lunes, 8 de enero de 2018

V. V. Struve Historia de la antigua Grecia (II)CAPÍTULO XIII LA GUERRA DEL PELOPONESO

1.    Situación en Grecia antes del comienzo de las operaciones bélicas

Significado de la guerra del Peloponeso

La guerra del Peloponeso es el acontecimiento más importante de la historia de la Grecia clásica. En ella se enfrentaron, por una parte, Atenas, a la cabeza de varios cientos de polis griegas que formaban parte de la liga marítima ateniense (arqué), y por otra, Esparta, líder de la confederación peloponesia, integrada por la mayoría de los Estados del Peloponeso. Del nombre de esta unión dirigida por Esparta emana la denominación de «guerra del Peloponeso». Esta se extendió entre los años 431 y 404 y dio un gran viraje a la historia de la Hélade: si durante el período anterior la Grecia esclavista pasó por una etapa de desarrollo y otra de plenitud que es conocida como época de Pericles y que, según Marx, fue el tiempo «del florecimiento interior más grande de Grecia», después de la guerra del Peloponeso, en cambio, Atenas perdió su anterior poderío y el sistema esclavista basado en las polis sufrió una profunda crisis de la que sólo pudo salir con la conquista de toda Grecia por Macedonia.
Tras los brillantes triunfos en las guerras médicas, la marcha de los acontecimientos planteaba ante la Hélade la siguiente cuestión respecto al camino de desarrollo a seguir: o se imponía Atenas, lo cual significaba el crecimiento del comercio y de los oficios, la lucha por la hegemonía en el mar y el desarrollo democrático (desde luego, dentro de los marcos del antiguo régimen esclavista), o bien se imponía Esparta, lo cual significaba el triunfo de la aristocracia agraria terrateniente y, en consecuencia, la renuncia a todo lo que había proporcionado a la Hélade la histórica victoria sobre Persia durante la primera mitad del siglo v.
Tanto por la duración y las proporciones de las operaciones bélicas como por lo encarnizado de la lucha y, finalmente, por su significado histórico, la guerra del Peloponeso difirió marcadamente de las guerras, frecuentes y habituales en la antigua Grecia, entre las polis, e incluso entre coaliciones de las mismas.
En primer lugar llama la atención la misma duración de esa guerra. Sin contar los breves intervalos, la guerra se prolongó durante veintisiete años, lapso en el cual las operaciones activas directas entre los adversarios principales —Atenas y Esparta— se extendieron a lo largo de veinte años, sin manifiesta superioridad de ninguna de las dos partes beligerantes. Recordemos, a título de comparación, que cada una de las expediciones, las más grandes para aquel tiempo, que los persas lanzaron sobre Grecia se había resuelto en una o dos batallas. El prolongado alejamiento de muchas decenas de miles de hombres, arrancados de sus pacíficas tareas, ejerció una acción destructora sobre la economía de toda Grecia. Las calamidades naturales —terremotos, sequías, hambre feroz y epidemias— hicieron más serias aún las perniciosas consecuencias de la guerra y agudizaron la crisis del sistema de las polis en su integridad. Tucídides —contemporáneo y participante de la guerra del Peloponeso— caracteriza las consecuencias de esta manera: «... esta guerra se dilató por mucho tiempo, durante el cual la Hélade experimentó tantas calamidades como no ha sufrido antes en igual lapso. En efecto: jamás fueron tomadas y destruidas tantas ciudades, en parte por los bárbaros y en parte por los mismos beligerantes (que en algunos casos, después de conquistar las ciudades, cambiaron hasta su población); jamás hubo tantas expulsiones, tantos asesinatos provocados ya por la misma guerra, ya por las discordias».
La guerra del Peloponeso no fue, de modo alguno, un acontecimiento local, sino que asumió carácter internacional. Habiendo comenzado por un conflicto entre Atenas y la Liga del Peloponeso, la guerra abarcó de golpe toda la Grecia continental e insular, se extendió luego a los extremos occidentales del mundo helénico, a Sicilia, y finalmente involucró en la vorágine bélica también a Persia. En uno u otro grado, todos los países de la cuenca oriental del Mediterráneo tomaron parte en las operaciones bélicas. Las consecuencias más catastróficas de esta guerra las sufrieron los dos continentes principales, tanto la Atenas derrotada corno la Esparta vencedora.
A diferencia de las guerras anteriores, ésta fue extraordinariamente encarnizada, puesto que en ella, además de los factores políticos —la lucha por la hegemonía en Grecia—, el papel decisivo lo desempeñó el factor social. En particular, una muy grande significación tuvo el antagonismo entre la aristocracia terrateniente, esclavista, y la democracia, igualmente esclavista, que representaba, en primer lugar, los intereses de los círculos comercial-artesanos. Además del antagonismo fundamental entre Atenas y Esparta, un papel nada pequeño por cierto lo desempeñaron durante la guerra las discordias y cizañas vecinales entre las polis, tan habituales en la antigua Hélade.
Durante el desarrollo de la lucha entre las dos agrupaciones de Estados griegos, y si no se cuentan las guerras de Mesenia, tuvieron lugar, por vez primera, sublevaciones en masa de esclavos. Lo notable es que dichas sublevaciones tenían lugar en ambos bandos. Las muchas salidas de los ilotas durante la operación de Pilos, al igual que la fuga de muchos miles de esclavos atenienses a Decelia, ejercieron gran influencia no sólo sobre la marcha de las operaciones bélicas, sino también sobre el resultado definitivo de la guerra. Precisamente tal entrelazamiento de contradicciones políticas y sociales predeterminó tanto el carácter prolongado y destructor de la guerra como sus consecuencias político-sociales.

Fuentes

No sólo las generaciones posteriores, sino también las contemporáneas, especialmente las más jóvenes de ellas, que llegaron con vida al año 404, reconocieron que la guerra del Peloponeso difirió marcadamente de todas las guerras anteriores. En primer lugar hay que anotar aquí nuestra principal y única fuente, la obra de Tucídides, que se inicia declarando que ha «comenzado su obra en el momento mismo de empezar la guerra, en la seguridad de que ésta sería una guerra muy importante y más notable que todas las anteriores».
La obra de Tucídides, según la acertada expresión del académico S. A. Zhébeliev, representa «el exponente superior de la historiografía antigua». En contraposición con sus predecesores y, en particular, con su contemporáneo mayor, Herodoto, Tucídides procuraba crear realmente una historia científica de los acontecimientos. Aprovechó amplia y minuciosamente el material documental y ser afanó por encarar críticamente los datos de que disponía. Tucídides mismo declara: «Yo no creía concordante con mi problema anotar todo lo que llegaba a conocer del primero que encontraba, o aquello que yo podía suponer; sino que anotaba los acontecimientos de los que fui testigo ocular, y aquello que había oído de otros tras investigaciones, lo más precisas posible, referente a cada hecho tomado separadamente». En muchas ocasiones, Tucídides hace la salvedad de que no ha podido establecer la verdad. Siempre subraya las causas a su criterio fundamentales, de cada acontecimiento. Tras los pretextos inmediatos de la guerra (los conflictos de Corcira y de Potídea, la defección de Megara), Tucídides anota, como causa fundamental, «que los atenienses, al crecer su poderío, comenzaron a infundir recelos a los lacedemonios».
El propio Tucídides tomó parte activa en la vida social y en la lucha política de su polis, Atenas. Se comprende perfectamente que sus convicciones políticas —era partidario de la oligarquía moderada— no podían dejar de influenciar sobre su apreciación de la lucha política interna de Atenas. Era hostil a la democracia. Caracteriza de manera harto negativa al más grande de los dirigentes del demos, Cleón, y, salvo las ofensas infundadas, guarda absoluto silencio sobre la actividad del notorio continuador de Cleón, Hipérbolo. Tucídides sostiene francamente que la oligarquía moderada de Terámenes del año 411, fue «el mejor régimen estatal», y le atribuye, sin mérito alguno para ello, los éxitos obtenidos por la flota ateniense bajo el mando de Alcibíades. La esclavitud, según el criterio de Tucídides, es el estado más natural para los «bárbaros».
La encarnizada lucha política y social, entablada durante la guerra del Peloponeso en toda la Hélade, fue para Tucídides índice del embrutecimiento y el descenso del nivel moral de los helenos. Al no comprender las causas sociales de la guerra civil de Mesenia, se limita a lamentar la naturaleza criminal de los hombres. «La naturaleza humana, de la que es propio incurrir en crímenes a despecho de las leyes, sometió éstas a su imperio y demuestra con gozo que no puede dominar las pasiones, que viola la justicia y que hostiliza a las personas de más méritos.»
Tampoco es claro para Tucídides el estrecho vínculo entre el desarrollo político interno y las actuaciones bélicas de ambas partes en guerra. Quizá sea por ello que pasa en silencio los importantes acontecimientos de la historia interna de Atenas, tanto en las mismas vísperas de la guerra y en el período que siguiera a la muerte de Pericles como también en el tiempo de la paz de Nicias. Por ejemplo, no dice ni una sola palabra acerca de los ataques contra Pericles y de las personas que lo rodeaban en los años 433 a 431; no recuerda, ni siquiera de paso, el ostracismo de Hipérbolo, etc. Felizmente, las biografías de Pericles, Nicias y Alcibíades escritas por Plutarco reparan parcialmente esta irritante omisión de la obra del historiador más grande de la Grecia clásica.
A pesar de su postura crítica respecto a los mitos, Tucídides cree en la existencia de Caribdis y de los lestrigones y le da mucha importancia a los diversos oráculos, señales y profecías.
Así y todo, Tucídides procura siempre describir objetivamente los acontecimientos, sustrayéndose, dentro de lo posible, a las propias simpatías o antipatías personales. Su objetividad se manifiesta de forma especialmente clara al exponer los hechos vinculados con sus propios fracasos en la expedición de Anfípolis. Estos fracasos le acarrearon ser condenado por la asamblea popular ateniense y expulsado del Ática.
La historiografía antigua alcanzó en la obra de Tucídides el punto culminante de su desarrollo. Su declaración de que su obra «ha sido calculada no tanto para servir de instrumento en competencias verbales, como para convertirse en adquisición eterna», encontró su confirmación en el hecho, entre otros, de que ninguno de los historiadores de la antigüedad intentó siquiera volver a describir los acontecimientos expuestos por Tucídides. Los tres autores que escribieron especialmente acerca de la guerra del Peloponeso (Jenofonte, Cratipos y Teopompo) comienzan sus respectivas exposiciones desde el punto en que quedó interrumpida la historia de Tucídides.
El postrer período de la guerra (desde el año 411 hasta el 404) nos es considerablemente menos conocido. Las fuentes básicas para su estudio son las Helénicas, de Jenofonte, principalmente, y además los fragmentos de Diodoro de Sicilia y algunas biografías de Plutarco, en especial las de Alcibíades y Lisandro.
Para el análisis del régimen político-social de Atenas, para la caracterización de su estado económico a comienzos de la guerra, para conocimiento de la situación y los ánimos de los diferentes grupos de la población ateniense, incluidos los esclavos, tienen gran importancia las comedias de Aristófanes, la seudo jenofontiana Política ateniense, la obra de Aristóteles del mismo nombre y los discursos de los oradores atenienses.
También las inscripciones de aquel tiempo constituyen una fuente importante para el historiador. Son, en lo esencial, textos de tratados, listas de inventarios, informes de los templos atenienses, datos acerca de los foros abonados por los miembros de la Liga marítima ateniense y algunos decretos de la iglesia. Los respectivos textos están publicados en la recopilación de las inscripciones griegas —Inscripciones Graecae (en lo sucesivo, sencillamente IG)—, y en los ejemplares corrientes de las revistas arqueológicas, en primer lugar, en Hesperia. Merced a esos textos epigráficos, estamos en condiciones de determinar las dimensiones del tributo que Atenas impuso a los miembros de la arqué, precisar los gastos efectuados en las diversas expediciones y caracterizar el contenido de los pactos de los aliados entre Atenas y muchas de las polis.

Relación de fuerzas de los adversarios

«El motivo más verdadero, aun cuando el menos visible en lo que se dice, consiste, en mi opinión, en que los atenienses, al crecer su poderío, comenzaron a infundir recelos a los lacedemonios, con lo cual los obligaron a empezar la lucha.» Así es como define Tucídides la causa fundamental de la guerra más grande en la historia de la Hélade. En efecto: el repentino y tumultuoso crecimiento del poderío de Atenas en el transcurso de la pentecontecia, esto es, de los cincuenta años transcurridos entre la destrucción del ejército de Jerjes y el comienzo de la guerra del Peloponeso, amenazaba la hegemonía de Esparta, inclusive en el propio Peloponeso. Tal crecimiento tenía lugar en el cuadro de la lucha social y de clases. La consolidación y aumento del poder de Atenas determinaba en todas partes el triunfo de la democracia, al tiempo que el principio básico de la política espartana era la implantación de regímenes oligárquicos. El entrelazamiento de los problemas de política exterior con los de orden social conducía inevitablemente a la guerra. De esta manera, la rivalidad entre Esparta y Atenas por la hegemonía en la Hélade, es decir, por la implantación en las restantes polis de regímenes, aristocráticos o democráticos, fue la causa fundamental de la guerra. Sin embargo, apenas si puede considerarse a Atenas como parte agresora. La iniciativa en el desencadenamiento de la tormenta bélica fue, sin duda alguna, de Esparta, de la liga peloponesiaca. Tucídides escribe sobre esto en forma retrospectiva, valorando la situación creada antes del comienzo de la guerra de Decelia: «En la guerra anterior [en la de Arquídamo] —creían los lacedemonios—, la culpa de haber violado el tratado recaía más bien sobre ellos, ya que en aquel entonces los tebanos habían atacado a Platea en tiempos de paz, y siendo que, por el tratado anterior, no ser permitía empuñar las armas si la otra parte ofrecía solucionar el asunto mediante negociaciones, ellos, los lacedemonios, reconocían haber rechazado la proposición de los atenienses de someterse a arbitraje. En consecuencia, los lacedemonios reconocían como merecidos todos sus fracasos, y así explicaban su derrota en Pilos y las demás calamidades que cayeron sobre ellos.» Se comprende que todo esto no significa, ni mucho menos, que, en el lapso de los años 433-431, los atenienses tendieran hacia la paz. La política de Pericles era irreconciliable; la guerra tenía carácter agresivo, injusto, de pillaje, tanto de un lado como del otro.
Un segundo grupo de contradicciones, aun cuando de menor importancia, pero, en cambio, más agudas, estaba vinculado con el choque de intereses entre el comercio ateniense y el sector comercial de los miembros influyentes de la Liga del Peloponeso: Corinto y Megara. Las tres causas de la guerra —las cuestiones de Corcira, de Potídea y de Megara— tenían como reverso el antagonismo ateno-corintio. La divergencia entre la línea política de Corinto y la de Esparta es perceptible en todo el transcurso de la guerra, y eran los representantes corintios, precisamente, los que constantemente exigían las medidas más contundentes contra los atenienses.
Entre los años 435 y 431 la arqué ateniense fue la más grande unión política de la mitad oriental de la cuenca del Mediterráneo. Además de la propia metrópoli, formaban parte de ella todas las polis griegas, sin excepción, de la costa occidental del Asia Menor, desde la costa del mar Negro hasta Rodas, casi todas las islas de la cuenca del mar Egeo (salvo Melos, Tera y Creta), la aplastante mayoría de las polis del litoral de la Propóntide, Tracia, la Calcídica y muchas otras polis situadas en las costas del mar Negro. En el Norte y en el Oeste, Tesalia, Corcira, Epidamne y Zacinto eran aliadas de Atenas. En la Grecia central, los atenienses tenían el apoyo de los ciudadanos de Platea, de los mesenios de Naupacta y de la mayoría de los acarnanios. También simpatizaban con ellos, en mayor o menor grado, las poblaciones de muchas ciudades jonias de la Magna Grecia y de Sicilia. No sin razón denomina Aristófanes al demos ateniense, «el señor de tantas ciudades, amo desde Sardes hasta el Ponto», y prosigue: «De ciudades e islas, que nos pagan tributo, hay un millar y quizá más aún.»
Un fragmento satírico:

«Si se ordenara a cada una tomar a su costa dos decenas de atenienses,
Veinte mil ciudadanos podrían pasar la vida en abundancia y con liebres asadas.
Sin levantarse de las mesas y sin quitarse las coronas,
y alimentándose con pan dulce con miel...»

nos proporciona una idea, si bien un tanto exagerada, pero bastante clara acerca de las dimensiones de los dominios atenienses. En las listas de aliados de Atenas que se han conservado hasta nuestros días, y que se refieren a los que pagaban el foros, aparecen los nombres de más de 300 polis integrantes de la arqué ateniense.
El foros representaba, término medio, una suma de 600 talentos anuales. A comienzos de la guerra, en la acrópolis había guardados 6.000 talentos de moneda acuñada y otros diferentes valores por valor de 3.500 talentos.
Las fuerzas armadas de Atenas se componían de la flota de guerra, que alcanzaba a 300 trieres, y de un ejército que contaba con cerca de 27.000 hoplitas. Si bien este ejército terrestre era inferior al espartano en número y, sobre todo, en calidad bélica, la armada naval, en cambio, era inigualable. En un discurso que Tucídides atribuye a Pericles, pronunciado al comienzo de la guerra, el orador subraya la superioridad de los atenienses en el campo financiero y, en especial, en el campo naval. Hablando de los costados vulnerables de los peloponesiacos, anotaba que «el obstáculo más grande será para ellos la falta de dinero, pues siempre han de sufrir atrasos al procurar proveerse de él; y los acontecimientos bélicos no esperan». En cambio, los atenienses al disponer de enormes recursos pecuniarios, y siendo, como lo eran, amos en el mar, se sentían absolutamente invulnerables al ejército de sus enemigos. En lo que atañe al altivo reconocimiento de su poderío por parte de Atenas, da cabal testimonio la declaración hiperbólica de Pericles a sus conciudadanos: «Y si yo tuviera la intención de persuadiros, os aconsejaría que vosotros mismos asolarais vuestra tierra y la abandonarais, haciendo ver así a los peloponesios que ni siquiera por ello os rendiríais.»
Los largos muros que unían a Atenas con el Pireo constituían en aquel entonces un obstáculo insuperable, incluso para el ejército espartano, que había pasado en el Ática un tiempo bastante prolongado. Según una acertada observación de C. Marx, «el ateniense, en su condición de productor de mercancías, sentía su superioridad sobre los espartanos, debido a que éstos disponían para la guerra solamente de hombres, y no de dinero». Tucídides suministra una brillante caracterización de los atenienses, la que proviene de sus enemigos más encarnizados, los corintios. En el congreso de la Liga del Peloponeso, el representante de Corinto declaró: «Al parecer, vosotros no habéis tomado en cuenta, en absoluto, qué son, qué representan aquellos atenienses contra quienes habéis de luchar... A los atenienses les gustan las innovaciones y se distinguen por la rapidez en hacer proyectos y en realizar lo que deciden, se atreven hasta a lo que es su esperanza, por críticas que sean las circunstancias... Al vencer a un enemigo, los atenienses los persiguen lo más lejos posible; y al perder una batalla, se dejan desalojar lo menos posible... Y si en alguna empresa fracasan, alientan en cambio nuevas esperanzas, y con ello suplen aquello que han perdido. Son los únicos para los cuales la posesión de algo y la esperanza de los proyectado, son una misma cosa, debido a la rapidez con que se ponen a realizar sus decisiones».
El adversario de Atenas fue la Liga del Peloponeso, de la cual formaban parte casi todas las polis del Peloponeso, salvo Argos y, en parte, Acaya. Era de importancia especial el hecho de que Megara, situada en el mismo istmo de Corinto, se orientara en aquel tiempo hacia Esparta.
Esta última circunstancia proporcionaba a los espartanos la posibilidad de invadir libremente el Ática, y también de vincularse con sus muchos aliados en la Grecia central. Entre los mismos se hallaban la unión de los beocios, la Lócrida oriental, la Fócida, Ambracia, Léucada y Anactorión. Además, los lacedemonios podían contar con el apoyo de las colonias dorias en Sicilia, particularmente con Siracusa.
La fuerza principal de la Liga del Peloponeso residía en el ejército de tierra. Según Plutarco, bajo el mando de Arquídamo, hubo durante la primera invasión del Ática, 60.000 hoplitas peloponesios y beocios.
La armada peloponesia estaba compuesta, principalmente, de naves corintias y megarienses. Si a éstas se añaden las escuadras auxiliares de Sición, Pelea, Hielea, Ambracia y Léucada, el total de barcos peloponesios llegaba a la imponente cifra de 300 unidades, lo cual casi equivalía a la flota de Atenas. Sin embargo, la capacidad combativa de las naves peloponesias era insignificante. En las batallas navales de aquel tiempo, el triunfo se decidía por la instrucción que tenían los tripulantes y residía en la capacidad de manejar el ariete. En este aspecto, las trieres atenienses no tenían iguales. Además, la flota ateniense que se componía de sólo 300 trieres, fue reforzada, al comienzo de la guerra, por 120 trieres corcirias.
En vista de ello, «los lacedemonios ordenaron construir y equipar doscientas naves en Italia y Sicilia, a las ciudades que se habían colocado de su parte».
En cuanto a las, finanzas espartanas, las mismas no podían, realmente, compararse de modo alguno con los medios pecuniarios de la arqué ateniense; aun así, tenía también en su poder sumas nada despreciables. Para la manutención de la flota de 300 trieres, aun cuando sólo fuese durante las operaciones bélicas, se requería, como mínimo, tres talentos diarios.
Tales eran aproximadamente los recursos y el potencial económico-militar de ambas partes, listas ya para entrar en guerra. Empero, la situación interna era bastante tensa. No obstante el bienestar exterior, el gran número de contradicciones interiores estaba socavando la solidez de la retaguardia ateniense.
En primer lugar, se trataba del antagonismo de clases entre esclavos y esclavistas. El régimen estatal de Atenas era más democrático que en todo el resto de Grecia, y en Atenas todos los ciudadanos tomaban parte directa en los comicios. No debe olvidarse, empero, que esa democracia era una democracia esclavista. La cuestión referente al número de esclavos en el Ática no ha sido resuelta hasta ahora por la ciencia. Pero, aun admitiendo como mínima una cantidad de 70.000 esclavos, también en este caso llegaríamos a la deducción de que el número de los esclavos superaba considerablemente al de sus amos. Ciertamente, en la Atenas del siglo v, los esclavos «... no podían crear una mayoría consciente, ni partidos que dirigieran la lucha; no estaban en condiciones de darse cuenta hacia qué fin estaban marchando; e inclusive en los momentos más revolucionarios de la historia ellos eran solamente peones en el tablero, o ser juguetes en manos de las clases dominantes». Así sucedió también durante la guerra del Peloponeso. No obstante, la huida de más de 20.000 esclavos atenienses, en su mayor parte artesanos, hacia los espartanos, a Decelia, fue un golpe muy grave para el poderío económico de Atenas, aun cuando los esclavos no constituyeran allí una amenaza tan permanente para el Estado como lo eran las agitaciones crónicas y las sublevaciones de ilotas en Esparta.
Es muy importante, también, la cuestión que atañe a las relaciones entre Atenas y sus aliados. La cantidad de habitantes en las ciudades aliadas superaba en decenas de veces a la del Ática. Y del grado de obediencia de aquéllos dependía la posibilidad, para Atenas, de realizar operaciones bélicas. A la vez, los aliados estaban indignados, en primer lugar, por estar obligados a pagar un tributo anual a Atenas, en escala mayor aún que cuando se hallaban sometidos al poder del rey persa. Además, los atenienses oprimían a sus aliados de distintas maneras, económica y políticamente. No en vano hablaba Pericles del «odioso poder» que los atenienses ejercían sobre sus aliados, y declaró abiertamente: «Pues vuestro poder tiene ya el aspecto de una tiranía.» Más acremente aún se formula el mismo pensamiento en el discurso de Cleón: «Vosotros (los atenienses) no tomáis en cuenta que vuestro imperio es una tiranía, que vuestros aliados alientan pensamientos hostiles y están bajo vuestro poder contra su voluntad.» El mismo pensamiento expone Tucídides ya como su opinión personal: «La mayoría de los helenos estaba indignada contra los atenienses, unos porque querían librarse de su dominio, y otros por temor a ser sometidos al mismo.» Incluso durante las negociaciones con Esparta, los propios atenienses hacen la observación de que «la mayoría de los aliados sentían odio hacia nosotros». Claro está que tal caracterización caiga quizá en alguna exageración, dadas las indudables simpatías oligárquicas de Tucídides. Entre los elementos democráticos, los atenienses gozaban en cierta medida de apoyo incondicional.
Finalmente, un tercer grupo de contradicciones en la sociedad ateniense lo constituían las contradicciones entre la oligarquía terrateniente, descendiente de los eupátridas, y las agrupaciones democráticas artesano-mercantiles. La agrupación que respaldaba a Pericles se apoyaba en la aplastante mayoría de los ciudadanos atenienses; entraban en ella los mercaderes y los artesanos que trabajaban para la exportación, los aldeanos afincados en la ciudad que tomaban parte en la grandiosa obra edificadora de Atenas y, finalmente, la enorme masa compuesta de muchos miles de ciudadanos que, en una u otra forma, recibían paga del Estado, por cuenta de los ingresos de la arqué. En la lucha política el campesinado del Ática desempeñaba gran papel, pues, debido a sus vacilaciones, generalmente proporcionaba la superioridad a una u otra de las dos partes. Durante el Gobierno de Pericles, a lo largo de casi quince años, la oposición de los oligarcas se halló aplastada, pero no liquidada, y al aparecer complicaciones en la política exterior, volvió a encenderse con fuerza más grande aún. Tenía mucho valor, finalmente, y en especial durante los últimos años del Gobierno de Pericles, la oposición de los círculos democráticos radicales encabezados por Cleón. Este grupo representaba las capas de la ciudadanía ateniense interesada en la máxima expansión, tanto económica como política. Así y todo, durante el período inmediatamente anterior a la declaración de la guerra, los adversarios de Pericles no se atrevieron a declararse abiertamente en su contra, prefiriendo socavar y minar su autoridad en forma indirecta, atacando y comprometiendo a sus allegados. Como blanco de sus dardos, eligieron a Fidias, Aspasia y Anaxágoras. A Fidias se le acusó de haberse apropiado de diferentes valores durante la erección de la estatua de la diosa Atenea. A pesar de no haber sido probado el cargo, Fidias fue encarcelado y murió en la prisión, según lo cuenta Plutarco. Fidias era amigo personal de Pericles, y, para colmo, es precisamente a éste a quien había sido encomendada la tarea de controlar los fondos entregados al artista. De esta manera, la condena de Fidias asestó un golpe feroz la autoridad personal de Pericles. El proceso contra la esposa de Pericles, Aspasia, acusada de blasfemia, no obstante haber sido absuelta debido «a las humildes súplicas» de su marido, socavó considerablemente el peso político del timonel del Estado ateniense. Finalmente, el tercer amigo de Pericles, el filósofo Anaxágoras, también fue acusado de blasfemia. Al parecer, en este caso la cuestión no llegó al tribunal. Sin embargo, los tres golpes asestados, uno tras otro, a Pericles, probaban la activación de la oposición en Atenas, aun antes de la declaración oficial de guerra.
Aún así, y a pesar de la lucha interna, la democracia ateniense tenía confianza en sus fuerzas. El tono de los discursos de Pericles, según Tucídides, la postura de este historiador respecto al dirigente de la política ateniense, la apreciación general de la actividad de Pericles que se formula en las obras de todos los historiadores griegos, testimonian todos la estrecha unidad de la masa fundamental del demos en torno de su conductor. Quizá lo pruebe mejor la apreciación que de la democracia ateniense diera su enemigo jurado, el autor de la seudo-jenofontiana Constitución de Atenas. Aunque en cada capítulo subraya su hostilidad y desprecio hacia el régimen político de su propia polis, el autor se ve forzado a reconocer, con igual frecuencia, que la Constitución ateniense ofrecía todas las posibilidades para llevar al ejercicio del poder al demos esclavista. Escribe: «Si algunos se asombran de que los atenienses prefieran en todos los sentidos a las gentes sencillas y pobres, a las gentes del demos, antes que a los nobles, tengan en cuenta que con eso mismo, como se ha de aclarar inmediatamente, están resguardando la democracia. Precisamente, cuando los pobres y, en general, la gente del pueblo, los hombres de rango inferior, alcanzan un bienestar, y cuando aumentan en número, consolidan y afianzan la democracia.» Y hay que hacer notar que esa misma Constitución de Atenas fue escrita después del fallecimiento de Pericles, bajo la reciente impresión del asolamiento del Ática por los peloponesios, la peste bubónica y muchas otras calamidades que se descargaron sobre Atenas. El propio autor da término a su pasquín calumniador, con el reconocimiento del poderío del demos: «Para atentar contra la existencia de la democracia ateniense, se necesita muchísimo más que un puñado de hombres.»
La retaguardia espartana, en cuanto se refiere a los aliados de Esparta, era mucho más sólida que la ateniense. Esos aliados estaban interesados en mayor grado que la propia Esparta en el aplastamiento de Atenas. Tanto la oligarquía corintia como la tebana empujaban permanentemente a los lacedemonios a acciones decisivas. Los primeros asumieron la pesada tarea de financiar la Liga peloponesiaca; y los segundos, al atacar a Platea, dieron comienzo directo a las operaciones bélicas. Una circunstancia sumamente importante era el hecho de que las polis que formaban la Liga peloponesiaca no pagan ningún foros. «Los lacedemonios gozaban de la hegemonía sin cobrar tributo a sus aliados.» La divisa autonomía, bajo la cual habían entrado en guerra los espartanos, era, sin duda alguna, muy popular entre los helenos. No sin razón se la menciona en todos los discursos de los dirigentes de la Liga peloponesiaca. Por otra parte, tal divisa no hubiera podido tener eficacia política alguna, sin el término autonomía no se observara, en mayor o menor grado, en las relaciones entre Esparta y sus aliados. En cuanto a la mayor solidez de la Liga del Peloponeso, de ella da testimonio claro el hecho de que, en toda la guerra, casi treinta años, no se registró ningún caso de defección por parte de los aliados de Esparta.
Empero, y más aún que en Atenas, se hallaba muy agudizado en Esparta el segundo grupo de contradicciones: el antagonismo entre los esclavos y los esclavistas. El problema decisivo en la política interna de Esparta era el de mantener en la obediencia a los ilotas. Tucídides subraya que «entre los lacedemonios, la mayor parte de las medidas estuvieron siempre destinadas a protegerse contra los ilotas. Había resultado especialmente peligroso para Esparta el levantamiento de los ilotas durante la campaña de Pilos. Sin embargo, por medio de una serie de procedimientos, en primer lugar, recurriendo al terror más cruel —el exterminio de dos mil ilotas de mayores méritos; el envío al extranjero con Brasidas, en calidad de hoplitas, de unos 700 ilotas; el envío de 600 ilotas y neodamodos a Sicilia— y a veces mediante la manumisión de algunos de ellos, los espartanos consiguieron su objetivo y, en general, conjugaron el peligro de una total sublevación de los ilotas durante la guerra».

Pretextos inmediatos de la guerra

El primer nudo de contradicciones que condujo directamente a la guerra surgió en el mar Adriático, a propósito de Corcira. Corcira (la actual Corfú), la más septentrional y más grande de las islas Jónicas, cuya superficie es de unos 950 kilómetros cuadrados, era el punto más importante en el camino hacia la Magna Grecia. La ciudad había sido fundada por Corinto, y sus habitantes estaban vinculados por lazos de parentesco con los miembros de la Liga del Peloponeso. Sin sostener un comercio más o menos considerable, los corcirios disponían, sin embargo, de grandes recursos. Según Tucídides, los corcirios eran «los dueños de todo aquel mar», y, lo que es más importante, al disponer de 120 trieres poseían la tercera flota, incluso la segunda por su magnitud, de toda la Hélade. «Por su situación material, los corcirios eran tan ricos como los helenos más ricos de aquel tiempo, y por su preparación guerrera eran incluso más poderosos. Se jactaban a veces de la considerable superioridad de su flota.»
En el año 436, en la colonia corciria de Epidamne (hoy Durazzo), los demócratas expulsaron a los oligarcas; éstos se unieron con las tribus vecinas y comenzaron a estrechar y a vejar a los habitantes de la ciudad, quienes apelaron a Corcira sin resultado alguno, debido a que los aristócratas que allí gobernaban no quisieron enfrentarse a los oligarcas de Epidamne. Los epidamnios enviaron entonces embajadores a Corinto, que mandó en su ayuda a una considerable cantidad de colonos y, poco después, entre 75 y 80 naves con 2.000 hoplitas. Este hecho sirvió como casus belli entre Corcira y Corinto. En la batalla de Leucimnos (verano del año 435), los corcirios derrotaron a sus adversarios. Durante todo el año siguiente, los corintios estuvieron equipando una enorme flota de 150 trieres, de las cuales 60 le fueron proporcionadas por sus aliados: ambraciotas, megarienses, eleatas y otros. En tal emergencia los corcirios, que no podrían ponerse a salvo frente a tamaño peligro, se dirigieron a la ecclesia de Atenas solicitándole ser aceptados dentro de la arqué ateniense.
Con todo, los espartanos aún no estaban dispuestos a iniciar la guerra. Los corcirios gozaban de gran influencia en Esparta, y cuando, al comienzo del conflicto con Corinto, propusieron resolver la cuestión mediante un arbitraje, Esparta se manifestó a favor de esta propuesta. Era evidente que no quería hacer la guerra contra Corcira, debido a lo cual los corintios se vieron forzados a esperar una oportunidad para involucrar a toda la Liga peloponesiaca en una guerra contra Atenas. Para esto le sirvió de ayuda el incidente de Potídea, que fue el segundo pretexto del conflicto bélico.
Potídea era una colonia corintia en la Calcídica, situada en un punto excepcionalmente cómodo en el istmo que une a la península de Palena con el continente. Se trataba de una pequeña polis estrechamente vinculada con su metrópoli, Corinto, la que anualmente le enviaba a los más altos funcionarios, los llamadas epidemiurgos.
En aquel momento, la situación en el litoral de la Calcídica era sumamente compleja. Las ciudades helenas del litoral formaban parte de la arqué ateniense y pagaban un foros duplicado. El de la ciudad de Potídea fue elevado, de seis talentos que pagaban en el año 435, a 15, lo cual suscitó gran indignación entre sus habitantes. Por el lado del continente, las polis calcídicas se hallaban sometidas a una fuerte presión, tanto de parte de la Macedonia encabezada por el enérgico e inquieto rey Pérdicas como de parte de las coaliciones de las tribus tracias, en particular, la de los odrises. La situación de esas ciudades helenas se complicaba también por la desconfianza que inspiraban a los atenienses, bajo cuyo permanente control se encontraban. Además, los atenienses, que proyectaban apoderarse de los yacimientos auríferos de Tracia y de los bosques de Macedonia, ricos en madera aptas para la industria naval, perseguían con particular energía la consolidación de sus posiciones en aquella región, y, tras prolongadas tentativas fracasadas, fundaron allí la colonia de Anfípolis.
Todo ello forzaba a Potídea a buscar una salida y a afianzar los vínculos con Corinto y con la Liga del Peloponeso. Dado tal estado de cosas, los atenienses exigieron a Potídea que «demoliera las murallas del lado de Palena [es decir, del lado del mar], entregara rehenes y despidiera a los inspectores. Para reforzar sus exigencias, los atenienses enviaron hacia esa región 1.000 hoplitas en 30 naves, y luego otros 2.000 en 40 naves más. Por su parte, Corinto prometió a los potideatas la mayor ayuda posible de parte de la Liga peloponesiaca, y envió un destacamento de voluntarios compuesto de 1.600 hoplitas y 400 peltastas. En la primavera del año 432 Potídea se separó oficialmente de Atenas y firmó un tratado defensivo con los calcídicos. Las huestes atenienses cercaron a Potídea por todos lados, forzando a los peloponesiacos a encerrarse en el interior de la ciudad. El asedio a Potídea constituyó el segundo pretexto del conflicto entre los atenienses y los peloponesiacos que provocó la guerra.
Finalmente, el tercer pretexto que determinó la decisión peloponesiaca de declarar la guerra fue el llamado psefisma. Megara, el vecino más cercano del Ática por el sudoeste, estaba situada en el mismo istmo. Sus puertos de Pagas y Nisaia, en los golfos Corinto y Sarónico, respectivamente, eran lugares especialmente aptos para el estacionamiento de la flota. Además, Megara mantenía estrechos vínculos con una serie de colonias fundadas por ella en Sicilia (Trótilo, Tapsos, Megara Hiblea, en parte Selinonte), y también con Bizancio y Calcedonia, en el Bósforo.
La posición de Megara en la lucha entre Atenas y Esparta no era estable. Pero, al mismo tiempo, la posesión de su territorio tenía una importancia estratégica muy grande para cada una de las dos partes. Poseyéndola y, en particular, poseyendo el paso de la Gerania, Atenas habría cerrado la salida del Peloponeso a las falanges espartanas aislándolas de sus aliados de la Grecia central. A su vez, Esparta tenía necesidad de la Megárida para asegurarse el contacto con su aliada Beocia. La lucha por Megara fue una de las causas de la primera guerra entre Atenas y Esparta; los demócratas megarienses que gobernaban en la polis titubearon constantemente entre la democracia ateniense y los oligarcas peloponesiacos. Las relaciones entre ellos y Atenas adquirieron un carácter especialmente agudo debido a la defección de Megara, que se separó de la arqué ateniense en el año 446, y también con motivo de haber prestado Megara su apoyo a Corinto en la lucha contra Corcira. En el invierno del 432, la ecclesia de Atenas emitió un decreto especial sobre Megara (el psefisma megariense), de acuerdo con el cual, «contrariamente al convenio... fueron cerrados a los megarieneses los puertos en los dominios de Atenas y el mercado ático». Se daba como argumento el hecho de que los megarienses «habían arado las tierras sagradas... y acogían a esclavos fugitivos de Atenas». Al parecer, esta última circunstancia desempeñó un papel esencial, ya que fue expuesto oficialmente por Atenas durante las negociaciones con Esparta. De esta manera, las fugas masivas de esclavos atenienses quedan atestiguadas por Tucídides como ocurridas no sólo en el período de operaciones bélicas (a lo cual nos hemos referido ya), sino también en períodos anteriores. Esta resolución de la ecclesia supuso una auténtica catástrofe para Megara.

