TENSIONES SOCIALES
En las ciudades griegas de las épocas arcaica y clásica había un mal
endémico, la stásis, que podría traducirse como «conflicto interno» y que
historiadores marxistas como Struve o Sainte-Croix interpretan como «lucha de
clases». La stásis podía limitarse en ocasiones a peleas callejeras, pero a
menudo desembocaba en revueltas y auténticas guerras civiles que producían un
fenómeno muy típico del mundo griego: el exiliado político.
¿Por qué se producían esos conflictos? Las polis que encontramos a
principios de la Época Arcaica estaban gobernadas por élites de terratenientes
que, o bien eran herederos de las grandes familias de antaño -al menos, eso
afirmaban ellos-, o habían adquirido más tierras que los demás durante los
tiempos revueltos de la Edad Oscura. Los miembros de estas élites se hacían
llamar a sí mismos áristoi, «los mejores», y de tan modesta denominación
proviene el término «aristocracia», literalmente «gobierno de los mejores».
Para los que no eran aristócratas reservaban lindezas como «los peores», «la
chusma» o, cuando no tenían ganas de ofenderlos mucho, simplemente «la
mayoría».
Los valores morales de estos aristócratas eran los mismos que los de
la poesía homérica y se resumían en una consigna: ser los mejores en todo. El
griego, idioma muy preciso y condensado, tenía un verbo para lo que nosotros
necesitamos traducir con una perífrasis, proteúo, «ser el primero». En esta
sociedad ferozmente competitiva, los diversos clanes aristocráticos luchaban
entre ellos por dominar las ciudades. Aunque la palabra «aristócrata» posee
connotaciones de sofisticación, no puedo evitar imaginarme las luchas entre
estas familias al estilo de Los Soprano o El padrino. A veces los nobles se
partían la crisma entre sí, pero más a menudo sus partidarios lo hacían por
ellos.
A esta lucha entre élites se
unieron pronto nuevos elementos en discordia. Gracias al despertar económico
del siglo viii, los comerciantes y los artesanos más cualificados empezaron a
enriquecerse. Además, con la aparición de la táctica de la falange -hablaremos
de ella en el capítulo siguiente-, esta emergente clase media también empuñó
las armas para defender la ciudad. Lógicamente, ya que arriesgaban la vida por
la polis, querían participar en su gobierno, pero los aristócratas se oponían:
más garbanzos para la burbujeante olla donde se cocía la stásis.
¿Qué ocurría con los que no eran ni aristócratas ni de la clase
media? Las parcelas que poseían los terratenientes no tenían demasiada
extensión, así que es fácil imaginar que las de los pequeños propietarios
serían poco más que minifundios. Cuando venía una mala cosecha, esos campesinos
se veían obligados a pedir grano prestado a los nobles que, al tener más
terreno, disponían de excedentes y reservas. Si el año siguiente las cosas
volvían a salir mal, los pequeños propietarios tenían que pedir prestado de
nuevo. Al final, respondían de estos créditos primero con sus tierras y luego
con sus propias personas. Quien no podía pagar sus deudas se convertía en
esclavo del acreedor y trabajaba para él, como ocurrió en Atenas hasta que
Solón lo prohibió a principios del siglo vi (no sé por qué, pero esto de
trabajar para el prestamista me hace pensar en ciertas hipotecas de por vida).
Para complicar las cosas, reinaba la costumbre del mayorazgo. Como
las propiedades no eran muy grandes, para no fraccionarlas más el primogénito
se lo quedaba todo o casi todo. Los segundones empobrecidos, lógicamente, no
estaban muy felices con la situación. Para comprobarlo, basta con leer los
ácidos comentarios de Hesíodo en Trabajos y días.
Con tantas tensiones, era normal que el puchero reventara. Durante
los siglos vii y vi, en muchas ciudades se produjeron revoluciones violentas
que acabaron con el gobierno de la aristocracia y lo sustituyeron por el de
unos personajes conocidos como «tiranos».
LAS TIRANÍAS
Al principio el término no tenía connotaciones negativas. La palabra
tyrannos, tal vez de origen lidio, se aplicaba a una persona que gobernaba como
rey, pero que había llegado al poder por la fuerza. ¿Por qué la palabra
adquirió el sentido peyorativo con que ha llegado a nuestros días? Cierto es
que muchos tiranos abusaron de su poder. Pero además sufrieron muy mala prensa
entre los poetas líricos de su época, que eran en general defensores de la
vieja aristocracia. El ejemplo más característico es Teognis, que decía:
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El término que usa Teognis para «inferiores» es kakoí, que suele
traducirse por «malo» o «malvado», como en la palabra «cacofónico»,
«malsonante». Pero es obvio que el poeta no lo utiliza sólo como juicio moral,
sino como distintivo de clase social, pues vuelve a emplearlo aquí:
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Si personas con tantos prejuicios a favor de la sangre azul censuraban a
los tiranos, es obvio que no lo hacían por razones progresistas. También los
criticó con dureza Platón, que no era el hombre más demócrata del mundo.
Incluso su discípulo Aristóteles, más moderado, aseguraba que la tiranía era la
peor forma de gobierno existente. Con enemigos tan influyentes, era inevitable
que el término «tirano» cayera en el descrédito.
Todo esto no significa que las tiranías no gozaran de sustento
popular. Muchos tiranos provenían de la nobleza, pero llegaban al poder con el
apoyo de las clases medias y bajas, que estaban hartas de las luchas entre las
facciones aristocráticas.Y su política, por lo general, intentaba favorecer a
aquellos que los habían aupado a lo más alto.
Las tiranías acrecentaron la prosperidad de la mayoría de las
ciudades. Así pasó, por ejemplo, con la de Periandro en Corinto. De este
tirano, que sucedió a su padre Cipselo hacia el año 627, nos han llegado
algunas noticias favorables y otras no tanto. Empezaremos con lo bueno: su
nombre solía aparecer en las listas de los Siete Sabios junto con personajes
como Tales y Solón. Se dice que acabó con la piratería y que arbitró en una
grave disputa entre Atenas y Mitilene. Eso debe ser buena señal, porque los
griegos sólo nombraban como árbitros o jueces de paz a personas conocidas por
su inteligencia y su ecuanimidad.
