lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:2 Muere el rey

Todas las fuentes coinciden en remitirse a una serie de sucesos anunciadores de desventura que se pro­dujeron durante el período en que Alejandro se en­contró en Babilonia, es decir, en junio de 323 a.C. Al­gunos de estos acontecimientos parecen de carácter religioso, otros se dirían hechos reales que habrían po­dido ocurrir también, pero que, a la luz de cuanto ocu­rrió con posterioridad, fueron definitivamente inter­pretados como prodigios y presagios de infortunio.
            Plutarco, que escribe en época de Adriano (cuatro­cientos años después de los hechos), pero que lee fuen­tes de época, cuenta que algunos caldeos, tal vez ma­gos, advirtieron a Alejandro, por medio de su almirante Nearco, de poner los pies en Babilonia.1 Asimismo le refieren, casi con la intención de hacer una denuncia, que el comandante de la guarnición de Babilonia con funciones de gobernador, Apolodoro, había ofrecido sacrificios a los dioses a fin de conocer el destino de Alejandro. La cosa podía ser en sí sospechosa desde distintos puntos de vista. Si imaginamos, por ejemplo, que alguien tenía intención de asesinar al rey (había habido ya otras conjuras), hacer preceder el magnicidio por un presagio de infortunio descargaría la res­ponsabilidad sobre el hecho ineluctable más que sobre los culpables. Alejandro pareció no hacer caso a este cariz del asunto, pero convocó inmediatamente a un adivino llamado Pitágoras, al que preguntó cuál había sido el resultado del sacrificio. Se le respondió que se había encontrado el hígado de las víctimas sin lóbulos. Alejandro habría exclamado: «¡Qué mal presagio!»2 y se abstuvo de entrar en la ciudad. Se quedó en el cam­pamento a varias millas de distancia y se puso a nave­gar por el Éufrates.
            Nuestra fuente remite a otros acontecimientos de significado siniestro; un asno habitualmente muy man­so mata a coces al más hermoso y grande de sus leones domesticados. El león era el rey de los animales como Alejandro lo era de los hombres: un suceso casual y fá­cilmente explicable para nosotros los modernos podía (siempre post eventum) ser interpretado como un presa­gio de muerte.
            Un día, Alejandro se dejó convencer por los amigos para que jugase un partido de pelota. Se despojó del manto y de la diadema, los dejó sobre un asiento y se puso a jugar. En medio del entusiasmo del partido na­die se dio cuenta de nada, pero cuando, terminado el juego, Alejandro fue a recuperar sus atributos reales vio que un desconocido se los había puesto y estaba senta­do junto al rústico asiento, mudo e inmóvil. «¿Quién eres?», le preguntó el rey profundamente turbado. Pero el otro no respondió. Solo más tarde diría que era oriundo de Mesina y que era un prisionero en espera de juicio. Se le había aparecido el dios Serápides, le ha­bía liberado de sus cadenas, le había conducido allí y le había dicho que se sentara en el trono en silencio.
            Este episodio se resiente casi sin duda de reelabora-c iones posteriores y está lleno de elementos sobrena­turales que lo cargan de misterio y de asombro. Más creíble parece, en cambio, la versión mencionada por Arriano que cita como fuente a Aristóbulo,3 autor de una historia de la expedición e ingeniero jefe de Ale­jandro. No estamos aquí en un campo de juego donde parece extraño que Alejandro se hubiera presentado con manto y diadema, sino en un campamento militar. Sus generales Peucestas, Filóxeno y Menandro habían traído contingentes indígenas de Persia y de otras re­giones del interior para adiestrarlos e integrarlos en las filas del ejército macedonio y el rey estaba presidiendo la operación desde un podio. Como tenía sed, Alejan­dro se alejó del podio quizá para buscar, aparte del agua, un sitio más a la sombra, dejando el trono vacío y sin custodia. Al lado estaban los asientos con pies de plata de sus compañeros, que, sin embargo, se habían levantado para seguir al rey.
            En ese momento un individuo, probablemente un presidiario, pasó por entre las filas de los chambelanes y se sentó en el trono. Los chambelanes, todos eunucos de la corte, no se opusieron, pero siguiendo la costum­bre oriental, testimoniada también por la Biblia, se arrancaron las vestiduras y se dieron golpes en el pecho y en el rostro como si se hubiese producido una catás­trofe.
            Alejandro hizo torturar al hombre para descubrir si detrás de aquel gesto había alguna conjura, pero el hom­bre respondió que había actuado por propia iniciativa. Por eso lo que hoy consideraríamos como el gesto de un desequilibrado, como probablemente lo fue en rea­lidad, los eunucos lo interpretaron como signo de una tremenda desgracia inminente.
            Una versión análoga es la mencionada por Diodo-ro, pero ambientada en el palacio real. Alejandro se ha­cía masajear con aceite después de haber dejado la dia­dema y el manto sobre el trono. Es entonces cuando un desconocido, que la guardia tenía prisionero, se li­beró espontáneamente de los cepos, atravesó el palacio y fue a sentarse en el trono y se quedó allí, impasible. Apenas Alejandro tuvo conocimiento de ello le inte­rrogó. Quería comprender por qué había hecho algo semejante, pero el otro no respondió. Los sacerdotes, consultados, interpretaron el suceso como un mal pre­sagio. Le aconsejaron ofrecer sacrificios propiciatorios a los dioses, cosa que el rey hizo repetidamente. A fin de anular el siniestro presagio, el misterioso personaje fue asesinado por orden del propio Alejandro.
