viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos: La Grecia Micenica

LA GUERRA DE TROYA
Gea, la gran madre Tierra, no podía soportar ya el peso de la humanidad. Como algunos ecologistas un tanto extremos, pensaba que los hombres eran la peor plaga que había sufrido en toda su existencia, y le pidió a Zeus que la librara de ellos, o que al menos los diezmara con una buena guerra. Para complacer a su abuela, el rey de los dioses trazó complicados planes. Por un lado, organizó el enlace entre Peleo, rey de los un r1,111* dones, y la bellísima ninfa marina Tetis. Fue la boda del siglo, a la que asistieron todas las personalidades divinas y humanas de la época, excepto Eris, la Discordia, a la que alguien se olvidó de invitar. Eris se escondió tras un seto y arrojó rodando por el suelo una manzana de oro con la inscripción «Para la más bella».
Las divinidades griegas no destacaban por su madurez emocional. Como tres adolescentes celosas, Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos por ver a quién le correspondía la manzana de la Discordia. Ni Zeus ni ninguno de los demás dioses quiso ejercer de árbitro, pues sabían que se ganarían al menos dos enemigas de por vida, así que le pasaron el muerto a un humano: Paris, hijo del rey de Troya. Paris sin duda sabía que se metía en un lío, pero al menos aprovechó la excusa de este concurso de belleza improvisado para que las diosas se desnudaran ante él. Mientras hacían de strippers, cada una le prometió una recompensa si resultaba elegida. Hera le ofreció el dominio de toda Asia; Atenea, convertirlo en un guerrero invencible, y Afrodita le garantizó el amor de la mujer más hermosa del mundo. Paris, demasiado joven o romántico, quién sabe, escogió a Afrodita. Desde ese momento, Hera y Atenea les juraron odio eterno a él y a su ciudad, Troya.
En la segunda parte del plan para desatar la gran guerra, Zeus se había encargado personalmente de engendrar a la mujer más hermosa del mundo. Para qué dejárselo a un subordinado, cuando además se trataba de su afición favorita: la procreación y las actividades que la rodean. Tras transformarse en cisne,' dejó embarazada a Leda, de la que nació, entre otros hijos, Helena. Ésta era tan bella que muchos reyes y nobles aqueos quisieron casarse con ella. Para evitar peleas, los pretendientes prometieron que respetarían la elección de la propia Helena y que si alguien intentaba raptarla -un procedimiento muy habitual en aquella época-, todos los demás acudirían en auxilio del marido. Helena escogió a Menelao, rey de Esparta y hermano de Agamenón, quien a su vez gobernaba la ciudad más importante del mundo aqueo, Micenas.
Mientras visitaba Esparta en misión diplomática, Paris sedujo a Helena con la ayuda de Afrodita y se la llevó a Troya. Para recuperarla y salvar su honor, Menelao recurrió al juramento ya mencionado, y todos los príncipes aqueos tuvieron que acudir en su ayuda. Allí estaban entre otros su hermano Agamenón, los dos Áyax -el grande y el pequeño-, Ulises, Néstor, Diomedes.Y, por supuesto, Aquiles, que era hijo de Tetis y Peleo, dicho sea de paso.
La expedición, repartida en más de mil naves, se dirigió hacia Troya, situada en las inmediaciones del estrecho de los Dardanelos, el primero de los dos que separan Asia de Europa. Intentaron tomar la ciudad al asalto, pero las murallas de Troya -también llamada Ilios o Ilión: de ahí el título de Ilíada- eran muy sólidas y resistieron el primer embate. Durante diez años, los aqueos la asediaron, y en ese tiempo se produjeron incontables batallas y duelos singulares. Por fin, en el décimo año de la guerra, las cosas cambiaron cuando Aquiles, por un quítame allá esa esclava, se enfureció tanto contra Agamenón que se declaró en huelga. A partir de ese momento, los troyanos, conducidos por su gran héroe Héctor, empezaron a superar en los combates a los aqueos. Compadecido de ellos, Patroclo, el mejor amigo de Aquiles, le pidió a éste la armadura y se hizo pasar por él. Tuvo la mala suerte de dar con Héctor, que era el número dos en la clasificación de guerreros del momento, sólo superado por Aquiles. Héctor mató a Patroclo creyendo que acababa con el hijo de Tetis y Peleo, error del que no tardó en salir.
Loco de dolor por la muerte de su amigo, Aquiles decidió volver a los combates.Tras provocar una masacre entre los troyanos, finalmente desafió en duelo singular a Héctor, al que mató con la ayuda de la diosa Atenea.Tal como se lee en la Ilíada, no parece un combate muy limpio, ya que de entrada Aquiles era superior. Pero para los antiguos recibir auxilio de una divinidad no era ningún descrédito, sino que acrecentaba todavía más el mérito de una victoria. Hay un caso parecido en la épica del héroe sumerio Gilgamesh, cuando él y su amigo Enkidu matan al gigante Humbaba con la ayuda de los dioses.
Tras la muerte de Héctor,Aquiles aún acabó con otros héroes, como la amazona Pentesilea o Memnón, hijo de la Aurora. Pero Paris lanzó una flecha que, guiada por Apolo, acabó con él.'
Pese a la muerte de los dos héroes principales, la guerra proseguía. Para acabar con ella, a Ulises se le ocurrió construir un gran caballo de madera hueco, en cuyo interior se escondió un grupo selecto de guerreros. El resto del ejército evacuó el campamento y fingió volver a Grecia. Los troyanos pensaron que el caballo era una ofrenda a los dioses, en concreto a Atenea (también habría tenido lógica pensar que lo habían dejado para Poseidón, dios de los caballos y de las aguas saladas, ya que los aqueos tenían que regresar por mar). Discutieron si meterlo en la ciudad. Por un lado, una profecía recién inventada para la ocasión aseguraba que si llevaban el caballo a Troya, ésta sería inexpugnable. Por otro, la princesa Casandra, que poseía el don de ver el futuro y sufría la maldición de que nadie la creyera, les avisó para que no lo hicieran: eso decidió a los troyanos, finalmente, a meter el caballo. Por supuesto, Casandra podía haberlo previsto y haber profetizado lo contrario de lo que en realidad pensaba. Pero, o bien no conocía la psicología inversa, o era de esas personas a las que les encanta comentar a toro pasado «mirad que os lo dije...».
Después de diez años de sitio, es de imaginar que la juerga que se organizó en Troya aquella noche fue apoteósica. Por fin, cuando los troyanos dormían la borrachera, los guerreros ocultos en el caballo salieron de él y abrieron las puertas de la ciudad a sus compañeros, que habían regresado al amparo de la oscuridad.
El resto fue una masacre. De los nobles importantes, sólo se salvó Eneas, al que avisó su madre Afrodita para que huyera por las puertas Es ceas junto con los suyos.' Los aqueos mataron a los hombres, esclavizaron a las mujeres, saquearon todo lo que pudieron e incendiaron la ciudad.
¿Cuál fue el destino de la mujer que había provocado la guerra, aunque fuese como simple peón de los dioses? Con Paris ya muerto, Menelao se dispuso a atravesar con la espada a la adúltera Helena. Ésta se abrió la túnica y le dijo: «Ya que me vas a acuchillar, te lo pondré fácil». Al verle los pechos desnudos, Menelao debió de pensar que era un desperdicio no volver a disfrutar de aquellos encantos y la perdonó. De hecho, en la Odisea, que narra acontecimientos diez años posteriores, vemos a Helena de vuelta en Esparta, reinando feliz junto con Menelao, como si nada hubiera pasado. Paradojas de la leyenda que, sin embargo, no suenan del todo inverosímiles.'
El regreso de los destructores de Troya no fue fácil. Algunos murieron por el camino, como Áyax de Oileo. Otros, al llegar a su casa, como Agamenón, al que asesinaron su mujer Clitemnestra y su amante, Egisto.5 Ulises tardó diez años en regresar a Ítaca, y una vez allí sólo pudo recuperar su trono y a su esposa Penélope tras masacrar a la horda de nobles gorrones que se habían aposentado en su palacio y, con la excusa de pretender la mano de Penélope, se bebían su vino, se comían sus ovejas y sus cochinillos y se acostaban con sus esclavas.
Los reinos aqueos no sobrevivieron demasiado tiempo a la destrucción de Troya. También ellos sufrirían una invasión, en este caso de los Heráclidas, los descendientes del semidiós Heracles. Habían sido expulsados del Peloponeso por Euristeo, el rey que mandó a Heracles los célebres doce trabajos. Pero tres generaciones después, tras algunos intentos infructuosos, los Heráclidas consiguieron destruir los reinos aqueos y se instalaron como soberanos del Peloponeso. Sus descendientes serían conocidos como dorios.
Como en el capítulo anterior, he empezado narrando mitos, ya que era lo que los griegos posteriores conocían de su propio pasado en la Edad de Bronce. Fueron estos mitos los que inspiraron a Heinrich Schliemann a excavar las ciudades de Troya, Micenas y Tirinto.
La primera noticia que tuve de Heinrich Schliemann fue por lo que leí en un clásico del año 1949, el libro que debe haber inspirado a más personas a dedicarse a la arqueología: Dioses, tumbas y sabios, del alemán C.W. Ceram. En realidad, Ceram es seudónimo de KurtWilhelm Marek: cambió cada K de su nombre por una C y le dio la vuelta a su apellido. Quizá pensó que, tan reciente la Segunda Guerra Mundial, si quería colocar su obra fuera de Alemania no le convenía usar un nombre tan teutón.Y acertó, desde luego, pues de su libro se vendieron millones de ejemplares en todo el mundo.
Tal vez por ser compatriota, la admiración que siente Ceram por Schliemann se respira en cada página. La imagen que nos brinda es la que llamaré el «Schliemann bueno». Enseguida veremos que existe otra.Y el debate entre los defensores de ambas es encendido.
EL SCHLIEMANN «BUENO»
Heinrich Schliemann nació en 1822 en Mecklemburgo, ciudad del norte de Alemania. Era hijo de Ernst, un pastor luterano, y de Louise, una mujer de refinada educación que murió en 1831 al dar a luz a su noveno hijo. Ernst, por lo que sabemos, no era precisamente el padre ideal: bebedor, acosador de criadas y poco amante del trabajo. Pero al menos le compró a Heinrich, cuando éste tenía siete años, una historia universal en la que aparecía un grabado de Eneas sacando a su padre y a su hijo de Troya por las puertas Esceas, mientras la ciudad ardía en segundo plano. Schliemann preguntó dónde estaba Troya, y cuando el padre respondió que nadie lo sabía, el pequeño contestó muy serio: «Cuando sea mayor, yo la descubriré».
