Crátero. Alejandro les pagó los atrasos y les adelantó el sueldo hasta el día en que llegaran a casa, más un talento de propina. Si nuestras fuentes no exageran, Alejandro debió reactivar la economía del Egeo y otros lugares del Mediterráneo oriental, pues puso en movimiento unas riquezas que habían permanecido décadas y a veces siglos enterradas (aunque posiblemente también provocó inflación).
Poco después, en Susa, se celebraron unas bodas multitudinarias entre 80 oficiales y otras tantas mujeres de la nobleza persa, con la intención de asegurar la mezcla interracial en la que Alejandro estaba empeñado. Él mismo se casó con Estatira, hija de Darío, y desposó a su amigo Hefestión con una de sus hermanas, Dripetis.
Por estas fechas murió Cálano. Se trataba de un gimnosofista o «sabio desnudo», una especie de yogui o sadhu al que había conocido Alejandro en la India y que lo había seguido durante su viaje a Persia, tal vez por curiosidad; lo que demuestra que Cálano no había llegado al estado de purificación total en que uno se libera de todos los sentimientos. Desnudo o vestido tan sólo con un taparrabo, sentado todo el día meditando y provisto de una simple escudilla para comer, a los macedonios debió de re cordarles a Diógenes, y así le llegó la historia a Arriano. Cálano se sintió enfermo ya en Persia y como no quería depender de nadie, convenció a Alejandro para que le preparara una pira funeraria, se subió a ella delante del ejército y se inmoló sentado entre las llamas. Plutarco añade el detalle de que, antes de morir, Cálano le dijo a Alejandro: «Nos veremos pronto en Babilonia» (Alejandro 68). Un mal augurio, aunque difundido a posteriori, seguramente.
No tardó en producirse otra muerte mucho más dolorosa para Alejandro. Mientras se encontraban en Ecbatana, Hefestión, que por aquel entonces mandaba la caballería de los Compañeros, enfermó, parece ser que del estómago o del vientre. Durante varios días tuvo fiebre alta, pero al encontrarse mejor pidió que le trajeran un pollo y un buen jarro de vino frío y dio cuenta de todo ello. Poco después se sintió empeorar, y para cuando avisaron a Alejandro y éste llegó a visitar a su amigo, Hefestión ya había muerto.
Los relatos de nuestras fuentes varían. En las más extremas, Alejandro hizo ejecutar por negligencia a Glaucias, el médico que había atendido a Hefestión. Sea esto cierto o no, pasó un día y una noche sin apartarse del cadáver y sin dejar de llorar por el hombre que había sido su mejor amigo desde que ambos eran niños. Cuando comparaban a Hefestión con otro de sus favoritos, Crátero, Alejandro respondía: «Crátero ama al rey, pero Hefestión me ama por mí mismo». Decretó luto oficial, se cortó el pelo e incluso hizo que les cortaran las crines a los caballos. Para incinerar el cuerpo de Hefestión, ya en Babilonia, hizo que el arquitecto Dinócrates, el mismo que había diseñado el plano de Alejandría, construyera una pira grandiosa.Aquel edificio destinado a las llamas medía más de 50 metros de altura, tenía 6 pisos y estaba profusamente decorado con estatuas diversas, proas de barcos y hasta una centauromaquia moldeada en oro. El conjunto valía 10.000 talentos, y 10.000 fueron también las víctimas que sacrificó Alejandro por Hefestión. En estas exageradas muestras de dolor, sin duda sentidas, Alejandro imitaba a su modelo Aquiles. Por desgracia para él, no tenía ningún Héctor del que vengarse. Es posible que Hefestión fuese envenenado por alguien, pues debido a su posición ante Alejandro y a cierta arrogancia de su carácter no le faltaban enemigos; entre ellos, el mentado Crátero. Pero si se trató de un asesinato, jamás llegó a saberse.