            Diodoro refiere otros presagios: con ocasión de la muerte de Hefestión, Alejandro había mandado a los persas apagar el fuego sagrado de Ahura Mazda en se­ñal de duelo, cosa que se hizo sin que los macedonios se dieran cuenta de que aquel acto se llevaba a cabo solo cuando moría un rey. Un último episodio, además, parece reproducir el del personaje sentado en el trono del rey y luego condenado a muerte.4
            Alejandro, cuenta también Diodoro, manifestó el deseo de visitar las zonas pantanosas del sur de Babilo­nia y se embarcó con una flotilla junto con sus amigos.  Durante el viaje su embarcación perdió contacto con lis otras por varios días, hasta el punto de que el rey te­mió no salir con vida de aquel laberinto de canales, escariadores y bajos fondos. Mientras avanzaba por un estrecho canal cubierto por una espesa vegetación, su diadema quedó prendida de un mimbre y luego cayó al agua. Uno de los remeros se lanzó rápidamente, la recuperó y acto seguido, para poder nadar con las ma­nos libres, se la puso en la cabeza volviendo hacia atrás. Alejandro consiguió reencontrar el camino para regre­sar a la base al cabo de tres días, y de nuevo interrogó a los sacerdotes y a los adivinos sobre el significado de aquel acontecimiento, y estos le aconsejaron de nuevo ofrecer suntuosos sacrificios a los dioses y condenar a muerte al remero que se había puesto la diadema en la cabeza.
            Estos acontecimientos acabaron por alarmarle hasta el punto de que comenzó a sospechar de todo el mundo.
            Es bastante probable que algunos de los hechos que mencionan las fuentes sucedieran efectivamente por­que parecen verosímiles y, para nuestra mentalidad mo­derna, totalmente casuales. Es obvio que adoptaron el valor de presagios después de que se hubo comproba­do la muerte del soberano macedonio.
            Desde ese momento en adelante los acontecimien­tos se precipitaron y nuestras fuentes principales des­criben los últimos días de Alejandro con gran porme­nor. La casi totalidad se basa en el texto, para nosotros perdido, de Éumenes de Cardia, que llevaba con escrú­pulo el diario de la corte. Es una relación dramática que con el paso del tiempo adquiere las características de un historial médico propiamente dicho sobre las condiciones cada vez más críticas del soberano.
            Todo comenzó con la solemne ceremonia sacrifi­cial que el rey ofició siguiendo el consejo de los adivi­nos y a la que siguió una fiesta que se prolongó hasta bien entrada la noche. Cuando Alejandro, ya cansado, se disponía a retirarse, fue invitado a otro banquete de un amigo llamado Medio, y la francachela prosiguió durante el resto de la noche. Exhausto, hacia el amane­cer se dio un baño y fue a dormir hasta que llegó la hora de la cena. Alejandro tomó parte de nuevo en ella siempre en casa de su amigo.
            Pasó la noche bebiendo sin medida vino no mez­clado con agua. Las fuentes especifican este detalle por­que los griegos solían añadir notables cantidades de agua al vino y consideraban cosa de bárbaros tomar vino no «bautizado». Heródoto pensaba que una costumbre semejante provocaba la locura. Esta es la secuencia de los acontecimientos.
            Primer día.
            En un determinado momento de la noche, refiere Diodoro,5 Alejandro llenó una copa enorme y se la be­bió de un trago, pero enseguida notó un dolor agudo en el costado como si le hubiese traspasado una lanzada y gritó de dolor. Los chambelanes le asistieron inmediatamente y llamaron a los médicos, que constataron que tenía una fiebre muy alta. Poco después buscó alivio en un baño, luego comió algo y, cansado, se fue a dormir allí mismo donde se encontraba, es decir, en casa de Medio, según Arriano (que se basa en Ptolomeo). Diodoro, en cambio, refiere que sus amigos lo llevaron en volandas a sus habitaciones. Volveremos más adelante a este síntoma de dolor agudo en el costado que solo refiere Diodoro, pero seguramente de importancia funda­mental para comprender las causas de la muerte de Ale­jandro. Desde este momento en adelante la relación de Diodoro se hace sucinta y llega a la conclusión en po­cas líneas. Arriano, por el contrario, refiere de manera explícita que reproduce fielmente el diario y el informe médico del diario de la corte redactado por Eumeme. Desafortunadamente, el médico personal de Alejandro, Filipo, que ya lo había salvado de una peligrosa conges­tión diez años antes, estaba en aquel momento ausente, pero aunque hubiese estado presente, sin duda no ha­bría podido hacer gran cosa.
            Segundo día.
            Alejandro se hizo llevar en litera al lugar donde debía oficiar los sacrificios, luego se hizo reconducir a sus ha­bitaciones donde celebró una reunión del Estado Mayor impartiendo disposiciones para la partida de la expedi­ción destinada a conquistar Arabia. El ejército de tierra debía ponerse en marcha tres días después; la flota, en cambio, al cabo de algunos días. Desde el lugar donde se encontraba fue llevado tendido en su yacija desde la otra parte del río en barca hasta el parque de la residencia real, donde se dio un baño y descansó hasta la noche.
           