Schliemann no pudo hacer estudios formales de arqueología, que por entonces apenas existían. Además, no le quedó más remedio que empezar a trabajar a los catorce años en una tienda de ultramarinos: siendo el quinto entre nueve hermanos, y dada la poca disposición de su padre para el trabajo, no había mucho dinero que repartir. De momento, su gran sueño tenía que esperar.
A los diecinueve años, Schliemann embarcó para América, pero el navío naufragó, y él acabó en Ámsterdam, donde trabajó como contable. Por aquella época ya se había revelado su fantástica facilidad para aprender idiomas. Llegaría a dominar, aparte del alemán, los siguientes: francés, inglés, español, danés, sueco, holandés, italiano, portugués, polaco, ruso, ára be, turco, hebreo, latín y griego, tanto clásico como moderno. Tenía la costumbre de escribir su diario en el idioma del país que visitaba, de modo que leerlo sin recurrir a traducciones es toda una proeza.
En 1846 visitó Rusia por primera vez, enviado por su empresa. Pero no tardó en establecerse por su cuenta y empezó a prosperar, aprovechando coyunturas favorables para hacer negocio, como la fiebre del oro de California, la guerra de Crimea o la guerra de Secesión.
En 1851 visitó Estados Unidos y fue recibido nada menos que por el presidente Fillmore, que charló hora y media con él. ¡Y eso que Schliemann aún no había cumplido los treinta años!
Por fin, pasados los cuarenta, Schliemann decidió que ya había ganado bastante dinero y que era hora de cumplir sus sueños. Estudió arqueología en París y en 1868 excavó por primera vez en la isla de Ítaca, patria de Ulises. Tan sólo era una preparación para lo que en realidad deseaba: descubrir la mítica Troya.
En la época de Schliemann reinaba un gran escepticismo sobre la obra de Homero. En la Ilíada y la Odisea vemos grandes palacios, guerreros que intercambian ricos presentes en los que abunda el oro, lujosos carros de combate y objetos tan exóticos como un casco hecho con colmillos de jabalí. Pero la Grecia de Homero era un país mucho más pobre, que hasta después de las Guerras Médicas no llegó a alcanzar un nivel de desarrollo como el que describe Homero. Eso hace pensar que sus poemas no son más que una idealización fantástica del pasado, pues los griegos tendían a creer que «cualquier tiempo pasado fue mejor».
Schliemann, sin embargo, estaba convencido de que lo que contaba Homero era cierto. Probablemente, la enorme riqueza de detalles que hay en la liada lo convenció de que aquel mundo poblado de miles de nombres no podía haber salido tan sólo de la imaginación de un poeta. Así que, armado con los textos de Homero, marchó hacia Turquía.
En el ínterin, hay que añadir que se divorció de su primera mujer y volvió a casarse con una joven griega, Sofia Engastrómenos, que lo acompañaría con entusiasmo en sus aventuras arqueológicas. En 1870, Schliemann se plantó por primera vez en la Tróade, la comarca que rodeaba Troya. Primero visitó Bunarbashi, la aldea donde, según algunos estudiosos, era posible que se encontrase la ciudad. Bunarbashi no lo convenció, porque ni la topografia del lugar ni las fuentes que lo rodeaban cuadraban con la descripción de la Ilíada.
Schliemann se volvió entonces hacia otro emplazamiento: la colina de Hissarlik, una meseta de unos 250 metros de lado. Como cuenta Ceram:
Fue reuniendo pruebas.Y descubrió que no era sólo él quien tenía tal convicción, aunque la compartían muy pocos. Por ejemplo, uno de ellos era Frank Calvert, vicecónsul americano, inglés de nacimiento, dueño de una parte de la colina de Hissarlik [...1 que había realizado algunas excavaciones que le habían llevado a la misma teoría de Schliemann, pero sin llegar a otras consecuencias (Ceram, 1995, p. 47. La cursiva es mía).
Schliemann empezó a excavar ese mismo año, todavía sin permiso de las autoridades turcas. Las tres campañas oficiales se desarrollaron entre 1871 y 1873. Bajo las ruinas de la ciudad romana y helenística halló hasta siete estratos, que investigaciones posteriores ampliarían a nueve. Excavaba con cien hombres y en varios emplazamientos a la vez, por lo que es dudoso que, pese a su capacidad de trabajo, consiguiera controlar a todos sus operarios. Durante estas campañas sufrió terribles fríos en invierno, y en verano picaduras de mosquitos que le producían fiebres palúdicas agravadas por el calor abrasador y la falta de agua. Pero siempre con la compañía de su fiel Sofia.
En las capas inferiores Schliemann encontró restos de fortificaciones, y también huellas de incendios que demostrarían que se produjo un saqueo. Convencido de hallarse ante la Troya de Homero, fue bautizando los lugares que encontraba: puertas Esceas, palacio de Príamo...
El 15 de junio de 1873, Schliemann, tras haber removido 250.000 metros cúbicos de tierra, iba a dar por terminadas las excavaciones. Aunque había encontrado unas cuantas antigüedades, Troya no había ofrecido las pruebas que buscaba.Aquello parecía tan sólo una ciudad sin nombre, demasiado pequeña y pobre para el esplendor que le atribuía Homero. Así que decidió marcharse de Turquía y excavar en Micenas.
Pero entonces se produjo el milagro. Cuando él y Sofia, en una última ronda de despedida, paseaban al pie de la muralla del supuesto palacio de Príamo, Schliemann vio algo que le llamó la atención. Era un gran objeto de cobre, pero tras él se adivinaba el inconfundible brillo del oro. Aunque eran las ocho de la mañana y las labores acababan de empezar, Sofia se encargó de despedir a los trabajadores con la excusa de que su esposo tenía que celebrar una fiesta.
El hallazgo estaba incrustado en una capa de cenizas, y además, al escarbar para sacarlo, Schliemann corría el riesgo de que la muralla se derrumbara sobre él. Con mucho cuidado, sacó de allí un escudo de cobre, varias vasijas y copas de oro, barras de plata, puntas de lanza, espadas, etc. Después descubriría que dentro de una gran copa de plata había incontables joyas de oro. Como todo el montón tenía forma cuadrangular, Schliemann dedujo que había estado contenido dentro de una gran caja de madera, y que ésta se había podrido con el tiempo. Para él, la historia estaba clara: al ver que los aqueos entraban en la ciudad, algún familiar de Príamo había guardado aquel tesoro en un arcón. Después, en el incendio de Troya, las cenizas cubrieron la caja y la ocultaron de los saqueadores.
De noche, mientras examinaban aquellos valiosos objetos en la soledad de su cabaña, Schliemann le puso las joyas a su mujer y, sin poder evitarlo, exclamó: «¡Helena!».
Por el pacto que había firmado con las autoridades, Schliemann tenía derecho a la mitad de aquel tesoro, mientras que la otra mitad pertenecía al estado turco. Pero él, por temor al destino que pudieran sufrir las piezas en un régimen tan corrupto como el otomano de aquella época, lo sacó todo del país y se lo llevó a Grecia. Durante un tiempo pleiteó con Turquía, a la que finalmente compensó pagando 50.000 francos. Pero los turcos ya no confiaban en él, por lo que decidió abandonar Troya de momento y dedicarse a excavar en Micenas.
La dorada Micenas de Homero era una ciudad incluso más rica que Troya. En este caso, el emplazamiento estaba claro: la célebre Puerta de los Leones aún seguía en pie, aunque medio enterrada entre escombros. Pero lo que buscaba Schliemann, de nuevo, era oro. Esta vez se guió por el geógrafo Pausanias, autor del siglo ü d.C., quien afirmaba que en el interior de las murallas se hallaban las tumbas reales de Agamenón y de su padre Atreo. Los eruditos creían que debían encontrarse fuera -lo normal es que los enterramientos se celebren en el exterior de las ciudades por cuestiones sanitarias fáciles de entender-, pero Schliemann insistió en hacerlo intramuros.
Y acertó. Entre noviembre y diciembre de 1876 desenterró hasta seis tumbas de pozo. En ellas encontró esqueletos rodeados de armas y cargados de oro y joyas. El hallazgo más espectacular, y el más conocido hoy día por los estudiantes de historia del arte, es el de las máscaras funerarias de oro. La más célebre se sigue llamando «máscara de Agamenón», aunque, como las tumbas, pertenece a una época más antigua, el Siglo XVI.6
Schliemann se había convertido en una celebridad mediática, y gracias a sus descubrimientos lo nombraron miembro honorario de un sinfin de sociedades culturales. Después de Micenas, excavó otra ciudad de la época más antigua de Grecia, Tirinto, donde descubrió una impresionante fortaleza de muros ciclópeos. Todavía quería seguir excavando, en esta ocasión en Creta. Las primeras negociaciones para adquirir la propiedad donde se encontraba el palacio de Cnosos fracasaron: esta tarea estaba reservada, como ya hemos visto, a Arthur Evans. En 1890, mientras se encontraba en Nápoles, Schliemann murió de repente a los sesenta y ocho años.
Por deseo de Schliemann, la mayor parte de las antigüedades troyanas que poseía en el momento de su muerte -las que encontró en Micenas se quedaron en Grecia- viajaron a Berlín, donde se exhibieron en el Museo de Prehistoria y Protohistoria. A finales de la Segunda Guerra Mundial, el tesoro de Príamo fue evacuado a un refugio antiaéreo construido en el zoológico de la ciudad. Cuando los soviéticos tomaron Berlín en 1945, el director del museo les entregó las cajas con las antigüedades. Éstas tomaron el camino de Moscú, pero en algún momento se perdieron. El tesoro de Príamo había vuelto a hundirse en la oscuridad. Al menos, quedaban las fotografiar, como la que Schliemann le había tomado a Sofia con la diadema, los zarcillos y varios collares. Muchos arqueólogos critican como poco profesional este retrato, pero ¡qué evocadora es la foto!
Ésta es la historia que contaba a mis alumnos hace veinte años, cuando empecé a dar clase de griego. Luego, en 1993, se produjo una noticia sorprendente, y también positiva para quienes creían que las piezas de oro habían acabado fundidas: el gobierno ruso reconoció que el tesoro de Troya estaba en Moscú, en los sótanos del Museo Pushkin, y tras acondicionar la sala 7 las autoridades decidieron exponerlo allí.
Desde entonces, ha habido acaloradas discusiones entre Rusia y Alemania. Ésta pide que se le devuelva el tesoro; pero las autoridades rusas se niegan, alegando que se lo quedan como compensación por la gran cantidad de obras de arte que los nazis expoliaron al invadir la Unión Soviética.Ya se sabe, quien roba a un ladrón... Por su parte, el gobierno turco también reclama el tesoro, denunciando el trato firmado con Schliemann, y hasta Grecia pide que las piezas se exhiban en Atenas durante un tiempo. De momento, quien quiera ver el tesoro tendrá que hacer un viaje a Moscú.
