Batalla de Platea 479 a.C.
viernes, 12 de enero de 2018
José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Platea 479 a.C.
La batalla de las Termópilas estaba llamada a
convertirse en el episodio nacional por excelencia de la polis lacedemonia.
Todo un canto al sacrificio en pos de la gloria de Esparta. Sin embargo, los
espartanos tuvieron la oportunidad de tomarse cumplida venganza de aquella
derrota tan pronto como al año siguiente, cuando comandando una nueva
expedición, esta vez sí de los ejércitos griegos al completo, derrotaron a los
persas en la batalla de Platea, lo que obligó a éstos a abandonar
definitivamente la difícil empresa de invadirlos.
Antecedentes
Como relatamos en el capítulo anterior Jerjes, a
la cabeza del imperio persa, trató de pasar de Asia a Europa con la intención
de destruir Atenas e invadir toda Grecia, en lo que hoy se conoce como la
Segunda Guerra Médica. Sus planes, sin embargo, fueron contestados por Esparta,
que a la cabeza de un pequeño contingente de soldados griegos y al frente del
cual estaba el rey espartano Leónidas, logró cerrar el paso a las tropas
invasoras en el estrecho desfiladero de las Termópilas. Allí consiguió que
acometida tras acometida, los soldados de Jerjes no hicieran más que
estrellarse continuamente contra las bien parapetadas tropas aliadas que nunca
perdieron la formación. Solo la traición de un pastor lugareño que reveló a
Jerjes la existencia de un sendero a través del cual caer sobre la espalda de
los griegos, logró que los aguerridos soldados espartanos fueran vencidos y
muertos y su resistencia eliminada de un plumazo. A pesar de ello, las tropas
persas no pudieron completar dicha victoria y, a pesar de llegar hasta Atenas e
incendiarla, tuvieron que retirarse finalmente cuando el ateniense Temístocles
desbarató su flota en las angostas aguas de la isla de Salamina. El desesperado
rey Jerjes optó por regresar a Asia pero dejó al mando de sus tropas al general
Mardonio. Le instó a que, de una vez por todas, aplastara a esos incómodos
griegos que ya se estaban rebelando como uno de los enemigos más correosos que
había tenido hasta ahora. Por así decirlo, la victoria en Salamina constituyó
un pequeño balón de oxígeno para los aliados griegos que, a pesar de su notable
actuación, comenzaban a sentir los efectos del cansancio y el desgaste propios
de la lucha contra un gran imperio.
Pausanias, nuevo comandante de Esparta y de los griegos
Cuando el rey Leónidas murió en las Termópilas lo
hizo dejando descendencia, un hijo de nombre Plistarco, que a la sazón aún era
un niño cuando falleció su padre. Su minoría de edad, obligó a buscar un
regente que ocupara el trono de la casa Agíada durante cierto tiempo. Tal cargo
recayó en el sobrino de Leónidas e hijo de Cleombroto, Pausanias. El contexto
político en el que Pausanias tuvo que dirigir los designios de los espartanos
no pudo ser más complejo. El Gran Rey se había retirado a Asia pero había
dejado parte de su ejército al mando de Mardonio en Grecia que se dedicaba a
asolar y asediar parte del país en connivencia con los tesalios, llegando
incluso a capturar Atenas por segunda vez. Por otro lado, los espartanos habían
perdido a su rey en las Termópilas y su sucesor era apenas un niño y, por si
fuera poco, los atenienses, desplazados a la isla de Salamina durante la
segunda ocupación persa de Atenas, amenazaban con negociar una rendición si el
resto de griegos, incluidos los espartanos, no salían a combatir una vez más a
los persas. Al fin y al cabo, buena parte de los griegos se había parapetado
tras el istmo de Corinto en el Peloponeso, una gran defensa natural que sin
embargo, dejaba totalmente desamparada a Atenas, situada en el lado más
expuesto de Grecia. Durante este improvisado exilio, los atenienses acordaron
enviar embajadas a Esparta solicitando su ayuda para combatir a los persas. Sin
embargo, por aquel tiempo los espartanos estaban en plenas celebraciones de sus
fiestas Jacintias y su fervor religioso era tal, que no dudaron en dilatar su
respuesta todo lo que consideraron necesario. Esa tardanza causó la irritación
de los atenienses que llegaron a barajar la idea de pasarse al persa y
solucionar todo por la vía rápida. Sin embargo no fue necesario. Un tal Quileo,
que según Heródoto era un tegeata, hizo comprender a los espartanos que ni una
ni cincuenta murallas en el istmo de Corinto, lograrían detener al persa una
vez que éste acabara con los atenienses. Si esa dilación se debía a la poca
importancia que los espartanos estaban dando a la ocupación del Ática, sin duda
era un error que debían subsanar. La explicación de la incipiente catástrofe
debió de lograr el efecto deseado en los éforos espartanos que, tan pronto como
pudieron, despacharon un contingente de 5.000 hombres al mando de Pausanias a
fin de socorrer a los atenienses.