Preparación diplomática de la guerra

Las negociaciones entre la Liga del Peloponeso y Atenas, que se llevaron a cabo el año 432, ofrecen interés desde el punto de vista de la preparación diplomática de la guerra. Aquí hay que señalar que, no obstante su habitual torpeza, los diplomáticos espartanos se comportaron muy hábilmente y, con la divisa de la libertad panhelénica, se aseguraron el apoyo del mayor número de aliados para la guerra en ciernes, tanto entre las polis griegas libres como entre las aliadas de los atenienses.
La cuestión de la guerra fue de hecho resuelta en la reunión de Esparta, en julio del año 432, cuando las quejas de los aliados contra la arbitrariedad de los atenienses (entre las cuales resonó la manera particularmente estridente la declaración de los delegados corintios), inclinaron a los espartanos a reconocer a Atenas como culpable de violar el tratado de los treinta años. Poco después, los espartanos convocaron una reunión de los delegados de la Liga peloponesiaca con el fin de tomar una resolución definitiva y oficial. Y dado que la mayoría votó en favor de una guerra, ésta se hizo ya inevitable. En la misma reunión fueron establecidos los contingentes de cada uno de los aliados, y se resolvió a este respecto que no debía haber ninguna demora. Sin embargo, Esparta necesitaba aún cierto tiempo para sus preparativos bélicos y diplomáticos, en los cuales invirtió cerca de un año. Tucídides relata, con bastante acopio de detalles, los preparativos bélicos de los lacedemonios. En la inteligencia de que sin prevalecer en el mar nunca podrían vencer a los atenienses, «los lacedemonios ordenaron a aquellas ciudades de Italia y Sicilia que habían tomado su partido construir y equipar 200 naves de acuerdo con la magnitud de cada ciudad, de manera que con las que ya tenían en Grecia, la cantidad total de sus barcos alcanzaría la cifra de 500. Además, les ordenaron que les procuraran ciertas sumas de dinero».
En lo que respecta a la preparación diplomática de la guerra, la primera exigencia de los peloponesios fue «expulsar a los culpables de sacrilegio contra la diosa», lo que prácticamente significaba la expulsión de Pericles, quien por línea materna descendía de la familia de los Alcmeónidas, causantes del asesinato de Cilón. Es claro que tal exigencia fue meramente demostrativa. «Al luchar como si se tratara ante todo de vengar a los dioses..., los lacedemonios no confiaban tanto en que Pericles fuese expulsado como en que su exigencia le desacreditase ante los ciudadanos, irritándolos contra él.» En respuesta, los atenienses formularon una contraexigencia: que se expulsara de Esparta a los culpables de haber dado muerte a los ilotas en el Tenaro (año 464), y a los culpables del asesinato del rey Pausanias en el templo de Atenea Calquiecos.
La segunda etapa de la lucha diplomática comenzó con la exigencia espartana de levantar el asedio a Potídea y otorgar la libertad a Egina. La exigencia fundamental fue la de abolir el psefisma megariense, respecto a lo cual los embajadores declararon que no habría guerra en caso de avenirse los atenienses a hacer esa concesión. Pero también estas exigencias de Esparta fueron rechazadas. La última embajada llegó a Atenas hacia finales del invierno del año 431, con un ultimátum: «Los lacedemonios desean la paz, y ésta llegará si vosotros [los atenienses] dais autonomía a todos los helenos.» Tal medida de la diplomacia espartana tenía un gran significado político. Al valorar la situación en la Hélade después del ataque tebano contra Platea, Tucídides anota: «La simpatía de los helenos se inclinaba en mayor grado hacia los lacedemonios, tanto más viendo que éstos declaraban que su propósito era el de liberar a la Hélade... Al mismo tiempo, la mayoría de los helenos estaba indignada contra los atenienses, unos porque querían librarse de su dominio, y otros por el temor a ser sometidos al mismo.»
A propuesta de Pericles, la ecclesia ateniense respondió al utimátum espartano con una áspera negativa. Lo cual significaba la ruptura de las relaciones diplomáticas y debía conducir, en un futuro cercano, a una guerra declarada.
El comienzo de las acciones bélicas fue dado por los tebanos. Durante los trabajos agrícolas primaverales del año 431, un destacamento de 300 tebanos, comandado por dos beotarcas, cayó inesperadamente sobre Platea, lindante con el Ática. Mas hacia la madrugada los plateos organizaron un contragolpe y tomaron prisioneros a 180 tebanos, entre los cuales había muchos miembros de las familias beocias de más abolengo. Debido al tumultuoso desbordamiento del río Asopos, las principales tropas tebanas no pudieron acercarse a Platea, de manera que los prisioneros fueron ejecutados por los plateos, indignadísimos por la conducta traicionera de los tebanos —esto es, por su ataque—. Con este motivo, en Atenas fueron apresados todos los beocios que se hallaban en el Ática.
Esta manifiesta violación del tratado de los treinta años señaló el principio de la guerra del Peloponeso.

2. La guerra de Arquídamo

Planes estratégicos de ambas partes

El primer período de la guerra del Peloponeso lleva la denominación de guerra de Arquídamo, por el nombre del rey espartano Arquídamo II, quien mandaba los ejércitos de la Liga peloponesiaca en el comienzo de la guerra. Este período de la guerra se prolongó desde principios de abril del año 431 hasta la paz celebrada entre Atenas y Esparta el 421 a. C.
El plan estratégico de Esparta fue formulado por Arquídamo en un discurso dirigido a los peloponesiacos y a sus aliados. Arquídamo señaló que los ejércitos reunidos bajo su mando representaban el ejército más grande, «un ejército enorme y valeroso». Los atenienses no podían oponerle ni siquiera la mitad de su número a los hoplitas, y hubiera sido una insensatez intentar combatir con el enemigo en campo abierto. Sabiéndolo, Arquídamo quería provocar a los atenienses y atraerlos a aceptar una batalla, contando con su furia «cuando vieran asolada su tierra y destruidas sus propiedades». Por añadidura, Arquídamo alentaba la esperanza de que los atenienses, «entre los cuales había una juventud de las más brillantes familias, y se encontraban mejor preparados que nunca para la guerra, quizá pasaran a la ofensiva, no pudiendo contenerse al ver sus campos arrasados». En el plan de Arquídamo se percibe la tendencia a privar al grupo de Pericles del apoyo del numeroso campesinado ático que, en el caso de una invasión peloponesiaca se vería privado de sus bienes; el descontento de los campesinos tendría que crear muchas dificultades a la posición de Pericles.
Así, pues, el jefe peloponesiaco quería terminar la guerra de un solo golpe. Solamente en caso de fracasar este plan, entraría en acción la flota paulatinamente preparada de antemano; mas, aún en tal caso, el papel que se le concedía era secundario. Es posible que los espartanos contaran también con la ayuda de los oligarcas atenienses. No sin razón Pericles habíase negado a entrar en negociaciones con el embajador espartano Melesipo, enviado a Atenas antes de la invasión de Arquídamo al Ática; y los atenienses le despidieron «con una escolta para evitar que entrara en comunicación con nadie».
La estrategia ateniense fue expresada en el discurso de Pericles: «El les aconsejó lo mismo que antes; que se prepararan para la guerra y llevaran todas sus cosas a la ciudad; que no salieran a librar batalla, sino que se encerraran dentro de la ciudad y la guardaran, alistando la flota, que era su fuerza, y que no dejaran de tener bajo sus manos a los aliados.» Era ésta la parte defensiva del plan, cuyo propósito, tomando en consideración la enorme superioridad de los peloponesiacos en tierra firme, consistía en enfrentarlos a una guerra de agotamiento, en la que el papel decisivo sería desempeñado por la flota y por el poderío financiero de Atenas. El prolongado bloqueo de las costas del Peloponeso y el embotellamiento del comercio corintio, obligarían al enemigo —de acuerdo con el plan de Pericles— a pedir la paz, tarde o temprano. En este plan, el papel principal debían desempeñarlo las fuerzas atenienses en el mar Jónico. Como ya hemos señalado anteriormente, por allí pasaban los caminos fundamentales del comercio corintio; desde Sicilia, también iban cereales al Peloponeso. Para que el bloqueo tuviera éxito, se necesitaba llevarlo a cabo desde ambos flancos. Y por ello los atenienses «enviaron embajadas, sobre todo a las localidades vecinas al Peloponeso: Corcira, Cefalonia, Acarnania y Zacinto, considerando que de serle éstas firmemente adictas, estarían en condiciones de derrotar al Peloponeso cercándolo».
La mejor confirmación de acierto de este plan la da el reconocimiento de su racionalidad por el principal adversario de Pericles: «Los dueños del mar pueden hacer lo que sólo a veces les es dable hacer a los dueños de la tierra firme: asolar las tierras de los más fuertes; pueden, precisamente, acercarse con los barcos hasta los lugares donde no hay enemigos, o donde los hay pocos; ... Si ellos [los atenienses] hubiesen dominado en el mar viviendo en una isla, tendrían la posibilidad de no sufrir nada malo, aun cuando desearan inferir daños a los demás.»
Como todo plan militar, el planteamiento táctico de Pericles tenía un carácter bélico y, a la par, político-social. Su aspecto más vulnerable era que sacrificaba los intereses de los campesinos atenienses, cuyas propiedades, en su totalidad, eran despiadadamente destruidas y asoladas. Esta circunstancia determinó el crecimiento de la oposición al curso tomado por Pericles en la Atenas asediada y fue enormemente en detrimento de la capacidad combativa de Atenas en el comienzo de la guerra. El segundo gran defecto del plan ateniense fue el de encomendar a la armada un papel meramente pasivo: el bloqueo del Peloponeso, sin desembarco y sin crear plaza de armas en territorio enemigo. Solamente la democracia esclavista, que llegó al poder durante el curso de la guerra, teniendo a la cabeza a Cleón y a Demóstenes, completó el plan de Pericles incluyendo en el mismo operaciones activas de la flota, lo cual fue, precisamente, lo que determinó la paz de Nicias, favorablemente a Atenas.

Comienzo de las operaciones bélicas

Durante los primeros dos años, las operaciones bélicas se desarrollaron de acuerdo con los planes estratégicos de las dos partes beligerantes. A mediados de junio del año 431, los ejércitos peloponesiacos invadieron el Ática, los atenienses tuvieron tiempo para poner a resguardo a la gente y a sus pertenencias tras los Largos Muros y en las islas. «Los atenienses... empezaron a hacer entrar, de los campos a la ciudad, a sus mujeres y a sus hijos, y a acarrear los enseres restantes; la hacienda menor y las bestias de carga las transportaron a Eubea y otras islas adyacentes, y desarmaron incluso las partes de madera de sus casas.» Los peloponesiacos se dirigieron, dejando de lado Enoé, a través de Eleusis, hacia la llanura Triásica, orientándose hacia el mayor de los demos atenienses, Acames. El cálculo de Arquídamo era sencillo; había querido provocar a los atenienses a dar batalla. La amenaza de devastación del Ática debía —a su entender— obrar con más fuerza sobre los atenienses que la misma devastación, pues, después de haber sido destruidos sus bienes, los atenienses ya no tendrían qué perder, de manera que, sin duda, se encerrarían tras los muros de la ciudad. Cuando la política de expectativa adoptada por Arquídamo no surtió el efecto deseado, él mismo inició la devastación del Ática, y, en especial, de la región de Acames. Este demos se hallaba situado a unos nueve kilómetro de distancia de Atenas, de modo que los de Acames, ubicándose en las murallas de la ciudad, veían claramente cómo iba siendo destruida su propiedad. La cantidad de hoplitas que Acames enviaba al ejército de Atenas llegaba a 3.000 hombres, y es fácil imaginarse la indignación de los mismos antes la inactividad del dirigente ateniense, Pericles.
Para tener una noción cabal del significado económico-social de los perjuicios ocasionados por la invasión del Ática por Arquídamo, es necesario prestar atención a dos detalles. En primer lugar, no obstante el considerable desarrollo de los oficios de artesanía y del comercio, aún en la época de Pericles, «al igual que en los tiempos antiguos y también en los posteriores, hasta la guerra del Peloponeso, la mayoría de los atenienses han nacido y vivido, con sus familias, en sus campos, obedeciendo a la tradición; por ello no les resultó fácil evacuar sus casa, con todo lo que tenían, sobre todo porque hacía poco tiempo que, después de las guerras médicas, habían recobrado sus posesiones y se habían instalado en ellas». El final de esta cita podría parecer algo exagerado por parte de Tucídides, pues desde la última derrota de Jerjes había transcurrido ya medio siglo. Sin embargo, no se han de olvidar las particularidades de la economía agropecuaria del Ática. En lo fundamental, sus habitantes se ocupaban no en los cultivos agrícolas propiamente dicho, sino en plantaciones en la viticultura y la olivicultura, que requieren la labor de muchos años hasta poder recoger los primeros frutos.
Basta recordar el célebre cuadro que describe el ideólogo del campesinado ático, Aristófanes. El oráculo Anfiteo trae, dentro de tres vasijas, tres variantes de tratados de paz de Lacedemonia. Al enterarse, los acarneses lo acosan:

«Gruesa, antigua, fuerte, intratable,
Pétrea es la gente, los guerreros de Maratón
Y gritaron a voz en cuello: "¡Ah, pillo,
Tú trajiste la paz, pero nuestros viñedos
Están todos pisoteados!".»

Al conocer las tres variantes de tratados de paz por cinco, diez y treinta años, el héroe de la comedia, Dikeópolos, declara que el primero huele a brea y a reclutamiento militar (alusión al servicio en la armada y en el ejército), el segundo tiene el resabio a embajadores, y el tercero tiene aroma y sabor de ambrosía y néctar. La escena termina con las palabras de Dikeópolos:

«Lo tomo, lo escancio y lo bebo;
¡Y los acarnenses, que se hundan!
Libre de la guerra y de sus preocupaciones,
Regresaré a mi casa para festejar las Dionisiacas.»

De manera que la destrucción de las tierras dedicadas a las plantaciones debía llenar de amargura los corazones de los campesinos que se habían refugiado tras los inexpugnables muros de Atenas. No obstante, postergando la convocatoria de la asamblea popular, Pericles contuvo durante mucho tiempo el descontento de los hoplitas reclutados en los demos rurales, salvando así de hecho al ejército ateniense de un indudable desastre. Habiendo permanecido en el territorio del Ática cerca de un mes, los peloponesiacos se vieron forzados a retirarse de Acames a través de Oropos y de Beocia, después de lo cual licenciaron a los contingentes aliados y regresaron a sus casas.
En el año siguiente, 430, la invasión se repitió con la sola diferencia de que Arquídamo entró en el Ática a comienzos de junio, y desde Acames dobló hacia el sudeste, en dirección a las minas del Laurión. Durante esa campaña de verano, los peloponesios permanecieron en el Ática, como máximo, cuarenta días. Pero esta vez las depredaciones fueron considerablemente mayores que en el año anterior. Así y todo, tampoco ahora salieron los hoplitas atenienses al encuentro de sus enemigos.
Durante los primeros dos años de la guerra, las operaciones activas de los atenienses, de acuerdo con el plan de Pericles, tuvieron lugar principalmente en el mar. En el verano del año 431 una poderosa escuadra compuesta de 100 trieres atenienses, 50 corcirias y algunas jónicas asoló el litoral del Peloponeso. También en las aguas jónicas tuvo un éxito rotundo la escuadra ateniense: fue tomada la colonia corintia de Solios, en la Acarnania, con lo cual se interrumpían las comunicaciones por tierra firma entre Corintio y la región noroeste, y se lograba la adhesión a Atenas de las cuatro polis de Cefalonia. La isla de Zacinto, estratégicamente muy importante, hacía tiempo ya que se había plegado a los atenienses. Esta adhesión de Cefalonia y Zacinto era tanto más significativa cuanto que se trataba de colonias de Corinto, dorias por su composición. Posiblemente influyera en ello el ejemplo de Corcira, la que, no obstante sus vínculos de parentesco con los peloponesiacos, también había entrado a formar parte de la Liga marítima ateniense. Una de las medidas importantes tomadas por los atenienses, fue la de expulsar de su isla a los eginetas. Todo Egina fue literalmente «limpiada» de sus anteriores habitantes, distribuyéndose las tierras entre 2.700 clerucos atenienses.
Al año siguiente, una poderosa armada ateniense, que llevaba a 4.000 hoplitas e incluso tropas de caballería, se hizo a la mar bajo el mando del propio Pericles. La flota estaba compuesta de 100 trieres de Atenas y 50 de Quíos y Lesbos. Fueron asoladas las tierras peloponesiacas alrededor de Epidauro, Trecene, Hermión y, además, Prasias, en la Laconia. En el invierno del año 429 también fue tomada Potídea, tras grandes dificultades.
En general, los atenienses habían obtenido en el Norte considerables éxitos políticos durante los primeros dos años de guerra. Lograron atraerse no pocas polis tesaliotas. Además, acordaron una alianza con Sitalcés, rey de la más grande tribu tracia, la de los odrises, y se aseguraron su ayuda militar contra Calcidia. Mediante la cesión de la región de Terme al rey macedonio Pérdicas, los atenienses lograron atraerlo a su Liga, de la cual fue miembro.
De esta manera, desde el punto de vista militar, ninguna de las partes logró, durante los primeros dos años de guerra, éxitos decisivos, y, en general, la guerra se desarrollaba de acuerdo con las previsiones de Pericles.

Caída de Pericles

Aún así, dos hechos vinculados entre sí empeoraron en grado considerable la situación de Atenas y la de Pericles. El primero fue la afluencia a Atenas de los fugitivos de toda el Ática. Un pintoresco relato de Tucídides muestra claramente las calamidades que tuvieron que soportar los habitantes: «Una vez que llegaron a Atenas, se encontró alojamiento sólo para unos pocos; alguno que otro fue acogido entre amigos o parientes, pero lo más se establecieron en los solares deshabitados de la ciudad, en todos los santuarios de dioses y de héroes. Por el apremio de tan aguda necesidad, fue poblado el llamado Pelasgicón, situado al pie de la Acrópolis, y no habitado a causa de un sortilegio... Muchos se instalaron en las torres de las murallas, y donde y como pudieron; la ciudad no podía dar cabida a todos los que se habían reunido en su interior, y, posteriormente, ocuparon incluso los Largos Muros, repartiéndose los lugares, y también la mayor parte del Pireo.» Acerca del hacinamiento de la población en Atenas habla también Aristófanes.

«¡Vaya un amor! Pues lo estás viendo, que hace ya ocho inviernos
[que se vive en la estrechez,
En subterráneos, en toneles, en torres húmedas, en sótanos y en
[nidos de buitres y gavilanes.»

El segundo hecho era que la situación interna de Atenas se complicó en el segundo año de la guerra, por una terrible epidemia de peste bubónica que se desencadenó en la capital, superpoblada hasta el extremo. La peste, proveniente de Persia, apareció primeramente en el Pireo y luego en Atenas. El hacinamiento de la población, las condiciones insalubres, la falta de preparación de las autoridades atenienses para recibir y ubicar a los fugitivos del Ática intensificaron la calamidad. «El éxodo desde los campos a la ciudad acrecentaba el sufrimiento de los atenienses, sobre todo el de los propios refugiados. Y como no alcanzaban las casas, y en verano vivían en chozas estrechas y sofocantes, morían en medio del mayor desorden: los moribundos, cual cadáveres, yacían unos sobre otros, o se arrastraban, más muertos que vivos, por las calles y alrededor de las fuentes, atormentados por la sed. Los santuarios en los cuales se habían instalado los asilados, en tiendas, estaban llenos de cadáveres, porque la gente moría allí mismo.
La epidemia se prolongó durante dos años, y tras una breve interrupción, durante otro año más. De la enorme mortandad de la población da testimonio el hecho de que de los 27.000 hoplitas habían perecido 4.400 debido a la peste, esto es, un 16 por 100. En el destacamento de hoplitas que fue a Potídea, en el lapso de 40 días murieron unos 1.500 de los 4.000 enviados. La considerable disminución del número de ciudadanos atenienses imposibilitaba a los hoplitas salir al campo de batalla y, simultáneamente, debido a la merma de los remeros, reducía sensiblemente las posibilidades de la armada de cumplir operaciones activas.
Estas desgracias, que cayeron inesperadamente sobre Atenas, provocaron esenciales variaciones en la relación de fuerzas que componían la ecclesia. Aquella estable mayoría del demos sobre la que se apoyaba Pericles se había reducido en grado muy sensible. Empezaron a intensificar su actividad los oligarcas que aún no habían perdido las esperanzas de llegar a un acuerdo con Esparta; además, los campesinos del Ática, privados de la totalidad de sus bienes, rebosaron de ánimos acerbos contra Pericles, al que acusaban de ser culpable de las desgracias que se habían descargado sobre ellos. Como consecuencia de todo ello, Pericles fue castigado con una gruesa multa en dinero, y al año siguiente ya no se le reeligió con estratega. En agosto del año 430 fueron enviados embajadores atenienses a Esparta, mas las condiciones de paz ofrecidas por ésta eran excesivamente ásperas, y las negociaciones fueron interrumpidas. Y aun cuando al año siguiente los ánimos del demos habían cambiado y Pericles fue nuevamente elegido como estratega, la lucha política en Atenas adquirió formas más agudas y tensas. Después del fallecimiento de Pericles, atacado por la peste (septiembre del 429), el demos ateniense quedó sin su dirigente reconocido. Este hecho agudizó más aún la lucha política en Atenas. Ciertamente, la aristocracia esclavista se abstuvo de intervenir activamente en política, disimulando sus ánimos laconófilos y limitándose a atacar a la democracia esclavista con panfletos calumniosos (del tipo de la Política ateniense seudojenofontiana). En cambio, fueron manifestándose con mayor agudeza las contradicciones en el interior del demos, desarrollándose la lucha entre dos corrientes fundamentales: la moderada, que se apoyaba sobre los grandes esclavistas, encabezados por Nicias, y la radical, que representaba las aspiraciones de los círculos interesados en el mantenimiento y ampliación de la arqué, encabezados por Cleón.

El asedio a Platea

Los primeros años de guerra demostraron la invulnerabilidad militar de Atenas en tierra firma. Los fines directos e inmediatos de las dos primeras campañas contra el Ática, en los años 431 y 430, que se caracterizaron por la destrucción de las viejas plantaciones, habían sido satisfechas en lo fundamental. Pero Atenas seguía siendo igualmente inaccesible para el adversario. Además, la terrible epidemia que agotaba al Ática provocaba serios temores entre los peloponesios. En vista de todas estas circunstancias, los planes militares de Esparta y de sus aliados debieron sufrir algunas variantes. Durante el año 429, sus ejércitos no invadieron al Ática. En los siguientes años de la guerra de Arquídamo, lo hicieron sólo en dos oportunidades: en el año 428, bajo el mando de Arquídamo, limitándose a asolar la rica llanura Triásica; y en el año 427, cuando la expedición al Ática fue primordialmente provocada por el deseo de prestar apoyo a Mitilene, que se había sublevado. A partir de entonces, y a lo largo de 15 años —hasta la misma guerra de Decelia—, el Ática no sufrió ninguna invasión directa del enemigo.
Habiendo perdido las esperanzas de derrotar a los atenienses con un solo golpe decisivo, los espartanos fijaron su atención en teatros secundarios de operaciones bélicas, calculando tener éxito siquiera en esos puntos. Uno de ellos era Platea. Esta pequeña polis, si bien estaba rodeada de altas murallas, contaba tan sólo con 400 guerreros capaces de combatir. La importancia de Platea residía en su condición de puesto avanzado ateniense en Beocia, donde constituía una amenaza constante en las vías de comunicación entre Tebas y el ejército peloponesiaco invasor. Los plateos, después de la victoria sobre Jerjes, «gozaban de la protección de todos los helenos», mas siempre se inclinaron por una alianza con Atenas, pues temían una agresión por parte de Tebas. Y precisamente contra esa diminuta polis avanzó en el año 429 el ejército de Arquídamo, compuesto de 60.000 hoplitas. El asedio de Platea, descrito detalladamente por Tucídides, ofrece gran interés desde el punto de vista técnico militar, por lo cual nos detendremos en él con más minuciosidad.
Toda la ciudad fue cercada con una empalizada de madera y un terraplén, que fue elevado ininterrumpidamente durante 70 días y noches para que superara en altura el nivel de las murallas de la ciudad sitiada. Pero los plateos fueron elevando simultáneamente su muralla, paralela a la valla enemiga. Además, los sitiados socavaban constantemente esa valla y llevaban la tierra al interior de la ciudad, de manera que el terraplén perdía altura. Como precaución complementaria, en el interior de la ciudad erigieron otra muralla más. Las tentativas de romper las murallas de Platea por medio de arietes fueron paralizadas con enormes troncos de árboles que eran fijados con cadenas de hierro a la parte superior de las murallas. Los troncos eran proyectados contra los arietes de los sitiadores, rompían sus partes delanteras y eran izados con las cadenas. Viendo la inutilidad de sus tentativas, los peloponesiacos resolvieron desalojar a los plateos a fuerza de humo. Tal recurso tenía probabilidades de éxito, puesto que el área de la ciudad era bastante pequeña. Habiendo llenado de haces de ramaje seco todo el espacio comprendido entre el terraplén y las murallas, los peloponesiacos les prendieron fuego. «Se levantó una llamarada tal, como nadie había visto nunca hasta aquel momento, al menos producida por las manos del hombre.» Pero la casualidad quiso que una lluvia torrencial anulara también este peligro. Inmediatamente después decidieron los peloponesiacos levantar baluartes de asedio en torno a Platea, dejando en ellos una guarnición para continuar el sitio; todo el resto del ejército fue licenciado y hecho regresar a sus casas. Fueron sitiados 400 plateos, 80 atenienses y 110 mujeres, que se habían quedado en la ciudad voluntariamente. Todos los esclavos fueron evacuados de Platea, al parecer para evitar una posible traición. Los ancianos, los niños y la mayor parte de las mujeres habían sido anteriormente trasladados a Atenas. Así y todo, debió pasar mucho tiempo aún antes de que los peloponesiacos pudieran apoderarse de la ciudad, valientemente defendida. En el invierno, la mitad de la guarnición sitiada, unos 220 hombres, aprovechando el mal tiempo, hicieron una salida empleando escaleras preparadas de antemano. Subieron las murallas y, dando muerte, protegidos por la oscuridad de la noche, a un considerable número de sitiadores, se abrieron camino, primero a Tebas y luego hacia Atenas, adonde llegaron sanos y salvos.
En pleno verano del quinto año de la guerra, tras un asedio de dos años, los 200 plateos y 25 atenienses que habían quedado en la ciudad se rindieron a los lacedemonios y fueron ejecutados sin excepción, siendo las mujeres vendidas como esclavas. La ciudad fue literalmente arrasada —llevada a ras del suelo— por los espartanos.
El asedio de Platea pone en evidencia la imperfección de la técnica de asedio que se practicaba en aquel tiempo, e ilustra mejor aún la total inaccesibilidad, para el ejército peloponesiaco, de Atenas, que poseía al Pireo. La prolongada defensa de Platea volvió a demostrar convincentemente que la estrategia de la Liga del Peloponeso se encontraba en un callejón sin salida.

