1. Situación en Grecia antes del comienzo de
las operaciones bélicas
Significado de la guerra del
Peloponeso
La
guerra del Peloponeso es el acontecimiento más importante de la historia de la
Grecia clásica. En ella se enfrentaron, por una parte, Atenas, a la cabeza de
varios cientos de polis griegas que formaban parte de la liga marítima
ateniense (arqué), y por otra, Esparta, líder de la confederación peloponesia,
integrada por la mayoría de los Estados del Peloponeso. Del nombre de esta
unión dirigida por Esparta emana la denominación de «guerra del Peloponeso».
Esta se extendió entre los años 431 y 404 y dio un gran viraje a la historia de
la Hélade: si durante el período anterior la Grecia esclavista pasó por una
etapa de desarrollo y otra de plenitud que es conocida como época de Pericles y
que, según Marx, fue el tiempo «del florecimiento interior más grande de
Grecia», después de la guerra del Peloponeso, en cambio, Atenas perdió su
anterior poderío y el sistema esclavista basado en las polis sufrió una
profunda crisis de la que sólo pudo salir con la conquista de toda Grecia por
Macedonia.
Tras
los brillantes triunfos en las guerras médicas, la marcha de los
acontecimientos planteaba ante la Hélade la siguiente cuestión respecto al
camino de desarrollo a seguir: o se imponía Atenas, lo cual significaba el
crecimiento del comercio y de los oficios, la lucha por la hegemonía en el mar
y el desarrollo democrático (desde luego, dentro de los marcos del antiguo
régimen esclavista), o bien se imponía Esparta, lo cual significaba el triunfo
de la aristocracia agraria terrateniente y, en consecuencia, la renuncia a todo
lo que había proporcionado a la Hélade la histórica victoria sobre Persia
durante la primera mitad del siglo v.
Tanto
por la duración y las proporciones de las operaciones bélicas como por lo
encarnizado de la lucha y, finalmente, por su significado histórico, la guerra
del Peloponeso difirió marcadamente de las guerras, frecuentes y habituales en
la antigua Grecia, entre las polis, e incluso entre coaliciones de las mismas.
En
primer lugar llama la atención la misma duración de esa guerra. Sin contar los
breves intervalos, la guerra se prolongó durante veintisiete años, lapso en el
cual las operaciones activas directas entre los adversarios principales —Atenas
y Esparta— se extendieron a lo largo de veinte años, sin manifiesta
superioridad de ninguna de las dos partes beligerantes. Recordemos, a título de
comparación, que cada una de las expediciones, las más grandes para aquel
tiempo, que los persas lanzaron sobre Grecia se había resuelto en una o dos
batallas. El prolongado alejamiento de muchas decenas de miles de hombres,
arrancados de sus pacíficas tareas, ejerció una acción destructora sobre la
economía de toda Grecia. Las calamidades naturales —terremotos, sequías, hambre
feroz y epidemias— hicieron más serias aún las perniciosas consecuencias de la
guerra y agudizaron la crisis del sistema de las polis en su integridad.
Tucídides —contemporáneo y participante de la guerra del Peloponeso—
caracteriza las consecuencias de esta manera: «... esta guerra se dilató por
mucho tiempo, durante el cual la Hélade experimentó tantas calamidades como no
ha sufrido antes en igual lapso. En efecto: jamás fueron tomadas y destruidas
tantas ciudades, en parte por los bárbaros y en parte por los mismos
beligerantes (que en algunos casos, después de conquistar las ciudades,
cambiaron hasta su población); jamás hubo tantas expulsiones, tantos asesinatos
provocados ya por la misma guerra, ya por las discordias».
La
guerra del Peloponeso no fue, de modo alguno, un acontecimiento local, sino que
asumió carácter internacional. Habiendo comenzado por un conflicto entre Atenas
y la Liga del Peloponeso, la guerra abarcó de golpe toda la Grecia continental
e insular, se extendió luego a los extremos occidentales del mundo helénico, a
Sicilia, y finalmente involucró en la vorágine bélica también a Persia. En uno
u otro grado, todos los países de la cuenca oriental del Mediterráneo tomaron
parte en las operaciones bélicas. Las consecuencias más catastróficas de esta
guerra las sufrieron los dos continentes principales, tanto la Atenas derrotada
corno la Esparta vencedora.
A
diferencia de las guerras anteriores, ésta fue extraordinariamente encarnizada,
puesto que en ella, además de los factores políticos —la lucha por la hegemonía
en Grecia—, el papel decisivo lo desempeñó el factor social. En particular, una
muy grande significación tuvo el antagonismo entre la aristocracia terrateniente,
esclavista, y la democracia, igualmente esclavista, que representaba, en primer
lugar, los intereses de los círculos comercial-artesanos. Además del
antagonismo fundamental entre Atenas y Esparta, un papel nada pequeño por
cierto lo desempeñaron durante la guerra las discordias y cizañas vecinales
entre las polis, tan habituales en la antigua Hélade.
Durante
el desarrollo de la lucha entre las dos agrupaciones de Estados griegos, y si
no se cuentan las guerras de Mesenia, tuvieron lugar, por vez primera,
sublevaciones en masa de esclavos. Lo notable es que dichas sublevaciones
tenían lugar en ambos bandos. Las muchas salidas de los ilotas durante la
operación de Pilos, al igual que la fuga de muchos miles de esclavos atenienses
a Decelia, ejercieron gran influencia no sólo sobre la marcha de las
operaciones bélicas, sino también sobre el resultado definitivo de la guerra.
Precisamente tal entrelazamiento de contradicciones políticas y sociales
predeterminó tanto el carácter prolongado y destructor de la guerra como sus
consecuencias político-sociales.
Fuentes
No
sólo las generaciones posteriores, sino también las contemporáneas,
especialmente las más jóvenes de ellas, que llegaron con vida al año 404,
reconocieron que la guerra del Peloponeso difirió marcadamente de todas las
guerras anteriores. En primer lugar hay que anotar aquí nuestra principal y
única fuente, la obra de Tucídides, que se inicia declarando que ha «comenzado
su obra en el momento mismo de empezar la guerra, en la seguridad de que ésta
sería una guerra muy importante y más notable que todas las anteriores».
La
obra de Tucídides, según la acertada expresión del académico S. A. Zhébeliev,
representa «el exponente superior de la historiografía antigua». En contraposición
con sus predecesores y, en particular, con su contemporáneo mayor, Herodoto,
Tucídides procuraba crear realmente una historia científica de los
acontecimientos. Aprovechó amplia y minuciosamente el material documental y ser
afanó por encarar críticamente los datos de que disponía. Tucídides mismo
declara: «Yo no creía concordante con mi problema anotar todo lo que llegaba a
conocer del primero que encontraba, o aquello que yo podía suponer; sino que
anotaba los acontecimientos de los que fui testigo ocular, y aquello que había
oído de otros tras investigaciones, lo más precisas posible, referente a cada
hecho tomado separadamente». En muchas ocasiones, Tucídides hace la salvedad de
que no ha podido establecer la verdad. Siempre subraya las causas a su criterio
fundamentales, de cada acontecimiento. Tras los pretextos inmediatos de la
guerra (los conflictos de Corcira y de Potídea, la defección de Megara),
Tucídides anota, como causa fundamental, «que los atenienses, al crecer su
poderío, comenzaron a infundir recelos a los lacedemonios».
El
propio Tucídides tomó parte activa en la vida social y en la lucha política de
su polis, Atenas. Se comprende perfectamente que sus convicciones políticas
—era partidario de la oligarquía moderada— no podían dejar de influenciar sobre
su apreciación de la lucha política interna de Atenas. Era hostil a la
democracia. Caracteriza de manera harto negativa al más grande de los
dirigentes del demos, Cleón, y, salvo las ofensas infundadas, guarda absoluto
silencio sobre la actividad del notorio continuador de Cleón, Hipérbolo.
Tucídides sostiene francamente que la oligarquía moderada de Terámenes del año
411, fue «el mejor régimen estatal», y le atribuye, sin mérito alguno para
ello, los éxitos obtenidos por la flota ateniense bajo el mando de Alcibíades.
La esclavitud, según el criterio de Tucídides, es el estado más natural para
los «bárbaros».
La
encarnizada lucha política y social, entablada durante la guerra del Peloponeso
en toda la Hélade, fue para Tucídides índice del embrutecimiento y el descenso
del nivel moral de los helenos. Al no comprender las causas sociales de la
guerra civil de Mesenia, se limita a lamentar la naturaleza criminal de los
hombres. «La naturaleza humana, de la que es propio incurrir en crímenes a
despecho de las leyes, sometió éstas a su imperio y demuestra con gozo que no
puede dominar las pasiones, que viola la justicia y que hostiliza a las
personas de más méritos.»
Tampoco
es claro para Tucídides el estrecho vínculo entre el desarrollo político
interno y las actuaciones bélicas de ambas partes en guerra. Quizá sea por ello
que pasa en silencio los importantes acontecimientos de la historia interna de
Atenas, tanto en las mismas vísperas de la guerra y en el período que siguiera
a la muerte de Pericles como también en el tiempo de la paz de Nicias. Por
ejemplo, no dice ni una sola palabra acerca de los ataques contra Pericles y de
las personas que lo rodeaban en los años 433 a 431; no recuerda, ni siquiera de
paso, el ostracismo de Hipérbolo, etc. Felizmente, las biografías de Pericles,
Nicias y Alcibíades escritas por Plutarco reparan parcialmente esta irritante
omisión de la obra del historiador más grande de la Grecia clásica.
A
pesar de su postura crítica respecto a los mitos, Tucídides cree en la
existencia de Caribdis y de los lestrigones y le da mucha importancia a los
diversos oráculos, señales y profecías.
Así
y todo, Tucídides procura siempre describir objetivamente los acontecimientos,
sustrayéndose, dentro de lo posible, a las propias simpatías o antipatías
personales. Su objetividad se manifiesta de forma especialmente clara al
exponer los hechos vinculados con sus propios fracasos en la expedición de
Anfípolis. Estos fracasos le acarrearon ser condenado por la asamblea popular ateniense
y expulsado del Ática.
La
historiografía antigua alcanzó en la obra de Tucídides el punto culminante de
su desarrollo. Su declaración de que su obra «ha sido calculada no tanto para
servir de instrumento en competencias verbales, como para convertirse en
adquisición eterna», encontró su confirmación en el hecho, entre otros, de que
ninguno de los historiadores de la antigüedad intentó siquiera volver a
describir los acontecimientos expuestos por Tucídides. Los tres autores que
escribieron especialmente acerca de la guerra del Peloponeso (Jenofonte,
Cratipos y Teopompo) comienzan sus respectivas exposiciones desde el punto en
que quedó interrumpida la historia de Tucídides.
El
postrer período de la guerra (desde el año 411 hasta el 404) nos es considerablemente
menos conocido. Las fuentes básicas para su estudio son las Helénicas, de
Jenofonte, principalmente, y además los fragmentos de Diodoro de Sicilia y
algunas biografías de Plutarco, en especial las de Alcibíades y Lisandro.
Para
el análisis del régimen político-social de Atenas, para la caracterización de
su estado económico a comienzos de la guerra, para conocimiento de la situación
y los ánimos de los diferentes grupos de la población ateniense, incluidos los
esclavos, tienen gran importancia las comedias de Aristófanes, la seudo
jenofontiana Política ateniense, la obra de Aristóteles del mismo nombre
y los discursos de los oradores atenienses.
También
las inscripciones de aquel tiempo constituyen una fuente importante para el
historiador. Son, en lo esencial, textos de tratados, listas de inventarios,
informes de los templos atenienses, datos acerca de los foros abonados por los
miembros de la Liga marítima ateniense y algunos decretos de la iglesia. Los
respectivos textos están publicados en la recopilación de las inscripciones
griegas —Inscripciones Graecae (en lo sucesivo, sencillamente IG)—, y
en los ejemplares corrientes de las revistas arqueológicas, en primer
lugar, en Hesperia. Merced a esos textos epigráficos, estamos en
condiciones de determinar las dimensiones del tributo que Atenas impuso a los
miembros de la arqué, precisar los gastos efectuados en las diversas
expediciones y caracterizar el contenido de los pactos de los aliados entre
Atenas y muchas de las polis.
Relación de fuerzas de los
adversarios
«El
motivo más verdadero, aun cuando el menos visible en lo que se dice, consiste,
en mi opinión, en que los atenienses, al crecer su poderío, comenzaron a
infundir recelos a los lacedemonios, con lo cual los obligaron a empezar la
lucha.» Así es como define Tucídides la causa fundamental de la guerra más
grande en la historia de la Hélade. En efecto: el repentino y tumultuoso
crecimiento del poderío de Atenas en el transcurso de la pentecontecia, esto
es, de los cincuenta años transcurridos entre la destrucción del ejército de
Jerjes y el comienzo de la guerra del Peloponeso, amenazaba la hegemonía de
Esparta, inclusive en el propio Peloponeso. Tal crecimiento tenía lugar en el
cuadro de la lucha social y de clases. La consolidación y aumento del poder de
Atenas determinaba en todas partes el triunfo de la democracia, al tiempo que
el principio básico de la política espartana era la implantación de regímenes
oligárquicos. El entrelazamiento de los problemas de política exterior con los
de orden social conducía inevitablemente a la guerra. De esta manera, la
rivalidad entre Esparta y Atenas por la hegemonía en la Hélade, es decir, por
la implantación en las restantes polis de regímenes, aristocráticos o
democráticos, fue la causa fundamental de la guerra. Sin embargo, apenas si
puede considerarse a Atenas como parte agresora. La iniciativa en el
desencadenamiento de la tormenta bélica fue, sin duda alguna, de Esparta, de la
liga peloponesiaca. Tucídides escribe sobre esto en forma retrospectiva,
valorando la situación creada antes del comienzo de la guerra de Decelia: «En
la guerra anterior [en la de Arquídamo] —creían los lacedemonios—, la culpa de
haber violado el tratado recaía más bien sobre ellos, ya que en aquel entonces
los tebanos habían atacado a Platea en tiempos de paz, y siendo que, por el
tratado anterior, no ser permitía empuñar las armas si la otra parte ofrecía
solucionar el asunto mediante negociaciones, ellos, los lacedemonios,
reconocían haber rechazado la proposición de los atenienses de someterse a
arbitraje. En consecuencia, los lacedemonios reconocían como merecidos todos
sus fracasos, y así explicaban su derrota en Pilos y las demás calamidades que
cayeron sobre ellos.» Se comprende que todo esto no significa, ni mucho menos,
que, en el lapso de los años 433-431, los atenienses tendieran hacia la paz. La
política de Pericles era irreconciliable; la guerra tenía carácter agresivo,
injusto, de pillaje, tanto de un lado como del otro.
Un
segundo grupo de contradicciones, aun cuando de menor importancia, pero, en
cambio, más agudas, estaba vinculado con el choque de intereses entre el
comercio ateniense y el sector comercial de los miembros influyentes de la Liga
del Peloponeso: Corinto y Megara. Las tres causas de la guerra —las cuestiones
de Corcira, de Potídea y de Megara— tenían como reverso el antagonismo
ateno-corintio. La divergencia entre la línea política de Corinto y la de Esparta
es perceptible en todo el transcurso de la guerra, y eran los representantes
corintios, precisamente, los que constantemente exigían las medidas más
contundentes contra los atenienses.
Entre
los años 435 y 431 la arqué ateniense fue la más grande unión política de la
mitad oriental de la cuenca del Mediterráneo. Además de la propia metrópoli,
formaban parte de ella todas las polis griegas, sin excepción, de la costa
occidental del Asia Menor, desde la costa del mar Negro hasta Rodas, casi todas
las islas de la cuenca del mar Egeo (salvo Melos, Tera y Creta), la aplastante
mayoría de las polis del litoral de la Propóntide, Tracia, la Calcídica y
muchas otras polis situadas en las costas del mar Negro. En el Norte y en el
Oeste, Tesalia, Corcira, Epidamne y Zacinto eran aliadas de Atenas. En la
Grecia central, los atenienses tenían el apoyo de los ciudadanos de Platea, de
los mesenios de Naupacta y de la mayoría de los acarnanios. También
simpatizaban con ellos, en mayor o menor grado, las poblaciones de muchas
ciudades jonias de la Magna Grecia y de Sicilia. No sin razón denomina
Aristófanes al demos ateniense, «el señor de tantas ciudades, amo desde Sardes
hasta el Ponto», y prosigue: «De ciudades e islas, que nos pagan tributo, hay
un millar y quizá más aún.»
Un
fragmento satírico:
«Si
se ordenara a cada una tomar a su costa dos decenas de atenienses,
Veinte mil ciudadanos podrían pasar la vida en abundancia y con liebres asadas.
Sin levantarse de las mesas y sin quitarse las coronas,
y alimentándose con pan dulce con miel...»
Veinte mil ciudadanos podrían pasar la vida en abundancia y con liebres asadas.
Sin levantarse de las mesas y sin quitarse las coronas,
y alimentándose con pan dulce con miel...»
nos
proporciona una idea, si bien un tanto exagerada, pero bastante clara acerca de
las dimensiones de los dominios atenienses. En las listas de aliados de Atenas
que se han conservado hasta nuestros días, y que se refieren a los que pagaban
el foros, aparecen los nombres de más de 300 polis integrantes de la arqué
ateniense.
El
foros representaba, término medio, una suma de 600 talentos anuales. A
comienzos de la guerra, en la acrópolis había guardados 6.000 talentos de
moneda acuñada y otros diferentes valores por valor de 3.500 talentos.
Las
fuerzas armadas de Atenas se componían de la flota de guerra, que alcanzaba a
300 trieres, y de un ejército que contaba con cerca de 27.000 hoplitas. Si bien
este ejército terrestre era inferior al espartano en número y, sobre todo, en
calidad bélica, la armada naval, en cambio, era inigualable. En un discurso que
Tucídides atribuye a Pericles, pronunciado al comienzo de la guerra, el orador
subraya la superioridad de los atenienses en el campo financiero y, en
especial, en el campo naval. Hablando de los costados vulnerables de los
peloponesiacos, anotaba que «el obstáculo más grande será para ellos la falta
de dinero, pues siempre han de sufrir atrasos al procurar proveerse de él; y
los acontecimientos bélicos no esperan». En cambio, los atenienses al disponer
de enormes recursos pecuniarios, y siendo, como lo eran, amos en el mar, se
sentían absolutamente invulnerables al ejército de sus enemigos. En lo que
atañe al altivo reconocimiento de su poderío por parte de Atenas, da cabal
testimonio la declaración hiperbólica de Pericles a sus conciudadanos: «Y si yo
tuviera la intención de persuadiros, os aconsejaría que vosotros mismos
asolarais vuestra tierra y la abandonarais, haciendo ver así a los peloponesios
que ni siquiera por ello os rendiríais.»
Los
largos muros que unían a Atenas con el Pireo constituían en aquel entonces un
obstáculo insuperable, incluso para el ejército espartano, que había pasado en
el Ática un tiempo bastante prolongado. Según una acertada observación de C.
Marx, «el ateniense, en su condición de productor de mercancías, sentía su
superioridad sobre los espartanos, debido a que éstos disponían para la guerra
solamente de hombres, y no de dinero». Tucídides suministra una brillante
caracterización de los atenienses, la que proviene de sus enemigos más
encarnizados, los corintios. En el congreso de la Liga del Peloponeso, el
representante de Corinto declaró: «Al parecer, vosotros no habéis tomado en
cuenta, en absoluto, qué son, qué representan aquellos atenienses contra
quienes habéis de luchar... A los atenienses les gustan las innovaciones y se
distinguen por la rapidez en hacer proyectos y en realizar lo que deciden, se
atreven hasta a lo que es su esperanza, por críticas que sean las
circunstancias... Al vencer a un enemigo, los atenienses los persiguen lo más
lejos posible; y al perder una batalla, se dejan desalojar lo menos posible...
Y si en alguna empresa fracasan, alientan en cambio nuevas esperanzas, y con
ello suplen aquello que han perdido. Son los únicos para los cuales la posesión
de algo y la esperanza de los proyectado, son una misma cosa, debido a la
rapidez con que se ponen a realizar sus decisiones».
El
adversario de Atenas fue la Liga del Peloponeso, de la cual formaban parte casi
todas las polis del Peloponeso, salvo Argos y, en parte, Acaya. Era de
importancia especial el hecho de que Megara, situada en el mismo istmo de
Corinto, se orientara en aquel tiempo hacia Esparta.
Esta
última circunstancia proporcionaba a los espartanos la posibilidad de invadir
libremente el Ática, y también de vincularse con sus muchos aliados en la
Grecia central. Entre los mismos se hallaban la unión de los beocios, la
Lócrida oriental, la Fócida, Ambracia, Léucada y Anactorión. Además, los
lacedemonios podían contar con el apoyo de las colonias dorias en Sicilia,
particularmente con Siracusa.
La
fuerza principal de la Liga del Peloponeso residía en el ejército de tierra.
Según Plutarco, bajo el mando de Arquídamo, hubo durante la primera invasión
del Ática, 60.000 hoplitas peloponesios y beocios.
La
armada peloponesia estaba compuesta, principalmente, de naves corintias y
megarienses. Si a éstas se añaden las escuadras auxiliares de Sición, Pelea,
Hielea, Ambracia y Léucada, el total de barcos peloponesios llegaba a la
imponente cifra de 300 unidades, lo cual casi equivalía a la flota de Atenas.
Sin embargo, la capacidad combativa de las naves peloponesias era
insignificante. En las batallas navales de aquel tiempo, el triunfo se decidía
por la instrucción que tenían los tripulantes y residía en la capacidad de
manejar el ariete. En este aspecto, las trieres atenienses no tenían iguales.
Además, la flota ateniense que se componía de sólo 300 trieres, fue reforzada,
al comienzo de la guerra, por 120 trieres corcirias.
En
vista de ello, «los lacedemonios ordenaron construir y equipar doscientas naves
en Italia y Sicilia, a las ciudades que se habían colocado de su parte».
En
cuanto a las, finanzas espartanas, las mismas no podían, realmente, compararse
de modo alguno con los medios pecuniarios de la arqué ateniense; aun así, tenía
también en su poder sumas nada despreciables. Para la manutención de la flota
de 300 trieres, aun cuando sólo fuese durante las operaciones bélicas, se
requería, como mínimo, tres talentos diarios.
Tales
eran aproximadamente los recursos y el potencial económico-militar de ambas
partes, listas ya para entrar en guerra. Empero, la situación interna era
bastante tensa. No obstante el bienestar exterior, el gran número de
contradicciones interiores estaba socavando la solidez de la retaguardia
ateniense.
En
primer lugar, se trataba del antagonismo de clases entre esclavos y
esclavistas. El régimen estatal de Atenas era más democrático que en todo el
resto de Grecia, y en Atenas todos los ciudadanos tomaban parte directa en los
comicios. No debe olvidarse, empero, que esa democracia era una democracia
esclavista. La cuestión referente al número de esclavos en el Ática no ha sido
resuelta hasta ahora por la ciencia. Pero, aun admitiendo como mínima una
cantidad de 70.000 esclavos, también en este caso llegaríamos a la deducción de
que el número de los esclavos superaba considerablemente al de sus amos.
Ciertamente, en la Atenas del siglo v,
los esclavos «... no podían crear una mayoría consciente, ni partidos que
dirigieran la lucha; no estaban en condiciones de darse cuenta hacia qué fin
estaban marchando; e inclusive en los momentos más revolucionarios de la
historia ellos eran solamente peones en el tablero, o ser juguetes en manos de
las clases dominantes». Así sucedió también durante la guerra del Peloponeso.
No obstante, la huida de más de 20.000 esclavos atenienses, en su mayor parte
artesanos, hacia los espartanos, a Decelia, fue un golpe muy grave para el
poderío económico de Atenas, aun cuando los esclavos no constituyeran allí una
amenaza tan permanente para el Estado como lo eran las agitaciones crónicas y
las sublevaciones de ilotas en Esparta.
Es
muy importante, también, la cuestión que atañe a las relaciones entre Atenas y
sus aliados. La cantidad de habitantes en las ciudades aliadas superaba en
decenas de veces a la del Ática. Y del grado de obediencia de aquéllos dependía
la posibilidad, para Atenas, de realizar operaciones bélicas. A la vez, los
aliados estaban indignados, en primer lugar, por estar obligados a pagar un
tributo anual a Atenas, en escala mayor aún que cuando se hallaban sometidos al
poder del rey persa. Además, los atenienses oprimían a sus aliados de distintas
maneras, económica y políticamente. No en vano hablaba Pericles del «odioso
poder» que los atenienses ejercían sobre sus aliados, y declaró abiertamente:
«Pues vuestro poder tiene ya el aspecto de una tiranía.» Más acremente aún se
formula el mismo pensamiento en el discurso de Cleón: «Vosotros (los
atenienses) no tomáis en cuenta que vuestro imperio es una tiranía, que
vuestros aliados alientan pensamientos hostiles y están bajo vuestro poder
contra su voluntad.» El mismo pensamiento expone Tucídides ya como su opinión
personal: «La mayoría de los helenos estaba indignada contra los atenienses,
unos porque querían librarse de su dominio, y otros por temor a ser sometidos
al mismo.» Incluso durante las negociaciones con Esparta, los propios
atenienses hacen la observación de que «la mayoría de los aliados sentían odio
hacia nosotros». Claro está que tal caracterización caiga quizá en alguna
exageración, dadas las indudables simpatías oligárquicas de Tucídides. Entre
los elementos democráticos, los atenienses gozaban en cierta medida de apoyo
incondicional.
Finalmente,
un tercer grupo de contradicciones en la sociedad ateniense lo constituían las
contradicciones entre la oligarquía terrateniente, descendiente de los
eupátridas, y las agrupaciones democráticas artesano-mercantiles. La agrupación
que respaldaba a Pericles se apoyaba en la aplastante mayoría de los ciudadanos
atenienses; entraban en ella los mercaderes y los artesanos que trabajaban para
la exportación, los aldeanos afincados en la ciudad que tomaban parte en la
grandiosa obra edificadora de Atenas y, finalmente, la enorme masa compuesta de
muchos miles de ciudadanos que, en una u otra forma, recibían paga del Estado,
por cuenta de los ingresos de la arqué. En la lucha política el campesinado del
Ática desempeñaba gran papel, pues, debido a sus vacilaciones, generalmente
proporcionaba la superioridad a una u otra de las dos partes. Durante el
Gobierno de Pericles, a lo largo de casi quince años, la oposición de los
oligarcas se halló aplastada, pero no liquidada, y al aparecer complicaciones
en la política exterior, volvió a encenderse con fuerza más grande aún. Tenía
mucho valor, finalmente, y en especial durante los últimos años del Gobierno de
Pericles, la oposición de los círculos democráticos radicales encabezados por
Cleón. Este grupo representaba las capas de la ciudadanía ateniense interesada
en la máxima expansión, tanto económica como política. Así y todo, durante el
período inmediatamente anterior a la declaración de la guerra, los adversarios
de Pericles no se atrevieron a declararse abiertamente en su contra,
prefiriendo socavar y minar su autoridad en forma indirecta, atacando y
comprometiendo a sus allegados. Como blanco de sus dardos, eligieron a Fidias,
Aspasia y Anaxágoras. A Fidias se le acusó de haberse apropiado de diferentes
valores durante la erección de la estatua de la diosa Atenea. A pesar de no
haber sido probado el cargo, Fidias fue encarcelado y murió en la prisión,
según lo cuenta Plutarco. Fidias era amigo personal de Pericles, y, para colmo,
es precisamente a éste a quien había sido encomendada la tarea de controlar los
fondos entregados al artista. De esta manera, la condena de Fidias asestó un
golpe feroz la autoridad personal de Pericles. El proceso contra la esposa de
Pericles, Aspasia, acusada de blasfemia, no obstante haber sido absuelta debido
«a las humildes súplicas» de su marido, socavó considerablemente el peso
político del timonel del Estado ateniense. Finalmente, el tercer amigo de
Pericles, el filósofo Anaxágoras, también fue acusado de blasfemia. Al parecer,
en este caso la cuestión no llegó al tribunal. Sin embargo, los tres golpes
asestados, uno tras otro, a Pericles, probaban la activación de la oposición en
Atenas, aun antes de la declaración oficial de guerra.
Aún
así, y a pesar de la lucha interna, la democracia ateniense tenía confianza en
sus fuerzas. El tono de los discursos de Pericles, según Tucídides, la postura
de este historiador respecto al dirigente de la política ateniense, la
apreciación general de la actividad de Pericles que se formula en las obras de
todos los historiadores griegos, testimonian todos la estrecha unidad de la
masa fundamental del demos en torno de su conductor. Quizá lo pruebe mejor la
apreciación que de la democracia ateniense diera su enemigo jurado, el autor de
la seudo-jenofontiana Constitución de Atenas. Aunque en cada capítulo
subraya su hostilidad y desprecio hacia el régimen político de su propia polis,
el autor se ve forzado a reconocer, con igual frecuencia, que la Constitución
ateniense ofrecía todas las posibilidades para llevar al ejercicio del poder al
demos esclavista. Escribe: «Si algunos se asombran de que los atenienses
prefieran en todos los sentidos a las gentes sencillas y pobres, a las gentes
del demos, antes que a los nobles, tengan en cuenta que con eso mismo, como se
ha de aclarar inmediatamente, están resguardando la democracia. Precisamente,
cuando los pobres y, en general, la gente del pueblo, los hombres de rango
inferior, alcanzan un bienestar, y cuando aumentan en número, consolidan y
afianzan la democracia.» Y hay que hacer notar que esa misma Constitución de
Atenas fue escrita después del fallecimiento de Pericles, bajo la reciente
impresión del asolamiento del Ática por los peloponesios, la peste bubónica y
muchas otras calamidades que se descargaron sobre Atenas. El propio autor da
término a su pasquín calumniador, con el reconocimiento del poderío del demos:
«Para atentar contra la existencia de la democracia ateniense, se necesita
muchísimo más que un puñado de hombres.»
La
retaguardia espartana, en cuanto se refiere a los aliados de Esparta, era mucho
más sólida que la ateniense. Esos aliados estaban interesados en mayor grado
que la propia Esparta en el aplastamiento de Atenas. Tanto la oligarquía corintia
como la tebana empujaban permanentemente a los lacedemonios a acciones
decisivas. Los primeros asumieron la pesada tarea de financiar la Liga
peloponesiaca; y los segundos, al atacar a Platea, dieron comienzo directo a
las operaciones bélicas. Una circunstancia sumamente importante era el hecho de
que las polis que formaban la Liga peloponesiaca no pagan ningún foros. «Los
lacedemonios gozaban de la hegemonía sin cobrar tributo a sus aliados.» La
divisa autonomía, bajo la cual habían entrado en guerra los espartanos,
era, sin duda alguna, muy popular entre los helenos. No sin razón se la
menciona en todos los discursos de los dirigentes de la Liga peloponesiaca. Por
otra parte, tal divisa no hubiera podido tener eficacia política alguna, sin el
término autonomía no se observara, en mayor o menor grado, en las
relaciones entre Esparta y sus aliados. En cuanto a la mayor solidez de la Liga
del Peloponeso, de ella da testimonio claro el hecho de que, en toda la guerra,
casi treinta años, no se registró ningún caso de defección por parte de los
aliados de Esparta.
Empero,
y más aún que en Atenas, se hallaba muy agudizado en Esparta el segundo grupo
de contradicciones: el antagonismo entre los esclavos y los esclavistas. El
problema decisivo en la política interna de Esparta era el de mantener en la
obediencia a los ilotas. Tucídides subraya que «entre los lacedemonios, la
mayor parte de las medidas estuvieron siempre destinadas a protegerse contra
los ilotas. Había resultado especialmente peligroso para Esparta el
levantamiento de los ilotas durante la campaña de Pilos. Sin embargo, por medio
de una serie de procedimientos, en primer lugar, recurriendo al terror más
cruel —el exterminio de dos mil ilotas de mayores méritos; el envío al
extranjero con Brasidas, en calidad de hoplitas, de unos 700 ilotas; el envío
de 600 ilotas y neodamodos a Sicilia— y a veces mediante la manumisión de
algunos de ellos, los espartanos consiguieron su objetivo y, en general,
conjugaron el peligro de una total sublevación de los ilotas durante la
guerra».
Pretextos inmediatos de la guerra
El
primer nudo de contradicciones que condujo directamente a la guerra surgió en
el mar Adriático, a propósito de Corcira. Corcira (la actual Corfú), la más
septentrional y más grande de las islas Jónicas, cuya superficie es de unos 950
kilómetros cuadrados, era el punto más importante en el camino hacia la Magna
Grecia. La ciudad había sido fundada por Corinto, y sus habitantes estaban
vinculados por lazos de parentesco con los miembros de la Liga del Peloponeso.
Sin sostener un comercio más o menos considerable, los corcirios disponían, sin
embargo, de grandes recursos. Según Tucídides, los corcirios eran «los dueños
de todo aquel mar», y, lo que es más importante, al disponer de 120 trieres
poseían la tercera flota, incluso la segunda por su magnitud, de toda la
Hélade. «Por su situación material, los corcirios eran tan ricos como los
helenos más ricos de aquel tiempo, y por su preparación guerrera eran incluso
más poderosos. Se jactaban a veces de la considerable superioridad de su
flota.»
En
el año 436, en la colonia corciria de Epidamne (hoy Durazzo), los demócratas
expulsaron a los oligarcas; éstos se unieron con las tribus vecinas y
comenzaron a estrechar y a vejar a los habitantes de la ciudad, quienes
apelaron a Corcira sin resultado alguno, debido a que los aristócratas que allí
gobernaban no quisieron enfrentarse a los oligarcas de Epidamne. Los epidamnios
enviaron entonces embajadores a Corinto, que mandó en su ayuda a una
considerable cantidad de colonos y, poco después, entre 75 y 80 naves con 2.000
hoplitas. Este hecho sirvió como casus belli entre Corcira y Corinto. En
la batalla de Leucimnos (verano del año 435), los corcirios derrotaron a sus
adversarios. Durante todo el año siguiente, los corintios estuvieron equipando
una enorme flota de 150 trieres, de las cuales 60 le fueron proporcionadas por
sus aliados: ambraciotas, megarienses, eleatas y otros. En tal emergencia los
corcirios, que no podrían ponerse a salvo frente a tamaño peligro, se
dirigieron a la ecclesia de Atenas solicitándole ser aceptados dentro de la
arqué ateniense.
Con
todo, los espartanos aún no estaban dispuestos a iniciar la guerra. Los
corcirios gozaban de gran influencia en Esparta, y cuando, al comienzo del
conflicto con Corinto, propusieron resolver la cuestión mediante un arbitraje,
Esparta se manifestó a favor de esta propuesta. Era evidente que no quería
hacer la guerra contra Corcira, debido a lo cual los corintios se vieron
forzados a esperar una oportunidad para involucrar a toda la Liga peloponesiaca
en una guerra contra Atenas. Para esto le sirvió de ayuda el incidente de
Potídea, que fue el segundo pretexto del conflicto bélico.
Potídea
era una colonia corintia en la Calcídica, situada en un punto excepcionalmente
cómodo en el istmo que une a la península de Palena con el continente. Se
trataba de una pequeña polis estrechamente vinculada con su metrópoli, Corinto,
la que anualmente le enviaba a los más altos funcionarios, los llamadas
epidemiurgos.
En
aquel momento, la situación en el litoral de la Calcídica era sumamente
compleja. Las ciudades helenas del litoral formaban parte de la arqué ateniense
y pagaban un foros duplicado. El de la ciudad de Potídea fue elevado, de seis
talentos que pagaban en el año 435, a 15, lo cual suscitó gran indignación
entre sus habitantes. Por el lado del continente, las polis calcídicas se
hallaban sometidas a una fuerte presión, tanto de parte de la Macedonia
encabezada por el enérgico e inquieto rey Pérdicas como de parte de las
coaliciones de las tribus tracias, en particular, la de los odrises. La
situación de esas ciudades helenas se complicaba también por la desconfianza
que inspiraban a los atenienses, bajo cuyo permanente control se encontraban.
Además, los atenienses, que proyectaban apoderarse de los yacimientos auríferos
de Tracia y de los bosques de Macedonia, ricos en madera aptas para la
industria naval, perseguían con particular energía la consolidación de sus
posiciones en aquella región, y, tras prolongadas tentativas fracasadas,
fundaron allí la colonia de Anfípolis.