La batalla
No se puede afirmar que la batalla de Platea se
redujera al mismo momento de confrontación con las tropas enemigas sino que su
comienzo habría que situarlo más bien días antes, cuando los movimientos y la
salida del numeroso ejército de Pausanias de la península del Peloponeso,
fueron detectadas por los argivos. Con el recuerdo todavía fresco en su mente
de la afrenta cometida por Cleómenes contra su pueblo, los argivos enviaron a
Mardonio a un emisario que le comunicó la salida de un contingente de miles de
espartanos hacia su posición, todo con la sana intención de que tal tropa no lo
cogiera desprevenido.
Valiéndose de tal información, el persa Mardonio
creyó más conveniente retirarse del Ática y buscar un lugar más seguro en
alguna otra parte donde plantar cara al enemigo. Evidentemente buscó un terreno
que le fuera propicio a su ejército, habiendo aprendido de los errores de las
Termópilas y Salamina, donde la estrechez de aquellos lugares, anuló de manera
fulminante la ventaja numérica con la que partían los persas. En esta ocasión
buscó un lugar en el que poder desplegar toda la fuerza de su caballería y para
ello, necesitaba que éste estuviera libre de terrenos accidentados y abruptos.
Así, la llanura tebana se convirtió en la mejor opción. Por un lado, Tebas era
ciudad amiga y, por otro, gozaba de una gran llanura sobre la que su caballería
podría desarrollar sus tácticas sin ningún tipo de corsé. Quizá por desconfiado
o por un exceso de celo, Mardonio se dedicó a construir empalizadas que
facilitaran la defensa del terreno sobre el que se asentaba su ejército.
Comenzando en Eritras, la longitud de tales obras les llevó hasta cubrir la
zona próxima a Platea, muy cerca del río Asopo.
Mientras Mardonio se prevenía de esta manera,
Pausanias fue avanzando por el Peloponeso con sus primeras tropas, acampó en el
istmo de Corinto y ya en Eleusina formó un contingente de aproximadamente
40.000 hombres (que Heródoto elevó hasta 110.000) una vez que se les unieron
los atenienses. Cuando el grueso de las tropas griegas estuvo formado,
Pausanias decidió avanzar hasta el corazón de Beocia, ya en la Grecia
continental y plantar frente al enemigo su campamento, en las mismas raíces de
los montes de Citerón.
A sabiendas de que Mardonio había plantado en
aquella llanura a su ejército a fin de poder desplegar sin obstáculos toda la
fuerza de su caballería, Pausanias no cayó en la trampa y optó por no descender
a la misma, ignorando las burlas e insultos que le proferían los caballeros
persas, al frente de los cuales se hallaba el afamado jinete Macisio a lomos de
su caballo Niseo. A pesar de la salvaguarda que suponía el no descender a la
llanura, una porción de las filas griegas, concretamente la que correspondía a
los megareos, estaba sufriendo como ninguna otra las acometidas de la
caballería persa que se atrevía a llegar hasta los pies de los enemigos. Cuando
sintieron que sus fuerzas comenzaban a flaquear, los megareos decidieron enviar
un emisario a Pausanias a fin de que otra guarnición de refresco los
sustituyera. Un nutrido y resuelto grupo de 300 atenienses al mando de
Olimpodoro asumió dicha misión.
Estos atenienses, bien atentos al combate, no
dejaron pasar la magnífica ocasión que se abrió ante ellos cuando, el
adelantado caballo del comandante persa Macisio fue herido y al ponerse sobre
sus dos patas, arrojó al ilustre jinete al suelo. Una turba de atenienses se
abalanzó sobre el cuerpo todavía con vida de aquel persa que ahora hacía
repetidos intentos por evitar que los atenienses lo ensartaran. Resistiendo más
de lo aceptable, los frustrados atacantes se percataron de la malla de oro que
portaba oculta bajo la túnica que cubría su cuerpo y lo protegía de las
punzadas enemigas. Entonces uno de ellos atravesó con su espada el ojo de
Macisio y le arrebató la vida al instante, terminando así con su enconada
resistencia. El resto de la caballería persa que, en un principio no se percató
de la pérdida de su general, decidió embestir al unísono cuando las noticias
sobre su malogrado comandante se extendieron entre la tropa como la pólvora.
