ESPARTA Y SU ESPEJISMO
Esparta es la más singular entre las polis griegas, incluso más que
Atenas. No se puede negar que ésta era especial en bastantes aspectos, pero
siguió un desarrollo político parecido al de otras polis de la Época Arcaica:
tras una monarquía ancestral, perdida en las brumas del recuerdo, Atenas
atravesó un periodo de dominio de la oligarquía aristocrática, sufrió o en su
caso más bien disfrutó- una tiranía y conoció la democracia.
En cambio, la historia de Esparta no encuentra apenas paralelos. En
cierto modo, su constitución se parecía a la de Creta: la sociedad cretense
también conservaba costumbres muy arcaicas, un sistema de clases de edades,
siervos oprimidos y banquetes comunales. Pero no conocemos demasiado de Creta,
debido a que permaneció prácticamente aislada del resto de Grecia.
¿Acaso sabemos más de Esparta? Sí, pero nuestro conocimiento es
engañoso, pues no depende de los propios espartanos, sino de la forma en que
los veían los demás griegos. Esparta no produjo apenas literatura, salvo los
poemas de Tirteo en el siglo vii. Sin embargo, despertaba tanta curiosidad que
los demás griegos le dedicaron abundantes textos.Ya en la Época Clásica
Jenofonte, hombre de acción y literato que escribía sobre lo divino y lo humano,
le consagró, entre otras obras, una breve monografia, La república de los
lacedemonios. Platón se basó en ella como modelo para las ciudades ideales de
La república y Las leyes.
Estos dos admiradores, curiosamente, eran ciudadanos de Atenas, la
polis que competía con Esparta por el liderazgo de Grecia. Tiene su
explicación: como los demás filoespartanos atenienses, ni Jenofonte ni Platón
sentían demasiado cariño por el régimen democrático de la ciudad. El primero
llegó a combatir en la batalla de Coronea (394 a.C.) en el bando espartano y
contra sus compatriotas. Aquello le costó el destierro de Atenas; a cambio, los
espartanos lo recompensaron regalándole una hermosa finca cerca de Olimpia,
donde Jenofonte pasó cerca de veinticinco años y escribió su abundante
producción literaria.
En cuanto a Platón, provenía
de una familia aristocrática en la que se debían de contar relatos sobre los
buenos tiempos del pasado, cuando los nobles no tenían que soportar las
insolencias del pueblo llano. Su tío Critias, que inspiró a Platón un diálogo
en el que se habla de la Atlántida, escribió dos obras sobre la constitución
espartana, una en prosa y otra en verso, aunque ambas se han perdido.
A finales del siglo v y principios del iv, durante el breve tiempo
en que extendió su dominio fuera del Peloponeso, Esparta demostró a los demás
griegos la verdad de su áspera naturaleza. Pese a ello, siguió siendo admirada
por la posteridad, y varios autores de época romana redactaron obras sobre
ella. Sobre todo Plutarco, que en torno al año 100 d. C. escribió varias
biografias de espartanos ilustres dentro de su serie Vidas paralelas.
En aquella época se vivía en el Imperio romano un renacimiento
griego, un nuevo despertar del interés por la cultura helena. Pocas décadas
después de Plutarco, el geógrafo Pausanias compuso su amplia Descripción de
Grecia. Se trataba de una auténtica guía turística, escrita en la época de los
Antoninos, la más brillante de la historia de Roma: un tiempo en que la
prosperidad y la paz generalizada permitían hacer turismo, al menos a las
personas más acomodadas. El turismo es una actividad a la que estamos tan
acostumbrados que no comprendemos su valor.' Muchos viajeros del imperio
visitaban Grecia, y en concreto Esparta. Esta ciudad se había convertido en una
especie de imitación de sí misma, una reliquia del pasado, como una reserva
india o como ese pueblo castellano de ¡Bienvenido, Mister Marshall! que de
pronto se convierte en un gigantesco tablao flamenco. Como señala Pavel Oliva,
en la época romana «Las formas tradicionales habían perdido su sentido
original. El mantenimiento de las antiguas apariencias no era más que una
ficción colorista para los visitantes, particularmente los ciudadanos ricos que
veían a Esparta como una de las ciudades más famosas de la historia griega»
(Oliva, 1973,p. 318).
Todo esto significa que, por
desgracia para nosotros, la información que poseemos sobre el peculiar sistema
espartano proviene de fuentes ajenas a la propia Esparta, y a menudo muy
posteriores en el tiempo a la época de esplendor de la ciudad. Lo que podían
ver los autores de época romana era un revival de costumbres antiguas... que
tal vez nunca habían existido, o que al menos no habían llegado a coexistir en
una misma época. No es raro, por tanto, que la mayoría de los autores actuales
que han escrito sobre la historia de esta ciudad hablen del mirage o
«espejismo» espartano.
Esparta es el nombre del pequeño núcleo urbano' que funcionaba como
capital de un estado más amplio conocido por los griegos como Lacedemonia.
Lacedemonios, por tanto, era el nombre que recibían los espartanos, y su lambda
inicial aparecía en el escudo de sus hoplitas durante la Época Clásica. Otra
denominación para la región era la de Laconia -nombre actual de la prefectura
de Esparta-, y de ahí nuestro adjetivo «lacónico», «conciso, escueto», pues se
atribuía a los espartanos un humor seco y de pocas palabras. Ahora bien, por
comodidad seguiré llamándolos espartanos, gentilicio más familiar para los
lectores actuales.
Hay que tener en cuenta que cuando hablamos, por ejemplo, de un
ejército de 5.000 espartanos, a menudo tan sólo una parte de ellos eran
espartanos auténticos, «de pata negra», los miembros de la élite social y
guerrera conocidos también como espartiatas. Los demás eran periecos,
literalmente «los que habitan alrededor», ciudadanos de segunda clase del
estado espartano. E incluso a veces servían con ellos los ilotas, auténticos
siervos de la gleba. En realidad, los espartanos procuraban arriesgar a pocos
de sus ciudadanos de primera en la guerra, pues tenían un problema crónico que
se agravó con el paso de los años: la oliganthropía, o escasez de hombres. La
razón la comprenderemos al examinar su peculiar sistema social y político.
Hemos visto los problemas de la stásis en otras ciudades griegas, y
de esos conflictos sociales, como las tiranías o la colonización. La
originalidad de Esparta es que resolvió sus problemas de espacio expandiéndose
en busca de nuevas tierras que repartir entre sus ciudadanos descontentos.
Las cinco aldeas que formaban
el núcleo original del estado espartano se encontraban a orillas del Eurotas,
un río que nace en las montañas de Arcadia y corre hacia el sur hasta
desembocar en el golfo de Laconia. En su camino, atraviesa un valle tectónico,
encajonado entre dos formaciones montañosas paralelas: al oeste se levanta el
Parnón, cuyas cumbres más altas llegan casi a los 2.000 metros, y al este el
imponente Taigeto, que alcanza 2.400. Rodeada por esas montañas, Esparta se
hallaba en una especie de fortaleza natural, y cualquier ejército que intentara
invadirla tenía que hacerlo a través de las tierras de Arcadia: por eso los
espartanos se empeñaron siempre en controlar a sus vecinos del norte.
El valle del Eurotas es muy fértil, gracias a los sedimentos depositados
por el río y por los torrentes que bajan del Taigeto. Pero también es
relativamente estrecho, ya que tiene unos 10 kilómetros de ancho y menos de 20
de longitud. Ahora bien, al otro lado del Taigeto se encuentra Mesenia, comarca
del antiguo reino micénico de Pilos, con llanuras más extensas y fértiles que
la del Eurotas.
A finales del siglo VIII, los espartanos se decidieron a atravesar
los estrechos senderos que recorren el monte Taigeto y conquistar Mesenia (Paul
Cartledge, experto en historia de Esparta, cree que lo hicieron por la costa,
donde era menos probable que sufrieran emboscadas: Cartledge, 2003, p. 98).
