Todas las
fuentes coinciden en remitirse a una serie de sucesos anunciadores de
desventura que se produjeron durante el período en que Alejandro se encontró
en Babilonia, es decir, en junio de 323 a .C. Algunos de estos acontecimientos
parecen de carácter religioso, otros se dirían hechos reales que habrían podido
ocurrir también, pero que, a la luz de cuanto ocurrió con posterioridad,
fueron definitivamente interpretados como prodigios y presagios de infortunio.
Plutarco, que escribe en época de
Adriano (cuatrocientos años después de los hechos), pero que lee fuentes de
época, cuenta que algunos caldeos, tal vez magos, advirtieron a Alejandro, por
medio de su almirante Nearco, de poner los pies en Babilonia.1
Asimismo le refieren, casi con la intención de hacer una denuncia, que el
comandante de la guarnición de Babilonia con funciones de gobernador,
Apolodoro, había ofrecido sacrificios a los dioses a fin de conocer el destino
de Alejandro. La cosa podía ser en sí sospechosa desde distintos
puntos de vista. Si imaginamos, por ejemplo, que alguien tenía intención de
asesinar al rey (había habido ya otras conjuras), hacer preceder el magnicidio
por un presagio de infortunio descargaría la responsabilidad sobre el hecho
ineluctable más que sobre los culpables. Alejandro pareció no hacer caso a este
cariz del asunto, pero convocó inmediatamente a un adivino llamado Pitágoras,
al que preguntó cuál había sido el resultado del sacrificio. Se le respondió
que se había encontrado el hígado de las víctimas sin lóbulos. Alejandro habría
exclamado: «¡Qué mal presagio!»2 y se abstuvo de entrar en la
ciudad. Se quedó en el campamento a varias millas de distancia y se puso a
navegar por el Éufrates.
Nuestra fuente remite
a otros acontecimientos de significado siniestro; un asno habitualmente muy manso
mata a coces al más hermoso y grande de sus leones domesticados. El león era el
rey de los animales como Alejandro lo era de los hombres: un suceso casual y fácilmente
explicable para nosotros los modernos podía (siempre post eventum) ser interpretado como un
presagio de muerte.
Un día, Alejandro se
dejó convencer por los amigos para que jugase un partido de pelota. Se despojó
del manto y de la diadema, los dejó sobre un asiento y se puso a jugar. En
medio del entusiasmo del partido nadie se dio cuenta de nada, pero cuando,
terminado el juego, Alejandro fue a recuperar sus atributos reales vio que un
desconocido se los había puesto y estaba sentado junto al rústico asiento,
mudo e inmóvil. «¿Quién eres?», le preguntó el rey profundamente turbado. Pero
el otro no respondió. Solo más tarde diría que era oriundo de Mesina y que era
un prisionero en espera de juicio. Se le había aparecido el dios Serápides, le
había liberado de sus cadenas, le había conducido allí y le había dicho que se
sentara en el trono en silencio.
Este episodio se
resiente casi sin duda de reelabora-c iones posteriores y está lleno de
elementos sobrenaturales que lo cargan de misterio y de asombro. Más creíble
parece, en cambio, la versión mencionada por Arriano que cita como fuente a
Aristóbulo,3 autor de una historia de la expedición e ingeniero jefe
de Alejandro. No estamos aquí en un campo de juego donde parece extraño que
Alejandro se hubiera presentado con manto y diadema, sino en un campamento
militar. Sus generales Peucestas, Filóxeno y Menandro habían traído
contingentes indígenas de Persia y de
otras regiones del interior para adiestrarlos e integrarlos en las filas del
ejército macedonio y el rey estaba presidiendo la operación desde un podio.
Como tenía sed, Alejandro se alejó del podio quizá para buscar, aparte del
agua, un sitio más a la sombra, dejando el trono vacío y sin custodia. Al lado
estaban los asientos con pies de plata de sus compañeros, que, sin embargo, se
habían levantado para seguir al rey.
En ese momento un
individuo, probablemente un presidiario, pasó por entre las filas de los
chambelanes y se sentó en el trono. Los chambelanes, todos eunucos de la corte,
no se opusieron, pero siguiendo la costumbre oriental, testimoniada también
por la Biblia, se arrancaron
las vestiduras y se dieron golpes en el pecho y en el rostro como si se hubiese
producido una catástrofe.
Alejandro hizo
torturar al hombre para descubrir si detrás de aquel gesto había alguna
conjura, pero el hombre respondió que había actuado por propia iniciativa. Por
eso lo que hoy consideraríamos como el gesto de un desequilibrado, como
probablemente lo fue en realidad, los eunucos lo interpretaron como signo de
una tremenda desgracia inminente.