Guerra civil en Lesbos y Corcira

De esta manera, el desarrollo de las operaciones bélicas de los peloponesiacos durante los dos años y medio que siguieron a la muerte de Pericles, volvió a demostrar la invulnerabilidad de Atenas. Esta incluso ensanchó su esfera de influencia en el Occidente, en la Acarnania y en las islas Jónicas. Sin embargo, el plan de Pericles, en su aspecto ofensivo, no había alcanzado ni mucho menos el efecto esperado por los atenienses. El bloqueo del Peloponeso era realizado con bastante intensidad, mas no hasta un punto que forzara al enemigo a capitular. Cierto es que entre los aliados y Esparta había comenzado a manifestarse alguna fatiga. Así, por ejemplo, Tucídides dice que los peloponesiacos «ya no sentían deseos de ir a la guerra», pero, aun así, sin operaciones bélicas más arriesgadas, como un desembarco en el mismo Peloponeso, los atenienses no podían contar con un triunfo. Además, la situación interna en la arqué había empeorado bruscamente en aquel tiempo. Durante el cuarto, y sobre todo el quinto año de la guerra, los oligarcas de las polis sometidas a Atenas, persuadidos ya de la inexpugnabilidad militar de ésta, comenzaron a intervenir abiertamente, armas en mano, en favor de la Liga del Peloponeso. Si a principios de la guerra los choques habían asumido, en lo fundamental, un carácter político exterior, siendo determinados, en primer lugar, por el antagonismo espartano-ateniense, ahora las operaciones militares adquirían otro cariz. Comenzó a desempeñar un papel primordial la lucha política interna entre la oligarquía y la democracia, lo cual se manifestaba habitualmente en forma de guerra civil en las polis aliadas a Atenas.
Los oligarcas escogieron como primer punto donde alzarse contra el poder soberano de la ecclesia ateniense «al hermoso país del vino y de las canciones», Lesbos. Esta isla, situada en el extremos nordeste del mar Egeo, y cuya superficie es de unos 2.400 kilómetros cuadrados, con una población que llegaba a unos 150.000 hombres, es la más grande y opulenta de todo el archipiélago. A diferencia de la mayoría de los miembros de la arqué, Lesbos, al igual que Quíos, gozaba de cierta autonomía y disponía de su propia armada. No representaba a un Estado unido. Existían en la isla varias polis independientes. En la parte norte se encontraba Metimna, en la que imperaba el régimen político democrático. En el sudeste estaba situada la polis más grande de Lesbos, Mitilene, en la que gobernaban los oligarcas. Las restantes poblaciones de la isla —Antisa, Arisba, Pirra y Eresos— gravitaban políticamente hacia Mitilene. La población de Lesbos se hallaba muy vinculada por lazos de parentesco con los beocios, y su aristocracia mantenía vínculos políticos con los oligarcas tebanos.
Desde los comienzos de la guerra, las tendencias separatistas de Mitilene se intensificaron considerablemente, y la aristocracia local emprendió serios preparativos para una rebelión. Empezaron a rodear los puertos con represas y a fortificar las murallas, equiparon naves, contrataron arqueros en la organización de un sinoicismo coactivo con los demás pobladores de la isla. Además, se dieron a la búsqueda, oficialmente, de un contacto con la Liga del Peloponeso.
A la vista de estos hechos, los atenienses retuvieron en su puerto 10 trieres mitilenias y enviaron a Mitilene 40 barcos equipados para efectuar operaciones alrededor del Peloponeso, bajo el mando de Cleipides. Pero los mitilenios fueron puestos sobre aviso y tomaron medidas de precaución. Cleipides no se animó a atacar abiertamente a la ciudad. Las negociaciones no dieron ningún resultado, y los mitilenios enviaron una triere a Lacedemonia pidiendo auxilio. Ni Cleipides ni los rebeldes iniciaban operaciones activas, esperando ayuda: el primero de Atenas, los segundos de Lacedemonia. Sin embargo, algo más tarde, los atenienses, reforzados por algunos destacamentos aliados, cerraron por mar los dos puertos de Mitilene.
En el ínterin, los embajadores mitilenios llegaron a Lacedemonia, siendo invitados por los espartanos a asistir a los festejos en Olimpia, donde tenía lugar la consulta confederal del Peloponeso. Habiendo presentado la situación de los atenienses con colores muy lóbregos, los embajadores subrayaron el agotamiento de los recursos de Atenas e instaron a Esparta a enviar un ejército auxiliar a Lesbos y a invadir simultáneamente al Ática por tierra y por mar. La propuesta fue aceptada por los espartanos.
Pero la movilización declarada por sus aliados avanzó con extrema lentitud, pues se dirigieron al istmo solamente los espartanos, a cuyo encuentro partieron 100 trieres atenienses. Otras 100 naves de Atenas estaban asolando el litoral de la Laconia, lo cual forzó a los espartanos a retirarse inmediatamente a sus lares. Solamente con un gran retraso, a finales de mayo del año 427, 40 barcos peloponesiacos fueron enviados a Lesbos. Para ese entonces, el estratega ateniense Paqués, habiendo arribado a la isla con 1.000 hoplitas, ya había cercado a Mitilene con un muro y puesto sitio a la ciudad, por tierra y por mar.
Sin esperar a la escuadra peloponesiaca, que avanzaba con excesiva demora, los oligarcas mitilenios se vieron obligados a armar al demos con el fin de defender a la ciudad. Pero el demos, al conseguir las armas, se sublevó y exigió la distribución de los cereales de manera equitativa entre todos los ciudadanos, amenazando, en caso contrario, entregar la ciudad a los atenienses. Temiendo una sublevación de todo el pueblo, los oligarcas prefirieron el poder de los atenienses, y capitularon a comienzos de julio del año 427, entregándose a Paqués, quien envió a 1.000 de ellos prisioneros a Atenas. La escuadra peloponesiaca, que llegó después de la capitulación de Mitilene, no se atrevió a encontrarse con los atenienses en el mar, y regresó al Peloponeso.
El castigo que debería aplicarse a los mitilenios provocó grandes discrepancias en la ecclesia ateniense. En la primera reunión (agosto del 427), a propuesta de Cleón, hijo de Cleainetos, se resolvió ejecutar no sólo a los oligarcas enviados por Paqués a Atenas, sino a todos los pobladores de Mitilene; las mujeres y los niños debían ser vendidos como esclavos. Sin embargo, en la segunda reunión la cuestión volvió a ser planteada con el propósito de someterla a una consideración más detenida, y, no obstante la oposición de Cleón, la ecclesia resolvió, por una insignificante mayoría de votos, ejecutar solamente a 1.000 aristócratas, demoler las murallas de Mitilene y privarla de la flota. Las tierras de Lesbos fueron repartidas (salvo las de Metimna, fiel a Atenas) entre los 2.700 clerucos atenienses. Los lesbios pagaban anualmente a los clerucos la cantidad de 54 talentos.
Acontecimientos análogos a los de Mitilene se desarrollaron en Corcira, donde los disturbios se habían iniciado al regresar de Corinto los aristócratas hechos prisioneros en las batallas de Epidamne y de las islas de Sibota. Al comienzo de la guerra, los corcirios habían resuelto mantener su alianza defensiva con los atenienses, pero sin declarar guerra alguna a la Liga peloponesiaca. Mas los oligarcas organizaron una conjuración, dieron muerte al cabecilla del partido proateniense, Pitias, y a otros 60 demócratas, de los cuales sólo unos pocos dirigentes lograron huir a Atenas. Los oligarcas, una vez en el poder, declararon primeramente que Corcira se atendría a una neutralidad armada con respecto a ambos beligerantes. Pero después de la llegada de una triere corintia y algunos embajadores espartanos, fue organizado un segundo ataque a los demócratas. Los combates continuaron varios días. «Ambos bandos enviaron heraldos a los campos circundantes para llamar en su ayuda a los esclavos, con la promesa de la libertad. La mayoría de ellos se plegó a los demócratas, en tanto que a los aristócratas sólo les llegaron unas 800 personas desde el continente.» La tenaz lucha terminó con el triunfo de los demócratas.
Esto provocó la intervención armada de las dos partes en guerra, puesto que Corcira era la llave de todo el archipiélago jónico. Los peloponesiacos enviaron a Corcira 53 trieres, y los atenienses 11 primero y otras 60 después, lo cual hizo retroceder a aquéllos.
Tras el arribo de la segunda escuadra ateniense, los demócratas corcirios comenzaron a vengarse de los oligarcas y sus partidarios. «Pero también cayeron algunos víctimas de enemistades privadas y otros murieron a maños de sus acreedores.» Parte de los oligarcas expulsados se fortificaron en Istone (un cerro al sur de la ciudad de Corcira). La lucha entre los ciudadanos y los expulsados se prolongó durante muchos tiempo, hasta que arribó a la isla, en el año 425, una fuerte escuadra ateniense, que iba camino a Sicilia. Con la ayuda de los atenienses, los demócratas atacaron la fortificación de Istone y la tomaron por asalto. Todos los prisioneros fueron muertos, y las mujeres, convertidas en esclavas. Como conclusión, Tucídides constata melancólicamente: «Este fue el final de las enconadas luchas intestinas, al menos por la duración de esta guerra, pues lo que quedaba del otro bando [el de los oligarcas] no es digno de mención.»
Los acontecimientos de Corcira y de Mitilene guardan entre sí muchos rasgos de semejanza, pero también otros tantos que los diferencian. Anotemos, en primer lugar, que la lucha político-social más encarnizada se presenta, precisamente, en las polis más desarrolladas y adelantadas. En esto reside el lado débil de toda la democracia esclavista. Y en esto se encierra también una de las causas de la derrota final de Atenas. Lo común de los acontecimientos de Lesbos y de Corcira es que la iniciativa, tanto en una como en la otra, estuvo en manos de los oligarcas. En las dos polis los oligarcas acudieron a Esparta en busca de ayuda, al tiempo que los demócratas se orientaron hacia Atenas. «En cuanto a los aliados, entre ellos la muchedumbre, también persigue, con malintencionadas calumnias y odios, a los nobles», escribe el autor de la seudo-jenofontiana Constitución de Atenas, de inspiración aristocrática, al parecer, bajo la impresión de los acontecimientos que hemos considerado.
Si durante el primer período de guerra, los oligarcas, en la esperanza del pronto triunfo de Esparta, a su criterio inevitable, estaban en una serie de polis animados de paciente espera, ahora, en cambio, se colocaron abiertamente en el camino de la rebelión y, en primer lugar, buscaron la ayuda del Peloponeso. El apoyo social de la aristocracia mitilenia era sumamente reducido. De hecho, su poder se mantenía no debido a la confianza de la mayoría de los ciudadanos, sino únicamente a que el demos mitilenio carecía de hoplitas. La base social de la oligarquía corciria era más reducida aún: la misma trataba de adueñarse del poder por vía de conjuraciones, creyendo posible retenerlo sólo con el apoyo de las fuerzas armadas de los peloponesiacos. Y es preciso tener en cuenta que los corcinos, dorios por su origen, según el punto de vista de los conceptos de los antiguos helenos, debían sentirse ajenos a Atenas y cercanos a Esparta.
La descripción de los acontecimientos de Corcira, que nos suministra Tucídides, proporciona algunos rasgos, pequeños pero interesantes, que caracterizan la composición social de los oligarcas. En primer lugar, figuran la nobleza de abolengo y los individuos adinerados: los usureros, los grandes propietarios de barcos, los grandes terratenientes y los poseedores de gran número de esclavos. Lo exacerbado de la lucha política en Corcira, tan minuciosamente descrita por Tucídides, no puede explicarse sólo por las rivalidades tribales o raciales; el papel decisivo lo desempeñaban las clases sociales: el bajo pueblo explotado ajustaba cuentas con sus opresores.
Es de excepcional importancia el testimonio que hemos citado sobre la participación de los esclavos en la guerra civil de Corcira. En general, estamos informados deficientemente acerca de los ánimos reinantes entre los esclavos griegos en el siglo v, y menos aún acerca de su participación, directa o indirecta, en la lucha político-social de aquellos tiempos. Se desprende con claridad de las palabras de Tucídides que, en primer lugar, había en Corcira una cantidad bastante considerable de esclavos; en segundo lugar, y como era de esperar, los mismos estaban concentrados en los campos y, en consecuencia, se hallaban ocupados en la cosecha (a mediados de agosto); en tercer lugar, la «mayoría de los esclavos se plegó a los demócratas», puesto que sus explotadores principales, al parecer, formaban parte de la agrupación oligárquica. Finalmente, en cuarto lugar, la mayoría de los esclavos fue atraída hacia el lado de los demócratas mediante la promesa de la libertad. Sin embargo, aún en este caso los esclavos no eran más que peones en el tablero ajedrecístico que tenían en sus manos las clases dominantes. Todo el contexto de Tucídides da testimonio no del papel autónomo de los esclavos, sino de la tensión de esa lucha civil, puesto que aquéllos estaban fuera de la sociedad ciudadana; y el hecho mismo de haber recurrido los ciudadanos a su ayuda, parecía a los contemporáneos algo fuera de común.

Recrudecimiento de la lucha político-social en Atenas

Aún no hemos tocado la importantísima cuestión de la lucha interna en Atenas, durante los tensos acontecimientos del año 427. Pero es necesario echar previamente una mirada sobre el estado de las finanzas atenienses. Tucídides señala, en uno de los discursos de Pericles, la riqueza del tesoro del Estado, como factor decisivo en los planes militares: «La fuerzas de los atenienses se fundamenta en la afluencia de dinero de parte de los aliados, y en la mayoría de los casos, en la guerra suelen vencer la sensatez y la abundancia de dinero.» En efecto, al comenzar la guerra, había atesorados en Atenas una cantidad no menor de 9.000 talentos y otros valores. Además, los atenienses habían recibido, durante el primer quinquenio de la guerra, como mínimo unos 3.000 talentos en concepto de foros de sus aliados.
Sin embargo, los gastos durante los primeros años de la guerra supusieron casi por completo esa suma, enorme según la escala de los griegos. El asedio de Potídea costó 2.000 talentos. La sola manutención de la flota llegaba a la suma de 1.000 talentos anuales. De esta manera, el fisco ateniense se encontraba en una situación que distaba mucho de ser lo que se dice «brillante», al tiempo que las operaciones bélicas, que estaban prolongándose, requerían recursos complementarios.
Tanto en el ámbito financiero como en el estrictamente militar, las medidas decisivas estaban a la orden del día. Ya durante la expedición a la ciudad de Mitilene, los atenienses se habían decidido a adoptar una medida totalmente extraordinaria para aquellos tiempos, como lo era la implantación de un impuesto directo, por una sola vez, sobre los bienes de los ciudadanos. «Los mismos atenienses oblaron entonces, por vez primera, en calidad de impuesto directo (éisfora), doscientos talentos.» La éisfora constituyo un impuesto directo para las necesidades de la guerra, introducido por una resolución especial de la ecclesia. Era cobrado a los ciudadanos de las tres primeras clases establecidas en su tiempo por Solón, en función de sus ingresos. La cobranza de este impuesto era cedida en arriendo. Al mismo tiempo, Atenas había equipado «para enviarlas a los aliados, doce naves encargadas de recaudar el dinero, al mando del estratega Lisicles, con catorce compañeros suyos».
Recorrió las tierras de los «aliados de Atenas» en el Asia Menor, recaudando dinero. Sucumbió más tarde, junto con otros muchos guerreros atenienses, en la llanura del Meandro, durante un ataque de los carios. La misma suerte corrió, antes, otro recaudador de tributos entre los «aliados», Melesandro.
Sin embargo, tanto la éisfora como la recaudación de dinero por Lisicles no eran más que una gota de agua en el mar de los gastos militares.
La cuestión financiera se complicaba aún más por el hecho de que, además de la necesidad de llenar el exhausto tesoro del Estado para poder activar las operaciones de guerra, frente a Atenas se erguía otro problema de importancia no menos que los asuntos bélicos: el de alimentar a la plebe urbana y a los campesinos empobrecidos que habían afluido a la ciudad desde todas parte del Ática. Las decisiones sobre «los aliados sublevados» eran tomadas por los dirigentes del demos, tomando en consideración todas las circunstancias anotadas. Así, por ejemplo, como ya hemos señalado, de acuerdo con el decreto final de la ecclesia sobre la cuestión de Mitilene, se preveía la distribución de todo el territorio de Lesbos (excepto el de Metimna) entre 2.700 clerucos atenienses. En este caso, no se trataba de clerucos del tipo habitual, de los que se trasladaban por sí mismos al nuevo territorio, disponiendo a su propio entender de las parcelas ocupadas. «Los propios lesbios cultivaban su tierra y debían ir pagando, en dinero contante, dos minas anuales por cada lote.» Resultaba así que la cleruquía no lo era más que nominalmente. Los propietarios de los lotes lesbios —los atenienses— podían permanecer en Atenas, pero unos 3.000 ciudadanos, más o menos, obtenían ingresos complementarios de dos óbolos por día.
Pericles había logrado dirigir tanto tiempo (durante 15 años enteros) la ecclesia, siempre tumultuosa y vacilante, ante todo porque, por una parte, él gozaba de la absoluta confianza de las amplias masas del demos en su condición de luchador contra el sistema oligárquico, y por otra, él mismo se hallaba socialmente vinculado con los círculos aristocráticos. Perteneciendo, por su origen, a la estirpe de los Alcmeónidas, siendo él mismo bastante acaudalado, Pericles imponía confianza a muchos de los aristócratas a los cuales eran caros los intereses estatales de Atenas. También reconciliaba a los aristócratas con el dominio de Pericles el hecho de que él fuera alejándose más y más del sistema democrático. Tucídides caracteriza muy acertadamente su gobierno: «De nombre, aquello era una democracia, pero, de hecho, el poder pertenecía al primer ciudadano.» Plutarco dice: «Tampoco lo confundía el hecho de que siempre se lo molestara con reproches a muchos de sus propios amigos..., que los coros entonaran canciones sarcásticas avergonzándolo y denigrándolo por su método de llevar la guerra.»
Sólo la devastación del Ática por Arquídamo y la terrible peste bubónica socavaron temporalmente la confianza depositada en Pericles. Los ataques que le eran dirigidos, partían de dos lados. En primer lugar, los aristócratas de ánimos laconófilos actuaban bajo la divisa de «paz con Esparta». En lo que toca a la popularidad de tal divisa, a su fuerza atractiva, incluso en los círculos no aristocráticos, puede hallarse testimonio en la pieza Los Arcanenses, de Aristófanes. ¡Qué feliz se siente Dikeópolos, que ha hecho la paz, él solo, con los espartanos (1069-1234), en comparación con el desdichado derrotado guerrero Lámaco!
Por otra parte, los campesinos del Ática y la gente sencilla de Atenas, sobre cuyos hombros había caído el peso principal de la guerra, también comenzaron a manifestar enérgicamente su descontento respecto a Pericles. Este descontento desde dos lados es brillantemente caracterizado por Tucídides: «Los atenienses, en su política, seguían los sugerido por él [por Pericles] ...; mas en su vida privada, les afligían las desgracias: a la gente sencilla, por haber perdido lo poco que poseía, y a los ricos, por haberse visto privados de sus espléndidas posesiones, que consistían en hermosas casas situadas en los territorios del Ática, habían perdido instalaciones de alto valor y, más que todo, porque en lugar de paz tenían guerra.»
A pesar de que no puede ponerse un signo de igualdad entre la oposición oligárquica y los ánimos de las amplias masas campesinas, ambos grupos representaban las partes componentes, por decirlo así, de «la oposición desde la derecha». Además de esta que, como es claro, no podía prevalecer en la ecclesia ateniense, existía otro grupo social más, no menos peligroso para el poder de Pericles. Era el de los círculos del demos cuyos intereses económicos dependían del poderío de la arqué: los artesanos y los mercaderes que se ocupaban de la exportación, «la plebe náutica», los ciudadanos que trabajaban en la construcción de templos, la masa de los clerucos, etc. Como dirigente reconocido de estos grupos se iba imponiendo gradualmente Cleón, quien desempeñó un papel bastante considerable en la decadencia de la autoridad de Pericles. Plutarco considera completamente verosímil que incluso el último proceso judicial incoado contra Pericles fuera tramado precisamente por Cleón. Acerca de los recelos de Pericles dan testimonio también los versos de Hermipo:

«Apenas llegas [Pericles] a ver cómo el puñal
Comienza a ser aguzado en la piedra de esmeril,
Y cómo brilla la aguda hoja, te pones a aullar, temiendo
La ira relampagueante de Cleón.»

También Tucídides alude a las acciones conjuntas de los ricos terratenientes y del bajo pueblo contra Pericles, y caracteriza así los ánimos de los atenienses durante los primeros años de la guerra: «... mas, en su vida privada, les afligían las desgracias; a la gente sencilla (demos), por haber perdido lo poco que poseía, y a los ricos (dunatoi), por haberse visto privados de sus espléndidas posesiones...».
De esta manera, la condena temporal de Pericles fue, al parecer, el resultado de una coalición opositora «desde derecha e izquierda». Sin embargo, el bloque de estos dos grupos, de los cuales uno exigía la paz y el otro pugnaba en favor de una activación de las operaciones bélicas, no podía ser duradero. La caída, y luego la muerte de Pericles, se convirtieron en el preludio de una encarnizada lucha política en la ecclesia.
La mayoría del demos, con cuyo apoyo gobernó Pericles, se había dividido definitivamente. La cúspide del demos, que pertenecía a los grandes terratenientes y a los potentados usureros, se había unido provisionalmente con los antiguos adversarios de Pericles, esto es, con los aristócratas animados de un espíritu laconófilo. La finalidad de este grupo era hacer la paz con Esparta, para luego, contando con su ayuda, aplastar a la democracia radical. Sin embargo, dentro de las condiciones del tiempo de guerra, sus cabecillas debían proceder con suma cautela, para no ser acusados de traición. El dirigente reconocido de tal agrupación era Nicias.
La mayoría del demos urbano, dirigida por los ricos artesanos, se inclinaba a favor de la activación de las operaciones bélicas y del refuerzo militar de Atenas hasta lograr la victoria final. Tales capas de la población urbana, después de la invasión de Arquídamo, gozaban, al parecer, del apoyo de ciertos grupos del campesinado que había perdido todos sus bienes y que esperaban hallar mejora para su situación sólo en un completo triunfo sobre los peloponesiacos. No sin razón los de Acarnes, en la comedia de Aristófanes a la que dan nombre, se presentan en calidad de jurados contrarios a la paz con Esparta. A la cabeza de este grupo se hallaba Cleón.
Las corrientes políticas en Atenas, después de la muerte de Pericles, son brillantemente personificadas por Nicias y Cleón. El primero, hijo de Nicerato, pertenecía a la flor de la nobleza ateniense. Había comenzado su carrera política todavía en vida de Pericles y, junto con él, ocupó el cargo de estratega. «Después del fallecimiento de Pericles, Nicias fue promovido inmediatamente al cargo superior, principalmente por los ricos y por los de abolengo, los que lo contraponían al osado Cleón; por otra parte, también el pueblo le era favorable y secundaba sus ambiciones.»
Aristóteles, partidario de la aristocracia moderada, lo considera, junto a Tucídides —el hijo de Melesías— y a Terámenes, como «el mejor de los políticos en Atenas». Tucídides, discreto en sus apreciaciones, también caracteriza a Nicias como a un hombre que «en su conducta siguió siempre los principios de la virtud», y como al «más experimentado estratega» ateniense.
Se comprende que todas estas brillantes caracterizaciones se deben no a las cualidades personales de Nicias, sino, en primer lugar, a que su línea política, dentro de la tensión creada por la guerra del Peloponeso, correspondía totalmente a los puntos de vista personales de Tucídides, de Aristóteles y de Plutarco.
Nicias era uno de los hombres más acaudalados de toda la Hélade. Su fortuna se calculaba en una suma no menor a los 100 talentos, cuya mayor parte representada por dinero en efectivo, razón por la cual había sufrido poco con la invasión de Arquídamo. De acuerdo con lo que informa Jenofonte, Nicias poseía 1.000 esclavos, que trabajaban en los yacimientos del Laurión, aportando cada uno de ellos a su amo un óbolo diario. Se hizo especialmente célebre por su munificencia durante los festejos de las liturgias, tan frecuentes en Atenas. «Conquistaba la estima del pueblo mediante las coregías, las gimnasiarquias y otras prodigalidades similares, superando, en suntuosidad y en saber complacer, a todos sus antecesores y contemporáneos. Se hizo proverbial su pusilanimidad e irresolución. En efecto, en el caldeado clima político de la Atenas de aquel tiempo debía estar constantemente alerta. Quizá así se explique precisamente su tendencia a tener todos sus bienes en dinero efectivo, para poder llevarlos consigo con más facilidad. Son precisamente estos rasgos del carácter de Nicias los que aprovecha Aristófanes en su comedia Los Caballeros, para hacerlo objeto de sus mofas.
En medio de las circunstancias de la guerra, Nicias no pudo proclamar abiertamente su divisa de paz con Esparta, pero, en cambio, aprovechó al máximo todas las posibilidades para entablar negociaciones de paz. A lo largo de toda su actividad militar y administrativa, Nicias se afanaba en no asumir responsabilidades con ninguna medida decisiva. Esto se advierte en su comportamiento, tanto durante la campaña de Pilos como en la expedición a Sicilia, y por ello resultó la figura más adecuada para los círculos que tendían no al desarrollo de las operaciones bélicas, sino más bien a su reducción. Era claro que un dirigente del tipo de Nicias, no podía llevar a Atenas al triunfo.
El adversario de Nicias era Cleón, hijo de Cleainetos, figura dirigente de la democracia radical. A diferencia de aquél, procedía de la masa del pueblo. Según Aristófanes, el padre de Cleón «tenía un taller en que trabajaban esclavos curtidores».
Las mofas de que lo hace objeto Aristófanes testimonian inmejorablemente hasta qué punto era odiado Cleón por la clase de la nobleza ateniense, debido precisamente a su estirpe. Uno de los personajes de Los Caballeros, Demóstenes, pregunta al Choricero: «¿No eres acaso de los nobles?», y enterado de que su interlocutor procede del pueblo, le declara:

«¡Dichoso tu destino!
Veo que eres feliz por tu nacimiento»,

y continúa luego:

«Pues ser demagogo no es cosa de leídos,
No es cosa de ciudadanos honrados y decentes,
Sino de iletrados e inservibles.»

Más adelante, el Choricero, en la misma comedia, reprocha al Demos:

«Pues tú pareces un niño mimado,
Y ahuyentas a los adoradores nobles.
A los faroleros, a los curtidores
Y a los desolladores te entregas gozoso.»

Cleón, hombre de fuerte carácter, bien orientado, decidido y, además, excelente orador, se presentó con un programa de osadas medidas, tanto militares como políticas y financieras. Nicias, no obstante todas sus riquezas y vinculaciones, se veía constantemente forzado a ceder terreno frente a su adversario, insistente y enérgico.
En primer lugar, Cleón estaba estrechamente vinculado a las amplias masas del demos. Inclusive Tucídides, que era un enemigo personal, y que lo caracteriza como «el más inclinado a la violencia de los ciudadanos», se ve, a pesar de todo, obligado a reconocer que «en aquel tiempo, Cleón gozaba en muchos sentidos de la confianza del demos». Al apreciar las probabilidades de las dos partes beligerantes, Cleón lo hacía con un optimismo que derivaba de sus estrechos vínculos con el demos, y en ello residía su fuerza.
La idea básica de Cleón consistía en que Atenas estaba en condiciones de vencer a Esparta a condición de no limitarse a la defensa, sino desarrollar operaciones agresivas en el propio territorio del Peloponeso. Como premisas para esas operaciones era necesario: 1) la represión de los «aliados»; 2) la seguridad material de los ciudadanos atenienses; 3) la amplia sustentación financiera de igualmente amplias operaciones de agresión. Precisamente en la estructura total de este programa hay que considerar las medidas y las intervenciones de Cleón en la ecclesia. Sus puntos de vista en la cuestión de los aliados aparecen expuestos con toda nitidez por Tucídides. En la ecclesia, Cleón exigía la ejecución de todos los mitilenios, y la venta como esclavos de sus mujeres y niños. Tal medida parece muy cruel e injusta. Pero, aun así, hay que reconocer que tal cruel propuesta era una consecuencia lógica de su propia premisa, y viene al caso decirlo, también de Pericles, según la cual, siendo el poder de los atenienses sobre sus aliados una tiranía, sólo se la podía mantener mediante procedimientos tiránicos.
Otros ataques se los ganó Cleón por su propuesta de aumentar la paga a los heliastas (miembros del tribunal), de dos a tres óbolos por cada sesión.
En la comedia Los Caballeros, Aristófanes no lo llama con otro nombre que no sea «Cleón, el de tres céntimos». Sin embargo, esta medida, según el proyecto de Cleón, debía mitigar, aunque fuera parcialmente, el peso de la guerra que gravitaba sobre la población.
La participación en la heliea durante la guerra constituía a menudo el único ingreso del ateniense pobre, carente de cualquier posibilidad para encontrar otros medios de subsistencia. A la pregunta del Niño (en Las Avispas, de Aristófanes):

«Ay padre mío, si los jueces
No sesionaran en la heliea,
¿Dónde encontrarías para nuestro desayuno?
Para la cena, ¿qué harías?
¿Qué idearías? ¿Dónde está la salvación?
¿Quizá arrojarnos al agua de cabeza?»,

el Anciano contesta:

«Sabe Dios, que no sé
dónde podríamos almorzar hoy.»

Este gasto extraordinario lo compensó Cleón, en primer lugar, con un considerable aumento del foros. Si durante la época de Arístides el foros era de 460, y durante la de Pericles, de 600 talentos, en cambio con Cleón alcanzó la enorme cifra de 1.300 talentos. Este aumento del tributo, siendo imprescindible, desde el punto de vista de las necesidades bélicas de Atenas, ofrecía peligro para la integridad de la arqué, puesto que, indudablemente, haría recrudecer las tendencias separatistas en los aliados. Al parecer, la cruel represión que se había descargado sobre los mitilenios debió atemorizar a las demás polis sometidas a Atenas. Una serie de inscripciones que ostentan listas de los pagadores del foros proporciona la posibilidad de seguir, sobre ejemplos concretos, cómo variaba la cantidad de los mismos y cómo crecían sus aportes. En los años 433-432 eran, en total, 166, y entre los años 425-424, su número había crecido hasta 304. Tal crecimiento se explica, como se comprende, no por la ampliación de la arqué ateniense, sino porque del método de la imposición colectiva a los aliados, los atenienses pasaron a la recaudación de los pagos de cada una de las polis por separado, debido a lo cual el total general del foros casi se duplicó.
El eslabón más importante en el programa de Cleón, para el cual fueron tomadas las señaladas medidas, debía serlo la amplia táctica ofensiva que, reemplazando la de espera y bloqueo de Pericles, hubiera podido llevar a los atenienses a la victoria. Sin embargo, para realizar tal política, era condición necesaria superar los obstáculos y las traiciones en el propio campo. A diferencia de Pericles, quien, de hecho, reunía en sus manos tanto la dirección política como el mando militar, Cleón sólo podía obrar, en lo fundamental, a través de la ecclesia, puesto que la mayoría de los estrategas seguían generalmente al cauteloso Nicias.
A partir de entonces (año 427) fue notándose un manifiesto desacuerdo entre la ecclesia y los órganos ejecutivos del poder. La ecclesia radical se veía a menudo forzada a inmiscuirse hasta en las órdenes particulares de los estrategas, para asegurar la ejecución de la línea política deseada. Esta disensión entre los demagogos y los estrategas, entre los dirigentes políticos y militares, dificultaba mucho la dirección operativa del gobierno. Así y todo, tal disensión no fue resultado de la obstinación o terquedad personal de Cleón o del nerviosismo de los miembros de la ecclesia, sino de la desconfianza política que la democracia radical sentía respecto de los estrategas aristócratas.