Según la leyenda, la ausencia de los guerreros fue tan larga que, como ya hemos
mencionado, las mujeres espartanas acabaron teniendo hijos bastardos a los que
después instalaron en la colonia de Tarento. Pero el caso es que consiguieron
apoderarse de Mesenia, lo que hizo que dominaran en total un territorio de más
de 5.000 kilómetros cuadrados, el doble del Ática. ¿Qué hicieron con la población
de Mesenia? No la asimilaron, pero tampoco la aniquilaron, pues a los
espartanos no les interesaba cultivar ellos mismos las tierras que habían
confiscado. No sólo querían aprovecharse de las tierras de los mesemos, sino
también de su trabajo. Por eso los convirtieron en una clase de siervos, los
ilotas.
También había ilotas en Laconia, la primera región conquistada por
los espartanos. En realidad, los ilotas constituían la mayor parte de la
población de su estado. Trabajaban las tierras y atendían al ganado, y tenían
que pagar a sus amos espartanos una parte de los productos de los terrenos que
cultivaban. No eran exactamente esclavos, puesto que ni se podían vender ni sus
señores alquilaban sus servicios. Pero tampoco eran libres, ya que no gozaban
de libertad de movimientos: como los siervos de la Edad Media, estaban atados a
la tierra.
Unos señores dominando sobre
una gran mayoría. Para mantener este régimen similar a un apartheid, los
espartanos tuvieron que convertirse en una máquina militar, una gigantesca
fuerza de antidisturbios. Según la tradición, el artífice de esa transformación
fue el legislador Licurgo. Ahora bien, el mismo Plutarco dice en su biografia:
Sobre el legislador Licurgo, en conjunto, no puede afirmarse nada
fuera de dudas, ya que su ascendencia, viajes y muerte, además de la actividad
concerniente a sus leyes y a su labor política, cuentan con historias varias.
Pero todavía menos consenso encuentran las fechas en que vivió este hombre
(Licurgo 1, traducción de A. Pérez Jiménez para Gredos).
Si un autor de la Antigüedad como Plutarco se mostraba escéptico con
lo que le contaban de Licurgo, imaginemos qué opinarán los expertos actuales.
Como a Solón, a Licurgo se le atribuyeron leyes y reformas que en realidad
debieron promulgarse a lo largo de mucho tiempo. La diferencia es que sabemos
de buena tinta que Solón existió, mientras que Licurgo podría ser una figura
completamente mítica.
En cualquier caso, los espartanos y los griegos creían que Licurgo
era el creador de la rhétra, el peculiar sistema político espartano. Aunque he
dicho «político» tal vez debería decir «vital»: Esparta era el sueño de
cualquier totalitario,' un Estado que se inmiscuía prácticamente en todas las
facetas de la vida de sus ciudadanos. Esa injerencia empezaba ya desde el
nacimiento, y duraba toda la vida. El sistema de disciplina se aplicaba con más
dureza a los varones, de tal modo que tiranizaba a sus propios beneficiarios, y
era conocido como agogé. Hablaré de ella y de la sociedad espartana, aunque he
de añadir que todo lo que cuente está sometido a discusión y en muchos casos
nos ha llegado distorsionado por el «espejismo» espartano. Además, un sistema
que duró tantos siglos debió de estar sometido a muchos cambios a lo largo del
tiempo.
LA FORMA DE VIDA ESPARTANA
El espartano de pura sangre estaba sometido a la autoridad del
Estado desde que nacía. En Atenas, era el padre quien decidía si aceptaba al
hijo en el ritual denominado Amphidrómia: cuando el bebé tenía cinco días, su
padre, desnudo según ciertos textos, lo tomaba en brazos y daba varias vueltas
al fuego sagrado del hogar para demostrar que lo aceptaba. Es posible que se
hiciera también con las niñas, pero existen dudas. Tal vez algunos padres sí
celebraban las Amphidrómia con sus hijas, y otros no: dependería de la actitud
personal que tuvieran hacia ellas y a las mujeres en general.
En cambio, al varón recién nacido en Esparta lo examinaban unos
ancianos para comprobar que estuviera sano y no sufriera deformaciones. De no
pasar la prueba, se lo llevaban a un lugar del monte Taigeto conocido como
Apótetas -literalmente, «depósito, vertedero»- y lo abandonaban allí. Sin
derramamiento de sangre, pues habría supuesto una mancha ritual: los griegos
eran muy mirados con esas cosas. Por bárbara que parezca la costumbre de
exponer a los recién nacidos, no creo que estuviera más extendida que en otras
ciudades griegas; la diferencia, como digo, es que en Esparta era competencia
del Estado y no del padre.
En caso de pasar la prueba, el niño se quedaba viviendo los primeros
años con su madre y el resto de las mujeres de la casa -los padres no pasaban
demasiado tiempo en el hogar. Las espartanas, tanto madres como sirvientas,
tenían fama de ser muy eficaces como criadoras, y en otros lugares las
contrataban como nodrizas por la calidad de su leche. Por ejemplo, al célebre
Alcibíades lo amamantó una laconia llamada Amidas. Es evidente que la leche de
la tal Amiclas no sería muy diferente de otras, pero los griegos tenían ideas
peculiares sobre la eugenesia.Y los espartanos todavía más, como no tardaremos
en comprobar.
A los siete años, la ciudad se encargaba de la educación de los
niños, llevándoselos de casa de sus padres. En cierto modo, un espartano
empezaba su servicio militar a esa edad, y ya no lo abandonaba nunca, pues
incluso los ancianos formaban parte del ejército en la medida de sus
posibilidades (el rey Agesilao II siguió mandando tropas hasta los ochenta y
cinco años). Durante los primeros años, a los jóvenes los repartían en grupos
de edad, al mando de líderes escogidos entre ellos mismos que, mucho me temo
por mis recuerdos del patio del colegio, debían de ser unos auténticos matones.
Casi todas las actividades
estaban destinadas a endurecer sus cuerpos y convertirlos en soldados disciplinados,
quebrantando la rebeldía natural de los niños. Si hacemos caso a Plutarco, los
pelaban al rape, les hacían andar descalzos y ejercitarse casi siempre
desnudos. La única prenda que les entregaban era un manto de lana, y tan sólo
se lo cambiaban por otro cuando crecían tanto que se les veían tá aidoía (dejo
a la imaginación de los lectores la traducción). También les hacían pasar
hambre, como si estuvieran en unas maniobras de supervivencia perpetuas. Así se
acostumbraban a robar gallinas y lo que fuera menester en las fincas cercanas,
y si los sorprendían los azotaban no por mangantes, sino por torpes. Una de las
anécdotas más conocidas a este respecto la narra Plutarco: «Tanto cuidado ponen
los niños en sus robos, que, según se cuenta, uno que había robado ya un
cachorro de zorra y lo llevaba cubierto con su tribónion, arañado en el vientre
por el animal con las uñas y los dientes, murió a pie firme con tal de que
nadie se diera cuenta» (Licurgo 18,1, trad. citada). O el niño quería al cachorro
de mascota, o es que tenía más hambre que el famoso perro del afilador que se
comió las chispas por tragar algo caliente.
Todo esto se veía aderezado con frecuentes castigos, órdenes
arbitrarias, etc. Para muchos autores, no se trataba tanto de una preparación
estrictamente militar como de ritos de paso y de iniciación, viejas
pervivencias tribales que se pueden encontrar hoy día en diversos pueblos de
África.A partir de la adolescencia, los muchachos pasaban a un nuevo ciclo en
el que desarrollaban relaciones homosexuales con jóvenes adultos, que se
convertían a la vez en sus amantes y en mentores. Dejando aparte los vínculos
sentimentales que pudieran establecerse, el amante era un espejo para su amado,
un modelo de disciplina y de virtudes.
LA HOMOSEXUALIDAD EN GRECIA
Es bien sabido hoy día -en otros tiempos se intentó disimular- que
la homosexualidad masculina estaba muy extendida en el mundo griego. En una
cultura que valoraba la belleza fisica, y en particular la del hombre, y que
practicaba el deporte en completa o casi completa desnudez, no se encontraba
vergonzoso que a un hombre lo excitara tanto el hermoso cuerpo untado de aceite
de un joven efebo como el de una bella mujer.