Pero, aparte de la asombrosa reaparición del tesoro, empecé a introducir cambios en la narración que ofrecía a mis alumnos en clase cuando leí, y también escuché en varios documentales, otras versiones de la vida de Schliemann. El escepticismo hacia su obra empezó sobre todo en los años setenta. Ésta es la historia de...
EL SCHLIEMANN «MALO»
Por inspiradora que sea la historia de Schliemann niño viendo el grabado de Eneas y asegurando a su padre que descubrirá Troya, es posible que haya que desecharla. La primera vez que Schliemann escribió sobre su sueño infantil de encontrar Troya fue después de excavar la ciudad y encontrar el tesoro de Príamo. Considerando que Schliemann llevaba un diario muy prolijo y redactó una enorme cantidad de cartas, es dificil creer que no hubiera mencionado nunca el móvil principal que alentaba toda su vida. ¿No será que descubrió su verdadera vocación a una edad tardía, y luego embelleció su pasado con este relato para demostrar que estaba cumpliendo un destino inexorable?
Según su biógrafo y crítico, David Traill (Traill, 1995), Schliemann tenía cierta tendencia a embellecer la realidad, cuando no a falsearla directamente. Podría decirse que había en él algo de mentiroso patológico.
Como muestra, Traill ofrece algunos ejemplos. Schliemann asegura que el 21 de febrero de 1851 el presidente Fillmore lo recibió durante hora y media. Resulta llamativo que un presidente de Estados Unidos reciba a un joven extranjero (veintinueve años recién cumplidos), como si fuera un amigo de toda la vida. Lo cierto es que tal día no hubo ninguna recepción, sino una sesión del Senado. Schliemann pudo asistir a ella, y tal vez ver de lejos al presidente. Con el tiempo, se haría tan famoso que podría reunirse con hombres de Estado; pero aún era demasiado pronto para ello.
Hay otra invención suya más llamativa por su inutilidad. En su diario, Schliemann afirma que en el mes de junio presenció un pavoroso incendio en San Francisco, y añade detalles muy concretos y vívidos. Sin embargo, dicho incendio se produjo en mayo. Los detalles están calcados de un periódico de Sacramento -donde se encontraba Schliemann en aquellos días-, y la página del diario en el que el alemán cuenta el incidente no está cosida en su lugar, sino pegada después.
¿Qué ganaba Schliemann con inventar algo así? En cierto modo, se trataba de una mentirijilla como las que se cuentan a los amigos en los bares: siempre impresiona más decir «yo estuve allí y lo he visto» que «me lo han contado». Parece evidente que a Schliemann le encantaba rodearse de un halo novelesco, sentirse protagonista de grandes aventuras -algo que realmente consiguió con el tiempo-, y es posible que se creyera sus propias exageraciones.
Hay mentiras menos inocentes. También falseó la verdad al asegurar que consiguió la nacionalidad estadounidense en 1850, pues en realidad lo hizo en 1869. Para ello tuvo que declarar bajo juramento que había vivido cinco años seguidos en el país. Afirmación falaz, pues había estado en Europa la mayor parte de ese tiempo. Por cierto, se nacionalizó americano, entre otras razones, para poder divorciarse de su primera esposa en Indiana, estado que tenía unas leyes sobre el divorcio tan laxas que la gente acudía allí a romper su matrimonio con la misma alegría con que hoy viaja a Las Vegas para casarse.
Como vemos, las relaciones de Schliemann con la verdad eran, por decirlo con suavidad, algo tortuosas. ¿Afectó ese rasgo de su personalidad a sus descubrimientos? Parece que así fue.
El ejemplo más claro es el del tesoro de Príamo. En primer lugar, el dramático relato del hallazgo no puede ser cierto: la otra gran protagonista, Sofia, no se encontraba en Troya, sino en Atenas, adonde había ido por la muerte de su padre. La famosa foto, por tanto, debió tomarse un tiempo después. En segundo lugar, muchos indicios apuntan a que parte de las joyas y vasos de oro y plata se encontraron semanas antes del dramático hallazgo, y que Schliemann tenía escondidos todos esos objetos. Además, muchos de ellos no estaban bajo la muralla, sino fuera del recinto: posiblemente en una tumba. Pero el relato del cofre reunido a toda prisa mientras los aqueos saqueaban la ciudad, por supuesto, poseía mucha más fuerza. Schliemann consiguió lo que quería: despertar el interés del público de todo el mundo.
Los críticos de Schliemann también encuentran irregularidades en sus excavaciones en Micenas. En las últimas dos semanas de campaña, el alemán encontró una asombrosa cantidad de oro y plata, casi todo ello concentrado en sólo tres tumbas. De nuevo un triunfo dramático y al filo del tiempo reglamentario, como diría un cronista deportivo.
Los hallazgos de estas tumbas difieren mucho entre sí en calidad y en estilo; incluso dentro de la misma tumba y con el mismo tipo de objeto. La teoría de Traill es que «Schliemann pudo complementar los hallazgos auténticos de las tumbas con otros objetos» (Traill, 1995, p. 170). ¿Cómo lo habría hecho? Con hallazgos encontrados en las inmediaciones, con antigüedades compradas a la gente del lugar -las excavaciones clandestinas eran habituales-, o incluso con duplicados falsos. Años antes, excavando en Troya, Schliemann encargó a su agente en París que le buscara un buen orfebre para fabricar piezas que parecieran antiguas, de modo que pudiera engañar a las autoridades turcas, ya que le exigían la mitad del tesoro. Parece que al final no llegó a requerir los servicios del orfebre, pero el caso es que estaba dispuesto a recurrir a las falsificaciones. Las sospechas recaen sobre muchos objetos, como los cientos de discos de oro que se cree iban cosidos a la ropa de los muertos, y que tal vez no fueran tan numerosos: muchos de ellos podrían ser falsos.
Ni la célebre máscara de Agamenón escapa a las dudas.7 Los más críticos, como el filólogo clásico William Calder, opinan que puede ser una falsificación encargada por Schliemann. Otros piensan más bien en un pastiche: una máscara auténtica a la que retocaron tallándole un bigote de guías levantadas para darle un aspecto más majestuoso, ya que las otras máscaras halladas en las tumbas, desde el punto de vista moderno, no dan una imagen tan digna (algunos parecen enanos sacados de El Señor de los Anillos).
Por supuesto, hay muchos defensores de su autenticidad. Por ejemplo, la antigua directora del Museo Arqueológico de Atenas, Katie Demakopoulou, rechaza las dudas de Traill y Calder y afirma que no es necesario hacer pruebas a la máscara, ya que no hay razones para dudar de ella. De hecho, las autoridades competentes se han negado hasta ahora a realizar esas pruebas. Es comprensible: la perspectiva de que una de las piezas más valiosas del museo pudiera ser falsa debe ponerles los pelos de punta.
Es de suponer que tarde o temprano, puesto que cada vez se desarrollan técnicas menos agresivas para estudiar los materiales antiguos, se acceda a examinar en profundidad la máscara de Agamenón, así como otros hallazgos de la época. No creo que dichos exámenes vayan a echar por tierra todo el edificio de la arqueología micénica, pero podrían aclarar algo más el panorama y corregir los errores cometidos, de buena o mala fe, por Schliemann.
Sin duda, el genial y controvertido Schliemann desempeñó un papel crucial en la arqueología de la prehistoria de Grecia. Es cierto que en Troya arrambló con todo lo que no le interesaba en su empeño por llegar al estrato «homérico» y abrió una zanja en la que casi se hubiera podido construir una autovía, algo que hoy día no se le habría consentido. Pero también es verdad que, de haber seguido los protocolos actuales, tal vez no habríamos descubierto todavía las ruinas más antiguas de la ciudad. Creo que es justo cerrar este apartado con las palabras que le dedica David Traill al final de su libro:
Se esforzó por convertirse en un héroe. Aunque los interrogantes se mantienen, y cada vez son más insistentes, es probable que Heinrich Schliemann, gracias a sus asombrosos éxitos, siga siendo el arqueólogo más emblemático de todos los tiempos (Traill, 1995, p. 306).
«La prehistoria de Grecia», he dicho hace tan sólo unas líneas. ¿Prehistoria? Así la define el DRAE: «Periodo de la vida de la humanidad anterior a todo documento escrito y que sólo se conoce por determinados vestigios, como las construcciones, los instrumentos, los huesos humanos o de animales, etc.» (la cursiva es mía).
Cuando Schliemann excavó en Micenas y Tirinto, estaba indagando en la Grecia prehistórica, anterior a la escritura. En épocas así, sólo la arqueología sirve para conocer el pasado. Pero el panorama cambió radicalmente en los años cincuenta.
EL LINEAL B
En el capítulo precedente hablamos de las escrituras cretenses y de los intentos, tentativos hasta ahora, de descifrar el lineal A. En 1900, en el palacio de Cnosos, y décadas después en otros emplazamientos de Grecia, como Micenas, Tirinto y, sobre todo, en Tebas y Pilos, aparecieron millares de tablillas de barro grabadas con unos signos que se parecían a los del lineal A, aunque eran posteriores y se diferenciaban en algunos rasgos.
Diversas pistas hacen pensar que eran inventarios anuales que se guardaban en grandes cestos de esparto sobre estanterías de madera, y que, cumplido el año, se borraban para escribir en ellas de nuevo. Pero, aunque esas tablillas no estaban destinadas a permanecer, los incendios que destruyeron los palacios las cocieron de forma accidental, de modo que sobrevivieron hasta nuestros días.
Cuando Evans, con una lentitud que desesperaba a los expertos, empezó a publicar los textos, un ejército de descifradores se abalanzó sobre ellas. El premio: una gloria comparable a la de Champollion, el francés que había desentrañado el secreto de los jeroglíficos egipcios.
Los intentos fueron variopintos. Algunos estudiosos relacionaron el lineal B con el vasco, idioma al que suele recurrirse en estos casos: se trata de una de las pocas lenguas no indoeuropeas que hay en Europa, y se pensaba que el idioma que se hablaba en Creta tampoco era indoeuropeo. Otros lo compararon con el hitita o con las lenguas semitas. Por desgracia, los resultados solían ofrecer textos absurdos, como éste para el dis co de Festos: «[...] el perro vaciando con las patas los picheles de agua, subiendo por el sendero redondo, resecando los pellejos de vino» (Chadwick, 1973, p. 44). Más o menos como las traducciones «creativas» con que a veces nos regalan los alumnos de griego y latín. Mi ejemplo favorito es uno que apareció en la celebérrima Antología del disparate:
Ave Caesar, morituri te salutant.
«Las aves de César murieron por falta de salud».