Durante el gobierno de
Periandro, la ciudad de Corinto supo aprovechar su situación estratégica. Si ya
era un lugar de paso entre el Peloponeso y el resto de Grecia, el tirano
consiguió unir también las aguas del golfo de Corinto con las del Sarónico, o
lo que es lo mismo, el mar Jónico con el Egeo. El sistema, denominado diólkos
-que ya existía de forma rudimentaria, pero que Periandro pavimentó y terminó-,
consistía en una especie de carril de unos siete kilómetros de longitud, con
dos surcos separados por metro y medio a modo de raíles. Por el diólkos,
construido de tal manera que se evitaban grandes desniveles, circulaban grandes
vagones con ruedas remolcados por bueyes o por tracción humana. Sobre esos
vagones viajaba la carga o, directamente, barcos de pequeño tamaño. De esta
manera, las naves evitaban un largo rodeo circunnavegando el Peloponeso,
periplo que resultaba peligroso por las traicioneras tormentas del cabo Malea,
en su extremo sur.
El diólkos también se utilizó con fines militares. Aunque
transportar trirremes de guerra por él debía de ser dificil y no se hacía a
menudo, bastaba con la propia tripulación del trirreme, menos de 200 hombres,
para remolcar la nave de golfo a golfo en una operación que llevaría entre tres
y cuatro horas. ¡Sin duda, era mejor que rodear el Peloponeso a golpe de remo!
Todos los viajeros que usaban el diólkos pagaban tasas a la ciudad de Corinto,
así que ésta se enriqueció mucho más gracias al tirano.'
Las tradiciones contrarias a Periandro son abundantes. Este tirano
suprimió literalmente a sus adversarios políticos, y por temor a las
represalias se rodeó de guardaespaldas, algo que no había hecho su padre.
Durante la perpetua lucha que Corinto sostenía contra Corcira, su antigua
colonia, Periandro se apoderó de 300 jóvenes de la isla y los envió al reino de
Lidia para que los castraran y los vendieran como eunucos en los harenes
orientales. Por suerte para los muchachos, en el camino hicieron escala en la
isla de Samos, donde sus habitantes los liberaron, salvándolos de la
emasculación.
Las anécdotas más escabrosas
sobre Periandro se refieren a su conducta sexual. Se le acusaba de haber
cometido incesto con su madre, bien fuera por voluntad propia o engañado por
ella. Pero lo de su propia esposa, Melisa, fue peor. Se cuenta que él mismo la
mató golpeándola cuando estaba embarazada, como hizo el emperador Nerón con
Popea (casualmente, de Nerón también se decía que se acostaba con su madre
Agripina). Una vez muerta, Periandro quiso consultar con ella para averiguar
dónde estaba guardada cierta suma de dinero que no aparecía por ninguna parte.
Para ello recurrió al oráculo de los muertos, situado en un lugar siniestro, el
río Aqueronte. El espíritu de Melisa contestó que no diría nada hasta que
Periandro remediara su situación: estaba desnuda y pasaba mucho frío en el
reino infernal, porque su marido no había hecho incinerar sus ropas. (La razón
es que los vestidos seguían existiendo de forma material, y Melisa sólo podía
usarlos en su forma inmaterial, para lo cual tenían que ser previamente
destruidos).
Lo más macabro es la prueba que dio Melisa de que era su propio
espíritu el que se comunicaba con su viudo, pues dijo a los enviados que
Periandro había introducido su barra de pan en un horno frío. El tirano pilló
al vuelo a qué se refería, ya que había mantenido relaciones sexuales con el
cadáver de su mujer recién muerta. Pero como lo que le importaba era saber
dónde estaba el dinero, y para eso necesitaba aplacar a Melisa, ordenó que
todas las mujeres de Corinto se congregaran en el templo de Hera. Una vez
reunidas, les ordenó que se desnudaran, como si se tratara de hacerse una foto
colectiva con Spencer Tunick, y luego hizo quemar los vestidos. De esta manera,
las ropas pasaron mágicamente a poder de Melisa, cuyo espíritu confesó por fin
dónde se escondía el dinero.
Lo siento por la memoria de Periandro, de quien no sabemos si fue
realmente tan cruel y pervertido como cuenta Heródoto. Pero, como comprenderán
los lectores, no podía omitir una historia así.
Otro tirano célebre fue Polícrates, que consiguió el poder en la
isla de Samos hacia el año 535. También enriqueció a sus súbditos y atrajo a su
corte a numerosos artistas, como Anacreonte, que se hizo famoso por sus alegres
poemas destinados a cantarse en los banquetes. Pero la fuente de la riqueza de
Samos no era del todo honrada: Polícrates la convirtió en una potencia naval y
se dedicó a la piratería. Como Periandro, también llevó a cabo grandes obras
públicas. Entre otras, un acueducto subterráneo que llevaba agua a la capital y
que atravesaba una montaña de un kilómetro. Los obreros empezaron a excavar por
ambos lados del monte Castro hasta encontrarse en el centro, con tan sólo una
ligerísima desviación, gracias al procedimiento ideado por el ingeniero
megarense Eupalino. El túnel, del que habla Heródoto, fue redescubierto en el
siglo xix y puede visitarse hoy día.
Pero Polícrates se dedicó a
intrigar con las diversas potencias de la época, incluyendo el Imperio persa, y
no acabó bien. En el año 522, el sátrapa Oroetes lo engañó para atraerlo al
continente y, una vez allí, hizo que lo crucificaran por conspirar contra el
rey Darío.
LA ÉPOCA DE LAS COLONIZACIONES
Había otra salida más pacífica que las tiranías y que durante mucho
tiempo sirvió de vía de escape para la stásis y también para la creciente
superpoblación. Consistía en fundar colonias en algún lugar lejano y enviar
allí a los descontentos, a los campesinos arruinados y a los hijos segundones.
Ya hemos visto cómo los griegos del continente cruzaron el Egeo
durante la Edad Oscura y se establecieron en la costa de Asia Menor. Pero a
partir del siglo viii se produjo una expansión mucho mayor, que se prolongó
hasta el vi y llevó a los griegos a fundar ciudades por todo el Mediterráneo y
el mar Negro.
El término «colonización» puede inducir a error, porque uno piensa
automáticamente en el colonialismo europeo del siglo xix en África, o en el de
siglos anteriores en América. La metrópolis griega' no ejercía ningún control
político ni económico sobre su colonia, fundamentalmente porque las
dificultades en las comunicaciones no lo permitían. Por ejemplo, Corinto
intentó mantener su influencia sobre la isla de Corcira, la actual Corfú, que
era una colonia suya fundada en el siglo viii. Pero Cor cira no tardó en
convertirse en una potencia marítima por derecho propio: ya en el año 660
derrotó a su metrópolis en una batalla naval, y su rivalidad con ella duró
tanto tiempo que fue el detonante de la Guerra del Peloponeso en el año 431.