Pero la visión de la homosexualidad era muy distinta de la nuestra,
al menos teóricamente. En una relación, lo importante no era tanto el sexo de
cada miembro de la pareja, sino el rol que se desempeñaba, activo o pasivo. El
adolescente imberbe era el erómenos, participio pasivo que significa «el que es
amado», y casi sin darse cuenta ejercía un potente atractivo sexual sobre el
adulto activo, el erastés, «el que ama». Esto se aplicaba a todos los ámbitos,
tanto al acercamiento y al cortejo, que debía iniciar el erastés por medio de
regalos -un gallo o una liebre, por ejemplo- como al sexo. Es decir, el erastés
era el penetrador y el erómenos el penetrado.
Como las imágenes eróticas que aparecen en las vasijas son
explícitas, pero no tanto -las figuras están de perfil-, se ha discutido si el
sexo entre hombres era anal o no. Para algunos autores, sería intercrural; es
decir, que el erastés introducía su pene entre los muslos del erómenos. (Según
la información que ofrece Alan Moore en su cómic From Hell, ésta era la
modalidad que practicaban las prostitutas londineses con sus clientes en la
época de Jack el Destripador, pero de frente y no por detrás).
Las motivaciones en una relación pederástica también eran diferentes
para cada miembro de la pareja. En teoría, el erastés se sentía atraído por la
belleza del muchacho en un auténtico enamoramiento. En cambio, el erómenos
debía buscar en su amante adulto un ejemplo, o podía sentir afecto y admiración
por él, pero nunca ese amor loco inspirado por Afrodita.
Todo esto, como digo, es la teoría. Por diversas anécdotas y por
bromas que se encuentran en las comedias, está claro que el coito anal se
practicaba (por ejemplo,Aristófanes utiliza el término eurypr(>ktos, «de
culo ensanchado»). Otra cosa es que lo hicieran todas las parejas o no. En
cuanto al grado de actividad o de pasividad, que un erastés tuviera que fingir
que su amante no lo excitaba sexualmente, y dejara al adulto darse placer
usando su cuerpo mientras él mantenía las manos lejos de sus propios
genitales.. sinceramente, me parece que va contra el instinto sexual.
En una sociedad que
representaba la homosexualidad y la pederastia con tanta libertad en sus artes,
y que en casos como el de Esparta o Creta las practicaba de forma ritual,
reinaba sin embargo cierta hipocresía. Un hombre casado podía seguir teniendo
relaciones homosexuales siempre que fuese con jovencitos. Teóricamente, una
relación de por vida no estaba bien vista. Si dos adultos seguían juntos, eso
significaba que uno de los dos desempeñaba un rol pasivo, o que los dos
intercambiaban papeles. Para los adultos pasivos se utilizaban epítetos
despectivos como katapygón o kínaidos, equivalentes a «sodomita» o «maricón».
En realidad, hasta ahora hemos hablado más de bisexualidad, pues las
relaciones con muchachos no interferían con el matrimonio. Pero ¿qué hacían los
varones que eran realmente homosexuales, que no sólo se sentían atraídos por
otros hombres, sin importar la edad, sino que creaban vínculos afectivos
duraderos con ellos? Me temo que, como en tantas otras épocas, a las parejas
estables les tocaría disimular.
¿Qué habrían opinado los griegos clásicos del matrimonio gay?
Supongo que les habría extrañado mucho y habrían pensado que hoy día juntamos
churras con merinas, o rólex con setas. El matrimonio para ellos era un deber,
a menudo fastidioso, encaminado tan sólo a perpetuar su linaje engendrando
hijos legítimos -o «sembrándolos» en la traducción literal de una fórmula de
esponsales-. Romanticismo, como vemos, lo mínimo. Para el amor y el placer
tenían a las concubinas, a las cortesanas, y también a los bellos muchachos.
(Como siempre, es injusto generalizar, pues hay ejemplos conmovedores de amor
conyugal, como el de Penélope y Ulises. Y parece que después de la Época
Clásica el concepto de amor en el matrimonio evolucionó hasta parecerse más al
nuestro).
En suma, tal vez los griegos de la Época Clásica habrían tildado el
matrimonio homosexual de antinatural, pero seguramente habrían hecho lo mismo
con nuestro matrimonio heterosexual. No porque ahora existan divorcios -también
los había entonces-, sino porque las expectativas de felicidad, amor, respeto
mutuo, etc., que albergan hoy día dos personas que se casan son muy distintas
de las que tenían ellos. Por eso me parece un error llevar el debate de las
bodas homosexuales al terreno de cuál es la verdadera naturaleza de la unión
conyugal y todavía más obtuso agarrarse como a un clavo ardiendo a la raíz
etimológica de la palabra «matrimonio» para negar ese derecho a los gays.
¿Qué hay de la homosexualidad
femenina? Aunque está mucho más tapada, tanto en las fuentes literarias como en
las representaciones cerámicas, se encuentran algunas muestras. Por ejemplo, en
la poesía de Alemán o, sobre todo, en la de Safo de Lesbos (por cierto, para
los antiguos griegos el sexo lésbico se refería a la felación, no a la
homosexualidad femenina). También Platón hace alguna referencia al amor entre
mujeres en el Banquete, pero sin entrar en muchos detalles. Da la impresión de
que en esto, como en tantas otras cosas, a los autores varones el mundo
femenino les pillaba tan lejos como la Luna.
En este ciclo empezaba el
entrenamiento propiamente militar. Es posible que algunos jóvenes que se
acercaban al final de su adiestramiento fueran seleccionados para la llamada
krypteía. Si hacemos caso a Plutarco, sus jefes los sacaban del campamento y,
armados con simples puñales y con raciones muy cortas de comida, los soltaban
en territorio de los ilotas, probablemente en Mesenia. Durante el día estos
jóvenes espartanos se escondían, pero al caer la noche salían a los caminos y
bajaban a las aldeas para matar ilotas.
El mismo Plutarco no creía que la krypteía fuese una institución muy
antigua, sino que databa de la segunda mitad del siglo v, después del gran
terremoto que asoló Esparta, diezmó su población y provocó una revuelta de los
ilotas. Si es así, esta cacería humana cumpliría dos funciones. Por una parte,
sería un ritual de iniciación tribal que implicaba a la vez una prueba de
supervivencia en el bosque y la muerte de un enemigo o un esclavo. Por otra
parte, serviría como una especie de policía secreta para controlar a los
elementos más levantiscos de los ilotas y, además, mantenerlos aterrorizados
con tácticas propias del Ku Klux Klan.
Por último, antes de terminar
su etapa de iniciación, los jóvenes debían pasar por un ritual sangriento, el
de la flagelación ante el altar de Ártemis Ortia. No se sabe mucho de ella,
pues en época de Plutarco esta flagelación se había convertido prácticamente en
un espectáculo para los turistas. Pero a una sociedad tan tribal y arcaica como
la espartana le cuadran estos rituales dolorosos y con efusión de sangre que se
encuentran en muchas otras culturas, como la circuncisión a lo bruto que
soportan los muchachos masai... o, todavía peor, las muchachas.
Llegados a los veinte años, los jóvenes espartanos se integraban ya
en el ejército.A partir de ese momento podían dejarse crecer el pelo, y también
la barba; el bigote se lo afeitaban normalmente, lo que les daba un aspecto muy
característico. Los cabellos largos eran motivo de orgullo para un espartano,
que se los peinaba cuidadosamente antes de la batalla: así los sorprendió un
espía persa horas antes del último combate en las Termópilas.
Sin embargo, seguían sin ser ciudadanos de pleno derecho. Mientras
eran jóvenes, se les inculcaba tanto el respeto a sus mayores que agachaban la
mirada cuando se cruzaban con ellos y no podían hablarles si ellos no les
dirigían la palabra previamente. Podían, eso sí, unirse a los banquetes
comunes, los llamados syssítia.
Estos syssítia se celebraban al anochecer, pues la cena era la
comida principal de los griegos, mientras que el almuerzo era muy ligero. (Lo
contrario de lo que recomiendan los médicos, pero la noche suponía para los
griegos el momento de relajarse con sus amigos y disfrutar de una copa de vino.
Además, con el ejercicio fisico que hacían, su metabolismo debía quemar la cena
antes de que llegara la hora de dormir). En cada uno de estos banquetes
participaban unos quince o veinte guerreros, y para que un joven fuera admitido
los miembros del syssítion votaban de una forma muy peculiar, depositando en
una urna bolitas de pan redondeadas si lo aceptaban y aplastadas si lo
rechazaban.