La operación de Pilos

Durante dos años, hasta la misma campaña del verano del año 425, la dirección general de los ejércitos siguió en manos de Nicias y sus adherentes. Fue un período de relativa calma. Algunas operaciones bélicas activas se registraron tan sólo en la parte oeste de la Grecia central y en el lejano Occidente, en Sicilia. En el verano del año 426 el joven estratega ateniense y posteriormente célebre conductor de ejércitos, Demóstenes, encabezando una escuadra de 30 barcos, devastó las costas del Peloponeso y arribó a la Acarnania. Allí unificó bajo su mando a todos los aliados atenienses de la Grecia occidental: a los acarnanios, zacintios, cefalonios y, en parte, a los corcirios. Habiendo devastado a los campos de la isla de Léucade y convencido de la inexpugnabilidad de la propia ciudad de Léucade, Demóstenes se dirigió a Naupacta, desde donde había resuelto emprender un movimiento ofensivo sobre Etolia, una de las mayores regiones de la Grecia central, para poder, en su caso de obtener éxito, invadir Beocia desde el Oeste. Sin embargo, tras los primeros triunfos, sus hoplitas chocaron con la táctica, para ellos insólita, de los peltastas etolios. Estos evitaban encuentros en campo abierto, pero cubrían a los atenienses con una lluvia de dardos y flechas. De esta manera, los hoplitas atenienses, cargados con armas pesadas, fueron batidos por sus «atrasados» adversarios. Demóstenes se vio forzado a retirarse hacia Naupacta.
La derrota de los atenienses en Etolia estimuló a los peloponesiacos a emprender un movimiento ofensivo en esa región. Todavía el año anterior los lacedemonios habían fundado la colonia Heráclea, en Traquinia. Apoyándose en la misma, los peloponesiacos dirigieron, en ayuda de los etolios, a 3.000 hoplitas. Este poderoso ejército asoló las tierras de los locrios ozolianos y los naupactianos, después de lo cual se dirigieron hacia el Oeste, a la Acarnania, contra Demóstenes, recientemente batido por los etolios. Pero éste supo sacar partida de su derrota del año anterior, y eligió para librar el combate una región muy accidentada. En la batalla de Olpas (noviembre del año 426) escondió una parte de sus hoplitas, tendiendo una emboscada merced a la cual batió por completo a los peloponesiacos, superiores en número, y firmó así la influencia de Atenas en el Occidente.
La aplastante derrota de los 3.000 hoplitas peloponesiacos fue, de hecho, el primer gran triunfo de Atenas en tierra firme. La batalla de Olpas no sólo privó a los peloponesiacos de su aureola de invencibilidad, sino que también afianzó la influencia del partido radical en Atenas, partido que, junto a su dirigente político Cleón, había adquirido un jefe militar, Demóstenes.
Al mismo tiempo iba incrementándose la acción política ateniense en Sicilia. En el año 427 llegó a Atenas una embajada enviada por la colonia siciliana de Leontinos, encabezada por el célebre sofista Gorgias. Tras sopesar todas las circunstancias, Atenas resolvió enviar en ayuda de aquélla, al comienzo 20, y luego otras 40 trieres. Pero, poco después de la llegada de la flota ateniense, los delegados de todas las polis sicilianas en guerra se reunieron en el verano del año 424 en un congreso en Gela y concertaron la paz entre todas ellas. Esto se debió a que la ecclesia ateniense evidenciaba un interés excesivo por Sicilia, de manera que hasta los aliados de Atenas creyeron que ésta representaba para ellos una amenaza no menor que la de Siracusa.
La expedición a Sicilia tuvo un resultado secundario sumamente importante, que determinó la marcha ulterior de las operaciones bélicas, hasta la misma paz de Nicias. Demóstenes, ayer vencedor de los peloponesiacos en Olpas, fue a bordo de la escuadra ateniense y, no obstante que a ésta le fueron planteados dos problemas —la ayuda a los demócratas corcirios y la guerra contra Siracusa—, se autorizó a Demóstenes hacer uso de los barcos también para las operaciones bélicas en el Peloponeso.
El momento para las operaciones en la retaguardia del enemigo fue elegido con sumo acierto. El ejército espartano bajo el mando del joven y poco experimentado hijo de Arquídamo, Agis, se hallaba en aquel momento en el Ática, al tiempo que la flota peloponesiaca había sido enviada a las aguas corcirias. De esta manera, el litoral de la península quedaba, de hecho, indefenso. Como punto de desembarco fue elegido Pilos. Este promontorio, casi inhabitado, se encuentra en la parte sudoeste del Peloponeso, en la Mesenia, a una distancia algo mayor de 70 kilómetros de Esparta. A Demóstenes lo atraían, en primer lugar, las condiciones de defensa de Pilos, sumamente adecuadas. La abundancia de bosques y de piedra hacía fácil la instalación de defensas artificiales; la presencia de un buen puerto aseguraba la provisión de víveres y la falta de habitantes en los lugares circundantes dificultaba al adversario el desarrollo de operaciones bélicas. Mas lo fundamental lo constituía el hecho de que Pilos podía, en el futuro, convertirse en centro de unificación de los mesenios en la lucha por emanciparse del yugo espartano. Los señala Tucídides: «Desde hace mucho tiempo, los mesenios, nativos de este lugar..., en virtud de ello, teniendo a Pilos como base de apoyo, podrían causarles a ellos [a los lacedemonios] enormes daños y, al mismo tiempo, custodiar sólidamente la región.» Demóstenes, que mantenía contacto con los mesenios naupactianos y que daba vida al programa de los demócratas atenienses, contaba sin duda, en caso de tener éxito, con poder sublevar en masa a los ilotas en Mesenia. Es probable que el lugar mismo para el desembarco le hubiera sido señalado con anterioridad, por alguno de los mesenios naupactianos.
Aprovechando una tregua de seis días, cuando los espartanos no podían aún valorar en todos sus alcances el significado del desembarco de los atenienses, Demóstenes puso a Pilos en estado de completa capacidad defensiva. Luego, quedando en el lugar tan sólo con cinco trieres, envió a las restantes hacia Corcira. El paso emprendido por Demóstenes era sumamente arriesgado. Era inminente tener que enfrentar en tierra peloponesiaca la ofensiva de todas las fuerzas de la confederación del Peloponeso, perspectiva ante la cual ni siquiera tenía la seguridad de contar con una posibilidad para la eventual retirada, debido a que la flota ateniense había emprendido su ruta, y sus cinco trieres no bastarían para repeler los ataques enemigos.
En efecto, enterados del desembarco, los éforos llamaron de regreso a Agis, que se hallaba en el Ática, y todos los destacamentos con que se contaba, compuestos tanto de espartanos como de los periecos más cercanos, fueron enviados inmediatamente a Pilos. Además, fueron convocadas las reservas de todo el Peloponeso y se hizo regresar 60 trieres desde Corcira. Teniendo tamaña superioridad de fuerzas, los lacedemonios abrigaban la esperanza de acabar pronto con Demóstenes. Para cortarle el camino hacia el puerto fue desembarcado en la deshabitada isla de Esfacteria, separada de Pilos por un angosto estrecho de sólo 120 metros de ancho, un destacamento compuesto de 420 hoplitas seleccionados, elegidos por sorteo en todas las secciones, sin contar a los ilotas, sus servidores. Al estrecho entre Pilos y el islote, los espartanos pensaban obstruirlo con los barcos acumulados estrechamente, uno junto a otro.
Al ver tantos preparativos, Demóstenes envió dos trieres a alcanzar a la flota ateniense, llamándola en su ayuda; y él mismo desembarcó las tripulaciones de las trieres restantes, armándola con escudos de mimbre trenzado, y se aprontó a defender la costa contra varias decenas de naves peloponesiacas. Los ataques de dos días consecutivos efectuados por los espartanos desde el mar terminaron con la derrota de los atacantes, quienes resolvieron entonces pasar al asedio prolongado de Pilos.
Mas ya al tercer día regresó la flota ateniense y, en una encarnizada batalla naval, en el interior del golfo destruyó casi por completo las naves peloponesiacas. La situación cambió totalmente. Ahora era ya el destacamento espartano el que se encontraba aislado en el islote de Esfacteria, separado del continente y condenado a morir de hambre. Y dado que se trataba de los espartanos de más abolengo, los funcionarios superiores de Esparta se dirigieron al lugar de la batalla y ofrecieron a los estrategas atenienses firmar un armisticio bajo condiciones sumamente duras para los lacedemonios. Esparta se comprometía a enviar inmediatamente embajadores a Atenas, en una triere ateniense, portadores de una proposición de paz. Se entregaba a los atenienses, en tanto durasen las negociaciones, toda la armada peloponesiaca, no sólo la que se hallaba en Pilos, sino también la de toda la Laconia. A cambio de ello se permitía a los espartanos, siempre bajo el control de los atenienses, enviar diariamente, en tanto tenían lugar las negociaciones, una determinada cantidad de víveres al destacamento desembarcado en Esfacteria. Los atenienses se comprometían a devolver a los espartanos sus naves de guerra después del regreso de los embajadores.
Pero los embajadores de Esparta fueron recibidos en Atenas no muy amistosamente. En la esperanza de que los atenienses, que ya en el año 428 habían pedido la paz, estarían inclinados a poner término de la guerra, los espartanos les ofrecieron «paz, alianza, estrecha amistad y apoyo mutuo». En respuesta a tales generalidades. Cleón, «que en esa época era dirigente del demos, y que al mismo tiempo gozaba de la más grande confianza de parte de la multitud», exigió que no sólo fueran devueltos a los atenienses los puertos megarienses de Nisaia y Pagas, sino además entregados los puertos peloponesiacos de Trecene y la Acaya. Tales exigencias eran totalmente inaceptables para Esparta. No obstante, los embajadores propusieron someterlas a consideración junto con los delegados atenienses. Pero Cleón, temiendo que los espartanos se pusieran de acuerdo con el grupo de Nicias, exigió categóricamente que las negociaciones sólo continuasen en la ecclesia, tras lo cual los embajadores regresaron a Pilos.
Allí, en el ínterin, la situación había ido complicándose. Los lacedemonios, valiéndose de estratagemas y subterfugios, hacían llegar vituallas a Esfacteria. Habían prometido la libertad a los ilotas a cambio de aprovisionar de productos a esa isla; así, hombres osados llevaban a Esfacteria sacos con semillas de amapola, miel, y de esta manera provenían a los sitiados. Se acercaba el otoño con sus tormentas, lo cual obligaría a la flota ateniense a regresar al Pireo en busca de refugio. Al mismo tiempo, también las tropas atenienses desembarcadas en Pilos sufrían por la falta de agua y de víveres.
Durante todo ese tiempo, Cleón reprochaba a Nicias su inactividad y exigía medidas decisivas. Valiéndose de la declaración de Cleón de que se podía ocupar Esfacteria en unos veinte días, y convencido de que tal cosa era imposible, Nicias le propuso, en el seno de la ecclesia, que asumiera la realización de tal plan. Pero Cleón aceptó. Renunció a los hoplitas atenienses que le fueron ofrecidos, y llevó consigo sólo a los destacamentos de los aliados. Teniendo presente la derrota de los hoplitas atenienses en Etolia, Cleón, junto con Demóstenes, había elaborado un plan de ataque simultáneo a los espartanos mediante destacamentos de peltastas y, efectivamente, a finales de agosto del año 425, tomó la isla por asalto, llevándose prisioneros a 292 hoplitas, entre ellos 120 espartanos.
«El complicadísimo embrollo anudado en Pilos» tuvo enorme resonancia política en toda la Hélade, especialmente en Atenas y en Esparta. En primer lugar, los atenienses habían obtenido el éxito militar más grande en el propio territorio espartano, en lucha contra los espartanos, hasta entonces invencibles. En segundo lugar, los espartanos, educados según la leyenda de la hazaña de Leónidas en las Termópilas, se habían entregado con vida como prisioneros, y para colmo precisamente a los atenienses, tan despreciados por ellos. En tercer lugar, la operación de Pilos puso de manifiesto la debilidad de la falange hoplita en comparación con los peltastas, que llevaban armas livianas. En cuarto lugar, Pilos y Esfacteria habían quedado en manos de los atenienses, convirtiéndose así en centro de gravitación para los ilotas, los que empezaron a pasarse en masa a los mesenios de Naupacta, que habían quedado allí en calidad de guarnición permanente de Atenas. Los mesenios hablaban el mismo lenguaje que los ilotas y los espartanos, de modo que les era fácil hacer salidas para recorrer toda la Mesenia sembrando la rebelión entre los ilotas. Subrayando la difícil situación de Esparta, Tucídides se detiene minuciosamente sobre el significado de la operación de Pilos. Escribe así: «En Pilos dejaron [los atenienses] una guarnición, y los mesenios de Naupacta, considerando a Pilos como su tierra nativa —pues está situada en el territorio de la antigua Mesenia—, enviaron allí a sus hombres más aptos, los que, hablando la misma lengua que los habitantes de Laconia, comenzaron a saquearla y a causarle muchísimos daños... y como al mismo tiempo, por añadidura, los ilotas empezaron a pasarse a Pilos, temiendo [los lacedemonios] alguna otra revuelta en su propia tierra, estaban alarmados.»
En medio de circunstancias tan graves para Esparta, y en vista de la escasez de espartanos, era de suma importancia librar del cautiverio a los prisioneros que, en el ínterin, habían sido llevados a Atenas. Mas después de la victoria en la isla de Esfacteria, la autoridad de Cleón resultaba inapelable, y Nicias, junto con todos sus partidarios, había perdido toda influencia entre la masa popular. No en vano Aristófanes, en su comedia Los Caballeros, puesta en escena en el año 424, pone en labios de Nicias la idea de huir de Atenas, en vista del poderío de Cleón, a quien por la victoria le fueron rendidos honores jamás vistos. De esta manera, la victoria de Pilos no sólo obligó a Esparta a pedir la paz, sino que colocó en el poder, en Atenas, al partido que ansiaba la guerra.
La situación en Atenas era tal, que la agrupación de Nicias se vio en la necesidad de emprender algunas acciones enérgicas. La autoridad de Nicias como comandante en jefe vaciló seriamente, pues él se había opuesto a las operaciones que obligaban al enemigo a pedir la paz. Además, las fuerzas que prevalecieron en el campo de batalla resultaron ser las de los peltastas y los aliados, al tiempo que los pesados hoplitas, que en las milicias atenienses representaban a los círculos adinerados de la población —sin hablar ya de la caballería aristocrática—, en el transcurso de los siete años de guerra no habían conseguido ni un solo triunfo de valor.
Dadas todas estas circunstancias, y no obstante iniciarse el otoño, Nicias, inmediatamente después del regreso victorioso de Cleón y Demóstenes con los prisioneros espartanos, emprendió una campaña contra Corinto, a la cabeza de una gran flota de 80 navíos que llevaban 2.000 hoplitas atenienses, 200 jinetes y también tropas auxiliares de milesios y otros aliados. Esta expedición perseguía no tanto fines militares como políticos. Los éxitos militares de Nicias deberían contrarrestar las acciones de sus adversarios políticos. Pero tales éxitos fueron muy relativos, por no decir dudosos. Cuando los atenienses hubieron desembarcado al sudeste de Corinto, junto a Soligeios, se vieron frente a la mitad de todo el ejército corintio. En la encarnizada batalla que se entabló no alcanzaron triunfo alguno y al presentarse las reservas corintias se retiraron a sus embarcaciones. Luego, una parte de los atenienses desembarcaron en Metana, en la Argólida, y se apoderaron de este lugar, levantando, a ejemplo de lo hecho en Pilos, un muro en el istmo que llevaba a Trecene. Tales fueron los pobres resultados de la grandiosa campaña.
En cambio, al año siguiente, en el verano del 424, se emprendió una exitosa operación, de resultas de la cual se ocupó la ciudad doria de Citerea, «una isla situada cómodamente respecto a Laconia y poblada por lacedemonios». Los espartanos estaban completamente desesperados después de la catástrofe de Pilos. «La guerra les amenazaba con ineludible rapidez... desde todas partes... Jamás, en ninguna empresa de carácter militar, los lacedemonios habían puesto en evidencia tanta indecisión... Los reveses del destino que se habían descargado sobre ellos en gran cantidad y en poco tiempo les arrojaron en el mayor estupor; temían que volviera a caer sobre ellos semejante infortunio.»
Como una de las causas más importantes del «pacifismo» de Esparta, Tucídides considera los recelos de los espartanos «... de que no se produjera ningún golpe de orden interno, después de haberle acaecido a Esparta una desgracia inesperada tan grande». Como «golpe de orden interno», Tucídides entiende, evidentemente, una rebelión de ilotas, siempre temida por los espartanos, y la cual sería particularmente peligrosa en momentos en que en Pilos se habían afianzado los mesenios; a esta misma consideración vuelve Tucídides posteriormente. En efecto, al relatar las dificultades por las que pasaba Esparta en vísperas de la expedición de Brasidas, dice: «Además de ello, sería muy deseable para los lacedemonios tener un pretexto para despachar una parte de los ilotas, a fin de que no alentaran el pensamiento de alguna revuelta, dada la situación resultante de la pérdida de Pilos.»
Se impone hacer notar que los éxitos militares atenienses de los años 425-424 se debieron en grado considerable a la política financiera de Cleón. A juzgar por los fragmentos de una inscripción que representan unos decretos de la ecclesia acerca de la paga de foros por los aliados, la suma general del mismo fue duplicada, muchas ciudades debieron pagar una cantidad tres y hasta cuatro veces mayor que hasta entonces. Especialmente considerable fue el aumento del foros impuesto a Jonia, atemorizada por la devastación de Mitilene. Al parecer, en el mismo año, y probablemente con motivo de la anterior reforma del foros por Cleón, éste hizo pasar el decreto que elevó la paga a los heliastas. Fue así cómo pudo declarar con orgullo con respecto a él mismo:

«¡Oh, pueblo! ¿Cómo podrá otro ciudadano amarte más ardiente, fuertemente?
Pues desde que yo estoy en el Consejo he colmado hasta el tope al fisco.»

Según otra inscripción, se le había entregado a Nicias para la expedición de Citerea la cantidad de 10 talentos. Sin los medios financieros recaudados por la energía de Cleón, el fisco ateniense no hubiera estado en condiciones de financiar expediciones tan grandes como la del año 425 y, especialmente, la del año 424.
La ocupación de Citerea fue el punto culminante de los éxitos atenienses. Parecía que uno o dos esfuerzos más como éste y la brillante victoria final de Atenas estaría asegurada. Los radicales atenienses habían concebido la idea de asestar el golpe decisivo en Beocia, atacando al más fuerte aliado de Esparta simultáneamente desde tres lados. Demóstenes, llevando 40 naves, se dirigió a Naupacta y reclutó el ejército de acarnanios y mesenios, planeando apoderarse del puerto beocio de Sifas en el litoral del golfo Corintio, mediante un ataque desde el Occidente. Los demócratas beocios debían promover una sublevación en Queronea, situada en la frontera septentrional de Beocia, y las fuerzas principales de los atenienses, bajo el mando de Hipócrates, se preparaban para dar el golpe sobre Delión, desde el Este. Los tres golpes tenían que efectuarse al mismo tiempo, para no dar a los beocios la posibilidad de enfrentar a los enemigos uno a uno, por separado. Pero Hipócrates se demoró, y la conjuración de los demócratas fue descubierta prematuramente. Debido a esto, Demóstenes no pudo tener éxito, y la totalidad del ejército de los beocios salió al encuentro de Hipócrates, el que, no obstante, tuvo tiempo para apoderarse de Delión y fortificarla. En la batalla de Delión, los beocios alinearon sus tropas dándoles una profundidad de 25 filas (mientras que los atenienses la tenían solamente de ocho filas) y, anticipándose al célebre «orden oblicuo» de Epaminondas, consiguieron una completa victoria (noviembre del año 424). Los atenienses tuvieron mil bajas, entre ellas la del propio estratega Hipócrates. Fue la más grande derrota de los atenienses durante toda la guerra de Arquídamo.

Operaciones bélicas en Tracia

El infortunio de Esparta y la disminución de su autoridad provocaron entre los espartanos comunes una tendencia hacia la activación de las operaciones bélicas y hacia una política más resuelta. Se les hacía más clara la necesidad de medidas radicales de parte de los dirigentes de la política espartana. Pero entre tanto, la tendencia fundamental de la oligarquía espartana residía entonces en conseguir una paz con Atenas y liberar a los prisioneros. Como representante de las nuevas tendencias se destacó el joven Brasidas, el más enérgico de todos los jefes militares espartanos. Este había ideado una medida arriesgada, insólita para los lacedemonios. Comprendiendo que la fuerza de los atenienses se basaba en su potencialidad naval, y viendo la incapacidad de los peloponesiacos para las operaciones en el mar, Brasidas resolvió intentar abrirse camino hacia la retaguardia ateniense por vía terrestre y, tras cruzar toda la Grecia continental, salir a través de la Macedonia hacia las ciudades del litoral tracio. Se trataba de un plan de evidente gran riesgo, puesto que había que marchar a través del territorio de Tesalia, que mantenía amistad con Atenas, y, en el caso de surgir complicaciones, no quedaría camino alguno para la retirada.
Los oligarcas de Esparta temían dar un paso tan arriesgado, y fracasar, por lo cual le negaron a Brasidas apoyo militar y material. Sin embargo, calculando que, en caso de éxito, se contaría con más ventajas en las negociaciones de paz, y que en caso contrario se verían libres del ardoroso Brasidas, los dirigentes de la política espartana le autorizaron a prepararse para la expedición.
La campaña de Brasidas podía proporcionar a Esparta muchas ventajas. En primer lugar, se abriría un nuevo frente, el que debilitaría la presión ateniense sobre el Peloponeso. Además, la liga de las ciudades calcídicas, atemorizada por el castigo inferido a la ciudad de Potídea, había prometido organizar una sublevación general contra la tiranía de Atenas y tomó a su cargo financiar la expedición. Un éxito de la expedición tracia presagiaba para Esparta brillantes perspectivas, puesto que acarrearía la descomposición de la arqué ateniense. En caso de lograr liberar a las polis calcídicas del poder de Atenas, se intensificaría considerablemente la dispersión de las fuerzas en toda la Liga marítima ateniense.
Finalmente, un punto de no poca importancia era el deseo de los lacedemonios de deshacerse, aunque fuera de una parte, de los ilotas. Después de la derrota de Pilos, Esparta temía constantemente una sublevación de los mismos. Aun antes, los espartanos habían seleccionado alrededor de 2.000 de los más valientes y meritorios ilotas, a los que mataron a escondidas para que la masa de los esclavos perdiera a sus cabecillas. Tucídides subraya que los espartanos procedieron de esta forma, «atemorizados por el espíritu levantisco y por el crecido número de los ilotas», y también porque «entre los lacedemonios la mayoría de las iniciativas habían estado siempre orientadas a protegerse contra los ilotas». Ahora dieron a Brasidas otros 700 ilotas más proveyéndolos con armas de hoplitas. Aparte, Brasidas reclutó otros 1.000 voluntarios en todo el Peloponeso. En agosto del año 424 cruzó rápidamente la Tesalia, de manera que las polis tesaliotas ni siquiera tuvieron tiempo para reclutar un ejército que le ofreciera resistencia y llegó a Macedonia, donde se encontró con una amistosa recepción del rey Pérdicas.
La aparición de Brasidas en la Calcídica provocó intervenciones masivas contra Atenas. Entre las polis helenas del Norte era muy fuerte la tendencia a separarse de Atenas y recuperar la libertad. Los beocios exteriorizaban abiertamente desde hacía mucho su descontento por el dominio de Atenas. La fundación de ciudades bajo la hegemonía de Olinto también debe ser valorada como una demostración hostil hacia Atenas. Finalmente, el considerable aumento del foros había intensificado más aún los ánimos antiatenienses. Un factor importante los constituyó igualmente la circunstancia de que el rey macedonio, Pérdicas, otrora aliado ateniense, se dirigiera a Esparta en busca de ayuda contra Arrabeo, rey de los lincestas. Brasidas apostaba sobre todas estas cartas. Tucídides, actor él mismo en ese frente, anota: «Procediendo con justicia y moderación con las ciudades [de Tracia], Brasidas, al mismo tiempo, apartó del bando ateniense a la mayor parte de las mismas.»
En cuanto a los principios de la política de los peloponesiacos en Tracia, Tucídides los formula en la arenga que hiciera Brasidas a los habitantes de Acantos. Subraya, en primer lugar, que todas las polis que pasaran a su lado recuperarían por completo la independencia. Luego prometió solemnemente no inmiscuirse en los asuntos internos de las polis, esto es, que no apoyaría a los oligarcas contra los demócratas. En caso de negarse a aceptar sus condiciones, Brasidas amenazaba con asolar los campos de los acantianos, lo cual, dado que se acercaba la época de la recolección, los privaría de víveres para el invierno. De esta manera, Brasidas se atrajo el apoyo de Acantos, Estagira y Argilos, y se acercó, sin menor impedimento, a la principal posesión de Atenas en Tracia: Anfípolis. El historiador Tucídides, que en ese año era estratega, se encontraba en aquel momento con siete trieres junto a Tasos, a una distancia de medio día de camino de Anfípolis. Llamado en ayuda a ésta, se dirigió a la ciudad, pero llegó tarde. Brasidas había ofrecido a los habitantes de Anfípolis condiciones de capitulación muy ventajosas y la ciudad se le entregó sin combatir. Tucídides alcanzó a apoderarse solamente de Eión, suburbio de Anfípolis. Por su pasividad, fue expulsado de Atenas y desde entonces vivió en tierras extrañas.
El paso de Anfípolis al bando de Esparta fue un síntoma sumamente alarmante para Atenas. De esta manera perdía la fuente básica de aprovisionamiento de maderas para la construcción de buques, y grandes fuentes de ingresos pecuniarios. Las aliadas de Atenas «comenzaron a negociar secretamente con Brasidas, invitándolo a visitarlas, y queriendo cada una de ellas ser la primera en defeccionar». En el transcurso de unos tres meses, Brasidas logró apoderarse de las dos terceras partes de la Calcídica. Solamente la península de Palena permanecía aún en manos de los atenienses, pero incluso allí había intranquilidad.

El armisticio

En la primavera del año 423, entre Esparta y Atenas fue firmada una tregua por el término de un año. Los dirigentes de la política espartana calculaban que la tregua conduciría a la paz, y que les serían devueltos los espartanos prisioneros, Pilos y Citerea, a cambio de las conquistas de Brasidas en el litoral tracio. De la misma manera había en Atenas una inclinación por el armisticio, debido a que los atenienses querían juntar reservas en la Calcídica, antes que esa región defeccionara totalmente.
Las condiciones del armisticio consistían en la conversación del statu quo; los lacedemonios y sus aliados obtenían la libertad del comercio en el mar, pero se les prohibía cambiar de lugar a sus barcos de guerra. En cambio, era de suma importancia el punto referente a los desertores formulado por los espartanos en la forma siguiente: «Durante este período, no acogeremos a los desertores, ni vosotros ni nosotros.» La inclusión, entre las condiciones del armisticio, del punto social que prohibía acoger a los desertores, haciendo mención especial de los esclavos, se debió, indudablemente, a exigencias de Esparta, y atestigua indirectamente la existencia de una gran cantidad de ilotas que habían huido a Pilos.
Pero todavía durante las negociaciones se sublevó contra Atenas Esción, ciudad situada en la península de Palena, separada de Brasidas por Potídea, que en aquel entonces se encontraba en poder de pobladores atenienses. A Esción se le agregó la vecina ciudad de Mendé. Entonces, a propuesta de Cleón, la ecclesia decidió poner sitio a Esción y pasar por las armas a todos sus habitantes. Brasidas respondió dirigiendo sus tropas a estas dos ciudades. Sus relaciones con Pérdicas ya habían empeorado y el rey macedonio entró en negociaciones con los atenienses, quienes habían enviado contra Esción a Nicias con 50 barcos de guerra, 1.000 hoplitas y 2.000 peltastas. Aprovechando el apoyo de los demócratas de Mendé, los atenienses ocuparon la ciudad y propusieron a sus moradores condenar a los oligarcas y restablecer el régimen democrático. En cambio, Esción fue rodeada con murallas de asedio. De acuerdo con una de las Inscripciones Graecae, en ese mismo tiempo, tres ciudades: Calindón, Trinoya y Cemacos firmaron un tratado de alianza con Atenas.
Una vez expirado el término del armisticio, en el verano del año 422, Cleón se dirigió a Esción con 30 navíos, 1.200 hoplitas y 300 jinetes atenienses, y gran cantidad de aliados. Mediante un enérgico golpe asestado por tierra y mar se apoderó de Torona, «redujo a la esclavitud a las mujeres y a los niños, y a los toronenses, a los peloponesiacos y a otros calcidios..., en total cerca de 700 hombres, los envió prisioneros a Atenas».
Después, Cleón se dirigió por mar hacia Anfípolis, conquistando a su paso a Halepsa, Meciberna, Cleonas y Acrotas. Allí le salió al encuentro Brasidas, quien tenía superioridad numérica y guerreros cualitativamente mejores. En la batalla de Anfípolis (octubre del 422), que terminó con la derrota de los atenienses, cayeron ambos jefes militares: Cleón y Brasidas, que representaban, cada uno en su país, a los partidos de más belicosa inspiración. Tucídides, al describir esa batalla, no escatima acusaciones a Cleón, atribuyéndole «ignorancia y pusilanimidad en comparación con la experiencia y la intrepidez del adversario», es decir, de Brasidas, En efecto, en cuanto a capacidad militar, Brasidas era, sin duda alguna, superior a Cleón. Además, tenía a su disposición a guerreros expertos que tenían fe en su jefe. En cambio, Cleón tenía solamente a 1.200 hoplitas y 300 caballeros atenienses, sin contar ciertamente los grandes contingentes de aliados. Ni los hoplitas ni, menos aún, los jinetes alentaban confianza en Cleón, al que consideraban un advenedizo. Fue esta circunstancia precisamente la que obligó a Cleón a actuar contra todos los principios del arte militar. Tal como escribe Tucídides, «Cleón advirtió las murmuraciones de sus guerreros y, no queriendo irritarlos por permanecer inactivos en el mismo lugar..., los llevó contra el enemigo». Por tanto, la derrota de Cleón se explica no sólo por razones militares, sino también políticas. Sea como fuere, la muerte simultánea de Cleón y de Brasidas hizo considerablemente más fácil el camino hacia las negociaciones de paz.

La paz de Nicias

Con la muerte de Cleón, la democracia radical perdió su influencia en Atenas. Sus planes ofensivos naufragaron. Las derrotas en Delión y en la Calcídica acrecentaron considerablemente los ánimos pacifistas. También los aliados de Atenas, propensos a la defección, infundían serios recelos y temores.
Los espartanos tendían hacia la paz, por las causas señaladas anteriormente. Sólo hay que añadir aún a las mismas el que la guerra tomaba un carácter prolongado, pudiendo siempre determinar una sublevación de los ilotas, bajo la dirección de los mesenios pilosianos. Escribe Tucídides: «Los ilotas se pasaban al enemigo, y los lacedemonios recelaban constantemente de que también los que se quedaban, contando con los fugitivos y con la actual situación se rebelarían nuevamente contra ellos.» Por añadidura, en el año 421 expiraba el plazo de la paz de treinta años firmada con Argos. La alianza de Atenas con Argos era sumamente peligrosa, porque en tal caso algunas ciudades del Peloponeso podrían plegarse a Argos.
Los jefes de los dos Estados, Nicias y el rey espartano Plistoanax, llegaron a acordar, con relativa rapidez, las condiciones de paz. Se resolvió retornar a la situación de preguerra, con la sola diferencia de que los tebanos recibían Platea y los atenienses obtenían Nisaia. Las ciudades de la Calcídica y de Tracia: Argilos, Estagira, Acantos, Escolos, Olinto y Espártolos, que habían pasado voluntariamente a Brasidas, conservaban su independencia, pero se les permitía entrar en la Liga a condición de que Atenas las invitase. Los prisioneros de guerra de ambos bandos debían ser repatriados. La paz civil debía ser asegurada mediante el hecho de que en todas las ciudades que se devolvían a los atenienses se permitía a quienes lo desearan emigrar y dirigirse con todos sus bienes, a donde les plugiere. Además, los atenienses garantizaban la autonomía a las polis aliadas que pagaban con regularidad el foros establecido por Arístides. En caso de discrepancia a la hora de interpretar el tratado de paz, cuya validez era de cincuenta años, el conflicto se resolvía mediante arbitraje.
La paz de Nicias respondía por completo a los intereses de la propia Esparta, pero dejó descontentos a sus aliados, puesto que Beocia, Megara, Corinto y Elis no obtenían nada de ese tratado, e inclusive Megara perdía a Nisaia.
Pero el golpe más severo fue asestado por la paz de Nicias a Corinto. Como ya señaláramos, los intereses básicos de esa polis estaban vinculados a los aliados de Atenas, a los acarnanios, todos los puntos occidentales de apoyo de Corinto. Anactorión fue tomado por asalto y los ambraciotas fueron forzados a entrar en alianza con los acarnanios. Corinto perdió también su tercera colonia, Soligeios. Las islas jónicas quedaban dentro de la esfera de influencia de la democrática Corcira. De esta manera, la lucha por la Hélade occidental fue totalmente ganada por los atenienses. He ahí por qué los aliados espartanos anteriormente citados se negaron a firmar las condiciones de paz, y sus relaciones con Esparta empeoraron notablemente. La cosa parecía encaminarse a una ruptura, lo cual a primera vista convenía a Argos, que gozaba de grandes simpatías entre los peloponesiacos.
El gobierno espartano preveía la inminente amenaza, y trató de neutralizarla no sólo mediante la paz, sino mediante una alianza con Atenas. Ya al mes de haber sido firmada la paz se celebró una alianza defensiva entre Atenas y Esparta. En el correspondiente tratado, compuesto formalmente sobre las bases de la igualdad de derechos, llama la atención una importante obligación unilateral de los atenienses: «En caso de que se subleven los esclavos, los atenienses se comprometen a ayudar a los lacedemonios con todas sus fuerzas dentro de la posible.» Este punto del tratado recuerda claramente la política ateniense de los tiempos de Cimón. Llama la atención el hecho de que los atenienses no hubieran exigido a los espartanos recíprocos compromisos análogos, puesto que, evidentemente, ellos temían en grado mucho menor una sublevación de los esclavos.
De acuerdo con algunos informes fragmentarios de Tucídides, diseminados en los libros IV y V de su obra, estamos en condiciones de seguir el rápido crecimiento de la amenaza de una sublevación de los ilotas después de la campaña de Pilos, de felices resultados para los atenienses. El factor fundamental que inclinó a Esparta por las negociaciones de paz pareciera haber sido no tanto el deseo de liberar a sus prisioneros de guerra (entre los cuales no había más que 120 de la clase de los espartanos), como la amenaza de una sublevación de los esclavos. Fue precisamente esto lo que paralizó la actividad de Esparta, durante la expedición de Nicias a Citerea, y fue esto lo que obligó a los lacedemonios a crear, por primera vez en su historia, una unidad militar para mantener «el orden» en la Laconia y para prevenir la fuga en masa de los ilotas a Pilos. No obstante todas estas medidas, el amago de una sublevación general de los ilotas fue creciendo más y más, hasta el punto de que los espartanos se vieron forzados, a avenirse a la paz, incluso bajo la amenaza de ruptura con sus aliados, pero —de hecho— sólo para prevenir la sublevación de los esclavos.
En el sentido político-social, la firma de la paz constituyó en Atenas una victoria «de los ricos, de la generación mayor y de la mayor parte de los agricultores», como define la composición de los partidarios de la paz el biógrafo Plutarco. Se comprende que a favor de la paz estuvieron también los elementos laconófilos. Sin embargo, la fuerza básica que obraba en Atenas en favor de la paz era el campesinado ático. Tiene razón Aristófanes al poner en labios de Trigeo estas palabras: «Sólo los agricultores podrán devolvernos la paz», y al ensalzar los beneficios de la misma, se ocupa exclusivamente de la temática de los trabajos agropecuarios:

«Lo ve Zeus, brilla la azada con su filosa reja,
Y al sol relumbran las horquillas tridentes.
¡Qué hermosa, qué maravillosa es su fila!
¡Qué deseos de regresar pronto a los campos,
Y levantar con la pala la negra tierra endurecida!»

Los demócratas radicales aún no se habían repuesto del golpe que significó la pérdida de Cleón, y su nuevo dirigente, Hipérbolo, sólo con mucho esfuerzo podía oponer resistencia a Nicias, cuya influencia había alcanzado en ese tiempo su apogeo. «De Nicias se decía siempre que era una persona grata a los dioses, y por ello... le fue proporcionada la posibilidad de llamar con su propio nombre a la más grande y hermosa de las buenas obras.»
No obstante las tendencias generales a poner fin a las operaciones bélicas, la paz de Nicias podía ser, y de hecho lo fue, solamente un respiro, una tregua en la guerra que había abarcado a todo el mundo heleno. La guerra de Arquídamo hizo evidente la existencia de colosales recursos materiales en Atenas y su inexpugnabilidad por tierra firme. La coalición espartana resultó ser demasiado débil para destruir a la arqué. Mas tampoco Atenas se hallaba en condiciones de asestar el golpe decisivo a la Liga peloponesiaca. La paz de Nicias no eliminó las contradicciones que originaron la guerra del Peloponeso. La cuestión de la hegemonía quedó sin resolver. Quedó planteada también la lucha entre oligarcas y demócratas. Finalmente, durante la guerra de Arquídamo se intensificaron considerablemente las fuerzas centrífugas, tanto en el seno de la arqué ateniense como en la confederación del Peloponeso. De todo lo cual puede extraerse la conclusión de que la paz de Nicias, firmada por el término de cincuenta años, podía ser sólo un armisticio, un respiro. Tarde o temprano, las contradiciones señaladas tendrían que hacerla estallar. El mismo destino le estaba reservado también a la alianza defensiva que se había establecido entre Atenas y Esparta.

3. Desde la paz de Nicias hasta la expedición a Sicilia

Consecuencias políticas de la paz de Nicias

Al período que siguió a la paz de Nicias, Tucídides lo llama justicieramente «tregua insegura» o «tregua sospechosa»: «Durante seis años y nueve meses, ambas partes se abstuvieron de incursionar cada una en las tierras de la otra; pero más allá de sus propias fronteras, y en medio de aquella tregua insegura, inferíanse mutuamente grandes daños.» En efecto, no obstante que la paz de Nicias respondía a los deseos de las masas populares de Atenas y de Esparta, y aun cuando las condiciones del tratado de paz reflejaban la real relación de fuerzas —relación a la que se llegó a través de una lucha armada a lo largo de diez años—, no se logró una conciliación definitiva. Más aún: incluso las mismas condiciones del tratado de paz no fueron cumplidas por ninguno de los firmantes. De hecho, lo único que se llevó a cabo fue el intercambio de prisioneros de guerra entre Atenas y Esparta. Los espartanos recibieron finalmente cerca de 300 de sus hombres que habían sido tomados prisioneros en Esfacteria y otras partes.
Los artículos del tratado, relativos a la devolución de los territorios que habían sido ocupados por las partes beligerantes, no fueron cumplidos. Prácticamente se trataba de la devolución a los atenienses de Anfípolis, en la que se hallaba una guarnición peloponesiaca bajo el mando del espartano Cleáridas, y de Panactón, fortificación en la frontera con Beocia de la que Esparta se había apoderado hacia el fin de la guerra de Arquídamo. A su vez, Atenas debía devolver a Esparta, en primer lugar, Pilos, en la que por aquel entonces se hallaba una guarnición de mesenios naupactianos, y también Citerea. En cuanto a Platea y Niasia debían quedar, por sorteo, en manos de Tebas y Atenas.
De acuerdo con el sorteo, Esparta estaba obligada, en primer lugar, y antes que nada, a devolver Anfípolis. Sin embargo, Cleáridas, al principio, se había negado, y ante las reiteradas exigencias, lo que hizo fue regresar a Esparta con los restos de los ejércitos de Brasidas, dejando a la ciudad de Anfípolis en manos de sus habitantes, dispuestos a defenderse de Atenas hasta la última gota de sangre. Panactón fue devuelta a Atenas al comienzo de la primavera del 420 a. C., no sin antes desmantelar, contraviniendo lo tratado, todas las fortificaciones y pactar Esparta una alianza con Beocia, lo cual, en opinión de los atenienses, también se hallaba en oposición a las condiciones de la paz de Nicias.
Los atenienses aprovecharon esta circunstancia para retener en sus manos a Pilos y Citerea. En cuanto a la primera, sólo hicieron una concesión parcial, reemplazando en el verano del año 420 la guarnición de mesenios por una de atenienses y llevándose a los ilotas que se habían pasado a sus filas desde Laconia. Al parecer, también Citerea quedó en manos de los atenienses. De esta manera, de todas las condiciones de la paz de Nicias fue observada en forma completa un solo punto, que debía prevenir la ulterior evasión de los esclavos espartanos, los ilotas. Con motivo de no haber dado Esparta cumplimiento a las condiciones del tratado de paz, los ilotas de Pilos fueron llevados «para que se dedicaran al bandolerismo», en el año 418.
Así y todo, el obstáculo más grande a la estabilización de la paz fue la oposición de los principales aliados de los espartanos: Beocia, Corinto, Megara y Elis. El más poderoso de ellos, Beocia, tenía todas las razones para denunciar el tratado de paz. Estando exenta de intereses comerciales fuera de la Grecia central. Beocia abrigaba temores en cuanto a Atenas sólo en tierra firme. La campaña contra Tebas había terminado en la más completa derrota, con el aplastamiento de la totalidad de los hoplitas atenienses junto a Delión, y en esa batalla los beocios obtuvieron el triunfo por sus propias fuerzas, sin ayuda alguna de Esparta. Durante la guerra de Arquídamo, ellos se habían apoderado no sólo de la Platea beocia, sino también del Panactón ateniense. Además, y bajo la protección de las huestes peloponesiacas, los beocios saquearon, año tras año, el territorio del Ática, en tanto sus propias tierras casi no sufrían ataque alguno. En relación con todas esas circunstancias, las condiciones de la paz de Nicias aparecían como injustas a los beocios, ya que ellos se sentían capaces de sostener una lucha frente a frente contra Atenas.
En tal situación, Megara también prefería orientarse con Beocia antes que a una alianza con Esparta, que había traicionado sus intereses en el tratado con Nicias. Tal fue también, como ya se ha señalado, la posición de Corinto. En vista de todo esto, Beocia no dio su conformidad a la firma del tratado de paz de Nicias, sino que acordó con Atenas una tregua por separado, a corto plazo, susceptible de ser prolongada cada diez días. Corinto, por su parte, no deseaba entrar en negociación alguna con Atenas.
A pesar de todo, los aliados de Esparta no hubieran podido oponerse a un acuerdo de Atenas con ella, si en el Peloponeso no hubiera habido otro Estado fuerte, capaz de reunir en torno suyo a todos los adversarios de Esparta. Tal polis era Argos, antiguo émulo de Esparta en lo que se refiere a la hegemonía en el Peloponeso, además de ser importante la diferencia de ambas polis en cuanto al régimen político. Al tiempo que en Esparta prevalecía el orden oligárquico, Argos era un Estado democrático. La manzana de la discordia entre ambos Estados era la feraz región de Cinuria, anexionada hacía unos siglos por Laconia. Mas la prolongada guerra de Arquídamo había puesto de manifiesto la debilidad relativa de la Liga del Peloponeso, y en particular del principal adversario de Argos: Esparta. Esta circunstancia debía intensificar, sin duda alguna, los ánimos guerreros de los argivos.
A pesar de eso, y no obstante su régimen democrático, los argivos no habían osado adherirse abiertamente a Atenas durante la guerra de Arquídamo, debido a que estaban rodeados por los miembros de la Liga del Peloponeso, sin poder contar tampoco con una ayuda desde el exterior. En vista de ello, Argos observaba rigurosamente las condiciones del tratado de paz de treinta años acordado con Esparta, que vencía en el 421. Durante aquel lapso, «los argivos estuvieron, en todos los aspectos, en una posición sumamente favorable, porque no habían tomado parte en la guerra contra el Ática, e incluso habían sacado provecho de ella por estar en paz con ambos beligerantes».
La propuesta de los corintios de celebrar un pacto encontró, pues, eco favorable en Argos. Dado que el prestigio bélico de los lacedemonios había descendido notablemente después de Esfacteria, también se adhirieron a Argos otras polis democráticas del Peloponeso: Elis y Mantinea, que mantenían disputas territoriales con la propia Esparta. A la misma coalición se adhirieron las polis de la Calcídica y, tras algunos titubeos, Corinto. La aristocrática Beocia y Megara conservaron su independencia.
La situación geográfica de la coalición Argos-Elis-Mantinea era tal, que aislaba completamente a Esparta del Peloponeso septentrional y, en consecuencia, de sus aliados. La existencia ulterior de esta coalición democrática hubiera significado la completa escisión de la Liga del Peloponeso y, por lo mismo, el fin de la hegemonía espartana. La marcha de los acontecimientos hizo ver así palpablemente que la alianza con Atenas resultaba inútil e incluso perjudicial para los espartanos.
Debido a esto, después de regresar de Atenas los prisioneros de guerra, en la política exterior de Esparta se produjo un brusco viraje.
Los éforos que habían firmado la paz de Nicias no fueron reelegidos, y los nuevos —Cleóbulo y Xenares— se opusieron brusca y tenazmente a la alianza con Atenas, aliándose por separado con Beocia, lo cual, indudablemente, debía conducir a la ruptura con los atenienses.
La consecuencia lógica de todos estos acontecimientos fue un pacto de alianza entre las cuatro polis democráticas de la Hélade: Atenas, Argos, Mantinea y Elis. Tal alianza fue, efectivamente, acordada a mediados del verano del año 420. Esta coalición democrática tenía como adversaria a la liga oligárquica de Esparta, Beocia y Megara, apoyada por el principal enemigo de Atenas: Corinto.