Hay que reconocer que esta traducción tenía más lógica que la del disco de Festos: la falta de salud puede resultar muy peligrosa, incluso para las aves de César. Pero, como insisto a mis alumnos, con independencia de lo que opinen sobre la inteligencia -o la falta de ella- de su profesor de griego, los antiguos no solían ser tan estúpidos como para escribir galimatías sin sentido.
El caso es que pasaban los años y el lineal B se resistía al desciframiento. En 1936, en Londres, un muchacho inglés de catorce años llamado Michael Ventris escuchó una conferencia de sirArthur Evans sobre las excavaciones en Creta y las misteriosas tablillas de barro. Al parecer,Ventris quedó tan fascinado por ellas que decidió que algún día las descifraría -nos fiaremos de sus recuerdos: todo indica que era más sincero que Schliemann. Curiosamente, y pese a que también poseía un gran talento para los idiomas, se decantó por las ciencias y no por las letras, y estudió arquitectura.
Aunando su pasión por la Antigüedad, su conocimiento de los idiomas, incluido el griego clásico, y su dominio de las disciplinas matemáticas, Ventris se enfrentó con aquel desafio que se había resistido a expertos académicamente más capacitados.
Ventris tenía ante sí 87 símbolos. Eran demasiados para que cada uno representara un fonema distinto, de modo que no podía ser un alfabeto. El griego, por ejemplo, tiene 24 letras. Otros alfabetos andan alrededor de ese número. Por otra parte, 87 signos eran muy pocos para tratarse de una escritura de pictogramas o ideogramas, como ocurre con el cuneiforme, el jeroglífico o, por buscar un ejemplo de nuestros días, el chino. Estos sistemas requieren miles de signos. (Como me comentó un buen amigo, profesor de historia antigua, para defenderse con los jeroglíficos egipcios basta con conocer tan sólo unos 700 signos. Se supone que lo decía por animarme).
Ahora bien, ¿cuál es la unidad que media entre la palabra y el fonema? La sílaba. Hay más sílabas posibles que fonemas, y menos que palabras. De ello se deducía que el lineal B debía ser un silabario;' deducción a la que ya habían llegado otros antes que él, entre otras cosas porque ya se conocía una escritura silábica de la isla de Chipre.
Ventris empezó a trabajar a principios de los cincuenta, ayudado por su facilidad para el dibujo, propia de un arquitecto, su buena memoria visual y sus conocimientos de estadística y combinatoria. Gracias a eso y a robarle horas al sueño -seguía ganándose el porridge como arquitecto- construyó laboriosamente un casillero de signos al que fue atribuyendo valores silábicos. Conforme los iba aplicando, empezaron a aparecer cada vez más palabras que se parecían sospechosamente al idioma que menos cabía esperar.
Griego.
¿Cómo? ¿Griegos escribiendo tablillas de barro en el palacio de Cnosos? En la época de Ventris, aquello parecía una herejía. ¿Acaso el gran palacio que inspiró la leyenda del Laberinto, el principal centro de la cultura minoica y de la poderosa talasocracia cretense había caído en poder de los atrasados griegos de la época?
Cuando Ventris anunció su descubrimiento, el filólogo clásico John Chadwick lo escuchó, se interesó por la teoría y se puso en contacto con Ventris para colaborar con él. Es precisamente a Chadwick a quien debemos el relato de cómo se produjo el desciframiento, gracias a su apasionante libro El enigma micénico.
En 1953 se produjo una confirmación independiente, gracias a una tablilla con la que Ventris no había podido trabajar. Aplicando los valores propuestos por el arquitecto inglés, el arqueólogo Blegen leyó las sílabas en la primera línea de la tablilla, junto al dibujo inconfundible de un trípode.Antes de sacar conclusiones sobre las similitudes entre el lineal B y el castellano, añadiré que la palabra española trípode procede del griego, cuyo plural trípodes es exactamente igual al nuestro.
Gracias a la confirmación de Blegen, poco a poco los expertos fueron aceptando queVentris había dado en el clavo. Hoy los que se oponen a considerar el lineal B como griego son sólo algunos recalcitrantes un tanto excéntricos.
Ventris no pudo disfrutar demasiado tiempo de su éxito, pues en 1956 se mató en un accidente de coche. Pero Chadwick primero y muchos otros lingüistas después continuaron su obra. Hoy la Micenología es una especialidad dentro de la Filología Griega, y hay innumerables libros y revistas dedicados a ella.
El sistema del lineal B, todo hay que decirlo, resultaba un tanto torpe. El signo ka, por ejemplo, se utilizaba tanto para la sílaba «ka» como para «ga» y «kha». Ra puede representar «ra» o «la». Para colmo, las consonantes finales de sílaba no se anotaban, de tal modo que podríamos encontrarnos con que ese signo significa «kal», «kan>, «gas», etc. Mi propio nombre, por ejemplo, se transcribiría así:
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La transcripción literal de las tablillas ofrece resultados que a los que estudiábamos Micénico en Filología Clásica nos resultaban divertidos. Por ejemplo, en una famosa tablilla se lee wa-na-ka-te-ro te-me-no y luego rawa-ke-si-yo te-me-no. Pronúnciese con cierto énfasis gutural y aporreando el suelo con los pies, y uno ya está listo para lanzarse a un combate de sumo. Pero la cosa cambia al rellenar los huecos que deja este sistema de notación silábica: wanákteron témenos y lawagésion témenos. Respectivamente, «el terreno del rey» y «el terreno del general» (o «conductor del pueblo en armas», literalmente).
Ya sabemos, pues, que las tablillas encontradas en Cnosos, Pilos, Tebas y otros lugares estaban redactadas en griego. De repente, la prehistoria se convierte en historia, y el griego en un idioma que posee cerca de 3.500 años de tradición escrita, algo de lo que pocas lenguas pueden alardear. ¿Qué apasionantes secretos nos desvelan las tablillas del lineal B?
Por desgracia, no demasiados. En primer lugar, son tan sólo unas cinco mil, una cifra muy reducida comparada con los centenares de miles de tablillas cuneiformes de Mesopotamia. Pero lo peor es el contenido. No hay escenas cotidianas, como la del padre sumerio que regaña a su hijo por estar todo el día con sus amigotes -Los jóvenes de hoy día, podría titularse-, ni epopeyas como la del héroe Gilgamesh en su búsqueda de la inmortalidad. No encontramos crónicas de reyes con nombre propio que nos informen sobre sus dinastías, o que al menos fanfarroneen sobre sus grandes victorias al estilo de un Ramsés o un Darío. Ni poemas ni canciones, ni siquiera rituales mágicos como el ensalmo sumerio contra el gusano de la caries. Tan sólo son documentos de contabilidad en los que se enumeran listas de personas según su ocupación, sus posesiones y los bienes que reciben o que aportan. Tantos kilos de trigo para el rey, tantos litros de aceite para la sacerdotisa, tantas vasijas de tres asas, tantos ejes para los carros, ¡una lectura interesantísima para la sala de espera del dentista!
Después del gran esfuerzo que se hizo para descifrar el lineal B, el resultado puede parecer decepcionante. Pero, combinando las tablillas con los hallazgos arqueológicos y estableciendo comparaciones con los documentos de las principales potencias de la época -a saber, Egipto y el imperio hitita- y los mismos poemas de Homero que sirvieron de inspiración a Schliemann, los estudiosos de la Grecia micénica han podido extraer muchas conclusiones. Ahora nos olvidaremos por fin de nuestros (casi) contemporáneos y trataremos de conocer mejor a estos primeros griegos.
LA LLEGADA DE LOS GRIEGOS
Es hora de contar quiénes eran, o quiénes se cree que eran, los constructores de las fortalezas ciclópeas de Micenas, Tirinto, Orcómeno y otras ciudades; y si es posible que fueran ellos quienes atacaron Troya.
Desgraciadamente, no podemos ofrecer un relato ordenado, pues las tablillas no nos ofrecen narrativa, sólo papeleo burocrático. Todo son deducciones a partir de los restos materiales y de los documentos en lineal B, y no hay prácticamente nada que no se halle sometido a crítica y polémica. ¿Les suena del capítulo anterior?
La primera duda sobre los griegos es cuándo llegaron a la Grecia continental. El abanico de fechas y explicaciones es amplio. Según mu chos autores, los primeros hablantes de griego entraron en la península hacia el año 1900. Se basan, entre otras pruebas, en la introducción de un nuevo tipo de vasijas grises con cierto aspecto metálico, la llamada cerámica miniana.
Para otros, los griegos llegaron varios siglos más tarde. Entre ellos está el historiador Robert Drews, que propone una compleja teoría sobre la relación entre las sociedades antiguas y la introducción de nuevas tácticas militares (Drews, 1989). Drews cree que, en torno a 1600, comunidades de hablantes de lenguas indoeuropeas empezaron a abandonar sus tierras nativas, probablemente en el este de la actual Turquía. Pero no se trataba de las clásicas invasiones, migraciones completas de pueblos, sino de élites guerreras que se movían en campañas planificadas. Con su superioridad en armamento, se apoderaban de otras sociedades más vulnerables, a las que podían explotar. Es lo mismo que habrían hecho, por ejemplo, los hicsos en Egipto o los arios en el noroeste de la India; en cierto modo, una situación parecida a la de los visigodos que se apoderaron de la Hispana romana.
Para los invasores, la clave era el carro de guerra, la gran innovación táctica de la época, que siguió siendo el arma decisiva hasta el final de la Edad de Bronce. Al entrar en Grecia estos primeros hablantes de griego no transformaron étnicamente el país, sino que se superpusieron como pequeña minoría dominante sobre una población preexistente. Los estudios antropométricos revelan que los hombres enterrados en las tumbas de pozo del interior de Micenas eran unos 6 centímetros más altos que los sepultados fuera, en tumbas menos ricas. Para Drews, eso se debería a una diferencia étnica (en realidad, no es necesario: podríamos pensar en diferencias sociales, ya que el crecimiento y la alimentación están claramente relacionados).
Es posible que en arqueología se haya abusado de la teoría de las invasiones. Cualquier cambio en la forma de tornear o pintar las vasijas, o de enterrar o incinerar a los muertos, se atribuye a la invasión de un pueblo diferente. Es como pensar que la misma gente no puede cambiar de costumbres a menos que llegue alguien de fuera a imponérselas a sangre y fuego. Imaginemos a unos arqueólogos del futuro examinando nuestros restos: «Mira, esta gente cambió del vídeo VHS al disco DVD. ¡Está claro que alguien los invadió!».
Por eso, otros arqueólogos, siguiendo las teorías de Gordon Childe, prefieren recurrir a la teoría de los cambios culturales por difusión. Quizá el más conocido de ellos sea el prestigioso arqueólogo inglés Colin Renfrew. En su opinión, el griego se desarrolló en la propia Grecia como evolución de una especie de «protogriego» descendiente de la familia indoeuropea. Estos hablantes llevarían en la península balcánica desde antes de 6000 a.C., cuando se produjo la difusión de la revolución neolítica (Renfrew, 1990).