Los atenienses, sintiéndose abrumadoramente inferiores al ver como toda la
caballería persa se venía contra ellos, pidieron socorro al resto del ejército
que a las órdenes de Pausanias y a toda prisa, acudió en su ayuda. Tras una
disputada contienda alrededor del cadáver de Macisio, los persas consideraron
más prudente retornar a su campamento al no tener ya a nadie que los mandara.
Las consecuencias de esta primera refriega no se
hicieron esperar y si mientras en el bando persa, tanto la noticia de la muerte
de Macisio como la de la retirada general de la caballería cayeron como jarro
de agua fría, el bando griego se sumergió en una espiral de optimismo que a
punto estuvo de costarle caro. Con renovado espíritu guerrero, las tropas de
Pausanias se resolvieron a bajar ahora sí a la llanura de Platea. Parece que el
mejor suministro de agua que allí podían conseguir también constituyó una razón
de peso para tal desplazamiento. Como señala Heródoto, las tropas aliadas
fueron reuniéndose en torno a la fuente Gargafia tomando nuevas posiciones.
Pausanias y el resto de los lacedemonios entregó
el mando de una de las alas a los atenienses (para disgusto de los tegeatas que
se creían merecedores de tal distinción); en el ala derecha se situaron los
10.000 lacedemonios, 5000 espartanos asistidos por 35.000 hilotas; a su lado,
los de Tegea con un regimiento de 1500 hoplitas; les seguían en posición la
brigada de los corintios en número de 5000 junto a 300 potideatas; justo
después, 600 arcadios, 300 sicionios, 800 epidaurios y 1000 trecenios; a su
lado, 200 lepreatas, 400 micenos y tirintios, 1000 filasios, 600 de Eretria y
500 ampraciotas. Además de estos, cerraban las filas 800 leucadios y
anactorios, 500 de Egina, 3000 megarenses y 600 plateos. El ala izquierda que
como dijimos, estaba comandada por los atenienses constituía una fuerza de 8000
hombres a cuya cabeza se colocó a Aristides. Como dijimos, debemos ser
prudentes en estas cifras, ya que según los modernos historiadores las tropas
griegas no superarían los 40.000 efectivos.
Al enterarse Mardonio de la bajada de las tropas
de Pausanias, resolvió ir acercándose al Asopo e ir disponiendo a sus tropas en
relación a la colocación de la formación griega. A saber, apostó a sus mejores
hombres frente al ala derecha de los griegos, ocupada por los espartanos.
Puesto que sus persas los rebasaban en número, Mardonio pudo permitirse formar
unas filas más profundas y un frente más extenso que rebasaría al lacedemonio y
llegaría hasta el de los de Tegea. Contra el ala izquierda griega ocupada por
los atenienses, el general persa eligió a los macedones y a los tesalios.
Así es como quedaron enfrentados los
contendientes. Muy poco les separaba ya de una batalla que se presumía crucial
para el devenir de griegos y persas; una batalla que pondría fin a unas
hostilidades que duraban ya 20 años y que aún no se habían resuelto de una
forma satisfactoria. Atrás quedaban capítulos legendarios como la victoria en
Maratón o el glorioso sacrificio de las Termópilas. En aquel día en Platea
ahora eran los espartanos los encargados de finiquitar de una vez por todas,
los conflictos con el imperio persa y Pausanias sería el único responsable. En
su mano estaba la victoria que mantendría la libertad de los griegos y el deseo
de revancha de los 300 caídos de Leónidas. Una derrota en aquella llanura
podría significar el fin; el fin de una etapa de libertad, de autonomía, de
independencia y el comienzo de una nueva era de vasallaje, de sumisión y de
esclavitud.