Lucha política en Atenas y promoción de Alcibíades

Este desarrollo de los acontecimientos no dejaba piedra sobre piedra de toda la política laconófila de Nicias. El comportamiento de Esparta, en especial después de habérsele enviado los prisioneros de guerra, fue visto en Atenas como una traición. En la ecclesia, la responsabilidad debía recaer sobre el grupo de Nicias, lo cual creaba objetivamente perspectivas para el reforzamiento del grupo democrático radical al que se habían adherido todos los círculos de la población perjudicados por el cese de las operaciones bélicas. De que existían dan excelente testimonio los diálogos de Trigeo, con el armero, con el artesano de las lanzas, con el de las corazas, con el de los yelmos, con el trompetero y otros. Detrás de esas figuras caricaturescas se encuentran, sin duda, los influyentes círculos de artesanos que no querían verse menoscabados en sus intereses económicos. Había también una adhesión del cuerpo dirigente del ejército y, especialmente, de la flota, que en el transcurso de los diez años de operaciones bélicas se había acostumbrado a tocar el primer violín en la política ateniense. Finalmente, no hay que subestimar tampoco el apoyo que encontraba ese grupo entre las amplias masas del demos ateniense. El servicio militar aportaba un sueldo relativamente satisfactorio (un dracma por día para los hoplitas y tres óbolos para los marineros). Los hoplitas atenienses no eran llevados con frecuencia al campo de batalla, sino que, por lo general, cumplían el servicio en las guarniciones acuarteladas en las ciudades. Las acciones de la flota, dentro de las condiciones del dominio indiviso de los atenienses en el mar, tampoco ofrecían grandes riesgos. En consecuencia, la determinada estratificación del demos estaba mejor asegurada durante la guerra que en la paz. Sin embargo, a la cabeza de la oposición a Nicias se había puesto no el jefe de los democráticos radicales, Hipérbolo, de poca influencia, sino el joven Alcibíades. Tal circunstancia influyó considerablemente sobre el ulterior desarrollo de los acontecimientos.
Alcibíades, hijo de Clinias, pertenecía, por su origen, a las familias de mejor abolengo del Ática. Por la madre, estaba emparentado con los Alcmeónidas. Al caer su padre en la batalla del Coronea, el joven, aún menor de edad, había sido puesto bajo la tutela de Pericles. Uno de los hombres más ricos de Grecia era Alcibíades, representante prototípico de la generación de aristócratas atenienses habituados a suministrar líderes políticos al demos. En este sentido, Alcibíades podría haberse convertido en un segundo Cimón o en un segundo Pericles. Educado en un ambiente en que el Gobierno popular era formal, mientras en los hechos existía el poder casi autocrático de Pericles. Alcibíades se había imbuido, desde la edad más temprana, de desprecio hacia la democracia, considerando que las masas del pueblo sólo servían de pedestal para llegar al poder. Sócrates había ejercido gran influencia sobre él; la faz antidemocrática de su doctrina agradaba sumamente al joven discípulo. La anécdota que recuerdan Plutarco y Diodoro da el mejor testimonio en cuanto a la manera de pensar del joven Alcibíades. «En el deseo de conversar con Pericles, Alcibíades acudió en una oportunidad a sus puertas. Le dijeron que Pericles se hallaba ocupado, pensando en la manera de justificarse, de rendir cuentas a los atenienses. Al retirarse, Alcibíades dijo: ¿No sería mejor pensar en no rendir ninguna?» En esta anécdota ya se percibe la diferencia entre la generación mayor, la de Pericles y la generación joven de los aristócratas atenienses, a la que pertenecía Alcibíades.
De acuerdo con las leyes atenienses, Alcibíades, nacido en el año 452 antes de nuestra era, podía proponer su candidatura para el puesto de estratega sólo después de haber cumplido los treinta años, esto es, en el año 421. Mas antes de esto, él había procurado, de mil modos, conquistar notoriedad y popularidad, como peldaño importantísimo para ascender al poder. Envío para competir en los juegos olímpicos siete carros, con los que recibió simultáneamente el primero, el segundo y el cuarto premios; encargó una oda laudatoria al mejor escritor de la Hélade, Eurípides; gastó enormes sumas de dinero en coregías; cometió toda clase de extravagancias como, por ejemplo, mutilar a su hermoso perro de raza con el solo objeto de que los atenienses hablasen de él. Plutarco caracteriza muy acertadamente la posición y las tendencias del personaje: «El origen de Alcibíades, su riqueza, su bravura en los combates, la multitud de amigos y parientes, le abrían grandes posibilidades para alcanzar puestos gubernamentales, pero él trataba, por encima de todo, de conquistar para sí la valía mediante el encanto de sus discursos ante la muchedumbre.»
La postura negativa respecto al orden democrático en Atenas ha sido muy bien descrita por Tucídides, quien pone en labios de aquél la sentencia acerca del «desenfreno propio del régimen democrático»; su condena del «dominio del demos» y, finalmente, la conocida definición de la democracia como «la insensatez generalmente reconocida».
El hecho mismo de la gran influencia de Alcibíades se explica por la desmoralización del demos ateniense, considerablemente desclasado, habituado a vivir de los ingresos proporcionados por la explotación de los esclavos y de los aliados.
Alcibíades se tuvo que adherir al partido aristocrático laconófilo. Lo llevaban a ello tanto su origen como sus vínculos con Sócrates y, finalmente, los lazos personales de su familia con Esparta. Estaba en relaciones amistosas con los prisioneros de guerra espartanos, y trataba de obtener la proxenia para los lacedemonios. No obstante su amor propio vulnerado por el hecho de haber preferido los embajadores espartanos, durante la celebración de la paz, a Nicias y no a él, impulsaron a Alcibíades hacia el campo antiespartano. Se vio así obligado a adherirse al partido democrático en la asamblea popular ateniense.
En ella, y actuando contra Nicias, Alcibíades hizo fracasar, ya valiéndose de intrigas, ya por el fraude directo, las negociaciones entre Esparta y Atenas, consiguiendo en cambio formar una alianza entre la democracia ateniense y la peloponesiaca (Atenas-Argos, Mantinea, Elis).
Las perspectivas de una coalición democrática eran brillantes. Hacía poco que la arqué ateniense, tras una contienda de diez años contra la Liga peloponesiaca, había obligado a su adversario a pedir la paz. Pero ahora contaba con la adhesión de Argos, neutral hasta aquel momento. Al mismo tiempo, el campo de sus adversarios se había disgregado al pasarse una parte de sus componentes —Mantinea y Elis— al campo de la democracia. Además, la propia Esparta había perdido por completo su aureola de invicta. Pilos seguía aún en manos de los atenienses. La cuestión había llegado al punto de que los eleatas no admitieron que los lacedemonios tomaran parte en los juegos olímpicos, lo cual se consideraba en aquel tiempo una ofensa inaudita. Parecía que un solo golpe bastaría para aplastar definitivamente a Esparta. Su autoridad frente a toda la Hélade había descendido hasta tal punto que inclusive sus aliados, los tebanos, se apoderaron al año siguiente (419) de la colonia lacónica de Heráclea de Tracia, sin reparar en la gran indignación que ello provocó en Esparta.
En el verano del mismo año, Alcibíades, elegido estratega, llegó al Peloponeso con un pequeño destacamento de hoplitas y, moviéndose a lo largo de la costa septentrional de la península, persuadió a los habitantes de la ciudad de Patras a que unieran su ciudad con el mar mediante un largo muro, lo cual proporcionó a los atenienses un nuevo punto de apoyo en el Peloponeso. Estimulados por la presencia del destacamento ateniense, los argivos emprendieron acciones bélicas contra Epidauro (de Argólida), con la esperanza de poder obtener, en caso de éxito, una comunicación directa con Atenas por vía más breve, a través de Egina.
El ataque contra Epidauro obligó a Esparta a proceder activamente. En el verano del 418 se reunió en Flionte «el mejor ejército heleno que hasta entonces se hubiera formado; estaban allí los lacedemonios con todo su ejército, como también los arcadios, beocios, corintios, sicionios, pelenenses, fliontios, megarios; todas ellas tropas escogidas que estaban en condiciones de combatir ya no sólo contra los ejércitos con que contaba la liga argiva, sino también contra otros tantos, que se unieran a ella». Los beocios por sí solos suministraron 5.000 hoplitas, 5.500 guerreros de infantería ligera y 500 de caballería.
Los argivos, contra los cuales se había congregado toda esa masa armada, reunieron su propia milicia con la de Mantinea y con 3.000 hoplitas eleatas. Los ejércitos atenienses (1.000 hoplitas y 300 caballeros) llegaron algo más tarde. Sin embargo, cuando los ejércitos estaban ya en línea de batalla, los aristócratas de Argos se entendieron con el rey espartano Agis, hijo de Arquídamo, y los enemigos se separaron sin haber luchado. Esto provocó indignación en los lacedemonios, la que se agudizó más aún al recibir la noticia de que sus adversarios habían ocupado Orcómenos (de Arcadia). Entonces, los ejércitos espartanos, al regresar a su patria, fueron nuevamente enviados a la región de Mantinea, esta vez sin aliados, que no se les pudieron unir, porque para ello tenían que cruzar por territorio enemigo.
En la batalla de Mantinea (agosto del 418) los espartanos obtuvieron una victoria completa sobre el aliado ejército argivo-mantineo-ateniense. En esa batalla cayeron 300 lacedemonios y 1.100 de sus enemigos, entre ellos los dos estrategas atenienses. La batalla puso en evidencia la superioridad de los hoplitas laconios. Como resultado, Argos rompió el tratado celebrado con Atenas e inmediatamente hizo la paz y una alianza con Esparta. Los ejércitos de Argos, en unión con el destacamento espartano, promovieron un levantamiento oligárquico en Argos y en Sición. Los mantineos, viéndose aislados, debieron someterse. El triunfo de los lacedemonios repercutió en el distante Norte. El rey macedonio, Pérdicas, volvió a traicionar a los atenienses y, recordando —para el caso— el origen argivo de los reyes macedonios, estableció una alianza con Esparta y Argos. Esta circunstancia reforzó más aún la tendencia de las polis de la Calcídica a una independencia total.
La derrota bélica de Atenas más la diplomática que le siguió fue provocada, más que nada, por su indecisión. Al tiempo que Alcibíades insistía en la necesidad de acciones resueltas. Nicias, seguido por la mayoría de los estrategas, trataba infructuosamente de renovar la amistad con Esparta. Era natural que el insignificante destacamento que había tomado parte en la batalla de Mantinea no pudiera salvar a sus aliados, y la armada que hubiera podido distraer a una parte de las fuerzas espartanas y, por lo mismo, hacer más sostenible la situación de los aliados, no se movió del Pireo.
Se hacía evidente que la rivalidad entre Alcibíades y Nicias llevaba a Atenas a la ruina. En tales circunstancias era completamente lógica la propuesta del conductor de la democracia radical, Hipérbolo, de recurrir al ostracismo. La propuesta en cuestión fue aprobada por la ecclesia. No obstante ello, Alcibíades, por temor a ser expulsado, se entendió con el conductor del grupo laconófilo Faiax y, posiblemente, también con Nicias, para actuar conjuntamente contra Hipérbolo, al que le fue aplicada aquella medida, de manera completamente inesperada (en el año 417). Simultáneamente, Alcibíades y Nicias fueron elegidos nuevamente estrategas.
Entre tanto, la situación en el Peloponeso volvió a tomarse candente. El triunfo de los aristócratas en Argos fue de corta duración. Medio año después, en el mismo año 417, los demócratas argivos, aprovechando un momento propicio, atacaron a los oligarcas, los derrotaron y expulsaron de la ciudad, y restablecieron la democracia. El partido demócrata pidió ayuda a Atenas y emprendió la construcción de los Largos Muros, «para asegurarse el suministro de víveres por vía marítima». La experiencia de la guerra de Arquídamo había demostrado que construcciones tales como los Largos Muros de Atenas era absolutamente inexpugnables. Incluso una aplastante superioridad numérica de los sitiadores no representa garantía alguna de éxito. El único medio de obligar a los sitiados a capitular era el cerco de las fortificaciones más la amenaza de hambre. Y los Largos Muros que unían con el mar, que se hallaba bajo el control de los aliados, constituían en aquellos tiempos la completa garantía para la independencia frente a Esparta, y prenda de larga alianza con Atenas. Los Muros se construyeron en medio de una gran animación de la población de Argos; los atenienses habían enviado carpinteros de obra y albañiles. Y cuando en el invierno hicieron su aparición los ejércitos espartanos, no hallaron traidores en la ciudad y se vieron forzados a retirarse, destruyendo, sin embargo, una parte del Muro. En el verano del 416 Alcibíades llegó a Argos a la cabeza de una escuadra de 20 navíos y se llevó a 300 oligarcas vinculados con Esparta.
En el año 416 las relaciones entre Atenas y Esparta empeoraron más aún debido a que los atenienses habían puesto sitio a la colonia laconia de Melos, en la isla del mismo nombre. Esta colonia había observado la más rigurosa neutralidad, y el ataque de los atenienses carecía de fundamentos. Tras un sitio de siete meses de duración, Melos se rindió. Los hombres fueron pasados por las armas y las mujeres y los niños llevados como esclavos. Al mismo tiempo, también la guarnición de Pilos había efectuado una salida inflingiendo grandes daños a los lacedemonios. Todo esto determinó que «los lacedemonios, sin violar el tratado, abrieran acciones bélicas contra los atenienses». Y aunque se les unieron los corintios, las operaciones bélicas no se hicieron en gran escala hasta la expedición a Sicilia.

4. La expedición a Sicilia

Después del congreso de las polis siciliotas en Gela y del ignominioso retorno de la primera escuadra ateniense, los acontecimientos en Sicilia se desarrollaron casi sin vinculación alguna con la marcha de la guerra en la Grecia continental. El antagonismo entre las polis encabezadas por Siracusa y el grupo calcídico compuesto por Naxos, Leontinos, Catana, Mesana e Hímera, era mantenido dentro de los marcos de conflictos locales, pues Siracusa prefería no llevar las cosas al extremo, a fin de no dar pretexto a Atenas para una nueva intromisión en los asuntos sicilianos.
Las tendencias dominantes de Siracusa se entrelazaban con la lucha social y política. Y a pesar de que en la propia Siracusa el poder también estaba en manos de los demócratas, esta ciudad, por lo general, apoyaba a los oligarcas jonios. Lo cual le daba siempre la posibilidad de inmiscuirse en los asuntos internos de sus adversarios, sin llegar con ello a una intervención abierta.
Son muy significativos los considerables desplazamientos sociales que tuvieron lugar en Leontinos hacia finales de la guerra de Arquídamo. Según informa Tucídides, «los leontinos aceptaron en su comunidad a muchos nuevos ciudadanos y el demos proyectaba ya redistribuir las tierras». Este testimonio, excepcionalmente importante, indica cuan aguda era la lucha social durante el período de la guerra del Peloponeso. El solo hecho de la inclusión voluntaria de ciudadanos nuevos, admitidos en la comunidad, constituye un acontecimiento exclusivo en la historia de las polis de aquel tiempo, las que siempre procuraban limitar el número de sus ciudadanos. La exigencia revolucionaria de la redistribución de las tierras también suena de manera inusitada en la Hélade del siglo v a. C. Tal consigna sólo se popularizará posteriormente durante el período de la descomposición de la sociedad esclavista en Grecia, en el siglo iv y especialmente en el iii a. C. Empero, lo más característico lo constituye el estrecho vínculo que se observa entre esos dos pasos: la redistribución de las tierras y la admisión de ciudadanos nuevos. Al parecer, este último hecho fue condicionado por el deseo de hacer más fuerte al demos en la lucha en ciernes por la tierra.
De esta manera, se nos pinta con suficiente claridad el programa del partido democrático en Leontinos, partido que, en lo fundamental, se componía de campesinos sin tierra y esclavizados, en tanto que los oligarcas eran los grandes terratenientes y poseedores de gran cantidad de esclavos. Los sectores democráticos de la ciudad, teniendo conciencia de que no estaban en condiciones de dominar y reducir a los oligarcas, que contaban con el apoyo de la poderosa Siracusa, tomaron medidas radicales, y, oficialmente, otorgaron la ciudadanía a amplios sectores de la población que, al parecer, eran habitantes locales, posiblemente bárbaros. Los ricos replicaron pidiendo ayuda a Siracusa, expulsaron al pueblo simple y destruyeron la ciudad, trasladándose a Siracusa. A su vez, los demócratas se fortificaron en dos reducidos puntos del territorio leontino y «dieron comienzo a una guerra contra los siracusanos».
Faiax, hijo de Erasístrato, enviado por los atenienses en el año 422 en calidad de embajador con la orden de organizar la ayuda a los leontinos, no había conseguido nada y dejó a los mismos librados a su propia suerte.
Es dable suponer que la encarnizada lucha entre los ricos y los pobres en Leontinos, registrada por la escasa información que proporciona Tucídides, no constituye ninguna excepción marcada dentro de las condiciones de Sicilia. Las agrupaciones democráticas, tanto en la misma Leontinos como en las otras colonias griegas en Sicilia, siempre contaban con la ayuda de la poderosa democracia ateniense. A mediados del invierno del año 415 llegó a Atenas una embajada de Segesta, colonia jonia en el extremo occidental de Sicilia, para pedir ayuda en la lucha contra Selinonte, la cual era apoyada por Siracusa. Tal pedido se fundaba en la amenaza de injerencia de Siracusa en la guerra del Peloponeso, de parte de Esparta. Los enviados subrayaron que Segesta disponía de suficientes recursos pecuniarios para financiar toda la expedición. En tales circunstancias, Atenas debía inmiscuirse en los asuntos sicilianos, si quería conservar alguna influencia en el Occidente, donde su autoridad ya se hallaba minada por el hecho de no haber acudido en auxilio de Leontinos. En caso de negar ayuda a Segesta, Atenas podía perder todos sus partidarios en el Occidente. La ecclesia resolvió enviar embajadores para investigar cuál era el estado de cosas y, especialmente, para determinar con mayor o menos exactitud la cantidad de dinero en efectivo de que disponían los segestiotas.
La embajada regresó en el verano del mismo año, trayendo consigo 60 talentos de plata para cubrir el sueldo mensual de las tripulaciones de las 60 trieres, cuyo envío los segestiotas se preparaban a solicitar a Atenas. Fue entonces cuando surgió ante Atenas la cuestión del envío de una gran expedición bélica a Sicilia.
Esta cuestión cobró para Atenas excepcional agudeza, con motivo también del agravamiento de la situación política interior. Se había intensificado en ese tiempo la lucha entre la aristocracia y la democracia, la cual se expresa en la rivalidad entre Alcibíades y Nicias por el predominio en la ecclesia. El anterior plan de Alcibíades, consistente en oponer a Esparta una coalición democrática en el mismo Peloponeso, fue derrotado en la batalla de Mantinea. Por este motivo, Alcibíades promovió un nuevo plan, completamente irreal, en el sentido de crear en Sicilia una potencia ateniense. El plan obtuvo el pleno apoyo de la mayoría en la ecclesia: «Se apoderó de todos por igual un deseo apasionado de tomar parte en la campaña: los mayores, ya porque abrigaban la esperanza de conquistar los países contra los cuales se emprendía la expedición, ya porque estaban seguros de que con fuerzas tan considerables sería imposible sufrir una derrota; los jóvenes, por el afán de ver un país lejano y conocerlo, y porque confiaban quedar con vida; la masa de los soldados, porque calculaban recibir el sueldo durante la campaña, y que ensancharían tanto los dominios atenienses que ello les daría la posibilidad de seguir percibiendo esos sueldos ininterrumpidamente, también en lo sucesivo. Hasta tal punto fue así que, por el excesivo ardor bélico de la mayoría, si alguno no estaba de acuerdo, guardaba silencio por temor a que, de votar en contra de la guerra, se lo tomara como hostil al Estado.»
Es necesario anotar que la mayoría de los ciudadanos comunes no tenía siquiera idea del significado de la expedición, ni de las fuerzas del enemigo. El testimonio de Plutarco acerca de que «muchos hombres estaban sentados en las palestras y en los pórticos dibujando el mapa de Sicilia y la ubicación de Libia y de Cartago», sólo demuestra cuan nebulosa era la idea que tenía el ateniense común acerca de la parte occidental del Mediterráneo.
No obstante las ásperas réplicas de Nicias, que acusaba a Alcibíades de perseguir la satisfacción de sus intereses personales al precio del bienestar de la polis, la ecclesia resolvió enviar 60 navíos a los segestiotas. Encabezaban la expedición Alcibíades, Nicias y Lámaco. La reiterada intervención de Nicias en la ecclesia señalando lo imprudente y lo arriesgado de la empresa, obligó a la asamblea a otorgar a los estrategas plenos poderes en cuanto a la composición de la fuerza expedicionaria, resolviéndose así que partirían no menos de 100 trieres y 5.000 hoplitas.
La propuesta de enviar una expedición a Sicilia fue aceptada por una aplastante mayoría de la ecclesia. Es evidente que en su favor votaron no sólo los partidarios de la democracia radical, cuyos representantes, Hipérbolo, por ejemplo, hacía mucho que maduraban planes de gran expansión en Sicilia. Esta vez, gran cantidad de partidarios de Nicias dieron su apoyo a Alcibíades, y ellos eran representantes de los estratos adinerados de la ciudad. Probablemente, fueron algunos grupos de artesanos y mercaderes.
En las inscripciones se hallan publicadas ambas resoluciones de la ecclesia: la primera, acerca del equipamiento de 60 navíos, y la segunda, acerca del aumento de la cantidad de trieres a un centenar, del reclutamiento del ejército y de la asignación de 3.000 talentos para los gastos de la campaña. Dicha suma representaba todo el efectivo del fisco oficial, constituido por los saldos de los presupuestos correspondientes al lapso transcurrido desde la paz de Nicias. Al parecer, alrededor del año 417, a iniciativa de Alcibíades, el foros volvió a ser elevado hasta la suma de 1.300 talentos, A finales de mayo del 415 zarparon de Atenas 136 naves (entre ellas, 100 trieres atenienses), con 5.100 hoplitas (de los cuales 1.500 eran ciudadanos de Atenas), 1.200 infantes ligeros y cerca de 26.000 remeros. A esta enorme flota bélica seguían más de 130 naves de carga. Con este motivo, Tucídides anota con orgullo: «Esta fue la más costosa y bella de las expediciones equipadas hasta entonces.»
Durante julio y agosto, tras costear a Corcira, la armada llegó a Italia y comenzó a avanzar lentamente a lo largo de la costa, en dirección al Sur. Los atenienses tropezaban en todas partes con una muy alerta desconfianza de la población local, que, aún en las polis calcídicas, sentía más temor a Atenas que a Siracusa. Finalmente, los atenienses se detuvieron en Región, y, en vista de que sus habitantes nos les permitieron entrar en la ciudad, todo el ejército acampó en sus afueras. Las naves enviadas a Segesta, regresaron con la nada grata noticia de que no había dinero en la misma, surgiendo entonces entre los estrategas una discrepancia. Nicias propuso limitarse a una expedición contra Selinonte, obligándola a hacer la paz con Segesta, tras lo cual, pasando demostrativamente frente a las costas sicilianas, se regresaría a Atenas. Alcibíades prefería dirigirse a diversas polis sicilianas, tratando de atraerlas a la causa de Atenas, para después atacar a Selinonte y a Siracusa. Lámaco era de la opinión de apoderarse de Siracusa mediante un ataque imprevisto. Triunfó la opinión de Alcibíades. Pero no tuvo éxito ni en Mesana ni en Catana, y sólo Naxos abrió sus puertas a los atenienses.
En el ínterin, la ausencia de Alcibíades fue aprovechada en Atenas para incoar un proceso contra él. Unos pocos días antes de la partida de la expedición fueron mutilados una noche una cantidad de hermes, estatuas pétreas del dios Hermes, protector de los viajes y del comercio. Tal suceso despertó muchas habladurías en Atenas. Se lo interpretaba como funesto presagio sobre los resultados de la expedición. Los oradores, en la ecclesia, consideraban la mutilación simultánea de los hermes como una señal de la existencia de «una conjuración para hacer una revuelta y derribar la democracia». Los culpables no fueron descubiertos. Por la ciudad corrían rumores que hacían recaer la culpa sobre participantes de algunos Misterios, reuniones secretas del culto a los dioses. Como a uno de los culpables, se nombraba a Alcibíades, a quien se acusaba también de descreído y sacrílego. Aun antes de emprender la expedición, Alcibíades propuso organizar el correspondiente juicio, en la seguridad de ser absuelto; pero sus enemigos preferían esperar y juzgarlo en ausencia del ejército, que le era devotamente fiel.
Inmediatamente después de la partida de la expedición, fueron detenidas en Atenas muchas personas con motivo del asunto de los hermes y los Misterios. Toda la ciudad estaba plagada de rumores acerca de la existencia de una conjuración dirigida a establecer una tiranía, de la cual como tirano se nombraba unánimemente a Alcibíades. Todos los detenidos fueron ejecutados y los poderes enviaron una nave del Estado —la Salaminia— en busca del mismo Alcibíades, a quien se ordenaba comparecer en el juicio entablado en su contra en Atenas.
La cuestión de la mutilación de los hermes no está aclarada de forma definitiva. Antes que nada, es de importancia determinar quién fue el que la cometió. Se trata de un problema sumamente enrevesado. No obstante varias alusiones contenidas en las obras de algunos autores y, en primer lugar, en el discurso de Andócidas De los misterios, es necesario estar de acuerdo con Tucídides: «... nadie pudo decir, ni en su momento ni después, nada definitivo ni seguro acerca de los culpables de este crimen». Sin embargo, es poco probable que lo fuera Alcibíades. La destrucción de los hermes no podía aportarle utilidad ninguna. Mucho más importante es determinar cuáles fueron los círculos políticos que encabezaron la campaña contra Alcibíades. Parecía que Tucídides se inclinaba a creer que lo fueron los cabecillas de la democracia radical. Dice así: «Esos rumores fueron cogidos al vuelo por personas que se sentían hartas e incomodas por Alcibíades, debido a que éste les impedía afirmarse como caudillos del demos.» Plutarco nombra al «demagogo Androcles», pero en el mismo lugar informa que el acusador de Alcibíades fue el cabecilla del partido laconófilo Tésalo, hijo de Cimón. De esta manera, según parece, en la acusación contra Alcibíades tomaron parte todos sus adversarios, tanto los oligarcas como los radicales.
La agrupación demócrata radical, decapitada por resultas del ostracismo de Hipérbolo, trataba indudablemente de valerse de todas las posibilidades para dar cuenta de Alcibíades y hacer así más sólida su propia influencia. Los oligarcas irreconciliables, como el mencionado Tésalo, no podían perdonarle a Alcibíades su acción anterior, como tampoco toda la aventura siciliana. Los esfuerzos aunados de los adversarios de Alcibíades lograron imponerse. Bajo la directa influencia de los rumores, insistentemente propagados acerca de la conjura contra la democracia, la ecclesia resolvió que «todo está realizado por los conjurados con miras a establecer una oligarquía o una tiranía».
Fueron arrojados a la prisión muchos «ciudadanos notorios»; entre ellos Eucrates, hermano de Nicias. Las sospechas recayeron también sobre Alcibíades. Los bienes de los condenados fueron confiscados y vendidos en subasta pública. Las inscripciones comunican datos interesantes acerca de esos bienes confiscados a los mutiladores de los hermes, los llamados hermocópidas. Uno de éstos era un meteco del Pireo, Cefisodoros, que poseía 16 esclavos, entre ellos cinco tracios, un escita y un cólquida. Llama la atención la cantidad relativamente pequeña de esclavos que pertenecían incluso a hombres ricos. El inventario que figura en una de las inscripciones, probablemente pertenecía a Alcibíades.
Al enterarse de que era llamado a juicio, Alcibíades huyó al Peloponeso y luego a Esparta, donde se convirtió en el alma de todos los planes antiatenienses. Cuando se le comunicó que estaba condenado a muerte, habría dicho: «Les he de probar que estoy vivo.» Y, en efecto, ocasionó grandes daños a los atenienses en Sicilia, Jonia y hasta en la propia Ática.
Al quedar sin Alcibíades, Nicias y Lámaco repartieron entre sí todas las fuerzas armadas y se dirigieron por mar a Segesta, de donde obtuvieron otros 30 talentos, sacando 120 talentos más al vender como esclavos a todos los habitantes de la pequeña ciudad de Hícara, una parte de los cuales posteriormente prestó servicios como remeros en la flota ateniense. Luego se dirigieron, por tierra firme, a través de toda la isla, hacia el litoral oriental, hacia Catana. En el invierno del 414, los atenienses aparecieron a orillas del mar en Siracusa, tras adelantarse al ejército siracusano apostado junto a Catana, e infirieron algunas pérdidas a los siracusanos. Sin embargo, y debido a la indecisión de Nicias, los ejércitos atenienses regresaron a Catana, dando así tiempo al adversario para terminar la construcción de fortificaciones defensivas en torno de Siracusa.
Durante el invierno, ambas partes trataron de atraerse la máxima cantidad de aliados. Los atenienses lograron obtener el apoyo de Segesta, Catana y Naxos y una parte de los sículos. Siracusa se aseguró la ayuda de Corinto y Esparta. Megara, jonia en lo fundamental, permaneció neutral, debido a que Alcibíades había informado al grupo siracusano de Mesana quiénes eran partidarios de Atenas en la ciudad. Camarina, doria, que recelaba del reforzamiento de Siracusa, también observó rigurosa neutralidad. Polieno, sin citar las fuentes, informa que en el año 414 tuvo lugar una gran sublevación de esclavos. Fue tan considerable que los esclavistas siracusanos sólo pudieron aplastarla recurriendo a un engaño. Incluso así, cerca de 300 esclavos se pasaron a los atenienses.
En toda esta situación desempeñó gran papel Alcibíades, quien en el ínterin, había llegado a Esparta, donde declaró que la expedición a Sicilia estaba dirigida, en primer lugar, contra los lacedemonios. Aconsejó insistentemente enviar a un autorizado jefe militar en ayuda de los siracusanos y, al mismo tiempo, reanudar las acciones bélicas en el Ática con la ocupación de Decelia.
Sólo en el verano del año 414, después de haber pasado un año en Sicilia, los atenienses emprendieron el sitio de Siracusa. Lámaco pereció en el comienzo mismo de ese asedio, y todo el ejército expedicionario pasó a ser mandado por Nicias, quien dedicó todas las fuerzas a la construcción de una muralla sitiadora alrededor de Sicilia. La mayor parte de dicha muralla fue terminada en junio del mismo año, pero los atenienses, a pesar de todo, no tuvieron suficiente tiempo para impedir entrar en Siracusa al jefe militar espartano Gílipo, enviado a raíz del consejo de Alcibíades. Gílipo llevó consigo hasta 3.000 hoplitas y, lo que es principal, convenció a los sitiados de que en su ayuda estaban marchando desde el Peloponeso considerables tropas.
La situación de los atenienses empeoró bruscamente. Por iniciativa de Gílipo, los sitiados comenzaron con energía a erigir un muro perpendicular al de los atenienses, los cuales habían sufrido ya varias derrotas en algunas escaramuzas en tierra firme y, por descuido, habían dejado pasar a Siracusa otros 12 buques más llegados del Peloponeso.
De esta manera, el fundamental objetivo táctico de los atenienses durante el sitio: aislar por completo a Siracusa por tierra firme, sufrió un rotundo fracaso. Los sitiados extendieron su muro mucho más allá de la línea de las construcciones atenienses y, de esta manera, se aseguraron el aprovisionamiento de víveres y la llegada de ayuda proveniente de sus aliados por vía terrestre.
Más peligrosa aún era para los atenienses la situación en el mar. Las trieres atenienses, que habían estado en acción durante un tiempo prolongado, necesitaban reparaciones capitales y habían perdido su cualidad bélica más importante, la velocidad de movimiento. También había disminuido considerablemente la cantidad de remeros, debido a las pérdidas sufridas. Una parte de los mismos, a causa del desfavorable desarrollo de los acontecimientos, comenzó a pasarse a los enemigos. La falta de caballería que afectaba a los atenienses, proporcionaba a los siracusanos asediados la posibilidad de mantener, de hecho, a los propios sitiadores en condición de sitiados, al tiempo que sufrían escasez de vituallas. La pérdida de la superioridad en el mar constituía en el futuro una amenaza de total perdición para los atenienses, porque les cortaba los caminos de regreso a la patria.
En tal emergencia, Nicias se dirigió a Atenas, exigiendo que sus tropas fueran llamadas inmediatamente de vuelta, o que se enviaran nuevas y fuertes tropas auxiliares de refuerzo. En esta misiva que Tucídides considera auténtica, la situación de los atenienses es pintada como desesperante. En socorro de Nicias salió del Pireo el mejor jefe militar, vencedor en Pilos, Demóstenes, con 65 navíos, 1.200 hoplitas atenienses y cierto número de aliados. Después de haber movilizado las reservas en las islas Jónicas, Demóstenes arribó a Siracusa a finales de julio del 413. Plutarco describe, con riqueza de imágenes, el arribo de Demóstenes: «En aquel momento se hizo ver en el puerto Demóstenes, infundiendo temor a los enemigos con la brillante pompa de su armada. Avanzaba llevando tras suyo, en 73 navíos, a 5.000 hoplitas, y no menos de 3.000 lanceros, arqueros y honderos; el ornato de las armas, las insignias de las trieres y la multitud de jefes de los remeros, con cantores y flautistas, eran propios para impresionar a los enemigos y provocar su admiración.»
Para evitar los errores del tardo Nicias, que había dejado la iniciativa al enemigo, Demóstenes, ya en la primera noche de su llegada, emprendió el asalto de las fortificaciones siracusanas en Epípolas, alturas en las que la muralla de los siracusanos rodeaba las construcciones atenienses. Pero, tras cierto éxito inicial, los atenienses sufrieron grandes pérdidas, viéndose obligados a retirarse. Entonces Demóstenes y el segundo estratega Eurimedonte, que había llegado con él, propusieron zarpar sin pérdida de tiempo de Siracusa, donde el ejército estaba apostado inútilmente, en pésimas condiciones climatológicas, perdiendo mucha gente por las enfermedades, y donde la flota no podía desenvolverse en el interior de la rada sumamente angosta. Nicias objetó esto, diciendo que también los siracusanos sufrían grandes pérdidas, y que, además, debía contarse con algunos partidarios en el interior de la ciudad. También desempeñó aquí cierto papel un eclipse de luna, pues Nicias lo consideró como desfavorable para la retirada, y propuso, en vista de ello, postergar la partida de Sicilia por veintisiete días.
Los combates navales de 3 y del 7 de septiembre del 413 terminaron con la completa derrota de la flota ateniense, la que ya hacía mucho había perdido su capacidad combativa. El ejército ateniense estaba aislado en Sicilia. Nicias y Demóstenes intentaron retirarse al interior de la isla, pero sin éxito, y, rodeados por todas partes por el enemigo, los atenienses debieron capitular. Los dos estrategas fueron ejecutados; en cuanto a los prisioneros de guerra, les cupo la misma suerte que a todos los que caían en manos de sus vencedores: tras permanecer siete meses en las canteras, fueron vendidos como esclavos.
Así fueron aniquilados el enorme ejército ateniense y su poderosa armada. Tucídides define la catástrofe siciliana como «el episodio militar más importante... Los atenienses fueron totalmente vencidos en todos los terrenos... Fue, como se dice, la ruina total de su ejército de tierra y de la flota. Nada quedó».
La expedición a Sicilia constituyó un punto de viraje en toda la guerra del Peloponeso. Hasta entonces, Atenas no sólo había resistido con éxito a la poderosa coalición que comprendía a la mitad de la Hélade, sino que había cumplido enérgicas acciones agresivas que le aportaron no pocos éxitos en la guerra de Arquídamo. Inclusive la derrota en la batalla de Mantinea fue una prueba de la fuerte expansión de Atenas hacia la región del Peloponeso. Desde este punto de vista hay que mirar también a la expedición a Sicilia. Ciertamente, la misma terminó con una catástrofe que acarreó más tarde el hundimiento de la potencia naval de Atenas. Empero, el mismo hecho de enviar una potente expedición con fines de conquista hacia países lejanos, sólo cinco años después de haber terminado la ruinosa guerra de Arquídamo, da testimonio de la presencia en Atenas de considerables fuerzas y medios económicos. Como causa fundamental del envío de tal expedición, hay que considerar no sólo los intereses comerciales de los atenienses en el Occidente, sino, en primer lugar, la tendencia general a la expansión que radicaba en la economía de este fuerte Estado esclavista. «... una guerra constituye aquel importante problema general, aquel gran trabajo común, que se requiere ora para apropiarse de las condiciones objetivas de las existencia, ora para preservar y para consolidar aquello de lo que se había apoderado». Dentro de las condiciones de una antigua polis, las reproducción del viejo modo de existencia.«... constituye al mismo tiempo, por necesidad, una producción renovada de la forma vieja, y su destrucción». Por ejemplo, allí donde a cada uno de los individuos corresponde poseer tal o cual cantidad de acres de tierra, ello ya se ve impedido por el crecimiento de la población. Si se toman medidas para suprimirlo, se recurre a la colonización y ésta, a su vez, y siempre, provoca una necesidad de organizar y emprender guerras de conquista. Una guerra de tal especie, con fines de conquista, fue precisamente la expedición a Sicilia. La dirección de la misma fue dictada por el deseo de privar a la Liga del apoyo de las polis siciliotas, y por la esperanza de fácil éxito en Sicilia, con motivo de las discordias entre las polis locales.
La catástrofe en Sicilia condujo a un brusco cambio en la correlación de las fuerzas de las partes beligerantes. Uno de los factores más importantes que actúan en una guerra, es la cantidad y calidad de las fuerzas armadas del adversario. Atenas había perdido 50.000 hombres, entre ellos, 10.000 hoplitas, y más de 200 barcos, sin hablar ya del dinero gastado. Para comparar, señalemos que en la batalla más grande de la guerra de Arquídamo, en el combate de Delión, los atenienses habían perdido solamente 10.000 hombres.
Un factor no menos importante que las enormes pérdidas materiales, fue el factor moral-político. Junto a Siracusa, los atenienses fueron aplastados no sólo en tierra firme, sino también en el mar. De esta manera, el período sexagenario del predominio naval ateniense había llegado a su fin. Y pensar que fue precisamente la flota la que constituyó el eslabón cimentador de la potencia naval de Atenas... Una de las primeras consecuencias de la derrota en el Occidente fue la sublevación de los aliados en el Oriente.
Por fin, la consecuencia quizá más importante de la catástrofe de Sicilia, fue el considerable debilitamiento de la solidez de la retaguardia ateniense. El descenso de la autoridad del demos en Atenas fue inmediatamente aprovechado por la oligarquía, la que pasó a más abiertas agresiones contra la odiada democracia.