El problema es que, si hacemos caso a Renfrew -cuya especialidad, recuerdo, es la arqueología-, el origen del indoeuropeo se retrotrae muchísimo en el tiempo.9 Esto lo han criticado con dureza lingüistas como los españoles Adrados yVillar. Uno de los argumentos en contra de Renfrew es que, si las lenguas indoeuropeas se hubieran desgajado tan pronto de su tronco común, antes del año 6000 las diferencias entre ellas serían mucho mayores, tanto que los lingüistas nunca habrían reparado en las semejanzas que existen entre griego, latín y antiguo indio, y por tanto no habrían podido desarrollar la teoría del indoeuropeo.
Personalmente, me resulta dificil creer la teoría de Renfrew Quizá por ser filólogo, me convence más la hipótesis de Francisco Villar (Villar, 1996). Al igual que otros autores, sostiene que los primeros griegos entraron en la zona que conocemos como Grecia entre 1900 y 1600: la lingüística no permite precisar más las fechas. Pero, a diferencia de otros autores, propone como lugar de procedencia el Epiro, una región situada al noroeste de Grecia y cuyo antiguo territorio se reparte ahora entre Grecia y La principal razón que aduce Villar es la toponimia, una disciplina bastante árida, pero que ofrece resultados muy interesantes a falta de otros documentos o pruebas: los nombres de lugar se mantienen mucho tiempo, incluso cuando la lengua en que se crearon ya ha desaparecido.
Curiosamente, los topónimos del Epiro, una comarca que los griegos de época histórica consideraban como bárbara, son helénicos.Y, al contrario, muchos lugares de la Grecia clásica mantenían nombres antiguos: aquellos que terminan en -ssos, -ttos o -nthos (Parnassós, «Parnaso»; Hymettós, «Himeto»; Kórynthos, «Corinto») son anteriores a la llegada de los griegos, una especie de restos arqueológicos de la lengua o lenguas que hablaban los primitivos moradores de Grecia.
Como digo, la teoría deVillar me parece convincente. Ahora bien, no siendo ni de lejos un experto en estos campos, no me atrevo a precisar más el momento concreto de la llegada de los griegos, si se trató de una migración en masa o varias, o fue la invasión de una élite guerrera.
LOS REINOS MICÉNICOS Y UN ATISBO DE SU HISTORIA
Tras los descubrimientos de Schliemann, durante un tiempo se creyó que Micenas era la capital de un poderoso reino que dominó prácticamente toda la Grecia continental. Ahora, gracias sobre todo a las tablillas, se sabe que el mundo micénico se componía de reinos independientes, cada uno centrado en una fortaleza y rodeado por un área de influencia más o menos extensa.
El nombre «micénicos» es tan engañoso como el de «minoicos». Ha triunfado en parte por las excavaciones de Schliemann en Micenas y en parte por el papel preponderante que se cree desempeñó Micenas entre los demás reinos: así lo refleja el hecho de que su rey Agamenón sea el líder supremo en la expedición contra Troya. Pero es seguro que ellos nunca se llamaron así.
Los nombres con que Homero designa a los griegos que atacan Troya son tres: argivos, dánaos y, el más frecuente, aqueos. Argivos sería una denominación extendida a partir del nombre de la importante ciudad de Argos, situada cerca de Micenas. Los aqueos parecen corresponderse con el pueblo de los Ahhiyawa, que aparecen en numerosos documentos hititas. Si los lectores encuentran poca semejanza entre ambos términos -«Sí, los dos empiezan por "a", ¿y qué?»-, hay que tener en cuenta que la pronunciación más probable del gentilicio griego hacia el año 1400 sería Akhaiwói, mientras que el término hitita sonaría parecido a Akhiyawa. Los filólogos consideramos eso un parecido más que razonable. Pensemos que los griegos, al escuchar el nombre persa Darayavahus, lo pasaban a Dareios, y nosotros a Darío. Los préstamos de nombres entre lenguas dan resultados curiosos.
Para Joachim Latacz, experto en Homero y en la guerra de Troya (Latacz, 2003), los aqueos eran un pueblo que controlaba la parte este de Grecia, incluidas Beocia,Tesalia y la gran isla de Eubea, así como las islas del Egeo cercanas a la costa de Turquía. El centro de esta unidad política era la ciudad de Tebas, bien conocida por el mito de Edipo, el infortunado héroe que sin saberlo mató a su padre y se casó con su madre.
A principios de los noventa se encontraron en Tebas más de doscientas nuevas tablillas de lineal B. Según sus editores, éstas revelan que en el siglo xüi Tebas habría sido el más poderoso de los estados griegos, mucho más extenso que Micenas, Tirinto y Pilos, y con más influencia política, como revela el hecho de las constantes menciones a los Ahhiyawa en los documentos hititas.
En cuanto a los dánaos, también tienen su correlato en fuentes extranjeras: en una inscripción egipcia de la época de Amenofis III aparece el país de Danaya.Y dentro de ese país se encuentran nombres de ciudades como Mukana, que se corresponde claramente con Mukcnai, forma griega más antigua de Micenas.
Para Latazc, los dánaos serían un linaje noble que se adueñó del Peloponeso, aquellos a los que llamamos micénicos con más propiedad. Por cierto, esto suena similar a la hipótesis de la élite guerrera de Drews.
De modo que tendríamos a los aqueos en Tebas, Eubea y Tesalia, y a los dánaos en el Peloponeso, alrededor de Micenas. Siglos más tarde, Homero utilizó como sinónimos estos dos nombres y también el de argivos, eligiendo entre los tres el que mejor le cuadraba para componer cada verso.
Cabe hacerse aquí una pregunta. ¿Cuándo empezaron los griegos a llamarse griegos? La respuesta es: nunca. Cuando siglos más tarde, sobre todo a raíz de las Guerras Médicas, tomaron conciencia de pueblo, se llamaron a sí mismos «helenos», y «Hélade» a su país. Denominaciones que mantienen todavía hoy. El nombre de griegos se lo dieron los romanos por un primer contacto con una tribu determinada, los graikoi, graeci en latín,griegos en castellano. En una metonimia parecida -nombrar al todo por la parte-, en muchos lugares de Hispanoamérica se nos conoce a los españoles como «gallegos».
En la cronología de la Grecia micénica no hay hitos claros, como batallas o muertes de personajes importantes. Para establecer fases y periodos, los historiadores y arqueólogos se basan en estilos cerámicos, formas de enterramiento y otros cambios en los restos materiales. Básicamente, desde 1600 hasta 1500 se extiende el periodo de las llamadas tumbas de pozo: las mismas que excavó Schliemann, con las máscaras de oro de las que ya hemos hablado. Entre 1500 y 1400 los micénicos empezaron a expandirse por el Egeo, y lo cruzaron para instalarse en lugares de Asia como Mileto. De esta época datan los primeros thóloi, las tumbas en forma de cúpula. Hacia el año 1400, los griegos ocuparon el gran palacio de Cnosos.Al hacerlo, imitaron los modos de gobierno de los cretenses a los que habían conquistado. En particular, tomaron de ellos la burocracia palaciega con archivos exhaustivos y registrados en una forma de escritura adaptada de la cretense, el lineal B del que ya hemos hablado.
Entre 1400 y 1200 la cultura micénica llegó a su esplendor. Los palacios crecieron aún más y se rodearon de las grandes fortificaciones que todavía nos asombran. Fue entonces cuando se construyeron los thóloi de mayor tamaño, como el denominado Tesoro de Atreo.
En este momento de auge, los micénicos comerciaban con todo el Egeo, y más allá. Para los griegos siempre ha sido más cómodo y barato transportar sus mercancías por mar que por tierra. Aunque los micénicos disponían de buenas redes de caminos, las montañas de Grecia segmentan el país en regiones apartadas que hacen dificil acceder de unas a otras. Era más fácil lanzarse al mar, y además bastante seguro: se podía cruzar desde Grecia hasta Anatolia saltando de isla en isla sin perder de vista la tierra firme en ningún momento. Los barcos micénicos, como los de la Época Clásica, tenían poco calado, de modo que podían vararse en la playa para pasar la noche. En ese sentido, es muy gráfica una escena panorámica de la película Troya en la que se ve a los aqueos halando de sogas atadas a sus naves para subirlas a la arena.
            EL MEDIO FÍSICO GRIEGO

Gracias al estudio de los autores clásicos, se cree que el clima y la vegetación de la Grecia antigua, tanto la micénica como luego la clásica, eran bastante parecidos al de ahora. En general, el clima es el típico mediterráneo, con veranos secos y muy calurosos -es mejor no ir a ver el Partenón a mediodía en agosto, porque las máximas se acercan a los 40 grados-, e inviernos lluviosos de octubre a marzo, con temperaturas que no suelen bajar de 4 grados. La zona este y las islas son más secas, mientras que en el noroeste las precipitaciones son mucho más abundantes. De todos modos, Grecia tiende a sufrir más sequías que exceso de lluvias, como España.
En las llanuras se cultivaba trigo y cebada, aunque de vez en cuando las cosechas se perdían en algunos lugares por falta de precipitaciones. Los griegos también se dedicaban a la vid y al olivo, menos exigentes con la humedad. Para complementar su dieta, recurrían a miel, legumbres, frutos secos y queso de cabra y oveja (este último era algo más que un complemento, pues podía conservarse durante bastante tiempo y proporcionaba tantas calorías como los cereales y más proteínas). La carne solía reservarse para los sacrificios de los días de fiesta. El pescado era uno de los manjares más apreciados, aunque no abundaba tanto como podría suponerse en un país de tantas costas: en Atenas, por ejemplo, se convirtió casi en un producto de lujo (Davidson, 1998).
Las montañas, más húmedas, frías y boscosas que las llanuras, determinan el paisaje griego en muchos sentidos. Una serie de cadenas montañosas atraviesan el país de noroeste a sureste, creando valles entre ellas y, sobre todo, dividiendo Grecia. Eso explica en parte por qué el país no llegó a unirse políticamente, a no ser que fuese bajo potencias extranjeras. Las comunicaciones por tierra eran dificiles, de modo que los griegos no tardaron en dedicarse a la navegación. Además, no hay ningún punto del país que diste más de 80 kilómetros del mar. En las montañas había pinos y abetos, árboles de madera ligera útiles para construir barcos. La variedad preferida para los trirremes de guerra era el abeto blanco, Abies alba, que crecía en las tierras altas de Macedonia.
Las montañas proporcionaban caliza para construir y diversas variedades de mármol. Había minas de plata, plomo y hierro, y en el norte se explotaban yacimientos de oro. El cobre, en cambio, había que buscarlo en la isla de Chipre.