Durante el invierno de 324-323, Alejandro se dedicó a combatir contra los coseos, una tribu de montañeses que vivían cerca de Ecbatana, y a cumplir con sus deberes conyugales, pues por fin dejó embarazada a Roxana. Después, en primavera, todo el ejército se trasladó a Babilonia. Antes de entrar en la ciudad parece que Alejandro recibió oráculos ominosos, pero como es habitual en estos casos, lo más probable es que hayan entrado en la tradición ya después de los hechos vaticinados. En Babilonia, se presentaron ante él embajadores de varias naciones, entre otras Cartago, y de diversos pueblos de Italia.
Tras regresar de la gran expedición oriental, Alejandro había puesto en orden los asuntos del imperio. Su espíritu inquieto enseguida empezó a planear nuevas campañas de exploración y conquista. Parece que su intención era bajar con una flota por el Éufrates hasta el golfo Pérsico para circunnavegar, y por supuesto, conquistar Arabia, la tierra de los perfumes y las especias. Pero también proyectaba viajar hasta Cirene, que ya dependía de la satrapía de Egipto, y continuar desde allí hasta Cartago.
Ninguno de estos ambiciosos planes se cumplió.A finales de mayo o principios de junio del año 323 Alejandro cayó enfermo. Como siempre, las versiones de las fuentes varían bastante. Pero más o menos ocurrió lo siguiente: Alejandro, tras ofrecer sacrificios a los dioses, celebró una fiesta con sus amigos en la que se bebió bastante y hasta tarde. Cuando quería retirarse, cansado, un amigo llamado Medio, uno de los Compañeros, insistió en que volviera al banquete o tal vez se lo llevó a otro festín. Es posible que en ese momento Alejandro se bebiera de un trago la llamada «copa de Heracles», y que al terminar de apurarla sintiera un fuerte dolor en el estómago. En cualquier caso, empezó a tener fiebre.
Durante los días siguientes siguió febril, y se bañaba a todas horas con agua fría para aliviar el ardor que sentía. No dejó de reunirse con sus generales, y sobre todo con Nearco, para planificar los detalles de la próxima expedición. Pero cada vez se encontraba peor, hasta que el día 6 de junio ya ni siquiera era capaz de hablar. Cuando entraron a saludarlo los generales y luego los oficiales no pudo contestarles, aunque los reconoció a todos. No tardó en correr por el campamento el rumor de que había muerto. Para evitar un motín, se abrieron las puertas de su alcoba de tal modo que los soldados pudieron desfilar por última vez en silencio de lante de su rey, que realizó un esfuerzo sobrehumano para saludarlos a todos fijando la vista en cada uno de ellos.
En la mañana del día 10 de junio, Alejandro murió.
Tenía treinta y tres años, o le faltaba poco para cumplirlos. Durante su breve vida realizó tantas cosas, para bien o para mal, que se convirtió en el personaje más célebre de la historia mundial.18 ¿Hasta dónde habría llegado de haber vivido más años? ¿Lo habrían enloquecido su creciente megalomanía y su tendencia al alcoholismo, si es que ambos problemas eran tan acusados como algunas fuentes nos hacen creer? ¿O, ahora que esperaba un hijo y sucesor como buen rey macedonio, su personalidad se habría asentado? El primer autor que especuló con lo que habría podido suceder si Alejandro hubiese vivido más años y se hubiese enfrentado a Roma fue Tito Livio, en el libro 9 de Ab urbe condita. Si él lo puso por escrito, es que el tema era comidilla popular, pues entre los antiguos, sobre todo los romanos, se daba una actitud casi forofa entre los que discutían quién había sido el mejor general de la historia, si Aníbal, Escipión o Alejandro. Una discusión bastante absurda entonces y ahora, dicho sea de paso. Los generales no eran jugadores de ajedrez ni movían peones: todo dependía no sólo de ellos, sino de los hombres que mandaban y de infinitas circunstancias más.A partir de Livio, las conjeturas sobre un pasado alternativo con un Alejandro casi cuarentón han seguido, y yo mismo he puesto mi granito de arena con la novela ucrónica Alejandro Magno y las águilas de Roma.