La palabra con que definían
los griegos a las colonias era apoikía, «mudanza». A veces una colonia era el
resultado del crecimiento de un empórion o puesto comercial, pero en muchas
otras ocasiones nacía directamente como apoikía. Por supuesto, los
colonizadores no viajaban a ciegas, y antes de partir de la metrópolis ya
tenían decidido el lugar donde asentarse. En el siglo VIII el comercio y la
navegación habían recuperado niveles similares a los de la época micénica, y
las costas del Mediterráneo eran bien conocidas para los griegos, al menos
hasta Italia.
Los sitios elegidos por los exploradores debían cumplir ciertas
condiciones defensivas y de supervivencia. Por precaución, los colonos griegos
solían instalarse primero en islas a poca distancia de la costa o en
promontorios alargados que, a todos los efectos, podían defender como si fueran
islas. Después, cuando iban adquiriendo confianza con los lugareños (o se
sentían más fuertes que ellos), cruzaban a tierra firme o extendían sus
asentamientos más allá de la península ocupada. Así ocurrió, por ejemplo, en la
colonia más antigua de Italia: la establecieron los eubeos en la pequeña isla
de Pitecusas, situada en la bahía de Nápoles, antes de decidirse a pisar el
continente. Lo mismo sucedió en Siracusa, donde los colonos ocuparon y
fortificaron primero la isla de Ortigia.
En lo posible, las apoikías debían tener a su alrededor tierras
fértiles. Aunque los colonos vivían sobre todo de comerciar con los nativos, necesitaban
abastecerse de cereales. Algunas colonias, como Cirene, poseían territorios muy
amplios. Otras, como Focea -fundada en la primera oleada, la de la Edad
Oscura-, andaban mal de tierra cultivable, lo cual explica que se dedicaran
sobre todo al comercio y a implantar otras apoikías, en una especie de
metacolonialismo.
Una vez elegido el emplazamiento de la colonia, se consultaba a los
dioses, y en particular al oráculo de Delfos, para saber si se mostraban
propicios a la empresa. Después se elegía a un fundador, el oikistés, como jefe
de la expedición, y se seleccionaba a las personas que iban a partir llevando
el fuego sagrado de la ciudad. Siempre aparecían voluntarios, pero también se
recurría al sorteo o, directamente, al viejo procedimiento de reclutarlos a la
fuerza. Al principio los viajeros no eran muchos, pero si la fundación tenía
éxito no tardaban en arribar nuevos colonos desde la metrópolis, y también
desde otras ciudades.
El trazado de las colonias
solía ser menos caótico que el de las ciudades madre, y las parcelas de terreno
tendían a ser regulares para que todos los colonos recibieran la misma
superficie, pues una de las razones para fundar una apoikía era huir de las
desigualdades de la metrópolis. Tiempo había, por supuesto, de que dichas
desigualdades volvieran a aparecer y de que algunos se enriquecieran, bien
fuera a costa de los demás o bien porque eran más hábiles y tenían más
iniciativa: al final, siempre aparecían élites locales. El primer candidato a
formar parte de esta élite, por supuesto, era el fundador, que a su muerte
recibía culto de héroe.
Gracias a la colonización los griegos tomaron contacto con culturas
de todo el Mediterráneo y el mar Negro. Las que estaban menos desarrolladas se
dejaron helenizar: adoptaron costumbres griegas, imitaron su cerámica y su
alfabeto o acuñaron su propia moneda. En otros lugares donde había pueblos tan
avanzados como ellos o más ni se les ocurrió fundar colonias: no se acercaron a
la costa de Fenicia, ni a las de Etruria y el Lacio, controladas por los
etruscos (aunque la influencia griega llegó a este pueblo por otros conductos).
Por su parte, los egipcios se limitaron a permitir que los helenos se
establecieran en un enclave, Náucratis, para comerciar con ellos.
COLONIAS EN ITALIA Y SICILIA
La primera fundación fue la de Pitecusas, más que colonia un pequeño
puesto comercial situado en una isla de la bahía de Nápoles. La comarca de
Nápoles, la Campana, era muy fértil, aunque esta fertilidad, por tratarse de
tierra volcánica, también suponía una amenaza. Los griegos tuvieron suerte de
no sufrir la ira del Vesubio, que siglos más tarde sepultaría a Pompeya y
Herculano.
A partir de la isla de Pitecusas, los colonos de Eubea se animaron a
pisar el continente, y hacia 730 fundaron la ciudad de Cumas, que se hizo muy
célebre por su oráculo, en el que la profetisa conocida como Sibila vaticinaba
el futuro. Las colonias instauraban sus propias colonias, y así Cumas fundó
Neápolis o «ciudad nueva», la actual Nápoles, hacia el año 600.
En la punta de la bota
italiana, los habitantes de Calcis fundaron Regio, un enclave estratégico para
dominar el estrecho que separa Italia de Sicilia. En el arco de la suela, los
aqueos fundaron las ciudades de Síbaris y Crotona, que estaban destinadas a
convertirse en enemigas encarnizadas.
Todo el mundo conoce la palabra «sibarita», que define a una persona
de gustos exquisitos y hedonistas. Los auténticos sibaritas prosperaron mucho
gracias a que dominaban la llanura del río Cratis, con un suelo fértil y rico en
sedimentos. Pero su riqueza los volvió extravagantes. Se dice, por ejemplo, que
dormían en lechos de rosas. Esmindírides, un tipo particularmente delicado, no
pudo pegar ojo una noche porque un pétalo estaba arrugado, así que hizo azotar
al esclavo que le había hecho la cama. La anécdota recuerda a ese cuento de
Andersen en que una joven demostraba ser una auténtica princesa porque se daba
cuenta de que debajo de un montón de colchones le habían puesto un garbanzo
(sospecho que Andersen se inspiró en la historia de Esmindírides).
Otro ciudadano de Síbaris aseguraba que en veinte años no había
visto amanecer ni ponerse el sol, pues vivía de noche, como un vampiro o como
un adolescente los fines de semana. Los sibaritas habían dictado ordenanzas
municipales para evitar los ruidos en la calle, de modo que a las industrias
escandalosas, como herrerías y carpinterías, las habían desterrado fuera de la
ciudad. ¿Qué habrían pensado de las motos a escape libre, del botellón o de los
camiones de la basura? Sus fiestas también eran proverbiales. Para hacerlas más
vistosas, habían enseñado a bailar a sus caballos al son de la flauta. En los
banquetes, fueron los primeros en introducir el orinal para que los invitados
no tuvieran que levantarse al retrete con el consiguiente peligro de partirse
la crisma si habían bebido mucho.