5. El último período de la guerra

La guerra de Decelia

Ya hemos señalado que Alcibíades había dado a los espartanos dos consejos: en primer lugar, enviar un jefe militar a Siracusa, con el fin de prevenir la capitulación de la ciudad sitiada, lo cual había predeterminado en medida considerable la marcha ulterior de los acontecimientos en Sicilia; y en segundo lugar, reanudar, en gran escala, las operaciones bélicas contra Atenas y, en particular, ocupar Decelia. Se llamaba así uno de los demos áticos situados al noroeste de Atenas, a una distancia de 120 estadios (cerca de 22 kilómetros). La ubicación geográfica de esa localidad era sumamente ventajosa, porque dominaba el camino hacia Oropos. A través de Decelia conducía también el camino más cercano hacia la sumamente importante posesión de Atenas que era la sila de Eubea.
Los consejos de Alcibíades tenían como objetivo la creación, para los peloponesios, de un constante punto de apoyo en el Ática, mediante la ocupación de Decelia. De este modo, se podría tener bajo permanente control militar a Atenas y al Ática. Así —decía Alcibíades— los espartanos se apoderarían «de todas las riquezas del territorio enemigo, y los atenienses instantáneamente perderán los ingresos que proceden de las minas argentíferas del Laurión, y de los beneficios que ahora obtienen del cultivo de las tierras y de los tribunales. Pero, lo que es lo principal, perderán los tributos que les pagan sus aliados».
El consejo de Alcibíades fue aceptado, y durante el invierno del 414 al 413, Esparta se preparó enérgicamente para futuras operaciones bélicas, en la suposición de que los atenienses se encontraran hundidos en Sicilia. Los espartanos exigieron a sus aliados suministros especiales de hierro y de instrumentos. Al comenzar la primavera del año 413, Agis invadió el Ática y, habiendo fortificado a Decelia, quedó en la misma con una fuerte guarnición, lo cual hizo empeorar bruscamente la posición de Atenas.
Más de 20.000 esclavos adultos, que constituían la cuarta parte de todos los esclavos de Atenas (de los cuales, la mayoría eran artesanos), se pasaron al enemigo. Este hecho desorganizó bruscamente toda la producción artesanal. Según dice Tucídides, los atenienses perdieron todo su territorio, sucumbió toda la hacienda pequeña y mediana y los caballos morían de inanición.
Al fin, en vista de la amenaza de un ataque directo a la misma ciudad de Atenas, fueron dispuestas guardias constantes de todos los ciudadanos y metecos, en los muros de la ciudad, que se mantenían durante todo el año, día y noche. «Todos los atenienses, debido a que el enemigo se hallaba en Decelia, estaban permanentemente bajo las armas y en los puestos que tenían asignados: unos en las murallas y otros en las filas.»
Tomando en cuenta las enormes pérdidas experimentadas por los atenienses en Sicilia, el golpe inferido en Decelia debía haber demolido definitivamente toda la economía del país. Si las primeras invasiones de los peloponesiacos causaban grandes perjuicios, en primer lugar, a los intensivos cultivos agropecuarios, la ocupación de Decelia privada a los atenienses de la posibilidad de ocuparse, en general, de la agricultura. Era preciso importar todos los víveres por el camino del Pireo.
Y precisamente en aquel momento llegó a Atenas la noticia de la muerte de Nicias y Demóstenes, lo cual significaba no sólo enormes pérdidas, esta vez irreparables, de hombres y de naves, sino la amenaza inmediata de una aparición de la flota enemiga en el puerto del Pireo. Y, en el ínterin, en los diques faltaban naves, en el fisco no había dinero, y no había dónde conseguir remeros para la flota. Por añadidura, existía una amenaza de defección de los aliados. Atenas se hallaba al borde del abismo.

Principio de la descomposición de la arqué ateniense

De acuerdo con la opinión general, el destino de Atenas estaba predeterminado. A finales del año 413 parecía indudable que no podría sostenerse ni siquiera hasta el fin del verano. Debido a ello, las polis neutrales trataban de adherirse lo más rápidamente posible a los vencedores en ciernes, «aun cuando nadie las invitaba». Esparta y sus aliados habían decidido a hacer el último esfuerzo para terminar lo antes posible las prolongadas operaciones bélicas y resarcirse, mediante una paz triunfal, por los veinte años de privaciones de guerra. Finalmente, las cúspides oligárquicas de las polis que formaban parte de la arqué ateniense consideraron adecuado el momento para sublevarse contra el odioso dominio de Atenas.
La garantía del éxito en esta lucha la constituía la creación de una flota militar. Las ciudades jonias no tenían fortificaciones, porque los atenienses querían privarlas de toda posibilidad de resistencia. Los lacedemonios no podían ni pensar en una sublevación en Jonia antes de crear una armada propia. Para esto se requerían, en primer lugar, medios materiales. A la espera de una próxima victoria, los espartanos ordenaron a los Estados aliados construir cien naves; se obligaron a sí mismos y obligaron a los beocios, a suministrar veinticinco barcos cada uno. Teniendo presente su falta de experiencia en la navegación, aquello era realmente lo más que podía hacer Esparta.
Para hacerse de los medios necesarios para financiar la flota, el rey Agis, que se hallaba permanentemente en Decelia, comenzó a acumular dinero, recurriendo a sus aliados.
En ese tiempo se había puesto en evidencia la rivalidad entre el rey Agis, que tendía a la autocracia, y Alcibíades, que gozaba del apoyo del influyente éforo Endios. Llegaron hasta Agis, en Decelia, los representantes de los súbditos de Atenas en Eubea y Lesbos, con la petición de que les enviara una armada. Se les prometió veinte barcos, diez de ellos beocios. Simultáneamente, estaban preparándose para sublevarse los oligarcas de Quíos y Eritras, que también habían recurrido a los espartanos en busca de ayuda, pero no lo hicieron dirigiéndose a Agis, sino directamente a la Laconia. También enviaron sus representantes los sátrapas persas Tisafernes, que regía en la satrapía de Sardes, y Farnabazo, de la satrapía de Dascilión. Los dos persas se dirigieron a Esparta proponiendo llevar la guerra contra los atenienses a las regiones colindantes con los territorios de sus respectivas satrapías: Tisafernes en Jonia y Farnabazo en el Helesponto, prometiendo una considerable ayuda material a la flota espartana. A propuesta de Alcibíades, los espartanos decidieron empezar las operaciones bélicas, en primer lugar, en Jonia.
La isla de Quíos, situada en la parte central de Jonia, era el más grande de los aliados de Atenas. Después del aplastamiento de la sublevación de Mitilene en el año 427, sólo Quíos disponía de una fuerte armada propia, compuesta de 60 trieres. Regían allí los oligarcas. Según Tucídides, Alcibíades los calificaba «los más ricos entre los helenos». En Quíos, era sumamente acentuado el desarrollo de la esclavitud. Los habitantes de la isla tenían muchísimos esclavos, más de los que había en cualquiera de los demás Estados, excepto en Lacedemonia. Debido a su cantidad, los esclavos eran víctimas de los más crueles castigos, por cualquier culpa. Por esta causa explica Tucídides el paso en masa de los esclavos de Quíos, después del comienzo de la sublevación, al lado de los atenienses.
Una vez asegurada la ayuda de la flota espartana, en junio del 412, tras la llegada de Alcibíades que trajo consigo 22 barcos peloponesiacos, los habitantes de Quíos iniciaron la sublevación, cuya noticia comenzó a difundirse con gran rapidez por toda Jonia. A los sublevados se adhirieron Eritras, Clazómene, Teos y, ulteriormente, debido a los vínculos personales de Alcibíades con los oligarcas locales, también la principal ciudad de Jonia, Mileto. Después se sublevó contra Atenas casi la totalidad de Jonia, tanto más que, en los primeros tiempos, los espartanos se hacían ver en todas partes bajo la consigna popular de «libertad de la Hélade».
En vista de los éxitos de sublevación, y reconociendo todo lo que importaba para el definitivo aplastamiento de Atenas, los peloponesiacos enviaron al Oriente toda la flota de que disponían. Durante la campaña del invierno del año 411, el navarca espartano Astíoco tenía ya bajo su mando 94 trieres, sin contar los barcos de Quíos. Finalmente, también Rodas se unió a los peloponesiacos.
La defección de Jonia se desarrolló con una gran rapidez, debido a que los aliados se sentían ya desde hacía mucho molestos por el dominio ateniense. La explotación de las polis aliadas, que iba en constante aumento, la altanería de los poderes atenienses, las crueles represiones de que eran víctimas los sublevados, fueron todas circunstancias que habían intensificado el descontento entre los aliados de Atenas; y bastó una sola chispa para que se encendiera la sublevación general. El papel decisivo lo desempeñó la llegada de la flota peloponesiaca y de Alcibíades, que, además, gozaba del apoyo de Tisafernes, y, en consecuencia, del rey persa, en tanto que los atenienses carecían ahora de una fuerza naval capaz de superar a sus enemigos.
Parecía que los atenienses no les restaba ya ninguna esperanza. La flor y nata de su ejército y de su flota había cumplido en Sicilia. El enemigo se había afirmado en el centro de Ática, lo cual desorganizaba por completo la economía del país. Y ahora se desplomaba el último sostén, su potencia marítima.
En aquel momento, la democracia ateniense, a pesar de los golpes que se habían descargado sobre ella desde todos los lados, pudo desarrollar una colosal fuerza de resistencia. Sin desearlo, se impone una comparación entre la Atenas del año 412, y la Esparta del año 425. Había bastado una sola gran derrota en Esfacteria para que Esparta pidiera la paz y cesara todas las acciones agresivas. El demos ateniense, hallándose casi en un callejón sin salida, combatió durante ocho años enteros no sólo contra toda la Hélade, sino también contra Persia; inclusive, durante el último período de la guerra, descargó en más de una oportunidad sensibles golpes a adversarios mas fuertes que él. En el año 412 el demos movilizó todos los medios para la lucha. El programa de acción consistía en «equipar y armar una flota, procurándose madera y dinero por cualquier medio; asegurarse la fidelidad de los aliados, especialmente de Eubea; reducir prudentemente los gastos del Estado y crear una magistratura integrada por los ciudadanos de más edad, destinada a la consideración previa de los asuntos corrientes».
Tal programa era llevado a la ejecución, de manera firme y estricta. Los atenienses supieron acumular la cantidad necesaria de madera, fortificaron el promontorio Sunio para asegurar el paso de los barcos que traían víveres desde Eubea; liquidaron su plaza de armas en el litoral de Laconia, del que se habían apoderado durante la expedición a Sicilia, y al enterarse de la defección de Quíos enviaron inmediatamente 20 barcos para aplastar al rebelión.
Además, fueron enviados otros 30 navíos para realizar un crucero alrededor del Peloponeso; y estaban preparando nuevas decenas de barcos para ser enviados a Jonia.
Sumamente considerables eran entonces (finales del año 413) las dificultades financieras. La tesorería del Estado estaba vacía. Tampoco se contaba con una flota. Para armar y equipar una nueva y, principalmente, para mantenerla, se requerían sumas muy considerables que sólo se podían sacar de las arcas de los aliados, los que manifestaban muy abiertamente su descontento por el alcance de las imposiciones vigentes. Ciertamente, el demos tocó por primera vez la reserva de mil talentos, depositada aún por Pericles, para casos de extrema necesidad. Así y todo, estos fondos eran insuficientes y con mucho.
Con el objeto de mejorar el presupuesto del Estado, fue llevada a cabo una reforma financiera de suma importancia. Se suprimió el foros —la contribución recabada de los aliados, en forma de imposición directa—, y se estableció un aforo del 5 por 100 sobre el valor de todos los productos importados y exportados por vía marítima. Al parecer, el objeto fundamental de tal reforma era acrecentar los ingresos del fisco. Mas, de por sí, las supresión del foros haría menguar el descontento de los aliados. Además, ese aforo se cobraba, principalmente en el Helesponto, lo cual era, técnicamente, una medida fácilmente ejecutable, y exigía fuerzas armadas relativamente escasas.
Apuntábanse, ya entonces, los contornos de una nueva política del demos respecto a los aliados, lo cual se manifestó con la decisión de equiparar siete trieres de Quíos que habían caído en poder de los atenienses. «A los esclavos que se hallaban en las mismas les fue concebida la libertad, mientras a los hombres libres se los encadenó.» Bajo este aspecto, son significativos también los acontecimientos registrados en la isla de Samos. Aprovechando la presencia de tres trieres atenienses, los demócratas de Samos organizaron una sublevación y dieron muerte a cerca de 200 ciudadanos nobles; 400 oligarcas fueron condenados a la expulsión; las tierras y casas de la nobleza fueron confiscadas por el demos. Habiendo constatado la fidelidad de esos demócratas, los atenienses les otorgaron la autonomía, de hecho, una independencia. Es sumamente elocuente el hecho de que, de acuerdo con la constitución democrática de Samos, los geomores, es decir, los propietarios de grandes extensiones de tierra, fueron completamente privados de los derechos políticos, inclusive del derecho a la epigamía (contraer matrimonio) con el demos. Fue uno de los pocos casos en la historia del mundo antiguo en que el demos victorioso recurrió a la privación de los derechos políticos de sus adversarios.
En combinación con el triunfo de la democracia de Samos, hay que anotar otros dos momentos interesantes. En Samos se encontraba Hipérbolo, que fuera líder de la democracia radical en Atenas, de donde se le expulsó en el año 417. Es dable suponer que, también en el exilio, fue de los conductores de los demócratas de Samos, puesto que allí lo mataron los oligarcas durante su sublevación armada en el año 411. Durante la revuelta oligárquica en Atenas, en el mismo año 411, sólo en Samos se conservó el orden democrático. Basándose en ello, los marinos atenienses, aliados de hecho con los demócratas locales, restablecieron la democracia en Atenas.

Recrudecimiento de los elementos oligárquicos en Atenas

Todo el conjunto de las medidas emprendidas por el demos ateniense, testimonia las alteraciones que allí apuntaban en las relaciones con los aliados. En nombre de la conservación de la arqué, Atenas intentaba, por primera vez durante la guerra, apoyarse más firmemente en los grupos democráticos de las polis aliadas. Y fue precisamente esta línea política la que dio a Atenas una salvación temporal, provisional, en el año 412. Samos quedó en calidad de base estable para las escuadras. En Quíos los atenienses se apoderaron de un importante punto, Delfinion, y lo fortificaron. En Lesbos los combates se desarrollaron con éxitos alternados. La desorganización quedó frenada. No obstante, simultáneamente con la movilización de las fuerzas del demos, se intensificó también en Atenas la actitud de diversos grupos de oligarcas que se mostraban bajo la consigna general de «regreso el régimen de los padres». Tal consigna resultaba muy adecuada para la unificación de los diferentes grupos, que ostentaban a veces programas diametralmente opuestos, en primer lugar, absolutamente indefinidos. En la consigna «las leyes de los padres» quedaban comprendidas tanto la constitución democrática de Clístenes como la legislación timocrática de Solón, e inclusive las leyes de Dracón.
Se amplió la base social de los oligarcas. Anteriormente, sólo pertenecían a los mismos los representantes de las antiguas generaciones laconófilas, cuyo único apoyo lo constituía «la juventud dorada», agrupada en sociedades secretas, las heterías. A partir del año 412 comenzaron a prestarles apoyo las familias más ricas de los ciudadanos atenienses. Tucídides menciona siempre a los trierarcas que, «independientemente de Alcibíades, y en grado aun mucho mayor que éste, trataban de derrocar a la democracia».
Así surgió la unión de los oligarcas con los ciudadanos ricos, «los que —según Tucídides— llevaban sobre sí cargas insignificantes». La consigna fundamental de esa unión fue la limitación de los gastos del Estado. Con ello se quería decir, en primer lugar, la absoluta supresión de los sueldos a los buleutas y a los jueces, y de la paga por asistir a las asambleas populares. De llevarse a cabo este programa, los atenienses pobres se verían privados automáticamente de participar en el manejo de los asuntos gubernamentales y el poder pasaría de hecho a manos de los oligarcas y de los grupos que les prestaban apoyo.
Pero la realización de esta clase de programa, en toda su extensión, era casi imposible, no sólo por razones políticas, puesto que el demos no hubiera entregado el poder voluntariamente, sino por razones de orden económico, puesto que esas prebendas estatales representaban de hecho la única fuente de existencia de las amplias masas del demos traídas por el éxodo campesino hasta el interior de los Largos Muros, y privadas de todos los recursos. La aplastante mayoría de los marineros de la flota anclada en Samos formaban también una especie de tetes profundamente interesados en la conservación de la democracia. De modo que, dentro de condiciones normales, no se podía contar con la derogación de la constitución, ni por vía pacífica ni por las armas.
Así y todo, había otra importante circunstancia que obraba en favor de las agrupaciones antidemocráticas. Y es que los defensores más activos del orden democrático, los tetes, estaban ausentes en número considerable, debido a que prestaban servicios en la flota que, en esos meses, se encontraba permanentemente en Jonia. De esta manera, uno de los grupos políticos más activos de los ciudadanos atenienses no pudo tomar parte directa en las sesiones de la ecclesia. Al mismo tiempo, una parte de los anteriores conductores de los elementos radicales, como Pisandro y Caricles, se sumaron a los oligarcas e incluso se pusieron a la cabeza de las medidas antidemocráticas.
Es por esto que, en el año 412, los oligarcas habían conseguido con relativa facilidad dos triunfos importantes. En primer lugar, inmediatamente después de la catástrofe de Sicilia, fue violada parcialmente la constitución ateniense. En el programa, citado anteriormente llama la atención el último punto: el que se refiere a la creación de una magistratura integrada por los ciudadanos de más edad, destinada a la consideración previa de los asuntos corrientes. Dicha magistratura llevaba el nombre de probulé. Hasta entonces, tal magistratura era la bulé, a través de su pritanía. Se puede decir más: de hecho la consideración previa de los asuntos corrientes constituía la función fundamental de la bulé, porque la ecclesia, que se reunía con frecuencia, sólo tomaba resoluciones respecto a los asuntos no corrientes.
De esta manera, puede decirse que la creación de la nueva magistratura anulaba el papel de la bulé. Su miembros eran elegidos por sorteo, y ella representaba efectivamente a la masa ciudadana, aun cuando sin suficiente experiencia en la administración, pero, en cambio, completamente democrática. A su vez, la nueva magistratura, la probulé, era formada, por elecciones, con los ciudadanos de más edad. Habiendo sido electos después del fracaso de Sicilia, ellos representaban, en grado considerable, las opiniones de los oligarcas y de las capas conservadoras de la población, pero no del demos radical. Finalmente, la composición constante de la probulé ofrecía para los oligarcas y los ricos la posibilidad de ejercer influencia sobre sus miembros.
El segundo triunfo de los oligarcas fue la elección de estrategas en el año 412. Esta vez, la mayoría de ellos, encabezada por Frínico, era de los oligarcas. Una parte de los mismos fue en el 411 jefe de los oligarcas. La otra parte, aun cuando no actuó en el año 411 en la revuelta oligárquica, pertenecía, sin embargo, al número de los ciudadanos más opulentos; en consecuencia, también tenía que ser adversaria de la democracia radical. Por cuanto a las manos de los estrategas fue entregado el mando de toda la flota, la única fuerza armada de Atenas en aquel tiempo, tal situación estaba preñada de complicaciones políticas. Y, en efecto, el éxito temporal de la conjura oligárquica del 411 fue posible sólo a condición de contar con la abstención, o quizás con la connivencia, de los anteriores órganos del poder.
Un índice original de los ánimos de la masa de simples ciudadanos atenienses de aquel tiempo lo fue la comedia de Aristófanes Lisístrata, puesta en escena en el año 412. La mujer ateniense Lisístrata, cuyo nombre en griego significa «la que pone fin a la guerra», reúne un destacamento de mujeres de toda la Hélade y ocupa la Acrópolis, donde era guardado el tesoro del Estado. En su polémica con el anciano próbulo, Lisístrata desarrolla todo un programa de reformas:
«... Al igual que en tinas y cubas lavamos la lana y la limpiamos de yuyos, así tendríamos que sacar de la ciudad a los malvados y cobardes, y separar la mala hierba; sacar a todos los que se apelotonan en la carrera tras un cómodo puestito y se nos han adherido chupando nuestra sangre; tenemos que ponerlos bajo la uña, y, habiéndolos limpiado, reunir a los ciudadanos decentes y esantarlos nuevamente en el huso.»
La exigencia de expulsar de la ciudad a todos los «infames», a todos los que procuran obtener un «puesto cómodo», corresponden en boca de Aristófanes, con absoluta exactitud, a las consignas de los oligarcas. El leit motiv de toda la comedia es la burla de la guerra; la consigna «que continúe la guerra», también está copiada del arsenal de los lacófilos. En comparación con el reforzamiento de sus enemigos, la democracia había experimentado un gran debilitamiento. Ya hemos hablado de que su apoyo combativo, los tetes, en parte no regresaron de Siracusa, y en parte prestaban servicio en la flota en Samos. Además, en las filas del demos se percibía una gran confusión en vista de las derrotas, cada vez más sensibles y fuertes. Finalmente, el constante servicio de guardia no dejaba tiempo libre para ocuparse de los asuntos sociales. Iba en aumento la apatía política, lo que también fue uno de los importantes factores del triunfo de los oligarcas.

Intervención de Persia

En estas circunstancias, en ayuda de Esparta acudieron, por vez primera y de forma abierta, los sátrapas persas: Tisafernes y Farnabazo. El «rey de reyes», Darío II, aun en el comienzo de la guerra del Peloponeso había exigido de sus sátrapas que pagaran el tributo no sólo por las ciudades que, de hecho, se hallaban bajo su dominio y poder, sino por todo el territorio de sus respectivas satrapías. Prácticamente, se trataba de las ciudades helenas del Asia Menor y de las islas del archipiélago del Egeo que formaban parte de la arqué ateniense y, en consecuencia, no pagaban tributo a los persas. Se comprende que Tisafernes y Farnabazo no podían contar con la renuncia voluntaria de los atenienses. Por ello, era lógica la formación de una alianza perso‑espartana. En nombre de la misma, cuya esencia consistía en pagar la flota peloponesiaca con los dineros persas, Esparta entregaba a los sátrapas toda Jonia, lo cual era una traición lisa y llana a la causa común de la Hélade.
Durante medio año (verano del 412-invierno del 411) fueron celebrados, uno tras otro, tres tratados entre los lacedemonios y los persas. La confrontación de sus textos revela la naturaleza de las relaciones entre sus firmantes. En el primer tratado, los espartanos reconocían, en favor de Persia, «todo el país y todas las ciudades que posee el rey, y que poseían los antecesores del rey». De esta manera, no sólo el litoral del Asia Menor, sino también las islas, e inclusive una parte de la península balcánica, debían quedar formalmente sometidas a Persia.
En el segundo tratado, debido a una revisión exigida por Esparta, se conservaba la fórmula enunciada, pero se agregaba un punto especial: «Cuantas tropas haya en las tierras del rey por exigencias de éste, el rey debe pagar su sostenimiento.» Ello significaba que los espartanos asumían las funciones de mercenarios persas. Sólo en el tercer tratado, las posesiones del rey persa se limitaron a las «tierras del rey que se encuentran en Asia». Los lacedemonios quedaban obligados a no saquear las tierras del rey, y por ello comenzaron a recibir de Tisafernes los dineros necesarios para la manutención de la flota, pero sólo en concepto de préstamo temporal.
De esta manera, en caso de triunfar Esparta, Persia contaba con la devolución de las ciudades helenas del litoral del Asia Menor, a cambio de lo cual se comprometía a mantener la flota peloponesiaca. En julio del 412, y bajo la impresión de la reciente sublevación de Quíos, esto parecía del todo suficiente. Sin embargo, después de haber concluido el segundo tratado, los atenienses conservaron las posiciones entre sus aliados.
Alcibíades había llegado a Jonia en compañía del jefe militar espartano Calcídeo. Después de la muerte de éste, Alcibíades conducía, de hecho, toda la política espartana en el Oriente, entrando en estrechas relaciones con Tisafernes. Esto despertó sospechas en Esparta, de donde llegó una orden de darle muerte. Alcibíades huyó a unirse con Tisafernes, tratando entonces de aprovechar su influencia para hacer disminuir la ayuda persa a Esparta. A juzgar por lo que decía, los intereses de Persia exigían no el triunfo de Esparta, sino el agotamiento máximo, hasta el límite, de ambas partes; en consecuencia, era necesario pasar de la política de ayuda incondicionada a Esparta a la de dar una ayuda insignificante a la parte más débil de ambas beligerantes. Prácticamente esto significaba la limitación de la ayuda financiera a Esparta y la posibilidad de un contacto definido entre Alcibíades y Atenas. En efecto, por aquel mismo tiempo Alcibíades entabló relaciones con los partidarios de la oligarquía entre los estrategas que mandaban la flota ateniense en Samos. Prometió atraer a Tisafernes al lado de los atenienses y regresar a Atenas, a condición de que allí quedara abolida «la estupidez generalmente reconocida»: la democracia que lo había expulsado.
Las proposiciones de Alcibíades fueron aceptadas gozosamente por la mayoría de los estrategas oligarcas de la flota. El único adversario sagaz de Alcibíades resultó ser Frínico, quien advertía claramente que Alcibíades no se proponía llegar a un poder oligárquico, sino a una tiranía. Ofrecen interés las consideraciones de Frínico sobre la postura de los aliados de Atenas respecto a la democracia y a la oligarquía: el triunfo de esta última en Atenas determinaría —según su criterio— el establecimiento del orden oligárquico también entre los aliados. Sin embargo, dice, los que ya defeccionaron preferirán indudablemente la completa libertad, y los que aún siguen con Atenas no se volverán más fieles. «Pues no han de preferir la esclavitud, ni con la democracia ni con la oligarquía, en vez de ser libres, sea cual fuere el régimen político que reciban.» «Además —dice Frínico más adelante—, los aliados están seguros de que los llamados hermosos y buenos no les ocasionarán menos disgustos que los demócratas, puesto que son los que aconsejan al pueblo y llevan a la ejecución aquellas medidas severas de las que ellos principalmente sacan provecho para ellos mismos. Estar bajo el dominio de esta clase de personas significaría para los aliados ser sujetos a la pena capital sin juicio previo y por métodos aún más violentos.»
De modo que el conductor de los oligarcas atenienses reconocía que los aliados preferían el demos a la aristocracia. Y de ahí la deducción de Frínico: todo intento de revuelta oligárquica en Atenas era prematuro, e inclusive perjudicial. No obstante, la mayoría de los estrategas oligarcas resolvió hacer una tentativa de cambiar el régimen estatal en Atenas, y enviaron hacia allá una embajada encabezada por Pisandro, con el fin de exigir el derrocamiento de la democracia, el regreso de Alcibíades y el establecimiento de relaciones amistosas con Tisafernes.