Los syssítia eran una forma de integración social, pues reforzaban
los lazos entre los guerreros, de la misma forma en que los clubes deportivos
intentan fomentar la unión entre sus jugadores guerreros modernos, no lo
olvidemos- con cenas y concentraciones. Los alimentos que se servían en la mesa
no los aportaba el Estado, como se hacía en Creta, sino cada uno de los comensales.
Para ello, traía los productos de su kláros, el lote de tierra que se había
asignado a sus antepasados, bien en Laconia o bien en Mesenia, y que cultivaban
sus ilotas.
Aunque en teoría eran cenas
frugales, se ha calculado, por las cantidades de cebada, vino, higos y queso
reflejadas en Plutarco, que la aportación mensual de cada guerrero al banquete
comunal suponía más de un tercio de la producción de una parcela media
espartana. En esas parcelas vivían y trabajaban ilotas que tenían que comer de
lo que le arrancaban a la tierra: si tomamos en cuenta que debían entregar al
amo espartano no sólo lo necesario para el syssítion, sino también alimentos
para su esposa, sus hijos y los sirvientes de su casa, a los ilotas debía de
quedarles bastante menos de la mitad de lo que producían. Sometidos a una
explotación tal, no es raro que se sublevaran contra Esparta cada vez que se
les presentaba la ocasión.
Un espartano podía perder su estatus por culpa de los syssítia. Si
alguien no aportaba a la mesa común la cantidad de alimentos estipulada, se le
dejaba de considerar entre los hómoioi, los «iguales» o espartiatas de primera.
Esto ocurrió cada vez con mayor frecuencia durante la historia de la ciudad.
Algunos espartanos, más «iguales» que los demás, terminaron acaparando las
tierras de otros, y muchos se empobrecieron hasta el punto de convertirse en
ciudadanos de segunda fila. Ésa era la verdadera razón de la oliganthropía, la
escasez de hombres que mencioné anteriormente: no es que la población de
Esparta se redujera -salvo en catástrofes como el terremoto de 464-, sino que
los miembros de la casta superior, los auténticos y temidos espartanos, cada
vez eran menos.
A los treinta años, el espartano se convertía en un ciudadano de
pleno derecho, que podía participar en la asamblea y recibir nombramientos
políticos y militares. Era también a esta edad cuando, más o menos, los varones
se casaban. Una obligación que, precisamente porque el número de espartanos de
primera no dejaba de menguar, el Estado les recordaba imponiendo multas y otras
pequeñas humillaciones a los solteros. Ahora que por fin el varón lacedemonio
tomaba contacto con el sexo femenino, veamos qué vida habían llevado hasta
entonces las mujeres.
Al contrario que los espartanos, encadenados por normas férreas
desde niños, las espartanas gozaban de más libertad que otras griegas, y en
concreto que las atenienses. Entre los demás griegos eso suscitaba críticas,
como las que se leen en el libro 2 de la Política de Aristóteles, pero se ve
que también despertaba ciertas fantasías sexuales. Las jóvenes de Esparta
hacían ejercicio fisico al aire libre y, según unos versos de la tragedia
Andrómaca de Eurípides, lo hacían con los peplos abiertos. Tal como era la ropa
griega, eso equivale a decir que lo enseñaban todo, como demuestra el epíteto
tradicional para las muchachas lacedemonias: fainomerídes, «las que enseñan los
muslos».
La razón de que las mujeres
practicaran tanto deporte era que los espartanos suponían que al fortalecerse
resistirían mejor el parto, algo en lo que probablemente tenían razón, y que
sus hijos también saldrían más atléticos, en lo cual se equivocaban. Desde
Darwin se sabe que los caracteres adquiridos no se heredan: por más que vayamos
a la playa o tomemos rayos UVA, nuestros hijos no van a nacer más morenos.
Pero no era el desnudo público de las mujeres espartanas lo único
que irritaba a otros griegos -aparte de excitar su imaginación, claro-. También
les parecía escandaloso que recibieran educación en campos que ellos
consideraban monopolio de los varones, como ciertas formas de retórica,
filosofía y alta cultura en general.
Un nuevo motivo para la crítica era que las espartanas se casaban
más tarde que las demás griegas, en torno a los dieciocho o incluso los veinte
años. Se consideraba ésta una edad peligrosa, puesto que una muchacha ya había
madurado sexualmente y tenía unos cuantos años de peligrosas tentaciones para
perder la castidad.
En cualquier caso, la muchacha que llegaba virgen al matrimonio -se
supone que era la norma, pero sospecho que en Esparta no siempre se cumplía-,
debía sufrir cierto trauma el día de la boda, aunque es de suponer que ya
estaba avisada. En vez de ir a la peluquería a hacerse un peinado fashion,
ponerse un carísimo vestido de novia y disfrutar de la noche de bodas en una
lujosa suite, a la joven le ponían ropa de hombre -un manto de lana áspera y
unas sandalias-, le rapaban la cabeza al cero, la metían en un cuartucho a
oscuras y la hacían tumbarse sobre un camastro de paja. Quien se encargaba de
todo esto era una mujer, pero no sé si eso conseguiría quitarle el miedo del
cuerpo a la joven desposada.
Una razón que se suele dar es
que el varón no estaba acostumbrado a tener relaciones sexuales con mujeres,
así que había que ir poco a poco. Con la novia rapada y vestida con un manto,
el recién casado podía imaginarse que estaba en el campamento y acostándose con
otro hombre. Una explicación alternativa es que el corte de pelo de la mujer
fuese la señal de que acababa de pasar de un estado a otro; un camino inverso
que el del varón, quien se dejaba el pelo largo al convertirse en adulto.
Supuestamente, durante los primeros meses los recién casados se
podían ver muy poco, y lo hacían en secreto, ya que el varón debía seguir
compartiendo alojamiento con sus compañeros. La razón también es de eugenesia:
si ambos acumulaban suficiente deseo sexual, los coitos entre ellos serían tan
ardientes que el posible hijo que engendraran sería mucho más sano y
fuerte.Tenían un ejemplo en el mito. Cuando Zeus consiguió acostarse con
Alcmena, tomando el aspecto de su marido Anfitrión, mandó al Sol tres días de
vacaciones. Como resultado de una cópula tan intensa y prolongada, nació el más
poderoso de todos los héroes: Heracles.
La maternidad gozaba de una consideración muy alta en Esparta, tanto
que en torno al año 500 se legisló que las mujeres que muriesen de parto tenían
derecho a lápidas con nombre, al contrario que el resto de la población, a la
que se enterraba de forma anónima. Los espartanos, sabiamente, trataban a estas
madres como si fueran héroes de guerra. De todos modos, es posible que las
mujeres de Lacedemonia vivieran más años como promedio que las demás griegas,
gracias al ejercicio y, sobre todo, a que retrasaban la edad de la maternidad
unos años, los justos para que sus cuerpos estuvieran más preparados para el
parto (Pomeroy, 2002, p. 68).
Era tan importante tener hijos para el Estado que la moral
tradicional en otras ciudades griegas quedaba en segundo plano. Como cuentan
Plutarco y Jenofonte, si un hombre ya mayor tenía una esposa a la que sacaba
muchos años y no se veía capacitado para engendrar hijos con ella, podía
escoger entre los guerreros más jóvenes al que le pareciera más apropiado por
su fisico y su forma de ser para que se acostara con su esposa. Era como acudir
al banco de semen, con la ventaja de que la mujer podía pasar un buen rato.
En esta y en otras prácticas similares que nos transmiten los
autores antiguos es posible que se haya colado algo de fantasía masculina, del
mis mo modo que para los varones españoles de los sesenta y los setenta las
liberadas mujeres suecas eran un auténtico mito (¡ah, esas películas de Alfredo
Landa y José Luis López Vázquez!). Pero, en cualquier caso, todos los
testimonios literarios coinciden en que las espartanas gozaban de más libertad.
No sólo en el terreno sexual, sino también en el económico. Otra de las
críticas que hace Aristóteles a Esparta es que, en su época -el siglo iv- las
mujeres eran dueñas de dos quintas partes del territorio espartano.
Considerando que en la mayoría de las ciudades griegas eran menores de edad
perpetuas, que no podían hacer negocios por su cuenta ni tener propiedades, la
situación de Esparta resulta llamativa.
