lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:14 Cementerio latino

Al final también Evaristo Breccia, tras tomar nota de los resultados de sus excavaciones, tuvo que rendirse. No había nada en la zona de la mezquita de Nabi Daniel, ni a nivel de los subterráneos ni en los al­rededores, ni tampoco en Kom el Dick que pudiera re­ferirse a la ciudad ptolemaica y, por consiguiente, el ca­pítulo para él estaba cerrado. Es posible que también en aquella zona, a diferentes niveles, se hubieran podido encontrar vestigios del asentamiento helenístico, pero las dificultades de una empresa semejante habrían sido insuperables. Lo cual no supuso que se archivara el caso Nabi Daniel - Kom el Dick; es más, las investigaciones de diferente carácter y de diferente grado de prepara­ción prosiguieron igualmente. También la prensa del sector, como Arqueología Viva,1 siguió avalando la ubi­cación de la tumba de Alejandro en la mezquita de Nabi Daniel. Por otra parte, para quien trabajaba en el campamento había llegado el momento de mirar a otra parte, hacia el este, hacia el cruce entre la vía Canópica, o Ll, y la principal transversal, la Rl, en el área que se extendía al pie del promontorio de Lochias que hu­biera tenido que contener el mnema, la instalación fu­neraria con la tumba de Alejandro y la de los primeros Ptolomeos. Fue el sucesor de Breccia en la dirección del Museo Greco-romano, el arqueólogo Achule Adriani, el que se movió en esta dirección y formuló una hipótesis que rompía decididamente con el pasado.
            En el cementerio latino de Alejandría (fig. 15), en la zona sudeste de la península del Lochias, se habían sa­cado a la luz, ya a principios del siglo pasado, los restos de un edificio monumental de extraordinaria calidad y aspecto imponente que posteriormente fueron olvida­dos por largo tiempo. Evaristo Breccia los había regis­trado y sobre todo había descrito, pero lamentable­mente no los había fotografiado ni había hecho un dibujo de ellos, así como de otros elementos que aho­ra ya no existen: un recinto muy vasto, de tipo trape­zoidal constituido por un muro de bloques de caliza, «de varios metros de alto y de ancho»,2 la misma cali­za, se supone, que formaba la superficie de apoyo del monumento mismo. Además, faltan los que él definió como «los restos de un naos» (es decir, ¿de un templete votivo?) y del arquitrabe de una puerta que debía de ser la norte, de la que ahora no queda ya nada.
            Dónde han ido a parar estos materiales nadie lo sabe, pero la cosa despierta no pocos interrogantes visto que no es fácil demoler y luego transportar estructuras tan grandes y pesadas sin que quede rastro de ellas. Lo único cierto es que su pérdida es inestimable con miras a la formulación de una hipótesis quizá definitiva sobre la tumba de Alejandro. Breccia, aunque la cosa parece muy extraña, no había tenido nunca ni tiempo ni po­sibilidad, absorbido como estaba por una gran cantidad de otros compromisos tanto administrativos como cien­tíficos, de ocuparse de ello. En cambio, Achule Adriani se aplicó ya en los primeros años de su cargo a restau­rarlos y posteriormente a estudiarlos. Se trataba de cua­tro bloques monolíticos gigantescos de alabastro de un peso de varias toneladas que, una vez reensamblados, constituyeron una estructura coherente y muy impo­nente (figs. 16, 17, 18, 19, 20, 21).