Las placas tectónicas de África y Eurasia entran en contacto al sur de Grecia. Eso explica la alta actividad sísmica, y también la volcánica, que ha formado el arco de islas conocidas como las Cícladas que unen Grecia y Turquía.
Los micénicos también se arriesgaban en travesías más largas, cruzando el mar de Creta que, como comprobé personalmente durante la cena de gala de un crucero -no llegué al segundo plato-, puede ponerse bastante movido. Se han encontrado cerámicas griegas en Egipto y también en Siria, e incluso al oeste, en Sicilia y el sur de Italia, lugares adonde siglos más tarde se dirigiría la gran colonización.
¿Qué mercancías intercambiaban los micénicos? Hay pruebas sorprendentes: dos barcos naufragados en las costas del sur de Turquía cuyos pecios se han fechado en la época micénica.Ahora los restos de ambos se exponen en el Museo de Arqueología Submarina, en Butrum, la antigua Halicarnaso.
Del primero de ellos, hundido junto al cabo Gelidonia, se calcula que medía unos 10 metros de eslora. Digo «se calcula» porque a la nave le pasó lo mismo que al supuesto cofre de Schliemann: la madera se pudrió, pero la distribución de la carga en el suelo da idea de la forma que tenía el barco. En cualquier caso, por muy tranquilo que parezca el Mediterráneo comparado con el Cantábrico, hacía falta tener valor para arriesgarse a afrontar sus olas dentro de un cascarón así. Este pequeño barco transportaba lingotes de cobre de unos 20 kilos cada uno, y también de bronce ya aleado. La forma de estos lingotes es la típica de la época, conocida como «piel de toro»: un rectángulo extendido con un saliente en cada ángulo para manejarlo mejor.
La segunda nave, hundida junto a un lugar llamado Uluburun, tenía unos 15 metros de eslora, y se ha conservado algo de su casco, construido en madera de cedro. Cargaba unas 10 toneladas de cobre y también algunos lingotes de estaño. Como es bien sabido, al fundir estaño con cobre en una proporción aproximada de 1 a 9 se obtiene bronce, un metal mucho más duro que cualquiera de ambos por separado. La principal fuente de cobre era Chipre, y el estaño se obtenía de rutas comerciales más lejanas: por oriente venía de Afganistán, y por occidente de España, Gran Bretaña, Bohemia y Sajonia (Aitchison, 1960).
Entre los restos del barco hay mercancías más exóticas: ámbar del Báltico, colmillos de elefante y de hipopótamo, cáscaras de huevos de avestruz para hacer cuentas, madera de ébano -africano, no el auténtico de la India-, lingotes de vidrio fundido con cobalto o cobre para darles un tinte azul o turquesa. También productos ya manufacturados: copas de oro, joyas de oro y plata, herramientas de bronce y un escarabeo con el nombre de la célebre Nefertiti, la esposa del faraón hereje Akenatón. Entre las armas, bien fueran para comerciar o para defenderse, se encuentra una magnífica espada micénica de bronce.
Estos dos pecios son una ventana que nos permite asomarnos a una época refinada y compleja cuyo esplendor no volvería a igualarse durante varios siglos. Los grandes reinos del final de la Edad del Bronce, Egipto y el imperio hitita, rivalizaban entre sí por controlar la zona conocida como Levante (hoy día Israel, Siria y Líbano). A veces combatían, como en la batalla de Kadesh, que enfrentó al gran faraón Ramsés II contra el rey Muwatali II y en la que participaron casi 6.000 carros de combate. Más a menudo tenían contactos diplomáticos, y gracias a la correspondencia entre ambos nos ha llegado el nombre de los Ahhiyawa. Pues los aqueos comerciaban con las dos potencias, y sabemos que en esta época de su auge llegaron a competir con los hititas por el control de la costa occidental de Turquía.
Prácticamente al final de esta época, como parte de la expansión micénica, se libró la guerra de Troya..., si es que en verdad sucedió. Hablaremos de ello más adelante. Pero en torno al año 1200, este mundo espléndido y complejo llegó de súbito a su fin. Se trata de uno de los mayores misterios de la historia, que Robert Drews, autor al que ya hemos mencionado, denomina simplemente como «La Catástrofe» (Drews, 1993). Las principales ciudades micénicas sufrieron una oleada de incendios y devastación, y ya no levantaron cabeza. Pero no fueron nuestros primeros griegos los únicos en padecer tribulaciones. El poderoso imperio hitita se hundió en un olvido del que no resucitaría hasta el siglo xx, muchas ciudades del próspero Levante fueron destruidas e incluso Egipto recibió el ataque de los misteriosos «pueblos del mar». Se abrió una época a la que los historiadores, por analogía con el principio del Medievo, han denominado Edad Oscura. De este apasionante enigma hablaremos en el capítulo siguiente.
LA SOCIEDAD MICÉNICA
¿Cómo eran fisicamente los primeros griegos? Los esqueletos hallados en las tumbas de Micenas y otros emplazamientos revelan que los hombres tenían una estatura media de 1,67 metros, y las mujeres de 1,55. No es como para jugar al baloncesto, pero considerando que se han encontrado esqueletos de casi 1,80, dista mucho de la idea tan extendida de que los hombres de la Antigüedad eran unos enanos comparados con los de nuestros tiempos. Por otra parte, como ya he comentado antes, la estatura del pueblo llano era unos seis centímetros inferior.
La edad media de los varones enterrados parece ser de treinta y cinco años, y la de las mujeres de poco más de treinta. Eso no quiere decir que envejecieran tan pronto, como también se suele suponer equivocadamente de los hombres de la Antigüedad. Refiriéndome ahora a los griegos clásicos, de los que sabemos mucho más y cuya calidad de vida no debía ser sustancialmente distinta de la de los micénicos, ¿cómo es posible que pensaran que la akmé o plenitud de un hombre estaba en torno a los cuarenta años? A los treinta un varón alcanzaba la madurez necesaria para participar activamente en la política de la ciudad, y parecía ser una edad apropiada para casarse. Todo eso se compagina mal con la imagen de treintañeros sin dientes, envejecidos y encorvados que he escuchado en más de una discusión.
La clave está en que hablamos de medias estadísticas, y también de riesgos. La mortalidad infantil sin duda era muy alta, así como la que se producía entre las mujeres al dar a luz o en el puerperio. Por otra parte, hombres y mujeres perfectamente sanos podían sucumbir de repente ante cualquier enfermedad o infección que hoy se solucionaría con antibióticos o una breve visita al quirófano. Entre las afecciones que se encuentran en los esqueletos, aparte de problemas dentales (por más miedo que les tengamos a los dentistas, no quiero pensar cómo debía ser la vida antes de ellos), hay algunas reveladoras, como la artritis que sufrían varios sujetos en el hombro izquierdo. ¿Por sostener un escudo pesado?
Hasta aquí los cuerpos desnudos. La ropa típica era una túnica de mangas cortas y ceñida a la cintura, no muy diferente a la que llevaban sus descendientes en la Época Clásica. Si había que trabajar, puesto que en Grecia suele hacer calor, se quitaban la túnica y se quedaban tan sólo con un taparrabos o un faldellín. Los tejidos eran el hilo y la lana. El algodón aún tardaría en llegar, y de la seda no se sabría nada hasta el siglo v, cuando los griegos entraron en contacto con los persas.
La moda femenina se basaba en la minoica. Se encuentra la típica falda de volantes cretense, y en una figurita de marfil que representa a dos mujeres compartiendo un largo chal de borlas también se aprecia el corpiño ajustado, que se podía abrir en la parte superior para descubrir los pechos, como en Creta. ¿Lo hacían también en los rituales, es una convención pictórica o a las mujeres micénicas les parecía que quedaba fino enseñar los senos imitando a las minoicas?
La producción de ropa y tejidos llegó a un grado de industrialización superior al de épocas posteriores, entre otras razones porque la economía estaba más centralizada y burocratizada en torno a los grandes palacios. En el reino de Pilos, por ejemplo, había hasta 600 mujeres trabajando en el sector textil. En cambio, en la Atenas clásica la confección de ropa era una ocupación más bien casera.
Encima de la ropa podían llevar todo tipo de adornos: cuentas, placas de oro cosidas como las que encontró Schliemann en las tumbas ya hemos visto que quizá encontró demasiadas-, lentejuelas, adornos de oro en los dobladillos, etc. También se ponían pendientes, brazaletes, tiaras y collares, y grandes sellos de oro al estilo minoico.
Este refinamiento nos hace evocar una cultura sofisticada y próspera, con una considerable influencia de Creta. No conocemos exactamente en qué consistía dicha influencia ni hasta qué punto los micénicos y los minoicos se llevaban bien o albergaban desconfianzas mutuas. Es posible que los minoicos, incluso cuando dominaban una Creta ya en decadencia, siguieran considerándola culturalmente superior. Las relaciones ambivalentes entre pueblos no son infrecuentes: sin ir más lejos, pensemos en la extraña relación que tenemos los españoles con los norteamericanos, a los que imitamos en todo a la vez que los odiamos y les achacamos la mayoría de los males del mundo.
Los documentos en lineal B no permiten poner nombres a los gobernantes micénicos; pero tanto la rigurosa burocracia de las tablillas como la arquitectura monumental o las obras públicas nos permiten imaginar una sociedad compleja y con una estructura jerarquizada. Todas las actividades se organizaban en torno a los grandes palacios, que a diferencia de los de Creta disponían de unas defensas imponentes, con muros que los griegos posteriores llamarían «ciclópeos», pues creían que sólo los gigantescos cíclopes podían haberlos construido con piedras de tal tamaño. Eso quiere decir que debía existir rivalidad entre los diversos centros palaciales, a los que llamaremos reinos.
A la cabeza de cada reino había un rey o wanax, título que se corresponde con el de ánax andrón" que recibe en la Ilíada Agamenón, rey supremo de la expedición contra Troya. La siguiente figura en poder y honores parece ser el lawagetas, literalmente «conductor del pueblo en armas», si nos atenemos de nuevo al lenguaje homérico. Sabemos que tanto el rey como esta especie de lugarteniente poseían extensos terrenos y se beneficiaban de su producción. Poco más se puede añadir sobre ellos.
Los nobles que rodeaban al rey eran conocidos como hequetai, «seguidores», un término que recuerda por su significado al latino convites, «acompañantes», del que proviene el título nobiliario «conde». Serían sus caballeros en la guerra y sus compañeros de cacería y banquetes en la paz.
El damos -en el dialecto jónico de Atenas se convertiría en dámos, de donde procede nuestro término «democracia»- debía de ser el pueblo libre. Se trataría de campesinos que poseían sus propias tierras, aunque a cambio debían rendir cuentas a los escribas de palacio y, sin duda, entregar una parte de su producción.También había esclavos o docroi. Es dificil saber cuál era su estatus exacto: ¿estaban vinculados a la tierra como los ilotas espartanos, o se los podía vender? N.s./n.c.