La revuelta oligárquica del año 411

En enero del 411 Pisandro, acompañado de otros embajadores de Samos, se dirigió a Atenas con las citadas proposiciones. No obstante el debilitamiento de la democracia radical, la asamblea popular fue muy tumultuosa, debido a que el demos no se conformaba con renunciar voluntariamente a sus derechos políticos. Los partidarios de la revuelta declaraban que no había otra salida, «desde que los peloponesiacos poseían en el mar una cantidad de buques listos para entrar en combate, no menor que los atenienses, contaban con un mayor número de aliados y el rey y Tisafernes les proporcionan dinero, en tanto que los atenienses ya carecían del mismo». En vista de que, sin considerar la difícil situación en que se hallaba Atenas, el demos insistía en mantener la democracia, Pisandro se vio obligado a hacer concesiones parciales, y exigió solamente el regreso de Alcibíades; en cuanto al cambio de régimen estatal, expresó su conformidad con revisarlo ulteriormente. La proposición fue aceptada por la ecclesia, que eligió a Pisandro y a otros diez ciudadanos para que fueran a entrevistarse con Tisafenes y Alcibíades. «Los atenienses han resuelto que Pisandro, y con él diez hombres más, se dirigiera a Tisafernes y Alcibíades para establecer con ellos las relaciones que encontraran como las mejores.» Simultáneamente, se desposeyó de su cargo a Frínico. Esta resolución de la ecclesia se debió a ser Frínico adversario de Alcibíades y, en su calidad de estratega, obrar en oposición a las negociaciones con el mismo, en Samos.
Después de la asamblea, Pisandro entabló relaciones con todas las organizaciones secretas «que existían ya de antes en la ciudad con el objeto de ejercer presión sobre los procesos judiciales y sobre las elecciones de funcionarios, y las exhortó a aunar sus fuerzas, obrar y derrocar la democracia».
Empero, las negociaciones con Alcibíades se dilataron, hasta que, finalmente, se vieron frustradas, debido a que el mismo no gozaba de tanta influencia sobre Tisafernes como presumiera durante las negociaciones, y debido también a que ambas partes se guardaban recíproca desconfianza. Y fue entonces que Tisafernes acordó el tercer trato con Esparta, más ventajoso para ésta que los dos anteriores.
De regreso en Samos, Pisandro y los otros conjurados llegaron a la conclusión de que igualmente sin la ayuda de Alcibíades podrían lograr el establecimiento del régimen oligárquico. En compañía de un grupo de los conspiradores, Pisandro se dirigió a Atenas con el propósito de realizar sus planes. En el camino fueron estableciendo en todas las polis aliadas el orden oligárquico.
A finales de mayo Pisandro llegó con considerables fuerzas armadas a Atenas, donde ya imperaba el verdadero terror de las heterias. Había sido asesinado el jefe de los demócratas radicales, Androcles. Conservando formalmente la antigua constitución, todo el poder había pasado de hecho a mano de los oligarcas. Los establecimientos funcionaban formalmente como antes, pero durante las sesiones hablaban solamente los partidarios de los oligarcas y, de hecho, se aceptaban sin crítica alguna sólo sus proposiciones. El pueblo, aterrorizado y oprimido, o temiendo a los traidores, guardaba silencio. Si alguien osaba contradecir a los conjurados era muerto inmediatamente sin que se instruyera ningún proceso a los culpables o sospechosos del asesinato. Al igual que Androcles, fueron muertos otros varios partidarios de la democracia. La cantidad de los partícipes de la conspiración se exageraba considerablemente. Entre ellos se contaban personas que anteriormente habían sido tenidas por partidarias de la constitución de Pericles. «Estos hombres eran los que más desconfianza suscitaban en el pueblo y los que más contribuían a la seguridad de los oligarcas, pues fortalecían la sospecha y la desconfianza entre los propios demócratas.»
A comienzos de junio fue convocada una asamblea popular, pero no en el habitual lugar de las sesiones, el Pinx, sino en Colona (a unos dos kilómetros en las afueras de la ciudad). En esta asamblea fue abolida, en primer lugar, «la resolución referente a la ilegalidad», y luego aceptada la proposición de Pisandro, apoyada por Antifón, Frínico y Terámenes, acerca de la elección de cinco proedros, lo que, mediante una cooptación consecutiva, debían llevar el número de miembros de la bulé al comienzo hasta 100, y luego hasta 400. Tal Consejo debía regir autocráticamente el Estado, convocado, de acuerdo con su criterio, una asamblea de 5.000 ciudadanos que gozaban de todos los derechos civiles. Simultáneamente, quedaron abolidos los sueldos de todos los magistrados del Estado.
Tomaron parte en la revuelta dos grupos de oligarcas: uno, extremista, y otro, moderado. El primero lo encabezaron Pisandro, Antifón y Frínico, quien, habiéndose convencido de la inevitabilidad de la revuelta, tomó parte activa en la misma, es decir, en los acontecimientos del año 411. Tucídides cree que el cabecilla fue Antilón, quien era ya conocido anteriormente por sus opiniones antidemocráticas. Jamás intervenía en las asambleas populares «por ser sospechoso» al demos. Precisamente gracias a él la conspiración fue organizada de tal manera, «que el asunto pudiera obtener éxito semejante». Pisandro y Frínico habían pertenecido antes a la agrupación radical, siendo constantemente objeto de burlas en las comedias; pero en el año 411 viraron bruscamente y se sumaron a los oligarcas. El programa de los oligarcas extremistas se reducía a la renuncia a todo lo conseguido por la democracia ateniense y al retorno al orden «presoloniano». Al mismo tiempo, ello significaba, evidentemente, una renuncia a ser una potencia naval. En el sentido social, los dos eran, sobre todo, representantes de la vieja aristocracia.
El grupo de los oligarcas moderados estaba representado por Terámenes, hijo del próbulo Hagnón. Procuraba limitar la cantidad de ciudadanos atenienses de tal manera, que sólo 5.000 de los mismos gozaron del derecho a votar y estuvieron en condiciones de adquirir por su propia cuenta las armas de hoplita. Su apoyo lo constituían los ciudadanos pudientes, los artesanos y los mercaderes, los trierarcas, «los mejores hombres», como los denomina Tucídides. Sin el apoyo de esos elementos, los oligarcas extremistas no podían, evidentemente, esperar ningún éxito. Aristóteles y Tucídides consideraban el programa de Terámenes la mejor de todas las posibles constituciones. A nuestro criterio, una opinión más justa acerca de Terámenes es la sostenida por Lisias, quien declaró que Terámenes «... llegó en su villanía a tal punto, que, al mismo tiempo, por ser fiel a ellos [a los oligarcas] nos convirtió a nosotros en esclavos y, por ser fiel a vosotros, entregó traicioneramente, para perderlos, a sus amigos». Las resoluciones de la asamblea en Colona constituían una especie de compromiso entre ambos puntos de vista. A juzgar por la cantidad de ciudadanos que gozaban de todos los derechos, parecería haberse impuesto la línea de Terámenes. En el número de los Cinco Mil se hallaban todos los hoplitas, lo cual constituía la exigencia fundamental de los oligarcas moderados: entregar el poder a los hombres «que poseyeran armas pesadas». De hecho, sin embargo, habían triunfado los oligarcas extremistas. La asamblea de los Cinco Mil debía ser convocada sólo de acuerdo con el criterio de la bulé. Y en ésta había una mayoría de oligarcas extremistas que trataba de desechar «todas las supervivencias» de la democracia. Debido a ello, resultó que «los Cinco Mil fueron electos sólo por las apariencias, y de hecho gobernaban al Estado... los Cuatrocientos». En realidad, las resoluciones de la asamblea en Colona y las elecciones de los proedros sólo reflejaban la nueva relación de fuerzas en Atenas. La constitución de Pericles, aún antes de haber sido abolida por Pisandro, había sido prácticamente destruida por el terror de las heterías oligárquicas. En el poder se habían encaramado las heterías que representaban a los oligarcas extremistas: Antifón, Frínico, Pisandro y otros. Las consignas del grupo de Terámenes, tan calurosamente ensalzadas por Aristóteles y Tucídides, sólo eran una especie de pantalla detrás de la cual operaban los oligarcas extremistas. No hablemos ya de que las amplias masas del demos, tanto en un caso como en el otro, quedaban privadas no sólo de los medios de existencia, sino de los más elementales derechos políticos.
Una vez logrado el poder, los oligarcas extremistas comenzaron a intensificar el terror. «Los Cuatrocientos dieron muerte a algunos hombres, a otros los arrojaron a las prisiones y a otros más los expulsaron.» Según las palabras de un marino, Quereas, que huyó a Samos, «ellos usan contra todos los castigos corporales, y no permiten objeciones de ninguna especie; violan a las esposas e hijas de los ciudadanos, y abrigan el propósito de arrojar a las prisiones a los parientes de todos los guerreros de Samos». En cuanto a los asuntos de la política exterior, los oligarcas extremistas resolvieron no invitar a venir a Atenas a Alcibíades, que continuaba al lado de Tisafernes. Los oligarcas contaban principalmente con que, para ellos, como laconófilos, sería fácil hacer la paz con Esparta. Y, en efecto, repentinamente enviaron un embajador a Decelia, para ver al rey Agis. Pero éste consideró más racional responder a la propuesta de paz con un inesperado ataque a Atenas, en la presunción de que, en el período de las discordias intestinas, los Largos Muros habrían quedado sin guardia. Otra embajada, enviada directamente a la Laconia, tampoco aportó éxito alguno a los oligarcas atenienses, ya que Esparta exigió la renuncia completa, por parte de Atenas, a la arqué, exigencia a la que no podían dar su conformidad ni los más fervorosos laconófilos, por temor a una sublevación del demos.
La situación de los Cuatrocientos empeoró considerablemente a raíz de la defección de una serie de aliados. Si anteriormente una sublevación quedaba circunscripta sólo a Jonia, en cambio ahora, salvo Tasos, se pasaron a los lacedemonios una serie de ciudades de los estrechos: Abidos, Lámpsaco, Bizancio, Calcedonia y otras.
Un golpe más serio aún fue la sublevación en Eubea. «Los atenienses se sintieron abatidos por esta desgracia, más que por todas las precedentes: hay que tener presente que, en aquel tiempo, ellos recibían de Eubea más ingresos que del Ática.» Aún antes que eso, los beocios se habían apoderado de Oropos, situada frente a Eubea. En el combate tratado cerca de Eretria, la flota guiada por los oligarcas sufrió una oprobiosa derrota. Contra las 42 naves peloponesiacas se batieron 36 atenienses. Los atenienses perdieron 22 trieres con sus tripulaciones. Inmediatamente después de la derrota de la flota ateniense tuvo lugar la sublevación en Eretria. Los rebeldes establecieron un régimen oligárquico. En las Inscriptiones Graecas, la bulé de Eretria otorga la proxenia a cierto tarentino «que había tomado parte en la liberación de la ciudad del yugo ateniense».
Sin embargo, el golpe decisivo a los oligarcas extremistas lo asestó la flota de Samos que, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo, se había pronunciado en favor del restablecimiento de la democracia y consumó el regreso de Alcibíades, mediante una invitación directa. La embajada enviada a Samos en nombre de los Cuatrocientos retornó como era de esperar sin resultado alguno. La masa de los tetes que prestaba servicios en la flota no quería ni oír de compromisos.
Dada esta situación, los oligarcas que gobernaban en Atenas decidieron hacer todo lo posible para conseguir la paz con Esparta, sin detenerse ni siquiera ante una directa traición al Estado. Enviaron a Esparta una segunda embajada, encabezada por Frínico y Antifón, para entablar formalmente negociaciones, pero, de hecho, para entregar el Pireo a los peloponesiacos y para «hacer la paz bajo condiciones tolerables, cualesquiera que fueran las mismas». Los oligarcas extremistas preferían manifiestamente la ocupación espartana a la democracia, y comenzaron a erigir fortificaciones junto a la salida del puerto del Pireo, como si fuera para defenderlo contra la flota de Samos, pero en realidad para entregarlo a los espartanos.
Los descalabros militares y políticos de la agrupación gobernante de los oligarcas extremistas debían, evidentemente, acentuar las contradicciones entre los partidarios de la revuelta. Esto se puso de manifiesto, en primer lugar, en la conducta de Terámenes. Su grupo, que gozaba de considerable influencia entre los hoplitas, especialmente en el Pireo, sospechaba que los oligarcas extremistas harían aprobar sus planes, lo que significaría la liquidación de Atenas como polis independiente. Por otra parte, los fracasos de los extremistas y, antes que nada, el comportamiento de la flota ateniense en Samos, forzaba a los moderados a maniobrar y dar rodeos, con el fin de eludir la responsabilidad por el crimen de los Cuatrocientos. Todas estas circunstancias volvieron a agudizar la situación política en Atenas. El impulso para las acciones enérgicas lo constituyó el asesinato del jefe de los extremistas, Frínico, después de su regreso de Esparta. En aquel momento los hoplitas del Pireo, al enterarse de que se acercaba la flota peloponesiaca, demolieron la fortificación que estaba construyéndose, y luego, con las armas en las manos, emprendieron la marcha hacia Atenas. Los oligarcas extremistas se vieron forzados a ceder, y a comienzos de septiembre fue realizada la única asamblea popular de los últimos meses, la que destituyó a los Cuatrocientos, entregando el poder a los Cinco Mil. En lo restante, fueron confirmadas las resoluciones de la asamblea de Colona. El régimen establecido en Atenas respondía formalmente a la constitución de Pericles. La bulé volvió a ser elegida por sorteo, y de nuevo, igual que antes, funcionó la asamblea popular. Sin embargo, del número de los que gozaban de todos los derechos civiles fueron excluidos más o menos las cinco sextas partes de los atenienses. Todos los derechos civiles fueron reservados para sólo 5.000 ricos. Además, fueron suprimidos todos los pagos de la tesorería del Estado a los pobres. De esta manera, el poder pasó a las manos del grupo de Terámenes, oligarcas moderados que representaban los intereses de los ciudadanos ricos. Y en la misma reunión se decidió hacer regresar a Alcibíades. Después de esta asamblea, los jefes de los oligarcas extremistas, con Pisandro a la cabeza, huyeron a Decelia, junto a los lacedemonios. Antifón, que se quedó en Atenas, fue ejecutado, de acuerdo con un veredicto judicial. Los partidarios de los oligarcas extremistas fueron víctimas de la atimia (privación de los derechos políticos). Después de tomar el poder, el problema más importante para el grupo de Terámenes fue el ponerse de acuerdo con la flota ateniense anclada en Samos, adonde, en el ínterin, ya había llegado Alcibíades tras dejar a Tisafernes.
Durante la dictadura de los oligarcas extremistas, Samos se convirtió en centro del movimiento democrático. Aun posteriormente, se había establecido allí la más amplia democracia (desde luego, en el sentido antiguo de la palabra), y, como hemos señalado ya, los aristócratas locales, los geomores, habían sido privados de los derechos políticos. Merced a estas medidas, Samos obtuvo del demos ateniense la autonomía. El apoyo principal del movimiento democrático en Samos lo constituía la flota ateniense. «La plebe náutica» compuesta, en lo fundamental, de tetes, estaba imbuida de la decisión de sostener y defender sus derechos. El número de ciudadanos atenienses que se hallaba en la flota en Samos llegaba, por parte baja, a los 10.000, y era ligeramente más pequeña que la cantidad de los que permanecían en Atenas.
Gracias a la ayuda de los marinos atenienses, los demócratas samosianos aplastaron fácilmente la sublevación armada de los oligarcas locales, durante cuyo transcurso fue muerto Hipérbolo. Casi simultáneamente llegaron noticias acerca del derrocamiento de la democracia en Atenas. En la flota surgió una gran efervescencia, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo. En la asamblea general de los marineros se resolvió destituir a los estrategas y a los trierarcas, sospechosos de simpatizar con los oligarcas, y se eligió a otros, nuevos, entre ellos los dos que se acaba de mencionar.
El nuevo comando invitó a venir a Samos a Alcibíades, quien llegó en agosto del año 411, siendo recibido en la flota. En la asamblea general prometió conseguir la ayuda de Tisafernes y destruir el poder de los oligarcas en Atenas. Inmediatamente fue electo, por unanimidad, estratega, «poniendo en sus manos la atención de todos los asuntos», lo cual significaba la entrega, de hecho, del mando general. A la embajada que había llegado a Samos enviada por los Cuatrocientos, Alcibíades le declaró que estaba dispuesto a hacer la paz a condición de que el poder se entregara a los Cinco Mil, es decir, a condición de que se derrocara a la oligarquía extremista.
La masa de marineros ardía en deseos de dirigirse a Atenas y restablecer por la fuerza la constitución anterior. Sin embargo, Alcibíades hizo abstenerse a la flota de dar ese paso, en primer lugar, porque deseaba evitar el completo restablecimiento de la democracia, y también porque quería regresar a Atenas como vencedor. Además, le era necesario mantener vínculos permanentes con Tisafernes. El alejamiento de la flota samosiana hubiera mejorado la situación de los peloponesiacos, los que, con sus 112 barcos, estaban anclados en el puerto de Mileto. En virtud de todas estas consideraciones, Alcibíades, haciéndose acompañar por sólo 13 trieres, se dirigió a Tisafernes.
En aquel tiempo, las relaciones entre éste y los peloponesiacos empeoraron brusca y marcadamente. El mismo, siguiendo los consejos de Alcibíades, intentaba conservar el equilibrio entre aquéllos y los atenienses: pagaba solamente una parte del dinero prometido para el mantenimiento de los remeros, con lo cual condenaba a la flota encerrada en Mileto a la pasividad. Y en vista de eso, el nuevo navarca Míndaron aprovechó la propuesta de Farnabazo y se dirigió desde Mileto al Helesponto, contando con la ayuda material de este sátrapa y esperanzado en poder preparar una sublevación entre los aliados locales de los atenienses. Esta marcha de los acontecimientos obligó a Tisafernes a entrar en contacto y relaciones más estrechas con Alcibíades, pues éste había quedado como dueño omnipotente de la única flota efectiva y disponible en Jonia.

La lucha por los estrechos

En el ínterin, la situación de Atenas en los estrechos empeoró marcadamente. El Helesponto y el Bósforo tenían un valor excepcional, tanto económico como estratégico. Al ejercer el control de los pasos al Ponto, los mismos proporcionaban la posibilidad de proveer ininterrumpidamente a la sitiada Atenas de cereales y pescado, que constituían los productos más importantes de la alimentación. El paso de las ciudades de los estrechos a manos de los peloponesiacos equivalía, sin exageración, a la muerte por hambre. Con una catástrofe no menor amenazaba también la pérdida de los estrechos, en el ámbito financiero. Después de la supresión del foros, casi todos los ingresos, ya de por sí insignificantes, de Atenas, se debían al aforo del cinco por ciento por el tránsito de mercancías. Además, esa región era el único rincón de la arqué ateniense no tocado por la guerra.
La mayoría de las polis locales eran colonias de Mileto. Después que ésta se hubo sublevado, correspondía esperar tentativas de defección también por parte de las polis helespontinas. Y, en efecto, en mayo del 411, respondiendo a una llamada de sus habitantes, llegó a Abidos, por vía terrestre, desde la metrópoli (Mileto), el espartano Dercílidas con un pequeño destacamento. Dos días más tarde se separó también Lámpsaco y luego Cícica. En agosto llegó hasta Farnabazo la primera escuadra peloponesiaca compuesta de 10 barcos, la que persuadió a los habitantes de Bizancio a que se sublevaran. Finalmente, en septiembre, toda la flota peloponesiaca, compuesta de 86 barcos, bajo el mando del mencionado navarca Míndaro, se dirigió al Helesponto, donde en aquel momento se hallaban tan sólo 18 trieres atenienses.
La situación era crítica; sin embargo, Trasíbulo y Trasilo supieron arribar rápidamente con sus escuadras al estrecho, uniéndose allí con los restos de la flota helespontiana. En total, bajo su mando había 76 trieres, diez barcos menos de aquellos con que contaba la flota peloponesiaca.
En el combate naval de Cinosema (en el Helesponto), la flota ateniense, no obstante su inferioridad numérica, infirió una derrota a la peloponesiaca. Fueron destruidos 21 barcos del enemigo y se perdieron 15 propios. No hay que subestimar el valor moral de este combate. Por vez primera después de la expedición a Sicilia, la flota ateniense demostró su capacidad de vencer. La victoria de Cinosema coincidió con la llegada al poder de la agrupación de Terámenes, lo cual también aumentó la autoridad de los oligarcas moderados.
La lucha por los estrechos iba enardeciéndose más y más. Míndaro, que se había retirado hacia Abidos, solicitaba ayuda, y mandó a buscar la escuadra peloponesiaca, triunfante en la batalla por Eubea. Además, ya navegaban en su auxilio 14 barcos desde Rodas, bajo el mando de Dorieo. En cambio, los atenienses esperaban la llegada de Alcibíades, que, tras dejar a Tisafernes, obtenía dinero enérgicamente y armaba la flota en Samos. Acudía también, en ayuda de los mismos, Terámenes, que había equipado otras 30 trieres más en Atenas.
Los combates decisivos tuvieron lugar a finales del año 411 y comienzos del 410, en Abidos y en Cícica. Junto a Abidos, los atenienses trataban de interceptar el camino a la escuadra de Dorieo, que se dirigía al Norte. Los atenienses (Trasíbulo y Trasilo) disponían de 85 barcos. La misma cantidad poseía Míndaro, sin contar la escuadra de Dorieo (14 trieres). El combate se prolongó todo el día con un resultado indeciso, hasta que, en el último momento, la llegada del destacamento de Alcibíades definió el éxito. Los atenienses obtuvieron una brillante victoria y se apoderaron de 30 naves enemigas, sin haber perdido ninguna de las suyas. Esta victoria tuvo tanto más valor cuanto que en la batalla había tomado parte también la infantería de Farnabazo, ante cuyos ojos se produjo el aplastamiento de sus aliados. En la batalla de Abidos, por vez primera en la segunda mitad del siglo v a. C., un ejército persa combatió abiertamente contra los atenienses.
Más completa fue la victoria ateniense junto a Cícica. Batido en la batalla precedente, el navarca Míndaro mostraba mucha cautela y eludía entablar combate. La flota peloponesiaca, que realizaba su crucero junto a la misma costa, estaba siempre acompañada por un considerable ejército terrestre de Farnabazo. A pesar de todo, Alcibíades, acercándose al enemigo sólo con su escuadra, obligó a Míndaro a entrar en combate. Al mismo tiempo, el resto de la flota ateniense (las escuadras de Terámenes y de Trasíbulo) había aislado a los peloponesiacos de su fondeadero. Los peloponesiacos abandonaron sus barcos y huyeron a la costa, donde se entabló la segunda batalla con la participación de los persas. Los atenienses triunfaron también esta vez.
Según informa Diodoro, «... los estrategas atenienses se apoderaron en esta batalla de todos los barcos, de una gran cantidad de prisioneros y de un incontable botín de guerra, puesto que habían triunfado simultáneamente sobre dos enormes ejércitos».
No obstante, los atenienses no pudieron aprovechar del todo sus victorias. Se lo impedía, en primer lugar, la insuficiencia de dinero para pagar a los remeros. Inmediatamente después del triunfo de Abidos, los vencedores se dividieron en escuadras y que se dedicaron a reunir tributos: Trasíbulo en la región de Tasos, y Terámenes, en la Macedonia. Lo mismo sucedió poco más tarde, después de la batalla de Cícica. Los capitanes atenienses se preocupaban en lo fundamental por el dinero para la manutención de la flota. En Cícica, «Alcibíades demoró veinte días y pudo cobrar de los habitantes una enorme contribución... los selimbriotas... pagaron esta contribución... De ahí, ellos [los atenienses] se dirigieron a Crisópolis, situada en la región calcedónica, y habiéndola rodeado con un muro, instalaron allí una aduana en la que se cobraba el diez por ciento a las naves que venían navegando desde el Ponto».
La cuestión financiera era muy aguda en Atenas, puesto que las reservas pecuniarias habían sido agotadas. La guerra naval requería grandes sumas de dinero, constantemente crecientes. Los estrategas se vieron forzados a ocuparse, ellos mismos, de la colecta de los medios necesarios, lo cual los tornaba en grado considerable, independientes de las polis.
Ya durante el régimen de los Cuatrocientos se hacían declaraciones en la flota de Samos, según las cuales «los guerreros, como tienen en sus manos toda la flota, están en condiciones de obligar a los Estados dependientes a pagarles los tributos, igual que si se los reclamaran desde Atenas... el Estado ya no tiene dinero para enviarle al ejército; todo lo contrario: son los mismos soldados los que han de procurárselo para sí». En situación análoga se hallaba la flota peloponesiaca. Debido a esta situación, puede explicarse en buena medida el crecimiento de la independencia de los jefes militares. Los ejércitos de los beligerantes se convierten en ejércitos particulares, en primer lugar, de jefes tan halagados por el éxito como lo era Alcibíades o, más tarde, Lisandro. Es muy significativo en este sentido el desprecio de los guerreros de Alcibíades hacia sus propios conciudadanos, que se hallaban bajo el mando de Trasilo. El ejército, que anteriormente se componía sólo de ciudadanos que gozaban de todos los derechos políticos, se transforma rápidamente en un ejército de mercenarios capaces de volver las armas incluso contra sus conciudadanos. Tal proceso se desarrolló no sólo en Atenas, sino que puede ser observado con mayor claridad entre sus enemigos. Los peloponesiacos prestan servicio, al comienzo, a Tisafernes, luego a su rival Farnabazo y, finalmente, se convierte en simples mercenarios del rey persa. Basta señalar con qué orgullo Jenofonte anota las sumas que los espartanos recibían de Farnabazo. La guerra iniciada por los espartanos bajo la consigna de la libertad de los helenos había conducido, en su desarrollo lógico, a que esos mismos espartanos sometieran por las armas las ciudades helenas a los persas.
En consecuencia, la disciplina decayó en las filas de la flota ateniense y, sobre todo, en las de los espartanos. La decisión de pasar de Jonia a Farnabazo también fue provocada en gran parte por el estado de ánimo de los remeros peloponesios.
A pesar de que las dificultades habían crecido con el desarrollo de la guerra, Alcibíades obtuvo una serie de brillantes triunfos. La flota enemiga fue completamente destruida por él. Tomó Perinto, Selimbria, Calcedonia y Bizancio. Solamente Abidos quedó en manos del enemigo. El camino a través de los estrechos fue nuevamente ocupado por los atenienses. El aforo aduanero del 10 por 100 que se instituyó sobre todas las mercancías aseguraba no pocos ingresos destinados a la manutención de la flota. Todos estos éxitos tenían un valor tanto mayor por cuanto fueron alcanzados en la lucha no sólo contra los peloponesiacos, sino contra Farnabazo.

Restablecimiento de la democracia en Atenas

Los éxitos militares de la flota ateniense volvieron a poner a la orden del día las cuestiones de orden constitucional. La desproporción entre el enorme peso específico de los tetes en el ejército y la carencia de derechos políticos de los mismos eran tanto más pronunciada por cuanto los hoplitas atenienses, que gozaban de todos los derechos mencionados, no se atrevían ni a salir fuera de los Largos Muros. Y a pesar de que Agis, en Decelia, se esforzaba en aniquilar por hambre a Atenas, mientras las rutas marítimas fueran controladas por los atenienses, los peloponesios debían conformarse con el dominio territorial del Ática. De todos modos, esto subraya claramente la debilidad de los hoplitas atenienses.
La relación de fuerzas dentro de la misma ciudad de Atenas también había variado en favor de los demócratas radicales. Durante la revuelta oligárquica, los ciudadanos pudientes se dividieron, por sus opiniones políticas, en tres grupos. Uno de ellos seguía a los oligarcas extremistas. El segundo sólo apoyaba a Terámenes, en quien veían a su caudillo. Finalmente, el tercer grupo, bastante numeroso, de «pasivos», estaba integrado por partidarios de la constitución de Pericles; estaba desorientado por el desastre sufrido por la expedición a Sicilia y por la defección de Jonia, en virtud de lo cual no hacía oposición a los conjurados. La derrota de los oligarcas extremistas los eliminó como fuerza política. El grupo de los «pasivos» pasó gradualmente a las filas de la oposición, a Terámenes, oposición que se apoyaba en las acciones de la flota ateniense, que, bajo el mando de Alcibíades, obtenía sonoros triunfos. Ello debilitó el suelo bajo los pies de Terámenes y de sus partidarios. Merced a todo esto fue muy consecuente la exigencia de retornar a la vieja constitución de Pericles. Ya en el año 410, después del triunfo en Cícica, «el pueblo había quitado el poder» al gobierno de los Cinco Mil. A la cabeza del demos radical se hallaba Cleofón, dueño de un taller de instrumentos musicales, quien «fue el primero en introducir el reparto de dos óbolos» a los ciudadanos más pobres. Para proporcionar trabajo a la masa de la población, en el año 409 se renovó en gran escala la edificación del célebre Erectón, terminado, al parecer, en el año 406.
Simultáneamente con las obras del Erectón, en esos años fueron emprendidas otras grandes obras de construcción en la acrópolis. La cantidad total de los ocupados en los trabajos públicos llegaba a varios centenares de ciudadanos. El jornal era de un dracma (seis óbolos). En ese mismo tiempo, el número de los favorecidos con la diobolia (que percibían dos óbolos diarios) era en los años 410-409 de tan sólo 240 ó 250 personas por día.
Para evitar el peligro de una nueva revuelta oligárquica, en la primera asamblea celebrada inmediatamente después de haberse restablecido la democracia se aprobó esta resolución: «Y a quien derroque la democracia en Atenas o desempeñe cualquier función después de haber sido derrocada la misma se le considerará enemigo del Estado, y será muerto impunemente; sus haberes serán confiscados y la décima parte de los mismos será entregada a la diosa... Y todos los atenienses deberán prestar juramento, allí en donde se hallaren, de que darán muerte a tales hombres. El texto del juramento será el siguiente: «Yo mataré, de palabra y de hecho, por votación y por mis propias manos, si bien pueda ejecutarlo, a todo aquel que derroque la democracia en Atenas, a todo aquel que desempeñe cualquier función después de haber sido derrocada la democracia, y a todo aquel que intentare ser tirano o que ayudare al tirano.»
Tales medidas resultaron suficientes como para que, no obstante todas las dificultades, se conservara en Atenas el orden democrático hasta el establecimiento de la tiranía de los Treinta por Lisandro.
Después de la batalla de Cícica, Esparta había ofrecido hacer la paz sobre la base de cambiar Decelia por Pilos y conservar la arqué ateniense dentro de sus fronteras del año 410; mas ni el victorioso Alcibíades, que hacía lo quería en los estrechos, ni el demos ateniense, embriagado por las victorias, se conformaban con otra cosa que no fuera las condiciones de statu quo. El papel decisivo lo desempeño la posición del conductor de los radicales, Cleofón, quien en aquellos años gozaba de gran popularidad, tanto por haber restablecido la diabolia, como por su honradez. En efecto, hasta el mismo fin de la guerra del .Peloponeso, Cleofón administró las finanzas de Atenas. Este puesto era de gran responsabilidad incluso en tiempos de paz. La misión de Cleofón era tanto más complicada cuando que la tesorería del Estado estaba vacía, y él debía conseguir fondos para pagar los subsidios a los pobres de la ciudad. Hacia finales de la guerra, dichos subsidios fueron elevados a dos o tres óbolos. Es necesario anotar aquí su honradez, inusitada para la Atenas de aquellos tiempos, y que Lisias subraya: «No obstante que Cleofón, como todos lo saben, tenía en sus manos el gobierno y la administración de todos los asuntos del Estado, y que todos suponían que con dicha administración él había atesorado una gran fortuna, no se encontró después de su muerte, ningún dinero en ninguna parte que le hubiese pertenecido, y sus parientes consanguíneos y por afinidad a los que él hubiera podido dejar dinero son gente pobre, como es del dominio público.»
Finalmente, en el verano del 107, Alcibíades creyó adecuado el momento para regresar a Atenas. En aquel tiempo, mientras en otros frentes los atenienses sufrían descalabros —en el año 409 habían perdido Pilos—, Alcibíades destruyó totalmente la flota peloponesiaca y restableció el poder de Atenas en los estrechos. Su llegada estuvo rodeada de solemnes ceremonias: «Las trieres atenienses estaban ornamentadas todas con muchos escudos y otros trofeos, cargadas con el botín de guerra; llevaban a remolque los barcos tomados al enemigo, con las insignias destruidas. Entre las propias y las capturadas había no menos de doscientas embarcaciones. Se restituyó a Alcibíades todos sus bienes confiscados, se suprimió solemnemente la condena y se le dio una corona de oro. Finalmente fue electo estratega con poderes ilimitados en calidad de única persona capaz de salvar el poder del Estado. Fueron puestas bajo su mando todas las fuerzas armadas de Atenas, dado que los otros estrategas —Trasíbulo y Adimato— fueron designados también a indicación de Alcibíades.
Jenofonte y Plutarco plantean la cuestión acerca de si Alcibíades deseaba ser tirano, y ambos subrayan el poder de su influencia entre las masas populares: «A los pobres y a la plebe, Alcibíades los había encantado hasta el punto de que querían apasionadamente tenerlo por tirano..., pero los más poderosos y los más influyentes ciudadanos, habiéndole cobrado miedo a su popularidad, lo urgían a que partiera, tratando de que zarpara lo más pronto posible.» ¿Hasta qué punto es racional y procedente ocuparse de los deseos o aspiraciones de Alcibíades? Lo importante es que la marcha toda de los acontecimientos históricos planteaba en una u otra forma la cuestión de la tiranía. La guerra prolongada que había agotado las finanzas, que había arrancado al ejército del contacto con la ciudadanía y que había atado a los guerreros a su jefe se combinaba con la fuerte crisis económico-social en todos los países que se hallaban en guerra, para intensificar ineludiblemente las tendencias a la abolición o destrucción del orden democrático y a la implantación de una tiranía.
De mayor importancia aún fue la evolución del propio demos ateniense. Durante el transcurso de la guerra del Peloponeso, el demos se había desclasado considerablemente. El campesinado se vio privado de su tierra y pasó a vivir en la ciudad por cuenta del subsidio que percibía del Estado. La artesanía y el comercio también sufrían dificultades debidas a la guerra. Finalmente, decenas de miles de los más fíeles partidarios del orden democrático —los tetes— perecieron en Sicilia y en el curso de otras operaciones bélicas fracasadas. Así fue deshaciéndose la base social del régimen democrático. La actividad de Alcibíades, y poco después, la de Lisandro, constituye un exponente de la descomposición de las polis clásica, así como de la maduración de otras formas políticas que presagiaban la llegada del helenismo.