Antes de trabar combate, los espartanos llamaron
a Tisameno, el adivino espartano de adopción para que cumpliera con los
sacrificios oportunos. En sus augurios, reveló a los espartanos lo apropiado de
resistir la embestida persa. Según Heródoto, las víctimas sacrificadas fueron
de buen agüero para los griegos en lo que a mantener la formación se refiere,
mas no debían en ningún caso cruzar el Asopo para atacar los primeros, ya que
las señales se antojaban perniciosas para ellos en ese caso. Aunque no exento
de cierta literatura propagandística, Heródoto relata que algo parecido ocurrió
a los persas con sus sacrificios, en los que se les alentaba a mantener la posición
y no embestir los primeros. Así las cosas, ambos ejércitos permanecieron varios
días los unos frente a los otros.
El hecho de que no trabaran combate no significa
que ambos bandos dejaran de vigilarse mutuamente. De hecho, Timogénides, un
tebano de nacimiento, advirtió a Mardonio de los importantes bagajes de
suministro que llegaban a los griegos procedentes del Citerón y lo interesante
que resultaría interceptarlos. Convencido Mardonio de que aquella fórmula podía
flaquear al enemigo, dio permiso al tebano para que a la retaguardia de los
griegos se dirigiera con intención de cortar su ruta de suministros. En una
zona conocida como Cabos de la Encina, relata Heródoto que la caravana de
griegos que venía cargada de trigo para el ejército procedente del Peloponeso,
fue interceptada y sus conductores pasados a cuchillo por la caballería persa.
Sobra decir que todo el cargamento fue hurtado por ellos y trasladado a su
campamento como botín.
A pesar de este hecho aislado, los diez días
siguientes transcurrieron sin conflicto alguno. Los dos ejércitos, frente a
frente, no dejaban de observarse pero sin dar ninguno de ellos el primer paso.
Aunque los persas habían adelantado algo sus posiciones hasta las orillas del
Asopo a fin de atraer al enemigo, su treta no funciono y los griegos no solo
mantuvieron sus posiciones sino que además, engrosaron sus filas con muchos más
griegos que en esos días fueron llegando a Platea y uniéndose a la causa. Era
evidente que tantos días de inacción para unos hombres acostumbrados a la
guerra, podían acabar con la paciencia de los respectivos comandantes en
cualquier momento. La vista del continuo goteo de griegos uniéndose a las filas
de Pausanias más la irritante desazón por no poder atacar y concluir de manera
inmediata tan exasperante situación, agotó por fin la paciencia de Mardonio que
decidió pasar a la acción. A pesar de lo que los augurios le habían adivinado y
de que uno de sus lugartenientes, Artabazo, le aconsejara mover toda la tropa
hasta las murallas de Tebas y allí ir comprando con oro y plata a otros pueblos
griegos para que abandonaran la causa de Pausanias, el general persa decidió
acabar con aquel interrogante por la vía de la espada. Aunque muchos otros
persas eran más del parecer de Artabazo, la obstinación de Mardonio infundía el
suficiente temor en los hombres como para llevarle la contraria. Así es como el
parecer de éste ganó la disputada votación que tuvo lugar entre el alto mando
persa. Tras conocerse los resultados, Mardonio ordenó prepararlo todo para
atacar al amanecer del día siguiente.
Aunque la confianza que mostraba Mardonio parecía
inquebrantable, Heródoto relata que existía en él una cierta preocupación por
la existencia de un supuesto oráculo que vaticinaba la ruina de los persas a propósito
de este ataque. Como aquel augurio se refería al saqueo de Delfos como
condición sine qua non para la derrota persa, Mardonio se prometió no acercarse
al templo de Delfos en ningún caso, en la ingenua creencia de que así sortearía
los designios divinos.
Mientras estas preocupaciones distraían la mente
del general persa, Alejandro, hijo del difunto rey de los macedonios, Amintas
I, que ahora luchaba en el bando persa, decidió coger su caballo y correr hacia
los puestos avanzados de las tropas de Pausanias. Probablemente con
sentimientos encontrados, su origen griego le empujó a advertir a sus
compatriotas de las intenciones que Mardonio albergaba de atacar al alba y con
ello invitarles a que se pusieran en guardia. En el transcurso del chivatazo,
también les advirtió de la escasez de víveres que los persas venían padeciendo
y los invitó a mantener la posición sin avanzar, ya que el asedio persa no
podría durar demasiados días. A cambio, exigió únicamente que si los griegos
resultaban vencedores merced a esta revelación, le procuraran a él y a su reino
la independencia y la ayuda en caso de represalias persas. Una vez que dijo
esto, Alejandro regresó al campo persa.