Una de las razones para esta
libertad es que los hombres pasaban la mayor parte del tiempo en campamentos
militares, maniobras y guerras. Las mujeres eran literalmente las amas de la
casa, y en muchas ocasiones administraban toda la hacienda, incluyendo las
parcelas cultivada por los ilotas, pues los hombres no tenían tiempo para ello
ni debían de estar preparados. En cierto modo, la guerra perpetua era una
bendición para ellas: también las mujeres atenienses ganaron algo de libertad
durante la larga Guerra del Peloponeso, y es bien sabido que la Segunda Guerra
Mundial influyó de forma decisiva en la liberación de la mujer.
Un colofón para este apartado: suelo comentar en mis clases que, si
hubiese nacido en Grecia, como varón habría preferido vivir en Atenas antes que
en Esparta. Pero si fuese mujer, sin duda elegiría ser una espartana.
Segundo colofón: cuenta Plutarco que una mujer ateniense le preguntó
a otra lacedemonia: «¿Cómo es que vosotras las espartanas sois las únicas que
dais órdenes a los hombres?». A lo que la espartana respondió: «Porque somos
las únicas que parimos hombres de verdad».
SOCIEDAD Y GOBIERNO EN ESPARTA
La sociedad en Esparta formaba el diseño de la clásica pirámide. La
base, más amplia y en contacto literal con la tierra, ya que eran ellos quienes
la trabajaban, la formaban los ilotas. Su nombre en griego, heilótai, parece
derivar de una raíz que significa «capturar», y en cierto modo eran prisioneros
de una guerra perpetua declarada contra ellos. La condición de los ilotas se diferenciaba
del estatus de los esclavos normales. No eran una mercancía que se pudiera
vender, sino que estaban unidos como un solo lote a la parcela de tierra que
trabajaban. Eran más siervos de la gleba que auténticos esclavos.
Hay que distinguir entre los
ilotas de Laconia -la comarca de Esparta-, y los de Mesenia. Los primeros
podían sentir rencor contra sus señores por estar sometidos a ellos, pero se
consideraban lacedemonios, acompañaban a los espartanos a la guerra como
sirvientes y como tropas de infantería ligera, y cuando Esparta se vio
amenazada llegaron a tomar las armas como hoplitas. Esto ocurrió sobre todo
durante la Guerra del Peloponeso, y muchos de los ilotas que lucharon con los
espartanos consiguieron la liberación, con lo cual se convirtieron en
neodamódeis, «ciudadanos nuevos». Eran de segunda clase, como los periecos y
como los espartiatas empobrecidos que perdían sus derechos, pero al menos
gozaban de muchas más libertades que el auténtico ganado humano formado por el
resto de los ilotas.
En cambio, los ilotas de Mesenia, sojuzgados entre los siglos vüi y
vii, poseían conciencia nacional y se sentían un pueblo oprimido al que le
habían arrebatado lo suyo unos extranjeros del otro lado de las montañas.
Sospecho que la krypteía se dirigía más contra ellos que contra los ilotas de
Laconia, y al reprimirlos los espartanos actuaban con cierta lógica, aunque
fuese una lógica perversa y brutal.A la primera ocasión que tenían los mesemos,
se levantaban en armas, como hicieron en 464 cuando Esparta sufrió un terremoto
catastrófico que mató a miles de ciudadanos. Eso explica que los espartanos
fueran reacios a enviar muchas tropas fuera del Peloponeso, pues tenían que
controlar de cerca a la población sometida. Esta amenaza se sentía incluso en la
vida cotidiana, y por eso los espartanos procuraban andar siempre con lanza y
no dejar armas al alcance de los ilotas. Lo malo de gobernar por el miedo es
que al final tú mismo acabas viviendo con miedo; una idea similar a la que
expresa aquel replicante de Blade Runner cuando está a punto de sacarle los
ojos a Harrison Ford.
El siguiente escalón de la pirámide era el de los periecos, cuyo
nombre, como ya he comentado, significa «los que viven alrededor». Se trataba
de los habitantes de las aldeas y ciudades de Laconia y Mesenia, que no habían
sido sometidas por la fuerza, probablemente porque habían optado por rendirse a
Esparta y firmar algún tipo de pacto o fuero con ella. Los periecos, repartidos
en un centenar de poblaciones, tenían sus propias instituciones y se gobernaban
a sí mismos a nivel local. Además de cultivar sus tierras, se dedicaban a
trabajos que los espartanos consideraban indignos, como el comercio y la
artesanía.
Si bien los periecos gozaban
de autonomía en sus aldeas, su política exterior y militar dependía de Esparta.
Es decir, si los espartanos les ordenaban ir a la guerra, los periecos
adoptaban el primer tiempo de saludo y desfilaban. En algunas épocas tal vez
formaron batallones separados, pero acabaron mezclándose en las filas con los
espartanos. En el año 479, en la batalla que libraron contra los persas en
Platea, la mitad de los hoplitas de Esparta eran periecos, proporción que no
dejó de aumentar durante las décadas siguientes.
Había otros ciudadanos de condición inferior, similares a los
periecos. Conocemos diversas denominaciones, pero no está demasiado claro cuál
era el estatus de cada clase. Los llamados hypomeíones o «inferiores» debían de
ser espartiatas empobrecidos que ya no podían cumplir con la cuota de alimento
que se les pedía en los banquetes comunales, y es posible que aquí haya que
incluir a los hijos segundones. También se descendía en la escala por la atimía
o pérdida de derechos, algo que en una sociedad tan reglamentada como la
espartana no debía de ser raro. Lo más castigado era mostrar cobardía en el
combate, y los culpables eran denominados trésantes, «temblorosos». En teoría
no hacía falta huir, sino que para ser despreciado como cobarde bastaba con
salir vivo después de una derrota del ejército lacedemonio. Pero esa norma se
suavizó con el tiempo, conforme el «banquillo» de los espartanos se redujo
tanto que no podían permitirse el lujo de prescindir de los jugadores
titulares.
Había otro subgrupo, el de los llamados móthakes o bastardos, que
más que hijos ilegítimos debían de ser vástagos de ciudadanos que habían
perdido sus derechos, pues en Grecia la legitimidad se relacionaba más con la
condición social de los padres que con el hecho de que estuvieran casados o
no.Y, por último, en este escalón intermedio estaban también los neodamódeis o
ciudadanos nuevos, ilotas ascendidos en la escala social gracias a sus
servicios militares o porque se habían emancipado con su propio peculio.
Por último, tenemos a los
espartiatas, que una vez superadas las duras pruebas de la agogé y cumplidos
los treinta años, se convertían en Iguales, ciudadanos de pleno derecho. Al
vivir de los alimentos que los ilotas producían para ellos en sus parcelas de
Laconia y Mesenia, puede decirse que formaban una clase parasitaria. Como
tales, por fuerza tenían que ser menos numerosos, del mismo modo que los
animales carnívoros que se encuentran en la cúspide de la pirámide alimentaria
son muchos menos que los herbívoros.
Según Plutarco, cuando Licurgo reformó la constitución espartana
había 9.000 ciudadanos de primera que recibieron los mejores lotes de tierra,
con sus correspondientes ilotas a modo de animales de labor, mientras que los
periecos eran 30.000. Si es cierto que llegó a haber tantos Iguales, su número
no dejó de bajar desde entonces. En el año 480, durante las Guerras Médicas,
eran 8.000, de los que 5.000 acudieron a la batalla de Platea. Después, en el
año 464 se produjo el gran terremoto que destruyó la ciudad y mató a un número
dificil de precisar de ciudadanos -Diodoro habla de 20.000 muertos
lacedemonios, sin diferenciar clases sociales-. En el año 418 los Iguales
debían de ser unos 3.600, y su número todavía descendería más durante los
siglos siguientes, hasta que en el año 244 quedaban apenas 700 espartiatas.