Todo
ello forzaba a Potídea a buscar una salida y a afianzar los vínculos con
Corinto y con la Liga del Peloponeso. Dado tal estado de cosas, los atenienses
exigieron a Potídea que «demoliera las murallas del lado de Palena [es decir,
del lado del mar], entregara rehenes y despidiera a los inspectores. Para
reforzar sus exigencias, los atenienses enviaron hacia esa región 1.000
hoplitas en 30 naves, y luego otros 2.000 en 40 naves más. Por su parte,
Corinto prometió a los potideatas la mayor ayuda posible de parte de la Liga
peloponesiaca, y envió un destacamento de voluntarios compuesto de 1.600
hoplitas y 400 peltastas. En la primavera del año 432 Potídea se separó
oficialmente de Atenas y firmó un tratado defensivo con los calcídicos. Las
huestes atenienses cercaron a Potídea por todos lados, forzando a los
peloponesiacos a encerrarse en el interior de la ciudad. El asedio a Potídea
constituyó el segundo pretexto del conflicto entre los atenienses y los
peloponesiacos que provocó la guerra.
Finalmente,
el tercer pretexto que determinó la decisión peloponesiaca de declarar la
guerra fue el llamado psefisma. Megara, el vecino más cercano del Ática por el
sudoeste, estaba situada en el mismo istmo. Sus puertos de Pagas y Nisaia, en
los golfos Corinto y Sarónico, respectivamente, eran lugares especialmente
aptos para el estacionamiento de la flota. Además, Megara mantenía estrechos
vínculos con una serie de colonias fundadas por ella en Sicilia (Trótilo,
Tapsos, Megara Hiblea, en parte Selinonte), y también con Bizancio y
Calcedonia, en el Bósforo.
La
posición de Megara en la lucha entre Atenas y Esparta no era estable. Pero, al
mismo tiempo, la posesión de su territorio tenía una importancia estratégica
muy grande para cada una de las dos partes. Poseyéndola y, en particular,
poseyendo el paso de la Gerania, Atenas habría cerrado la salida del Peloponeso
a las falanges espartanas aislándolas de sus aliados de la Grecia central. A su
vez, Esparta tenía necesidad de la Megárida para asegurarse el contacto con su
aliada Beocia. La lucha por Megara fue una de las causas de la primera guerra
entre Atenas y Esparta; los demócratas megarienses que gobernaban en la polis
titubearon constantemente entre la democracia ateniense y los oligarcas
peloponesiacos. Las relaciones entre ellos y Atenas adquirieron un carácter
especialmente agudo debido a la defección de Megara, que se separó de la arqué
ateniense en el año 446, y también con motivo de haber prestado Megara su apoyo
a Corinto en la lucha contra Corcira. En el invierno del 432, la ecclesia de
Atenas emitió un decreto especial sobre Megara (el psefisma megariense), de
acuerdo con el cual, «contrariamente al convenio... fueron cerrados a los
megarieneses los puertos en los dominios de Atenas y el mercado ático». Se daba
como argumento el hecho de que los megarienses «habían arado las tierras
sagradas... y acogían a esclavos fugitivos de Atenas». Al parecer, esta última
circunstancia desempeñó un papel esencial, ya que fue expuesto oficialmente por
Atenas durante las negociaciones con Esparta. De esta manera, las fugas masivas
de esclavos atenienses quedan atestiguadas por Tucídides como ocurridas no sólo
en el período de operaciones bélicas (a lo cual nos hemos referido ya), sino
también en períodos anteriores. Esta resolución de la ecclesia supuso una
auténtica catástrofe para Megara.
Preparación diplomática de la
guerra
Las
negociaciones entre la Liga del Peloponeso y Atenas, que se llevaron a cabo el
año 432, ofrecen interés desde el punto de vista de la preparación diplomática
de la guerra. Aquí hay que señalar que, no obstante su habitual torpeza, los
diplomáticos espartanos se comportaron muy hábilmente y, con la divisa de la
libertad panhelénica, se aseguraron el apoyo del mayor número de aliados para
la guerra en ciernes, tanto entre las polis griegas libres como entre las
aliadas de los atenienses.
La cuestión
de la guerra fue de hecho resuelta en la reunión de Esparta, en julio del año
432, cuando las quejas de los aliados contra la arbitrariedad de los atenienses
(entre las cuales resonó la manera particularmente estridente la declaración de
los delegados corintios), inclinaron a los espartanos a reconocer a Atenas como
culpable de violar el tratado de los treinta años. Poco después, los espartanos
convocaron una reunión de los delegados de la Liga peloponesiaca con el fin de
tomar una resolución definitiva y oficial. Y dado que la mayoría votó en favor
de una guerra, ésta se hizo ya inevitable. En la misma reunión fueron
establecidos los contingentes de cada uno de los aliados, y se resolvió a este
respecto que no debía haber ninguna demora. Sin embargo, Esparta necesitaba aún
cierto tiempo para sus preparativos bélicos y diplomáticos, en los cuales
invirtió cerca de un año. Tucídides relata, con bastante acopio de detalles,
los preparativos bélicos de los lacedemonios. En la inteligencia de que sin prevalecer
en el mar nunca podrían vencer a los atenienses, «los lacedemonios ordenaron a
aquellas ciudades de Italia y Sicilia que habían tomado su partido construir y
equipar 200 naves de acuerdo con la magnitud de cada ciudad, de manera que con
las que ya tenían en Grecia, la cantidad total de sus barcos alcanzaría la
cifra de 500. Además, les ordenaron que les procuraran ciertas sumas de
dinero».
En
lo que respecta a la preparación diplomática de la guerra, la primera exigencia
de los peloponesios fue «expulsar a los culpables de sacrilegio contra la
diosa», lo que prácticamente significaba la expulsión de Pericles, quien por
línea materna descendía de la familia de los Alcmeónidas, causantes del
asesinato de Cilón. Es claro que tal exigencia fue meramente demostrativa. «Al
luchar como si se tratara ante todo de vengar a los dioses..., los lacedemonios
no confiaban tanto en que Pericles fuese expulsado como en que su exigencia le
desacreditase ante los ciudadanos, irritándolos contra él.» En respuesta, los atenienses
formularon una contraexigencia: que se expulsara de Esparta a los culpables de
haber dado muerte a los ilotas en el Tenaro (año 464), y a los culpables del
asesinato del rey Pausanias en el templo de Atenea Calquiecos.
La
segunda etapa de la lucha diplomática comenzó con la exigencia espartana de
levantar el asedio a Potídea y otorgar la libertad a Egina. La exigencia
fundamental fue la de abolir el psefisma megariense, respecto a lo cual los
embajadores declararon que no habría guerra en caso de avenirse los atenienses
a hacer esa concesión. Pero también estas exigencias de Esparta fueron
rechazadas. La última embajada llegó a Atenas hacia finales del invierno del
año 431, con un ultimátum: «Los lacedemonios desean la paz, y ésta llegará si
vosotros [los atenienses] dais autonomía a todos los helenos.» Tal medida de la
diplomacia espartana tenía un gran significado político. Al valorar la
situación en la Hélade después del ataque tebano contra Platea, Tucídides
anota: «La simpatía de los helenos se inclinaba en mayor grado hacia los
lacedemonios, tanto más viendo que éstos declaraban que su propósito era el de
liberar a la Hélade... Al mismo tiempo, la mayoría de los helenos estaba
indignada contra los atenienses, unos porque querían librarse de su dominio, y
otros por el temor a ser sometidos al mismo.»
A
propuesta de Pericles, la ecclesia ateniense respondió al utimátum espartano
con una áspera negativa. Lo cual significaba la ruptura de las relaciones
diplomáticas y debía conducir, en un futuro cercano, a una guerra declarada.
El
comienzo de las acciones bélicas fue dado por los tebanos. Durante los trabajos
agrícolas primaverales del año 431, un destacamento de 300 tebanos, comandado
por dos beotarcas, cayó inesperadamente sobre Platea, lindante con el Ática.
Mas hacia la madrugada los plateos organizaron un contragolpe y tomaron
prisioneros a 180 tebanos, entre los cuales había muchos miembros de las
familias beocias de más abolengo. Debido al tumultuoso desbordamiento del río
Asopos, las principales
tropas tebanas no pudieron acercarse a Platea, de manera que los prisioneros
fueron ejecutados por los plateos, indignadísimos por la conducta traicionera
de los tebanos —esto es, por su ataque—. Con este motivo, en Atenas fueron
apresados todos los beocios que se hallaban en el Ática.
Esta
manifiesta violación del tratado de los treinta años señaló el principio de la
guerra del Peloponeso.
2. La guerra de Arquídamo
Planes estratégicos de ambas
partes
El
primer período de la guerra del Peloponeso lleva la denominación de guerra de
Arquídamo, por el nombre del rey espartano Arquídamo II, quien mandaba los
ejércitos de la Liga peloponesiaca en el comienzo de la guerra. Este período de
la guerra se prolongó desde principios de abril del año 431 hasta la paz
celebrada entre Atenas y Esparta el 421 a. C.
El
plan estratégico de Esparta fue formulado por Arquídamo en un discurso dirigido
a los peloponesiacos y a sus aliados. Arquídamo señaló que los ejércitos
reunidos bajo su mando representaban el ejército más grande, «un ejército
enorme y valeroso». Los atenienses no podían oponerle ni siquiera la mitad de
su número a los hoplitas, y hubiera sido una insensatez intentar combatir con
el enemigo en campo abierto. Sabiéndolo, Arquídamo quería provocar a los atenienses
y atraerlos a aceptar una batalla, contando con su furia «cuando vieran asolada
su tierra y destruidas sus propiedades». Por añadidura, Arquídamo alentaba la
esperanza de que los atenienses, «entre los cuales había una juventud de las
más brillantes familias, y se encontraban mejor preparados que nunca para la
guerra, quizá pasaran a la ofensiva, no pudiendo contenerse al ver sus campos
arrasados». En el plan de Arquídamo se percibe la tendencia a privar al grupo
de Pericles del apoyo del numeroso campesinado ático que, en el caso de una
invasión peloponesiaca se vería privado de sus bienes; el descontento de los
campesinos tendría que crear muchas dificultades a la posición de Pericles.
Así,
pues, el jefe peloponesiaco quería terminar la guerra de un solo golpe.
Solamente en caso de fracasar este plan, entraría en acción la flota
paulatinamente preparada de antemano; mas, aún en tal caso, el papel que se le
concedía era secundario. Es posible que los espartanos contaran también con la
ayuda de los oligarcas atenienses. No sin razón Pericles habíase negado a
entrar en negociaciones con el embajador espartano Melesipo, enviado a Atenas
antes de la invasión de Arquídamo al Ática; y los atenienses le despidieron
«con una escolta para evitar que entrara en comunicación con nadie».
La
estrategia ateniense fue expresada en el discurso de Pericles: «El les aconsejó
lo mismo que antes; que se prepararan para la guerra y llevaran todas sus cosas
a la ciudad; que no salieran a librar batalla, sino que se encerraran dentro de
la ciudad y la guardaran, alistando la flota, que era su fuerza, y que no
dejaran de tener bajo sus manos a los aliados.» Era ésta la parte defensiva del
plan, cuyo propósito, tomando en consideración la enorme superioridad de los
peloponesiacos en tierra firme, consistía en enfrentarlos a una guerra de
agotamiento, en la que el papel decisivo sería desempeñado por la flota y por
el poderío financiero de Atenas. El prolongado bloqueo de las costas del
Peloponeso y el embotellamiento del comercio corintio, obligarían al enemigo
—de acuerdo con el plan de Pericles— a pedir la paz, tarde o temprano. En este
plan, el papel principal debían desempeñarlo las fuerzas atenienses en el mar
Jónico. Como ya hemos señalado anteriormente, por allí pasaban los caminos
fundamentales del comercio corintio; desde Sicilia, también iban cereales al
Peloponeso. Para que el bloqueo tuviera éxito, se necesitaba llevarlo a cabo
desde ambos flancos. Y por ello los atenienses «enviaron embajadas, sobre todo
a las localidades vecinas al Peloponeso: Corcira, Cefalonia, Acarnania y
Zacinto, considerando que de serle éstas firmemente adictas, estarían en
condiciones de derrotar al Peloponeso cercándolo».
La
mejor confirmación de acierto de este plan la da el reconocimiento de su
racionalidad por el principal adversario de Pericles: «Los dueños del mar
pueden hacer lo que sólo a veces les es dable hacer a los dueños de la tierra
firme: asolar las tierras de los más fuertes; pueden, precisamente, acercarse
con los barcos hasta los lugares donde no hay enemigos, o donde los hay pocos;
... Si ellos [los atenienses] hubiesen dominado en el mar viviendo en una isla,
tendrían la posibilidad de no sufrir nada malo, aun cuando desearan inferir
daños a los demás.»
Como
todo plan militar, el planteamiento táctico de Pericles tenía un carácter
bélico y, a la par, político-social. Su aspecto más vulnerable era que
sacrificaba los intereses de los campesinos atenienses, cuyas propiedades, en
su totalidad, eran despiadadamente destruidas y asoladas. Esta circunstancia
determinó el crecimiento de la oposición al curso tomado por Pericles en la
Atenas asediada y fue enormemente en detrimento de la capacidad combativa de
Atenas en el comienzo de la guerra. El segundo gran defecto del plan ateniense
fue el de encomendar a la armada un papel meramente pasivo: el bloqueo del
Peloponeso, sin desembarco y sin crear plaza de armas en territorio enemigo.
Solamente la democracia esclavista, que llegó al poder durante el curso de la
guerra, teniendo a la cabeza a Cleón y a Demóstenes, completó el plan de
Pericles incluyendo en el mismo operaciones activas de la flota, lo cual fue,
precisamente, lo que determinó la paz de Nicias, favorablemente a Atenas.
Comienzo de las operaciones
bélicas
Durante
los primeros dos años, las operaciones bélicas se desarrollaron de acuerdo con
los planes estratégicos de las dos partes beligerantes. A mediados de junio del
año 431, los ejércitos peloponesiacos invadieron el Ática, los atenienses
tuvieron tiempo para poner a resguardo a la gente y a sus pertenencias tras los
Largos Muros y en las islas. «Los atenienses... empezaron a hacer entrar, de
los campos a la ciudad, a sus mujeres y a sus hijos, y a acarrear los enseres
restantes; la hacienda menor y las bestias de carga las transportaron a Eubea y
otras islas adyacentes, y desarmaron incluso las partes de madera de sus
casas.» Los peloponesiacos se dirigieron, dejando de lado Enoé, a través de
Eleusis, hacia la llanura Triásica, orientándose hacia el mayor de los demos
atenienses, Acames. El cálculo de Arquídamo era sencillo; había querido
provocar a los atenienses a dar batalla. La amenaza de devastación del Ática debía
—a su entender— obrar con más fuerza sobre los atenienses que la misma
devastación, pues, después de haber sido destruidos sus bienes, los atenienses
ya no tendrían qué perder, de manera que, sin duda, se encerrarían tras los
muros de la ciudad. Cuando la política de expectativa adoptada por Arquídamo no
surtió el efecto deseado, él mismo inició la devastación del Ática, y, en
especial, de la región de Acames. Este demos se hallaba situado a unos nueve
kilómetro de distancia de Atenas, de modo que los de Acames, ubicándose en las
murallas de la ciudad, veían claramente cómo iba siendo destruida su propiedad.
La cantidad de hoplitas que Acames enviaba al ejército de Atenas llegaba a
3.000 hombres, y es fácil imaginarse la indignación de los mismos antes la
inactividad del dirigente ateniense, Pericles.
Para
tener una noción cabal del significado económico-social de los perjuicios
ocasionados por la invasión del Ática por Arquídamo, es necesario prestar
atención a dos detalles. En primer lugar, no obstante el considerable
desarrollo de los oficios de artesanía y del comercio, aún en la época de
Pericles, «al igual que en los tiempos antiguos y también en los posteriores,
hasta la guerra del Peloponeso, la mayoría de los atenienses han nacido y
vivido, con sus familias, en sus campos, obedeciendo a la tradición; por ello
no les resultó fácil evacuar sus casa, con todo lo que tenían, sobre todo
porque hacía poco tiempo que, después de las guerras médicas, habían recobrado
sus posesiones y se habían instalado en ellas». El final de esta cita podría
parecer algo exagerado por parte de Tucídides, pues desde la última derrota de
Jerjes había transcurrido ya medio siglo. Sin embargo, no se han de olvidar las
particularidades de la economía agropecuaria del Ática. En lo fundamental, sus
habitantes se ocupaban no en los cultivos agrícolas propiamente dicho, sino en
plantaciones en la viticultura y la olivicultura, que requieren la labor de
muchos años hasta poder recoger los primeros frutos.
Basta
recordar el célebre cuadro que describe el ideólogo del campesinado ático,
Aristófanes. El oráculo Anfiteo trae, dentro de tres vasijas, tres variantes de
tratados de paz de Lacedemonia. Al enterarse, los acarneses lo acosan:
«Gruesa,
antigua, fuerte, intratable,
Pétrea es la gente, los guerreros de Maratón
Y gritaron a voz en cuello: "¡Ah, pillo,
Tú trajiste la paz, pero nuestros viñedos
Están todos pisoteados!".»
Pétrea es la gente, los guerreros de Maratón
Y gritaron a voz en cuello: "¡Ah, pillo,
Tú trajiste la paz, pero nuestros viñedos
Están todos pisoteados!".»
Al
conocer las tres variantes de tratados de paz por cinco, diez y treinta años,
el héroe de la comedia, Dikeópolos, declara que el primero huele a brea y a
reclutamiento militar (alusión al servicio en la armada y en el ejército), el
segundo tiene el resabio a embajadores, y el tercero tiene aroma y sabor de
ambrosía y néctar. La escena termina con las palabras de Dikeópolos:
«Lo
tomo, lo escancio y lo bebo;
¡Y los acarnenses, que se hundan!
Libre de la guerra y de sus preocupaciones,
Regresaré a mi casa para festejar las Dionisiacas.»
¡Y los acarnenses, que se hundan!
Libre de la guerra y de sus preocupaciones,
Regresaré a mi casa para festejar las Dionisiacas.»
De
manera que la destrucción de las tierras dedicadas a las plantaciones debía
llenar de amargura los corazones de los campesinos que se habían refugiado tras
los inexpugnables muros de Atenas. No obstante, postergando la convocatoria de
la asamblea popular, Pericles contuvo durante mucho tiempo el descontento de
los hoplitas reclutados en los demos rurales, salvando así de hecho al ejército
ateniense de un indudable desastre. Habiendo permanecido en el territorio del
Ática cerca de un mes, los peloponesiacos se vieron forzados a retirarse de
Acames a través de Oropos y de Beocia, después de lo cual licenciaron a los
contingentes aliados y regresaron a sus casas.
En
el año siguiente, 430, la invasión se repitió con la sola diferencia de que
Arquídamo entró en el Ática a comienzos de junio, y desde Acames dobló hacia el
sudeste, en dirección a las minas del Laurión. Durante esa campaña de verano,
los peloponesios permanecieron en el Ática, como máximo, cuarenta días. Pero
esta vez las depredaciones fueron considerablemente mayores que en el año
anterior. Así y todo, tampoco ahora salieron los hoplitas atenienses al
encuentro de sus enemigos.
Durante
los primeros dos años de la guerra, las operaciones activas de los atenienses,
de acuerdo con el plan de Pericles, tuvieron lugar principalmente en el mar. En
el verano del año 431 una poderosa escuadra compuesta de 100 trieres
atenienses, 50 corcirias y algunas jónicas asoló el litoral del Peloponeso.
También en las aguas jónicas tuvo un éxito rotundo la escuadra ateniense: fue
tomada la colonia corintia de Solios, en la Acarnania, con lo cual se
interrumpían las comunicaciones por tierra firma entre Corintio y la región
noroeste, y se lograba la adhesión a Atenas de las cuatro polis de Cefalonia.
La isla de Zacinto, estratégicamente muy importante, hacía tiempo ya que se
había plegado a los atenienses. Esta adhesión de Cefalonia y Zacinto era tanto
más significativa cuanto que se trataba de colonias de Corinto, dorias por su
composición. Posiblemente influyera en ello el ejemplo de Corcira, la que, no
obstante sus vínculos de parentesco con los peloponesiacos, también había
entrado a formar parte de la Liga marítima ateniense. Una de las medidas
importantes tomadas por los atenienses, fue la de expulsar
de su isla a los eginetas. Todo Egina fue literalmente «limpiada» de sus
anteriores habitantes, distribuyéndose las tierras entre 2.700 clerucos
atenienses.
Al
año siguiente, una poderosa armada ateniense, que llevaba a 4.000 hoplitas e
incluso tropas de caballería, se hizo a la mar bajo el mando del propio
Pericles. La flota estaba compuesta de 100 trieres de Atenas y 50 de Quíos y
Lesbos. Fueron asoladas las tierras peloponesiacas alrededor de Epidauro,
Trecene, Hermión y, además, Prasias, en la Laconia. En el invierno del año 429
también fue tomada Potídea, tras grandes dificultades.
En
general, los atenienses habían obtenido en el Norte considerables éxitos
políticos durante los primeros dos años de guerra. Lograron atraerse no pocas
polis tesaliotas. Además, acordaron una alianza con Sitalcés, rey de la más
grande tribu tracia, la de los odrises, y se aseguraron su ayuda militar contra
Calcidia. Mediante la cesión de la región de Terme al rey macedonio Pérdicas,
los atenienses lograron atraerlo a su Liga, de la cual fue miembro.
De
esta manera, desde el punto de vista militar, ninguna de las partes logró,
durante los primeros dos años de guerra, éxitos decisivos, y, en general, la
guerra se desarrollaba de acuerdo con las previsiones de Pericles.
Caída de Pericles
Aún
así, dos hechos vinculados entre sí empeoraron en grado considerable la
situación de Atenas y la de Pericles. El primero fue la afluencia a Atenas de
los fugitivos de toda el Ática. Un pintoresco relato de Tucídides muestra
claramente las calamidades que tuvieron que soportar los habitantes: «Una vez
que llegaron a Atenas, se encontró alojamiento sólo para unos pocos; alguno que
otro fue acogido entre amigos o parientes, pero lo más se establecieron en los
solares deshabitados de la ciudad, en todos los santuarios de dioses y de
héroes. Por el apremio de tan aguda necesidad, fue poblado el llamado
Pelasgicón, situado al pie de la Acrópolis, y no habitado a causa de un
sortilegio... Muchos se instalaron en las torres de las murallas, y donde y
como pudieron; la ciudad no podía dar cabida a todos los que se habían reunido
en su interior, y, posteriormente, ocuparon incluso los Largos Muros,
repartiéndose los lugares, y también la mayor parte del Pireo.» Acerca del
hacinamiento de la población en Atenas habla también Aristófanes.
«¡Vaya
un amor! Pues lo estás viendo, que hace ya ocho inviernos
[que se vive en la estrechez,
En subterráneos,
en toneles, en torres húmedas, en sótanos y en
[nidos de buitres y gavilanes.»
El
segundo hecho era que la situación interna de Atenas se complicó en el segundo
año de la guerra, por una terrible epidemia de peste bubónica que se
desencadenó en la capital, superpoblada hasta el extremo. La peste, proveniente
de Persia, apareció primeramente en el Pireo y luego en Atenas. El hacinamiento
de la población, las condiciones insalubres, la falta de preparación de las
autoridades atenienses para recibir y ubicar a los fugitivos del Ática
intensificaron la calamidad. «El éxodo desde los campos a la ciudad acrecentaba
el sufrimiento de los atenienses, sobre todo el de los propios refugiados. Y
como no alcanzaban las casas, y en verano vivían en chozas estrechas y
sofocantes, morían en medio del mayor desorden: los moribundos, cual cadáveres,
yacían unos sobre otros, o se arrastraban, más muertos que vivos, por las
calles y alrededor de las fuentes, atormentados por la sed. Los santuarios en
los cuales se habían instalado los asilados, en tiendas, estaban llenos de
cadáveres, porque la gente moría allí mismo.
La
epidemia se prolongó durante dos años, y tras una breve interrupción, durante
otro año más. De la enorme mortandad de la población da testimonio el hecho de
que de los 27.000 hoplitas habían perecido 4.400 debido a la peste, esto es, un
16 por 100. En el destacamento de hoplitas que fue a Potídea, en el lapso de 40
días murieron unos 1.500 de los 4.000 enviados. La considerable disminución del
número de ciudadanos atenienses imposibilitaba a los hoplitas salir al campo de
batalla y, simultáneamente, debido a la merma de los remeros, reducía
sensiblemente las posibilidades de la armada de cumplir operaciones activas.
Estas
desgracias, que cayeron inesperadamente sobre Atenas, provocaron esenciales
variaciones en la relación de fuerzas que componían la ecclesia. Aquella
estable mayoría del demos sobre la que se apoyaba Pericles se había reducido en
grado muy sensible. Empezaron a intensificar su actividad los oligarcas que aún
no habían perdido las esperanzas de llegar a un acuerdo con Esparta; además,
los campesinos del Ática, privados de la totalidad de sus bienes, rebosaron de
ánimos acerbos contra Pericles, al que acusaban de ser culpable de las
desgracias que se habían descargado sobre ellos. Como consecuencia de todo
ello, Pericles fue castigado con una gruesa multa en dinero, y al año siguiente
ya no se le reeligió con estratega. En agosto del año 430 fueron enviados
embajadores atenienses a Esparta, mas las condiciones de paz ofrecidas por ésta
eran excesivamente ásperas, y las negociaciones fueron interrumpidas. Y aun
cuando al año siguiente los ánimos del demos habían cambiado y Pericles fue
nuevamente elegido como estratega, la lucha política en Atenas adquirió formas
más agudas y tensas. Después del fallecimiento de Pericles, atacado por la
peste (septiembre del 429), el demos ateniense quedó sin su dirigente reconocido.
Este hecho agudizó más aún la lucha política en Atenas. Ciertamente, la
aristocracia esclavista se abstuvo de intervenir activamente en política,
disimulando sus ánimos laconófilos y limitándose a atacar a la democracia
esclavista con panfletos calumniosos (del tipo de la Política ateniense seudojenofontiana).
En cambio, fueron manifestándose con mayor agudeza las contradicciones en el
interior del demos, desarrollándose la lucha entre dos corrientes
fundamentales: la moderada, que se apoyaba sobre los grandes esclavistas,
encabezados por Nicias, y la radical, que representaba las aspiraciones de los
círculos interesados en el mantenimiento y ampliación de la arqué, encabezados
por Cleón.
El asedio a Platea
Los
primeros años de guerra demostraron la invulnerabilidad militar de Atenas en
tierra firma. Los fines directos e inmediatos de las dos primeras campañas
contra el Ática, en los años 431 y 430, que se caracterizaron por la
destrucción de las viejas plantaciones, habían sido satisfechas en lo
fundamental. Pero Atenas seguía siendo igualmente inaccesible para el
adversario. Además, la terrible epidemia que agotaba al Ática provocaba serios
temores entre los peloponesios. En vista de todas estas circunstancias, los
planes militares de Esparta y de sus aliados debieron sufrir algunas variantes.
Durante el año 429, sus ejércitos no invadieron al Ática. En los siguientes
años de la guerra de Arquídamo, lo hicieron sólo en dos oportunidades: en el
año 428,
bajo el mando de Arquídamo, limitándose a asolar la rica llanura Triásica; y en
el año 427, cuando la expedición al Ática fue primordialmente provocada por el
deseo de prestar apoyo a Mitilene, que se había sublevado. A partir de
entonces, y a lo largo de 15 años —hasta la misma guerra de Decelia—, el Ática
no sufrió ninguna invasión directa del enemigo.
Habiendo
perdido las esperanzas de derrotar a los atenienses con un solo golpe decisivo,
los espartanos fijaron su atención en teatros secundarios de operaciones
bélicas, calculando tener éxito siquiera en esos puntos. Uno de ellos era
Platea. Esta pequeña polis, si bien estaba rodeada de altas murallas, contaba
tan sólo con 400 guerreros capaces de combatir. La importancia de Platea
residía en su condición de puesto avanzado ateniense en Beocia, donde
constituía una amenaza constante en las vías de comunicación entre Tebas y el
ejército peloponesiaco invasor. Los plateos, después de la victoria sobre
Jerjes, «gozaban de la protección de todos los helenos», mas siempre se
inclinaron por una alianza con Atenas, pues temían una agresión por parte de
Tebas. Y precisamente contra esa diminuta polis avanzó en el año 429 el
ejército de Arquídamo, compuesto de 60.000 hoplitas. El asedio de Platea,
descrito detalladamente por Tucídides, ofrece gran interés desde el punto de
vista técnico militar, por lo cual nos detendremos en él con más minuciosidad.
Toda
la ciudad fue cercada con una empalizada de madera y un terraplén, que fue
elevado ininterrumpidamente durante 70 días y noches para que superara en
altura el nivel de las murallas de la ciudad sitiada. Pero los plateos fueron
elevando simultáneamente su muralla, paralela a la valla enemiga. Además, los
sitiados socavaban constantemente esa valla y llevaban la tierra al interior de
la ciudad, de manera que el terraplén perdía altura. Como precaución
complementaria, en el interior de la ciudad erigieron otra muralla más. Las
tentativas de romper las murallas de Platea por medio de arietes fueron
paralizadas con enormes troncos de árboles que eran fijados con cadenas de
hierro a la parte superior de las murallas. Los troncos eran proyectados contra
los arietes de los sitiadores, rompían sus partes delanteras y eran izados con
las cadenas. Viendo la inutilidad de sus tentativas, los peloponesiacos resolvieron
desalojar a los plateos a fuerza de humo. Tal recurso tenía probabilidades de
éxito, puesto que el área de la ciudad era bastante pequeña. Habiendo llenado
de haces de ramaje seco todo el espacio comprendido entre el terraplén y las
murallas, los peloponesiacos les prendieron fuego. «Se levantó una llamarada
tal, como nadie había visto nunca hasta aquel momento, al menos producida por
las manos del hombre.» Pero la casualidad quiso que una lluvia torrencial
anulara también este peligro. Inmediatamente después decidieron los
peloponesiacos levantar baluartes de asedio en torno a Platea, dejando en ellos
una guarnición para continuar el sitio; todo el resto del ejército fue
licenciado y hecho regresar a sus casas. Fueron sitiados 400 plateos, 80 atenienses
y 110 mujeres, que se habían quedado en la ciudad voluntariamente. Todos los
esclavos fueron evacuados de Platea, al parecer para evitar una posible
traición. Los ancianos, los niños y la mayor parte de las mujeres habían sido
anteriormente trasladados a Atenas. Así y todo, debió pasar mucho tiempo aún
antes de que los peloponesiacos pudieran apoderarse de la ciudad, valientemente
defendida. En el invierno, la mitad de la guarnición sitiada, unos 220 hombres,
aprovechando el mal tiempo, hicieron una salida empleando escaleras preparadas
de antemano. Subieron las murallas y, dando muerte, protegidos por la oscuridad
de la noche, a un considerable número de sitiadores, se abrieron camino,
primero a Tebas y luego hacia Atenas, adonde llegaron sanos y salvos.
En
pleno verano del quinto año de la guerra, tras un asedio de dos años, los 200
plateos y 25 atenienses que habían quedado en la ciudad se rindieron a los
lacedemonios y fueron ejecutados sin excepción, siendo las mujeres vendidas
como esclavas. La ciudad fue literalmente arrasada —llevada a ras del suelo—
por los espartanos.
El
asedio de Platea pone en evidencia la imperfección de la técnica de asedio que
se practicaba en aquel tiempo, e ilustra mejor aún la total inaccesibilidad,
para el ejército peloponesiaco, de Atenas, que poseía al Pireo. La prolongada
defensa de Platea volvió a demostrar convincentemente que la estrategia de la
Liga del Peloponeso se encontraba en un callejón sin salida.
Guerra civil en Lesbos y Corcira
De
esta manera, el desarrollo de las operaciones bélicas de los peloponesiacos
durante los dos años y medio que siguieron a la muerte de Pericles, volvió a
demostrar la invulnerabilidad de Atenas. Esta incluso ensanchó su esfera de
influencia en el Occidente, en la Acarnania y en las islas Jónicas. Sin
embargo, el plan de Pericles, en su aspecto ofensivo, no había alcanzado ni
mucho menos el efecto esperado por los atenienses. El bloqueo del Peloponeso
era realizado con bastante intensidad, mas no hasta un punto que forzara al
enemigo a capitular. Cierto es que entre los aliados y Esparta había comenzado
a manifestarse alguna fatiga. Así, por ejemplo, Tucídides dice que los
peloponesiacos «ya no sentían deseos de ir a la guerra», pero, aun así, sin
operaciones bélicas más arriesgadas, como un desembarco en el mismo Peloponeso,
los atenienses no podían contar con un triunfo. Además, la situación interna en
la arqué había empeorado bruscamente en aquel tiempo. Durante el cuarto, y
sobre todo el quinto año de la guerra, los oligarcas de las polis sometidas a
Atenas, persuadidos ya de la inexpugnabilidad militar de ésta, comenzaron a
intervenir abiertamente, armas en mano, en favor de la Liga del Peloponeso. Si
a principios de la guerra los choques habían asumido, en lo fundamental, un
carácter político exterior, siendo determinados, en primer lugar, por el
antagonismo espartano-ateniense, ahora las operaciones militares adquirían otro
cariz. Comenzó a desempeñar un papel primordial la lucha política interna entre
la oligarquía y la democracia, lo cual se manifestaba habitualmente en forma de
guerra civil en las polis aliadas a Atenas.
Los
oligarcas escogieron como primer punto donde alzarse contra el poder soberano
de la ecclesia ateniense «al hermoso país del vino y de las canciones», Lesbos.
Esta isla, situada en el extremos nordeste del mar Egeo, y cuya superficie es
de unos 2.400 kilómetros cuadrados, con una población que llegaba a unos
150.000 hombres, es la más grande y opulenta de todo el archipiélago. A diferencia
de la mayoría de los miembros de la arqué, Lesbos, al igual que Quíos, gozaba
de cierta autonomía y disponía de su propia armada. No representaba a un Estado
unido. Existían en la isla varias polis independientes. En la parte norte se
encontraba Metimna, en la que imperaba el régimen político democrático. En el
sudeste estaba situada la polis más grande de Lesbos, Mitilene, en la que
gobernaban los oligarcas. Las restantes poblaciones de la isla —Antisa, Arisba,
Pirra y Eresos— gravitaban políticamente hacia Mitilene. La población de Lesbos
se hallaba muy vinculada por lazos de parentesco con los beocios, y su
aristocracia mantenía vínculos políticos con los oligarcas tebanos.
Desde
los comienzos de la guerra, las tendencias separatistas de Mitilene se
intensificaron considerablemente, y la aristocracia local emprendió serios
preparativos para una rebelión. Empezaron a rodear los puertos con represas y a
fortificar las murallas, equiparon naves, contrataron arqueros en la
organización de un sinoicismo coactivo con los demás pobladores de la isla.
Además, se dieron a la búsqueda, oficialmente, de un contacto con la
Liga del Peloponeso.
A
la vista de estos hechos, los atenienses retuvieron en su puerto 10 trieres
mitilenias y enviaron a Mitilene 40 barcos equipados para efectuar operaciones
alrededor del Peloponeso, bajo el mando de Cleipides. Pero los mitilenios
fueron puestos sobre aviso y tomaron medidas de precaución. Cleipides no se animó
a atacar abiertamente a la ciudad. Las negociaciones no dieron ningún
resultado, y los mitilenios enviaron una triere a Lacedemonia pidiendo auxilio.
Ni Cleipides ni los rebeldes iniciaban operaciones activas, esperando ayuda: el
primero de Atenas, los segundos de Lacedemonia. Sin embargo, algo más tarde,
los atenienses, reforzados por algunos destacamentos aliados, cerraron por mar
los dos puertos de Mitilene.
En
el ínterin, los embajadores mitilenios llegaron a Lacedemonia, siendo invitados
por los espartanos a asistir a los festejos en Olimpia, donde tenía lugar la
consulta confederal del Peloponeso. Habiendo presentado la situación de los
atenienses con colores muy lóbregos, los embajadores subrayaron el agotamiento
de los recursos de Atenas e instaron a Esparta a enviar un ejército auxiliar a
Lesbos y a invadir simultáneamente al Ática por tierra y por mar. La propuesta
fue aceptada por los espartanos.
Pero
la movilización declarada por sus aliados avanzó con extrema lentitud, pues se
dirigieron al istmo solamente los espartanos, a cuyo encuentro partieron 100
trieres atenienses. Otras 100 naves de Atenas estaban asolando el litoral de la
Laconia, lo cual forzó a los espartanos a retirarse inmediatamente a sus lares.