Pausanias, que a la sazón se mantenía en el ala
derecha con sus espartanos, recibió la visita de los centinelas atenienses que
habían sido regalados con la anunciación de Alejandro. Cuando éstos revelaron
al regente lacedemonio las intenciones de Mardonio, se decidió revisar la
estrategia. Según Heródoto, Pausanias entendió que la maestría con que los
atenienses habían combatido años antes al persa en Maratón, serviría de más
ayuda ahora si los apostaba a ellos en el ala derecha de su formación
enfrentándolos directamente y de nuevo con los persas. Por su parte, ya que los
espartanos se habían enfrentado en más ocasiones con beocios y tésalos,
pasarían a ocupar el ala izquierda y de esta manera cada nación se enfrentaría
a rivales a los que ya conocía bien. Parece que el plan fue del agrado de los
atenienses, que tuvieron a bien volver a enfrentarse a los persas. De mutuo
acuerdo y antes de que despuntara el alba, ambas guarniciones, ateniense y
lacedemonia, intercambiaron sus posiciones, pasando los espartanos al ala
izquierda y los atenienses a la derecha. Sin embargo, los beocios, que se
hallaban vigilando los movimientos de sus hermanos griegos, dieron la voz de
alarma a Mardonio que, como respuesta, trasplantó a su vez sus unidades para
que volvieran a quedar enfrentadas a los griegos como al comienzo. Advirtiendo
Pausanias que su estrategia había sido descubierta, volvió a ordenar que sus
espartanos ocuparan de nuevo el ala derecha, algo que Mardonio también hizo.
Dolido por la actitud aparentemente huidiza de
los espartanos, Mardonio les envía un heraldo con un mensaje inequívocamente
provocador y desafiante. Vociferado a los cuatro vientos por el mensajero, se
critica la actitud de los espartanos por ser exactamente lo contrario de lo que
se predica como flor y nata del ejército griego. Se les critica el hecho de que
cedan el puesto de honor del combate a los atenienses y ellos acudan a luchar
contra los siervos de los persas. Decepcionados dicen sentirse por tal actitud
cobarde, cuando ellos mismos piensan que, igualmente los lacedemonios arden en
deseos de iniciar el combate contra ellos y les desafían a entablar un duelo a
muerte con ellos exclusivamente, dejando a un lado al resto de tropas griegas y
persas.
Lejos de turbarse o amilanarse, Pausanias ordena
no contestar a las provocaciones del heraldo. Ante la falta de respuesta, al
enviado persa no le queda otra opción que regresar a su campamento e
informar a Mardonio. Con el silencio por respuesta, el general persa
decide atacar y lanza a su caballería contra los griegos.
Aunque las primeras flechas comienzan a turbarlos,
la finalidad de la caballería era bien distinta de la que se puede imaginar.
Movidos hacia la fuente Gargafia que surtía de agua a todo el ejército griego,
los persas se dedican a enturbiar sus manantiales y cegar sus raudales, de modo
que los griegos quedaran privados de tan elemental suministro. Podría pensarse
que las aguas próximas del río Asopo se convertirían en la alternativa natural,
sin embargo, la caballería persa con sus dardos, mantenía alejados a los
griegos de tal posibilidad. De esta manera, solo la fuente podía proveerles del
agua que tanto necesitaban. Así la situación se volvió angustiosa. Mardonio
había atacado la principal fuente de suministros de los griegos con el fin de
empujarlos a salir y luchar. Había sido una estrategia inteligente, ya que
cargar contra ellos directamente, le habría supuesto al persa una derrota casi
inminente. De esta manera, ahora serían los griegos los que se sentirían
apresurados a combatir.