Las explicaciones que se dan para este fenómeno son variadas: la
edad tardía en que contraían matrimonio, las víctimas mortales que se producían
en las constantes guerras, el terremoto. Sin embargo, se trataba más de una
cuestión económica que demográfica. Básicamente, con todos los rodeos que
queramos darle a la cuestión, Esparta era una oligarquía, como señala el
historiador marxista G. E. M. de Sainte-Croix -qué nombre más aristocrático,
por cierto-, en su ya clásico La lucha de clases en el mundo griego antiguo,
las clases privilegiadas que forman las oligarquías tienden a reducirse en
número, pues practican la endogamia y al hacerlo concentran la riqueza cada vez
más, mientras que algunos de sus miembros, los que se empobrecen descienden de
clase social y pasan a engrosar las filas de los ciudadanos de segunda. Eso es
lo que pasó en Esparta, donde, parafraseando a George Orwell en Rebelión en la
granja, podía decirse que todos los espartanos eran iguales, pero unos más
iguales que otros.
Curiosamente, esta oligarquía
parásita de los Iguales no hacía ostentación de su riqueza, sino que se
enorgullecía de todo lo contrario. Las normas sociales dictaban que los
espartanos vistieran de forma sobria, casi uniforme, para que no se apreciaran
las diferencias entre pobres y ricos. En la muerte también se igualaban, ya que
tenían prohibido grabar sus nombres en las lápidas, a no ser que se tratara de
mujeres fallecidas en el parto o guerreros que perecían en la batalla: en esto
se diferenciaban de las élites de otras ciudades, que intentaban mostrarse
superiores a los demás incluso después de la muerte.
Supuestamente los espartanos comían con gran sobriedad, y el plato
más célebre de la comida espartana era el caldo negro, un guisote que constaba
de sangre, vinagre y carne de cerdo entre sus ingredientes principales. Se
cuenta que un sibarita que lo probó dijo: «Con razón vais tan contentos a la
muerte, espartanos, con tal de no volver a probar esto». Un rey del Ponto
contrató a un cocinero de Esparta para que le preparase el caldo, pero al
probarlo le dieron arcadas. «Para comer esto», le explicó el cocinero, «antes
hay que haberse bañado en las aguas del Eurotas».
Otra muestra de su estilo de vida frugal es que tenían prohibido
acuñar monedas, y se cuenta que utilizaban pesados lingotes de hierro en su
lugar. Pero no hay que dejarse engañar. Por un lado, una oligarquía
terrateniente al estilo tradicional no necesitaría dinero, medio de
enriquecimiento de los artesanos y los comerciantes.Y por otro, que Esparta no
acuñara monedas hasta el año 300 no significa que no utilizara las de otras
ciudades griegas.
El sistema político de los espartanos era el típico de una
oligarquía, pero con una peculiaridad muy especial. Empezaré primero por las
características comunes con el resto de los regímenes oligárquicos.
En primer lugar, un cuerpo reducido de ciudadanos. Como hemos visto,
quienes pertenecían a los Iguales debían poseer tierras suficientes para que
los alimentos obtenidos de ellas superaran una cuota mínima. Se puede disimular
todo lo que se quiera hablando de la camaradería de los banquetes comunales, el
espíritu de cuerpo, etcétera, pero lo cierto era que quien no podía justificar
que tenía determinadas propiedades se quedaba fuera.
Este grupo reducido, que en la
segunda mitad del siglo v debía de agrupar a unos 5.000 ciudadanos, se reunía
en una asamblea. En los libros de texto se la suele denominar apella, aunque
este parece ser un nombre tardío. A ella asistían los ciudadanos mayores de
treinta años, y se celebraba a mediados de mes, cuando había luna llena. A
diferencia de la asamblea ateniense, donde realmente se deliberaba, la apella
tenía algo de tribal, de reunión del pueblo en armas (algo parecido ocurría en
Macedonia). No todos los ciudadanos podían hablar: tan sólo hacían uso de la
palabra los magistrados, los miembros del consejo de ancianos y los reyes. Las
decisiones se tomaban por aclamación, y el bando que más fuerte gritaba o
aplaudía ganaba la votación. Un profesor de literatura que tuvimos en BUP nos
contó que en el Parlamento de Perú se había aprobado la propuesta de fundar una
universidad en Piura de forma parecida: los diputados levantaban la tapa del
pupitre que tenían en el escaño y la dejaban caer de forma sonora,
«Ra-ta-ta-plán». Como se ve, un procedimiento muy espartano.Y, me temo,
bastante fácil de manipular.
Dentro de una oligarquía suele haber otra más reducida, el núcleo
interno. Algo así como el comité ejecutivo de los partidos políticos, una de
nuestras oligarquías modernas. En el caso de Esparta, era la llamada Gerousía
-léase «ou» como «u» o consejo de ancianos. Se trataba de una especie de senado
en miniatura, y no utilizo esta palabra a la ligera, ya que «senado» deriva de
la raíz latina sen-, que significa «anciano, mayor», como en «senil» o
«sénior». Lo componían veintiocho miembros, mayores de sesenta años y elegidos
entre las familias más destacadas... lo que siempre acaba significando las más
ricas. La manera de escogerlos también era por aclamación, como cabría esperar.
Este consejo actuaba de forma parecida al de Atenas: en él se
preparaba el orden del día de la asamblea, discutiendo las propuestas cuya
aprobación se sometía luego al griterío de los ciudadanos. Funcionaba además
como tribunal supremo de justicia, y también de censura, pues vigilaba para que
los espartanos no se apartaran de sus rígidas costumbres.
Había dos miembros más en la
Gerousía, lo cual elevaba su número a treinta. ¿Quiénes eran? La particularidad
especial del régimen espartano que anticipé antes: sus dos reyes.
Esparta era original entre las demás ciudades griegas por un par de
razones. En primer lugar, porque mantuvo la antigua realeza, que en otras
polis, como Atenas, tan sólo era un recuerdo de la época micénica.Y en segundo
lugar porque no se trataba de una monarquía, sino de una diarquía. Existían dos
dinastías, los Agíadas y los Euripóntidas, que descendían de dos hermanos
gemelos, Agis y Euriponte. Imaginemos que la guerra de Sucesión española de
principios del XVIII hubiese quedado en empate, y ahora tuviésemos reinando a
la vez a los Austrias y los Borbones (las revistas del corazón se forrarían
sacando fotos de ambas familias reales, y los independentistas no darían abasto
a quemarlas).
Ambas dinastías llevaban su propia sucesión de forma separada.
Cuando moría un Agíada o un Euripóntida, le sustituía en el trono el siguiente
en la línea. Se dice que seguían el curioso procedimiento de la
«porfirogénesis», «nacimiento en la púrpura»: si un rey dejaba dos hijos
varones al morir, se elegía a ser posible el que había nacido cuando ya era
monarca (perdón, diarca). Los testimonios de esta práctica son escasos y,
personalmente, no me convencen.
Los reyes estaban exentos de pasar la educación que debían sufrir
todos los demás.' Su función principal era mandar el ejército. Al principio lo
hacían los dos juntos. Pero en el año 506, cuando Cleómenes y Damarato5
discutieron en plena campaña para acabar con la democracia en Atenas, se
decretó que a partir de entonces sólo uno de los reyes iría a la guerra. En la
batalla, el rey llevaba una guardia personal, formada por 300 hombres a los que
se conocía como hippcís o «caballeros», un título honorífico que no implicaba
combatir como jinete, pues los espartanos nunca lo hacían (es muy probable que
los famosos 300 que acompañaron a Leónidas en las Termópilas fueran su guardia
personal). También disfrutaban de otros honores, como ración doble en los
banquetes comunales. No para que engordaran, sino para que pudieran compartir
su plato con aquellos ciudadanos a los que quisieran honrar.
Se ha discutido mucho el origen de una institución tan extraña como
la diarquía. Lo más verosímil es que provenga de la época en que se creó
Esparta, con la fusión de varias aldeas. Según Cartledge, la casa de los
Agíadas procedería de la aldea de Pitana, donde enterraba a sus muertos, y la
de los Euripóntidas de Limnas (Cartledge, 2003, p. 90). Lo normal sería que
ambas dinastías hubiesen acabado fundiéndose en una, pero no sucedió así. La
tradición romana cuenta algo similar: cuando romanos y sabinos se unieron en un
solo pueblo, sus respectivos reyes, Rómulo y Tito Tacio, gobernaron juntos.
Pero esta supuesta diarquía romana se extinguió con ellos dos.