Además, invitaban a las fiestas a las mujeres casadas; algo que en
las ciudades griegas de la Época Clásica se veía muy mal, pues en lugares como
Atenas, sólo admitían en los banquetes a las cortesanas conocidas como hetairas
y a las jóvenes que tocaban la flauta más bien ligeras de ropa para amenizar la
reunión.
En el año 510, Síbaris entró
en guerra con la vecina ciudad de Crotona. Cuando llegó el momento de la
batalla, los crotoniatas hicieron sonar las flautas, la caballería de los
sibaritas se puso a bailar descabalgando a sus jinetes y la batalla acabó en
desastre para Síbaris.
Estas anécdotas proceden de Ateneo, un autor del siglo üi d.C. que
escribió una obra probablemente intragable para un lector moderno, los
Deipnosofstas o La cena de los sabios, auténtica exhibición de erudición o de
pedantería, según se quiera ver, y en la que se encuentran miles de historias
curiosas, aunque poco fiables. Personalmente, me parece que los sibaritas, como
su ciudad ya estaba destruida y no podían defenderse de las acusaciones, se
habían convertido en un exagerado paradigma del hedonismo. En particular, la
historia de los caballos danzando en mitad de la batalla me convence muy poco.
Con flautas o sin ellas, Crotona derrotó a Síbaris y luego procedió
a destruirla con una saña inigualable. En la guerra antigua no solía llegarse a
la aniquilación total del enemigo. Pero los crotoniatas tomaron Síbaris,
derribaron sus murallas, sus templos y sus casas, y desviaron el río Cratis
para que pasara por el emplazamiento de la antigua ciudad y se lo llevara todo.
Una triste ironía: el fundador de Síbaris provenía de la ciudad de Hélice, la
misma que siglo y medio después también desaparecería de la faz de la tierra,
borrada por aquel terremoto del que hablamos en un capítulo anterior.
Antes de su destrucción, los sibaritas habían fundado la ciudad de
Posidonia, al sur de Neápolis y la Campana. Llamada más tarde Paestum, es
conocida sobre todo por las ruinas de sus tres grandes templos, que se han
conservado en un estado excelente y son una muestra magnífica del estilo
dórico.
En la parte interna del tacón de Italia -más o menos por donde se
parten los de aguja en el momento más inoportuno- se hallaba Tarento. Su historia
es muy peculiar. Fue la única colonia de los espartanos, que nunca destacaron
por su tradición marinera ni por su iniciativa comercial. ¿Por qué, entonces,
fundaron Tarento? En aquel momento, a finales del siglo viii, Esparta se
encontró con que le sobraba población. Pero lo realmente curioso es cómo
apareció este excedente.
Los varones espartanos llevaban muchos años alejados de la ciudad y
guerreando contra los mesemos, a los que acabaron conquistando y con virtiendo
en siervos. Sus mujeres, atendiendo a la llamada de la naturaleza, decidieron
calentar los lechos vacíos recurriendo a otros varones, y les daba igual que
fueran no ciudadanos o incluso esclavos. Cuando los espartanos regresaron por
fin a casa, muchos de ellos se encontraron con que habían sido padres.Aunque
tenían cierta fama de brutos entre los demás griegos, al menos sabían contar
meses con los dedos, así que tenían claro que aquellos críos no eran hijos
suyos.
A esos bastardos se los llamó
partheníai, literalmente «hijos de las vírgenes», aunque estaba claro que no
los había engendrado ningún espíritu, santo o no santo. Para librarse de ellos,
los espartanos los mandaron a fundarTarento. El emplazamiento de la ciudad
resultaba perfecto -en su origen era prácticamente una isla-, y llegó a
prosperar mucho, entre otras razones gracias a que allí abundaban los múrices.
Este molusco tiene la virtud de segregar un tinte de color púrpura. Aunque el
más apreciado en la Antigüedad era el de la ciudad fenicia de Tiro, conocido
como «púrpura real» y que valía más de su peso en plata, el tinte de Tarento,
llamado tarantinon, también gozaba de una gran reputación. De este modo,Tarento
se enriqueció tanto que acabó encargando de su defensa a soldados mercenarios:
estos descendientes de los belicosos espartanos habían cambiado mucho.
Por supuesto, los historiadores actuales no se creen esta historia
un tanto folclórica, y piensan que los espartanos a los que enviaron a Tarento
debían de ser, como en otras ciudades, descontentos o segundones.
UNA MÍNIMA HISTORIA DE SIRACUSA, LA ATENAS DEL OESTE
En la isla de Sicilia, los griegos se limitaron al principio a la
parte oriental, ya que en la occidental habrían chocado con los intereses de
Cartago. De hecho, griegos y cartagineses libraron en Sicilia y en el
Mediterráneo occidental luchas tan sangrientas y encarnizadas como las propias
Guerras Médicas. La isla en aquel entonces era muy fértil, y se decía que el
ganado que se apacentaba en las laderas del Etna engordaba tanto que había que
abrirle heridas en las orejas para que sangrara y no reventara (¡que no se
enteren en las clínicas de adelgazamiento!).
La mayor ciudad de Sicilia fue
Siracusa. La fundaron los corintios hacia el año 734: era, por tanto, doria. Al
principio los colonos se asentaron en la isla de Ortigia, donde había una
fuente de agua potable, la célebre Aretusa. Poco a poco la ciudad creció, hasta
que sus habitantes decidieron unir Ortigia con el resto de la isla y convertirla
en península. El emplazamiento estratégico era excelente, como se demostraría
cuando tres siglos después la ciudad resistió un largo asedio ateniense.
Los siracusanos no tardaron en apoderarse de la fértil llanura del
río Anapo. Gracias a eso, la ciudad prosperó tanto que fundó sus propias
colonias y extendió su influencia sobre el resto de la isla. En el año 485 una
revolución democrática expulsó a los llamados gamóroi o «propietarios de
tierras». Estos terratenientes llamaron en su auxilio a Gelón, un militar
profesional que ya se había convertido en el amo de la ciudad de Gela (la
similitud entre ambos nombres no es casualidad: se llamaba así porque descendía
de los fundadores de la misma). Gelón entró en Siracusa, sorprendió a los
revolucionarios desorganizados, acaso discutiendo por cómo se iban a repartir
los cargos y las comisiones, y los derrotó sin mayor problema. A partir de ese
momento, se convirtió también en tirano de Siracusa, donde estableció la sede
de su poder, ya que el lugar, con sus dos puertos, le pareció mucho mejor que
Gela.