            Básicamente los bloques formaban un vano con una entrada con puerta en el lado sur y totalmente abierto hacia el norte (debido a la desaparición del se­gundo arquitrabe). No cabe ninguna duda respecto al hecho de que guardaban coherencia entre sí, porque el bloque que formaba con él el techo estaba encajado en la parte interior con la parte superior del marco de la puerta que continuaba en el bloque vertical inferior en las dos jambas de la abertura. La parte superior del marco de tipo dórico estaba marcada por un listel en ligero realce. En el interior, los bloques estaban cuida­dosamente pulimentados revelando maravillosas venas y dibujos de manchas de vivos colores, desde el color marfil hasta el ocre y el rojizo, que hoy se pueden ver muy bien humedeciendo la superficie con un poco de agua y que en la Antigüedad debían de ser destacadas mediante un bruñido con cera. El exterior de los blo­ques era en cambio totalmente tosco, en el sentido de que no estaba ni mínimamente desbastado y presenta­ba una superficie casi natural con visibles abultamientos creados por la lenta filtración de las aguas y un co­lor gris claro. Los restos habían sido encontrados a escasa distancia de la necrópolis de Shatby en el lado oriental de la ciudad, en un lugar que debía de encon­trarse antiguamente dentro de la zona de los palacios reales y de sus inmediaciones, y con toda probabilidad debía de haber formado parte de una tumba. Por los testimonios recogidos, Adriani, como ya hemos dicho, se dio cuenta de que algunas partes del monumento habían sido destinadas a otros usos o reutilizaciones no mejor especificadas. La misma suerte que le había toca­do, según la descripción que dejó de él Breccia,3 al «pe­ríbolo» trapezoidal. Y es curioso hacer notar aquí que Breccia utilizaba, quizá inconscientemente, el mismo término de Estrabón que definía el recinto sagrado de la tumba de Alejandro.
            Una vez que Adriani hubo terminado la restaura­ción en 1936, resultó una cámara rectangular a la que le faltaba la pared norte y con una puerta de paso en la pared sur que había sido también de alabastro con goz­nes y marcos de bronce. Esta puerta daba casi con toda seguridad a otro ambiente que Adriani supone era la cámara funeraria propiamente dicha. Quedan en el sue­lo de caliza las sedes de los pernos como prueba de ello. Breccia intuyó enseguida que se encontraba ante un monumento funerario y pensó en el Nemeseion que César mandó construir durante su turbulenta esta­día alejandrina para enterrar en él la cabeza de Pompeyo, al que Ptolomeo XIV había hecho matar a traición y decapitar. De hecho, observa Adriani,4 no existía nin­gún apoyo consistente para tal hipótesis, a no ser una vaga coincidencia topográfica con la zona en la que se identificaba en aquel tiempo el lugar que César elegi­ría para expresar su aflicción hacia quien había sido su yerno y luego rival asesinado. Su gesto se interpretó entonces como una manifestación de hipocresía, mien­tras que es posible que él notase un sincero desagrado por la acción vil de un reyezuelo sin ninguna talla hu­mana y política contra un gran hombre y un gran ro­mano. El concepto del parce sepulto por el que la muer­te interrumpía inmediatamente cualquier animosidad para dejar paso a la pie tas estaba además profundamen­te arraigado en la mentalidad de César, como había de­mostrado varias veces. Pero aquel monumento parecía demasiado lujoso e importante para constituir solo la parte de una capilla como tenía que ser el templete fu­nerario erigido por César, que, por si fuera poco, en aquella situación disponía de bastante poco tiempo.
            Adriani tuvo una intuición revolucionaria que ex­puso primero con cierta cautela y luego con mayor convicción aduciendo una cantidad de indicios de ca­rácter histórico, documental, tipológico-arquitectónico y topográfico extremadamente significativos y, en últi­ma instancia, convincentes. La señal más importante era de carácter tipológico: la cámara había sido cons­truida para ser cubierta por un terraplén; de ese modo se explicaba la superficie externa completamente tosca, aparte de lo enorme de los bloques, verdaderos pedruscos, lo cual demostraba que el terraplén superior debía de ser imponente.
            En otras palabras, parecía tratarse de una tumba de tipo macedonio.
            Precisamente como la de Filipo en Vergina, a la que se refiere el propio Adriani, no sin ciertas reservas sobre la identidad de quien estaba enterrado en ella.5 Quien desde el interior observa, a través de la puerta sur, la escalera que desciende del nivel superior tiene la impresión de ver la escena que imaginó Lucano en su poema, la de César que baja ansioso a la cámara subterránea para contemplar las facciones de Alejan­dro. En la cámara debía de erguirse el extructus mons, es decir, el túmulo, lo que explica lo resistente de la estructura que sustentaba la cámara y lo enorme de los bloques.
            De ser las cosas así, es mucho más verosímil que la sepultura de Alejandro en el interior del mnema de Ptolomeo IV Filopátor tuviera que ser, excluida la de Menfis, la primera y la última. No se explicaría por qué motivo la supuesta primera tumba de Alejandro en su ciudad tenía que ser de tipología monumental y, se su­pone, inspirada en mausoleos como el de Halicarnaso, y la construida posteriormente en el mnema de Ptolomeo IV Filopátor de tipología más antigua, por no de­cir arcaica.