Solamente con un gran retraso, a finales de mayo del año 427, 40 barcos
peloponesiacos fueron enviados a Lesbos. Para ese entonces, el estratega
ateniense Paqués, habiendo arribado a la isla con 1.000 hoplitas, ya había
cercado a Mitilene con un muro y puesto sitio a la ciudad, por tierra y por
mar.
Sin
esperar a la escuadra peloponesiaca, que avanzaba con excesiva demora, los
oligarcas mitilenios se vieron obligados a armar al demos con el fin de
defender a la ciudad. Pero el demos, al conseguir las armas, se sublevó y
exigió la distribución de los cereales de manera equitativa entre todos los
ciudadanos, amenazando, en caso contrario, entregar la ciudad a los atenienses.
Temiendo una sublevación de todo el pueblo, los oligarcas prefirieron el poder
de los atenienses, y capitularon a comienzos de julio del año 427, entregándose
a Paqués, quien envió a 1.000 de ellos prisioneros a Atenas. La escuadra
peloponesiaca, que llegó después de la capitulación de Mitilene, no se atrevió
a encontrarse con los atenienses en el mar, y regresó al Peloponeso.
El
castigo que debería aplicarse a los mitilenios provocó grandes discrepancias en
la ecclesia ateniense. En la primera reunión (agosto del 427), a propuesta de
Cleón, hijo de Cleainetos, se resolvió ejecutar no sólo a los oligarcas
enviados por Paqués a Atenas, sino a todos los pobladores de Mitilene; las
mujeres y los niños debían ser vendidos como esclavos. Sin embargo, en la
segunda reunión la cuestión volvió a ser planteada con el propósito de
someterla a una consideración más detenida, y, no obstante la oposición de
Cleón, la ecclesia resolvió, por una insignificante mayoría de votos, ejecutar
solamente a 1.000 aristócratas, demoler las murallas de Mitilene y privarla de
la flota. Las tierras de Lesbos fueron repartidas (salvo las de Metimna, fiel a
Atenas) entre los 2.700 clerucos atenienses. Los lesbios pagaban anualmente a
los clerucos la cantidad de 54 talentos.
Acontecimientos
análogos a los de Mitilene se desarrollaron en Corcira, donde los disturbios se
habían iniciado al regresar de Corinto los aristócratas hechos prisioneros en
las batallas de Epidamne y de las islas de Sibota. Al comienzo de la guerra,
los corcirios habían resuelto mantener su alianza defensiva con los atenienses,
pero sin declarar guerra alguna a la Liga peloponesiaca. Mas los oligarcas
organizaron una conjuración, dieron muerte al cabecilla del partido
proateniense, Pitias, y a otros 60 demócratas, de los cuales sólo unos pocos
dirigentes lograron huir a Atenas. Los oligarcas, una vez en el poder,
declararon primeramente que Corcira se atendría a una neutralidad armada con
respecto a ambos beligerantes. Pero después de la llegada de una triere
corintia y algunos embajadores espartanos, fue organizado un segundo ataque a
los demócratas. Los combates continuaron varios días. «Ambos bandos enviaron
heraldos a los campos circundantes para llamar en su ayuda a los esclavos, con
la promesa de la
libertad. La mayoría de ellos se plegó a los demócratas, en tanto que
a los aristócratas sólo les llegaron unas 800 personas desde el continente.» La
tenaz lucha terminó con el triunfo de los demócratas.
Esto
provocó la intervención armada de las dos partes en guerra, puesto que Corcira
era la llave de todo el archipiélago jónico. Los peloponesiacos enviaron a
Corcira 53 trieres, y los atenienses 11 primero y otras 60 después, lo cual
hizo retroceder a aquéllos.
Tras
el arribo de la segunda escuadra ateniense, los demócratas corcirios comenzaron
a vengarse de los oligarcas y sus partidarios. «Pero también cayeron algunos
víctimas de enemistades privadas y otros murieron a maños de sus acreedores.»
Parte de los oligarcas expulsados se fortificaron en Istone (un cerro al sur de
la ciudad de Corcira). La lucha entre los ciudadanos y los expulsados se
prolongó durante muchos tiempo, hasta que arribó a la isla, en el año 425, una
fuerte escuadra ateniense, que iba camino a Sicilia. Con la ayuda de los
atenienses, los demócratas atacaron la fortificación de Istone y la tomaron por
asalto. Todos los prisioneros fueron muertos, y las mujeres, convertidas en
esclavas. Como conclusión, Tucídides constata melancólicamente: «Este fue el
final de las enconadas luchas intestinas, al menos por la duración de esta
guerra, pues lo que quedaba del otro bando [el de los oligarcas] no es digno de
mención.»
Los
acontecimientos de Corcira y de Mitilene guardan entre sí muchos rasgos de
semejanza, pero también otros tantos que los diferencian. Anotemos, en primer
lugar, que la lucha político-social más encarnizada se presenta, precisamente,
en las polis más desarrolladas y adelantadas. En esto reside el lado débil de
toda la democracia esclavista. Y en esto se encierra también una de las causas
de la derrota final de Atenas. Lo común de los acontecimientos de Lesbos y de
Corcira es que la iniciativa, tanto en una como en la otra, estuvo en manos de
los oligarcas. En las dos polis los oligarcas acudieron a Esparta en busca de
ayuda, al tiempo que los demócratas se orientaron hacia Atenas. «En cuanto a
los aliados, entre ellos la muchedumbre, también persigue, con malintencionadas
calumnias y odios, a los nobles», escribe el autor de la seudo-jenofontiana Constitución
de Atenas, de inspiración aristocrática, al parecer, bajo la impresión de
los acontecimientos que hemos considerado.
Si
durante el primer período de guerra, los oligarcas, en la esperanza del pronto
triunfo de Esparta, a su criterio inevitable, estaban en una serie de polis
animados de paciente espera, ahora, en cambio, se colocaron abiertamente en el
camino de la rebelión y, en primer lugar, buscaron la ayuda del Peloponeso. El
apoyo social de la aristocracia mitilenia era sumamente reducido. De hecho, su
poder se mantenía no debido a la confianza de la mayoría de los ciudadanos,
sino únicamente a que el demos mitilenio carecía de hoplitas. La base social de
la oligarquía corciria era más reducida aún: la misma trataba de adueñarse del
poder por vía de conjuraciones, creyendo posible retenerlo sólo con el apoyo de
las fuerzas armadas de los peloponesiacos. Y es preciso tener en cuenta que los
corcinos, dorios por su origen, según el punto de vista de los conceptos de los
antiguos helenos, debían sentirse ajenos a Atenas y cercanos a Esparta.
La
descripción de los acontecimientos de Corcira, que nos suministra Tucídides,
proporciona algunos rasgos, pequeños pero interesantes, que caracterizan la
composición social de los oligarcas. En primer lugar, figuran la nobleza de
abolengo y los individuos adinerados: los usureros, los grandes propietarios de
barcos, los grandes terratenientes y los poseedores de gran número de esclavos.
Lo exacerbado de la lucha política en Corcira, tan minuciosamente descrita por
Tucídides, no puede explicarse sólo por las rivalidades tribales o raciales; el
papel decisivo lo desempeñaban las clases sociales: el bajo pueblo explotado
ajustaba cuentas con sus opresores.
Es
de excepcional importancia el testimonio que hemos citado sobre la
participación de los esclavos en la guerra civil de Corcira. En general,
estamos informados deficientemente acerca de los ánimos reinantes entre los esclavos
griegos en el siglo v, y menos aún
acerca de su participación, directa o indirecta, en la lucha político-social de
aquellos tiempos. Se desprende con claridad de las palabras de Tucídides que,
en primer lugar, había en Corcira una cantidad bastante considerable de
esclavos; en segundo lugar, y como era de esperar, los mismos estaban
concentrados en los campos y, en consecuencia, se hallaban ocupados en la
cosecha (a mediados de agosto); en tercer lugar, la «mayoría de los esclavos se
plegó a los demócratas», puesto que sus explotadores principales, al parecer,
formaban parte de la agrupación oligárquica. Finalmente, en cuarto lugar, la
mayoría de los esclavos fue atraída hacia el lado de los demócratas mediante la
promesa de la libertad. Sin embargo, aún en este caso los esclavos no eran más
que peones en el tablero ajedrecístico que tenían en sus manos las clases
dominantes. Todo el contexto de Tucídides da testimonio no del papel autónomo
de los esclavos, sino de la tensión de esa lucha civil, puesto que aquéllos
estaban fuera de la sociedad ciudadana; y el hecho mismo de haber recurrido los
ciudadanos a su ayuda, parecía a los contemporáneos algo fuera de común.
Recrudecimiento de la lucha
político-social en Atenas
Aún
no hemos tocado la importantísima cuestión de la lucha interna en Atenas,
durante los tensos acontecimientos del año 427. Pero es necesario echar
previamente una mirada sobre el estado de las finanzas atenienses. Tucídides
señala, en uno de los discursos de Pericles, la riqueza del tesoro del Estado,
como factor decisivo en los planes militares: «La fuerzas de los atenienses se
fundamenta en la afluencia de dinero de parte de los aliados, y en la mayoría
de los casos, en la guerra suelen vencer la sensatez y la abundancia de
dinero.» En efecto, al comenzar la guerra, había atesorados en Atenas una
cantidad no menor de 9.000 talentos y otros valores. Además, los atenienses
habían recibido, durante el primer quinquenio de la guerra, como mínimo unos
3.000 talentos en concepto de foros de sus aliados.
Sin
embargo, los gastos durante los primeros años de la guerra supusieron casi por
completo esa suma, enorme según la escala de los griegos. El asedio de Potídea
costó 2.000 talentos. La sola manutención de la flota llegaba a la suma de
1.000 talentos anuales. De esta manera, el fisco ateniense se encontraba en una
situación que distaba mucho de ser lo que se dice «brillante», al tiempo que
las operaciones bélicas, que estaban prolongándose, requerían recursos complementarios.
Tanto
en el ámbito financiero como en el estrictamente militar, las medidas decisivas
estaban a la orden del día. Ya durante la expedición a la ciudad de Mitilene,
los atenienses se habían decidido a adoptar una medida totalmente
extraordinaria para aquellos tiempos, como lo era la implantación de un
impuesto directo, por una sola vez, sobre los bienes de los ciudadanos. «Los
mismos atenienses oblaron entonces, por vez primera, en calidad de impuesto
directo (éisfora), doscientos talentos.» La éisfora constituyo un impuesto
directo para las necesidades de la guerra, introducido por una resolución
especial de la ecclesia. Era cobrado a los ciudadanos de las tres primeras
clases establecidas en su tiempo por Solón, en función de sus ingresos. La
cobranza de este impuesto era cedida en arriendo. Al mismo tiempo, Atenas había
equipado «para enviarlas a los aliados, doce naves encargadas de recaudar el
dinero, al mando del estratega Lisicles, con catorce compañeros suyos».
Recorrió
las tierras de los «aliados de Atenas» en el Asia Menor, recaudando dinero.
Sucumbió más tarde, junto con otros muchos guerreros atenienses, en la llanura
del Meandro, durante un ataque de los carios. La misma suerte corrió, antes,
otro recaudador de tributos entre los «aliados», Melesandro.
Sin
embargo, tanto la éisfora como la recaudación de dinero por Lisicles no eran
más que una gota de agua en el mar de los gastos militares.
La
cuestión financiera se complicaba aún más por el hecho de que, además de la
necesidad de llenar el exhausto tesoro del Estado para poder activar las
operaciones de guerra, frente a Atenas se erguía otro problema de importancia
no menos que los asuntos bélicos: el de alimentar a la plebe urbana y a los
campesinos empobrecidos que habían afluido a la ciudad desde todas parte del
Ática. Las decisiones sobre «los aliados sublevados» eran tomadas por los
dirigentes del demos, tomando en consideración todas las circunstancias
anotadas. Así, por ejemplo, como ya hemos señalado, de acuerdo con el decreto
final de la ecclesia sobre la cuestión de Mitilene, se preveía la distribución
de todo el territorio de Lesbos (excepto el de Metimna) entre 2.700 clerucos
atenienses. En este caso, no se trataba de clerucos del tipo habitual, de los
que se trasladaban por sí mismos al nuevo territorio, disponiendo a su propio
entender de las parcelas ocupadas. «Los propios lesbios cultivaban su tierra y
debían ir pagando, en dinero contante, dos minas anuales por cada lote.»
Resultaba así que la cleruquía no lo era más que nominalmente. Los propietarios
de los lotes lesbios —los atenienses— podían permanecer en Atenas, pero unos
3.000 ciudadanos, más o menos, obtenían ingresos complementarios de dos óbolos
por día.
Pericles
había logrado dirigir tanto tiempo (durante 15 años enteros) la ecclesia,
siempre tumultuosa y vacilante, ante todo porque, por una parte, él gozaba de
la absoluta confianza de las amplias masas del demos en su condición de
luchador contra el sistema oligárquico, y por otra, él mismo se hallaba
socialmente vinculado con los círculos aristocráticos. Perteneciendo, por su
origen, a la estirpe de los Alcmeónidas, siendo él mismo bastante acaudalado,
Pericles imponía confianza a muchos de los aristócratas a los cuales eran caros
los intereses estatales de Atenas. También reconciliaba a los aristócratas con
el dominio de Pericles el hecho de que él fuera alejándose más y más del
sistema democrático. Tucídides caracteriza muy acertadamente su gobierno: «De
nombre, aquello era una democracia, pero, de hecho, el poder pertenecía al
primer ciudadano.» Plutarco dice: «Tampoco lo confundía el hecho de que siempre
se lo molestara con reproches a muchos de sus propios amigos..., que los coros
entonaran canciones sarcásticas avergonzándolo y denigrándolo por su método de
llevar la guerra.»
Sólo
la devastación del Ática por Arquídamo y la terrible peste bubónica socavaron
temporalmente la confianza depositada en Pericles. Los ataques que le eran
dirigidos, partían de dos lados. En primer lugar, los aristócratas de ánimos
laconófilos actuaban bajo la divisa de «paz con Esparta». En lo que toca a la
popularidad de tal divisa, a su fuerza atractiva, incluso en los círculos no
aristocráticos, puede hallarse testimonio en la pieza Los Arcanenses, de
Aristófanes. ¡Qué feliz se siente Dikeópolos, que ha hecho la paz, él solo, con
los espartanos (1069-1234), en comparación con el desdichado derrotado guerrero
Lámaco!
Por
otra parte, los campesinos del Ática y la gente sencilla de Atenas, sobre cuyos
hombros había caído el peso principal de la guerra, también comenzaron a
manifestar enérgicamente su descontento respecto a Pericles. Este descontento
desde dos lados es brillantemente caracterizado por Tucídides: «Los atenienses,
en su política, seguían los sugerido por él [por Pericles] ...; mas en su vida
privada, les afligían las desgracias: a la gente sencilla, por haber perdido lo
poco que poseía, y a los ricos, por haberse visto privados de sus espléndidas
posesiones, que consistían en hermosas casas situadas en los territorios del
Ática, habían perdido instalaciones de alto valor y, más que todo, porque en
lugar de paz tenían guerra.»
A
pesar de que no puede ponerse un signo de igualdad entre la oposición
oligárquica y los ánimos de las amplias masas campesinas, ambos grupos
representaban las partes componentes, por decirlo así, de «la oposición desde
la derecha». Además de esta que, como es claro, no podía prevalecer en la
ecclesia ateniense, existía otro grupo social más, no menos peligroso para el
poder de Pericles. Era el de los círculos del demos cuyos intereses económicos
dependían del poderío de la arqué: los artesanos y los mercaderes que se
ocupaban de la exportación, «la plebe náutica», los ciudadanos que trabajaban
en la construcción de templos, la masa de los clerucos, etc. Como dirigente
reconocido de estos grupos se iba imponiendo gradualmente Cleón, quien
desempeñó un papel bastante considerable en la decadencia de la autoridad de
Pericles. Plutarco considera completamente verosímil que incluso el último
proceso judicial incoado contra Pericles fuera tramado precisamente por Cleón.
Acerca de los recelos de Pericles dan testimonio también los versos de Hermipo:
«Apenas
llegas [Pericles] a ver cómo el puñal
Comienza a ser aguzado en la piedra de esmeril,
Y cómo brilla la aguda hoja, te pones a aullar, temiendo
La ira relampagueante de Cleón.»
Comienza a ser aguzado en la piedra de esmeril,
Y cómo brilla la aguda hoja, te pones a aullar, temiendo
La ira relampagueante de Cleón.»
También
Tucídides alude a las acciones conjuntas de los ricos terratenientes y del bajo
pueblo contra Pericles, y caracteriza así los ánimos de los atenienses durante
los primeros años de la guerra: «... mas, en su vida privada, les afligían las
desgracias; a la gente sencilla (demos), por haber perdido lo poco que poseía,
y a los ricos (dunatoi), por haberse visto privados de sus espléndidas
posesiones...».
De
esta manera, la condena temporal de Pericles fue, al parecer, el resultado de
una coalición opositora «desde derecha e izquierda». Sin embargo, el bloque de
estos dos grupos, de los cuales uno exigía la paz y el otro pugnaba en favor de
una activación de las operaciones bélicas, no podía ser duradero. La caída, y
luego la muerte de Pericles, se convirtieron en el preludio de una encarnizada
lucha política en la ecclesia.
La
mayoría del demos, con cuyo apoyo gobernó Pericles, se había dividido
definitivamente. La cúspide del demos, que pertenecía a los grandes
terratenientes y a los potentados usureros, se había unido provisionalmente con
los antiguos adversarios de Pericles, esto es, con los aristócratas animados de
un espíritu laconófilo. La finalidad de este grupo era hacer la paz con Esparta,
para luego, contando con su ayuda, aplastar a la democracia radical. Sin
embargo, dentro de las condiciones del tiempo de guerra, sus cabecillas debían
proceder con suma cautela, para no ser acusados de traición. El dirigente
reconocido de tal agrupación era Nicias.
La
mayoría del demos urbano, dirigida por los ricos artesanos, se inclinaba a
favor de la activación de las operaciones bélicas y del refuerzo militar de
Atenas hasta lograr la victoria final. Tales capas de la población urbana,
después de la invasión de Arquídamo, gozaban, al parecer, del apoyo de ciertos
grupos del campesinado que había perdido todos sus bienes y que esperaban
hallar mejora para su situación sólo en un completo triunfo sobre los
peloponesiacos. No sin razón los de Acarnes, en la comedia de Aristófanes a la
que dan nombre, se presentan en calidad de jurados contrarios a la paz con
Esparta. A la cabeza de este grupo se hallaba Cleón.
Las
corrientes políticas en Atenas, después de la muerte de Pericles, son
brillantemente personificadas por Nicias y Cleón. El primero, hijo de Nicerato,
pertenecía a la flor de la nobleza ateniense. Había comenzado su carrera
política todavía en vida de Pericles y, junto con él, ocupó el cargo de
estratega. «Después del fallecimiento de Pericles, Nicias fue promovido
inmediatamente al cargo superior, principalmente por los ricos y por los de
abolengo, los que lo contraponían al osado Cleón; por otra parte, también el
pueblo le era favorable y secundaba sus ambiciones.»
Aristóteles,
partidario de la aristocracia moderada, lo considera, junto a Tucídides —el
hijo de Melesías— y a Terámenes, como «el mejor de los políticos en Atenas».
Tucídides, discreto en sus apreciaciones, también caracteriza a Nicias como a
un hombre que «en su conducta siguió siempre los principios de la virtud», y
como al «más experimentado estratega» ateniense.
Se
comprende que todas estas brillantes caracterizaciones se deben no a las
cualidades personales de Nicias, sino, en primer lugar, a que su línea
política, dentro de la tensión creada por la guerra del Peloponeso,
correspondía totalmente a los puntos de vista personales de Tucídides, de
Aristóteles y de Plutarco.
Nicias
era uno de los hombres más acaudalados de toda la Hélade. Su fortuna se
calculaba en una suma no menor a los 100 talentos, cuya mayor parte
representada por dinero en efectivo, razón por la cual había sufrido poco con
la invasión de Arquídamo. De acuerdo con lo que informa Jenofonte, Nicias
poseía 1.000 esclavos, que trabajaban en los yacimientos del Laurión, aportando
cada uno de ellos a su amo un óbolo diario. Se hizo especialmente célebre por
su munificencia durante los festejos de las liturgias, tan frecuentes en
Atenas. «Conquistaba la estima del pueblo mediante las coregías, las
gimnasiarquias y otras prodigalidades similares, superando, en suntuosidad y en
saber complacer, a todos sus antecesores y contemporáneos. Se hizo proverbial
su pusilanimidad e irresolución. En efecto, en el caldeado clima político de la
Atenas de aquel tiempo debía estar constantemente alerta. Quizá así se explique
precisamente su tendencia a tener todos sus bienes en dinero efectivo, para
poder llevarlos consigo con más facilidad. Son precisamente estos rasgos del
carácter de Nicias los que aprovecha Aristófanes en su comedia Los
Caballeros, para hacerlo objeto de sus mofas.
En
medio de las circunstancias de la guerra, Nicias no pudo proclamar abiertamente
su divisa de paz con Esparta, pero, en cambio, aprovechó al máximo todas las
posibilidades para entablar negociaciones de paz. A lo largo de toda su
actividad militar y administrativa, Nicias se afanaba en no asumir
responsabilidades con ninguna medida decisiva. Esto se advierte en su
comportamiento, tanto durante la campaña de Pilos como en la expedición a
Sicilia, y por ello resultó la figura más adecuada para los círculos que
tendían no al desarrollo de las operaciones bélicas, sino más bien a su
reducción. Era claro que un dirigente del tipo de Nicias, no podía llevar a
Atenas al triunfo.
El
adversario de Nicias era Cleón, hijo de Cleainetos, figura dirigente de la
democracia radical. A diferencia de aquél, procedía de la masa del pueblo.
Según Aristófanes, el padre de Cleón «tenía un taller en que trabajaban
esclavos curtidores».
Las
mofas de que lo hace objeto Aristófanes testimonian inmejorablemente hasta qué
punto era odiado Cleón por la clase de la nobleza ateniense, debido
precisamente a su estirpe. Uno de los personajes de Los Caballeros, Demóstenes,
pregunta al Choricero: «¿No eres acaso de los nobles?», y enterado de que su
interlocutor procede del pueblo, le declara:
«¡Dichoso
tu destino!
Veo que eres feliz por tu nacimiento»,
Veo que eres feliz por tu nacimiento»,
y
continúa luego:
«Pues
ser demagogo no es cosa de leídos,
No es cosa de ciudadanos honrados y decentes,
Sino de iletrados e inservibles.»
No es cosa de ciudadanos honrados y decentes,
Sino de iletrados e inservibles.»
Más
adelante, el Choricero, en la misma comedia, reprocha al Demos:
«Pues
tú pareces un niño mimado,
Y ahuyentas a los adoradores nobles.
A los faroleros, a los curtidores
Y a los desolladores te entregas gozoso.»
Y ahuyentas a los adoradores nobles.
A los faroleros, a los curtidores
Y a los desolladores te entregas gozoso.»
Cleón,
hombre de fuerte carácter, bien orientado, decidido y, además, excelente
orador, se presentó con un programa de osadas medidas, tanto militares como
políticas y financieras. Nicias, no obstante todas sus riquezas y
vinculaciones, se veía constantemente forzado a ceder terreno frente a su
adversario, insistente y enérgico.
En
primer lugar, Cleón estaba estrechamente vinculado a las amplias masas del
demos. Inclusive Tucídides, que era un enemigo personal, y que lo caracteriza
como «el más inclinado a la violencia de los ciudadanos», se ve, a pesar de
todo, obligado a reconocer que «en aquel tiempo, Cleón gozaba en muchos
sentidos de la confianza del demos». Al apreciar las probabilidades de las dos
partes beligerantes, Cleón lo hacía con un optimismo que derivaba de sus
estrechos vínculos con el demos, y en ello residía su fuerza.
La
idea básica de Cleón consistía en que Atenas estaba en condiciones de vencer a
Esparta a condición de no limitarse a la defensa, sino desarrollar operaciones
agresivas en el propio territorio del Peloponeso. Como premisas para esas
operaciones era necesario: 1) la represión de los «aliados»; 2) la seguridad
material de los ciudadanos atenienses; 3) la amplia sustentación financiera de
igualmente amplias operaciones de agresión. Precisamente en la estructura total
de este programa hay que considerar las medidas y las intervenciones de Cleón
en la ecclesia. Sus puntos de vista en la cuestión de los aliados aparecen
expuestos con toda nitidez por Tucídides. En la ecclesia, Cleón exigía la
ejecución de todos los mitilenios, y la venta como esclavos de sus mujeres y
niños. Tal medida parece muy cruel e injusta. Pero, aun así, hay que reconocer
que tal cruel propuesta era una consecuencia lógica de su propia premisa, y
viene al caso decirlo, también de Pericles, según la cual, siendo el poder de
los atenienses sobre sus aliados una tiranía, sólo se la podía mantener
mediante procedimientos tiránicos.
Otros
ataques se los ganó Cleón por su propuesta de aumentar la paga a los heliastas
(miembros del tribunal), de dos a tres óbolos por cada sesión.
En
la comedia Los Caballeros, Aristófanes no lo llama con otro nombre que
no sea «Cleón, el de tres céntimos». Sin embargo, esta medida, según el
proyecto de Cleón, debía mitigar, aunque fuera parcialmente, el peso de la guerra
que gravitaba sobre la población.
La
participación en la heliea durante la guerra constituía a menudo el único
ingreso del ateniense pobre, carente de cualquier posibilidad para encontrar
otros medios de subsistencia. A la pregunta del Niño (en Las Avispas, de
Aristófanes):
«Ay
padre mío, si los jueces
No sesionaran en la heliea,
¿Dónde encontrarías para nuestro desayuno?
Para la cena, ¿qué harías?
¿Qué idearías? ¿Dónde está la salvación?
¿Quizá arrojarnos al agua de cabeza?»,
No sesionaran en la heliea,
¿Dónde encontrarías para nuestro desayuno?
Para la cena, ¿qué harías?
¿Qué idearías? ¿Dónde está la salvación?
¿Quizá arrojarnos al agua de cabeza?»,
el
Anciano contesta:
«Sabe
Dios, que no sé
dónde podríamos almorzar hoy.»
dónde podríamos almorzar hoy.»
Este
gasto extraordinario lo compensó Cleón, en primer lugar, con un considerable
aumento del foros. Si durante la época de Arístides el foros era de 460, y
durante la de Pericles, de 600 talentos, en cambio con Cleón alcanzó la enorme
cifra de 1.300 talentos. Este aumento del tributo, siendo imprescindible, desde
el punto de vista de las necesidades bélicas de Atenas, ofrecía peligro para la
integridad de la arqué, puesto que, indudablemente, haría recrudecer las
tendencias separatistas en los aliados. Al parecer, la cruel represión que se
había descargado sobre los mitilenios debió atemorizar a las demás polis
sometidas a Atenas. Una serie de inscripciones que ostentan listas de los
pagadores del foros proporciona la posibilidad de seguir, sobre ejemplos
concretos, cómo variaba la cantidad de los mismos y cómo crecían sus aportes.
En los años 433-432 eran, en total, 166, y entre los años 425-424, su número
había crecido hasta 304. Tal crecimiento se explica, como se comprende, no por
la ampliación de la arqué ateniense, sino porque del método de la imposición
colectiva a los aliados, los atenienses pasaron a la recaudación de los pagos
de cada una de las polis por separado, debido a lo cual el total general del
foros casi se duplicó.
El
eslabón más importante en el programa de Cleón, para el cual fueron tomadas las
señaladas medidas, debía serlo la amplia táctica ofensiva que, reemplazando la
de espera y bloqueo de Pericles, hubiera podido llevar a los atenienses a la
victoria. Sin embargo, para realizar tal política, era condición necesaria
superar los obstáculos y las traiciones en el propio campo. A diferencia de
Pericles, quien, de hecho, reunía en sus manos tanto la dirección política como
el mando militar, Cleón sólo podía obrar, en lo fundamental, a través de la
ecclesia, puesto que la mayoría de los estrategas seguían generalmente al
cauteloso Nicias.
A
partir de entonces (año 427) fue notándose un manifiesto desacuerdo entre la
ecclesia y los órganos ejecutivos del poder. La ecclesia radical se veía a
menudo forzada a inmiscuirse hasta en las órdenes particulares de los
estrategas, para asegurar la ejecución de la línea política deseada. Esta
disensión entre los demagogos y los estrategas, entre los dirigentes políticos
y militares, dificultaba mucho la dirección operativa del gobierno. Así y todo,
tal disensión no fue resultado de la obstinación o terquedad personal de Cleón
o del nerviosismo de los miembros de la ecclesia, sino de la desconfianza
política que la democracia radical sentía respecto de los estrategas
aristócratas.
La operación de Pilos
Durante
dos años, hasta la misma campaña del verano del año 425, la dirección general
de los ejércitos siguió en manos de Nicias y sus adherentes. Fue un período de
relativa calma. Algunas operaciones bélicas activas se registraron tan sólo en
la parte oeste de la Grecia central y en el lejano Occidente, en Sicilia. En el
verano del año 426 el joven estratega ateniense y posteriormente célebre
conductor de ejércitos, Demóstenes, encabezando una escuadra de 30 barcos,
devastó las costas del Peloponeso y arribó a la Acarnania. Allí unificó bajo su
mando a todos los aliados atenienses de la Grecia occidental: a los acarnanios,
zacintios, cefalonios y, en parte, a los corcirios. Habiendo devastado a los
campos de la isla de Léucade y convencido de la inexpugnabilidad de la propia
ciudad de Léucade, Demóstenes se dirigió a Naupacta, desde donde había resuelto
emprender un movimiento ofensivo sobre Etolia, una de las mayores regiones de
la Grecia central, para poder, en su caso de obtener éxito, invadir Beocia
desde el Oeste. Sin embargo, tras los primeros triunfos, sus hoplitas chocaron
con la táctica, para ellos insólita, de los peltastas etolios. Estos evitaban
encuentros en campo abierto, pero cubrían a los atenienses con una lluvia de
dardos y flechas. De esta manera, los hoplitas atenienses, cargados con armas
pesadas, fueron batidos por sus «atrasados» adversarios. Demóstenes se vio
forzado a retirarse hacia Naupacta.
La
derrota de los atenienses en Etolia estimuló a los peloponesiacos a emprender
un movimiento ofensivo en esa región. Todavía el año anterior los lacedemonios
habían fundado la colonia Heráclea, en Traquinia. Apoyándose en la misma, los
peloponesiacos dirigieron, en ayuda de los etolios, a 3.000 hoplitas. Este
poderoso ejército asoló las tierras de los locrios ozolianos y los
naupactianos, después de lo cual se dirigieron hacia el Oeste, a la Acarnania,
contra Demóstenes, recientemente batido por los etolios. Pero éste supo sacar
partida de su derrota del año anterior, y eligió para librar el combate una
región muy accidentada. En la batalla de Olpas (noviembre del año 426) escondió
una parte de sus hoplitas, tendiendo una emboscada merced a la cual batió por
completo a los peloponesiacos, superiores en número, y firmó así la influencia
de Atenas en el Occidente.
La
aplastante derrota de los 3.000 hoplitas peloponesiacos fue, de hecho, el
primer gran triunfo de Atenas en tierra firme. La batalla de Olpas no sólo
privó a los peloponesiacos de su aureola de invencibilidad, sino que también
afianzó la influencia del partido radical en Atenas, partido que, junto a su
dirigente político Cleón, había adquirido un jefe militar, Demóstenes.
Al
mismo tiempo iba incrementándose la acción política ateniense en Sicilia. En el
año 427 llegó a Atenas una embajada enviada por la colonia siciliana de
Leontinos, encabezada por el célebre sofista Gorgias. Tras sopesar todas las
circunstancias, Atenas resolvió enviar en ayuda de aquélla, al comienzo 20, y
luego otras 40 trieres. Pero, poco después de la llegada de la flota ateniense,
los delegados de todas las polis sicilianas en guerra se reunieron en el verano
del año 424 en un congreso en Gela y concertaron la paz entre todas ellas. Esto
se debió a que la ecclesia ateniense evidenciaba un interés excesivo por
Sicilia, de manera que hasta los aliados de Atenas creyeron que ésta
representaba para ellos una amenaza no menor que la de Siracusa.
La
expedición a Sicilia tuvo un resultado secundario sumamente importante, que
determinó la marcha ulterior de las operaciones bélicas, hasta la misma paz de
Nicias. Demóstenes, ayer vencedor de los peloponesiacos en Olpas, fue a bordo
de la escuadra ateniense y, no obstante que a ésta le fueron planteados dos
problemas —la ayuda a los demócratas corcirios y la guerra contra Siracusa—, se
autorizó a Demóstenes hacer uso de los barcos también para las operaciones
bélicas en el Peloponeso.
El
momento para las operaciones en la retaguardia del enemigo fue elegido con sumo
acierto. El ejército espartano bajo el mando del joven y poco experimentado
hijo de Arquídamo, Agis, se hallaba en aquel momento en el Ática, al tiempo que
la flota peloponesiaca había sido enviada a las aguas corcirias. De esta
manera, el litoral de la península quedaba, de hecho, indefenso. Como punto de
desembarco fue elegido Pilos. Este promontorio, casi inhabitado, se encuentra
en la parte sudoeste del Peloponeso, en la Mesenia, a una distancia algo mayor
de 70 kilómetros de Esparta. A Demóstenes lo atraían, en primer lugar, las
condiciones de defensa de Pilos, sumamente adecuadas. La abundancia de bosques
y de piedra hacía fácil la instalación de defensas artificiales; la presencia
de un buen puerto aseguraba la provisión de víveres y la falta de habitantes en
los lugares circundantes dificultaba al adversario el desarrollo de operaciones
bélicas. Mas lo fundamental lo constituía el hecho de que Pilos podía, en el
futuro, convertirse en centro de unificación de los mesenios en la lucha por
emanciparse del yugo espartano. Los señala Tucídides: «Desde hace mucho tiempo,
los mesenios, nativos de este lugar..., en virtud de ello, teniendo a Pilos
como base de apoyo, podrían causarles a ellos [a los lacedemonios] enormes
daños y, al mismo tiempo, custodiar sólidamente la región.» Demóstenes, que
mantenía contacto con los mesenios naupactianos y que daba vida al programa de
los demócratas atenienses, contaba sin duda, en caso de tener éxito, con poder
sublevar en masa a los ilotas en Mesenia. Es probable que el lugar mismo para
el desembarco le hubiera sido señalado con anterioridad, por alguno de los
mesenios naupactianos.
Aprovechando
una tregua de seis días, cuando los espartanos no podían aún valorar en todos
sus alcances el significado del desembarco de los atenienses, Demóstenes puso a
Pilos en estado de completa capacidad defensiva. Luego, quedando en el lugar
tan sólo con cinco trieres, envió a las restantes hacia Corcira. El paso emprendido
por Demóstenes era sumamente arriesgado. Era inminente tener que enfrentar en
tierra peloponesiaca la ofensiva de todas las fuerzas de la confederación del
Peloponeso, perspectiva ante la cual ni siquiera tenía la seguridad de contar
con una posibilidad para la eventual retirada, debido a que la flota ateniense
había emprendido su ruta, y sus cinco trieres no bastarían para repeler los
ataques enemigos.
En
efecto, enterados del desembarco, los éforos llamaron de regreso a Agis, que se
hallaba en el Ática, y todos los destacamentos con que se contaba, compuestos
tanto de espartanos como de los periecos más cercanos, fueron enviados
inmediatamente a Pilos. Además, fueron convocadas las reservas de todo el
Peloponeso y se hizo regresar 60 trieres desde Corcira. Teniendo tamaña
superioridad de fuerzas, los lacedemonios abrigaban la esperanza de acabar
pronto con Demóstenes. Para cortarle el camino hacia el puerto fue desembarcado
en la deshabitada isla de Esfacteria, separada de Pilos por un angosto estrecho
de sólo 120 metros de ancho, un destacamento compuesto de 420 hoplitas
seleccionados, elegidos por sorteo en todas las secciones, sin contar a los
ilotas, sus servidores. Al estrecho entre Pilos y el islote, los espartanos
pensaban obstruirlo con los barcos acumulados estrechamente, uno junto a otro.