En la época de Gelón, las tiranías ya habían pasado de moda en la
Grecia oriental. Pero la situación en Sicilia era muy distinta. Por una parte,
Gelón no había utilizado a la clase media para arrebatar el poder a los
aristócratas, sino que había obrado justo al contrario. Por otra, la amenaza
constante de la cercana Cartago requería un poder más centralizado que en
Grecia continental. En realidad, los tiranos de Sicilia, personajes ambiciosos
dispuestos a embarcarse en grandes empresas de conquista, recuerdan más a los
reyes guerreros del periodo helenístico que a los tiranos del resto de Grecia.
Al igual que el tirano Pisístrato engrandeció Atenas en la segunda
mitad del siglo vi, el gobierno de Gelón supuso el auge de Siracusa. En primer
lugar, deportó a toda la población de Camarina y la obligó a instalarse en
Siracusa, y después hizo lo mismo con la mitad de la población de Gela y con
parte de la de Mégara. (Supongo que en ese momento algunos ya empezarían a
llamarlo «tirano» en sentido tan peyorativo como nosotros). Gracias al aumento
(forzoso) de población, Gelón dispuso de una fuerza de trabajo con la que crear
una gran flota y, por supuesto, de abundantes reclutas para su ejército de
tierra.
Puede decirse que a principios
del siglo v, Gelón, que ya había conocido la gloria de triunfar con un carro en
Olimpia, era el individuo más poderoso del mundo griego. Las fortificaciones
que hizo construir en Siracusa eran tan sólidas que pasaron casi trescientos
años hasta que un ejército enemigo en este caso el romano- consiguió tomarla.
La propia ciudad tenía seguramente más población que el núcleo urbano de
Atenas.
Tanto poder y tanto afán de aumentarlo despertaron el recelo de los
griegos que habitaban en la parte noroeste de la isla. Sobre todo, de la ciudad
de Hímera, fundada por jonios, con lo que a esa desconfianza ante Gelón se
sumaba la rivalidad étnica. De modo que las ciudades de Hímera y Selinunte
recurrieron a la ayuda de la gran potencia marítima del Mediterráneo
occidental, Cartago.
Cartago había sido fundada por los fenicios de Tiro a finales del
siglo ix. Al igual que Siracusa, disponía de dos excelentes puertos naturales y
de tierra fértil en abundancia. Cartago no tardó en independizarse de su
metrópolis y, como todas las urbes fenicias, se dedicó a la exploración y el
comercio. Gracias a ello prosperó tanto que pudo disponer desde muy pronto de
un ejército de mercenarios y de una flota muy poderosa. En el año 535 se alió
con los etruscos para combatir contra los griegos del Mediterráneo occidental,
a los que derrotaron en Alalia, en la isla de Córcega.
A partir de ese momento, Cartago dominó la isla de Cerdeña y también
parte del sur de España.Ya poseía intereses en Sicilia, en concreto en el
extremo oeste, y cuando los habitantes de Hímera y Selinunte pidieron su ayuda,
el senado oligárquico de Cartago aceptó encantado y empezó a hacer preparativos
para invadir la isla.
Por esa misma época, las ciudades de la Grecia continental se veían
amenazadas por otra invasión, la del rey persa Jerjes. Los griegos orientales
pidieron ayuda a Gelón como líder de los occidentales. El tirano les ofreció
unos refuerzos considerables: 200 barcos de guerra y 20.000 hoplitas, más
caballería e infantería ligera. La única condición que ponía era que le
concedieran el mando supremo de la alianza. Los espartanos, como era de
esperar, le contestaron que verdes las habían segado. No queda claro si es que
Gelón no tenía el menor interés en ayudar a sus parientes del oeste, o si
realmente pretendía convertirse en el amo de todo el mundo griego y los del
continente no se lo permitieron.
En cualquier caso, no podría
haber enviado la ayuda prometida, pues en el mismo año en que Jerjes lanzaba su
invasión, un ejército al mando del general cartaginés Amílcar3 desembarcó en
Sicilia. ¿Casualidad? Diodoro de Sicilia cuenta en el libro XI de su Biblioteca
histórica que Jerjes envió una embajada a los cartagineses para convencerlos de
que atacaran a Gelón al mismo tiempo que él invadía Grecia. Muchos
historiadores actuales niegan que existiera este acuerdo y atribuyen al azar
que ambas campañas se desarrollaran a la vez. Es cierto que los autores griegos
tenían una gran tendencia al dramatismo y que exageraron todavía más al afirmar
que las batallas de Hímera y Salamina se libraron el mismo día. Pero tampoco
parece lógico pensar que no existiera ningún contacto entre Cartago y Persia,
máxime cuando ésta tenía como súbditos a los fenicios, hermanos de raza de los
cartagineses. Seguramente cartagineses y persas habían trazado sus propios
planes de invasión, pero no les venía mal actuar más o menos a la vez -es
decir, el mismo año, sin precisar más las fechas- para evitar que los griegos
del oeste ayudaran a los del este o viceversa.
Según Heródoto, Amílcar tenía bajo su mando a 300.000 hombres. Pero,
como veremos al hablar de las Guerras Médicas, no se puede confiar mucho en sus
cifras. Para ser sinceros, no se puede confiar nada en ellas. Como suele
ocurrir cuando los números que nos ofrecen los autores antiguos no son fiables,
sólo nos queda hacer conjeturas. Entre 20.000 y 40.000 hombres podría ser una
cifra razonable. Entre ellos había cartagineses, pero sobre todo mercenarios de
Libia -en esta época recibía ese nombre casi todo el norte de África-, de
España y de Italia. Tras el desembarco Amílcar concedió tres días de descanso a
sus tropas para reponerse de la travesía, que había sido agitada, y después se
dirigió a Hímera. Ésta se hallaba en poder de los partidarios de otro tirano,
Terón de Acragante, aliado de Gelón: precisamente, la toma de Hímera había sido
el casas belli de toda la campaña.
Terón no tardó en acudir a defender Hímera, y poco después de él
llegó Gelón, con un ejército que no debía ser inferior en número al de los
cartagineses. Entre ellos había unas tropas peculiares, los hammípoi,
literalmente «semicaballos»: soldados de infantería ligera que corrían al mismo
paso que la caballería y que a veces montaban a la grupa detrás de los jinetes.