En ese libro, por cierto, reflejé un rumor que debió extenderse tan pronto como murió Alejandro: que lo envenenaron. Arriano (7, 27), sin darle mucho crédito, cuenta que fue Aristóteles quien preparó el veneno y se lo entregó a Antípatro, el veterano general que se había quedado en Macedonia como gobernante. Él, a su vez, se lo dio a su hijo Casandro, que poco antes de que Alejandro muriera se había presentado a Babilonia. El tóxico venía guardado en la pezuña de una mula. ¿Por qué? Arriano no lo dice, pero según otros autores era tan fuerte que habría corroído cualquier otro recipiente. En ese caso, me temo, también habría abierto un boquete en el estómago de Alejandro y no cabría ninguna duda del envenamiento.
Hoy día, el defensor más popular (o populista) de esta tesis es Graham Phillips, periodista que se dedica a escribir acerca de «misterios sin resolver». Su libro Alexander the Great, Murder in Babylon sostiene que el veneno utilizado fue estricnina y que la única persona que pudo haberlo obtenido fue Roxana. El libro es entretenido y utiliza bastante las fuentes clásicas; pero se basa sobre todo en las menos fiables, que son también las más novelescas, para que los hechos cuadren como Phillips quiere, aunque tenga que encajarlos a martillazos. Confieso que he utilizado su hipótesis de la nux vomita en mi novela. Pero las novelas son novelas, no tratados de historia, y uno puede permitirse ciertas libertades.
Por desgracia, entre los autores clásicos -Arriano, Diodoro, Plutarco, Curcio, Justino- no hay nadie que explique la enfermedad de Alejandro con la precisión con que Tucídides describe la epidemia que asoló Atenas en 429. Si queremos aunar los síntomas de estas versiones sin descartar ninguno, no sale de ellos ningún cuadro coherente que se corresponda con todos los efectos de ningún veneno conocido. Tampoco con ninguna enfermedad, aunque se han sugerido muchas, como fiebre tifoidea, pancreatitis, malaria o virus diversos. Algunas de esas patologías son muy exóticas: según el médico H. Ashrafian, Alejandro sufría una malformación congénita en las vértebras, tal como se refleja en ciertos retratos y en el comentario de Plutarco sobre su peculiar manera de ladear el cuello. Esa malformación le habría hecho tener al final una infección espinal que lo paralizó y acabó matándolo. Esto es llevar demasiado lejos un simple comentario hecho por un biógrafo siglos después de su muerte. Tal vez Alejandro ladeaba la cabeza por afectación, porque oía mejor por un oído que por el otro... o simplemente, no ladeaba la cabeza y el texto de Plutarco no tiene ninguna importancia.

Ése es el verdadero problema. En realidad, no podemos estar seguros al cien por cien de cómo falleció Alejandro. Sin arriesgarnos, tan sólo podemos afirmar que empezó a tener fiebre alta, empeoró poco a poco y murió. Si lo envenenaron, habría mil sospechosos, como era natural tratándose de un hombre tan poderoso y rodeado de generales con egos apenas inferiores al suyo, cada uno de ellos rodeado por su propia maraña de relaciones e intrigas. Sin el sensacionalismo de Phillips, biógrafos serios de Alejandro como Peter Green o Paul Cartledge apuntan a la estricnina.19 Pero, insisto, mientras no podamos estar seguros de cuáles fueron los síntomas exactos y el progreso de su mal, nunca sabremos cómo murió en realidad Alejandro.

1          supuesto, es lo que nos cuentan las fuentes griegas, habitualmente chovinistas. Hasta en el bando persa, el general más capacitado tenía que ser heleno. No digo que no fuese así, pero resulta sospechoso.
 bien los trirremes tenían tres bancadas de remos, cuando se habla de cuadrirremes, quinquerremes, etc., no quiere decir que esos barcos estuvieran equipados con cuatro o cinco filas de remos, puesto que había limitaciones prácticas que impedían superar las tres filas. Un cuadrirreme probablemente tenía dos bancadas de remos, y en cada uno de ellos bogaban dos hombres. En un quinquerreme habría también dos filas, con dos y tres galeotes en cada remo, y así sucesivamente hasta llegar a los grandes monstruos de la Época Helenística.
 historiador del Imperio persa Pierre Briant considera que dicha embajada nunca existió y que este relato es propaganda macedónica que llegó hasta los historiadores (Briant, 2002, p. 832 y ss.). Briant se pregunta cómo reconciliar la oferta de Darío con el hecho de que estuviera preparando un gran ejército en Mesopotamia para enfrentarse a Alejandro. La historia oficial siempre presenta un retrato de Darío como monarca débil y cobarde, y un problema de los autores antiguos era que, una vez decidido el perfil psicológico de un personaje (que en el caso de los enemigos, solía ser bastante tosco, en blancos y negros), tendían a aceptar todas las anécdotas, fidedignas o no, que cuadraban con dicho perfil.