Al
ver tantos preparativos, Demóstenes envió dos trieres a alcanzar a la flota
ateniense, llamándola en su ayuda; y él mismo desembarcó las tripulaciones de
las trieres restantes, armándola con escudos de mimbre trenzado, y se aprontó a
defender la costa contra varias decenas de naves peloponesiacas. Los ataques de
dos días consecutivos efectuados por los espartanos desde el mar terminaron con
la derrota de los atacantes, quienes resolvieron entonces pasar al asedio
prolongado de Pilos.
Mas
ya al tercer día regresó la flota ateniense y, en una encarnizada batalla
naval, en el interior del golfo destruyó casi por completo las naves
peloponesiacas. La situación cambió totalmente. Ahora era ya el destacamento
espartano el que se encontraba aislado en el islote de Esfacteria, separado del
continente y condenado a morir de hambre. Y dado que se trataba de los
espartanos de más abolengo, los funcionarios superiores de Esparta se dirigieron
al lugar de la batalla y ofrecieron a los estrategas atenienses firmar un
armisticio bajo condiciones sumamente duras para los lacedemonios. Esparta se
comprometía a enviar inmediatamente embajadores a Atenas, en una triere
ateniense, portadores de una proposición de paz. Se entregaba a los atenienses,
en tanto durasen las negociaciones, toda la armada peloponesiaca, no sólo la
que se hallaba en Pilos, sino también la de toda la Laconia. A cambio de ello
se permitía a los espartanos, siempre bajo el control de los atenienses, enviar
diariamente, en tanto tenían lugar las negociaciones, una determinada cantidad
de víveres al destacamento desembarcado en Esfacteria. Los atenienses se
comprometían a devolver a los espartanos sus naves de guerra después del
regreso de los embajadores.
Pero
los embajadores de Esparta fueron recibidos en Atenas no muy amistosamente. En
la esperanza de que los atenienses, que ya en el año 428 habían pedido la paz,
estarían inclinados a poner término de la guerra, los espartanos les ofrecieron
«paz, alianza, estrecha amistad y apoyo mutuo». En respuesta a tales
generalidades. Cleón, «que en esa época era dirigente del demos, y que al mismo
tiempo gozaba de la más grande confianza de parte de la multitud», exigió que
no sólo fueran devueltos a los atenienses los puertos megarienses de Nisaia y
Pagas, sino además entregados los puertos peloponesiacos de Trecene y la Acaya.
Tales exigencias eran totalmente inaceptables para Esparta. No obstante, los
embajadores propusieron someterlas a consideración junto con los delegados
atenienses. Pero Cleón, temiendo que los espartanos se pusieran de acuerdo con
el grupo de Nicias, exigió categóricamente que las negociaciones sólo
continuasen en la ecclesia, tras lo cual los embajadores regresaron a Pilos.
Allí,
en el ínterin, la situación había ido complicándose. Los lacedemonios,
valiéndose de estratagemas y subterfugios, hacían llegar vituallas a
Esfacteria. Habían prometido la libertad a los ilotas a cambio de aprovisionar
de productos a esa isla; así, hombres osados llevaban a Esfacteria sacos con
semillas de amapola, miel, y de esta manera provenían a los sitiados. Se
acercaba el otoño con sus tormentas, lo cual obligaría a la flota ateniense a
regresar al Pireo en busca de refugio. Al mismo tiempo, también las tropas
atenienses desembarcadas en Pilos sufrían por la falta de agua y de víveres.
Durante
todo ese tiempo, Cleón reprochaba a Nicias su inactividad y exigía medidas
decisivas. Valiéndose de la declaración de Cleón de que se podía ocupar
Esfacteria en unos veinte días, y convencido de que tal cosa era imposible,
Nicias le propuso, en el seno de la ecclesia, que asumiera la realización de
tal plan. Pero Cleón aceptó. Renunció a los hoplitas atenienses que le fueron
ofrecidos, y llevó consigo sólo a los destacamentos de los aliados. Teniendo
presente la derrota de los hoplitas atenienses en Etolia, Cleón, junto con
Demóstenes, había elaborado un plan de ataque simultáneo a los espartanos
mediante destacamentos de peltastas y, efectivamente, a finales de agosto del
año 425, tomó la isla por asalto, llevándose prisioneros a 292 hoplitas, entre
ellos 120 espartanos.
«El
complicadísimo embrollo anudado en Pilos» tuvo enorme resonancia política en
toda la Hélade, especialmente en Atenas y en Esparta. En primer lugar, los
atenienses habían obtenido el éxito militar más grande en el propio territorio
espartano, en lucha contra los espartanos, hasta entonces invencibles. En
segundo lugar, los espartanos, educados según la leyenda de la hazaña de
Leónidas en las Termópilas, se habían entregado con vida como prisioneros, y
para colmo precisamente a los atenienses, tan despreciados por ellos. En tercer
lugar, la operación de Pilos puso de manifiesto la debilidad de la falange
hoplita en comparación con los peltastas, que llevaban armas livianas. En
cuarto lugar, Pilos y Esfacteria habían quedado en manos de los atenienses,
convirtiéndose así en centro de gravitación para los ilotas, los que empezaron
a pasarse en masa a los mesenios de Naupacta, que habían quedado allí en
calidad de guarnición permanente de Atenas. Los mesenios hablaban el mismo
lenguaje que los ilotas y los espartanos, de modo que les era fácil hacer
salidas para recorrer toda la Mesenia sembrando la rebelión entre los ilotas.
Subrayando la difícil situación de Esparta, Tucídides se detiene minuciosamente
sobre el significado de la operación de Pilos. Escribe así: «En Pilos dejaron
[los atenienses] una guarnición, y los mesenios de Naupacta, considerando a
Pilos como su tierra nativa —pues está situada en el territorio de la antigua
Mesenia—, enviaron allí a sus hombres más aptos, los que, hablando la misma
lengua que los habitantes de Laconia, comenzaron a saquearla y a causarle
muchísimos daños... y como al mismo tiempo, por añadidura, los ilotas empezaron
a pasarse a Pilos, temiendo [los lacedemonios] alguna otra revuelta en su
propia tierra, estaban alarmados.»
En
medio de circunstancias tan graves para Esparta, y en vista de la escasez de
espartanos, era de suma importancia librar del cautiverio a los prisioneros
que, en el ínterin, habían sido llevados a Atenas. Mas después de la victoria
en la isla de Esfacteria, la autoridad de Cleón resultaba inapelable, y Nicias,
junto con todos sus partidarios, había perdido toda influencia entre la masa
popular. No en vano Aristófanes, en su comedia Los Caballeros, puesta en
escena en el año 424, pone en labios de Nicias la idea de huir de Atenas, en
vista del poderío de Cleón, a quien por la victoria le fueron rendidos honores
jamás vistos. De esta manera, la victoria de Pilos no sólo obligó a Esparta a
pedir la paz, sino que colocó en el poder, en Atenas, al partido que ansiaba la
guerra.
La
situación en Atenas era tal, que la agrupación de Nicias se vio en la necesidad
de emprender algunas acciones enérgicas. La autoridad de Nicias como comandante
en jefe vaciló seriamente, pues él se había opuesto a las operaciones que
obligaban al enemigo a pedir la paz. Además, las fuerzas que prevalecieron en
el campo de batalla resultaron ser las de los peltastas y los aliados, al
tiempo que los pesados hoplitas, que en las milicias atenienses representaban a
los círculos adinerados de la población —sin hablar ya de la caballería
aristocrática—, en el transcurso de los siete años de guerra no habían
conseguido ni un solo triunfo de valor.
Dadas
todas estas circunstancias, y no obstante iniciarse el otoño, Nicias,
inmediatamente después del regreso victorioso de Cleón y Demóstenes con los
prisioneros espartanos, emprendió una campaña contra Corinto, a la cabeza de
una gran flota de 80 navíos que llevaban 2.000 hoplitas atenienses, 200 jinetes
y también tropas auxiliares de milesios y otros aliados. Esta expedición
perseguía no tanto fines militares como políticos. Los éxitos militares de
Nicias deberían contrarrestar las acciones de sus adversarios políticos. Pero
tales éxitos fueron muy relativos, por no decir dudosos. Cuando los atenienses
hubieron desembarcado al sudeste de Corinto, junto a Soligeios, se vieron
frente a la mitad de todo el ejército corintio. En la encarnizada batalla que se
entabló no alcanzaron triunfo alguno y al presentarse las reservas corintias se
retiraron a sus embarcaciones. Luego, una parte de los atenienses desembarcaron
en Metana, en la Argólida, y se apoderaron de este lugar, levantando, a ejemplo
de lo hecho en Pilos, un muro en el istmo que llevaba a Trecene. Tales fueron
los pobres resultados de la grandiosa campaña.
En
cambio, al año siguiente, en el verano del 424, se emprendió una exitosa
operación, de resultas de la cual se ocupó la ciudad doria de Citerea, «una
isla situada cómodamente respecto a Laconia y poblada por lacedemonios». Los
espartanos estaban completamente desesperados después de la catástrofe de
Pilos. «La guerra les amenazaba con ineludible rapidez... desde todas partes...
Jamás, en ninguna empresa de carácter militar, los lacedemonios habían puesto
en evidencia tanta indecisión... Los reveses del destino que se habían
descargado sobre ellos en gran cantidad y en poco tiempo les arrojaron en el
mayor estupor; temían que volviera a caer sobre ellos semejante infortunio.»
Como
una de las causas más importantes del «pacifismo» de Esparta, Tucídides
considera los recelos de los espartanos «... de que no se produjera ningún
golpe de orden interno, después de haberle acaecido a Esparta una desgracia inesperada
tan grande». Como «golpe de orden interno», Tucídides entiende, evidentemente,
una rebelión de ilotas, siempre temida por los espartanos, y la cual sería
particularmente peligrosa en momentos en que en Pilos se habían afianzado los
mesenios; a esta misma consideración vuelve Tucídides posteriormente. En
efecto, al relatar las dificultades por las que pasaba Esparta en vísperas de
la expedición de Brasidas, dice: «Además de ello, sería muy deseable para los
lacedemonios tener un pretexto para despachar una parte de los ilotas, a fin de
que no alentaran el pensamiento de alguna revuelta, dada la situación
resultante de la pérdida de Pilos.»
Se
impone hacer notar que los éxitos militares atenienses de los años 425-424 se
debieron en grado considerable a la política financiera de Cleón. A juzgar por
los fragmentos de una inscripción que representan unos decretos de la ecclesia
acerca de la paga de foros por los aliados, la suma general del mismo fue
duplicada, muchas ciudades debieron pagar una cantidad tres y hasta cuatro
veces mayor que hasta entonces. Especialmente considerable fue el aumento del
foros impuesto a Jonia, atemorizada por la devastación de Mitilene. Al parecer,
en el mismo año, y probablemente con motivo de la anterior reforma del foros
por Cleón, éste hizo pasar el decreto que elevó la paga a los heliastas. Fue
así cómo pudo declarar con orgullo con respecto a él mismo:
«¡Oh,
pueblo! ¿Cómo podrá otro ciudadano amarte más ardiente, fuertemente?
Pues desde que yo estoy en el Consejo he colmado hasta el tope al fisco.»
Pues desde que yo estoy en el Consejo he colmado hasta el tope al fisco.»
Según
otra inscripción, se le había entregado a Nicias para la expedición de Citerea
la cantidad de 10 talentos. Sin los medios financieros recaudados por la
energía de Cleón, el fisco ateniense no hubiera estado en condiciones de
financiar expediciones tan grandes como la del año 425 y, especialmente, la del
año 424.
La
ocupación de Citerea fue el punto culminante de los éxitos atenienses. Parecía
que uno o dos esfuerzos más como éste y la brillante victoria final de Atenas
estaría asegurada. Los radicales atenienses habían concebido la idea de asestar
el golpe decisivo en Beocia, atacando al más fuerte aliado de Esparta
simultáneamente desde tres lados. Demóstenes, llevando 40 naves, se dirigió a
Naupacta y reclutó el ejército de acarnanios y mesenios, planeando apoderarse
del puerto beocio de Sifas en el litoral del golfo Corintio, mediante un ataque
desde el Occidente. Los demócratas beocios debían promover una sublevación en
Queronea, situada en la frontera septentrional de Beocia, y las fuerzas
principales de los atenienses, bajo el mando de Hipócrates, se preparaban para
dar el golpe sobre Delión, desde el Este. Los tres golpes tenían que efectuarse
al mismo tiempo, para no dar a los beocios la posibilidad de enfrentar a los
enemigos uno a uno, por separado. Pero Hipócrates se demoró, y la conjuración
de los demócratas fue descubierta prematuramente. Debido a esto, Demóstenes no
pudo tener éxito, y la totalidad del ejército de los beocios salió al encuentro
de Hipócrates, el que, no obstante, tuvo tiempo para apoderarse de Delión y
fortificarla. En la batalla de Delión, los beocios alinearon sus tropas
dándoles una profundidad de 25 filas (mientras que los atenienses la tenían solamente
de ocho filas) y, anticipándose al célebre «orden oblicuo» de Epaminondas,
consiguieron una completa victoria (noviembre del año 424). Los atenienses
tuvieron mil bajas, entre ellas la del propio estratega Hipócrates. Fue la más
grande derrota de los atenienses durante toda la guerra de Arquídamo.
Operaciones bélicas en Tracia
El
infortunio de Esparta y la disminución de su autoridad provocaron entre los
espartanos comunes una tendencia hacia la activación de las operaciones bélicas
y hacia una política más resuelta. Se les hacía más clara la necesidad de
medidas radicales de parte de los dirigentes de la política espartana. Pero
entre tanto, la tendencia fundamental de la oligarquía espartana residía
entonces en conseguir una paz con Atenas y liberar a los prisioneros. Como
representante de las nuevas tendencias se destacó el joven Brasidas, el más
enérgico de todos los jefes militares espartanos. Este había ideado una medida
arriesgada, insólita para los lacedemonios. Comprendiendo que la fuerza de los
atenienses se basaba en su potencialidad naval, y viendo la incapacidad de los
peloponesiacos para las operaciones en el mar, Brasidas resolvió intentar
abrirse camino hacia la retaguardia ateniense por vía terrestre y, tras cruzar
toda la Grecia continental, salir a través de la Macedonia hacia las ciudades
del litoral tracio. Se trataba de un plan de evidente gran riesgo, puesto que
había que marchar a través del territorio de Tesalia, que mantenía amistad con
Atenas, y, en el caso de surgir complicaciones, no quedaría camino alguno para
la retirada.
Los
oligarcas de Esparta temían dar un paso tan arriesgado, y fracasar, por lo cual
le negaron a Brasidas apoyo militar y material. Sin embargo, calculando que, en
caso de éxito, se contaría con más ventajas en las negociaciones de paz, y que
en caso contrario se verían libres del ardoroso Brasidas, los dirigentes de la
política espartana le autorizaron a prepararse para la expedición.
La
campaña de Brasidas podía proporcionar a Esparta muchas ventajas. En primer
lugar, se abriría un nuevo frente, el que debilitaría la presión ateniense
sobre el Peloponeso. Además, la liga de las ciudades calcídicas, atemorizada
por el castigo inferido a la ciudad de Potídea, había prometido organizar una
sublevación general contra la tiranía de Atenas y tomó a su cargo financiar la
expedición. Un éxito de la expedición tracia presagiaba para Esparta brillantes
perspectivas, puesto que acarrearía la descomposición de la arqué ateniense. En
caso de lograr liberar a las polis calcídicas del poder de Atenas, se
intensificaría considerablemente la dispersión de las fuerzas en toda la Liga
marítima ateniense.
Finalmente,
un punto de no poca importancia era el deseo de los lacedemonios de deshacerse,
aunque fuera de una parte, de los ilotas. Después de la derrota de Pilos,
Esparta temía constantemente una sublevación de los mismos. Aun antes, los
espartanos habían seleccionado alrededor de 2.000 de los más valientes y
meritorios ilotas, a los que mataron a escondidas para que la masa de los
esclavos perdiera a sus cabecillas. Tucídides subraya que los espartanos
procedieron de esta forma, «atemorizados por el espíritu levantisco y por el
crecido número de los ilotas», y también porque «entre los lacedemonios la mayoría
de las iniciativas habían estado siempre orientadas a protegerse contra los
ilotas». Ahora dieron a Brasidas otros 700 ilotas más proveyéndolos con armas
de hoplitas. Aparte, Brasidas reclutó otros 1.000 voluntarios en todo el
Peloponeso. En agosto del año 424 cruzó rápidamente la Tesalia, de manera que
las polis tesaliotas ni siquiera tuvieron tiempo para reclutar un ejército que
le ofreciera resistencia y llegó a Macedonia, donde se encontró con una
amistosa recepción del rey Pérdicas.
La
aparición de Brasidas en la Calcídica provocó intervenciones masivas contra
Atenas. Entre las polis helenas del Norte era muy fuerte la tendencia a
separarse de Atenas y recuperar la libertad. Los beocios exteriorizaban
abiertamente desde hacía mucho su descontento por el dominio de Atenas. La
fundación de ciudades bajo la hegemonía de Olinto también debe ser valorada
como una demostración hostil hacia Atenas. Finalmente, el considerable aumento
del foros había intensificado más aún los ánimos antiatenienses. Un factor
importante los constituyó igualmente la circunstancia de que el rey macedonio,
Pérdicas, otrora aliado ateniense, se dirigiera a Esparta en busca de ayuda
contra Arrabeo, rey de los lincestas. Brasidas apostaba sobre todas estas
cartas. Tucídides, actor él mismo en ese frente, anota: «Procediendo con
justicia y moderación con las ciudades [de Tracia], Brasidas, al mismo tiempo,
apartó del bando ateniense a la mayor parte de las mismas.»
En
cuanto a los principios de la política de los peloponesiacos en Tracia,
Tucídides los formula en la arenga que hiciera Brasidas a los habitantes de
Acantos. Subraya, en primer lugar, que todas las polis que pasaran a su lado
recuperarían por completo la independencia. Luego prometió solemnemente no
inmiscuirse en los asuntos internos de las polis, esto es, que no apoyaría a
los oligarcas contra los demócratas. En caso de negarse a aceptar sus
condiciones, Brasidas amenazaba con asolar los campos de los acantianos, lo
cual, dado que se acercaba la época de la recolección, los privaría de víveres
para el invierno. De esta manera, Brasidas se atrajo el apoyo de Acantos,
Estagira y Argilos, y se acercó, sin menor impedimento, a la principal posesión
de Atenas en Tracia: Anfípolis. El historiador Tucídides, que en ese año era
estratega, se encontraba en aquel momento con siete trieres junto a Tasos, a
una distancia de medio día de camino de Anfípolis. Llamado en ayuda a ésta, se
dirigió a la ciudad, pero llegó tarde. Brasidas había ofrecido a los habitantes
de Anfípolis condiciones de capitulación muy ventajosas y la ciudad se le
entregó sin combatir. Tucídides alcanzó a apoderarse solamente de Eión,
suburbio de Anfípolis. Por su pasividad, fue expulsado de Atenas y desde
entonces vivió en tierras extrañas.
El
paso de Anfípolis al bando de Esparta fue un síntoma sumamente alarmante para
Atenas. De esta manera perdía la fuente básica de aprovisionamiento de maderas
para la construcción de buques, y grandes fuentes de ingresos pecuniarios. Las
aliadas de Atenas «comenzaron a negociar secretamente con Brasidas, invitándolo
a visitarlas, y queriendo cada una de ellas ser la primera en defeccionar». En
el transcurso de unos tres meses, Brasidas logró apoderarse de las dos terceras
partes de la Calcídica. Solamente la península de Palena permanecía aún en
manos de los atenienses, pero incluso allí había intranquilidad.
El armisticio
En
la primavera del año 423, entre Esparta y Atenas fue firmada una tregua por el
término de un año. Los dirigentes de la política espartana calculaban que la
tregua conduciría a la paz, y que les serían devueltos los espartanos
prisioneros, Pilos y Citerea, a cambio de las conquistas de Brasidas en el
litoral tracio. De la misma manera había en Atenas una inclinación por el
armisticio, debido a que los atenienses querían juntar reservas en la
Calcídica, antes que esa región defeccionara totalmente.
Las
condiciones del armisticio consistían en la conversación del statu quo; los
lacedemonios y sus aliados obtenían la libertad del comercio en el mar, pero se
les prohibía cambiar de lugar a sus barcos de guerra. En cambio, era de suma
importancia el punto referente a los desertores formulado por los espartanos en
la forma siguiente: «Durante este período, no acogeremos a los desertores, ni
vosotros ni nosotros.» La inclusión, entre las condiciones del armisticio, del
punto social que prohibía acoger a los desertores, haciendo mención especial de
los esclavos, se debió, indudablemente, a exigencias de Esparta, y atestigua
indirectamente la existencia de una gran cantidad de ilotas que habían huido a
Pilos.
Pero
todavía durante las negociaciones se sublevó contra Atenas Esción, ciudad
situada en la península de Palena, separada de Brasidas por Potídea, que en
aquel entonces se encontraba en poder de pobladores atenienses. A Esción se le
agregó la vecina ciudad de Mendé. Entonces, a propuesta de Cleón, la ecclesia
decidió poner sitio a Esción y pasar por las armas a todos sus habitantes.
Brasidas respondió dirigiendo sus tropas a estas dos ciudades. Sus relaciones
con Pérdicas ya habían empeorado y el rey macedonio entró en negociaciones con
los atenienses, quienes habían enviado contra Esción a Nicias con 50 barcos de
guerra, 1.000 hoplitas y 2.000 peltastas. Aprovechando el apoyo de los demócratas
de Mendé, los atenienses ocuparon la ciudad y propusieron a sus moradores
condenar a los oligarcas y restablecer el régimen democrático. En cambio,
Esción fue rodeada con murallas de asedio. De acuerdo con una de las Inscripciones
Graecae, en ese mismo tiempo, tres ciudades: Calindón, Trinoya y Cemacos
firmaron un tratado de alianza con Atenas.
Una
vez expirado el término del armisticio, en el verano del año 422, Cleón se
dirigió a Esción con 30 navíos, 1.200 hoplitas y 300 jinetes atenienses, y gran
cantidad de aliados. Mediante un enérgico golpe asestado por tierra y mar se
apoderó de Torona, «redujo a la esclavitud a las mujeres y a los niños, y a los
toronenses, a los peloponesiacos y a otros calcidios..., en total cerca de 700
hombres, los envió prisioneros a Atenas».
Después,
Cleón se dirigió por mar hacia Anfípolis, conquistando a su paso a Halepsa,
Meciberna, Cleonas y Acrotas. Allí le salió al encuentro Brasidas, quien tenía
superioridad numérica y guerreros cualitativamente mejores. En la batalla de
Anfípolis (octubre del 422), que terminó con la derrota de los atenienses,
cayeron ambos jefes militares: Cleón y Brasidas, que representaban, cada uno en
su país, a los partidos de más belicosa inspiración. Tucídides, al describir
esa batalla, no escatima acusaciones a Cleón, atribuyéndole «ignorancia y
pusilanimidad en comparación con la experiencia y la intrepidez del
adversario», es decir, de Brasidas, En efecto, en cuanto a capacidad militar,
Brasidas era, sin duda alguna, superior a Cleón. Además, tenía a su disposición
a guerreros expertos que tenían fe en su jefe. En cambio, Cleón tenía solamente
a 1.200 hoplitas y 300 caballeros atenienses, sin contar ciertamente los
grandes contingentes de aliados. Ni los hoplitas ni, menos aún, los jinetes alentaban
confianza en Cleón, al que consideraban un advenedizo. Fue esta circunstancia
precisamente la que obligó a Cleón a actuar contra todos los principios del
arte militar. Tal como escribe Tucídides, «Cleón advirtió las murmuraciones de
sus guerreros y, no queriendo irritarlos por permanecer inactivos en el mismo
lugar..., los llevó contra el enemigo». Por tanto, la derrota de Cleón se
explica no sólo por razones militares, sino también políticas. Sea como fuere,
la muerte simultánea de Cleón y de Brasidas hizo considerablemente más fácil el
camino hacia las negociaciones de paz.
La paz de Nicias
Con
la muerte de Cleón, la democracia radical perdió su influencia en Atenas. Sus
planes ofensivos naufragaron. Las derrotas en Delión y en la Calcídica
acrecentaron considerablemente los ánimos pacifistas. También los aliados de
Atenas, propensos a la defección, infundían serios recelos y temores.
Los
espartanos tendían hacia la paz, por las causas señaladas anteriormente. Sólo
hay que añadir aún a las mismas el que la guerra tomaba un carácter prolongado,
pudiendo siempre determinar una sublevación de los ilotas, bajo la dirección de
los mesenios pilosianos. Escribe Tucídides: «Los ilotas se pasaban al enemigo,
y los lacedemonios recelaban constantemente de que también los que se quedaban,
contando con los fugitivos y con la actual situación se rebelarían nuevamente
contra ellos.» Por añadidura, en el año 421 expiraba el plazo de la paz de
treinta años firmada con Argos. La alianza de Atenas con Argos era sumamente
peligrosa, porque en tal caso algunas ciudades del Peloponeso podrían plegarse
a Argos.
Los
jefes de los dos Estados, Nicias y el rey espartano Plistoanax, llegaron a
acordar, con relativa rapidez, las condiciones de paz. Se resolvió retornar a
la situación de preguerra, con la sola diferencia de que los tebanos recibían
Platea y los atenienses obtenían Nisaia. Las ciudades de la Calcídica y de
Tracia: Argilos, Estagira, Acantos, Escolos, Olinto y Espártolos, que habían
pasado voluntariamente a Brasidas, conservaban su independencia, pero se les
permitía entrar en la Liga a condición de que Atenas las invitase. Los
prisioneros de guerra de ambos bandos debían ser repatriados. La paz civil
debía ser asegurada mediante el hecho de que en todas las ciudades que se
devolvían a los atenienses se permitía a quienes lo desearan emigrar y
dirigirse con todos sus bienes, a donde les plugiere. Además, los atenienses
garantizaban la autonomía a las polis aliadas que pagaban con regularidad el
foros establecido por Arístides. En caso de discrepancia a la hora de
interpretar el tratado de paz, cuya validez era de cincuenta años, el conflicto
se resolvía mediante arbitraje.
La
paz de Nicias respondía por completo a los intereses de la propia Esparta, pero
dejó descontentos a sus aliados, puesto que Beocia, Megara, Corinto y Elis no
obtenían nada de ese tratado, e inclusive Megara perdía a Nisaia.
Pero
el golpe más severo fue asestado por la paz de Nicias a Corinto. Como ya
señaláramos, los intereses básicos de esa polis estaban vinculados a los
aliados de Atenas, a los acarnanios, todos los puntos occidentales de apoyo de
Corinto. Anactorión fue tomado por asalto y los ambraciotas fueron forzados a
entrar en alianza con los acarnanios. Corinto perdió también su tercera
colonia, Soligeios. Las islas jónicas quedaban dentro de la esfera de
influencia de la democrática Corcira. De esta manera, la lucha por la Hélade
occidental fue totalmente ganada por los atenienses. He ahí por qué los aliados
espartanos anteriormente citados se negaron a firmar las condiciones de paz, y
sus relaciones con Esparta empeoraron notablemente. La cosa parecía encaminarse
a una ruptura, lo cual a primera vista convenía a Argos, que gozaba de grandes
simpatías entre los peloponesiacos.
El
gobierno espartano preveía la inminente amenaza, y trató de neutralizarla no
sólo mediante la paz, sino mediante una alianza con Atenas. Ya al mes de haber
sido firmada la paz se celebró una alianza defensiva entre Atenas y Esparta. En
el correspondiente tratado, compuesto formalmente sobre las bases de la
igualdad de derechos, llama la atención una importante obligación unilateral de
los atenienses: «En caso de que se subleven los esclavos, los atenienses se
comprometen a ayudar a los lacedemonios con todas sus fuerzas dentro de la
posible.» Este punto del tratado recuerda claramente la política ateniense de
los tiempos de Cimón. Llama la atención el hecho de que los atenienses no
hubieran exigido a los espartanos recíprocos compromisos análogos, puesto que,
evidentemente, ellos temían en grado mucho menor una sublevación de los
esclavos.
De
acuerdo con algunos informes fragmentarios de Tucídides, diseminados en los
libros IV y V de su obra, estamos en condiciones de seguir el rápido crecimiento
de la amenaza de una sublevación de los ilotas después de la campaña de Pilos,
de felices resultados para los atenienses. El factor fundamental que inclinó a
Esparta por las negociaciones de paz pareciera haber sido no tanto el deseo de
liberar a sus prisioneros de guerra (entre los cuales no había más que 120 de
la clase de los espartanos), como la amenaza de una sublevación de los
esclavos. Fue precisamente esto lo que paralizó la actividad de Esparta,
durante la expedición de Nicias a Citerea, y fue esto lo que obligó a los
lacedemonios a crear, por primera vez en su historia, una unidad militar para
mantener «el orden» en la Laconia y para prevenir la fuga en masa de los ilotas
a Pilos. No obstante todas estas medidas, el amago de una sublevación general
de los ilotas fue creciendo más y más, hasta el punto de que los espartanos se
vieron forzados, a avenirse a la paz, incluso bajo la amenaza de ruptura con
sus aliados, pero —de hecho— sólo para prevenir la sublevación de los esclavos.
En
el sentido político-social, la firma de la paz constituyó en Atenas una
victoria «de los ricos, de la generación mayor y de la mayor parte de los
agricultores», como define la composición de los partidarios de la paz el
biógrafo Plutarco. Se comprende que a favor de la paz estuvieron también los
elementos laconófilos. Sin embargo, la fuerza básica que obraba en Atenas en
favor de la paz era el campesinado ático. Tiene razón Aristófanes al poner en
labios de Trigeo estas palabras: «Sólo los agricultores podrán devolvernos la
paz», y al ensalzar los beneficios de la misma, se ocupa exclusivamente de la
temática de los trabajos agropecuarios:
«Lo
ve Zeus, brilla la azada con su filosa reja,
Y al sol relumbran las horquillas tridentes.
¡Qué hermosa, qué maravillosa es su fila!
¡Qué deseos de regresar pronto a los campos,
Y levantar con la pala la negra tierra endurecida!»
Y al sol relumbran las horquillas tridentes.
¡Qué hermosa, qué maravillosa es su fila!
¡Qué deseos de regresar pronto a los campos,
Y levantar con la pala la negra tierra endurecida!»
Los
demócratas radicales aún no se habían repuesto del golpe que significó la
pérdida de Cleón, y su nuevo dirigente, Hipérbolo, sólo con mucho esfuerzo
podía oponer resistencia a Nicias, cuya influencia había alcanzado en ese
tiempo su apogeo. «De Nicias se decía siempre que era una persona grata a los
dioses, y por ello... le fue proporcionada la posibilidad de llamar con su
propio nombre a la más grande y hermosa de las buenas obras.»
No
obstante las tendencias generales a poner fin a las operaciones bélicas, la paz
de Nicias podía ser, y de hecho lo fue, solamente un respiro, una tregua en la
guerra que había abarcado a todo el mundo heleno. La guerra de Arquídamo hizo
evidente la existencia de colosales recursos materiales en Atenas y su
inexpugnabilidad por tierra firme. La coalición espartana resultó ser demasiado
débil para destruir a la arqué. Mas tampoco Atenas se hallaba en condiciones de
asestar el golpe decisivo a la Liga peloponesiaca. La paz de Nicias no eliminó
las contradicciones que originaron la guerra del Peloponeso. La cuestión de la
hegemonía quedó sin resolver. Quedó planteada también la lucha entre oligarcas
y demócratas. Finalmente, durante la guerra de Arquídamo se intensificaron
considerablemente las fuerzas centrífugas, tanto en el seno de la arqué
ateniense como en la confederación del Peloponeso. De todo lo cual puede
extraerse la conclusión de que la paz de Nicias, firmada por el término de
cincuenta años, podía ser sólo un armisticio, un respiro. Tarde o temprano, las
contradiciones señaladas tendrían que hacerla estallar. El mismo destino le
estaba reservado también a la alianza defensiva que se había establecido entre
Atenas y Esparta.
3. Desde la paz de Nicias hasta
la expedición a Sicilia
Consecuencias políticas de la paz
de Nicias
Al
período que siguió a la paz de Nicias, Tucídides lo llama justicieramente «tregua
insegura» o «tregua sospechosa»: «Durante seis años y nueve meses, ambas partes
se abstuvieron de incursionar cada una en las tierras de la otra; pero más allá
de sus propias fronteras, y en medio de aquella tregua insegura, inferíanse
mutuamente grandes daños.» En efecto, no obstante que la paz de Nicias
respondía a los deseos de las masas populares de Atenas y de Esparta, y aun
cuando las condiciones del tratado de paz reflejaban la real relación de
fuerzas —relación a la que se llegó a través de una lucha armada a lo largo de
diez años—, no se logró una conciliación definitiva. Más aún: incluso las
mismas condiciones del tratado de paz no fueron cumplidas por ninguno de los
firmantes. De hecho, lo único que se llevó a cabo fue el intercambio de prisioneros
de guerra entre Atenas y Esparta. Los espartanos recibieron finalmente cerca de
300 de sus hombres que habían sido tomados prisioneros en Esfacteria y otras
partes.
Los
artículos del tratado, relativos a la devolución de los territorios que habían
sido ocupados por las partes beligerantes, no fueron cumplidos. Prácticamente
se trataba de la devolución a los atenienses de Anfípolis, en la que se hallaba
una guarnición peloponesiaca bajo el mando del espartano Cleáridas, y de
Panactón, fortificación en la frontera con Beocia de la que Esparta se había
apoderado hacia el fin de la guerra de Arquídamo. A su vez, Atenas debía
devolver a Esparta, en primer lugar, Pilos, en la que por aquel entonces se
hallaba una guarnición de mesenios naupactianos, y también Citerea. En cuanto a
Platea y Niasia debían quedar, por sorteo, en manos de Tebas y Atenas.
De
acuerdo con el sorteo, Esparta estaba obligada, en primer lugar, y antes que
nada, a devolver Anfípolis. Sin embargo, Cleáridas, al principio, se había negado,
y ante las reiteradas exigencias, lo que hizo fue regresar a Esparta con los
restos de los ejércitos de Brasidas, dejando a la ciudad de Anfípolis en manos
de sus habitantes, dispuestos a defenderse de Atenas hasta la última gota de
sangre. Panactón fue devuelta a Atenas al comienzo de la primavera del 420
a. C., no sin antes desmantelar, contraviniendo lo tratado, todas las
fortificaciones y pactar Esparta una alianza con Beocia, lo cual, en opinión de
los atenienses, también se hallaba en oposición a las condiciones de la paz de
Nicias.
Los
atenienses aprovecharon esta circunstancia para retener en sus manos a Pilos y
Citerea. En cuanto a la primera, sólo hicieron una concesión parcial,
reemplazando en el verano del año 420 la guarnición de mesenios por una de
atenienses y llevándose a los ilotas que se habían pasado a sus filas desde
Laconia. Al parecer, también Citerea quedó en manos de los atenienses. De esta
manera, de todas las condiciones de la paz de Nicias fue observada en forma
completa un solo punto, que debía prevenir la ulterior evasión de los esclavos
espartanos, los ilotas. Con motivo de no haber dado Esparta cumplimiento a las
condiciones del tratado de paz, los ilotas de Pilos fueron llevados «para que
se dedicaran al bandolerismo», en el año 418.
Así
y todo, el obstáculo más grande a la estabilización de la paz fue la oposición
de los principales aliados de los espartanos: Beocia, Corinto, Megara y Elis.
El más poderoso de ellos, Beocia, tenía todas las razones para denunciar el
tratado de paz. Estando exenta de intereses comerciales fuera de la Grecia
central. Beocia abrigaba temores en cuanto a Atenas sólo en tierra firme. La
campaña contra Tebas había terminado en la más completa derrota, con el
aplastamiento de la totalidad de los hoplitas atenienses junto a Delión, y en
esa batalla los beocios obtuvieron el triunfo por sus propias fuerzas, sin
ayuda alguna de Esparta. Durante la guerra de Arquídamo, ellos se habían
apoderado no sólo de la Platea beocia, sino también del Panactón ateniense.
Además, y bajo la protección de las huestes peloponesiacas, los beocios
saquearon, año tras año, el territorio del Ática, en tanto sus propias tierras
casi no sufrían ataque alguno. En relación con todas esas circunstancias, las
condiciones de la paz de Nicias aparecían como injustas a los beocios, ya que
ellos se sentían capaces de sostener una lucha frente a frente contra Atenas.