Amílcar había levantado un
campamento fortificado para asediar la ciudad de Hímera. Gelón logró entrar en
él gracias a una mezcla de suerte y astucia. Como hemos dicho, los habitantes
de Selinunte preferían depender de los cartagineses antes que de Gelón, de modo
que Amílcar les envió un mensajero pidiendo refuerzos de caballería. Los
hombres de Gelón interceptaron el correo, una forma neutra de decir que le
sacaron la información a palos y luego lo mataron. Después, el día en que
debían llegar a Hímera los jinetes solicitados, quienes se presentaron fueron
los de Siracusa. Los cartagineses les abrieron las puertas de la empalizada, y
ya podemos imaginar lo que pasó a continuación. La caballería de Gelón prendió
fuego a los barcos varados en la playa, la infantería pesada griega se sumó al
ataque y, en medio del caos,Amílcar resultó muerto. Como solía ocurrir en la
Antigüedad cuando un ejército perdía a su general, sus hombres se
desmoralizaron y la batalla acabó en desastre para ellos.
Es imposible saber cuántas bajas sufrieron realmente los
cartagineses. Pero debieron quedar muy dañados por la derrota, pues se dice que
Cartago pagó una cuantiosa indemnización de 2.000 talentos, cerca de 50
toneladas de plata.
El prestigio de Gelón ascendió hasta las nubes gracias a la victoria
de Hímera, que el siciliano Diodoro consideró tan importante como las de
Salamina o Platea. Durante setenta años los cartagineses no volvieron a suponer
una amenaza para Sicilia, y merced a la indemnización y el botín Gelón pudo
embellecer con hermosos templos la ciudad de Hímera y, sobre todo, la de
Siracusa. Cuando Gelón murió dos años después, en el 478, su régimen estaba tan
consolidado que su hermano Hierón lo sucedió sin problemas. Hierón prosiguió la
política expansionista de Gelón, y además se convirtió en un mecenas que invitó
a su corte a poetas como Píndaro, Simónides o Esquilo.4 A Hierón lo sucedió a
su vez su hermano Trasíbulo, que endureció su régimen para aplastar toda
oposición. Como resultado, los siracusanos se levantaron contra él, y en el año
466 lo expul saron e instauraron una democracia. La ciudad siguió siendo
próspera, pero perdió el imperio que había adquirido en el resto de la isla.
Cincuenta años más tarde,
Siracusa se enfrentó contra otra democracia, la más poderosa de Grecia: Atenas.
De esa lucha, que alcanzó increíbles niveles de crueldad, hablaremos cuando
llegue el momento de narrar la Guerra del Peloponeso.
EL NORTE DEL EGEO, LOS ESTRECHOS Y EL MAR NEGRO, CON UN VIAJE
INSOSPECHADO
Como ya hemos visto, durante la Edad Oscura dorios, jonios y eolios,
de sur a norte, cruzaron el Egeo casi en paralelo, para asentarse en el litoral
de Anatolia. Pero aún quedaba la costa norte de aquel mar, que era conocida con
el nombre genérico de Tracia y se extendía desde Macedonia hasta los estrechos
que separan Asia de Europa. Allí había valiosos recursos naturales: bosques
madereros en los montes Ródope, ríos de curso más caudaloso y regular que los
griegos, llanuras fluviales aptas para la agricultura y metales preciosos.
Los habitantes de aquel lugar eran conocidos colectivamente como
tracios, aunque había muchas tribus entre ellos. Los griegos los consideraban
bárbaros en el sentido actual del término -entre otras cosas, llevaban
tatuajes, algo que horrorizaba a los helenos-, y los acusaban de ser unos
borrachuzos que bebían vino puro.
La colonización griega empezó por el este, en la península
Calcídica, formada por tres largos promontorios que recuerdan otros tantos
dedos. Fue obra, de nuevo, de las ciudades de Eubea, Calcis y Eretria. Después,
en el siglo vii, los griegos de Paros ocuparon la isla de Tasos, a muy poca
distancia del continente, rica en bosques y también en metales preciosos. Años
después, los colonos de Tasos cruzaron los pocos kilómetros de agua que los
separaban de Tracia y se establecieron en el Pangeo, un sistema montañoso que
llega casi a los 2.000 metros en su cima más alta. En el Pangeo había ricas
minas de oro y de plata, y los tracios que las explotaban ofrecieron
resistencia a los tasios. Éstos los expulsaron por fin y trabajaron las minas
hasta que los atenienses, a su vez, se las quitaron. Quien más pro vecho sacó a
la larga del monte Pangeo fue Filipo de Macedonia, que pudo financiar sus
falanges con el oro y la plata extraídos de sus minas y del cauce de sus ríos.
En los estrechos de los
Dardanelos y del Bósforo también se fundaron ciudades, tanto en el lado europeo
como en el asiático: Cícico y Calcedonia entre otras, y también Bizancio, que
pasados muchos siglos daría su nombre a una cultura entera.Atenas también tenía
intereses allí, y en el siglo vi, cuando empezó a dar muestras de su carácter
expansivo, fundó la colonia de Sigeo.
Pasados los estrechos, se extendía el mar Negro, al que los griegos
llamaban Ponto Euxino o, simplemente, Ponto. Era un entorno más bien hostil,
cuyos peligros se reflejan en el mito de Jasón y los Argonautas, que viajaron
hasta la comarca de la Cólquide, en la orilla oriental del mar Negro, para
recuperar el fabuloso vellocino de oro. Los primeros que se decidieron a
colonizar esta región fueron los habitantes de Mileto, que ya en el siglo VIII
fundaron entre otras ciudades Sínope y Trapezunte, en la orilla sur del Ponto.
Después, durante el vii, los griegos se lanzaron a las orillas norte
y oeste, y fundaron colonias en los estuarios de los grandes ríos: entre otras,
Istro en la desembocadura del Danubio y Olbia cerca de la del Dniéper. El clima
era más frío y húmedo que el del Egeo, y a los griegos debía resultarles un
poco deprimente (al menos si nos guiamos por el ejemplo del poeta latino
Ovidio, que fue desterrado a las orillas del mar Negro en el siglo i d.C. y,
llevado por su estado de ánimo, escribió allí las composiciones conocidas como
Tristia). Pero los colonos disponían de muchas oportunidades para enriquecerse
comerciando. En aquellos parajes se encontraba pesca abundante, que luego se
llevaba a Grecia en salazón, y además los colonos tenían la posibilidad de
tratar con tribus del interior. Por los ríos llegaban hierro, plata, pieles y
esclavos.