No cabe la menor duda de que la situación se
volvió extremadamente delicada. Sin agua y sin trigo del Peloponeso por estar
la ruta de suministros bloqueada por los persas, Pausanias junto a los demás
jefes griegos, resolvió marchar a una isla del Asopo muy cercana a la ciudad de
Platea. Era la única posibilidad de salir adelante ya que allí podrían
encontrar agua en abundancia como alternativa a la fuente Gargafia y además
alejarse de la caballería persa que constantemente los hostigaba con sus
flechas. Sin embargo el repliegue se hizo de manera desordenada y peligrosa
merced a la obstinación y conflicto que un tal Amonfareto, hijo de Poliades,
mantuvo con Pausanias. Su tozudez a la retirada hizo que en lugar de asistir a
un repliegue seguro y coordinado de las tropas griegas, los persas se frotaran
las manos al ver como sus enemigos avanzaban poco menos que en desbandada sin
protección alguna. La magnitud de la disputa interna fue tal, que el mismo
Pausanias pidió a los atenienses que lo siguieran y que actuaran unidos a los
lacedemonios. En principio Amonfareto pensó que Pausanias no se atrevería a
dejarle a él y a sus hombres colgados en aquel lugar. Sin embargo, cuando vio a
los espartanos marchar, la sombra de la duda comenzó a planear sobre él y de
manera ordenada fue pidiendo a los suyos que les siguieran. El gesto de
Pausanias podría interpretarse como una “amable” reprimenda ya que, según
informa Heródoto, el regente espartano ralentizó su marcha e incluso hizo un
alto con sus tropas a solo 10 estadios a fin de socorrer a Amonfareto si éste y
sus hombres se veían hostigados por los persas. Sin embargo, aquello era un
campo de batalla y cualquier desorden podía ser aprovechado por el enemigo para
sacar ventaja. Así fue como los persas, al ver que las líneas griegas no
mantenían la uniformidad, volvieron a lanzar la caballería sobre ellos a fin de
seguir hostigándolos con sus dardos. Heródoto nos dice que el acoso al que
fueron sometidas las tropas de Pausanias fue tal que finalmente se vio obligado
a solicitar la ayuda de los atenienses. A pesar de que éstos marcharon con
decisión y premura a socorrerlos, los griegos que se habían vendido al partido
del persa, los interceptaron y evitaron que pudieran prestar a los espartanos
el auxilio requerido.
Parecía que todo se volvía en su contra; por un
lado, los caprichos de Amonfareto habían provocado que los lacedemonios se
distanciaran de los atenienses al ralentizar su marcha; por otro lado, los
atenienses no podían alcanzar a ofrecerles su ayuda a pesar de sus buenas
intenciones y ellos, junto a los tegeatas ahora se veían así mismos atrapados
en un callejón sin salida en el que lo único que llovía del cielo eran dardos
de los arcos persas. Poco a poco se fueron produciendo las primeras bajas y la
resistencia se hacía cada vez más inútil. Había llegado el momento de lanzarse
o morir.
Llegado un momento concreto, fueron los tegeatas
los que decidieron embestir a los persas. Por su parte, y viendo ya los buenos
augurios que las víctimas ofrecían a los espartanos, Pausanias también decide
pasar al ataque y lanzar a su infantería contra unos persas que los reciben con
sus ballestas en el suelo dispuestos a pelear hasta el último resuello. Cuando
los espartanos logran romper esa primera barrera de defensa de los persas, se
traba uno de los combates más encarnizados de la historia muy cerca del templo
de Ceres. Tanto es así, que Heródoto afirma que en la lucha se llegó a utilizar
el arma corta y el choque de escudos, lo que da buena idea de la pasión y
gallardía con la que los hombres establecieron la lucha en aquella jornada. En
semejante combate, los más experimentados lacedemonios superaron a sus rivales
persas sin dificultad ya que éstos no solo iban peor armados, sino que además
adolecían de la pericia propia del combate cuerpo a cuerpo. Así no es de
extrañar que uno a uno los persas fueran cayendo a los pies de los espartanos
atravesados por sus picas y espadas. Y de entre ellos, el mismo Mardonio fue de
los primeros en caer a manos de un tal Amniesto, lo que provocó que muchos de
los hombres que tan ardorosamente habían combatido junto a él, comenzaran a
echar el pie atrás y a ceder el campo a los espartanos que poco a poco veían
cómo iban ganando la plaza a los persas.
No fue mucho tiempo el que transcurrió desde que
Mardonio pereció hasta que los espartanos completaron su victoria. Por fin los
espartanos consiguieron expulsar de allí a los persas y obtener así la venganza
jurada por la muerte de Leónidas.