En
tal situación, Megara también prefería orientarse con Beocia antes que a una
alianza con Esparta, que había traicionado sus intereses en el tratado con
Nicias. Tal fue también, como ya se ha señalado, la posición de Corinto. En
vista de todo esto, Beocia no dio su conformidad a la firma del tratado de paz
de Nicias, sino que acordó con Atenas una tregua por separado, a corto plazo,
susceptible de ser prolongada cada diez días. Corinto, por su parte, no deseaba
entrar en negociación alguna con Atenas.
A
pesar de todo, los aliados de Esparta no hubieran podido oponerse a un acuerdo
de Atenas con ella, si en el Peloponeso no hubiera habido otro Estado fuerte,
capaz de reunir en torno suyo a todos los adversarios de Esparta. Tal polis era
Argos, antiguo émulo de Esparta en lo que se refiere a la hegemonía en el
Peloponeso, además de ser importante la diferencia de ambas polis en cuanto al
régimen político. Al tiempo que en Esparta prevalecía el orden oligárquico,
Argos era un Estado democrático. La manzana de la discordia entre ambos Estados
era la feraz región de Cinuria, anexionada hacía unos siglos por Laconia. Mas
la prolongada guerra de Arquídamo había puesto de manifiesto la debilidad
relativa de la Liga del Peloponeso, y en particular del principal adversario de
Argos: Esparta. Esta circunstancia debía intensificar, sin duda alguna, los
ánimos guerreros de los argivos.
A pesar
de eso, y no obstante su régimen democrático, los argivos no habían osado
adherirse abiertamente a Atenas durante la guerra de Arquídamo, debido a que
estaban rodeados por los miembros de la Liga del Peloponeso, sin poder contar
tampoco con una ayuda desde el exterior. En vista de ello, Argos observaba
rigurosamente las condiciones del tratado de paz de treinta años acordado con
Esparta, que vencía en el 421. Durante aquel lapso, «los argivos estuvieron, en
todos los aspectos, en una posición sumamente favorable, porque no habían
tomado parte en la guerra contra el Ática, e incluso habían sacado provecho de
ella por estar en paz con ambos beligerantes».
La
propuesta de los corintios de celebrar un pacto encontró, pues, eco favorable
en Argos. Dado que el prestigio bélico de los lacedemonios había descendido
notablemente después de Esfacteria, también se adhirieron a Argos otras polis
democráticas del Peloponeso: Elis y Mantinea, que mantenían disputas
territoriales con la propia Esparta. A la misma coalición se adhirieron las
polis de la Calcídica y, tras algunos titubeos, Corinto. La aristocrática
Beocia y Megara conservaron su independencia.
La
situación geográfica de la coalición Argos-Elis-Mantinea era tal, que aislaba
completamente a Esparta del Peloponeso septentrional y, en consecuencia, de sus
aliados. La existencia ulterior de esta coalición democrática hubiera
significado la completa escisión de la Liga del Peloponeso y, por lo mismo, el
fin de la hegemonía espartana. La marcha de los acontecimientos hizo ver así
palpablemente que la alianza con Atenas resultaba inútil e incluso perjudicial
para los espartanos.
Debido
a esto, después de regresar de Atenas los prisioneros de guerra, en la política
exterior de Esparta se produjo un brusco viraje.
Los
éforos que habían firmado la paz de Nicias no fueron reelegidos, y los nuevos
—Cleóbulo y Xenares— se opusieron brusca y tenazmente a la alianza con Atenas,
aliándose por separado con Beocia, lo cual, indudablemente, debía conducir a la
ruptura con los atenienses.
La
consecuencia lógica de todos estos acontecimientos fue un pacto de alianza
entre las cuatro polis democráticas de la Hélade: Atenas, Argos, Mantinea y
Elis. Tal alianza fue, efectivamente, acordada a mediados del verano del año
420. Esta coalición democrática tenía como adversaria a la liga oligárquica de
Esparta, Beocia y Megara, apoyada por el principal enemigo de Atenas: Corinto.
Lucha política en Atenas y
promoción de Alcibíades
Este
desarrollo de los acontecimientos no dejaba piedra sobre piedra de toda la
política laconófila de Nicias. El comportamiento de Esparta, en especial
después de habérsele enviado los prisioneros de guerra, fue visto en Atenas
como una traición. En la ecclesia, la responsabilidad debía recaer sobre el
grupo de Nicias, lo cual creaba objetivamente perspectivas para el
reforzamiento del grupo democrático radical al que se habían adherido todos los
círculos de la población perjudicados por el cese de las operaciones bélicas.
De que existían dan excelente testimonio los diálogos de Trigeo, con el armero,
con el artesano de las lanzas, con el de las corazas, con el de los yelmos, con
el trompetero y otros. Detrás de esas figuras caricaturescas se encuentran, sin
duda, los influyentes círculos de artesanos que no querían verse menoscabados
en sus intereses económicos. Había también una adhesión del cuerpo dirigente
del ejército y, especialmente, de la flota, que en el transcurso de los diez
años de operaciones bélicas se había acostumbrado a tocar el primer violín en
la política ateniense. Finalmente, no hay que subestimar tampoco el apoyo que
encontraba ese grupo entre las amplias masas del demos ateniense. El servicio
militar aportaba un sueldo relativamente satisfactorio (un dracma por día para los
hoplitas y tres óbolos para los marineros). Los hoplitas atenienses no eran
llevados con frecuencia al campo de batalla, sino que, por lo general, cumplían
el servicio en las guarniciones acuarteladas en las ciudades. Las acciones de
la flota, dentro de las condiciones del dominio indiviso de los atenienses en
el mar, tampoco ofrecían grandes riesgos. En consecuencia, la determinada
estratificación del demos estaba mejor asegurada durante la guerra que en la
paz. Sin embargo, a la cabeza de la oposición a Nicias se había puesto no el
jefe de los democráticos radicales, Hipérbolo, de poca influencia, sino el
joven Alcibíades. Tal circunstancia influyó considerablemente sobre el ulterior
desarrollo de los acontecimientos.
Alcibíades,
hijo de Clinias, pertenecía, por su origen, a las familias de mejor abolengo
del Ática. Por la madre, estaba emparentado con los Alcmeónidas. Al caer su
padre en la batalla del Coronea, el joven, aún menor de edad, había sido puesto
bajo la tutela de Pericles. Uno de los hombres más ricos de Grecia era
Alcibíades, representante prototípico de la generación de aristócratas
atenienses habituados a suministrar líderes políticos al demos. En este
sentido, Alcibíades podría haberse convertido en un segundo Cimón o en un
segundo Pericles. Educado en un ambiente en que el Gobierno popular era formal,
mientras en los hechos existía el poder casi autocrático de Pericles.
Alcibíades se había imbuido, desde la edad más temprana, de desprecio hacia la
democracia, considerando que las masas del pueblo sólo servían de pedestal para
llegar al poder. Sócrates había ejercido gran influencia sobre él; la faz
antidemocrática de su doctrina agradaba sumamente al joven discípulo. La
anécdota que recuerdan Plutarco y Diodoro da el mejor testimonio en cuanto a la
manera de pensar del joven Alcibíades. «En el deseo de conversar con Pericles,
Alcibíades acudió en una oportunidad a sus puertas. Le dijeron que Pericles se
hallaba ocupado, pensando en la manera de justificarse, de rendir cuentas a los
atenienses. Al retirarse, Alcibíades dijo: ¿No sería mejor pensar en no rendir
ninguna?» En esta anécdota ya se percibe la diferencia entre la generación
mayor, la de Pericles y la generación joven de los aristócratas atenienses, a
la que pertenecía Alcibíades.
De
acuerdo con las leyes atenienses, Alcibíades, nacido en el año 452 antes de
nuestra era, podía proponer su candidatura para el puesto de estratega sólo
después de haber cumplido los treinta años, esto es, en el año 421. Mas antes
de esto, él había procurado, de mil modos, conquistar notoriedad y popularidad,
como peldaño importantísimo para ascender al poder. Envío para competir en los
juegos olímpicos siete carros, con los que recibió simultáneamente el primero,
el segundo y el cuarto premios; encargó una oda laudatoria al mejor escritor de
la Hélade, Eurípides; gastó enormes sumas de dinero en coregías; cometió toda
clase de extravagancias como, por ejemplo, mutilar a su hermoso perro de raza
con el solo objeto de que los atenienses hablasen de él. Plutarco caracteriza
muy acertadamente la posición y las tendencias del personaje: «El origen de
Alcibíades, su riqueza, su bravura en los combates, la multitud de amigos y
parientes, le abrían grandes posibilidades para alcanzar puestos
gubernamentales, pero él trataba, por encima de todo, de conquistar para sí la
valía mediante el encanto de sus discursos ante la muchedumbre.»
La
postura negativa respecto al orden democrático en Atenas ha sido muy bien
descrita por Tucídides, quien pone en labios de aquél la sentencia acerca del
«desenfreno propio del régimen democrático»; su condena del «dominio del demos»
y, finalmente, la conocida definición de la democracia como «la insensatez
generalmente reconocida».
El
hecho mismo de la gran influencia de Alcibíades se explica por la
desmoralización del demos ateniense, considerablemente desclasado, habituado a
vivir de los ingresos proporcionados por la explotación de los esclavos y de
los aliados.
Alcibíades
se tuvo que adherir al partido aristocrático laconófilo. Lo llevaban a ello
tanto su origen como sus vínculos con Sócrates y, finalmente, los lazos
personales de su familia con Esparta. Estaba en relaciones amistosas con los
prisioneros de guerra espartanos, y trataba de obtener la proxenia para los
lacedemonios. No obstante su amor propio vulnerado por el hecho de haber
preferido los embajadores espartanos, durante la celebración de la paz, a
Nicias y no a él, impulsaron a Alcibíades hacia el campo antiespartano. Se vio
así obligado a adherirse al partido democrático en la asamblea popular
ateniense.
En
ella, y actuando contra Nicias, Alcibíades hizo fracasar, ya valiéndose de
intrigas, ya por el fraude directo, las negociaciones entre Esparta y Atenas,
consiguiendo en cambio formar una alianza entre la democracia ateniense y la
peloponesiaca (Atenas-Argos, Mantinea, Elis).
Las
perspectivas de una coalición democrática eran brillantes. Hacía poco que la
arqué ateniense, tras una contienda de diez años contra la Liga peloponesiaca,
había obligado a su adversario a pedir la paz. Pero ahora contaba con la
adhesión de Argos, neutral hasta aquel momento. Al mismo tiempo, el campo de
sus adversarios se había disgregado al pasarse una parte de sus componentes
—Mantinea y Elis— al campo de la democracia. Además, la propia Esparta había
perdido por completo su aureola de invicta. Pilos seguía aún en manos de los
atenienses. La cuestión había llegado al punto de que los eleatas no admitieron
que los lacedemonios tomaran parte en los juegos olímpicos, lo cual se
consideraba en aquel tiempo una ofensa inaudita. Parecía que un solo golpe
bastaría para aplastar definitivamente a Esparta. Su autoridad frente a toda la
Hélade había descendido hasta tal punto que inclusive sus aliados, los tebanos,
se apoderaron al año siguiente (419) de la colonia lacónica de Heráclea de
Tracia, sin reparar en la gran indignación que ello provocó en Esparta.
En
el verano del mismo año, Alcibíades, elegido estratega, llegó al Peloponeso con
un pequeño destacamento de hoplitas y, moviéndose a lo largo de la costa
septentrional de la península, persuadió a los habitantes de la ciudad de
Patras a que unieran su ciudad con el mar mediante un largo muro, lo cual
proporcionó a los atenienses un nuevo punto de apoyo en el Peloponeso.
Estimulados por la presencia del destacamento ateniense, los argivos
emprendieron acciones bélicas contra Epidauro (de Argólida), con la esperanza
de poder obtener, en caso de éxito, una comunicación directa con Atenas por vía
más breve, a través de Egina.
El
ataque contra Epidauro obligó a Esparta a proceder activamente. En el verano
del 418 se reunió en Flionte «el mejor ejército heleno que hasta entonces se
hubiera formado; estaban allí los lacedemonios con todo su ejército, como
también los arcadios, beocios, corintios, sicionios, pelenenses, fliontios,
megarios; todas ellas tropas escogidas que estaban en condiciones de combatir
ya no sólo contra los ejércitos con que contaba la liga argiva, sino también
contra otros tantos, que se unieran a ella». Los beocios por sí solos suministraron
5.000 hoplitas, 5.500 guerreros de infantería ligera y 500 de caballería.
Los
argivos, contra los cuales se había congregado toda esa masa armada, reunieron
su propia milicia con la de Mantinea y con 3.000 hoplitas eleatas. Los ejércitos
atenienses (1.000 hoplitas y 300 caballeros) llegaron algo más tarde. Sin
embargo, cuando los ejércitos estaban ya en línea de batalla, los aristócratas
de Argos se entendieron con el rey espartano Agis, hijo de Arquídamo, y los
enemigos se separaron sin haber luchado. Esto provocó indignación en los
lacedemonios, la que se agudizó más aún al recibir la noticia de que sus
adversarios habían ocupado Orcómenos (de Arcadia). Entonces, los ejércitos
espartanos, al regresar a su patria, fueron nuevamente enviados a la región de
Mantinea, esta vez sin aliados, que no se les pudieron unir, porque para ello
tenían que cruzar por territorio enemigo.
En
la batalla de Mantinea (agosto del 418) los espartanos obtuvieron una victoria
completa sobre el aliado ejército argivo-mantineo-ateniense. En esa batalla
cayeron 300 lacedemonios y 1.100 de sus enemigos, entre ellos los dos
estrategas atenienses. La batalla puso en evidencia la superioridad de los
hoplitas laconios. Como resultado, Argos rompió el tratado celebrado con Atenas
e inmediatamente hizo la paz y una alianza con Esparta. Los ejércitos de Argos,
en unión con el destacamento espartano, promovieron un levantamiento
oligárquico en Argos y en Sición. Los mantineos, viéndose aislados, debieron
someterse. El triunfo de los lacedemonios repercutió en el distante Norte. El
rey macedonio, Pérdicas, volvió a traicionar a los atenienses y, recordando
—para el caso— el origen argivo de los reyes macedonios, estableció una alianza
con Esparta y Argos. Esta circunstancia reforzó más aún la tendencia de las
polis de la Calcídica a una independencia total.
La
derrota bélica de Atenas más la diplomática que le siguió fue provocada, más
que nada, por su indecisión. Al tiempo que Alcibíades insistía en la necesidad
de acciones resueltas. Nicias, seguido por la mayoría de los estrategas,
trataba infructuosamente de renovar la amistad con Esparta. Era natural que el
insignificante destacamento que había tomado parte en la batalla de Mantinea no
pudiera salvar a sus aliados, y la armada que hubiera podido distraer a una
parte de las fuerzas espartanas y, por lo mismo, hacer más sostenible la
situación de los aliados, no se movió del Pireo.
Se
hacía evidente que la rivalidad entre Alcibíades y Nicias llevaba a Atenas a la
ruina. En tales circunstancias era completamente lógica la propuesta del
conductor de la democracia radical, Hipérbolo, de recurrir al ostracismo. La
propuesta en cuestión fue aprobada por la ecclesia. No obstante ello,
Alcibíades, por temor a ser expulsado, se entendió con el conductor del
grupo laconófilo Faiax y, posiblemente, también con Nicias, para actuar
conjuntamente contra Hipérbolo, al que le fue aplicada aquella medida, de
manera completamente inesperada (en el año 417). Simultáneamente, Alcibíades y
Nicias fueron elegidos nuevamente estrategas.
Entre
tanto, la situación en el Peloponeso volvió a tomarse candente. El triunfo de
los aristócratas en Argos fue de corta duración. Medio año después, en el mismo
año 417, los demócratas argivos, aprovechando un momento propicio, atacaron a
los oligarcas, los derrotaron y expulsaron de la ciudad, y restablecieron la
democracia. El partido demócrata pidió ayuda a Atenas y emprendió la
construcción de los Largos Muros, «para asegurarse el suministro de víveres por
vía marítima». La experiencia de la guerra de Arquídamo había demostrado que
construcciones tales como los Largos Muros de Atenas era absolutamente
inexpugnables. Incluso una aplastante superioridad numérica de los sitiadores
no representa garantía alguna de éxito. El único medio de obligar a los
sitiados a capitular era el cerco de las fortificaciones más la amenaza de
hambre. Y los Largos Muros que unían con el mar, que se hallaba bajo el control
de los aliados, constituían en aquellos tiempos la completa garantía para la
independencia frente a Esparta, y prenda de larga alianza con Atenas. Los Muros
se construyeron en medio de una gran animación de la población de Argos; los
atenienses habían enviado carpinteros de obra y albañiles. Y cuando en el
invierno hicieron su aparición los ejércitos espartanos, no hallaron traidores
en la ciudad y se vieron forzados a retirarse, destruyendo, sin embargo, una
parte del Muro. En el verano del 416 Alcibíades llegó a Argos a la cabeza de
una escuadra de 20 navíos y se llevó a 300 oligarcas vinculados con Esparta.
En
el año 416 las relaciones entre Atenas y Esparta empeoraron más aún debido a
que los atenienses habían puesto sitio a la colonia laconia de Melos, en la
isla del mismo nombre. Esta colonia había observado la más rigurosa
neutralidad, y el ataque de los atenienses carecía de fundamentos. Tras un
sitio de siete meses de duración, Melos se rindió. Los hombres fueron pasados
por las armas y las mujeres y los niños llevados como esclavos. Al mismo
tiempo, también la guarnición de Pilos había efectuado una salida inflingiendo
grandes daños a los lacedemonios. Todo esto determinó que «los lacedemonios,
sin violar el tratado, abrieran acciones bélicas contra los atenienses». Y
aunque se les unieron los corintios, las operaciones bélicas no se hicieron en
gran escala hasta la expedición a Sicilia.
4. La expedición a Sicilia
Después
del congreso de las polis siciliotas en Gela y del ignominioso retorno de la
primera escuadra ateniense, los acontecimientos en Sicilia se desarrollaron
casi sin vinculación alguna con la marcha de la guerra en la Grecia
continental. El antagonismo entre las polis encabezadas por Siracusa y el grupo
calcídico compuesto por Naxos, Leontinos, Catana, Mesana e Hímera, era mantenido
dentro de los marcos de conflictos locales, pues Siracusa prefería no llevar
las cosas al extremo, a fin de no dar pretexto a Atenas para una nueva
intromisión en los asuntos sicilianos.
Las
tendencias dominantes de Siracusa se entrelazaban con la lucha social y
política. Y a pesar de que en la propia Siracusa el poder también estaba en
manos de los demócratas, esta ciudad, por lo general, apoyaba a los oligarcas
jonios. Lo cual le daba siempre la posibilidad de inmiscuirse en los asuntos
internos de sus adversarios, sin llegar con ello a una intervención abierta.
Son
muy significativos los considerables desplazamientos sociales que tuvieron
lugar en Leontinos hacia finales de la guerra de Arquídamo. Según informa
Tucídides, «los leontinos aceptaron en su comunidad a muchos nuevos ciudadanos
y el demos proyectaba ya redistribuir las tierras». Este testimonio,
excepcionalmente importante, indica cuan aguda era la lucha social durante el
período de la guerra del Peloponeso. El solo hecho de la inclusión voluntaria
de ciudadanos nuevos, admitidos en la comunidad, constituye un acontecimiento
exclusivo en la historia de las polis de aquel tiempo, las que siempre
procuraban limitar el número de sus ciudadanos. La exigencia revolucionaria de
la redistribución de las tierras también suena de manera inusitada en la Hélade
del siglo v a. C. Tal
consigna sólo se popularizará posteriormente durante el período de la
descomposición de la sociedad esclavista en Grecia, en el siglo iv y especialmente en el iii a. C. Empero, lo más
característico lo constituye el estrecho vínculo que se observa entre esos dos
pasos: la redistribución de las tierras y la admisión de ciudadanos nuevos. Al
parecer, este último hecho fue condicionado por el deseo de hacer más fuerte al
demos en la lucha en ciernes por la tierra.
De
esta manera, se nos pinta con suficiente claridad el programa del partido
democrático en Leontinos, partido que, en lo fundamental, se componía de
campesinos sin tierra y esclavizados, en tanto que los oligarcas eran los
grandes terratenientes y poseedores de gran cantidad de esclavos. Los sectores
democráticos de la ciudad, teniendo conciencia de que no estaban en condiciones
de dominar y reducir a los oligarcas, que contaban con el apoyo de la poderosa
Siracusa, tomaron medidas radicales, y, oficialmente, otorgaron la ciudadanía a
amplios sectores de la población que, al parecer, eran habitantes locales,
posiblemente bárbaros. Los ricos replicaron pidiendo ayuda a Siracusa,
expulsaron al pueblo simple y destruyeron la ciudad, trasladándose a Siracusa.
A su vez, los demócratas se fortificaron en dos reducidos puntos del territorio
leontino y «dieron comienzo a una guerra contra los siracusanos».
Faiax,
hijo de Erasístrato, enviado por los atenienses en el año 422 en calidad de
embajador con la orden de organizar la ayuda a los leontinos, no había
conseguido nada y dejó a los mismos librados a su propia suerte.
Es
dable suponer que la encarnizada lucha entre los ricos y los pobres en
Leontinos, registrada por la escasa información que proporciona Tucídides, no
constituye ninguna excepción marcada dentro de las condiciones de Sicilia. Las
agrupaciones democráticas, tanto en la misma Leontinos como en las otras
colonias griegas en Sicilia, siempre contaban con la ayuda de la poderosa
democracia ateniense. A mediados del invierno del año 415 llegó a Atenas una
embajada de Segesta, colonia jonia en el extremo occidental de Sicilia, para
pedir ayuda en la lucha contra Selinonte, la cual era apoyada por Siracusa. Tal
pedido se fundaba en la amenaza de injerencia de Siracusa en la guerra del
Peloponeso, de parte de Esparta. Los enviados subrayaron que Segesta disponía
de suficientes recursos pecuniarios para financiar toda la expedición. En tales
circunstancias, Atenas debía inmiscuirse en los asuntos sicilianos, si quería
conservar alguna influencia en el Occidente, donde su autoridad ya se hallaba
minada por el hecho de no haber acudido en auxilio de Leontinos. En caso de
negar ayuda a Segesta, Atenas podía perder todos sus partidarios en el
Occidente. La ecclesia resolvió enviar embajadores para investigar cuál era el
estado de cosas y, especialmente, para determinar con mayor o menos exactitud
la cantidad de dinero en efectivo de que disponían los segestiotas.
La
embajada regresó en el verano del mismo año, trayendo consigo 60 talentos de
plata para cubrir el sueldo mensual de las tripulaciones de las 60 trieres,
cuyo envío los segestiotas se preparaban a solicitar a Atenas. Fue entonces
cuando surgió ante Atenas la cuestión del envío de una gran expedición bélica a
Sicilia.
Esta
cuestión cobró para Atenas excepcional agudeza, con motivo también del
agravamiento de la situación política interior. Se había intensificado en ese
tiempo la lucha entre la aristocracia y la democracia, la cual se expresa en la
rivalidad entre Alcibíades y Nicias por el predominio en la ecclesia. El
anterior plan de Alcibíades, consistente en oponer a Esparta una coalición
democrática en el mismo Peloponeso, fue derrotado en la batalla de Mantinea. Por
este motivo, Alcibíades promovió un nuevo plan, completamente irreal, en el
sentido de crear en Sicilia una potencia ateniense. El plan obtuvo el pleno
apoyo de la mayoría en la ecclesia: «Se apoderó de todos por igual un deseo
apasionado de tomar parte en la campaña: los mayores, ya porque abrigaban la
esperanza de conquistar los países contra los cuales se emprendía la
expedición, ya porque estaban seguros de que con fuerzas tan considerables
sería imposible sufrir una derrota; los jóvenes, por el afán de ver un país
lejano y conocerlo, y porque confiaban quedar con vida; la masa de los
soldados, porque calculaban recibir el sueldo durante la campaña, y que
ensancharían tanto los dominios atenienses que ello les daría la posibilidad de
seguir percibiendo esos sueldos ininterrumpidamente, también en lo sucesivo.
Hasta tal punto fue así que, por el excesivo ardor bélico de la mayoría, si
alguno no estaba de acuerdo, guardaba silencio por temor a que, de votar en
contra de la guerra, se lo tomara como hostil al Estado.»
Es
necesario anotar que la mayoría de los ciudadanos comunes no tenía siquiera
idea del significado de la expedición, ni de las fuerzas del enemigo. El
testimonio de Plutarco acerca de que «muchos hombres estaban sentados en las
palestras y en los pórticos dibujando el mapa de Sicilia y la ubicación de
Libia y de Cartago», sólo demuestra cuan nebulosa era la idea que tenía el
ateniense común acerca de la parte occidental del Mediterráneo.
No
obstante las ásperas réplicas de Nicias, que acusaba a Alcibíades de perseguir
la satisfacción de sus intereses personales al precio del bienestar de la
polis, la ecclesia resolvió enviar 60 navíos a los segestiotas. Encabezaban la
expedición Alcibíades, Nicias y Lámaco. La reiterada intervención de Nicias en
la ecclesia señalando lo imprudente y lo arriesgado de la empresa, obligó a la
asamblea a otorgar a los estrategas plenos poderes en cuanto a la composición
de la fuerza expedicionaria, resolviéndose así que partirían no menos de 100
trieres y 5.000 hoplitas.
La
propuesta de enviar una expedición a Sicilia fue aceptada por una aplastante
mayoría de la ecclesia. Es evidente que en su favor votaron no sólo los
partidarios de la democracia radical, cuyos representantes, Hipérbolo, por
ejemplo, hacía mucho que maduraban planes de gran expansión en Sicilia. Esta
vez, gran cantidad de partidarios de Nicias dieron su apoyo a Alcibíades, y
ellos eran representantes de los estratos adinerados de la ciudad.
Probablemente, fueron algunos grupos de artesanos y mercaderes.
En
las inscripciones se hallan publicadas ambas resoluciones de la ecclesia: la
primera, acerca del equipamiento de 60 navíos, y la segunda, acerca del aumento
de la cantidad de trieres a un centenar, del reclutamiento del ejército y de la
asignación de 3.000 talentos para los gastos de la campaña. Dicha suma
representaba todo el efectivo del fisco oficial, constituido por los saldos de
los presupuestos correspondientes al lapso transcurrido desde la paz de Nicias.
Al parecer, alrededor del año 417, a iniciativa de Alcibíades, el foros volvió
a ser elevado hasta la suma de 1.300 talentos, A finales de mayo del 415
zarparon de Atenas 136 naves (entre ellas, 100 trieres atenienses), con 5.100
hoplitas (de los cuales 1.500 eran ciudadanos de Atenas), 1.200 infantes
ligeros y cerca de 26.000 remeros. A esta enorme flota bélica seguían más de
130 naves de carga. Con este motivo, Tucídides anota con orgullo: «Esta fue la
más costosa y bella de las expediciones equipadas hasta entonces.»
Durante
julio y agosto, tras costear a Corcira, la armada llegó a Italia y comenzó a
avanzar lentamente a lo largo de la costa, en dirección al Sur. Los atenienses
tropezaban en todas partes con una muy alerta desconfianza de la población
local, que, aún en las polis calcídicas, sentía más temor a Atenas que a
Siracusa. Finalmente, los atenienses se detuvieron en Región, y, en vista de
que sus habitantes nos les permitieron entrar en la ciudad, todo el ejército
acampó en sus afueras. Las naves enviadas a Segesta, regresaron con la nada
grata noticia de que no había dinero en la misma, surgiendo entonces entre los
estrategas una discrepancia. Nicias propuso limitarse a una expedición contra
Selinonte, obligándola a hacer la paz con Segesta, tras lo cual, pasando
demostrativamente frente a las costas sicilianas, se regresaría a Atenas.
Alcibíades prefería dirigirse a diversas polis sicilianas, tratando de
atraerlas a la causa de Atenas, para después atacar a Selinonte y a Siracusa.
Lámaco era de la opinión de apoderarse de Siracusa mediante un ataque
imprevisto. Triunfó la opinión de Alcibíades. Pero no tuvo éxito ni en Mesana
ni en Catana, y sólo Naxos abrió sus puertas a los atenienses.
En
el ínterin, la ausencia de Alcibíades fue aprovechada en Atenas para incoar un
proceso contra él. Unos pocos días antes de la partida de la expedición fueron
mutilados una noche una cantidad de hermes, estatuas pétreas del dios Hermes,
protector de los viajes y del comercio. Tal suceso despertó muchas habladurías
en Atenas. Se lo interpretaba como funesto presagio sobre los resultados de la
expedición. Los oradores, en la ecclesia, consideraban la mutilación simultánea
de los hermes como una señal de la existencia de «una conjuración para hacer
una revuelta y derribar la democracia». Los culpables no fueron descubiertos.
Por la ciudad corrían rumores que hacían recaer la culpa sobre participantes de
algunos Misterios, reuniones secretas del culto a los dioses. Como a uno de los
culpables, se nombraba a Alcibíades, a quien se acusaba también de descreído y
sacrílego. Aun antes de emprender la expedición, Alcibíades propuso organizar
el correspondiente juicio, en la seguridad de ser absuelto; pero sus enemigos
preferían esperar y juzgarlo en ausencia del ejército, que le era devotamente
fiel.
Inmediatamente
después de la partida de la expedición, fueron detenidas en Atenas muchas
personas con motivo del asunto de los hermes y los Misterios. Toda la ciudad
estaba plagada de
rumores acerca de la existencia de una conjuración dirigida a establecer una
tiranía, de la cual como tirano se nombraba unánimemente a Alcibíades. Todos
los detenidos fueron ejecutados y los poderes enviaron una nave del Estado —la
Salaminia— en busca del mismo Alcibíades, a quien se ordenaba comparecer en el
juicio entablado en su contra en Atenas.
La
cuestión de la mutilación de los hermes no está aclarada de forma definitiva.
Antes que nada, es de importancia determinar quién fue el que la cometió. Se
trata de un problema sumamente enrevesado. No obstante varias alusiones
contenidas en las obras de algunos autores y, en primer lugar, en el discurso
de Andócidas De los misterios, es necesario estar de acuerdo con
Tucídides: «... nadie pudo decir, ni en su momento ni después, nada definitivo
ni seguro acerca de los culpables de este crimen». Sin embargo, es poco
probable que lo fuera Alcibíades. La destrucción de los hermes no podía
aportarle utilidad ninguna. Mucho más importante es determinar cuáles fueron
los círculos políticos que encabezaron la campaña contra Alcibíades. Parecía
que Tucídides se inclinaba a creer que lo fueron los cabecillas de la
democracia radical. Dice así: «Esos rumores fueron cogidos al vuelo por
personas que se sentían hartas e incomodas por Alcibíades, debido a que éste
les impedía afirmarse como caudillos del demos.» Plutarco nombra al «demagogo
Androcles», pero en el mismo lugar informa que el acusador de Alcibíades fue el
cabecilla del partido laconófilo Tésalo, hijo de Cimón. De esta manera, según
parece, en la acusación contra Alcibíades tomaron parte todos sus adversarios,
tanto los oligarcas como los radicales.
La
agrupación demócrata radical, decapitada por resultas del ostracismo de
Hipérbolo, trataba indudablemente de valerse de todas las posibilidades para
dar cuenta de Alcibíades y hacer así más sólida su propia influencia. Los
oligarcas irreconciliables, como el mencionado Tésalo, no podían perdonarle a
Alcibíades su acción anterior, como tampoco toda la aventura siciliana. Los
esfuerzos aunados de los adversarios de Alcibíades lograron imponerse. Bajo la
directa influencia de los rumores, insistentemente propagados acerca de la
conjura contra la democracia, la ecclesia resolvió que «todo está realizado por
los conjurados con miras a establecer una oligarquía o una tiranía».
Fueron
arrojados a la prisión muchos «ciudadanos notorios»; entre ellos Eucrates,
hermano de Nicias. Las sospechas recayeron también sobre Alcibíades. Los bienes
de los condenados fueron confiscados y vendidos en subasta pública. Las
inscripciones comunican datos interesantes acerca de esos bienes confiscados a
los mutiladores de los hermes, los llamados hermocópidas. Uno de éstos era un
meteco del Pireo, Cefisodoros, que poseía 16 esclavos, entre ellos cinco
tracios, un escita y un cólquida. Llama la atención la cantidad relativamente
pequeña de esclavos que pertenecían incluso a hombres ricos. El inventario que
figura en una de las inscripciones, probablemente pertenecía a Alcibíades.
Al
enterarse de que era llamado a juicio, Alcibíades huyó al Peloponeso y luego a
Esparta, donde se convirtió en el alma de todos los planes antiatenienses.
Cuando se le comunicó que estaba condenado a muerte, habría dicho: «Les he de
probar que estoy vivo.» Y, en efecto, ocasionó grandes daños a los atenienses
en Sicilia, Jonia y hasta en la propia Ática.
Al
quedar sin Alcibíades, Nicias y Lámaco repartieron entre sí todas las fuerzas
armadas y se dirigieron por mar a Segesta, de donde obtuvieron otros 30
talentos, sacando 120 talentos más al vender como esclavos a todos los
habitantes de la pequeña ciudad de Hícara, una parte de los cuales
posteriormente prestó servicios como remeros en la flota ateniense. Luego se
dirigieron, por tierra firme, a través de toda la isla, hacia el litoral oriental,
hacia Catana. En el invierno del 414, los atenienses aparecieron a orillas del
mar en Siracusa, tras adelantarse al ejército siracusano apostado junto a
Catana, e infirieron algunas pérdidas a los siracusanos. Sin embargo, y debido
a la indecisión de Nicias, los ejércitos atenienses regresaron a Catana, dando
así tiempo al adversario para terminar la construcción de fortificaciones
defensivas en torno de Siracusa.
Durante
el invierno, ambas partes trataron de atraerse la máxima cantidad de aliados. Los
atenienses lograron obtener el apoyo de Segesta, Catana y Naxos y una parte de
los sículos. Siracusa se aseguró la ayuda de Corinto y Esparta. Megara, jonia
en lo fundamental, permaneció neutral, debido a que Alcibíades había informado
al grupo siracusano de Mesana quiénes eran partidarios de Atenas en la ciudad.
Camarina, doria, que recelaba del reforzamiento de Siracusa, también observó
rigurosa neutralidad. Polieno, sin citar las fuentes, informa que en el año 414
tuvo lugar una gran sublevación de esclavos. Fue tan considerable que los
esclavistas siracusanos sólo pudieron aplastarla recurriendo a un engaño.
Incluso así, cerca de 300 esclavos se pasaron a los atenienses.
En
toda esta situación desempeñó gran papel Alcibíades, quien en el ínterin, había
llegado a Esparta, donde declaró que la expedición a Sicilia estaba dirigida,
en primer lugar, contra los lacedemonios. Aconsejó insistentemente enviar a un
autorizado jefe militar en ayuda de los siracusanos y, al mismo tiempo,
reanudar las acciones bélicas en el Ática con la ocupación de Decelia.
Sólo
en el verano del año 414, después de haber pasado un año en Sicilia, los
atenienses emprendieron el sitio de Siracusa. Lámaco pereció en el comienzo
mismo de ese asedio, y todo el ejército expedicionario pasó a ser mandado por
Nicias, quien dedicó todas las fuerzas a la construcción de una muralla
sitiadora alrededor de Sicilia. La mayor parte de dicha muralla fue terminada
en junio del mismo año, pero los atenienses, a pesar de todo, no tuvieron
suficiente tiempo para impedir entrar en Siracusa al jefe militar espartano
Gílipo, enviado a raíz del consejo de Alcibíades. Gílipo llevó consigo hasta
3.000 hoplitas y, lo que es principal, convenció a los sitiados de que en su
ayuda estaban marchando desde el Peloponeso considerables tropas.
La
situación de los atenienses empeoró bruscamente. Por iniciativa de Gílipo, los
sitiados comenzaron con energía a erigir un muro perpendicular al de los
atenienses, los cuales habían sufrido ya varias derrotas en algunas escaramuzas
en tierra firme y, por descuido, habían dejado pasar a Siracusa otros 12 buques
más llegados del Peloponeso.
De
esta manera, el fundamental objetivo táctico de los atenienses durante el
sitio: aislar por completo a Siracusa por tierra firme, sufrió un rotundo
fracaso. Los sitiados extendieron su muro mucho más allá de la línea de las
construcciones atenienses y, de esta manera, se aseguraron el aprovisionamiento
de víveres y la llegada de ayuda proveniente de sus aliados por vía terrestre.