Sobre todo, las llanuras situadas al norte del Ponto, en la actual
Ucrania, eran un auténtico granero natural. No sólo estaban regadas por grandes
ríos, sino que el suelo de aquella zona era una tierra negra, conocida hoy día
como chernozem, muy rica en humus. Con el tiempo y precisamente por esta
riqueza cerealística, Atenas, que pasaba dificultades para alimentar a una
población cada vez más numerosa, se dedicó a establecer puestos en las rutas
que llevaban al mar Negro y controlar los estrechos.'
En aquellas regiones, los
griegos tomaron contacto con pueblos bárbaros conocidos colectivamente como
escitas. Había entre ellos tribus nómadas que vivían prácticamente a lomos de
sus caballos, y otros grupos casi sedentarios. Los escitas destacaban
particularmente en el uso del arco: en el siglo v, los atenienses incorporaron
dotaciones de arqueros escitas en sus barcos, y lo más parecido a un cuerpo de
policía que había en la ciudad de Atenas estaba formado por esclavos públicos
de esta etnia.
Es posible que el contacto con los escitas acarreara otras
consecuencias más espirituales, pues entre ellos se practicaba el chamanismo.
Este término proviene de una palabra siberiana, «chamán», que ha pasado a
varios idiomas y que se refiere a una especie de mago o curandero intermediario
entre nuestro mundo y el más allá, con el que se comunica haciendo viajes
astrales. Para alcanzar las experiencias extracorpóreas, el chamán debe
someterse a una estricta disciplina, que incluye retiros prolongados -a menudo
encerrarse en cuevas, en una especie de privación sensorial- y también ayuno.
Gracias a su entrenamiento, el chamán puede desdoblarse y hablar con los
espíritus: no es que éstos lo posean, sino que su alma abandona su cuerpo y
puede ponerse en contacto con ellos. Como explica E. R. Dodds en su ya clásico
Los griegos y lo irracional: «A un chamán puede de hecho vérsele
simultáneamente en diferentes sitios; tiene el poder de la bilocación» (Dodds,
1989, p. 138).
Esta creencia parece muy ajena al espíritu heleno tal como,
generalmente, se nos ha inculcado que era. Pero, a raíz del contacto con los
pueblos del Ponto, también empezaron a aparecer chamanes entre los griegos. El
más conocido en la tradición era Epiménides el cretense. Este personaje del
siglo vi' nació en Cnosos, lo cual ya lo haría heredero de la ancestral
sabiduría de los minoicos. Me voy a permitir copiar aquí un supuesto diálogo
entre Aristóteles y un médico, extraído de mi novela Alejandro Magno y las
águilas de Roma, en el que hablan de Epiménides. Aristóteles dice:
-Cuentan que cuando era niño su padre lo envió a buscar una oveja a
una cueva. Al entrar en ella se quedó dormido, y su letargo duró durante cin
cuenta y siete años. Cuando despertó, sus padres habían muerto y su hermano
pequeño era un viejo.
-Se ve que era una cueva
encantada -contestó Néstor.
-Algunos dicen que se trataba de la gruta donde había nacido Zeus.
El caso es que Epiménides viajó por otros mundos durante esos cincuenta y siete
años y así adquirió la sabiduría de muchas vidas. Por cierto, él tampoco comía
carne, sólo vegetales con los que se preparaba un caldo que comía dentro de una
pezuña de buey.
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-Cuando murió y fueron a enterrarlo -prosiguió el sabio-, se
descubrió que tenía toda la piel tatuada. Según la opinión de algunos, eso
significa que era un esclavo.Yo más bien creo que si estaba tatuado era porque
había tenido trato con los tracios y los escitas, o incluso porque él mismo era
un escita. Pues sé que al norte del Ponto y del mar Hircanio habitan pueblos
donde ciertos hombres sabios, que también se tatúan el cuerpo, se ejercitan en
prácticas ascéticas largas y severas. De ese modo consiguen que su cuerpo no
tenga poder sobre su alma y pueden soltar a su antojo las cadenas que sujetan
su espíritu.
-Chamanes -dijo Néstor.
Aparte de que en la fecha en que transcurre la acción de la novela
Aristóteles ya no vivía, la otra libertad que me tomo es que un griego no podía
conocer el término «chamán», que, como ya he dicho, es siberiano. Pero,
básicamente, lo que cuento es lo que los griegos sabían o creían saber sobre
Epiménides. El ayuno y el larguísimo retiro en una cueva -cincuenta y siete
años, al estilo de Rip Van Winkle- le habrían otorgado la capacidad para hacer
viajes astrales.
De Epiménides se duda si existió. Pero, como señala Dodds, hay otro
chamán griego del siglo vi del que sí se tiene noticia histórica: Pitágoras.
Este filósofo y matemático fundó una orden cuyos miembros tenían que someterse
a prácticas muy estrictas, entre ellas la del ayuno, y también se abstenían de
comer carne y de ciertos alimentos, todo con el fin de alcanzar una mayor
claridad mental (quien haya dado cuenta de un chuletón con patatas podrá dar fe
de que durante las nx horas que dura su digestión, el cerebro no está como para
comprender la teoría de la relatividad). Pi tágoras creía en la transmigración
de las almas o, con un nombre más popular hoy, en la reencarnación. Entre las
muchas leyendas que crecieron a su alrededor, había una según la cual se le
había visto a la vez en dos ciudades, Crotona y Metaponto: la bilocación propia
de los chamanes.
Pitágoras no es el único
filósofo al que hemos estudiado en nuestros libros de texto como alguien tan
racional y formalito y que, sin embargo, tenía experiencias extrasensoriales y
se ponía en contacto con el mundo inmaterial. Dodds también atribuye rasgos
propios de un chamán al filósofo del siglo v Empédocles, autor de la teoría de
los cuatro elementos -a saber, que todo se compone de agua, tierra, fuego y
aire-.Algo similar piensa de Parménides el polémico filósofo y, a su manera,
chamán Peter Kingsley (Kingsley, 2003). Como ya comentamos en su momento, bajo
la denominación de filosofia griega agrupamos a un colectivo muy heterogéneo,
en el que hay científicos, pensadores, moralistas y místicos.