            Tercer día.
            Alejandro ofrendó de nuevo un sacrificio y luego regresó y conversó tumbado en el lecho con su amigo Medio. Es de suponer que se sintió mejor y que la fie­bre le concedió una tregua. De nuevo convocó la reu­nión del Estado Mayor para el día siguiente temprano. Tras llegar la hora de la cena, tomó un bocado. Se lo llevaron luego al dormitorio, donde pasó la noche con fiebre alta.
            Cuarto día.
            Alejandro tomó un baño, ofreció el habitual sacrifi­cio, luego celebró la reunión con sus oficiales y les ex­plicó cómo se desarrollaría la expedición en Arabia y discutió de ella con Nearco manteniendo inalterado el día de la partida. Quizá pensaba aún en poder curarse. Tal vez el examen de las entrañas de las víctimas había dejado algún rayo de esperanza.
            Quinto día.
            Alejandro volvió a tomar un baño y ofreció otro sacrificio, mientras la fiebre no daba muestras de bajar. A pesar de su estado, convocó nuevamente a los oficia­les y les informó de que todo estaba listo para la parti­da de la expedición a Arabia. Tomó otro baño al medio­día, pero inmediatamente después su estado se agravó. Esta frecuencia de los baños era probablemente debida al intento de bajar la temperatura corporal a la que se añadía el gran calor del clima local. Todavía hoy en Bagdad en verano la temperatura puede alcanzar fácil­mente los cuarenta grados de día.
            Sexto día.
            El rey fue conducido al lugar donde se celebraban los sacrificios y donde había también la piscina para el baño. Estaba muy mal, pero a pesar de ello continuó las reuniones con el Estado Mayor para la puesta a punto de la expedición a Arabia.
            Séptimo día.
            A duras penas se hizo llevar afuera para el sacrificio y continuó instruyendo a los oficiales respecto a la expedi­ción. Es probable que sus geógrafos y los adeptos a la lo­gística dispusieran enseguida de unas extensas notas que les hubieran sido comunicadas en reuniones posteriores por el rey en persona, que evidentemente no tenía inten­ción de dar señales de querer rendirse a la enfermedad.
            Octavo día.
            Su estado seguía empeorando, pero ofreció igual­mente el sacrificio y ordenó que los generales le espe­rasen en la corte y los oficiales superiores delante de las puertas. Estaba muy mal y fue llevado del parque, don­de había ofrecido el sacrificio y habitualmente tomaba un baño, al interior de la residencia real.
            Cuando los generales entraron los reconoció, pero no consiguió pronunciar palabra. Durante toda la no­che la fiebre no le dio tregua.
            Noveno día.
            Fiebre altísima que se prolongó hasta la mañana. Al final el mal se estaba imponiendo a su constitución y a sus indomables ganas de vivir.
            Décimo día.
            Fiebre altísima, sin remedio alguno.
            Mientras tanto, los soldados formaban una multitud fuera del palacio. Querían verle a toda costa temiendo que estuviese ya muerto y que sus compañeros (los lla­maban guardia personal) mantuvieran en secreto su fa­llecimiento. Fueron admitidos en su dormitorio y des­filaron uno tras otro, mudos y con lágrimas en los ojos delante del rey moribundo. Alejandro no podía ya ha­blar, pero tuvo para cada uno una señal, una mirada. Algunos de sus generales, Átalo, Peithon, Demofonte, Peucestas con Cleómenes, Menidas y Seleuco velaron toda la noche en el templo de Serapis y preguntaron a los sacerdotes si no sería más oportuno llevar al rey al interior del templo para que el dios le devolviese la sa­lud. Pero un oráculo de los sacerdotes dijo que era me­jor que se quedase donde estaba. Evidentemente el his­torial médico llegaba también al templo y no permitía pensar en curaciones milagrosas.

            Poco después, Alejandro expiró.

1.     Plutarco, Alejandro, 73,1.
2.     Plutarco, Alejandro, 73, 3-4.
3.     Arriano, VII, 22,4-5.
4.     Diodoro, XVII, 116.

5.     Diodoro, XVII, 117, 1.

No hay comentarios:

Publicar un comentario