Más
peligrosa aún era para los atenienses la situación en el mar. Las trieres
atenienses, que habían estado en acción durante un tiempo prolongado,
necesitaban reparaciones capitales y habían perdido su cualidad bélica más
importante, la velocidad de movimiento. También había disminuido
considerablemente la cantidad de remeros, debido a las pérdidas sufridas. Una
parte de los mismos, a causa del desfavorable desarrollo de los
acontecimientos, comenzó a pasarse a los enemigos. La falta de caballería que
afectaba a los atenienses, proporcionaba a los siracusanos asediados la
posibilidad de mantener, de hecho, a los propios sitiadores en condición de
sitiados, al tiempo que sufrían escasez de vituallas. La pérdida de la
superioridad en el mar constituía en el futuro una amenaza de total perdición
para los atenienses, porque les cortaba los caminos de regreso a la patria.
En
tal emergencia, Nicias se dirigió a Atenas, exigiendo que sus tropas fueran
llamadas inmediatamente de vuelta, o que se enviaran nuevas y fuertes tropas
auxiliares de refuerzo. En esta misiva que Tucídides considera auténtica, la
situación de los atenienses es pintada como desesperante. En socorro de Nicias
salió del Pireo el mejor jefe militar, vencedor en Pilos, Demóstenes, con 65
navíos, 1.200 hoplitas atenienses y cierto número de aliados. Después de haber
movilizado las reservas en las islas Jónicas, Demóstenes arribó a Siracusa a
finales de julio del 413. Plutarco describe, con riqueza de imágenes, el arribo
de Demóstenes: «En aquel momento se hizo ver en el puerto Demóstenes,
infundiendo temor a los enemigos con la brillante pompa de su armada. Avanzaba
llevando tras suyo, en 73 navíos, a 5.000 hoplitas, y no menos de 3.000
lanceros, arqueros y honderos; el ornato de las armas, las insignias de las
trieres y la multitud de jefes de los remeros, con cantores y flautistas, eran
propios para impresionar a los enemigos y provocar su admiración.»
Para
evitar los errores del tardo Nicias, que había dejado la iniciativa al enemigo,
Demóstenes, ya en la primera noche de su llegada, emprendió el asalto de las
fortificaciones siracusanas en Epípolas, alturas en las que la muralla de los
siracusanos rodeaba las construcciones atenienses. Pero, tras cierto éxito
inicial, los atenienses sufrieron grandes pérdidas, viéndose obligados a
retirarse. Entonces Demóstenes y el segundo estratega Eurimedonte, que había
llegado con él, propusieron zarpar sin pérdida de tiempo de Siracusa, donde el
ejército estaba apostado inútilmente, en pésimas condiciones climatológicas,
perdiendo mucha gente por las enfermedades, y donde la flota no podía
desenvolverse en el interior de la rada sumamente angosta. Nicias objetó esto,
diciendo que también los siracusanos sufrían grandes pérdidas, y que, además,
debía contarse con algunos partidarios en el interior de la ciudad. También
desempeñó aquí cierto papel un eclipse de luna, pues Nicias lo consideró como
desfavorable para la retirada, y propuso, en vista de ello, postergar la
partida de Sicilia por veintisiete días.
Los
combates navales de 3 y del 7 de septiembre del 413 terminaron con la completa
derrota de la flota ateniense, la que ya hacía mucho había perdido su capacidad
combativa. El ejército ateniense estaba aislado en Sicilia. Nicias y Demóstenes
intentaron retirarse al interior de la isla, pero sin éxito, y, rodeados por
todas partes por el enemigo, los atenienses debieron capitular. Los dos
estrategas fueron ejecutados; en cuanto a los prisioneros de guerra, les cupo
la misma suerte que a todos los que caían en manos de sus vencedores: tras
permanecer siete meses en las canteras, fueron vendidos como esclavos.
Así
fueron aniquilados el enorme ejército ateniense y su poderosa armada. Tucídides
define la catástrofe siciliana como «el episodio militar más importante... Los
atenienses fueron totalmente vencidos en todos los terrenos... Fue, como se
dice, la ruina total de su ejército de tierra y de la flota. Nada quedó».
La
expedición a Sicilia constituyó un punto de viraje en toda la guerra del
Peloponeso. Hasta entonces, Atenas no sólo había resistido con éxito a la
poderosa coalición que comprendía a la mitad de la Hélade, sino que había
cumplido enérgicas acciones agresivas que le aportaron no pocos éxitos en la
guerra de Arquídamo. Inclusive la derrota en la batalla de Mantinea fue una
prueba de la fuerte expansión de Atenas hacia la región del Peloponeso. Desde
este punto de vista hay que mirar también a la expedición a Sicilia.
Ciertamente, la misma terminó con una catástrofe que acarreó más tarde el
hundimiento de la potencia naval de Atenas. Empero, el mismo hecho de enviar
una potente expedición con fines de conquista hacia países lejanos, sólo cinco
años después de haber terminado la ruinosa guerra de Arquídamo, da testimonio
de la presencia en Atenas de considerables fuerzas y medios económicos. Como
causa fundamental del envío de tal expedición, hay que considerar no sólo los
intereses comerciales de los atenienses en el Occidente, sino, en primer lugar,
la tendencia general a la expansión que radicaba en la economía de este fuerte
Estado esclavista. «... una guerra constituye aquel importante problema
general, aquel gran trabajo común, que se requiere ora para apropiarse de las
condiciones objetivas de las existencia, ora para preservar y para consolidar
aquello de lo que se había apoderado». Dentro de las condiciones de una antigua
polis, las reproducción del viejo modo de existencia.«... constituye al
mismo tiempo, por necesidad, una producción renovada de la forma vieja, y su
destrucción». Por ejemplo, allí donde a cada uno de los individuos
corresponde poseer tal o cual cantidad de acres de tierra, ello ya se ve
impedido por el crecimiento de la población. Si se toman medidas para
suprimirlo, se recurre a la colonización y ésta, a su vez, y siempre, provoca
una necesidad de organizar y emprender guerras de conquista. Una guerra de tal
especie, con fines de conquista, fue precisamente la expedición a Sicilia. La
dirección de la misma fue dictada por el deseo de privar a la Liga del apoyo de
las polis siciliotas, y por la esperanza de fácil éxito en Sicilia, con motivo
de las discordias entre las polis locales.
La
catástrofe en Sicilia condujo a un brusco cambio en la correlación de las
fuerzas de las partes beligerantes. Uno de los factores más importantes que
actúan en una guerra, es la cantidad y calidad de las fuerzas armadas del
adversario. Atenas había perdido 50.000 hombres, entre ellos, 10.000 hoplitas,
y más de 200 barcos, sin hablar ya del dinero gastado. Para comparar, señalemos
que en la batalla más grande de la guerra de Arquídamo, en el combate de
Delión, los atenienses habían perdido solamente 10.000 hombres.
Un
factor no menos importante que las enormes pérdidas materiales, fue el factor
moral-político. Junto a Siracusa, los atenienses fueron aplastados no sólo en
tierra firme, sino también en el mar. De esta manera, el período sexagenario
del predominio naval ateniense había llegado a su fin. Y pensar que fue
precisamente la flota la que constituyó el eslabón cimentador de la potencia
naval de Atenas... Una de las primeras consecuencias de la derrota en el
Occidente fue la sublevación de los aliados en el Oriente.
Por
fin, la consecuencia quizá más importante de la catástrofe de Sicilia, fue el
considerable debilitamiento de la solidez de la retaguardia ateniense. El
descenso de la autoridad del demos en Atenas fue inmediatamente aprovechado por
la oligarquía, la que pasó a más abiertas agresiones contra la odiada
democracia.
5. El último período de la guerra
La guerra de Decelia
Ya
hemos señalado que Alcibíades había dado a los espartanos dos consejos: en
primer lugar, enviar un jefe militar a Siracusa, con el fin de prevenir la
capitulación de la ciudad sitiada, lo cual había predeterminado en medida
considerable la marcha ulterior de los acontecimientos en Sicilia; y en segundo
lugar, reanudar, en gran escala, las operaciones bélicas contra Atenas y, en
particular, ocupar Decelia. Se llamaba así uno de los demos áticos situados al
noroeste de Atenas, a una distancia de 120 estadios (cerca de 22 kilómetros).
La ubicación geográfica de esa localidad era sumamente ventajosa, porque
dominaba el camino hacia Oropos. A través de Decelia conducía también el camino
más cercano hacia la sumamente importante posesión de Atenas que era la sila de
Eubea.
Los
consejos de Alcibíades tenían como objetivo la creación, para los peloponesios,
de un constante punto de apoyo en el Ática, mediante la ocupación de Decelia.
De este modo, se podría tener bajo permanente control militar a Atenas y al
Ática. Así —decía Alcibíades— los espartanos se apoderarían «de todas las
riquezas del territorio enemigo, y los atenienses instantáneamente perderán los
ingresos que proceden de las minas argentíferas del Laurión, y de los
beneficios que ahora obtienen del cultivo de las tierras y de los tribunales.
Pero, lo que es lo principal, perderán los tributos que les pagan sus aliados».
El
consejo de Alcibíades fue aceptado, y durante el invierno del 414 al 413,
Esparta se preparó enérgicamente para futuras operaciones bélicas, en la
suposición de que los atenienses se encontraran hundidos en Sicilia. Los
espartanos exigieron a sus aliados suministros especiales de hierro y de
instrumentos. Al comenzar la primavera del año 413, Agis invadió el Ática y, habiendo
fortificado a Decelia, quedó en la misma con una fuerte guarnición, lo cual
hizo empeorar bruscamente la posición de Atenas.
Más
de 20.000 esclavos adultos, que constituían la cuarta parte de todos los
esclavos de Atenas (de los cuales, la mayoría eran artesanos), se pasaron al
enemigo. Este hecho desorganizó bruscamente toda la producción artesanal. Según
dice Tucídides, los atenienses perdieron todo su territorio, sucumbió toda la
hacienda pequeña y mediana y los caballos morían de inanición.
Al fin,
en vista de la amenaza de un ataque directo a la misma ciudad de Atenas, fueron
dispuestas guardias constantes de todos los ciudadanos y metecos, en los muros
de la ciudad, que se mantenían durante todo el año, día y noche. «Todos los
atenienses, debido a que el enemigo se hallaba en Decelia, estaban
permanentemente bajo las armas y en los puestos que tenían asignados: unos en
las murallas y otros en las filas.»
Tomando
en cuenta las enormes pérdidas experimentadas por los atenienses en Sicilia, el
golpe inferido en Decelia debía haber demolido definitivamente toda la economía
del país. Si las primeras invasiones de los peloponesiacos causaban grandes
perjuicios, en primer lugar, a los intensivos cultivos agropecuarios, la
ocupación de Decelia privada a los atenienses de la posibilidad de ocuparse, en
general, de la agricultura. Era preciso importar todos los víveres por el
camino del Pireo.
Y
precisamente en aquel momento llegó a Atenas la noticia de la muerte de Nicias
y Demóstenes, lo cual significaba no sólo enormes pérdidas, esta vez
irreparables, de hombres y de naves, sino la amenaza inmediata de una aparición
de la flota enemiga en el puerto del Pireo. Y, en el ínterin, en los diques
faltaban naves, en el fisco no había dinero, y no había dónde conseguir remeros
para la flota. Por añadidura, existía una amenaza de defección de los aliados.
Atenas se hallaba al borde del abismo.
Principio de la descomposición de
la arqué ateniense
De
acuerdo con la opinión general, el destino de Atenas estaba predeterminado. A
finales del año 413 parecía indudable que no podría sostenerse ni siquiera
hasta el fin del verano. Debido a ello, las polis neutrales trataban de
adherirse lo más rápidamente posible a los vencedores en ciernes, «aun cuando
nadie las invitaba». Esparta y sus aliados habían decidido a hacer el último
esfuerzo para terminar lo antes posible las prolongadas operaciones bélicas y
resarcirse, mediante una paz triunfal, por los veinte años de privaciones de
guerra. Finalmente, las cúspides oligárquicas de las polis que formaban parte
de la arqué ateniense consideraron adecuado el momento para sublevarse contra
el odioso dominio de Atenas.
La
garantía del éxito en esta lucha la constituía la creación de una flota
militar. Las ciudades jonias no tenían fortificaciones, porque los atenienses
querían privarlas de toda posibilidad de resistencia. Los lacedemonios no
podían ni pensar en una sublevación en Jonia antes de crear una armada propia.
Para esto se requerían, en primer lugar, medios materiales. A la espera de una
próxima victoria, los espartanos ordenaron a los Estados aliados construir cien
naves; se obligaron a sí mismos y obligaron a los beocios, a suministrar
veinticinco barcos cada uno. Teniendo presente su falta de experiencia en la
navegación, aquello era realmente lo más que podía hacer Esparta.
Para
hacerse de los medios necesarios para financiar la flota, el rey Agis, que se
hallaba permanentemente en Decelia, comenzó a acumular dinero, recurriendo a
sus aliados.
En
ese tiempo se había puesto en evidencia la rivalidad entre el rey Agis, que
tendía a la autocracia, y Alcibíades, que gozaba del apoyo del influyente éforo
Endios. Llegaron hasta Agis, en Decelia, los representantes de los súbditos de
Atenas en Eubea y Lesbos, con la petición de que les enviara una armada. Se les
prometió veinte barcos, diez de ellos beocios. Simultáneamente, estaban
preparándose para sublevarse los oligarcas de Quíos y Eritras, que también
habían recurrido a los espartanos en busca de ayuda, pero no lo hicieron
dirigiéndose a Agis, sino directamente a la Laconia. También enviaron sus
representantes los sátrapas persas Tisafernes, que regía en la satrapía de
Sardes, y Farnabazo, de la satrapía de Dascilión. Los dos persas se dirigieron
a Esparta proponiendo llevar la guerra contra los atenienses a las regiones
colindantes con los territorios de sus respectivas satrapías: Tisafernes en
Jonia y Farnabazo en el Helesponto, prometiendo una considerable ayuda material
a la flota espartana. A propuesta de Alcibíades, los espartanos decidieron
empezar las operaciones bélicas, en primer lugar, en Jonia.
La
isla de Quíos, situada en la parte central de Jonia, era el más grande de los
aliados de Atenas. Después del aplastamiento de la sublevación de Mitilene en
el año 427, sólo Quíos disponía de una fuerte armada propia, compuesta de 60
trieres. Regían allí los oligarcas. Según Tucídides, Alcibíades los calificaba
«los más ricos entre los helenos». En Quíos, era sumamente acentuado el
desarrollo de la esclavitud. Los habitantes de la isla tenían muchísimos
esclavos, más de los que había en cualquiera de los demás Estados, excepto en
Lacedemonia. Debido a su cantidad, los esclavos eran víctimas de los más
crueles castigos, por cualquier culpa. Por esta causa explica Tucídides el paso
en masa de los esclavos de Quíos, después del comienzo de la sublevación, al
lado de los atenienses.
Una
vez asegurada la ayuda de la flota espartana, en junio del 412, tras la llegada
de Alcibíades que trajo consigo 22 barcos peloponesiacos, los habitantes de
Quíos iniciaron la sublevación, cuya noticia comenzó a difundirse con gran
rapidez por toda Jonia. A los sublevados se adhirieron Eritras, Clazómene, Teos
y, ulteriormente, debido a los vínculos personales de Alcibíades con los
oligarcas locales, también la principal ciudad de Jonia, Mileto. Después se
sublevó contra Atenas casi la totalidad de Jonia, tanto más que, en los
primeros tiempos, los espartanos se hacían ver en todas partes bajo la consigna
popular de «libertad de la Hélade».
En
vista de los éxitos de sublevación, y reconociendo todo lo que importaba para
el definitivo aplastamiento de Atenas, los peloponesiacos enviaron al Oriente
toda la flota de que disponían. Durante la campaña del invierno del año 411, el
navarca espartano Astíoco tenía ya bajo su mando 94 trieres, sin contar los
barcos de Quíos. Finalmente, también Rodas se unió a los peloponesiacos.
La
defección de Jonia se desarrolló con una gran rapidez, debido a que los aliados
se sentían ya desde hacía mucho molestos por el dominio ateniense. La
explotación de las polis aliadas, que iba en constante aumento, la altanería de
los poderes atenienses, las crueles represiones de que eran víctimas los
sublevados, fueron todas circunstancias que habían intensificado el descontento
entre los aliados de Atenas; y bastó una sola chispa para que se encendiera la
sublevación general. El papel decisivo lo desempeñó la llegada de la flota
peloponesiaca y de Alcibíades, que, además, gozaba del apoyo de Tisafernes, y,
en consecuencia, del rey persa, en tanto que los atenienses carecían ahora de
una fuerza naval capaz de superar a sus enemigos.
Parecía
que los atenienses no les restaba ya ninguna esperanza. La flor y nata de su
ejército y de su flota había cumplido en Sicilia. El enemigo se había afirmado
en el centro de Ática, lo cual desorganizaba por completo la economía del país.
Y ahora se desplomaba el último sostén, su potencia marítima.
En
aquel momento, la democracia ateniense, a pesar de los golpes que se habían
descargado sobre ella desde todos los lados, pudo desarrollar una colosal
fuerza de resistencia. Sin desearlo, se impone una comparación entre la Atenas
del año 412, y la Esparta del año 425. Había bastado una sola gran derrota en
Esfacteria para que Esparta pidiera la paz y cesara todas las acciones
agresivas. El demos ateniense, hallándose casi en un callejón sin salida,
combatió durante ocho años enteros no sólo contra toda la Hélade, sino también
contra Persia; inclusive, durante el último período de la guerra, descargó en
más de una oportunidad sensibles golpes a adversarios mas fuertes que él. En el
año 412 el demos movilizó todos los medios para la lucha. El programa de acción
consistía en «equipar y armar una flota, procurándose madera y dinero por
cualquier medio; asegurarse la fidelidad de los aliados, especialmente de
Eubea; reducir prudentemente los gastos del Estado y crear una magistratura
integrada por los ciudadanos de más edad, destinada a la consideración previa
de los asuntos corrientes».
Tal
programa era llevado a la ejecución, de manera firme y estricta. Los atenienses
supieron acumular la cantidad necesaria de madera, fortificaron el promontorio
Sunio para asegurar el paso de los barcos que traían víveres desde Eubea;
liquidaron su plaza de armas en el litoral de Laconia, del que se habían
apoderado durante la expedición a Sicilia, y al enterarse de la defección de
Quíos enviaron inmediatamente 20 barcos para aplastar al rebelión.
Además,
fueron enviados otros 30 navíos para realizar un crucero alrededor del
Peloponeso; y estaban preparando nuevas decenas de barcos para ser enviados a
Jonia.
Sumamente
considerables eran entonces (finales del año 413) las dificultades financieras.
La tesorería del Estado estaba vacía. Tampoco se contaba con una flota. Para
armar y equipar una nueva y, principalmente, para mantenerla, se requerían
sumas muy considerables que sólo se podían sacar de las arcas de los aliados,
los que manifestaban muy abiertamente su descontento por el alcance de las
imposiciones vigentes. Ciertamente, el demos tocó por primera vez la reserva de
mil talentos, depositada aún por Pericles, para casos de extrema necesidad. Así
y todo, estos fondos eran insuficientes y con mucho.
Con
el objeto de mejorar el presupuesto del Estado, fue llevada a cabo una reforma
financiera de suma importancia. Se suprimió el foros —la contribución recabada
de los aliados, en forma de imposición directa—, y se estableció un aforo del 5
por 100 sobre el valor de todos los productos importados y exportados por vía
marítima. Al parecer, el objeto fundamental de tal reforma era acrecentar los
ingresos del fisco. Mas, de por sí, las supresión del foros haría menguar el
descontento de los aliados. Además, ese aforo se cobraba, principalmente en el
Helesponto, lo cual era, técnicamente, una medida fácilmente ejecutable, y
exigía fuerzas armadas relativamente escasas.
Apuntábanse,
ya entonces, los contornos de una nueva política del demos respecto a los
aliados, lo cual se manifestó con la decisión de equiparar siete trieres de
Quíos que habían caído en poder de los atenienses. «A los esclavos que se
hallaban en las mismas les fue concebida la libertad, mientras a los hombres
libres se los encadenó.» Bajo este aspecto, son significativos también los
acontecimientos registrados en la isla de Samos. Aprovechando la presencia de
tres trieres atenienses, los demócratas de Samos organizaron una sublevación y
dieron muerte a cerca de 200 ciudadanos nobles; 400 oligarcas fueron condenados
a la expulsión; las tierras y casas de la nobleza fueron confiscadas por el
demos. Habiendo constatado la fidelidad de esos demócratas, los atenienses les
otorgaron la autonomía, de hecho, una independencia. Es sumamente elocuente el
hecho de que, de acuerdo con la constitución democrática de Samos, los
geomores, es decir, los propietarios de grandes extensiones de tierra, fueron
completamente privados de los derechos políticos, inclusive del derecho a la
epigamía (contraer matrimonio) con el demos. Fue uno de los pocos casos en la
historia del mundo antiguo en que el demos victorioso recurrió a la privación
de los derechos políticos de sus adversarios.
En
combinación con el triunfo de la democracia de Samos, hay que anotar otros dos
momentos interesantes. En Samos se encontraba Hipérbolo, que fuera líder de la
democracia radical en Atenas, de donde se le expulsó en el año 417. Es dable
suponer que, también en el exilio, fue de los conductores de los demócratas de
Samos, puesto que allí lo mataron los oligarcas durante su sublevación armada
en el año 411. Durante la revuelta oligárquica en Atenas, en el mismo año 411,
sólo en Samos se conservó el orden democrático. Basándose en ello, los marinos atenienses,
aliados de hecho con los demócratas locales, restablecieron la democracia en
Atenas.
Recrudecimiento de los elementos
oligárquicos en Atenas
Todo el
conjunto de las medidas emprendidas por el demos ateniense, testimonia las
alteraciones que allí apuntaban en las relaciones con los aliados. En nombre de
la conservación de la arqué, Atenas intentaba, por primera vez durante la
guerra, apoyarse más firmemente en los grupos democráticos de las polis
aliadas. Y fue precisamente esta línea política la que dio a Atenas una
salvación temporal, provisional, en el año 412. Samos quedó en calidad de base
estable para las escuadras. En Quíos los atenienses se apoderaron de un
importante punto, Delfinion, y lo fortificaron. En Lesbos los combates se
desarrollaron con éxitos alternados. La desorganización quedó frenada. No
obstante, simultáneamente con la movilización de las fuerzas del demos, se
intensificó también en Atenas la actitud de diversos grupos de oligarcas que se
mostraban bajo la consigna general de «regreso el régimen de los padres». Tal
consigna resultaba muy adecuada para la unificación de los diferentes grupos,
que ostentaban a veces programas diametralmente opuestos, en primer lugar,
absolutamente indefinidos. En la consigna «las leyes de los padres» quedaban comprendidas
tanto la constitución democrática de Clístenes como la legislación timocrática
de Solón, e inclusive las leyes de Dracón.
Se
amplió la base social de los oligarcas. Anteriormente, sólo pertenecían a los
mismos los representantes de las antiguas generaciones laconófilas, cuyo único
apoyo lo constituía «la juventud dorada», agrupada en sociedades secretas, las
heterías. A partir del año 412 comenzaron a prestarles apoyo las familias más
ricas de los ciudadanos atenienses. Tucídides menciona siempre a los trierarcas
que, «independientemente de Alcibíades, y en grado aun mucho mayor que éste,
trataban de derrocar a la democracia».
Así
surgió la unión de los oligarcas con los ciudadanos ricos, «los que —según
Tucídides— llevaban sobre sí cargas insignificantes». La consigna fundamental
de esa unión fue la limitación de los gastos del Estado. Con ello se quería
decir, en primer lugar, la absoluta supresión de los sueldos a los buleutas y a
los jueces, y de la paga por asistir a las asambleas populares. De llevarse a
cabo este programa, los atenienses pobres se verían privados automáticamente de
participar en el manejo de los asuntos gubernamentales y el poder pasaría de
hecho a manos de los oligarcas y de los grupos que les prestaban apoyo.
Pero
la realización de esta clase de programa, en toda su extensión, era casi
imposible, no sólo por razones políticas, puesto que el demos no hubiera
entregado el poder voluntariamente, sino por razones de orden económico, puesto
que esas prebendas estatales representaban de hecho la única fuente de
existencia de las amplias masas del demos traídas por el éxodo campesino hasta
el interior de los Largos Muros, y privadas de todos los recursos. La
aplastante mayoría de los marineros de la flota anclada en Samos formaban también
una especie de tetes profundamente interesados en la conservación de la
democracia. De modo que, dentro de condiciones normales, no se podía contar con
la derogación de la constitución, ni por vía pacífica ni por las armas.
Así
y todo, había otra importante circunstancia que obraba en favor de las
agrupaciones antidemocráticas. Y es que los defensores más activos del orden
democrático, los tetes, estaban ausentes en número considerable, debido a que
prestaban servicios en la flota que, en esos meses, se encontraba
permanentemente en Jonia. De esta manera, uno de los grupos políticos más
activos de los ciudadanos atenienses no pudo tomar parte directa en las
sesiones de la ecclesia. Al mismo tiempo, una parte de los anteriores
conductores de los elementos radicales, como Pisandro y Caricles, se sumaron a
los oligarcas e incluso se pusieron a la cabeza de las medidas
antidemocráticas.
Es
por esto que, en el año 412, los oligarcas habían conseguido con relativa
facilidad dos triunfos importantes. En primer lugar, inmediatamente después de
la catástrofe de Sicilia, fue violada parcialmente la constitución ateniense.
En el programa, citado anteriormente llama la atención el último punto: el que
se refiere a la creación de una magistratura integrada por los ciudadanos de
más edad, destinada a la consideración previa de los asuntos corrientes. Dicha
magistratura llevaba el nombre de probulé. Hasta entonces, tal magistratura era
la bulé, a través de su pritanía. Se puede decir más: de hecho la consideración
previa de los asuntos corrientes constituía la función fundamental de la bulé,
porque la ecclesia, que se reunía con frecuencia, sólo tomaba resoluciones
respecto a los asuntos no corrientes.
De
esta manera, puede decirse que la creación de la nueva magistratura anulaba el
papel de la bulé. Su miembros eran elegidos por sorteo, y ella representaba
efectivamente a la masa ciudadana, aun cuando sin suficiente experiencia en la
administración, pero, en cambio, completamente democrática. A su vez, la nueva
magistratura, la probulé, era formada, por elecciones, con los ciudadanos de
más edad. Habiendo sido electos después del fracaso de Sicilia, ellos
representaban, en grado considerable, las opiniones de los oligarcas y de las
capas conservadoras de la población, pero no del demos radical. Finalmente, la
composición constante de la probulé ofrecía para los oligarcas y los ricos la
posibilidad de ejercer influencia sobre sus miembros.
El
segundo triunfo de los oligarcas fue la elección de estrategas en el año 412.
Esta vez, la mayoría de ellos, encabezada por Frínico, era de los oligarcas.
Una parte de los mismos fue en el 411 jefe de los oligarcas. La otra parte, aun
cuando no actuó en el año 411 en la revuelta oligárquica, pertenecía, sin
embargo, al número de los ciudadanos más opulentos; en consecuencia, también
tenía que ser adversaria de la democracia radical. Por cuanto a las manos de
los estrategas fue entregado el mando de toda la flota, la única fuerza armada
de Atenas en aquel tiempo, tal situación estaba preñada de complicaciones
políticas. Y, en efecto, el éxito temporal de la conjura oligárquica del 411
fue posible sólo a condición de contar con la abstención, o quizás con la
connivencia, de los anteriores órganos del poder.
Un
índice original de los ánimos de la masa de simples ciudadanos atenienses de
aquel tiempo lo fue la comedia de Aristófanes Lisístrata, puesta en
escena en el año 412. La mujer ateniense Lisístrata, cuyo nombre en griego
significa «la que pone fin a la guerra», reúne un destacamento de mujeres de
toda la Hélade y ocupa la Acrópolis, donde era guardado el tesoro del Estado.
En su polémica con el anciano próbulo, Lisístrata desarrolla todo un programa
de reformas:
«...
Al igual que en tinas y cubas lavamos la lana y la limpiamos de yuyos, así
tendríamos que sacar de la ciudad a los malvados y cobardes, y separar la mala
hierba; sacar a todos los que se apelotonan en la carrera tras un cómodo
puestito y se nos han adherido chupando nuestra sangre; tenemos que ponerlos
bajo la uña, y, habiéndolos limpiado, reunir a los ciudadanos decentes y
esantarlos nuevamente en el huso.»
La
exigencia de expulsar de la ciudad a todos los «infames», a todos los que
procuran obtener un «puesto cómodo», corresponden en boca de Aristófanes, con
absoluta exactitud, a las consignas de los oligarcas. El leit motiv de
toda la comedia es la burla de la guerra; la consigna «que continúe la guerra»,
también está copiada del arsenal de los lacófilos. En comparación con el
reforzamiento de sus enemigos, la democracia había experimentado un gran
debilitamiento. Ya hemos hablado de que su apoyo combativo, los tetes, en parte
no regresaron de Siracusa, y en parte prestaban servicio en la flota en Samos.
Además, en las filas del demos se percibía una gran confusión en vista de las
derrotas, cada vez más sensibles y fuertes. Finalmente, el constante servicio
de guardia no dejaba tiempo libre para ocuparse de los asuntos sociales. Iba en
aumento la apatía política, lo que también fue uno de los importantes factores
del triunfo de los oligarcas.
Intervención de Persia
En
estas circunstancias, en ayuda de Esparta acudieron, por vez primera y de forma
abierta, los sátrapas persas: Tisafernes y Farnabazo. El «rey de reyes», Darío
II, aun en el comienzo de la guerra del Peloponeso había exigido de sus
sátrapas que pagaran el tributo no sólo por las ciudades que, de hecho, se
hallaban bajo su dominio y poder, sino por todo el territorio de sus
respectivas satrapías. Prácticamente, se trataba de las ciudades helenas del
Asia Menor y de las islas del archipiélago del Egeo que formaban parte de la
arqué ateniense y, en consecuencia, no pagaban tributo a los persas. Se
comprende que Tisafernes y Farnabazo no podían contar con la renuncia
voluntaria de los atenienses. Por ello, era lógica la formación de una alianza
perso‑espartana. En nombre de la misma, cuya esencia consistía en pagar la
flota peloponesiaca con los dineros persas, Esparta entregaba a los sátrapas
toda Jonia, lo cual era una traición lisa y llana a la causa común de la
Hélade.
Durante
medio año (verano del 412-invierno del 411) fueron celebrados, uno tras otro,
tres tratados entre los lacedemonios y los persas. La confrontación de sus
textos revela la naturaleza de las relaciones entre sus firmantes. En el primer
tratado, los espartanos reconocían, en favor de Persia, «todo el país y todas
las ciudades que posee el rey, y que poseían los antecesores del rey». De esta
manera, no sólo el litoral del Asia Menor, sino también las islas, e inclusive
una parte de la península balcánica, debían quedar formalmente sometidas a
Persia.
En
el segundo tratado, debido a una revisión exigida por Esparta, se conservaba la
fórmula enunciada, pero se agregaba un punto especial: «Cuantas tropas haya en
las tierras del rey por exigencias de éste, el rey debe pagar su
sostenimiento.» Ello significaba que los espartanos asumían las funciones de
mercenarios persas. Sólo en el tercer tratado, las posesiones del rey persa se
limitaron a las «tierras del rey que se encuentran en Asia». Los lacedemonios
quedaban obligados a no saquear las tierras del rey, y por ello comenzaron a
recibir de Tisafernes los dineros necesarios para la manutención de la flota,
pero sólo en concepto de préstamo temporal.
De
esta manera, en caso de triunfar Esparta, Persia contaba con la devolución de
las ciudades helenas del litoral del Asia Menor, a cambio de lo cual se
comprometía a mantener la flota peloponesiaca. En julio del 412, y bajo la
impresión de la reciente sublevación de Quíos, esto parecía del todo
suficiente. Sin embargo, después de haber concluido el segundo tratado, los
atenienses conservaron las posiciones entre sus aliados.
Alcibíades
había llegado a Jonia en compañía del jefe militar espartano Calcídeo. Después
de la muerte de éste, Alcibíades conducía, de hecho, toda la política espartana
en el Oriente, entrando en estrechas relaciones con Tisafernes. Esto despertó
sospechas en Esparta, de donde llegó una orden de darle muerte. Alcibíades huyó
a unirse con Tisafernes, tratando entonces de aprovechar su influencia para
hacer disminuir la ayuda persa a Esparta. A juzgar por lo que decía, los
intereses de Persia exigían no el triunfo de Esparta, sino el agotamiento
máximo, hasta el límite, de ambas partes; en consecuencia, era necesario pasar
de la política de ayuda incondicionada a Esparta a la de dar una ayuda
insignificante a la parte más débil de ambas beligerantes. Prácticamente esto
significaba la limitación de la ayuda financiera a Esparta y la posibilidad de
un contacto definido entre Alcibíades y Atenas. En efecto, por aquel mismo
tiempo Alcibíades entabló relaciones con los partidarios de la oligarquía entre
los estrategas que mandaban la flota ateniense en Samos. Prometió atraer a
Tisafernes al lado de los atenienses y regresar a Atenas, a condición de que
allí quedara abolida «la estupidez generalmente reconocida»: la democracia que
lo había expulsado.
Las
proposiciones de Alcibíades fueron aceptadas gozosamente por la mayoría de los
estrategas oligarcas de la flota. El único adversario sagaz de Alcibíades
resultó ser Frínico, quien advertía claramente que Alcibíades no se proponía
llegar a un poder oligárquico, sino a una tiranía. Ofrecen interés las
consideraciones de Frínico sobre la postura de los aliados de Atenas respecto a
la democracia y a la oligarquía: el triunfo de esta última en Atenas
determinaría —según su criterio— el establecimiento del orden oligárquico
también entre los aliados. Sin embargo, dice, los que ya defeccionaron
preferirán indudablemente la completa libertad, y los que aún siguen con Atenas
no se volverán más fieles. «Pues no han de preferir la esclavitud, ni con la
democracia ni con la oligarquía, en vez de ser libres, sea cual fuere el
régimen político que reciban.» «Además —dice Frínico más adelante—, los aliados
están seguros de que los llamados hermosos y buenos no les ocasionarán menos
disgustos que los demócratas, puesto que son los que aconsejan al pueblo y
llevan a la ejecución aquellas medidas severas de las que ellos principalmente
sacan provecho para ellos mismos. Estar bajo el dominio de esta clase de
personas significaría para los aliados ser sujetos a la pena capital sin juicio
previo y por métodos aún más violentos.»
De
modo que el conductor de los oligarcas atenienses reconocía que los aliados
preferían el demos a la aristocracia. Y de ahí la deducción de Frínico: todo
intento de revuelta oligárquica en Atenas era prematuro, e inclusive
perjudicial. No obstante, la mayoría de los estrategas oligarcas resolvió hacer
una tentativa de cambiar el régimen estatal en Atenas, y enviaron hacia allá
una embajada encabezada por Pisandro, con el fin de exigir el derrocamiento de
la democracia, el regreso de Alcibíades y el establecimiento de relaciones
amistosas con Tisafernes.
La revuelta oligárquica del año
411
En
enero del 411 Pisandro, acompañado de otros embajadores de Samos, se dirigió a
Atenas con las citadas proposiciones. No obstante el debilitamiento de la
democracia radical, la asamblea popular fue muy tumultuosa, debido a que el
demos no se conformaba con renunciar voluntariamente a sus derechos políticos.
Los partidarios de la revuelta declaraban que no había otra salida, «desde que
los peloponesiacos poseían en el mar una cantidad de buques listos para entrar
en combate, no menor que los atenienses, contaban con un mayor número de
aliados y el rey y Tisafernes les proporcionan dinero, en tanto que los
atenienses ya carecían del mismo». En vista de que, sin considerar la difícil
situación en que se hallaba Atenas, el demos insistía en mantener la
democracia, Pisandro se vio obligado a hacer concesiones parciales, y exigió
solamente el regreso de Alcibíades; en cuanto al cambio de régimen estatal,
expresó su conformidad con revisarlo ulteriormente. La proposición fue aceptada
por la ecclesia, que eligió a Pisandro y a otros diez ciudadanos para que
fueran a entrevistarse con Tisafenes y Alcibíades. «Los atenienses han resuelto
que Pisandro, y con él diez hombres más, se dirigiera a Tisafernes y Alcibíades
para establecer con ellos las relaciones que encontraran como las mejores.»