Nos queda hablar de una
institución muy importante: los éforos. Eran cinco magistrados, elegidos
anualmente del conjunto de ciudadanos que formaban la asamblea (¡nada que ver
con esas extrañas criaturas, entre mutantes y leprosos, que aparecen en 300!).
El mayor de ellos ejercía de epónimo y le daba su nombre al año. Los éforos
tenían muchas competencias. Por ejemplo, convocaban las reuniones de la
asamblea y la presidían.También eran guardianes de las leyes y de las
costumbres, y como tales podían juzgar incluso a los reyes. En realidad, su
función básica parecía ser la de controlar a los diarcas. Simbólicamente, esto
se manifestaba por el hecho de que eran los únicos que no tenían que ponerse en
pie cuando los reyes entraban en un sitio. En la práctica, porque los éforos
podían juzgarlos, como ya he comentado, y de hecho lo hicieron muy a menudo y
con sumo placer. A algunos reyes les impusieron multas, (así le pasó a Agis II
por no acudir al banquete comunal), y a otros llegaron a desposeerlos del cargo
(Damarato) e incluso a ordenar su ejecución (Agis IV). Dos éforos acompañaban
al rey a la guerra, en parte para vigilarlo y en parte porque tenían
competencias sobre política exterior: de hecho, eran ellos y no los reyes
quienes recibían en primer lugar a los embajadores de otras ciudades.
La religión, como siempre en Grecia, se mezclaba con todas las
facetas de la vida espartana. Los reyes, por ejemplo, celebraban los
sacrificios y consultaban a los oráculos en nombre de la ciudad. En cuanto a
los éforos, conservaban una función religiosa muy especial: cada nueve años
contemplaban el firmamento en busca de cometas o estrellas fugaces para decidir
el destino de los reyes (Fornis, 2003, p. 47). Aunque parece que sólo
depusieron a uno, Leónidas II, y ya en el siglo iii, ésta debía de ser una
reliquia de tiempos muy antiguos. Según los autores de El invierno cósmico,
libro que cité al hablar de la catástrofe final de la Edad de Bronce, el
firmamento a finales del segundo milenio y principios del primero era mucho más
espectacular que el que conocieron los griegos de la Época Clásica y que el cielo
que vemos nosotros, pues todavía podían observarse en él los restos del gran
cometa Encke y se producían muchísimas más lluvias de meteoritos. En este
contexto se explicaría el origen de los éforos, cuyo nombre significa
«vigilantes»: no habrían aparecido para ser guardianes de los reyes, sino de
los cielos.
SITUACIÓN DE ESPARTA EN
VÍSPERAS DE LAS GUERRAS MÉDICAS
Desde mediados del siglo vi, Esparta había afianzado su dominio no
sólo en Laconia y Mesenia, sino también en otros lugares del Peloponeso. Su
principal rival por la hegemonía en el sur de Grecia era la orgullosa ciudad de
Argos, cuya historia se remontaba a la época micénica. Argos dominaba la
llanura conocida como Argólide y se jactaba de haber sido la potencia dominante
del Peloponeso durante el siglo vii gracias a su rey Fidón (típica figura
semilegendaria a la que incluso le atribuían haber introducido la moneda en
Grecia, algo imposible en fecha tan temprana).
Desde entonces, ambas ciudades habían luchado en numerosas guerras.
Pero si en los primeros enfrentamientos Argos llevó las de ganar, a partir del
siglo vi no hizo más que encajar derrotas. El principal casus belli entre ambas
ciudades era Cinuria, una llanura costera situada al sur de Argos y al nordeste
de Esparta. Aunque no demasiado extensa, Cinuria era muy fértil y suponía unos
excedentes de cereales más que interesantes para la potencia que consiguiera
dominarla.
Hacia el año 545, Argos y Esparta decidieron dirimir su conflicto en
la llamada «batalla de los campeones». Trescientos guerreros de cada bando se
presentaron en el lugar acordado, un paraje solitario para evitar que
cualquiera de los dos ejércitos enviase refuerzos a los suyos. Allí combatieron
durante todo el día, hasta que sólo quedaron en pie dos hoplitas argivos llamados
Cromio y Alcenor. Al caer la noche, se dirigieron a Argos para anunciar su
victoria. Pero cuando volvieron con el resto del ejército, descubrieron que un
espartano llamado Otríadas, pese a estar malherido, se las había arreglado para
despojar de sus armaduras a varios enemigos y levantar con ellos un trofeo.
Argivos y espartanos empezaron
a discutir de quién era la victoria. Los de Argos alegaban que tenían más
supervivientes, mientras que los de Esparta aducían que Otríadas había quedado
dueño del campo de batalla y erigido un trofeo, lo que según las convenciones
bélicas lo convertía en vencedor. Como no se ponían de acuerdo, llegaron a las
manos y a las armas en una batalla generalizada, y los espartanos aplastaron a
los argivos.
¿Qué hay de cierto en esta historia? Es dificil saberlo. Por
naturaleza, la guerra hoplítica era muy ritual, y no sería extraño que, para
resolver disputas territoriales sin provocar demasiados muertos entre los
ciudadanos, dos polis acordaran librar un combate entre contingentes limitados
e iguales en número.' No obstante, que de los 600 hombres implicados en la
contienda murieran 597 resulta menos verosímil (en el capítulo del arte de la
guerra ya hemos hablado de porcentajes de bajas), y el resto de los detalles
tienen un toque folclórico/legendario que los hace sospechosos.
Fuere como fuere, Esparta amplió su dominio a casi todo el
Peloponeso.Ya antes de la batalla de los campeones había iniciado una guerra
contra Tegea, la principal ciudad de Arcadia. Como hemos visto, le interesaba
mucho controlarla. Esta región atrasada y montañosa, donde se hablaba el
dialecto que menos había evolucionado desde la época micénica, era la entrada
natural al valle del Eurotas. Si los espartanos lograban dominar Arcadia al
norte, rodeados como estaban al este y al oeste por montañas y al sur por el
mar, serían casi invulnerables.
Al final, en lugar de conquistarTegea, los espartanos llegaron con
ella a un pacto que reconocía la supremacía de Esparta.Tegea mantenía su
independencia, pero se comprometía a no ayudar a los mesemos, como al parecer
había hecho en una revuelta anterior, y a ayudar a Esparta en la guerra si ésta
lo solicitaba.
Siguiendo el modelo de Tegea, Esparta firmó alianzas con las
principales ciudades de Arcadia, y después con las de Élide, e incluso con
estados que se hallaban en el límite entre el Peloponeso y la Grecia central,
como Corinto, Mégara o la isla de Egina. Este conjunto de tratados formaban una
especie de red centralizada de autopistas en que todos los caminos llevaban a
Esparta, pero no unían a las demás ciudades entre sí. Es decir, cada uno de los
estados tenía un pacto bilateral sólo con Esparta, no con los demás. Pero si
Esparta les decía «¡a la guerra, muchachos!», acudían todos juntos, lo que
puede dar la idea de que se trataba de una alianza convencional como la OTAN.
De ahí que los historiadores le hayan dado el nombre de «Liga del Peloponeso»,
aunque un autor de la época como Tucídides se refería a esta agrupación como
«los lacedemonios y sus aliados».
Pese a la derrota en la
batalla por Cinuria, Argos seguía oponiéndose a la hegemonía de Esparta. Pero
en el año 494 -la fecha es dudosa-, el rey Cleómenes obtuvo una rotunda
victoria sobre Argos en la batalla de Sepea, un lugar situado en la misma
Argólide. Según Heródoto, perecieron 6.000 argivos, una cifra que habría dejado
a la ciudad prácticamente sin hoplitas. Lo más probable es que Heródoto exagere
los números, como en él es habitual. Aun así, Argos perdió tantos hombres que
cuando los espartanos atacaron sus murallas tuvieron que acudir a defenderlas
sus mujeres; entre ellas, según la tradición, la poetisa argiva Telesila.
Finalmente Cleómenes no consiguió entrar en la ciudad, pero Argos
tuvo que conceder la independencia a las vecinas Micenas y Tirinto, que se
aliaron con Esparta. Hay que añadir que ambas polis eran sólo una sombra del
esplendor que habían conocido en época micénica.