1 Arriano, Anábasis 3, 4; Plutarco, Alejandro 26; Diodoro 17, 51.
s Nonno, Dionisíacas 7, 127.
6 Así se demostró en la batalla de Carras, donde en el año 53 a.C. los partos derrotaron de forma humillante a nada menos que siete legiones romanas. Entre las 20.000 víctimas estaba el general Craso, socio de julio César en el triunvirato.
' Maniobra que todos los historiadores describen como si tal cosa, pero que nunca he visto demasiado clara, ya que las filas de las falanges solían estar bastante apretadas. De todos modos, es casi imposible que los carros falcados hubieran embestido de frente contra una falange, pues los caballos habrían rehusado cargar contra las picas. Más bien intentarían rodear las formaciones para utilizar las hoces en las líneas laterales.
8 En la película, Alejandro y sus compañeros desmontan y luchan un rato a pie. Es verosímil: era una táctica que usaba, por ejemplo, la caballería romana en tiempos de la República.
9 No debía de tratarse del campamento fortificado que estaba a varios kilómetros de allí y donde se habían quedado los heridos con la impedimenta, sino el improvisado en el que habían dormido la noche antes de la batalla.
10 Se cuenta que cuando Jerjes aplastó la rebelión de Babilonia, hizo destruir entera Etemenanki, y que Alejandro proyectó reconstruirla en su segunda visita a Babilonia. Sin embargo, muchos autores opinan que esa destrucción no sería tan exagerada y que Jerjes debió limitarse a causar algunos estropicios en el colosal zigurat y, tal vez, a fundir la gran estatua de oro macizo del dios Marduk.
" Espíritu del mal en el zoroastrismo.
12 Tomado, con modificaciones, de Faure, 1990, p. 292.
13 Parmenión es el protagonista principal de dos estupendas novelas de David Gemmell, Lion of Macedon y Dark Prince, que mezclan historia y fantasía de una forma muy convincente. En ellas aparecen Alejandro, Filipo,Aristóteles, Epaminondas y Pelópidas, e incluso Jenofonte, todos ellos tratados de una forma muy original. Las batallas son magníficas. Espero que alguien se anime a traducir esas novelas al español.
 con recomendaciones literarias, la novela La campaña afgana de Steven Pressfield refleja con gran crudeza esta fase de la guerra. Por supuesto, con extrapolaciones y ciertos anacronismos: al no haber apenas información sobre cómo eran y vivían las tribus iranias de aquellas tierras, Pressfield las retrata basándose en las costumbres afganas de épocas posteriores.
15 Éste es el relato de Arriano (4, 8). Según otros, Clito abandonó la tienda furioso, o bien lo expulsaron de ella, pero después volvió sobre sus pasos e irrumpió en el pabellón dando voces. En aquel momento, tal vez temiendo una agresión, Alejandro le habría asestado el lanzazo, sin darse cuenta de que Clito estaba desarmado. Así lo cuenta Plutarco (Alejandro 50), y el mismo Arriano menciona esta versión.
16 En realidad, Alejandro había entrado en la India con unos 75.000 combatientes, pues su ejército había crecido hasta proporciones casi monstruosas. Pero no llegó a utilizarlos todos juntos en combate,y ni siquiera marchaban juntos como una sola unidad, sino divididos en varias columnas.
1'Arriano 5, 17, traducción de Antonio Guzmán para Gredos.
18 Como señala Paul Cartledge, Alejandro aparece en la literatura nacional de más de ochenta países (Cartledge, 2004, p. 38).
19 Green, 1991, p. 476; Cartledge, 2004, p. 215.

No hay comentarios:

Publicar un comentario