Simultáneamente, se desposeyó de su cargo a Frínico. Esta resolución de la
ecclesia se debió a ser Frínico adversario de Alcibíades y, en su calidad de
estratega, obrar en oposición a las negociaciones con el mismo, en Samos.
Después
de la asamblea, Pisandro entabló relaciones con todas las organizaciones
secretas «que existían ya de antes en la ciudad con el objeto de ejercer
presión sobre los procesos judiciales y sobre las elecciones de funcionarios, y
las exhortó a aunar sus fuerzas, obrar y derrocar la democracia».
Empero,
las negociaciones con Alcibíades se dilataron, hasta que, finalmente, se vieron
frustradas, debido a que el mismo no gozaba de tanta influencia sobre
Tisafernes como presumiera durante las negociaciones, y debido también a que
ambas partes se guardaban recíproca desconfianza. Y fue entonces que Tisafernes
acordó el tercer trato con Esparta, más ventajoso para ésta que los dos
anteriores.
De
regreso en Samos, Pisandro y los otros conjurados llegaron a la conclusión de
que igualmente sin la ayuda de Alcibíades podrían lograr el establecimiento del
régimen oligárquico. En compañía de un grupo de los conspiradores, Pisandro se
dirigió a Atenas con el propósito de realizar sus planes. En el camino fueron
estableciendo en todas las polis aliadas el orden oligárquico.
A
finales de mayo Pisandro llegó con considerables fuerzas armadas a Atenas,
donde ya imperaba el verdadero terror de las heterias. Había sido asesinado el
jefe de los demócratas radicales, Androcles. Conservando formalmente la antigua
constitución, todo el poder había pasado de hecho a mano de los oligarcas. Los
establecimientos funcionaban formalmente como antes, pero durante las sesiones hablaban
solamente los partidarios de los oligarcas y, de hecho, se aceptaban sin
crítica alguna sólo sus proposiciones. El pueblo, aterrorizado y oprimido, o
temiendo a los traidores, guardaba silencio. Si alguien osaba contradecir a los
conjurados era muerto inmediatamente sin que se instruyera ningún proceso a los
culpables o sospechosos del asesinato. Al igual que Androcles, fueron muertos
otros varios partidarios de la democracia. La cantidad de los partícipes de la
conspiración se exageraba considerablemente. Entre ellos se contaban personas
que anteriormente habían sido tenidas por partidarias de la constitución de
Pericles. «Estos hombres eran los que más desconfianza suscitaban en el pueblo
y los que más contribuían a la seguridad de los oligarcas, pues fortalecían la
sospecha y la desconfianza entre los propios demócratas.»
A
comienzos de junio fue convocada una asamblea popular, pero no en el habitual
lugar de las sesiones, el Pinx, sino en Colona (a unos dos kilómetros en las
afueras de la ciudad). En esta asamblea fue abolida, en primer lugar, «la
resolución referente a la ilegalidad», y luego aceptada la proposición de
Pisandro, apoyada por Antifón, Frínico y Terámenes, acerca de la elección de
cinco proedros, lo que, mediante una cooptación consecutiva, debían llevar el
número de miembros de la bulé al comienzo hasta 100, y luego hasta 400. Tal
Consejo debía regir autocráticamente el Estado, convocado, de acuerdo con su
criterio, una asamblea de 5.000 ciudadanos que gozaban de todos los derechos civiles.
Simultáneamente, quedaron abolidos los sueldos de todos los magistrados del
Estado.
Tomaron
parte en la revuelta dos grupos de oligarcas: uno, extremista, y otro,
moderado. El primero lo encabezaron Pisandro, Antifón y Frínico, quien,
habiéndose convencido de la inevitabilidad de la revuelta, tomó parte activa en
la misma, es decir, en los acontecimientos del año 411. Tucídides cree que el
cabecilla fue Antilón, quien era ya conocido anteriormente por sus opiniones
antidemocráticas. Jamás intervenía en las asambleas populares «por ser
sospechoso» al demos. Precisamente gracias a él la conspiración fue organizada
de tal manera, «que el asunto pudiera obtener éxito semejante». Pisandro y
Frínico habían pertenecido antes a la agrupación radical, siendo constantemente
objeto de burlas en las comedias; pero en el año 411 viraron bruscamente y se
sumaron a los oligarcas. El programa de los oligarcas extremistas se reducía a
la renuncia a todo lo conseguido por la democracia ateniense y al retorno al
orden «presoloniano». Al mismo tiempo, ello significaba, evidentemente, una
renuncia a ser una potencia naval. En el sentido social, los dos eran, sobre
todo, representantes de la vieja aristocracia.
El
grupo de los oligarcas moderados estaba representado por Terámenes, hijo del
próbulo Hagnón. Procuraba limitar la cantidad de ciudadanos atenienses de tal
manera, que sólo 5.000 de los mismos gozaron del derecho a votar y estuvieron
en condiciones de adquirir por su propia cuenta las armas de hoplita. Su apoyo
lo constituían los ciudadanos pudientes, los artesanos y los mercaderes, los
trierarcas, «los mejores hombres», como los denomina Tucídides. Sin el apoyo de
esos elementos, los oligarcas extremistas no podían, evidentemente, esperar
ningún éxito. Aristóteles y Tucídides consideraban el programa de Terámenes la
mejor de todas las posibles constituciones. A nuestro criterio, una opinión más
justa acerca de Terámenes es la sostenida por Lisias, quien declaró que
Terámenes «... llegó en su villanía a tal punto, que, al mismo tiempo, por ser
fiel a ellos [a los oligarcas] nos convirtió a nosotros en esclavos y, por ser
fiel a vosotros, entregó traicioneramente, para perderlos, a sus amigos». Las
resoluciones de la asamblea en Colona constituían una especie de compromiso
entre ambos puntos de vista. A juzgar por la cantidad de ciudadanos que gozaban
de todos los derechos, parecería haberse impuesto la línea de Terámenes. En el
número de los Cinco Mil se hallaban todos los hoplitas, lo cual constituía la
exigencia fundamental de los oligarcas moderados: entregar el poder a los
hombres «que poseyeran armas pesadas». De hecho, sin embargo, habían triunfado
los oligarcas extremistas. La asamblea de los Cinco Mil debía ser convocada
sólo de acuerdo con el criterio de la bulé. Y en ésta había una mayoría de
oligarcas extremistas que trataba de desechar «todas las supervivencias» de la
democracia. Debido a ello, resultó que «los Cinco Mil fueron electos sólo por
las apariencias, y de hecho gobernaban al Estado... los Cuatrocientos». En
realidad, las resoluciones de la asamblea en Colona y las elecciones de los
proedros sólo reflejaban la nueva relación de fuerzas en Atenas. La
constitución de Pericles, aún antes de haber sido abolida por Pisandro, había
sido prácticamente destruida por el terror de las heterías oligárquicas. En el
poder se habían encaramado las heterías que representaban a los oligarcas
extremistas: Antifón, Frínico, Pisandro y otros. Las consignas del grupo de
Terámenes, tan calurosamente ensalzadas por Aristóteles y Tucídides, sólo eran
una especie de pantalla detrás de la cual operaban los oligarcas extremistas.
No hablemos ya de que las amplias masas del demos, tanto en un caso como en el
otro, quedaban privadas no sólo de los medios de existencia, sino de los más
elementales derechos políticos.
Una
vez logrado el poder, los oligarcas extremistas comenzaron a intensificar el
terror. «Los Cuatrocientos dieron muerte a algunos hombres, a otros los
arrojaron a las prisiones y a otros más los expulsaron.» Según las palabras de
un marino, Quereas, que huyó a Samos, «ellos usan contra todos los castigos
corporales, y no permiten objeciones de ninguna especie; violan a las esposas e
hijas de los ciudadanos, y abrigan el propósito de arrojar a las prisiones a
los parientes de todos los guerreros de Samos». En cuanto a los asuntos de la
política exterior, los oligarcas extremistas resolvieron no invitar a venir a
Atenas a Alcibíades, que continuaba al lado de Tisafernes. Los oligarcas
contaban principalmente con que, para ellos, como laconófilos, sería fácil
hacer la paz con Esparta. Y, en efecto, repentinamente enviaron un embajador a
Decelia, para ver al rey Agis. Pero éste consideró más racional responder a la
propuesta de paz con un inesperado ataque a Atenas, en la presunción de que, en
el período de las discordias intestinas, los Largos Muros habrían quedado sin
guardia. Otra embajada, enviada directamente a la Laconia, tampoco aportó éxito
alguno a los oligarcas atenienses, ya que Esparta exigió la renuncia completa, por
parte de Atenas, a la arqué, exigencia a la que no podían dar su conformidad ni
los más fervorosos laconófilos, por temor a una sublevación del demos.
La
situación de los Cuatrocientos empeoró considerablemente a raíz de la defección
de una serie de aliados. Si anteriormente una sublevación quedaba circunscripta
sólo a Jonia, en cambio ahora, salvo Tasos, se pasaron a los lacedemonios una
serie de ciudades de los estrechos: Abidos, Lámpsaco, Bizancio, Calcedonia y
otras.
Un
golpe más serio aún fue la sublevación en Eubea. «Los atenienses se sintieron
abatidos por esta desgracia, más que por todas las precedentes: hay que tener
presente que, en aquel tiempo, ellos recibían de Eubea más ingresos que del
Ática.» Aún antes que eso, los beocios se habían apoderado de Oropos, situada
frente a Eubea. En el combate tratado cerca de Eretria, la flota guiada por los
oligarcas sufrió una oprobiosa derrota. Contra las 42 naves peloponesiacas se
batieron 36 atenienses. Los atenienses perdieron 22 trieres con sus tripulaciones.
Inmediatamente después de la derrota de la flota ateniense tuvo lugar la
sublevación en Eretria. Los rebeldes establecieron un régimen oligárquico. En
las Inscriptiones Graecas, la bulé de Eretria otorga la proxenia a
cierto tarentino «que había tomado parte en la liberación de la ciudad del yugo
ateniense».
Sin
embargo, el golpe decisivo a los oligarcas extremistas lo asestó la flota de
Samos que, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo, se había pronunciado en
favor del restablecimiento de la democracia y consumó el regreso de Alcibíades,
mediante una invitación directa. La embajada enviada a Samos en nombre de los
Cuatrocientos retornó como era de esperar sin resultado alguno. La masa de los
tetes que prestaba servicios en la flota no quería ni oír de compromisos.
Dada
esta situación, los oligarcas que gobernaban en Atenas decidieron hacer todo lo
posible para conseguir la paz con Esparta, sin detenerse ni siquiera ante una
directa traición al Estado. Enviaron a Esparta una segunda embajada, encabezada
por Frínico y Antifón, para entablar formalmente negociaciones, pero, de hecho,
para entregar el Pireo a los peloponesiacos y para «hacer la paz bajo
condiciones tolerables, cualesquiera que fueran las mismas». Los oligarcas
extremistas preferían manifiestamente la ocupación espartana a la democracia, y
comenzaron a erigir fortificaciones junto a la salida del puerto del Pireo,
como si fuera para defenderlo contra la flota de Samos, pero en realidad para
entregarlo a los espartanos.
Los
descalabros militares y políticos de la agrupación gobernante de los oligarcas
extremistas debían, evidentemente, acentuar las contradicciones entre los
partidarios de la revuelta. Esto se puso de manifiesto, en primer lugar, en la
conducta de Terámenes. Su grupo, que gozaba de considerable influencia entre
los hoplitas, especialmente en el Pireo, sospechaba que los oligarcas
extremistas harían aprobar sus planes, lo que significaría la liquidación de
Atenas como polis independiente. Por otra parte, los fracasos de los
extremistas y, antes que nada, el comportamiento de la flota ateniense en
Samos, forzaba a los moderados a maniobrar y dar rodeos, con el fin de eludir
la responsabilidad por el crimen de los Cuatrocientos. Todas estas
circunstancias volvieron a agudizar la situación política en Atenas. El impulso
para las acciones enérgicas lo constituyó el asesinato del jefe de los
extremistas, Frínico, después de su regreso de Esparta. En aquel momento los
hoplitas del Pireo, al enterarse de que se acercaba la flota peloponesiaca,
demolieron la fortificación que estaba construyéndose, y luego, con las armas
en las manos, emprendieron la marcha hacia Atenas. Los oligarcas extremistas se
vieron forzados a ceder, y a comienzos de septiembre fue realizada la única
asamblea popular de los últimos meses, la que destituyó a los Cuatrocientos,
entregando el poder a los Cinco Mil. En lo restante, fueron confirmadas las
resoluciones de la asamblea de Colona. El régimen establecido en Atenas
respondía formalmente a la constitución de Pericles. La bulé volvió a ser
elegida por sorteo, y de nuevo, igual que antes, funcionó la asamblea popular.
Sin embargo, del número de los que gozaban de todos los derechos civiles fueron
excluidos más o menos las cinco sextas partes de los atenienses. Todos los
derechos civiles fueron reservados para sólo 5.000 ricos. Además, fueron
suprimidos todos los pagos de la tesorería del Estado a los pobres. De esta
manera, el poder pasó a las manos del grupo de Terámenes, oligarcas moderados
que representaban los intereses de los ciudadanos ricos. Y en la misma reunión
se decidió hacer regresar a Alcibíades. Después de esta asamblea, los jefes de
los oligarcas extremistas, con Pisandro a la cabeza, huyeron a Decelia, junto a
los lacedemonios. Antifón, que se quedó en Atenas, fue ejecutado, de acuerdo
con un veredicto judicial. Los partidarios de los oligarcas extremistas fueron
víctimas de la atimia (privación de los derechos políticos). Después de tomar
el poder, el problema más importante para el grupo de Terámenes fue el ponerse
de acuerdo con la flota ateniense anclada en Samos, adonde, en el ínterin, ya
había llegado Alcibíades tras dejar a Tisafernes.
Durante
la dictadura de los oligarcas extremistas, Samos se convirtió en centro del
movimiento democrático. Aun posteriormente, se había establecido allí la más
amplia democracia (desde luego, en el sentido antiguo de la palabra), y, como
hemos señalado ya, los aristócratas locales, los geomores, habían sido privados
de los derechos políticos. Merced a estas medidas, Samos obtuvo del demos
ateniense la autonomía. El apoyo principal del movimiento democrático en Samos
lo constituía la flota ateniense. «La plebe náutica» compuesta, en lo
fundamental, de tetes, estaba imbuida de la decisión de sostener y defender sus
derechos. El número de ciudadanos atenienses que se hallaba en la flota en
Samos llegaba, por parte baja, a los 10.000, y era ligeramente más pequeña que
la cantidad de los que permanecían en Atenas.
Gracias
a la ayuda de los marinos atenienses, los demócratas samosianos aplastaron
fácilmente la sublevación armada de los oligarcas locales, durante cuyo
transcurso fue muerto Hipérbolo. Casi simultáneamente llegaron noticias acerca
del derrocamiento de la democracia en Atenas. En la flota surgió una gran efervescencia,
bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo. En la asamblea general de los
marineros se resolvió destituir a los estrategas y a los trierarcas,
sospechosos de simpatizar con los oligarcas, y se eligió a otros, nuevos, entre
ellos los dos que se acaba de mencionar.
El
nuevo comando invitó a venir a Samos a Alcibíades, quien llegó en agosto del
año 411, siendo recibido en la flota. En la asamblea general prometió conseguir
la ayuda de Tisafernes y destruir el poder de los oligarcas en Atenas. Inmediatamente
fue electo, por unanimidad, estratega, «poniendo en sus manos la atención de
todos los asuntos», lo cual significaba la entrega, de hecho, del mando
general. A la embajada que había llegado a Samos enviada por los Cuatrocientos,
Alcibíades le declaró que estaba dispuesto a hacer la paz a condición de que el
poder se entregara a los Cinco Mil, es decir, a condición de que se derrocara a
la oligarquía extremista.
La
masa de marineros ardía en deseos de dirigirse a Atenas y restablecer por la
fuerza la constitución anterior. Sin embargo, Alcibíades hizo abstenerse a la
flota de dar ese paso, en primer lugar, porque deseaba evitar el completo
restablecimiento de la democracia, y también porque quería regresar a Atenas
como vencedor. Además, le era necesario mantener vínculos permanentes con
Tisafernes. El alejamiento de la flota samosiana hubiera mejorado la situación
de los peloponesiacos, los que, con sus 112 barcos, estaban anclados en el
puerto de Mileto. En virtud de todas estas consideraciones, Alcibíades,
haciéndose acompañar por sólo 13 trieres, se dirigió a Tisafernes.
En
aquel tiempo, las relaciones entre éste y los peloponesiacos empeoraron brusca
y marcadamente. El mismo, siguiendo los consejos de Alcibíades, intentaba
conservar el equilibrio entre aquéllos y los atenienses: pagaba solamente una
parte del dinero prometido para el mantenimiento de los remeros, con lo cual
condenaba a la flota encerrada en Mileto a la pasividad. Y en vista de eso, el
nuevo navarca Míndaron aprovechó la propuesta de Farnabazo y se dirigió desde
Mileto al Helesponto, contando con la ayuda material de este sátrapa y
esperanzado en poder preparar una sublevación entre los aliados locales de los
atenienses. Esta marcha de los acontecimientos obligó a Tisafernes a entrar en
contacto y relaciones más estrechas con Alcibíades, pues éste había quedado
como dueño omnipotente de la única flota efectiva y disponible en Jonia.
La lucha por los estrechos
En
el ínterin, la situación de Atenas en los estrechos empeoró marcadamente. El
Helesponto y el Bósforo tenían un valor excepcional, tanto económico como
estratégico. Al ejercer el control de los pasos al Ponto, los mismos
proporcionaban la posibilidad de proveer ininterrumpidamente a la sitiada
Atenas de cereales y pescado, que constituían los productos más importantes de
la alimentación. El paso de las ciudades de los estrechos a manos de los
peloponesiacos equivalía, sin exageración, a la muerte por hambre. Con una
catástrofe no menor amenazaba también la pérdida de los estrechos, en el ámbito
financiero. Después de la supresión del foros, casi todos los ingresos, ya de
por sí insignificantes, de Atenas, se debían al aforo del cinco por ciento por
el tránsito de mercancías. Además, esa región era el único rincón de la arqué
ateniense no tocado por la guerra.
La
mayoría de las polis locales eran colonias de Mileto. Después que ésta se hubo
sublevado, correspondía esperar tentativas de defección también por parte de
las polis helespontinas. Y, en efecto, en mayo del 411, respondiendo a una
llamada de sus habitantes, llegó a Abidos, por vía terrestre, desde la
metrópoli (Mileto), el espartano Dercílidas con un pequeño destacamento. Dos
días más tarde se separó también Lámpsaco y luego Cícica. En agosto llegó hasta
Farnabazo la primera escuadra peloponesiaca compuesta de 10 barcos, la que
persuadió a los habitantes de Bizancio a que se sublevaran. Finalmente, en
septiembre, toda la flota peloponesiaca, compuesta de 86 barcos, bajo el mando
del mencionado navarca Míndaro, se dirigió al Helesponto, donde en aquel
momento se hallaban tan sólo 18 trieres atenienses.
La
situación era crítica; sin embargo, Trasíbulo y Trasilo supieron arribar
rápidamente con sus escuadras al estrecho, uniéndose allí con los restos de la
flota helespontiana. En total, bajo su mando había 76 trieres, diez barcos
menos de aquellos con que contaba la flota peloponesiaca.
En
el combate naval de Cinosema (en el Helesponto), la flota ateniense, no
obstante su inferioridad numérica, infirió una derrota a la peloponesiaca.
Fueron destruidos 21 barcos del enemigo y se perdieron 15 propios. No hay que
subestimar el valor moral de este combate. Por vez primera después de la
expedición a Sicilia, la flota ateniense demostró su capacidad de vencer. La
victoria de Cinosema coincidió con la llegada al poder de la agrupación de
Terámenes, lo cual también aumentó la autoridad de los oligarcas moderados.
La
lucha por los estrechos iba enardeciéndose más y más. Míndaro, que se había
retirado hacia Abidos, solicitaba ayuda, y mandó a buscar la escuadra
peloponesiaca, triunfante en la batalla por Eubea. Además, ya navegaban en su
auxilio 14 barcos desde Rodas, bajo el mando de Dorieo. En cambio, los
atenienses esperaban la llegada de Alcibíades, que, tras dejar a Tisafernes,
obtenía dinero enérgicamente y armaba la flota en Samos. Acudía también, en
ayuda de los mismos, Terámenes, que había equipado otras 30 trieres más en
Atenas.
Los
combates decisivos tuvieron lugar a finales del año 411 y comienzos del 410, en
Abidos y en Cícica. Junto a Abidos, los atenienses trataban de interceptar el
camino a la escuadra de Dorieo, que se dirigía al Norte. Los atenienses
(Trasíbulo y Trasilo) disponían de 85 barcos. La misma cantidad poseía Míndaro,
sin contar la escuadra de Dorieo (14 trieres). El combate se prolongó todo el
día con un resultado indeciso, hasta que, en el último momento, la llegada del
destacamento de Alcibíades definió el éxito. Los atenienses obtuvieron una
brillante victoria y se apoderaron de 30 naves enemigas, sin haber perdido
ninguna de las suyas. Esta victoria tuvo tanto más valor cuanto que en la
batalla había tomado parte también la infantería de Farnabazo, ante cuyos ojos
se produjo el aplastamiento de sus aliados. En la batalla de Abidos, por vez
primera en la segunda mitad del siglo v
a. C., un ejército persa combatió abiertamente contra los atenienses.
Más
completa fue la victoria ateniense junto a Cícica. Batido en la batalla
precedente, el navarca Míndaro mostraba mucha cautela y eludía entablar
combate. La flota peloponesiaca, que realizaba su crucero junto a la misma
costa, estaba siempre acompañada por un considerable ejército terrestre de
Farnabazo. A pesar de todo, Alcibíades, acercándose al enemigo sólo con su
escuadra, obligó a Míndaro a entrar en combate. Al mismo tiempo, el resto de la
flota ateniense (las escuadras de Terámenes y de Trasíbulo) había aislado a los
peloponesiacos de su fondeadero. Los peloponesiacos abandonaron sus barcos y
huyeron a la costa, donde se entabló la segunda batalla con la participación de
los persas. Los atenienses triunfaron también esta vez.
Según
informa Diodoro, «... los estrategas atenienses se apoderaron en esta batalla
de todos los barcos, de una gran cantidad de prisioneros y de un incontable
botín de guerra, puesto que habían triunfado simultáneamente sobre dos enormes
ejércitos».
No
obstante, los atenienses no pudieron aprovechar del todo sus victorias. Se lo
impedía, en primer lugar, la insuficiencia de dinero para pagar a los remeros.
Inmediatamente después del triunfo de Abidos, los vencedores se dividieron en
escuadras y que se dedicaron a reunir tributos: Trasíbulo en la región de
Tasos, y Terámenes, en la Macedonia. Lo mismo sucedió poco más tarde, después
de la batalla de Cícica. Los capitanes atenienses se preocupaban en lo
fundamental por el dinero para la manutención de la flota. En Cícica,
«Alcibíades demoró veinte días y pudo cobrar de los habitantes una enorme
contribución... los selimbriotas... pagaron esta contribución... De ahí, ellos
[los atenienses] se dirigieron a Crisópolis, situada en la región calcedónica,
y habiéndola rodeado con un muro, instalaron allí una aduana en la que se
cobraba el diez por ciento a las naves que venían navegando desde el Ponto».
La
cuestión financiera era muy aguda en Atenas, puesto que las reservas
pecuniarias habían sido agotadas. La guerra naval requería grandes sumas de
dinero, constantemente crecientes. Los estrategas se vieron forzados a
ocuparse, ellos mismos, de la colecta de los medios necesarios, lo cual los
tornaba en grado considerable, independientes de las polis.
Ya
durante el régimen de los Cuatrocientos se hacían declaraciones en la flota de Samos,
según las cuales «los guerreros, como tienen en sus manos toda la flota, están
en condiciones de obligar a los Estados dependientes a pagarles los tributos,
igual que si se los reclamaran desde Atenas... el Estado ya no tiene dinero
para enviarle al ejército; todo lo contrario: son los mismos soldados los que
han de procurárselo para sí». En situación análoga se hallaba la flota
peloponesiaca. Debido a esta situación, puede explicarse en buena medida el
crecimiento de la independencia de los jefes militares. Los ejércitos de los
beligerantes se convierten en ejércitos particulares, en primer lugar, de jefes
tan halagados por el éxito como lo era Alcibíades o, más tarde, Lisandro. Es
muy significativo en este sentido el desprecio de los guerreros de Alcibíades
hacia sus propios conciudadanos, que se hallaban bajo el mando de Trasilo. El
ejército, que anteriormente se componía sólo de ciudadanos que gozaban de todos
los derechos políticos,
se transforma rápidamente en un ejército de mercenarios capaces de volver las
armas incluso contra sus conciudadanos. Tal proceso se desarrolló no sólo en
Atenas, sino que puede ser observado con mayor claridad entre sus enemigos. Los
peloponesiacos prestan servicio, al comienzo, a Tisafernes, luego a su rival
Farnabazo y, finalmente, se convierte en simples mercenarios del rey persa.
Basta señalar con qué orgullo Jenofonte anota las sumas que los espartanos
recibían de Farnabazo. La guerra iniciada por los espartanos bajo la consigna
de la libertad de los helenos había conducido, en su desarrollo lógico, a que
esos mismos espartanos sometieran por las armas las ciudades helenas a los
persas.
En
consecuencia, la disciplina decayó en las filas de la flota ateniense y, sobre
todo, en las de los espartanos. La decisión de pasar de Jonia a Farnabazo
también fue provocada en gran parte por el estado de ánimo de los remeros
peloponesios.
A
pesar de que las dificultades habían crecido con el desarrollo de la guerra,
Alcibíades obtuvo una serie de brillantes triunfos. La flota enemiga fue
completamente destruida por él. Tomó Perinto, Selimbria, Calcedonia y Bizancio.
Solamente Abidos quedó en manos del enemigo. El camino a través de los
estrechos fue nuevamente ocupado por los atenienses. El aforo aduanero del 10
por 100 que se instituyó sobre todas las mercancías aseguraba no pocos ingresos
destinados a la manutención de la flota. Todos estos éxitos tenían un valor
tanto mayor por cuanto fueron alcanzados en la lucha no sólo contra los
peloponesiacos, sino contra Farnabazo.
Restablecimiento de la democracia
en Atenas
Los
éxitos militares de la flota ateniense volvieron a poner a la orden del día las
cuestiones de orden constitucional. La desproporción entre el enorme peso
específico de los tetes en el ejército y la carencia de derechos políticos de
los mismos eran tanto más pronunciada por cuanto los hoplitas atenienses, que
gozaban de todos los derechos mencionados, no se atrevían ni a salir fuera de
los Largos Muros. Y a pesar de que Agis, en Decelia, se esforzaba en aniquilar
por hambre a Atenas, mientras las rutas marítimas fueran controladas por los
atenienses, los peloponesios debían conformarse con el dominio territorial del
Ática. De todos modos, esto subraya claramente la debilidad de los hoplitas
atenienses.
La
relación de fuerzas dentro de la misma ciudad de Atenas también había variado
en favor de los demócratas radicales. Durante la revuelta oligárquica, los
ciudadanos pudientes se dividieron, por sus opiniones políticas, en tres
grupos. Uno de ellos seguía a los oligarcas extremistas. El segundo sólo
apoyaba a Terámenes, en quien veían a su caudillo. Finalmente, el tercer grupo,
bastante numeroso, de «pasivos», estaba integrado por partidarios de la
constitución de Pericles; estaba desorientado por el desastre sufrido por la
expedición a Sicilia y por la defección de Jonia, en virtud de lo cual no hacía
oposición a los conjurados. La derrota de los oligarcas extremistas los eliminó
como fuerza política. El grupo de los «pasivos» pasó gradualmente a las filas
de la oposición, a Terámenes, oposición que se apoyaba en las acciones de la
flota ateniense, que, bajo el mando de Alcibíades, obtenía sonoros triunfos.
Ello debilitó el suelo bajo los pies de Terámenes y de sus partidarios. Merced
a todo esto fue muy consecuente la exigencia de retornar a la vieja
constitución de Pericles. Ya en el año 410, después del triunfo en Cícica, «el
pueblo había quitado el poder» al gobierno de los Cinco Mil. A la cabeza del
demos radical se hallaba Cleofón, dueño de un taller de instrumentos musicales,
quien «fue el primero en introducir el reparto de dos óbolos» a los ciudadanos
más pobres. Para proporcionar trabajo a la masa de la población, en el año 409
se renovó en gran escala la edificación del célebre Erectón, terminado, al
parecer, en el año 406.
Simultáneamente
con las obras del Erectón, en esos años fueron emprendidas otras grandes obras
de construcción en la acrópolis. La cantidad total de los ocupados en los
trabajos públicos llegaba a varios centenares de ciudadanos. El jornal era de
un dracma (seis óbolos). En ese mismo tiempo, el número de los favorecidos con
la diobolia (que percibían dos óbolos diarios) era en los años 410-409 de tan
sólo 240 ó 250 personas por día.
Para
evitar el peligro de una nueva revuelta oligárquica, en la primera asamblea
celebrada inmediatamente después de haberse restablecido la democracia se
aprobó esta resolución: «Y a quien derroque la democracia en Atenas o desempeñe
cualquier función después de haber sido derrocada la misma se le considerará
enemigo del Estado, y será muerto impunemente; sus haberes serán confiscados y
la décima parte de los mismos será entregada a la diosa... Y todos los
atenienses deberán prestar juramento, allí en donde se hallaren, de que darán
muerte a tales hombres. El texto del juramento será el siguiente: «Yo mataré,
de palabra y de hecho, por votación y por mis propias manos, si bien pueda
ejecutarlo, a todo aquel que derroque la democracia en Atenas, a todo aquel que
desempeñe cualquier función después de haber sido derrocada la democracia, y a
todo aquel que intentare ser tirano o que ayudare al tirano.»
Tales
medidas resultaron suficientes como para que, no obstante todas las
dificultades, se conservara en Atenas el orden democrático hasta el
establecimiento de la tiranía de los Treinta por Lisandro.
Después
de la batalla de Cícica, Esparta había ofrecido hacer la paz sobre la base de
cambiar Decelia por Pilos y conservar la arqué ateniense dentro de sus
fronteras del año 410; mas ni el victorioso Alcibíades, que hacía lo quería en
los estrechos, ni el demos ateniense, embriagado por las victorias, se
conformaban con otra cosa que no fuera las condiciones de statu quo. El
papel decisivo lo desempeño la posición del conductor de los radicales,
Cleofón, quien en aquellos años gozaba de gran popularidad, tanto por haber
restablecido la diabolia, como por su honradez. En efecto, hasta el mismo fin
de la guerra del .Peloponeso, Cleofón administró las finanzas de Atenas. Este
puesto era de gran responsabilidad incluso en tiempos de paz. La misión de
Cleofón era tanto más complicada cuando que la tesorería del Estado estaba
vacía, y él debía conseguir fondos para pagar los subsidios a los pobres de la
ciudad. Hacia finales de la guerra, dichos subsidios fueron elevados a dos o
tres óbolos. Es necesario anotar aquí su honradez, inusitada para la Atenas de
aquellos tiempos, y que Lisias subraya: «No obstante que Cleofón, como todos lo
saben, tenía en sus manos el gobierno y la administración de todos los asuntos
del Estado, y que todos suponían que con dicha administración él había
atesorado una gran fortuna, no se encontró después de su muerte, ningún dinero
en ninguna parte que le hubiese pertenecido, y sus parientes consanguíneos y
por afinidad a los que él hubiera podido dejar dinero son gente pobre, como es
del dominio público.»
Finalmente,
en el verano del 107, Alcibíades creyó adecuado el momento para regresar a
Atenas. En aquel tiempo, mientras en otros frentes los atenienses sufrían
descalabros —en el año 409 habían perdido Pilos—, Alcibíades destruyó
totalmente la flota peloponesiaca y restableció el poder de Atenas en los
estrechos. Su llegada estuvo rodeada de solemnes ceremonias: «Las trieres
atenienses estaban ornamentadas todas con muchos escudos y otros trofeos,
cargadas con el botín de guerra; llevaban a remolque los barcos tomados al
enemigo, con las insignias destruidas. Entre las propias y las capturadas había
no menos de doscientas embarcaciones. Se restituyó a Alcibíades todos sus
bienes confiscados, se suprimió solemnemente la condena y se le dio una corona
de oro. Finalmente fue electo estratega con poderes ilimitados en calidad de
única persona capaz de salvar el poder del Estado. Fueron puestas bajo su mando
todas las fuerzas armadas de Atenas, dado que los otros estrategas —Trasíbulo y
Adimato— fueron designados también a indicación de Alcibíades.
Jenofonte
y Plutarco plantean la cuestión acerca de si Alcibíades deseaba ser tirano, y
ambos subrayan el poder de su influencia entre las masas populares: «A los
pobres y a la plebe, Alcibíades los había encantado hasta el punto de que
querían apasionadamente tenerlo por tirano..., pero los más poderosos y los más
influyentes ciudadanos, habiéndole cobrado miedo a su popularidad, lo urgían a
que partiera, tratando de que zarpara lo más pronto posible.» ¿Hasta qué punto
es racional y procedente ocuparse de los deseos o aspiraciones de Alcibíades?
Lo importante es que la marcha toda de los acontecimientos históricos planteaba
en una u otra forma la cuestión de la tiranía. La guerra prolongada que había
agotado las finanzas, que había arrancado al ejército del contacto con la
ciudadanía y que había atado a los guerreros a su jefe se combinaba con la
fuerte crisis económico-social en todos los países que se hallaban en guerra,
para intensificar ineludiblemente las tendencias a la abolición o destrucción
del orden democrático y a la implantación de una tiranía.
De
mayor importancia aún fue la evolución del propio demos ateniense. Durante el
transcurso de la guerra del Peloponeso, el demos se había desclasado
considerablemente. El campesinado se vio privado de su tierra y pasó a vivir en
la ciudad por cuenta del subsidio que percibía del Estado. La artesanía y el
comercio también sufrían dificultades debidas a la guerra. Finalmente, decenas
de miles de los más fíeles partidarios del orden democrático —los tetes—
perecieron en Sicilia y en el curso de otras operaciones bélicas fracasadas.
Así fue deshaciéndose la base social del régimen democrático. La actividad de
Alcibíades, y poco después, la de Lisandro, constituye un exponente de la descomposición
de las polis clásica, así como de la maduración de otras formas políticas que
presagiaban la llegada del helenismo.
Acciones bélicas en Jonia
Podía
parecer, durante la permanencia de Alcibíades en Atenas, que al fin y al cabo
los atenienses resultarían vencedores. La flota ateniense volvió a ser la dueña
del mar Egeo, y en tales condiciones, el regreso de los aliados que habían
defeccionado debería ser cuestión de meses. La tentativa de crear una flota
peloponesiaca propia era sumamente costosa, y terminó para Esparta con un
completo descalabro. Sus mejores fuerzas —los marinos siracusanos— fueron
llamados a Sicilia para luchar contra el ejército de 100.000 cartagineses que,
en sólo tres meses, se habían apoderado de Selinonte e Hímera, avanzando con
todo éxito hacia el interior de la isla. Esparta no tenía poder para mantener
una flota, y los marinos peloponesiacos se convirtieron en simples mercenarios
de los sátrapas, primero de Tisafernes y luego de Farnabazo. La única esperanza
que les quedaba era la ayuda de Persia.
Desde
el año 411 hasta el 408 inclusive, la política persa, en cuanto a los asuntos
helénicos, no se distinguió por su constancia. Si Farnabazo seguía un curso
firme de apoyo a Esparta contra Atenas, suministrando a los peloponesiacos todo
lo que era necesario para la guerra, Tisafernes, en cambio, seguía, en los
fundamental, los antiguos consejos de Alcibíades acerca de un agotamiento
máximo de los dos adversarios. Al final, tanto los atenienses como los lacedemonios
enviaron embajadas a Susa, al propio «rey de los reyes», Darío II.
Se
comprende que, en la situación existente, siendo los atenienses los amos de
toda la cuenca del mar Egeo, Persia se pronunció por completo en favor de
Esparta. Los espartanos recibieron seguridades de omnímodo apoyo financiero a
sus planes. La embajada ateniense no fue recibida por el rey y desde la ciudad
de Gordión se la envió de vuelta a Farnabazo, quien la mantuvo durante tres
años en honrosa prisión de guerra. Tisafernes había caído temporalmente en el
desfavor real. Para coordinar la política persa en el Occidente, fue enviado
hacia allá el hijo menor de Darío, Ciro, al que se nombró koirán (dueño y
señor) del Asia Menor, quien llevaba consigo la cantidad de 500 talentos en calidad
de subsidio para los lacedemonios.