Ya las llevaran a cabo los miembros del damos, los esclavos o todos juntos, en el mundo micénico había obras públicas que debían emplear a cientos de hombres a la vez. Así lo atestiguan las murallas ciclópeas o las grandiosas tumbas de thólos. El dintel del Tesoro de Atreo, por ejemplo, es un enorme bloque de piedra de 120 toneladas ante el que los visitantes levantan la cabeza y piensan: «¿Cómo demonios habrán subido eso ahí arriba?».
Los caminos eran mejores que los de la Época Clásica. Alrededor de Micenas, por ejemplo, se han encontrado huellas de una red de calzadas que salían de ella en todas direcciones. Tenían hasta cuatro metros de anchura, con cuestas reducidas para que pudieran circular por ellos tanto los carretones tirados por bueyes y cargados de mercancías como los ligeros carros de guerra de los nobles. Una red así implicaría algún tipo de trabajo público y un Estado centralizado que se encargara de mantenerla en condiciones.
Otra obra que demuestra la ambición de los micénicos fue el drenaje del lago Copais, a poca distancia de Tebas, que consiguió ganar para la agricultura y la ganadería 90 kilómetros cuadrados de terreno mediante un sistema de canales de 40 metros de anchura e incluso un túnel de más de 2 kilómetros de longitud que llevaba las aguas drenadas hasta el mar. En la Época Clásica esta región volvió a inundarse; a cambio de las tierras «perdidas», los habitantes del lugar podían consolarse con las anguilas del lago, un manjar muy apreciado también en Atenas.
ARQUITECTURA
Ya hemos mencionado las tumbas de thólos, la manifestación más grandiosa, casi megalómana, de la arquitectura micénica.Al ser el ejemplo más conocido y el de mayores dimensiones, describiremos el denominado Tesoro de Atreo, que pudo construirse a finales del siglo xiv o durante el siglo xüi."
La tumba estaba construida en la ladera de una colina, no muy lejos de Micenas. Los turistas que se acercan a ella tienen que recorrer antes el drómos, un corredor de 39 metros formado por paredes que se levantan poco a poco a ambos lados como para empequeñecer al visitante. Sobre la puerta hay un dintel cuyo peso se calcula en 120 toneladas. Por encima de él se encuentra algo muy característico de la arquitectura micénica. Las hileras de piedras superiores no se apoyan sobre el centro del monolito: están cortadas con bordes oblicuos, de forma que conforme se sube las hiladas se acercan más, hasta juntarse en la décima fila. El hueco que forman así encima del dintel tiene forma triangular, por lo que se denomina «triángulo de descarga»: si todo el peso de esas diez hiladas recayera sobre el centro de la piedra de 120 toneladas, ésta se partiría. El triángulo estaba tapado por una losa decorada, como en la Puerta de los Leones de la ciudadela de Micenas.
Tras cruzar un pasillo, nos encontramos bajo una bóveda de 15 metros de diámetro y casi 14 de altura. Se la suele llamar «falsa», porque una cúpula «de verdad» es un arco al que se hace describir una rotación completa, y como arco que es sus elementos trasmiten empujes horizontales. En cambio, en la bóveda del Tesoro de Atreo todas las fuerzas son verticales. ¿Cómo se consigue que no se venga abajo todo el conjunto? Por un sistema de voladizos. Al igual que ocurre en el triángulo de descarga, cada hilada de piedra de la cúpula sobresale un poco sobre la anterior, de modo que se va acercando a la pared de enfrente hasta que convergen arriba. Además, las piedras son más pequeñas conforme nos acercamos al techo y las paredes se hacen más delgadas, mientras que en una cúpula auténtica tienen el mismo grosor en todo momento. Construir un arco o cúpula en voladizo es como colocar un montón de libros al borde de la mesa, cada uno un poco más fuera que el de abajo: la única forma de que la pila no se caiga es que los libros de arriba sean cada vez más pequeños. (Pero al final los libros se caen. Mi mesilla de noche da fe de ello).
Auténtica o no en el sentido arquitectónico, la cúpula sigue impresionando. Imaginémosla cuando la construyeron, con rosetas de bronce adornando las losas de piedra, y llena de tesoros que, por desgracia, cayeron en manos de los saqueadores de tumbas hace mucho tiempo. Sic transit gloria mundi!
En cuanto a los palacios, su arquitectura era mucho más simple que la del Laberinto de Cnosos. El núcleo era el mégaron o salón del trono: una estancia de planta cuadrada, con un gran fuego circular en el centro. En cierto modo, el mégaron recuerda a construcciones más propias del norte, como el Heorot que aparece en Beowulfo el palacio del rey Théoden en El Señor de los Anillos.
Otra diferencia con Creta es que los palacios estaban rodeados de murallas de hasta seis metros de grosor, construidas con bloques de piedra tan grandes que, como hemos comentado ya antes, los griegos posteriores las llamarían «ciclópeas». El ejemplo más imponente y mejor conservado es la ciudadela de Micenas, y en particular su entrada, la famosa Puerta de los Leones.
LA RELIGIÓN
Como ya he dicho, los griegos creían que buena parte de su religión provenía de Creta, y lo cierto es que las representaciones de las divinidades micénicas recuerdan mucho a la cultura minoica. Según ciertas teorías, es posible que en Grecia los micénicos convivieran con una población ante rior que todavía mantendría su lengua y una religión similar a la cretense: la de la Vieja Europa.
Aparte de esas influencias previas, los micénicos ya adoraban a muchos dioses del panteón clásico. Gracias a las tablillas en lineal B, sabemos que rendían culto a Zeus y su esposa Hera, a Poseidón, a Dioniso -fue una sorpresa encontrarlo en las tablillas, porque se creía que su aparición en Grecia era mucho más tardía-, a Hermes, a Ares y a Ártemis. Es posible que ya reconocieran a Apolo en la forma de Paiawon, que luego se convierte en Peán. Hay también un Hefesto, pero da la impresión de ser un nombre de persona, no de divinidad. Deméter no aparece con tal nombre, pero es evidente que tenían diosas equivalentes, encargadas de mantener la fertilidad de los campos, aunque no se llamaran como ella.
Ahora bien, ¿poseían estos dioses los mismos rasgos que en la Época Clásica? ¿El Zeus micénico arrojaba el rayo, su Hermes tenía alitas en los pies? Por desgracia, todo lo que nos cuentan las tablillas es cuántos litros de aceite o kilos de grano había que ofrendar a cada dios. De representaciones andamos escasos, y como no las acompañan nombres escritos no se puede saber más sobre estas protodivinidades olímpicas.
Los dioses antiguos necesitaban sacrificios, y de brindárselos se encargaban personas específicas: los términos e representarían el griego hiereús y hiéreia, «sacerdote» y «sacerdotisa» respectivamente. ¿En qué lugares oficiaban los ritos? En la Grecia de mil años después queda muy claro cuándo un edificio es un templo. De hecho, el templo es el elemento más típico de la arquitectura clásica. Pero no ocurre así cuando examinamos restos de construcciones micénicas. Por las ofrendas que se han hallado en algunos lugares, se cree que son centros de culto, y parece claro que en los grandes palacios también se celebraban sacrificios. Por otra parte, se han encontrado restos micénicos en santuarios que luego serían centrales en la religión clásica, como Olimpia o Delfos, lo que demuestra que ya existían en la Edad de Bronce.
¿Qué se ofrecía a los dioses? Aceite, trigo y miel, amén de vasijas valiosas. Pero también había sacrificios cruentos.Aparte de representaciones artísticas de toros, jabalíes o cabras muertos en honor de las divinidades, se han encontrado en algunos lugares restos de huesos y cenizas animales.
¿Qué hay del sacrificio humano?Ya hemos hablado de él en el capítulo relativo a Creta. En Homero aparece como una necesidad horrible: así ocurre en el caso de Agamenón, que mata a Ifigenia para conseguir vientos propicios. Sobre esta cuestión, las tablillas son ambiguas: aunque nos indican que a veces se ofrendan a los dioses hombres y mujeres, no tiene por qué significar que son víctimas, sino que sus personas se consagran al servicio de la divinidad. La historia de Ifigenia apunta a que, quizá de forma extraordinaria, cuando la comunidad corría un grave peligro, se acudía al sacrificio humano como último recurso. Según Plutarco, lo mismo ocurrió siglos después, justo antes de la batalla de Salamina, cuando los griegos sacrificaron a dos jóvenes persas.
LA GUERRA
En un interesante documental de la serie Civilizaciones perdidas, de Time Life, uno de los especialistas que intervenía comparaba a los micénicos, por contraste con los pacíficos cretenses, con una pandilla de matones belicistas.Ya hemos visto que esa imagen de los minoicos con una ramita de olivo en la boca y cantando Dadle una oportunidad a la paz es un tanto optimista. Pero resulta evidente que a los micénicos les iba la marcha guerrera tanto como nos cuenta Homero: así lo confirman las tablillas, las numerosas armas encontradas y las representaciones artísticas.
Se han encontrado corazas y yelmos, y sabemos que tenían el mismo nombre que en griego posterior: to-ra-ka y ko-ru respectivamente (clásicos thórax y kory). Hablando de cascos, entre los descritos por Romero en la Ilíada hay una rareza, un yelmo fabricado con colmillos de jabalí. Durante mucho tiempo se consideró una invención del poeta, pues en la Época Clásica no existía nada similar. Sin embargo, hoy día el casco de colmillos de jabalí está más que atestiguado: se han encontrado ejemplares, y también hay representaciones en frescos, sellos, figurillas de marfil y cerámica. Es el típico ejemplo que nos recuerda que debemos fiarnos un poco más de Homero y que existe mucha más continuidad entre las Grecias micénica y arcaica de lo que se creía en un principio.
En las pinturas se ven representaciones de escudos en forma de ocho y también del tipo alargado, que debe de ser el que Homero denomina «de torre». Cubrían del cuello a los pies, y parece que estaban hechos con mimbre tejido sobre una armazón de madera, y forrados de piel, probablemente de vaca -en las imágenes de algunos frescos se ve que eran moteados-. Debían pesar bastante, así que se colgaban con una correa en diagonal del hombro izquierdo, dejando ambas manos libres; aunque a finales del periodo micénico se redujo el tamaño de los escudos y la longitud de la lanza, lo que posibilitaría combatir con más agilidad.
Según Homero, el escudo de Áyax tenía ocho capas de piel y también chapa de bronce. Es posible que aquí se trate de una exageración, como la lanza del mismo personaje, que se supone que medía diez metros: Áyax representa el prototipo del guerrero forzudo, y todo lo relativo a él es desmesurado.