            Adriani consideraba, por consiguiente, que la es­tructura en alabastro del cementerio latino era el vestí­bulo que llevaba, a través de la segunda puerta que ahora falta, a una cámara más interior, esto es, a la del sarcófago, donde se encontraba también la kline funera­ria, como en la de Vergina.
            Adriani, por otra parte, aducía un indicio de carác­ter topográfico, a saber: la insistencia de la tumba de Alejandro en la necrópolis real que estaba sin duda anexa al gran distrito de los palacios. En efecto, lo que había guiado a tantos investigadores hasta llegar Brec­cia a buscar en las cercanías de la mezquita de Nabi Daniel eran elementos no determinantes: en primer lugar, la afirmación de Zenobio,6 que ponía el sema en mese te polei, lo que no quiere decir que deba tomarse al pie de la letra en el sentido de «en el centro de la ciudad», sino simplemente en el sentido de «en medio de la ciudad», no fuera donde normalmente estaban las necrópolis, y luego la de Aquiles Tacio.7 La posición del cementerio latino, además, no es tan periférica: si ob­servamos las últimas reconstrucciones ideales de la ciu­dad de Alejandría en época ptolemaica, a fin de cuen­tas está bastante cerca del gran cruce. La descripción en Aquiles Tacio del «paseo» de su héroe a partir de la Puerta Oriental no choca con una ubicación al sudes­te de la península de Lochias. Por lo que respecta al uso del material, Bonacasa," con autorización de la Direc­ción del Museo Greco-romano, mandó realizar cuida­dosos análisis mineralógicos de un pequeño muestrario recogido en el exterior de la tumba. La estructura y la composición química del material fueron posterior­mente comparadas con las de las canteras antiguas pre­sentes en el Egipto Medio, y en un primer momento se llegó a circunscribir la posible procedencia de un grupo de canteras en la base del delta: Bosra, Guiza, Wadi Gerrawi, Wadi Sannur, Sheikh Said y Zawiet Sul­tan, para concluir que los grandes bloques de la tumba probablemente podrían haber salido de esta última. El alabastro está, en cualquier caso, presente en casi todo el curso del Nilo y a menudo puede verse en la super­ficie en forma de hermosísimos cantos rodados de to­dos los colores, desde el marfil hasta el ocre pasando por el rojizo, como, por ejemplo, en la zona de Dashur.
            No asombra, por tanto, que Ptolomeo XI utilizara este material tan hermoso y abundante para realizar el segundo sarcófago de Alejandro después de haberse apoderado del primero de oro macizo, y no se puede excluir que se decantara por esta opción dado que el resto de la tumba estaba ya construido en este precioso material.
            En una situación general tan compleja, el problema no puede decirse que está ciertamente resuelto. Para al­guno está demasiado al sur y hay quien considera aún posible encontrar en otra parte la tumba de Alejandro y quizá su cuerpo. Una de estas hipótesis en particular es efectivamente impresionante, por audaz, y si queremos concluir una panorámica del estado de la búsqueda y de los resultados conseguidos conviene agotar, dentro de los límites que nos hemos propuesto, el tema.
1.           Damiano Appia, 1994, p. 40.
2.     Breccia, 1922, p. 102 .Véase también la bibliogra­fía posterior en Adriani, 2000, p. 43, nota 35.
3.     Breccia, 1908, p. 230. Compara la cita textual de su descripción en Bonacasa-Miná, Appendice I.
4.     Adriani, 2000, p. 43.
5.     Adriani, 2000, p. 48: «la cámara funeraria [...] atribuida hipotéticamente a Filipo II».
6.     Zenobio, Proverbios, III, 94.
7.     Aquiles Tacio, V, 3, describe a su protagonista que llega al «lugar que lleva el nombre de Alejandro des­pués de haber recorrido unos pocos estadios desde la Puerta del Sol», oligoous de ths polews stadious proelqwn, hlqon eis ton epwnumon Alexandrou topon...
8.     Bonacasa-Miná, Appendice III


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