Una versión análoga
es la mencionada por Diodo-ro, pero ambientada en el palacio real. Alejandro se
hacía masajear con aceite después de haber dejado la diadema y el manto sobre
el trono. Es entonces cuando un desconocido, que la guardia tenía prisionero,
se liberó espontáneamente de los cepos, atravesó el palacio y fue a sentarse
en el trono y se quedó allí, impasible. Apenas Alejandro tuvo conocimiento de
ello le interrogó. Quería comprender por qué había hecho algo semejante, pero
el otro no respondió. Los sacerdotes, consultados, interpretaron el suceso como
un mal presagio. Le aconsejaron ofrecer sacrificios propiciatorios a los
dioses, cosa que el rey hizo repetidamente. A fin de anular el siniestro
presagio, el misterioso personaje fue asesinado por orden del propio Alejandro.
Diodoro refiere otros
presagios: con ocasión de la muerte de Hefestión, Alejandro había mandado a los
persas apagar el fuego sagrado de Ahura Mazda en señal de duelo, cosa que se
hizo sin que los macedonios se dieran cuenta de que aquel acto se llevaba a
cabo solo
cuando moría un rey. Un último episodio, además, parece reproducir el del
personaje sentado en el trono del rey y luego condenado a muerte.4
Alejandro, cuenta
también Diodoro, manifestó el deseo de visitar las zonas pantanosas del sur de
Babilonia y se embarcó con una flotilla junto con sus amigos. Durante el viaje su embarcación perdió
contacto con lis otras por varios días, hasta el punto de que el rey temió no
salir con vida de aquel laberinto de canales, escariadores y bajos fondos.
Mientras avanzaba por un estrecho canal cubierto por una espesa vegetación, su
diadema quedó prendida de un mimbre y luego cayó al agua. Uno de los remeros se
lanzó rápidamente, la recuperó y acto seguido, para poder nadar con las manos
libres, se la puso en la cabeza volviendo hacia atrás. Alejandro consiguió
reencontrar el camino para regresar a la base al cabo de tres días, y de nuevo
interrogó a los sacerdotes y a los adivinos sobre el significado de aquel
acontecimiento, y estos le aconsejaron de nuevo ofrecer suntuosos sacrificios a
los dioses y condenar a muerte al remero que se había puesto la diadema en la
cabeza.
Estos acontecimientos
acabaron por alarmarle hasta el punto de que comenzó a sospechar de todo el
mundo.
Es bastante probable
que algunos de los hechos que mencionan las fuentes sucedieran efectivamente
porque parecen verosímiles y, para nuestra mentalidad moderna, totalmente
casuales. Es obvio que adoptaron el valor de presagios después de que se hubo
comprobado la muerte del soberano macedonio.
Desde ese momento en
adelante los acontecimientos se precipitaron y nuestras fuentes principales
describen los últimos días de Alejandro con gran pormenor. La casi totalidad
se basa en el texto, para nosotros perdido, de Éumenes de Cardia, que llevaba
con escrúpulo el diario de la corte. Es una relación dramática que con el paso
del tiempo adquiere las características de un historial médico propiamente
dicho sobre las condiciones cada vez más críticas del soberano.
Todo comenzó con la
solemne ceremonia sacrificial que el rey ofició siguiendo el consejo de los
adivinos y a la que siguió una fiesta que se prolongó hasta bien entrada la
noche. Cuando Alejandro, ya cansado, se disponía a retirarse, fue invitado a
otro banquete de un amigo llamado Medio, y la francachela prosiguió durante el
resto de la noche. Exhausto, hacia el amanecer se dio un baño y fue a dormir
hasta que llegó la hora de la cena. Alejandro tomó parte de nuevo en ella
siempre en casa de su amigo.
Pasó la noche
bebiendo sin medida vino no mezclado con agua. Las fuentes especifican este
detalle porque los griegos solían añadir notables cantidades de agua al vino y
consideraban cosa de bárbaros tomar vino no «bautizado». Heródoto pensaba que
una costumbre semejante provocaba la locura. Esta es la secuencia de los
acontecimientos.
Primer día.
En un determinado
momento de la noche, refiere Diodoro,5 Alejandro llenó una copa
enorme y se la bebió de un trago, pero enseguida notó un dolor agudo en el costado como si le
hubiese traspasado una lanzada y gritó de dolor. Los chambelanes le asistieron
inmediatamente y llamaron a los médicos, que constataron que tenía una fiebre
muy alta. Poco después buscó alivio en un baño, luego comió algo y, cansado, se
fue a dormir allí mismo donde se encontraba, es decir, en casa de Medio, según
Arriano (que se basa en Ptolomeo). Diodoro, en cambio, refiere que sus amigos
lo llevaron en volandas a sus habitaciones. Volveremos más adelante a este
síntoma de dolor agudo en el costado que solo refiere Diodoro, pero seguramente
de importancia fundamental para comprender las causas de la muerte de Alejandro.