Contando
con poder aprovechar ulteriormente a los hoplitas peloponesiacos para
apoderarse del trono persa, Ciro trató a los espartanos con muchísima
consideración y prodigalidad, les proveyó regularmente de subsidios para las
necesidades de la flota, pagó las deudas de los meses anteriores y elevó la
soldada de los remeros de tres a cuatro óbolos por día. La puesta de los
incontables recursos a disposición de Esparta resultó ser el golpe final
determinante del triunfo de los peloponesiacos.
Simultáneamente
con Ciro, llegó al Asia Menor el nuevo navarca espartano Lisandro, digno
adversario de Alcibíades. Con él surgió un jefe militar espartano de tipo
nuevo, similar en muchos sentidos a Brásidas y Gílipo. Lisandro se opuso
enérgicamente a la política de la vieja oligarquía espartana, tendiendo,
evidentemente, a la unidad del poder, es decir, a su concentración un una sola
persona. La aparición de un grupo de espartanos que obraba independientemente y
oponía su línea política a la dirección oficial, constituyó una verdadera
revuelta dentro de las condiciones de Esparta. Si en el período precedente el
ideal de un espartano era un guerrero valiente, disciplinado e ilimitadamente
obediente a las órdenes de los éforos, en éste, en cambio, en el curso de una
guerra prolongada, todos los destacados jefes militares espartanos comienzan
gradualmente a obrar con independencia como por cuenta propia, y se pronuncian,
en una u otra medida, contra la oligarquía gobernante de sus polis.
A
diferencia de la mayoría de los jefes militares espartanos, Lisandro era un
hábil diplomático, y supo entablar relaciones amistosas con Ciro, sin reparar
incluso en su propia dignidad. «Mediante un tono obsequioso, Lisandro se había
captado definitivamente [a Ciro], incitándolo a una guerra.» Una vez logrado el
aumento de los jornales de los remeros, Lisandro eligió como fondeadero de su
flota a Efeso y, temiendo entrar en batalla directa con Alcibíades, se puso a
esperar, con toda sangre fría, un error cualquiera por parte de los estrategas
atenienses. Completamente asegurado en lo que concierne a la cuestión
financiera, gracias al dinero persa, Lisandro podía aguardar tranquilamente el
momento en que la economía ateniense se desplomara bajo la agobiadora carga que implicaba la
manutención de la flota.
En
el ínterin, Alcibíades, investido de una plenitud de poder que ni siquiera
poseía Pericles, se mantuvo inactivo, puesto que todo el verano del año 407 lo
pasó en Atenas, y los meses de otoño e invierno no eran propicios para las
operaciones bélicas en el mar. Se acercaba a su fin el lapso durante el cual
gozaba de los plenos poderes, y hacia comienzos del año 406 comenzaron a
prevalecer gradualmente en Atenas los ánimos democráticos. Al mismo tiempo,
aprovechando la ausencia temporal de Alcibíades, que se había trasladado al
Norte con el fin de reunir dinero para la flota, Lisandro derrotó, en la
batalla naval de Notión (marzo del año 406), a la flota ateniense, que en esta
oportunidad perdió quince trieres. Lisandro triunfó porque supo apreciar
sensatamente la situación general y porque, a pesar de la educación espartana,
comprendió cabalmente que el centro de gravedad de la guerra se encontraba no
en tierra firme, sino sobre el mar, y no en el Peloponeso, sino en el Asia
Menor.
Los
puntos de vista políticos y los métodos de Lisandro son muy claramente
descritos por Diodoro. «Una vez de regreso a Efeso mandó llamar a su presencia
a los hombres más poderosos de las ciudades; les propuso organizar unas
heterias y les declaró que, si los asuntos marchaban bien, los convertiría en
dueños y señores de sus respectivas ciudades.» Plutarco agrega a esto: «Elevaba
a sus amigos y a sus huéspedes a puestos muy altos y honrosos, les encomendaba
el mando de las tropas; cediendo a la concupiscencia de los mismos, se
transformaba en partícipe de sus injusticias y errores.»
En
efecto: la experiencia de los acontecimientos del año 411 en Atenas demostró
que uno de los instrumentos más poderosos de la lucha contra el régimen
democrático lo constituían las heterias. Lisandro apoyaba en todas partes a las
organizaciones oligárquicas. Astuto y generoso con los fuertes, tirano para con
las masas populares, Lisandro comprendió a la perfección que el poder de los
oligarcas sólo podía conservarse por la fuerza, de manera que imponía por
doquier el régimen de las heretias.
La
batalla de Notión, que careció de un gran valor propiamente militar, tuvo en
cambio serias consecuencias políticas. En la ecclesia, toda la culpa recayó
sobre Alcibíades.
En
realidad, según parece, esta derrota naval ateniense fue aprovechada para
prevenir la posibilidad de que se instaurara una tiranía de Alcibíades. De
acuerdo con lo que relata Diodoro, Alcibíades era acusado de mantener
relaciones amistosas con Tisafernes y de desear asumir un poder tiránico
después de terminada la guerra. Acusador de Alcibíades habría sido el dirigente
de los radicales, Cleofón. Este hecho da base para suponer que la eliminación
de Alcibíades era obra de los grupos democráticos radicales, los que, aún desde
los tiempos del ostracismo de Hipérbolo, estaban muy alertas con respecto a
Alcibíades, y consideraron llegado el momento propicio para desprenderse de él.
Los atenienses eligieron a diez nuevos estrategas, encabezados por Conón. No
sólo Alcibíades no se contó entre los elegidos, sino tampoco ninguno de sus
partidarios. Al enterarse, Alcibíades volvió a abandonar a Atenas y se radicó
en sus posesiones de Tracia. Constituyó esto una ruptura definitiva con su ciudad
natal. Solamente en vísperas de la batalla de Egospótamos habría prevenido a
los estrategas atenienses acerca del peligro que se cernía sobre su flota.
Haciendo
abstracción de las cualidades personales de Alcibíades, opulento aristócrata
ateniense, dueño de grandes vinculaciones, capaz, pero completamente falto de
principios, es de importancia determinar por qué y en virtud de cuáles causas
logró desempeñar un papel tan descollante en la historia de Atenas. La causa
indudable, fundamental, de sus éxitos fue la honda crisis por la que estaba
pasando la democracia esclavista ateniense. Cabe preguntarse si hubiera podido
desempeñar semejante papel, por ejemplo, durante las guerras médicas o en la
época del florecimiento de la democracia en Atenas.
La
situación mejoró un tanto en el año 406, cuando Lisandro, que despertara el
descontento de los éforos con sus procedimientos individualistas, fue llamado
de vuela a Laconia, reemplazándolo como navarca Calicrátidas. Educado de
acuerdo con las antiguas costumbres espartanas, éste consideró humillante para
su dignidad pedirle dinero a Ciro, y prefirió recurrir a la ayuda de los
milesios. Como complemento de las 90 trieres obtenidas de Lisandro armó otras
50 más con el dinero recibido de los milesios, y con esta poderosa flota
emprendió el movimiento contra la de los atenienses, que se hallaba bajo el
mando de Conón. Este último, al llegar a Samos, y en vista de las dificultades
financieras, limitó la cantidad de sus barcos a 70 trieres, pero en cambio
completó totalmente el número de remeros.
Para
obligar a los atenienses a aceptar batalla, Calicátridas atacó a la Metimna
democrática tomándola por asalto. Entonces la flota de Conón se hizo a la mar y
se acercó a Lesbos hasta tal distancia, que los peloponesiacos pudieron
aislarla de su base de Samos. Los atenienses perdieron 30 embarcaciones; las
restantes entraron en la rada de Mitilene, donde quedaron encerradas por
Calicátridas. La situación de los sitiados fue desesperante. La ciudad se
hallaba casi totalmente privada de víveres y un combate de 40 barcos contra 140
hubiera sido una locura manifiesta.
Cuando
llegó a Atenas la noticia de que la flota de Conón estaba bloqueada, se
adoptaron medidas extraordinarias. Por tercera vez en menos de diez años, el
demos ateniense creaba una enorme flota. Fue un inusitado esfuerzo no sólo de
orden económico-financiero, sino en todos los demás órdenes de la vida de la
polis. En primer lugar se requería un gran número de remeros. Según informa
Diodoro, los atenienses habían otorgado los derechos de ciudadanía a los
metecos y, en general, a todos los extranjeros que quisieran alistarse en las
filas del ejército. Jenofonte agrega que la tripulación era integrada «por
todos los habitantes adultos de Atenas, tanto libres como esclavos». Esta
información cobra tanto más valor cuanto que los esclavos que prestaban
servicios en la flota obtenían automáticamente la libertad, y junto con ella,
los derechos de ciudadanía. En un mes fueron equipadas 110 trieres, a las que
se unieron más de 40 embarcaciones de los aliados, entre ellas 10 de Samos. Al
mando de esta flota, la última durante la guerra del Peloponeso, se hallaban
ocho estrategas.
En
las islas Arginusas (junto a Lesbos), los atenienses hicieron frente a los 120 barcos
de Calicátridas, obteniendo el más brillante triunfo, pues destruyeron 70
barcos enemigos. La batalla naval de las Arginusas volvió a restablecer la
hegemonía de Atenas en el mar. Fue un triunfo no sólo sobre los peloponesiacos,
sino sobre el grupo de partidarios de Alcibíades. Los estrategas demócratas
obtuvieron una victoria más destacada que los más brillantes éxitos de
Alcibíades. Nuevamente, Esparta se dirigió a Atenas con proposiciones de paz.
Con
todo su enorme valor militar, la batalla de las Arginusas tuvo consecuencias
muy graves para la democracia ateniense. Durante la tempestad que se
desencadenó después del combate, se fueron a pique 25 trieres atenienses, junto
con sus tripulaciones. Además, la tempestad impidió a los estrategas dar
sepultura a los caídos en la batalla, tanto marinos como soldados. Tales
circunstancias sirvieron de prólogo a tumultuosos acontecimientos en Atenas.
Los parientes de los que no habían recibido sepultura exigieron que los
estrategas fueran sometidos a proceso por negligencia y por no haber dado
cumplimiento al ritual funerario, tan importante para los griegos de aquella
época. De esta manera, los estrategas vencedores fueron enjuiciados por sus
propios conciudadanos. La cuestión de los estrategas cobró una agudeza aun
mayor al vincularse estrechamente con la lucha política en Atenas. La mayoría
de los procesados pertenecían a las filas de la democracia, y ellos, después de
la batalla, habrían ordenado apresar a los atenienses que participaron en la
revuelta del año 411, orden que fue expedida para Terámenes y otros. Temiendo
por su vida, Terámenes y sus compañeros de armas se presentaron en la asamblea
popular con acusaciones contra los estrategas, exigiendo que fueran condenados
a la pena capital. El grupo de Terámenes encontró apoyo entre los partidarios
de Alcibíades. Y dado que muchísimas familias atenienses habían perdido a sus
parientes en la batalla de las Arginusas, los adversarios de los demócratas
lograron atraerse a la masa de los ciudadanos. Por una resolución de la ecclesia,
fue abolido el orden común de los procedimientos judiciales, y la asamblea, por
una ínfima mayoría de votos, condenó a la pena capital a los ocho estrategas.
Dos de ellos habían conseguido huir, empeorando notablemente la situación de
los que quedaron. Entre los ejecutados se hallaba Pericles, hijo de Pericles y
Aspasia. La responsabilidad por la condena de los estrategas vencedores,
evidentemente, debía recaer sobre el grupo de Terámenes, que había logrado
arrastrar momentáneamente a la mayoría de la ecclesia. Poco después de la
ejecución de los condenados, la ecclesia adoptó una resolución de acuerdo con
la cual los acusadores inmediatos de los estrategas fueron considerados como
conjurados contra la seguridad del Estado, por lo cual se los detuvo. Hasta un
furibundo enemigo del orden democrático como Jenofonte se vio obligado a
escribir: «Al poco tiempo, los atenienses se arrepintieron. Fue aceptada la
propuesta de que los que habían engañado al pueblo fueran responsabilizados y
comparecieran ante la asamblea popular... Habían logrado antes del juicio huir
de Atenas... Calíxeno [uno de los principales culpables de la condena de los
estrategas] recibió ulteriormente la posibilidad de regresar a Atenas..., pero
murió de hambre, odiado por todos.»
La batalla de Egospótamos
Después
de la batalla de las Arginusas, el dominio sobre el mar volvió a manos de
Atenas. Ciertamente, la flota peloponesiaca seguía contando hasta con un
centenar de barcos, pero estaba privada de alguien que la guiara. Según
Aristóteles, también esta vez los espartanos propusieron a los atenienses «una
paz sobre la base de la conservación, por ambas partes, de los dominios que se
hallaban en las manos de cada una»; sin embargo, debido a la insistencia de
Cleofón, esa propuesta fue rechazada. Entonces, «los habitantes de Quíos y los
demás aliados... resolvieron enviar embajadores a Lacedemonia, a que ...
solicitaran que Lisandro fuera designado para mandar la flota». Instrucciones
análogas impartió también Ciro a sus enviados.
Para
la conservación formal de las costumbres, los éforos nombraron a Lisandro no
navarca, sino ayudante de navarca (epistoleus), y lo enviaron al Asia Menor. Al
arribar a Efeso, Lisandro recibió de Ciro, que se ausentaba a Susa, todo su
tesoro y los ingresos corrientes de la satrapía. Después de distribuir la paga
a los remeros, Lisandro se dirigió a los estrechos, hacia Lámpsaco, que tomó
por asalto, saqueándola.
La
poderosa flota ateniense de 180 trieres que lo perseguía ancló en la costa
opuesta del Bósforo Tracio, junto a la localidad de Egospótamos. Tras una
espera de cinco días, Lisandro aprovechó el relajamiento de la disciplina en la
flota ateniense; escogió el momento en que los atenienses habían descendió de
sus barcos, y marchó contra el enemigo. Salvóse sólo la reducida escuadra de
Conón (nueve trieres). Las restantes 170 embarcaciones y toda la tripulación
fueron tomadas por Lisandro.
Así
quedó destruida la flota ateniense. Lisandro hizo ejecutar a 3.000 prisioneros
atenienses, y se hizo a la mar para recorrer las costas de los estrechos,
apoderarse de las ciudades y liquidar en todas partes las cleruquías de Atenas,
dando libertad a las guarniciones atenienses a condición de que partieran a su
ciudad, condenada a muerte por inanición. Lo hizo con el acertado cálculo de
que, cuanto más gente hubiera en Atenas y en el Pireo, con tanta mayor rapidez
se agotarían las reservas de víveres y tanto más rápidamente comenzaría a
reinar el hambre. Y él mismo, partiendo del Helesponto, a través de Lesbos, se
dirigió también a Atenas, estableciendo por doquier el orden oligárquico. Sólo
en Samos fue hecha «una matanza de la nobleza, y de la ciudad se apoderó el
partido popular». Agradeciendo tal fidelidad, los atenienses, aún cuando con
gran retraso, otorgaron a todos los samios la ciudadanía ateniense sin pérdida
de su ciudadanía de Samos, y conservando también su autonomía. Al mismo tiempo,
«Lisandro destruyó en todas las ciudades, sin excepción, el régimen político
legal, estableció gobiernos de diez hombres y en cada ciudad ejecutó a muchos
ciudadanos, obligando a otros a huir de las mismas».
En
el ínterin, la triere del Estado, la Paralos, llegó de noche al Pireo
notificando a los atenienses la desgracia producida. «La terrible nueva pasaba
de boca en boca, y un fuerte clamor de desesperación se difundió, a través de
los Largos Muros, desde el Pireo hasta la ciudad. Nadie durmió aquella noche;
deploraban y lloraban no sólo por los muertos, sino por ellos mismos. En la
asamblea popular a que se convocó se resolvió defenderse hasta el fin. Atenas
fue sitiada por mar por Lisandro, y por tierra, simultáneamente, por ambos
reyes espartanos: Agis y Pausanias.
A
pesar de haber perdido toda esperanza de salvarse, y no obstante el hambre
extrema, los demócratas atenienses resistían heroicamente. Incluso, en una de
las asambleas populares se decidió prohibir, bajo la amenaza de pena capital, proponer una
capitulación, fuera cual fuere. Otra resolución, el psefisma de Patróclidas,
citado por Andócidas, preveía una amnistía para todos los ciudadanos privados
de los derechos políticos, y el cese de los procesos contra los deudores del
Estado. Tales medidas tenían que asegurar la movilización de todas las fuerzas
de la ciudad, en defensa de la independencia. Pero a pesar de todos los
esfuerzos, ya era tarde. La situación de los sitiados era tan desesperante, que
los aristócratas y los ciudadanos ricos, guiados por Terámenes, se inclinaban
más y más por una capitulación incondicional.
Finalmente,
tras unos meses de sitio, los recursos alimenticios de Atenas se agotaron por
completo. Los embajadores atenienses enviados a Agis, y luego a Esparta,
recibieron como condición previa a ulteriores negociaciones la exigencia de
demoler los Largos Muros en una extensión de 10 estadios (cerca de dos
kilómetros). Tal exigencia era equivalente a una capitulación incondicional de
Atenas, y la ecclesia se negó a aceptarla. Entonces, dado que a pesar de la
falta de víveres del demos ateniense, en su mayoría, aún no quería capitular, Terámenes
decidió, aprovechando la famélica situación, forzar a los pobres a capitular,
prometiendo que conseguiría de Lisandro condiciones más ventajosas para la paz.
«Gozando de respeto y habiendo merecido en su tiempo las más altas
distinciones, se ofreció a salvar la patria, pero era él mismo quien la había
arrojado a la ruina; afirmaba haber hecho un inapreciable descubrimiento,
mediante el cual prometía conseguir la paz, sin entregar rehenes, ni demoler
los Largos Muros, ni entregar la flota». Enviado, en calidad de embajador, a
los espartanos, Terámenes fue remitido de vuelta con la respuesta de que la paz
con los atenienses sólo estaban autorizados a hacerla los éforos. En el
ínterin, Cleofón, el dirigente de los radicales, fue enjuiciado por los partidarios
de los oligarcas y condenado a la pena capital. «De pretexto habría servido el
hecho de que no se había presentado a las filas de los hoplitas, por el deseo
de descansar; pero la causa verdadera residía en que él, para vuestro
beneficio, se pronunció contra la demolición de los Muros.» Así fue cómo murió
el último gran dirigente de la democracia radical ateniense. Sólo entonces, la
embajada ateniense, con Terámenes a la cabeza, llegó a Selasia, siendo invitada
a la asamblea de los aliados de la Liga del Peloponeso. Los corintios y los
tebanos exigían la completa destrucción de Atenas. Pero Esparta no estaba de
acuerdo con ello, por temor a un excesivo reforzamiento de Corinto en el mar y
de Beocia en tierra firme.
Por
fin fueron dictadas las siguientes condiciones de paz: 1) quedaría
liquidada la arqué; 2) debían ser demolidos los Largos Muros y las
fortificaciones del Pireo; 3) se entregaría toda la flota, menos 12
embarcaciones de patrullaje; 4) Atenas ingresaría a la liga de los aliados
de los lacedemonios, con absoluta sumisión a la hegemonía de los mismos y
obligada a tener por aliados y por enemigos a los que lo fueran de aquéllos;
5) se haría regresar a todos los expulsados.
Las
condiciones fueron aceptadas, y en abril Lisandro hizo su entrada en el Pireo.
Los aristócratas expulsados regresaron y los Largos Muros, el baluarte de la
independencia ateniense, fueron demolidos.
De
esta manera, tras veintisiete años de intensa lucha, fue aplastada la
democracia esclavista ateniense y destruida la arqué. En toda la Hélade había
triunfado la oligarquía reaccionaria.
La reacción en Grecia
Aun
antes de poner sitio a Atenas, Lisandro, al recorrer con la flota peloponesiaca
las islas de la cuenca egea, había dejado en cada polis a sus harmostes, bajo
cuyo mando directo se hallaban las decarquías. Estas eran gobiernos
reaccionarios compuestos de diez representantes de las heretias, nombrados por
el propio Lisandro, de entre el número de los conjurados que, desde hacía mucho
ya, mantenían contacto con él.
Todo
el territorio fue recorrido por una ola de ejecuciones masivas. Lisandro,
asistiendo personalmente a muchas ejecuciones, expulsando a los enemigos de sus
amigos, dio a los helenos una pequeña muestra de lo que era el gobierno lacedemonio,
a juzgar por la cual no había que esperar muchas bondades de parte de
Esparta...
Hacer
un recuento de los demócratas ejecutados en las ciudades es, en general,
imposible. Lisandro «ejecutaba no sólo debido a culpas personales, sino, y en
todas partes, por complacer a sus amigos y a dar satisfacción a sus insaciables
ambiciones... El carácter cruel de Lisandro hacía su poder horrendo e
insoportable».
Muy
significativa fue la conducta de Lisandro en Mileto, donde los cabecillas del
partido popular se habían asegurado con la palabra de honor de Lisandro de que
no habría, en absoluto, ninguna arbitrariedad contraria a las leyes. Pero
inmediatamente después de haber salido los demócratas de sus refugios, 800
personas en una sola polis fueron entregados a los oligarcas para su ejecución.
Las
sangrientas represiones emprendidas contra los elementos democráticos asumieron
un carácter masivo después de la capitulación de Atenas. La cuestión llegó a
tal punto, que Esparta se vio obligada después a derogar algunas disposiciones
excesivamente feroces de Lisandro, como, por ejemplo, las que afectaba a
Sestos, entregada, junto con sus tierras y demás bienes, en propiedad a los
timoneles y jefes de remeros de la flota peloponesiaca. Es significativo el
hecho de que, para provocar en Esparta algunas dudas respecto a la racionalidad
de la conducta de Lisandro, fue necesaria una nota especial dirigida por
escrito a los éforos por el sátrapa persa Farnabazo, quien se alarmó ante los
asesinatos y saqueos que Lisandro cometía en su satrapía. Sólo después de esa
nota, Lisandro fue llamado de vuelta a Esparta. Aun así, los regímenes por él
implantados permanecieron incólumes.
De
esta manera, la «libertad» helena proclamada por Esparta se vio reducida, en
primer lugar, a la implantación de reaccionarios gobiernos oligárquicos, que
mediante el terror masivo intentaban borrar la memoria del orden democrático.
El cómico Teopompo, comparaba con este motivo a los lacedemonios con los
«taberneros»: «Mientras los helenos saboreaban la dulcísima bebida de la
libertad, ellos agregaron a la misma una dosis de vinagre; la bebida se tornó
de golpe amarga y repugnante.» Especialmente triste fue la suerte que cupo a
los helenos del Asia Menor: cayeron directa e inmediatamente bajo el dominio de
los sátrapas de manera que el yugo ateniense quedó sustituido por el yugo
persa.
Gobierno de los Treinta tiranos y
restablecimiento de la democracia
Después
de la derrota se agudizó en grado sumo la lucha por el poder entre las aisladas
agrupaciones esclavistas. Tomando en cuenta la práctica de Lisandro en las
polis aliadas, cabía tener la seguridad de que Esparta no toleraría la
conservación de la constitución democrática en Atenas.
Inmediatamente
después de su victoria, Lisandro, junto con su flota, se dirigió a aplastar el
último foco de la democracia de la Hélade: Samos. Sin embargo, consideró
necesario regresar a Atenas el día para el cual se había convocado la asamblea
popular, y en la misma, de acuerdo con lo que dice Lisias, apoyó la propuesta
de Terámenes de «confiar la administración de la ciudad a treinta gobernantes»;
el rechazo de esta proposición —amenazaba— «plantearía una cuestión no de la
organización estatal, sino de la vida y de la libertad de los atenienses».
El
nuevo gobierno fue apoyado por las mismas agrupaciones de oligarcas que habían
realizado la revuelta del año 411. Eran los oligarcas extremistas apoyados en
las heterias y en los expulsados que habían vuelto, gracias a los espartanos, a
Atenas, y también los oligarcas moderados, encabezados por Terámenes. La
mayoría de los Treinta correspondía a los oligarcas extremistas encabezados por
Critias. Las amplias capas del demos, percibiendo la imposibilidad de resistir,
se apartaron de la política, y los partidarios más notorios de la democracia
emigraron a las polis vecinas, en parte a Tebas (el grupo de Trasíbulo).
Aristóteles caracteriza la relación de fuerzas de las agrupaciones políticas de
la siguiente manera: «La paz con los atenienses fue firmada bajo la condición
de que se gobernarían de acuerdo con los preceptos y legados de los padres. Y
he aquí que los demócratas trataron de conservar la democracia, y en cuanto a
los nobles, una parte de los mismos —hombres que pertenecían a las heterias y
algunos de los expulsados que habían regresado a su patria después de haberse
celebrado la paz—, deseaban la oligarquía. La otra parte —personas que no
figuraban en ninguna de las heterias...—, pensaban en el restablecimiento del
régimen de sus antecesores». El jefe de este grupo oligárquico moderado, como
ya lo mencionáramos, era Terámenes,
La
comisión de los Treinta estaba integrada por diez ciudadanos designados por
Terámenes, otros diez designados por las hereterias oligárquicas extremistas y,
finalmente, otros diez más elegidos bajo la presión del mismo Lisandro, que
presenciaba la asamblea. La mayoría aplastante de la comisión se componía de
los partidarios de la oligarquía extremista. La misión de los Treinta era
«componer un código acorde con el espíritu de los padres», pero, en realidad,
se transformaron en gobierno ateniense.
«A
la cabeza de la revuelta —dice Platón— se hallaban 51 hombres en calidad de
gobernantes: once en la ciudad, diez en el Pireo —cada uno de estos colegios
administraba el agora y todo lo que era susceptible de ser administrado en
ambas ciudades— y treinta comenzaron a gobernar todo autocráticamente.» Los
Diez del Pireo eran, indudablemente, una habitual decarquía oligárquica, de
acuerdo con la muestra que establecía Lisandro de los gobiernos oligárquicos.
Los Once de Atenas representaban una comisión que, de acuerdo con la
constitución de Pericles, administraba la manutención de los presos, la
ejecución de los condenados a muerte y la transferencia de los bienes
confiscados. Durante la tiranía de los Treinta entró también en el círculo,
considerablemente ampliado debido al terror masivo, de las obligaciones de esa
comisión, la inspección de mercado, centro de la vida social de la polis.
Aristóteles habla, además, de los 300 flageladores, aparato ejecutor de los
tiranos.
Habiendo
tomado en cuenta el triste resultado del breve dominio de los oligarcas en el
año 411, los Treinta intentaron crearse cierto apoyo en las masas populares.
Nombraron a 500 personas miembros del Consejo y a otras tantas para otros
puestos del Estado y 2.000 ciudadanos más tomaban parte en los procesos
judiciales. La totalidad de estos 3.000 ciudadanos, según el plan de Critias,
debían gozar de todos los derechos políticos. Así y todo, la nómina de los
3.000 no fue publicada, y la asamblea popular, pese a su limitada numerosidad,
no fue convocada durante todo el tiempo del Gobierno de los Treinta. Sin
embargo, algunas simplificaciones en la legislación, especialmente en lo
relativo a las propiedades, y el destierro, ampliamente proclamado, de los
delatores sicofantes debían atraer a los ciudadanos pudientes.
Pero
como método básico del Gobierno, siguió practicándose el terror en masa sobre
los demócratas. Durante los ocho meses de su Gobierno, los Treinta ejecutaron a
no menos de 1.500 personas. Gradualmente, el terror comenzó a propagarse
también contra los ciudadanos pudientes, debido a que los tiranos contaban con
apoderarse de sus bienes. Fue así como se promulgó una ley según la cual,
cualquiera de los Treinta podía detener, a su criterio, a un meteco y
apropiarse de sus bienes confiscándolos. Un célebre orador ateniense, el meteco
Lisias, en su discurso Contra Erastótenes, uno de los Treinta, describe
detalladamente la implacabilidad con que los tiranos expoliaban y saqueaban a
los metecos, apropiándose de sus pertenencias. También los ciudadanos
atenienses comenzaron a caer víctimas de los tiranos. Fueron detenidos el rico
Nicerato, hijo del estratega Nicias, y Antifón, que dos veces había desempeñado
el puesto de tierarca. Finalmente, a iniciativa de Cristias, fue promulgada una
ley que privaba a todos los ciudadanos, menos a los que integraban los Tres
Mil, de las garantías jurídicas. De acuerdo con una resolución de los Treinta,
cualquiera de los ciudadanos podría ser ejecutado sin juicio previo. Con motivo
de la indignación que empezaba a cundir entre las masas, al demos se le
quitaron las armas (excepto a los Tres Mil), invitándose además a estar en
Atenas a una guarnición de 700 espartanos, pagada por los Treinta.
Pero
a pesar de todo, tales medidas no pudieron detener el proceso de descomposición
de la tiranía. A partir del otoño del año 404, el oligarca moderado Terámenes,
por temor a una sublevación de los ciudadanos, se integró en la oposición a
Critias. Insistía en la necesidad de elaborar una nueva constitución, que
tuviera por modelo la del gobierno de los Cinco Mil en el año 411, en la
esperanza de que en caso de convocatoria regular de la asamblea popular,
compuesta de hoplitas, el poder pasaría de las manos de los oligarcas
extremistas a las de sus partidarios. La oposición de Terámenes terminó con la
ejecución de que fue víctima por sentencia de los Treinta, quienes, con el
pretexto de «conservar la legalidad», tacharon previamente su nombre del
registro de los Tres Mil. Después, el terror de los tiranos se volvió no sólo
contra los demócratas, sino también contra los oligarcas moderados.
Ulteriormente, Cristias clausuró el acceso a Atenas a todos los que no
figuraban en la nómina de los Tres Mil. Las propiedades de los opositores eran
confiscadas y repartidas entre los oligarcas.
Por
aquel entonces, el anterior estratega Trasíbulo, que había emigrado a Tebas,
alistó un destacamento de 70 exiliados y se apoderó de Filé, punto fortificado
en las cercanías de Decelia. Esta salida suscitó alarma entre los tiranos, los
que movilizaron y dirigieron contra aquél la totalidad de sus tres mil
hoplitas. Rechazados éstos de Filé, los tiranos los hicieron regresar a Atenas
y enviaron contra los sublevados a toda la guarnición espartana. En el ínterin,
el destacamento de Trasíbulo ya había crecido hasta la cantidad de 700. En un
ataque por sorpresa a los espartanos, Trasíbulo les infirió una gran pérdida
(fueron muertos 120 hoplitas), y se dirigió al Pireo. En el camino su tropa
siguió creciendo hasta llegar a tener 1.000 hombres. El rápido avance de los
sublevados y la incorporación masiva a los mismos de los ciudadanos comunes,
señalaban manifiestamente la inestabilidad y la corta duración (que se podía ya
descontar) de la tiranía. En vista de ello, los tiranos resolvieron prepararse
a tiempo un refugio; para ello, hicieron un censo de todos los habitantes de
Eleusis y los hicieron detener y ejecutar a todos, uno por uno, sin excepción,
con el fin de, en caso de complicaciones ulteriores, poderse fortificar en esa
localidad.
Mientras
tanto, Trasíbulo había llegado con sus tropas al Pireo, donde se le unieron una
gran cantidad de habitantes locales, entre ellos metecos e inclusive esclavos.
Cuando los tiranos alistaron todas sus tropas armadas para comenzar la batalla
—3.000 hoplitas, la guardia de Laconia y la caballería—, resultó que tenían
cinco veces más hoplitas que Trasíbulo. Pero, en cambio, detrás de los hoplitas
de los sublevados «habían formado filas los lanceros, los arqueros, la
infantería ligera, detrás de ellos un destacamento armado con piedras y hondas
para arrojarlas. Había gran cantidad de éstos, porque llegaban hacia allí
muchísimos de los habitantes locales». Así, pues, los ánimos de los ciudadanos
comunes estaban manifiestamente con los sublevados.
En
la batalla decisiva junto a Muniquia, los Tres Mil fueron batidos nuevamente,
pereciendo en esta oportunidad el jefe de los tiranos, Critias, tras lo cual
los oligarcas extremistas huyeron a Eleusis, los moderados eligieron diez
nuevos jefes y los demócratas se fortificaron en el Pireo. La más fuerte
resultó ser la agrupación del Pireo, que luchaba en favor del completo
restablecimiento de la democracia. Se le había agregado gran número de metecos,
atraídos por la promesa de que se los igualaría en derechos con los ciudadanos
atenienses.
Tanto
los oligarcas de Atenas como los de Eleusis apelaron a la ayuda de Esparta.
Lisandro volvió a dirigirse al Pireo, cercándolo por tierra y por mar. Pero los
éforos y el rey Pausanias recelaban del excesivo fortalecimiento de Lisandro,
de modo que el propio Pausanias se dirigió al Ática.
Para
entonces, «al lado de los ciudadanos que habían ocupado el Píreo y Muniquia, se
pasó la totalidad del pueblo, y ese partido comenzó a vencer en la guerra»; en
la propia ciudad de Atenas tuvo lugar una nueva revuelta, y ascendieron los
moderados que abogaban en favor de un acuerdo con los demócratas del Pireo.
Dado
que ninguna de las dos partes manifestaba enemistad hacia los lacedemonios,
Pausanias propuso una tregua bajo las siguientes condiciones: 1) ambos
partidos cesarían sus acciones bélicas; 2) todos recibirían los bienes que
les habían sido confiscados (con la sola exclusión de los Treinta tiranos, de
los decarcas del Pireo y de los Once); 3) los oligarcas conservarían el
poder en Eleusis, y todos los que desearan, podrían trasladarse hasta allá;
4) se declararía la amnistía por todos los crímenes políticos anteriores.
Inmediatamente después de este tratado, el Pireo y Atenas se unieron formando
una sola comuna.
No
obstante, los oligarcas estaban preparándose para una lucha por el poder, y
habían invitado a unos mercenarios. Pero en el año 401 los estrategas de
Eleusis fueron muertos, y los otros oligarcas regresaron a Atenas donde ya
desde antes había sido restablecida por completo la constitución democrática.
Para
concluir, es necesario detenerse en esta pregunta: ¿por qué la atrasada Esparta
había vencido a la progresista Atenas? La causa fundamental reside en la
debilidad interior de la democracia esclavista. La potencia naval ateniense
representaba la dictadura de una cantidad relativamente pequeña de ciudadanos
atenienses con plenos derechos políticos; y esta dictadura era ejercida no sólo
sobre miles de esclavos, sino también sobre una enorme cantidad de aliados que
esperaban tan sólo la primera oportunidad para liberarse. Con cualquier
complicación que surgiera en la situación interior, intensificábase la tensión
centrífuga en la potencia naval ateniense. Y la democracia esclavista de Atenas
no podía emprender el camino de otorgar los derechos de ciudadanía a sus
aliados, en virtud de las limitaciones de su propia naturaleza de polis
antigua.
En
segundo lugar, hay que tener también en cuenta que a Atenas se le oponían no
sólo la Liga del Peloponeso, sino también muchísimas polis helenas de Sicilia
y, finalmente, Persia, que disponía de innumerables recursos financieros y
bélicos en toda el Asia Anterior. Esparta no había logrado conseguir una
victoria en el combate cuerpo a cuerpo contra Atenas, y sólo la gran ayuda del
rey persa había inclinado el fiel de la balanza en su favor.
La
victoria espartana, comprada a precio muy elevado, como también el aplastamiento
y la destrucción de Atenas, atrasaron a Grecia en más de cien años, desde el
punto de vista de su peso internacional. La oprobiosa paz de Antálcidas, que
fue la consecuencia lógica de la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso,
anuló todo lo que se había conseguido en las guerras médicas.
Más
catastróficas fueron las consecuencias de la guerra del Peloponeso en la vida
política de Grecia. La arqué ateniense, basada en la despiadada explotación no
sólo de los esclavos, sino también de los aliados, resultó demasiado débil como
para unificar a toda la Hélade. Esparta, en virtud de su atraso económico, era
incapaz de lograr una duradera unificación política de Grecia. De esta manera,
la guerra del Peloponeso determinó el triunfo eventual de una especie de
particularismo de las polis, y el desarrollo ulterior de los acontecimientos
acarreó lógicamente las guerras intestinas del siglo iv y, al fin y al cabo, condujo al dominio macedónico y a la
pérdida de la independencia de la Hélade.
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