EL NORTE DE ÁFRICA Y EL MEDITERRÁNEO OESTE
En el año 630, los habitantes de Tera -que obviamente llevaba mucho
tiempo repoblada después de la megaerupción- se enfrentaron con uno de los
problemas crónicos de la isla: la falta de agua. Si ahora se arregla haciendo
venir buques cisterna de fuera, en aquel entonces la solución era mandar los
barcos fuera y cargados de gente.
Los colonos de Tera llegaron hasta la actual Libia y allí intentaron
asentarse dos veces. A la tercera fue la vencida, y fundaron Cirene en una zona
con abundante agua potable. Pronto se les unieron más colonos, en su mayoría
dorios, como los habitantes de Tera. La ciudad fundó otras colonias como Barca
o Apolonia -que servía de puerto para Cirene-, y se convirtió en la capital de
una región conocida como Cirenaica.
La extensión de la Cirenaica era mucho mayor de la habitual en las
polis griegas. Su suelo era fértil, tenía una zona norte con lluvias moderadas,
numerosos oasis y en la zona colindante con el desierto se podía practicar el
pastoreo. Todo ello la convirtió en una ciudad muy rica. En esa misma franja
semidesértica era donde crecía el silfo, una especie de hinojo gigante ya
extinguida a la que los antiguos le atribuían tantas pro piedades como nosotros
al áloe vera: se usaba como alimento tanto para el ganado como para humanos, y
también servía de laxante, de especia y de panacea para todo tipo de males.
En cuanto a su historia
política, Cirene representaba un caso peculiar. Su fundador, un tal Aristóteles
Bato, gobernó como rey, e instauró una dinastía que, a pesar de las numerosas
revueltas, logró sobrevivir durante cien años. En 525, Cirene se sometió a la
autoridad de los persas como estado vasallo, pero los Batíadas siguieron
gobernando con bastante autonomía. En el siglo v Cirene volvió a independizarse
y después, hacia el año 440, una revolución abolió la monarquía e instauró una
democracia.
La ciudad griega más destacada del Mediterráneo occidental fue
Masalia, la actual Marsella. La fundaron hacia el año 600 los focenses, aunque
se han encontrado huellas de que los rodios estuvieron allí antes. Como era
habitual, los colonos buscaron una zona protegida y se instalaron en la zona
que les cedió una tribu ligur, en una península que dominaba una pequeña
llanura y un excelente puerto natural. Masalia se enriqueció durante el siglo
vi comerciando con las tribus celtas del interior, y gracias al corredor que
abría el cercano río Ródano le llegaban productos del norte de Europa, como
ámbar o estaño. Los masaliotas, o bien los mismos griegos de Focea, fundaron
sus propias factorías comerciales en España, como Emporion -que significa
precisamente «puesto comercial» y que se convirtió en la actual Ampurias- o
Hemeroscopeion. Más al sur, cerca de Málaga, los griegos tuvieron un
asentamiento en Mainake, pero no tardaron en perderlo a manos de los
cartagineses.
En la zona de Andalucía, los focenses entraron en contacto con los
tartesios. Según cuenta Heródoto, allí conocieron a Argantonio, un rey de una
longevidad proverbial: se supone que vivió ciento veinte años, de los cuales
reinó nada menos que ochenta. Argantonio entabló tanta amistad con ellos que
les entregó dinero (más bien, serían metales preciosos sin acuñar) para que
fortificaran su ciudad con un muro. Como dice Heródoto: «Y se lo dio en
abundancia, pues el contorno de la muralla mide bastantes estadios, y está
construida con sillares grandes y bien ensamblados» (Heródoto 1, 163).
Cuando los persas conquistaron Jonia, los focenses, pese a su
muralla, decidieron embarcarse en masa y partir hacia el oeste. Muchos de ellos
se instalaron en la ciudad de Alalia, en la costa este de Córcega. La presencia
de tanto inmigrante griego en su zona de influencia debió alarmar a los
cartagineses, que se aliaron con los etruscos para echarlos de allí. Hacia el
año 535 se libró una gran batalla naval en Alalia. Según Heródoto, los focenses
vencieron, pero fue una victoria «cadmea», que era la forma antigua de
referirse a una victoria pírrica, en la que el ganador sufre tantos daños que su
triunfo no le reporta ningún beneficio. Al ver que aquel vecindario era
peligroso, los focenses volvieron a recoger sus enseres y se dirigieron al
suroeste de Italia.
Aunque las excavaciones
arqueológicas han descubierto que tanto en Córcega como en la misma Alalia
siguió habiendo griegos, éstos se hallaban mezclados con etruscos y con
población nativa, y dejaron de ser la población dominante. Lo cierto es que
tras la batalla de Alalia, fuera una victoria pírrica o una derrota -lo cual
parece más probable-, no habría apenas más presencia griega en el Mediterráneo
occidental que la de la próspera ciudad de Masalia.
' Hoy día ambos golfos, el Sarónico y el de
Corinto, están unidos por un canal, construido a finales del siglo xix, que
permite el paso a barcos de poco tonelaj e.
2
Literalmente «ciudad madre». Si los dorios hubiesen sido más cultos que los
jonios, tal vez utilizaríamos su dialecto y diríamos «matrópolis», y para ir al
centro de la ciudad tomaríamos el «matro».
s También escrito Hamílcar, nombre que
encontramos frecuentemente en la historia de Cartago, pues es un compuesto
formado con el nombre del dios fenicio Melkart.
quien
Plinio elViejo, coleccionista de anécdotas sobre el mundo natural, cuenta que
murió precisamente en Sicilia de la forma más absurda. Estaba sentado en la
playa cuando pasó sobre él un águila que llevaba entre las garras una tortuga.
Al confundir la calva de Esquilo con un pedrusco, la rapaz soltó la tortuga con
la intención de romper el caparazón contra la roca y así poder comerse la
carne. Obviamente, lo que se rompió fue el cráneo del infortunado Esquilo.
Aunque cosas más raras se han visto, los que tenemos poco pelo preferimos
pensar que es una anécdota inventada.
s Aunque hay opiniones discordantes.
Extrapolando a partir de los actuales datos de pluviosidad, Peter Garnsey
calcula que en la zona de Odesa la cosecha de trigo fallaba uno de cada dos
años, y la de cebada uno de cada seis o siete (Garnsey, 1988, p. 11).
que se
atribuye la célebre paradoja de Epiménides, que podría enunciarse así:
«Epiménides el cretense dice: Todos los cretenses dicen siempre la mentira».
¿En este caso también? Se supone que es el típico truco lógico que en una
película de ciencia ficción fundiría los circuitos de un ordenador.
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