Desde este momento en adelante la relación de Diodoro se hace sucinta y llega a
la conclusión en pocas líneas. Arriano, por el contrario, refiere de manera
explícita que reproduce fielmente el diario y el informe médico del diario de
la corte redactado por Eumeme. Desafortunadamente, el médico personal de
Alejandro, Filipo, que ya lo había salvado de una peligrosa congestión diez
años antes, estaba en aquel momento ausente, pero aunque hubiese estado
presente, sin duda no habría podido hacer gran cosa.
Segundo día.
Alejandro se hizo
llevar en litera al lugar donde debía oficiar los sacrificios, luego se hizo
reconducir a sus habitaciones donde celebró una reunión del Estado Mayor
impartiendo disposiciones para la partida de la expedición destinada a
conquistar Arabia. El ejército de tierra debía ponerse en marcha tres días
después; la flota, en cambio, al cabo de algunos días. Desde el lugar donde se encontraba fue llevado
tendido en su yacija desde la otra parte del río en barca hasta el parque de la
residencia real, donde se dio un baño y descansó hasta la noche.
Tercer
día.
Alejandro ofrendó de
nuevo un sacrificio y luego regresó y conversó tumbado en el lecho con su amigo
Medio. Es de suponer que se sintió mejor y que la fiebre le concedió una
tregua. De nuevo convocó la reunión del Estado Mayor para el día siguiente
temprano. Tras llegar la hora de la cena, tomó un bocado. Se lo llevaron luego
al dormitorio, donde pasó la noche con fiebre alta.
Cuarto día.
Alejandro tomó un
baño, ofreció el habitual sacrificio, luego celebró la reunión con sus
oficiales y les explicó cómo se desarrollaría la expedición en Arabia y
discutió de ella con Nearco manteniendo inalterado el día de la partida. Quizá
pensaba aún en poder curarse. Tal vez el examen de las entrañas de las víctimas
había dejado algún rayo de esperanza.
Quinto día.
Alejandro volvió a
tomar un baño y ofreció otro sacrificio, mientras la fiebre no daba muestras de
bajar. A pesar de su estado, convocó nuevamente a los oficiales y les informó
de que todo estaba listo para la partida de la expedición a Arabia. Tomó otro
baño al mediodía, pero inmediatamente después su estado se agravó. Esta
frecuencia de los baños era probablemente debida al intento de bajar la
temperatura corporal a la que se añadía el gran calor del clima local. Todavía
hoy en Bagdad en verano la temperatura puede alcanzar fácilmente
los cuarenta grados de día.
Sexto día.
El rey fue conducido al lugar donde
se celebraban los sacrificios y donde había también la piscina para el baño.
Estaba muy mal, pero a pesar de ello continuó las reuniones con el Estado Mayor
para la puesta a punto de la expedición a Arabia.
Séptimo día.
A duras penas se hizo
llevar afuera para el sacrificio y continuó instruyendo a los oficiales respecto a la expedición. Es
probable que sus geógrafos y los adeptos a la logística dispusieran enseguida
de unas extensas notas que les hubieran sido comunicadas en reuniones
posteriores por el rey en persona, que evidentemente no tenía intención de dar
señales de querer rendirse a la enfermedad.
Octavo día.
Su estado seguía empeorando, pero
ofreció igualmente el sacrificio y ordenó que los generales le esperasen en la
corte y los oficiales superiores delante de las puertas. Estaba muy mal y fue
llevado del parque, donde había ofrecido el sacrificio y habitualmente tomaba
un baño, al interior de la residencia real.
Cuando los generales entraron los
reconoció, pero no consiguió pronunciar palabra. Durante toda la noche la
fiebre no le dio tregua.
Noveno día.
Fiebre altísima que se prolongó
hasta la mañana. Al final el mal se estaba imponiendo a su constitución y a sus
indomables ganas de vivir.
Décimo día.
Fiebre altísima, sin
remedio alguno.
Mientras tanto, los
soldados formaban una multitud fuera del palacio. Querían verle a toda costa
temiendo que estuviese ya muerto y que sus compañeros (los llamaban guardia
personal) mantuvieran en secreto su fallecimiento. Fueron admitidos en su
dormitorio y desfilaron uno tras otro, mudos y con lágrimas en los ojos
delante del rey moribundo. Alejandro no podía ya hablar, pero tuvo para cada
uno una señal, una mirada. Algunos de sus generales, Átalo, Peithon, Demofonte,
Peucestas con Cleómenes, Menidas y Seleuco velaron toda la noche en el templo
de Serapis y preguntaron a los sacerdotes si no sería más oportuno llevar al
rey al interior del templo para que el dios le devolviese la salud. Pero un
oráculo de los sacerdotes dijo que era mejor que se quedase donde estaba.
Evidentemente el historial médico llegaba también al templo y no permitía
pensar en curaciones milagrosas.
Poco después,
Alejandro expiró.
1. Plutarco, Alejandro, 73,1.
2.
Plutarco, Alejandro, 73, 3-4.
3.
Arriano, VII, 22,4-5.
4.
Diodoro, XVII, 116.
5. Diodoro, XVII, 117, 1.
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