Consecuencias
La consecuencia más importante que se puede
extraer de aquella jornada de Platea es, sin duda, la expulsión definitiva de
los persas de toda Grecia. La victoria de los espartanos fue tan rotunda que,
incluso los hombres de Artabazo que habían permanecido al margen del combate,
huyeron a toda velocidad al Helesponto a fin de regresar a Asia antes de que
los lacedemonios hicieran con ellos una auténtica carnicería. E hicieron bien,
puesto que los persas que creyeron quedar a salvo refugiándose en uno de los
fuertes de madera que habían construído subiendo a sus torres y almenas, fueron
testigos de cómo los espartanos los siguieron hasta allí con intención de
masacrarlos. Sin embargo, la falta de experiencia de los lacedemonios asediando
sitios y tomando plazas, les hizo llevar peor parte en este sentido. Hicieron
falta para completar tal empeño los más experimentados atenienses que pronto
lograron tomar por asedio dicho fuerte. Una vez abierta la brecha de aquel
lugar, el resto de pueblos griegos que tan ofendidos se sentían con el persa,
tomaron al asalto todo cuanto se encontraron en aquel fuerte convirtiéndolo en
su botín, sin olvidar masacrar a tantos persas como allí se refugiaban.
Heródoto dice que solo 3000 permanecieron con vida.
De aquella gloriosa jornada, Heródoto dejó
testimonio de los que, en su opinión, fueron los hombres más destacados en el
combate. De entre los lacedemonios sabemos de Aristodemo, aquel que en su día
recibió vergüenza pública en Esparta por haber vuelto con vida de las
Termópilas. Para él, la batalla de Platea supuso su redención y la
reconciliación con su pueblo. Tras él, Posidonio, Filoción y Amonfareto. No es
menos cierto que entre los nombrados surge una agria disputa a decir porque
Heródoto consideró a Aristodemo como un temerario indisciplinado que finalmente
halló la muerte a causa de sus acciones casi suicidas. Para él, Posidonio tuvo
mayor talla, por comportarse como un disciplinado y valiente soldado que
siempre mantuvo la posición y demostró arrojo cuando fue necesario. En
cualquier caso, todos, menos Aristodemo, fueron honrados por el estado espartano
en público festejo.
Como dijimos, la más importante consecuencia que
para los griegos tuvo la victoria de Platea, fue sin duda su liberación. Las
Guerras Médicas habían tocado a su fin y con ellas un sentimiento de unidad
entre los griegos como pueblo único comenzó a surgir. Fuertes vínculos como la
lengua, la cultura y la sangre, sirvieron para que muchos de ellos quisieran
ver una dimensión más elevada de sí mismos y por encima de las aisladas
ciudades-estado. Sin embargo, sus tradicionales rivalidades, nunca permitieron
que esta idea supranacional se viera plasmada en instituciones superiores que
la representaran. Muy al contrario, con el discurrir del recién estrenado siglo
V, Grecia será testigo del agravamiento de estos conflictos intestinos que
cristalizarán en la polarización de unas y otras ciudades en torno a Esparta y
Atenas, que capitanearán dos alianzas enfrentadas, sumiendo a los griegos en
una terrible guerra civil que copará el último cuarto del siglo V.
Si bien para Grecia las consecuencias de esta
batalla no suponen más que la sustitución de un conflicto foráneo por uno
interino, para Esparta los años inmediatos suponen su consagración como
potencia militar preminente dentro de la hélade. Pausanias, como regente de
Esparta, seguirá liderando esa alianza griega constituida al efecto y tratando
de expandir la fama de Esparta por los rincones más alejados. Sin embargo, las
acusaciones que se cernieron sobre él por parte de los demás griegos a
propósito de su manera despótica de ejercer el mando, pronto le obligarían a
rendir cuentas en Esparta de sus acciones exteriores. A pesar de la toma de
Bizancio, su actitud amable con el persa también le hizo granjearse las
acusaciones de medismo que terminaron por costarle el cargo. De nuevo en Esparta,
fue acusado de promover una revuelta de los hilotas y condenado, por lo que
huyó a refugiarse al templo de Atenea Calcieco. Allí los espartiatas tapiaron
el templo por los cuatro costados para evitar su huida, lo dejaron desfallecer
de inanición y cuando estaba a punto de morir, lo sacaron para evitar cometer
sacrilegio y lo dejaron que expirara. Su muerte no supuso, sin embargo un
acercamiento con los atenienses. Poco a poco la relación de Esparta y Atenas
fue enfriándose hasta el punto de que éstos decidieron separarse y promover una
alianza propia liderada por ellos y conocida como Liga de Delos junto a otras
ciudades griegas menores. Esparta quedó fuera y su resentimiento y recelo del
progresivo enriquecimiento y poderío del imperio ateniense no hizo sino
enquistar aún más su relación cuyo punto crítico se alcanzó en 456 a.C. en la
batalla de Tanagra.
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