Acciones bélicas en Jonia

Podía parecer, durante la permanencia de Alcibíades en Atenas, que al fin y al cabo los atenienses resultarían vencedores. La flota ateniense volvió a ser la dueña del mar Egeo, y en tales condiciones, el regreso de los aliados que habían defeccionado debería ser cuestión de meses. La tentativa de crear una flota peloponesiaca propia era sumamente costosa, y terminó para Esparta con un completo descalabro. Sus mejores fuerzas —los marinos siracusanos— fueron llamados a Sicilia para luchar contra el ejército de 100.000 cartagineses que, en sólo tres meses, se habían apoderado de Selinonte e Hímera, avanzando con todo éxito hacia el interior de la isla. Esparta no tenía poder para mantener una flota, y los marinos peloponesiacos se convirtieron en simples mercenarios de los sátrapas, primero de Tisafernes y luego de Farnabazo. La única esperanza que les quedaba era la ayuda de Persia.
Desde el año 411 hasta el 408 inclusive, la política persa, en cuanto a los asuntos helénicos, no se distinguió por su constancia. Si Farnabazo seguía un curso firme de apoyo a Esparta contra Atenas, suministrando a los peloponesiacos todo lo que era necesario para la guerra, Tisafernes, en cambio, seguía, en los fundamental, los antiguos consejos de Alcibíades acerca de un agotamiento máximo de los dos adversarios. Al final, tanto los atenienses como los lacedemonios enviaron embajadas a Susa, al propio «rey de los reyes», Darío II.
Se comprende que, en la situación existente, siendo los atenienses los amos de toda la cuenca del mar Egeo, Persia se pronunció por completo en favor de Esparta. Los espartanos recibieron seguridades de omnímodo apoyo financiero a sus planes. La embajada ateniense no fue recibida por el rey y desde la ciudad de Gordión se la envió de vuelta a Farnabazo, quien la mantuvo durante tres años en honrosa prisión de guerra. Tisafernes había caído temporalmente en el desfavor real. Para coordinar la política persa en el Occidente, fue enviado hacia allá el hijo menor de Darío, Ciro, al que se nombró koirán (dueño y señor) del Asia Menor, quien llevaba consigo la cantidad de 500 talentos en calidad de subsidio para los lacedemonios.
Contando con poder aprovechar ulteriormente a los hoplitas peloponesiacos para apoderarse del trono persa, Ciro trató a los espartanos con muchísima consideración y prodigalidad, les proveyó regularmente de subsidios para las necesidades de la flota, pagó las deudas de los meses anteriores y elevó la soldada de los remeros de tres a cuatro óbolos por día. La puesta de los incontables recursos a disposición de Esparta resultó ser el golpe final determinante del triunfo de los peloponesiacos.
Simultáneamente con Ciro, llegó al Asia Menor el nuevo navarca espartano Lisandro, digno adversario de Alcibíades. Con él surgió un jefe militar espartano de tipo nuevo, similar en muchos sentidos a Brásidas y Gílipo. Lisandro se opuso enérgicamente a la política de la vieja oligarquía espartana, tendiendo, evidentemente, a la unidad del poder, es decir, a su concentración un una sola persona. La aparición de un grupo de espartanos que obraba independientemente y oponía su línea política a la dirección oficial, constituyó una verdadera revuelta dentro de las condiciones de Esparta. Si en el período precedente el ideal de un espartano era un guerrero valiente, disciplinado e ilimitadamente obediente a las órdenes de los éforos, en éste, en cambio, en el curso de una guerra prolongada, todos los destacados jefes militares espartanos comienzan gradualmente a obrar con independencia como por cuenta propia, y se pronuncian, en una u otra medida, contra la oligarquía gobernante de sus polis.
A diferencia de la mayoría de los jefes militares espartanos, Lisandro era un hábil diplomático, y supo entablar relaciones amistosas con Ciro, sin reparar incluso en su propia dignidad. «Mediante un tono obsequioso, Lisandro se había captado definitivamente [a Ciro], incitándolo a una guerra.» Una vez logrado el aumento de los jornales de los remeros, Lisandro eligió como fondeadero de su flota a Efeso y, temiendo entrar en batalla directa con Alcibíades, se puso a esperar, con toda sangre fría, un error cualquiera por parte de los estrategas atenienses. Completamente asegurado en lo que concierne a la cuestión financiera, gracias al dinero persa, Lisandro podía aguardar tranquilamente el momento en que la economía ateniense se desplomara bajo la agobiadora carga que implicaba la manutención de la flota.
En el ínterin, Alcibíades, investido de una plenitud de poder que ni siquiera poseía Pericles, se mantuvo inactivo, puesto que todo el verano del año 407 lo pasó en Atenas, y los meses de otoño e invierno no eran propicios para las operaciones bélicas en el mar. Se acercaba a su fin el lapso durante el cual gozaba de los plenos poderes, y hacia comienzos del año 406 comenzaron a prevalecer gradualmente en Atenas los ánimos democráticos. Al mismo tiempo, aprovechando la ausencia temporal de Alcibíades, que se había trasladado al Norte con el fin de reunir dinero para la flota, Lisandro derrotó, en la batalla naval de Notión (marzo del año 406), a la flota ateniense, que en esta oportunidad perdió quince trieres. Lisandro triunfó porque supo apreciar sensatamente la situación general y porque, a pesar de la educación espartana, comprendió cabalmente que el centro de gravedad de la guerra se encontraba no en tierra firme, sino sobre el mar, y no en el Peloponeso, sino en el Asia Menor.
Los puntos de vista políticos y los métodos de Lisandro son muy claramente descritos por Diodoro. «Una vez de regreso a Efeso mandó llamar a su presencia a los hombres más poderosos de las ciudades; les propuso organizar unas heterias y les declaró que, si los asuntos marchaban bien, los convertiría en dueños y señores de sus respectivas ciudades.» Plutarco agrega a esto: «Elevaba a sus amigos y a sus huéspedes a puestos muy altos y honrosos, les encomendaba el mando de las tropas; cediendo a la concupiscencia de los mismos, se transformaba en partícipe de sus injusticias y errores.»
En efecto: la experiencia de los acontecimientos del año 411 en Atenas demostró que uno de los instrumentos más poderosos de la lucha contra el régimen democrático lo constituían las heterias. Lisandro apoyaba en todas partes a las organizaciones oligárquicas. Astuto y generoso con los fuertes, tirano para con las masas populares, Lisandro comprendió a la perfección que el poder de los oligarcas sólo podía conservarse por la fuerza, de manera que imponía por doquier el régimen de las heretias.
La batalla de Notión, que careció de un gran valor propiamente militar, tuvo en cambio serias consecuencias políticas. En la ecclesia, toda la culpa recayó sobre Alcibíades.
 En realidad, según parece, esta derrota naval ateniense fue aprovechada para prevenir la posibilidad de que se instaurara una tiranía de Alcibíades. De acuerdo con lo que relata Diodoro, Alcibíades era acusado de mantener relaciones amistosas con Tisafernes y de desear asumir un poder tiránico después de terminada la guerra. Acusador de Alcibíades habría sido el dirigente de los radicales, Cleofón. Este hecho da base para suponer que la eliminación de Alcibíades era obra de los grupos democráticos radicales, los que, aún desde los tiempos del ostracismo de Hipérbolo, estaban muy alertas con respecto a Alcibíades, y consideraron llegado el momento propicio para desprenderse de él. Los atenienses eligieron a diez nuevos estrategas, encabezados por Conón. No sólo Alcibíades no se contó entre los elegidos, sino tampoco ninguno de sus partidarios. Al enterarse, Alcibíades volvió a abandonar a Atenas y se radicó en sus posesiones de Tracia. Constituyó esto una ruptura definitiva con su ciudad natal. Solamente en vísperas de la batalla de Egospótamos habría prevenido a los estrategas atenienses acerca del peligro que se cernía sobre su flota.
Haciendo abstracción de las cualidades personales de Alcibíades, opulento aristócrata ateniense, dueño de grandes vinculaciones, capaz, pero completamente falto de principios, es de importancia determinar por qué y en virtud de cuáles causas logró desempeñar un papel tan descollante en la historia de Atenas. La causa indudable, fundamental, de sus éxitos fue la honda crisis por la que estaba pasando la democracia esclavista ateniense. Cabe preguntarse si hubiera podido desempeñar semejante papel, por ejemplo, durante las guerras médicas o en la época del florecimiento de la democracia en Atenas.
La situación mejoró un tanto en el año 406, cuando Lisandro, que despertara el descontento de los éforos con sus procedimientos individualistas, fue llamado de vuela a Laconia, reemplazándolo como navarca Calicrátidas. Educado de acuerdo con las antiguas costumbres espartanas, éste consideró humillante para su dignidad pedirle dinero a Ciro, y prefirió recurrir a la ayuda de los milesios. Como complemento de las 90 trieres obtenidas de Lisandro armó otras 50 más con el dinero recibido de los milesios, y con esta poderosa flota emprendió el movimiento contra la de los atenienses, que se hallaba bajo el mando de Conón. Este último, al llegar a Samos, y en vista de las dificultades financieras, limitó la cantidad de sus barcos a 70 trieres, pero en cambio completó totalmente el número de remeros.
Para obligar a los atenienses a aceptar batalla, Calicátridas atacó a la Metimna democrática tomándola por asalto. Entonces la flota de Conón se hizo a la mar y se acercó a Lesbos hasta tal distancia, que los peloponesiacos pudieron aislarla de su base de Samos. Los atenienses perdieron 30 embarcaciones; las restantes entraron en la rada de Mitilene, donde quedaron encerradas por Calicátridas. La situación de los sitiados fue desesperante. La ciudad se hallaba casi totalmente privada de víveres y un combate de 40 barcos contra 140 hubiera sido una locura manifiesta.
Cuando llegó a Atenas la noticia de que la flota de Conón estaba bloqueada, se adoptaron medidas extraordinarias. Por tercera vez en menos de diez años, el demos ateniense creaba una enorme flota. Fue un inusitado esfuerzo no sólo de orden económico-financiero, sino en todos los demás órdenes de la vida de la polis. En primer lugar se requería un gran número de remeros. Según informa Diodoro, los atenienses habían otorgado los derechos de ciudadanía a los metecos y, en general, a todos los extranjeros que quisieran alistarse en las filas del ejército. Jenofonte agrega que la tripulación era integrada «por todos los habitantes adultos de Atenas, tanto libres como esclavos». Esta información cobra tanto más valor cuanto que los esclavos que prestaban servicios en la flota obtenían automáticamente la libertad, y junto con ella, los derechos de ciudadanía. En un mes fueron equipadas 110 trieres, a las que se unieron más de 40 embarcaciones de los aliados, entre ellas 10 de Samos. Al mando de esta flota, la última durante la guerra del Peloponeso, se hallaban ocho estrategas.
En las islas Arginusas (junto a Lesbos), los atenienses hicieron frente a los 120 barcos de Calicátridas, obteniendo el más brillante triunfo, pues destruyeron 70 barcos enemigos. La batalla naval de las Arginusas volvió a restablecer la hegemonía de Atenas en el mar. Fue un triunfo no sólo sobre los peloponesiacos, sino sobre el grupo de partidarios de Alcibíades. Los estrategas demócratas obtuvieron una victoria más destacada que los más brillantes éxitos de Alcibíades. Nuevamente, Esparta se dirigió a Atenas con proposiciones de paz.
Con todo su enorme valor militar, la batalla de las Arginusas tuvo consecuencias muy graves para la democracia ateniense. Durante la tempestad que se desencadenó después del combate, se fueron a pique 25 trieres atenienses, junto con sus tripulaciones. Además, la tempestad impidió a los estrategas dar sepultura a los caídos en la batalla, tanto marinos como soldados. Tales circunstancias sirvieron de prólogo a tumultuosos acontecimientos en Atenas. Los parientes de los que no habían recibido sepultura exigieron que los estrategas fueran sometidos a proceso por negligencia y por no haber dado cumplimiento al ritual funerario, tan importante para los griegos de aquella época. De esta manera, los estrategas vencedores fueron enjuiciados por sus propios conciudadanos. La cuestión de los estrategas cobró una agudeza aun mayor al vincularse estrechamente con la lucha política en Atenas. La mayoría de los procesados pertenecían a las filas de la democracia, y ellos, después de la batalla, habrían ordenado apresar a los atenienses que participaron en la revuelta del año 411, orden que fue expedida para Terámenes y otros. Temiendo por su vida, Terámenes y sus compañeros de armas se presentaron en la asamblea popular con acusaciones contra los estrategas, exigiendo que fueran condenados a la pena capital. El grupo de Terámenes encontró apoyo entre los partidarios de Alcibíades. Y dado que muchísimas familias atenienses habían perdido a sus parientes en la batalla de las Arginusas, los adversarios de los demócratas lograron atraerse a la masa de los ciudadanos. Por una resolución de la ecclesia, fue abolido el orden común de los procedimientos judiciales, y la asamblea, por una ínfima mayoría de votos, condenó a la pena capital a los ocho estrategas. Dos de ellos habían conseguido huir, empeorando notablemente la situación de los que quedaron. Entre los ejecutados se hallaba Pericles, hijo de Pericles y Aspasia. La responsabilidad por la condena de los estrategas vencedores, evidentemente, debía recaer sobre el grupo de Terámenes, que había logrado arrastrar momentáneamente a la mayoría de la ecclesia. Poco después de la ejecución de los condenados, la ecclesia adoptó una resolución de acuerdo con la cual los acusadores inmediatos de los estrategas fueron considerados como conjurados contra la seguridad del Estado, por lo cual se los detuvo. Hasta un furibundo enemigo del orden democrático como Jenofonte se vio obligado a escribir: «Al poco tiempo, los atenienses se arrepintieron. Fue aceptada la propuesta de que los que habían engañado al pueblo fueran responsabilizados y comparecieran ante la asamblea popular... Habían logrado antes del juicio huir de Atenas... Calíxeno [uno de los principales culpables de la condena de los estrategas] recibió ulteriormente la posibilidad de regresar a Atenas..., pero murió de hambre, odiado por todos.»

La batalla de Egospótamos

Después de la batalla de las Arginusas, el dominio sobre el mar volvió a manos de Atenas. Ciertamente, la flota peloponesiaca seguía contando hasta con un centenar de barcos, pero estaba privada de alguien que la guiara. Según Aristóteles, también esta vez los espartanos propusieron a los atenienses «una paz sobre la base de la conservación, por ambas partes, de los dominios que se hallaban en las manos de cada una»; sin embargo, debido a la insistencia de Cleofón, esa propuesta fue rechazada. Entonces, «los habitantes de Quíos y los demás aliados... resolvieron enviar embajadores a Lacedemonia, a que ... solicitaran que Lisandro fuera designado para mandar la flota». Instrucciones análogas impartió también Ciro a sus enviados.
Para la conservación formal de las costumbres, los éforos nombraron a Lisandro no navarca, sino ayudante de navarca (epistoleus), y lo enviaron al Asia Menor. Al arribar a Efeso, Lisandro recibió de Ciro, que se ausentaba a Susa, todo su tesoro y los ingresos corrientes de la satrapía. Después de distribuir la paga a los remeros, Lisandro se dirigió a los estrechos, hacia Lámpsaco, que tomó por asalto, saqueándola.
La poderosa flota ateniense de 180 trieres que lo perseguía ancló en la costa opuesta del Bósforo Tracio, junto a la localidad de Egospótamos. Tras una espera de cinco días, Lisandro aprovechó el relajamiento de la disciplina en la flota ateniense; escogió el momento en que los atenienses habían descendió de sus barcos, y marchó contra el enemigo. Salvóse sólo la reducida escuadra de Conón (nueve trieres). Las restantes 170 embarcaciones y toda la tripulación fueron tomadas por Lisandro.
Así quedó destruida la flota ateniense. Lisandro hizo ejecutar a 3.000 prisioneros atenienses, y se hizo a la mar para recorrer las costas de los estrechos, apoderarse de las ciudades y liquidar en todas partes las cleruquías de Atenas, dando libertad a las guarniciones atenienses a condición de que partieran a su ciudad, condenada a muerte por inanición. Lo hizo con el acertado cálculo de que, cuanto más gente hubiera en Atenas y en el Pireo, con tanta mayor rapidez se agotarían las reservas de víveres y tanto más rápidamente comenzaría a reinar el hambre. Y él mismo, partiendo del Helesponto, a través de Lesbos, se dirigió también a Atenas, estableciendo por doquier el orden oligárquico. Sólo en Samos fue hecha «una matanza de la nobleza, y de la ciudad se apoderó el partido popular». Agradeciendo tal fidelidad, los atenienses, aún cuando con gran retraso, otorgaron a todos los samios la ciudadanía ateniense sin pérdida de su ciudadanía de Samos, y conservando también su autonomía. Al mismo tiempo, «Lisandro destruyó en todas las ciudades, sin excepción, el régimen político legal, estableció gobiernos de diez hombres y en cada ciudad ejecutó a muchos ciudadanos, obligando a otros a huir de las mismas».
En el ínterin, la triere del Estado, la Paralos, llegó de noche al Pireo notificando a los atenienses la desgracia producida. «La terrible nueva pasaba de boca en boca, y un fuerte clamor de desesperación se difundió, a través de los Largos Muros, desde el Pireo hasta la ciudad. Nadie durmió aquella noche; deploraban y lloraban no sólo por los muertos, sino por ellos mismos. En la asamblea popular a que se convocó se resolvió defenderse hasta el fin. Atenas fue sitiada por mar por Lisandro, y por tierra, simultáneamente, por ambos reyes espartanos: Agis y Pausanias.
A pesar de haber perdido toda esperanza de salvarse, y no obstante el hambre extrema, los demócratas atenienses resistían heroicamente. Incluso, en una de las asambleas populares se decidió prohibir, bajo la amenaza de pena capital, proponer una capitulación, fuera cual fuere. Otra resolución, el psefisma de Patróclidas, citado por Andócidas, preveía una amnistía para todos los ciudadanos privados de los derechos políticos, y el cese de los procesos contra los deudores del Estado. Tales medidas tenían que asegurar la movilización de todas las fuerzas de la ciudad, en defensa de la independencia. Pero a pesar de todos los esfuerzos, ya era tarde. La situación de los sitiados era tan desesperante, que los aristócratas y los ciudadanos ricos, guiados por Terámenes, se inclinaban más y más por una capitulación incondicional.
Finalmente, tras unos meses de sitio, los recursos alimenticios de Atenas se agotaron por completo. Los embajadores atenienses enviados a Agis, y luego a Esparta, recibieron como condición previa a ulteriores negociaciones la exigencia de demoler los Largos Muros en una extensión de 10 estadios (cerca de dos kilómetros). Tal exigencia era equivalente a una capitulación incondicional de Atenas, y la ecclesia se negó a aceptarla. Entonces, dado que a pesar de la falta de víveres del demos ateniense, en su mayoría, aún no quería capitular, Terámenes decidió, aprovechando la famélica situación, forzar a los pobres a capitular, prometiendo que conseguiría de Lisandro condiciones más ventajosas para la paz. «Gozando de respeto y habiendo merecido en su tiempo las más altas distinciones, se ofreció a salvar la patria, pero era él mismo quien la había arrojado a la ruina; afirmaba haber hecho un inapreciable descubrimiento, mediante el cual prometía conseguir la paz, sin entregar rehenes, ni demoler los Largos Muros, ni entregar la flota». Enviado, en calidad de embajador, a los espartanos, Terámenes fue remitido de vuelta con la respuesta de que la paz con los atenienses sólo estaban autorizados a hacerla los éforos. En el ínterin, Cleofón, el dirigente de los radicales, fue enjuiciado por los partidarios de los oligarcas y condenado a la pena capital. «De pretexto habría servido el hecho de que no se había presentado a las filas de los hoplitas, por el deseo de descansar; pero la causa verdadera residía en que él, para vuestro beneficio, se pronunció contra la demolición de los Muros.» Así fue cómo murió el último gran dirigente de la democracia radical ateniense. Sólo entonces, la embajada ateniense, con Terámenes a la cabeza, llegó a Selasia, siendo invitada a la asamblea de los aliados de la Liga del Peloponeso. Los corintios y los tebanos exigían la completa destrucción de Atenas. Pero Esparta no estaba de acuerdo con ello, por temor a un excesivo reforzamiento de Corinto en el mar y de Beocia en tierra firme.
Por fin fueron dictadas las siguientes condiciones de paz: 1) quedaría liquidada la arqué; 2) debían ser demolidos los Largos Muros y las fortificaciones del Pireo; 3) se entregaría toda la flota, menos 12 embarcaciones de patrullaje; 4) Atenas ingresaría a la liga de los aliados de los lacedemonios, con absoluta sumisión a la hegemonía de los mismos y obligada a tener por aliados y por enemigos a los que lo fueran de aquéllos; 5) se haría regresar a todos los expulsados.
Las condiciones fueron aceptadas, y en abril Lisandro hizo su entrada en el Pireo. Los aristócratas expulsados regresaron y los Largos Muros, el baluarte de la independencia ateniense, fueron demolidos.
De esta manera, tras veintisiete años de intensa lucha, fue aplastada la democracia esclavista ateniense y destruida la arqué. En toda la Hélade había triunfado la oligarquía reaccionaria.

La reacción en Grecia

Aun antes de poner sitio a Atenas, Lisandro, al recorrer con la flota peloponesiaca las islas de la cuenca egea, había dejado en cada polis a sus harmostes, bajo cuyo mando directo se hallaban las decarquías. Estas eran gobiernos reaccionarios compuestos de diez representantes de las heretias, nombrados por el propio Lisandro, de entre el número de los conjurados que, desde hacía mucho ya, mantenían contacto con él.
Todo el territorio fue recorrido por una ola de ejecuciones masivas. Lisandro, asistiendo personalmente a muchas ejecuciones, expulsando a los enemigos de sus amigos, dio a los helenos una pequeña muestra de lo que era el gobierno lacedemonio, a juzgar por la cual no había que esperar muchas bondades de parte de Esparta...
Hacer un recuento de los demócratas ejecutados en las ciudades es, en general, imposible. Lisandro «ejecutaba no sólo debido a culpas personales, sino, y en todas partes, por complacer a sus amigos y a dar satisfacción a sus insaciables ambiciones... El carácter cruel de Lisandro hacía su poder horrendo e insoportable».
Muy significativa fue la conducta de Lisandro en Mileto, donde los cabecillas del partido popular se habían asegurado con la palabra de honor de Lisandro de que no habría, en absoluto, ninguna arbitrariedad contraria a las leyes. Pero inmediatamente después de haber salido los demócratas de sus refugios, 800 personas en una sola polis fueron entregados a los oligarcas para su ejecución.
Las sangrientas represiones emprendidas contra los elementos democráticos asumieron un carácter masivo después de la capitulación de Atenas. La cuestión llegó a tal punto, que Esparta se vio obligada después a derogar algunas disposiciones excesivamente feroces de Lisandro, como, por ejemplo, las que afectaba a Sestos, entregada, junto con sus tierras y demás bienes, en propiedad a los timoneles y jefes de remeros de la flota peloponesiaca. Es significativo el hecho de que, para provocar en Esparta algunas dudas respecto a la racionalidad de la conducta de Lisandro, fue necesaria una nota especial dirigida por escrito a los éforos por el sátrapa persa Farnabazo, quien se alarmó ante los asesinatos y saqueos que Lisandro cometía en su satrapía. Sólo después de esa nota, Lisandro fue llamado de vuelta a Esparta. Aun así, los regímenes por él implantados permanecieron incólumes.
De esta manera, la «libertad» helena proclamada por Esparta se vio reducida, en primer lugar, a la implantación de reaccionarios gobiernos oligárquicos, que mediante el terror masivo intentaban borrar la memoria del orden democrático. El cómico Teopompo, comparaba con este motivo a los lacedemonios con los «taberneros»: «Mientras los helenos saboreaban la dulcísima bebida de la libertad, ellos agregaron a la misma una dosis de vinagre; la bebida se tornó de golpe amarga y repugnante.» Especialmente triste fue la suerte que cupo a los helenos del Asia Menor: cayeron directa e inmediatamente bajo el dominio de los sátrapas de manera que el yugo ateniense quedó sustituido por el yugo persa.

Gobierno de los Treinta tiranos y restablecimiento de la democracia

Después de la derrota se agudizó en grado sumo la lucha por el poder entre las aisladas agrupaciones esclavistas. Tomando en cuenta la práctica de Lisandro en las polis aliadas, cabía tener la seguridad de que Esparta no toleraría la conservación de la constitución democrática en Atenas.
Inmediatamente después de su victoria, Lisandro, junto con su flota, se dirigió a aplastar el último foco de la democracia de la Hélade: Samos. Sin embargo, consideró necesario regresar a Atenas el día para el cual se había convocado la asamblea popular, y en la misma, de acuerdo con lo que dice Lisias, apoyó la propuesta de Terámenes de «confiar la administración de la ciudad a treinta gobernantes»; el rechazo de esta proposición —amenazaba— «plantearía una cuestión no de la organización estatal, sino de la vida y de la libertad de los atenienses».
El nuevo gobierno fue apoyado por las mismas agrupaciones de oligarcas que habían realizado la revuelta del año 411. Eran los oligarcas extremistas apoyados en las heterias y en los expulsados que habían vuelto, gracias a los espartanos, a Atenas, y también los oligarcas moderados, encabezados por Terámenes. La mayoría de los Treinta correspondía a los oligarcas extremistas encabezados por Critias. Las amplias capas del demos, percibiendo la imposibilidad de resistir, se apartaron de la política, y los partidarios más notorios de la democracia emigraron a las polis vecinas, en parte a Tebas (el grupo de Trasíbulo). Aristóteles caracteriza la relación de fuerzas de las agrupaciones políticas de la siguiente manera: «La paz con los atenienses fue firmada bajo la condición de que se gobernarían de acuerdo con los preceptos y legados de los padres. Y he aquí que los demócratas trataron de conservar la democracia, y en cuanto a los nobles, una parte de los mismos —hombres que pertenecían a las heterias y algunos de los expulsados que habían regresado a su patria después de haberse celebrado la paz—, deseaban la oligarquía. La otra parte —personas que no figuraban en ninguna de las heterias...—, pensaban en el restablecimiento del régimen de sus antecesores». El jefe de este grupo oligárquico moderado, como ya lo mencionáramos, era Terámenes,
La comisión de los Treinta estaba integrada por diez ciudadanos designados por Terámenes, otros diez designados por las hereterias oligárquicas extremistas y, finalmente, otros diez más elegidos bajo la presión del mismo Lisandro, que presenciaba la asamblea. La mayoría aplastante de la comisión se componía de los partidarios de la oligarquía extremista. La misión de los Treinta era «componer un código acorde con el espíritu de los padres», pero, en realidad, se transformaron en gobierno ateniense.
«A la cabeza de la revuelta —dice Platón— se hallaban 51 hombres en calidad de gobernantes: once en la ciudad, diez en el Pireo —cada uno de estos colegios administraba el agora y todo lo que era susceptible de ser administrado en ambas ciudades— y treinta comenzaron a gobernar todo autocráticamente.» Los Diez del Pireo eran, indudablemente, una habitual decarquía oligárquica, de acuerdo con la muestra que establecía Lisandro de los gobiernos oligárquicos. Los Once de Atenas representaban una comisión que, de acuerdo con la constitución de Pericles, administraba la manutención de los presos, la ejecución de los condenados a muerte y la transferencia de los bienes confiscados. Durante la tiranía de los Treinta entró también en el círculo, considerablemente ampliado debido al terror masivo, de las obligaciones de esa comisión, la inspección de mercado, centro de la vida social de la polis. Aristóteles habla, además, de los 300 flageladores, aparato ejecutor de los tiranos.
Habiendo tomado en cuenta el triste resultado del breve dominio de los oligarcas en el año 411, los Treinta intentaron crearse cierto apoyo en las masas populares. Nombraron a 500 personas miembros del Consejo y a otras tantas para otros puestos del Estado y 2.000 ciudadanos más tomaban parte en los procesos judiciales. La totalidad de estos 3.000 ciudadanos, según el plan de Critias, debían gozar de todos los derechos políticos. Así y todo, la nómina de los 3.000 no fue publicada, y la asamblea popular, pese a su limitada numerosidad, no fue convocada durante todo el tiempo del Gobierno de los Treinta. Sin embargo, algunas simplificaciones en la legislación, especialmente en lo relativo a las propiedades, y el destierro, ampliamente proclamado, de los delatores sicofantes debían atraer a los ciudadanos pudientes.
Pero como método básico del Gobierno, siguió practicándose el terror en masa sobre los demócratas. Durante los ocho meses de su Gobierno, los Treinta ejecutaron a no menos de 1.500 personas. Gradualmente, el terror comenzó a propagarse también contra los ciudadanos pudientes, debido a que los tiranos contaban con apoderarse de sus bienes. Fue así como se promulgó una ley según la cual, cualquiera de los Treinta podía detener, a su criterio, a un meteco y apropiarse de sus bienes confiscándolos. Un célebre orador ateniense, el meteco Lisias, en su discurso Contra Erastótenes, uno de los Treinta, describe detalladamente la implacabilidad con que los tiranos expoliaban y saqueaban a los metecos, apropiándose de sus pertenencias. También los ciudadanos atenienses comenzaron a caer víctimas de los tiranos. Fueron detenidos el rico Nicerato, hijo del estratega Nicias, y Antifón, que dos veces había desempeñado el puesto de tierarca. Finalmente, a iniciativa de Cristias, fue promulgada una ley que privaba a todos los ciudadanos, menos a los que integraban los Tres Mil, de las garantías jurídicas. De acuerdo con una resolución de los Treinta, cualquiera de los ciudadanos podría ser ejecutado sin juicio previo. Con motivo de la indignación que empezaba a cundir entre las masas, al demos se le quitaron las armas (excepto a los Tres Mil), invitándose además a estar en Atenas a una guarnición de 700 espartanos, pagada por los Treinta.
Pero a pesar de todo, tales medidas no pudieron detener el proceso de descomposición de la tiranía. A partir del otoño del año 404, el oligarca moderado Terámenes, por temor a una sublevación de los ciudadanos, se integró en la oposición a Critias. Insistía en la necesidad de elaborar una nueva constitución, que tuviera por modelo la del gobierno de los Cinco Mil en el año 411, en la esperanza de que en caso de convocatoria regular de la asamblea popular, compuesta de hoplitas, el poder pasaría de las manos de los oligarcas extremistas a las de sus partidarios. La oposición de Terámenes terminó con la ejecución de que fue víctima por sentencia de los Treinta, quienes, con el pretexto de «conservar la legalidad», tacharon previamente su nombre del registro de los Tres Mil. Después, el terror de los tiranos se volvió no sólo contra los demócratas, sino también contra los oligarcas moderados. Ulteriormente, Cristias clausuró el acceso a Atenas a todos los que no figuraban en la nómina de los Tres Mil. Las propiedades de los opositores eran confiscadas y repartidas entre los oligarcas.
Por aquel entonces, el anterior estratega Trasíbulo, que había emigrado a Tebas, alistó un destacamento de 70 exiliados y se apoderó de Filé, punto fortificado en las cercanías de Decelia. Esta salida suscitó alarma entre los tiranos, los que movilizaron y dirigieron contra aquél la totalidad de sus tres mil hoplitas. Rechazados éstos de Filé, los tiranos los hicieron regresar a Atenas y enviaron contra los sublevados a toda la guarnición espartana. En el ínterin, el destacamento de Trasíbulo ya había crecido hasta la cantidad de 700. En un ataque por sorpresa a los espartanos, Trasíbulo les infirió una gran pérdida (fueron muertos 120 hoplitas), y se dirigió al Pireo. En el camino su tropa siguió creciendo hasta llegar a tener 1.000 hombres. El rápido avance de los sublevados y la incorporación masiva a los mismos de los ciudadanos comunes, señalaban manifiestamente la inestabilidad y la corta duración (que se podía ya descontar) de la tiranía. En vista de ello, los tiranos resolvieron prepararse a tiempo un refugio; para ello, hicieron un censo de todos los habitantes de Eleusis y los hicieron detener y ejecutar a todos, uno por uno, sin excepción, con el fin de, en caso de complicaciones ulteriores, poderse fortificar en esa localidad.
Mientras tanto, Trasíbulo había llegado con sus tropas al Pireo, donde se le unieron una gran cantidad de habitantes locales, entre ellos metecos e inclusive esclavos. Cuando los tiranos alistaron todas sus tropas armadas para comenzar la batalla —3.000 hoplitas, la guardia de Laconia y la caballería—, resultó que tenían cinco veces más hoplitas que Trasíbulo. Pero, en cambio, detrás de los hoplitas de los sublevados «habían formado filas los lanceros, los arqueros, la infantería ligera, detrás de ellos un destacamento armado con piedras y hondas para arrojarlas. Había gran cantidad de éstos, porque llegaban hacia allí muchísimos de los habitantes locales». Así, pues, los ánimos de los ciudadanos comunes estaban manifiestamente con los sublevados.
En la batalla decisiva junto a Muniquia, los Tres Mil fueron batidos nuevamente, pereciendo en esta oportunidad el jefe de los tiranos, Critias, tras lo cual los oligarcas extremistas huyeron a Eleusis, los moderados eligieron diez nuevos jefes y los demócratas se fortificaron en el Pireo. La más fuerte resultó ser la agrupación del Pireo, que luchaba en favor del completo restablecimiento de la democracia. Se le había agregado gran número de metecos, atraídos por la promesa de que se los igualaría en derechos con los ciudadanos atenienses.
Tanto los oligarcas de Atenas como los de Eleusis apelaron a la ayuda de Esparta. Lisandro volvió a dirigirse al Pireo, cercándolo por tierra y por mar. Pero los éforos y el rey Pausanias recelaban del excesivo fortalecimiento de Lisandro, de modo que el propio Pausanias se dirigió al Ática.
Para entonces, «al lado de los ciudadanos que habían ocupado el Píreo y Muniquia, se pasó la totalidad del pueblo, y ese partido comenzó a vencer en la guerra»; en la propia ciudad de Atenas tuvo lugar una nueva revuelta, y ascendieron los moderados que abogaban en favor de un acuerdo con los demócratas del Pireo.
Dado que ninguna de las dos partes manifestaba enemistad hacia los lacedemonios, Pausanias propuso una tregua bajo las siguientes condiciones: 1) ambos partidos cesarían sus acciones bélicas; 2) todos recibirían los bienes que les habían sido confiscados (con la sola exclusión de los Treinta tiranos, de los decarcas del Pireo y de los Once); 3) los oligarcas conservarían el poder en Eleusis, y todos los que desearan, podrían trasladarse hasta allá; 4) se declararía la amnistía por todos los crímenes políticos anteriores. Inmediatamente después de este tratado, el Pireo y Atenas se unieron formando una sola comuna.
No obstante, los oligarcas estaban preparándose para una lucha por el poder, y habían invitado a unos mercenarios. Pero en el año 401 los estrategas de Eleusis fueron muertos, y los otros oligarcas regresaron a Atenas donde ya desde antes había sido restablecida por completo la constitución democrática.
Para concluir, es necesario detenerse en esta pregunta: ¿por qué la atrasada Esparta había vencido a la progresista Atenas? La causa fundamental reside en la debilidad interior de la democracia esclavista. La potencia naval ateniense representaba la dictadura de una cantidad relativamente pequeña de ciudadanos atenienses con plenos derechos políticos; y esta dictadura era ejercida no sólo sobre miles de esclavos, sino también sobre una enorme cantidad de aliados que esperaban tan sólo la primera oportunidad para liberarse. Con cualquier complicación que surgiera en la situación interior, intensificábase la tensión centrífuga en la potencia naval ateniense. Y la democracia esclavista de Atenas no podía emprender el camino de otorgar los derechos de ciudadanía a sus aliados, en virtud de las limitaciones de su propia naturaleza de polis antigua.
En segundo lugar, hay que tener también en cuenta que a Atenas se le oponían no sólo la Liga del Peloponeso, sino también muchísimas polis helenas de Sicilia y, finalmente, Persia, que disponía de innumerables recursos financieros y bélicos en toda el Asia Anterior. Esparta no había logrado conseguir una victoria en el combate cuerpo a cuerpo contra Atenas, y sólo la gran ayuda del rey persa había inclinado el fiel de la balanza en su favor.
La victoria espartana, comprada a precio muy elevado, como también el aplastamiento y la destrucción de Atenas, atrasaron a Grecia en más de cien años, desde el punto de vista de su peso internacional. La oprobiosa paz de Antálcidas, que fue la consecuencia lógica de la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, anuló todo lo que se había conseguido en las guerras médicas.
Más catastróficas fueron las consecuencias de la guerra del Peloponeso en la vida política de Grecia. La arqué ateniense, basada en la despiadada explotación no sólo de los esclavos, sino también de los aliados, resultó demasiado débil como para unificar a toda la Hélade. Esparta, en virtud de su atraso económico, era incapaz de lograr una duradera unificación política de Grecia. De esta manera, la guerra del Peloponeso determinó el triunfo eventual de una especie de particularismo de las polis, y el desarrollo ulterior de los acontecimientos acarreó lógicamente las guerras intestinas del siglo iv y, al fin y al cabo, condujo al dominio macedónico y a la pérdida de la independencia de la Hélade.


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