Durante muchos años Argos no levantó cabeza. Aplastado su principal
enemigo, el activo Cleómenes se alió con los atenienses en una campaña contra
Egina, basándose en que esta isla griega había entregado a los persas el agua y
la tierra, señales de sumisión. Pero su colega en el reinado, Damarato, de la
dinastía Euripóntida, se opuso a él. No era la primera vez que Damarato
boicoteaba las actuaciones de Cleómenes, pues ya lo había hecho en 506 en la
fracasada invasión de Atenas. En este caso, la conducta posterior de Damarato
-se convirtió en asesor del Gran Rey- sugiere que tal vez era pro persa, o
simplemente un derrotista que se resignaba a caer tarde o temprano bajo el yugo
del imperio.
Cleómenes no era hombre al que se pudiera contrariar dos veces, y no
destacaba precisamente por sus escrúpulos, así que decidió librarse de su
colega como fuese. La embrollada historia del nacimiento de Damarato le dio la
ocasión.
Tenemos que remontarnos unas décadas, hacia el año 540. Aristón,
anterior rey de los Euripóntidas, se había casado ya dos veces y no conse guía
tener hijos. Un amigo suyo,Ageto, estaba casado con una mujer cuyo nombre calla
Heródoto, pero que era considerada la más bella de la ciudad. (De niña había
sido la más fea, pero gracias a que su nodriza la presentó en el santuario de
Helena, ésta le concedió a la criatura la misma belleza que ella había poseído
en vida y que ocasionó la Guerra de Troya. Un relato al estilo de El patito feo
que no me he resistido a incluir). Aristón, con una treta bastante sucia,
consiguió que su amigo le entregara a la bellísima mujer. Después repudió a la
suya, se casó en terceras nupcias y engendró a Damarato... sólo que el niño
nació sietemesino, y al propio padre se le escapó delante de los éforos «¡no
puede ser mío!», aunque luego se lo pensó mejor y se calló.
Es posible que el rey Aristón
reconociese en su fuero interno que quien no podía engendrar vástagos era él, y
no sus anteriores esposas, y que supiese desde el principio que Damarato era
hijo de su amigo Ageto. Lo que más le importaba a él era dejar un sucesor para
su dinastía, aunque fuese de simiente ajena (ya hemos visto que para esto los
lacedemonios eran muy tolerantes). Tanto deseaban todos los espartanos que
engendrara por fin un hijo que el nombre que se le puso, Damarato, significa
«amado por el pueblo».
Damarato se convirtió en rey en torno al año 515, y el asunto de su
dudoso origen se olvidó o se silenció. Pero cuando se enfrentó por segunda vez
a Cleómenes, éste se dedicó a arrojar dudas sobre el padre de Damarato.
El caso llegó hasta el oráculo de Delfos. La sacerdotisa Perialo,
después de su consabido trance de laurel y vapores proféticos, dijo que,
efectivamente, Damarato no era hijo de Aristón. Como el dictamen de Delfos se
consideraba infalible, los éforos le quitaron el trono a Damarato y se lo
entregaron a su primo Leotíquidas.
Damarato acudió a su propia madre para saber la verdad, pues corría
un rumor todavía peor sobre él: que ni siquiera era hijo del primer esposo de
esta hermosa mujer, sino que ella lo había engendrado acostándose con un
esclavo, el mozo de mulas. «Si has hecho esto», dijo Damarato, «no habrías sido
la única, sino que has imitado a muchas mujeres [se entiende espar (Heródoto 6,
68).Ya hemos hablado de la libertad con que vivían las lacedemonias, y que
otros griegos consideraban más bien libertinaje.
Bajar de estatus siempre es
duro, y más en una sociedad como la griega, donde la consideración que de
alguien tenían los demás lo era todo. Damarato no pudo soportar las
humillaciones a que lo sometían, se fue de Esparta y se refugió en el mismo
lugar donde acababan tantos otros descontentos y resentidos: la corte del Gran
Rey persa.
Cleómenes debió frotarse las manos tras librarse de su enemigo, pero
la alegría no le duró demasiado tiempo. Poco antes o después de la batalla de
Maratón se descubrió el pastel.A la sacerdotisa Perialo la expulsaron de Delfos
por corrupta, y Cleómenes, temiendo que lo juzgaran en Esparta por el mismo
motivo, huyó a Arcadia. Allí empezó a intrigar para organizar una confederación
de las ciudades arcadias, a las que quiso convencer haciendo que juraran por la
Estigia para que se unieran contra Esparta.Temiendo que sus maquinaciones
llegaran a buen puerto, los éforos le prometieron que si regresaba a Esparta le
devolverían el poder.
Cleómenes lo hizo, pero cuando llegó a la ciudad empezó a
comportarse como un demente, y cada vez que se cruzaba con otro espartiata le
arreaba con el bastón en la cara (Hérodoto deja bien claro que pegaba a los
espartiatas: si se hubiese limitado a los ilotas, seguro que nadie habría
reparado en ello). Por fin, los mismos parientes de Cleómenes lo encadenaron a
un cepo y lo dejaron encerrado y vigilado por un ilota que no tenía otra arma
que un puñal. Cleómenes, recurriendo a amenazas que debían poner los pelos de
punta, consiguió que el ilota le entregara el cuchillo, y él mismo se dedicó a
arrancarse tajadas de carne, primero de las pantorrillas, después de los muslos
y por fin del vientre. Obviamente, murió. Heródoto atribuye su locura, en
parte, a que bebía vino puro sin mezclarlo con agua, una costumbre propia de
pueblos bárbaros como tracios y escitas.'
Los historiadores sospechan de este relato. El comportamiento de
Cleómenes no parece imposible en un esquizofrénico, pero la muerte del rey
resultaba muy oportuna para las autoridades espartanas. Dejando aparte que su
temperamento no debía despertar muchas simpatías, Cleómenes estaba empeñado en
embarcar a Esparta en aventuras fuera del Peloponeso. Ciertas pistas, como la
ausencia de los espartanos en Maratón, indican que tal vez en aquel momento la
ciudad volvía a tener problemas con los ilotas de Mesenia (Cartledge, 2003, p.
132). De ser así, Es parta no podría permitirse el lujo de emplear a sus
ciudadanos-guerreros, siempre escasos, lejos de sus fronteras. Era mejor acabar
con la política imperialista de Cleómenes, y para ello nada mejor que
liquidarlo a él directamente.
A Cleómenes le sucedió su
hermanastro, quien además se casó con su hija Gorgo. Sin quererlo, se convirtió
en el más célebre de los reyes espartanos: Leónidas.Volveremos a encontrarlo.
2 La ciudad apenas merecía el nombre de tal,
pues se componía de casas dispersas, no tenía murallas y los edificios públicos
de su ágora no podían competir con los de otras ciudades. Hoy día, el lugar más
pintoresco que se visita en Esparta es la iglesia-fortaleza de Mistra, de época
bizantina, situada en pleno monte Taigeto, al oeste de la ciudad.
s En su obra La sociedad abierta y sus
enemigos, Karl Popper pone a Esparta justamente como ejemplo de sociedad
cerrada, y habla de la fascinación que todos los regímenes totalitarios, como
por ejemplo el nazi, han sentido por esta ciudad. Puedo imaginarme los ojos
como platos que habría puesto Popper si hubiese oído a los espartanos de 300
defender la libertad de pensamiento frente al «oscurantismo». Dicho
textualmente en la película, como si Leónidas y los suyos fueran antecesores de
Galileo o de Newton.
de esto,
alguien podría pensar que la escena de 300 en que se llevan a Leónidas niño a
la agogé es un error, pero no: Leónidas no estaba destinado a ser rey, y llegó
al trono de rebote. El error, eso sí, está en el actor escogido. Aunque Gerard
Butler tiene una presencia imponente, es demasiado joven: Leónidas rondaba los
sesenta años cuando combatió en las Termópilas.
'También aparece en los textos como Demarato,
pero la forma espartana del nombre tenía una alfa larga en lugar de una eta.
6 De nuevo encontramos un paralelo en Roma, con
el duelo entre los tres hermanos Horacios, romanos, y los tres Curiacios, de la
ciudad de Alba.
vino
griego debía de ser tan espeso que se mezclaba con agua no sólo para rebajar su
contenido en alcohol y suavizar su sabor, sino en cierto modo para
«reconstituirlo».
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