Se han encontrado bastantes espadas. Como es de esperar por la época, están forjadas en bronce. Muchas han aparecido rotas por la empuñadura, porque el problema era que si recibían un golpe de plano en la hoja podían quebrarse. Pero eso no significa que no fueran eficaces para asestar estocadas al enemigo. Las primeras espadas llegaban hasta un metro de longitud, pero a finales del periodo micénico se preferían otras más cortas.
Hablando de armas, la auténtica estrella en la Edad de Bronce era el carro de guerra. Por aquel entonces, los caballos eran demasiado pequeños para que una fuerza montada resultara eficaz,` pero en tiros de dos podían remolcar un carro. Éste, lógicamente, tenía que ser muy ligero: consistía en una gran cesta, abierta por detrás y unida directamente con una larga lanza al yugo central. El suelo era de correas de cuero entrelazadas. A la vez que aportaba poco peso, este suelo era un primitivo sistema de amortiguación para los ocupantes del carro. Otra de las claves estaba en las ruedas: si las más primitivas eran discos de madera maciza, las de los carros de guerra ya tenían radios, con lo que se reducía mucho el peso.
Hay abundantes pruebas de la importancia del carro en el mundo micénico. En las tablillas de Pilos se habla de pares de ruedas en gran número y en Cnosos hay inventarios en los que aparecen carros sin ruedas, bastidores y también vehículos completos. En las tumbas de foso de Micenas, Schliemann desenterró varias estelas funerarias. Quien elige un epitafio para su propia tumba pretende resumir lo que cree más importante de su vida. ¿Qué grababan los nobles micénicos en estas estelas? En cinco de las seis mejor conservadas aparecen escenas de cacería... sobre carros de combate. La pasión que sentían por esos vehículos parece superar incluso la de algunos ricos de hoy por sus Rolls Royces o sus yates.
Se suele alegar que el carro de guerra era un arma inadecuada para un lugar como Grecia, con un relieve tan accidentado,14 pero no sería la última vez que los griegos desarrollaran una táctica poco propicia a las características de su suelo: la falange de hoplitas también requería un terreno llano.
Por otra parte, ya hemos visto que se han encontrado muchos restos de una extensa red de caminos en el mundo micénico. Es lógico pensar que si los gobernantes aqueos estaban más preocupados de construir calzadas que sus descendientes de la Época Clásica, es porque las necesitaban para el transporte de vehículos con ruedas.
Las tablillas asignan dos corazas a cada carro, lo que implicaba utilizar una para el auriga y otra para el guerrero que arrojaba la lanza o disparaba el arco. Esto explicaría el hallazgo de una espectacular armadura de cuerpo completo en Dendra. Alguien ataviado con ella apenas habría podido caminar, ni prácticamente doblarse por la cintura. Pero brindaba protección suficiente como para no necesitar escudo y poder manejar una larga lanza con ambas manos. Imaginemos el efecto psicológico sobre un enemigo a pie que viera embestir contra él a dos caballos tirando de un carro, y sobre éste a una especie de criatura invulnerable de bronce armada con una pica.
El papel que desempeña el carro en la Ilíada es curioso. En general, los héroes lo utilizan como una especie de taxi para ir del campamento griego al campo de batalla, como hace Aquiles-Brad Pitt en la película (por lo menos no contaminaba). Una vez llegados allí, desmontan y se lían a mamporros a pie. Los estudiosos suelen interpretar esto como que Homero había oído campanas y no sabía dónde: le había llegado la tradición del carro de guerra, pero como en su época, hacia el año 700 a.C., ya no se utilizaba, el poeta redujo su papel al de mero transporte.
Sin embargo, en una escena de la Ilíada los aqueos Diomedes y Néstor luchan contra los troyanos Héctor y Eniopeo montados en carro, y Diomedes lanza desde su vehículo una jabalina que mata al auriga Eniopeo (Ilíada 8, 115 y ss.).También hay otro pasaje en el que los griegos cavan zanjas y levantan empalizadas alrededor de su campamento (Ilíada 7, 440 y ss.).Aunque no se explique la razón, resulta tentador pensar que lo hacen para impedir el avance de vehículos rodados.
Fuese cual fuese su papel en el combate, el carro de guerra era un objeto de estatus, como ahora puedan serlo el coche o el yate. Lo mismo sucedía con el resto de las armas, y por eso los nobles se hacían enterrar con ellas. En la Ilíada, los guerreros se lanzan a arrebatar la armadura del héroe caído, y cuando se quieren honrar unos a otros intercambian sus armas, como hacen en pleno campo de batalla el griego Diomedes y el troyano Glaucón. El casco de colmillos de jabalí debía de ser una de las armas más valiosas, pues para fabricar uno solo había que matar varias decenas de ejemplares.
Una ocupación relacionada con la guerra era la caza, tanto por el armamento utilizado como porque daba ocasión para mejorar el estatus o presumir de él. Las numerosas representaciones artísticas que han llegado, incluyendo las estelas funerarias, demuestran que era una pasión de los nobles micénicos. Muchos mitos hablan de cacerías colectivas, como la del jaba í de Caudón. Uno de los trabajos de Heracles consistió en capturar al gigantesco jabalí de Erimanto, y también fue un verraco salvaje el que clavó sus colmillos en la pantorrilla de Ulises y le dejó una cicatriz para toda la vida.
En aquella época en que la ocupación humana era relativamente reciente y no estaba tan extendida, había muchas especies animales a disposición de los cazadores: los citados jabalíes, liebres, conejos, ciervos de diversas especies, íbices, zorros, tejones, osos, castores, linces, nutrias... En muchas escenas de cacería aparece la que debía de ser la pieza más codiciada: el león. ¿Leones en Grecia? Parece que sí. Se han encontrado huesos de este animal en yacimientos micénicos. Siglos más tarde, en Época Clásica, todavía quedaban leones en las montañas de Macedonia. No hace falta añadir quién es el competidor por el nicho ecológico que ha acabado arrinconando al león a las sabanas de África.
LA GUERRA MÁS FAMOSA DE LOS MICÉNICOS: TROYA
Schliemann estaba convencido de que la guerra que cantó Homero era una realidad histórica, y también de que había encontrado la ciudad de Troya.Veamos cuál es hoy el estado de la cuestión, tratando de responder a los interrogantes principales: ¿Cómo saber si la ciudad de Hissarlik es la Troya que cantó Homero? ¿Es posible que una población tan pequeña justificara una guerra tan importante, cuyo recuerdo ha perdurado miles de años? ¿Hay algo de histórico en las tradiciones que cuenta Homero, o son todas invenciones de la época en que se compusieron los poemas? ¿Cuál fue el verdadero motivo de la guerra de Troya?
En cuanto a la primera cuestión, es cierto que no encontramos carteles en la ciudad anunciando «Bienvenidos a Troya». Sin embargo, ciertos indicios sugieren cuál podía ser su nombre.
Hissarlik está situada en el noroeste de Turquía, una zona que no pertenecía propiamente al poderoso imperio hitita, pero sí a su zona de influencia. Los hititas nos han dejado abundantes documentos. Entre ellos hay un tratado entre el rey hitita Muwatali II y un tal Alaksandu de Wilusa.Alaksandu recuerda bastante a Aléxandros, forma griega de Alejandro y nombre alternativo que recibe el troyano Paris en la tradición. La presencia de un nombre griego en Wilusa no sería tan extraña: es bien conocida la costumbre de las élites gobernantes de contraer pactos matrimoniales con familias nobles de otras ciudades y países. Así, el tal Alaksandu podría ser hijo de un noble troyano y una princesa griega, o viceversa.
Que Wilusa tenga algo que ver con Troya parece más raro, pero también hay una explicación. El otro nombre de la ciudad era Ilión, del que procede el título de la Ilíada, «las gestas de Ilión». Ciertos indicios métricos indican que la Ilión de Homero era en realidad Wilión o Wilios, antes de que esa «w» inicial desapareciera en la pronunciación.` Ambas terminaciones, -ion y -ios, están adaptadas a la morfología del griego, y la de Wilusa a la morfología del hitita.
¿Dónde estaba Wilusa? Para el hititólogo Trevor Bryce, en el noroeste de Anatolia (Bryce, 2001, pp. 279 y 441). La prueba está en la carta escrita por un tal Manapa-Tarhunda, gobernante del llamado País del Río Seha y vasallo de los hititas. En ella habla del reino de Wilusa y deja claro que se halla al norte de su propio país y cerca de la isla de Lazpa, conocida en griego como Lesbos. Eso no deja muchas dudas: el reino de Wilusa-Wilios-Ilión estaba situado en la región conocida en tiempos clásicos como Tróade.
Ahora bien, ¿una ciudadela tan pequeña como la que excavó Schliemann en Hissarlik podía ser la capital de Wilusa? En 25.000 metros cuadrados no cabrían muchas personas. Por mucho que Homero exagerara para embellecer su narración, una guerra contra un ejército de poco más de 100 soldados no justificaba una expedición tan ambiciosa como la que acaudilló Agamenón. ¿Tendremos que buscar otra ciudad más grande en algún sitio cercano para encontrar la capital del reino de Wilusa?
Hay una ciudad más grande, de hecho, y está muy cerca de Hissarlik. Tan cerca que se encuentra al pie de la colina: durante los años noventa, el arqueólogo alemán Manfred Korfinann descubrió que Troya tenía un barrio bajo, y no me refiero con ello a un distrito dedicado a la prostitución y la delincuencia. En Hissarlik estaba situada la ciudadela donde vivían las élites gobernantes, rodeada por una gruesa muralla. Pero en dirección suroeste, ya colina abajo, se extendía el resto de Troya. Korfinann encontró restos de una segunda muralla, y también de una zanja de cuatro metros de anchura y dos de profundidad, que serviría para impedir el avance de los carros de guerra enemigos. Estas protecciones enmarcaban un recinto entre diez y quince veces mayor de lo que se había pensado. El mismo Korfmann calculó que, con estas dimensiones, la ciudad podría haber tenido más de 7.000 habitantes. Si los apelotonamos un poco estoy convencido de que la gente de la Antigüedad no era tan melindrosa con la intimidad personal como nosotros-, podemos subir hasta 10.000 o incluso 15.000 habitantes: una ciudad más que considerable según los estándares antiguos, y seguramente la más poblada de la zona. De modo que podemos afirmar con cierta seguridad que la ciudad que encontró Schliemann es laWilusa de los documentos hititas y la (W)Ilión-Troya de Homero.
¿Sufrió esta Troya guerras y destrucciones? En los estratos del final de la Edad de Bronce se han encontrado huellas de incendios, esqueletos con fracturas, puntas de flechas, proyectiles de hondas, y también indicios de que los habitantes hicieron acopio de provisiones para resistir un asedio. Todo parece indicar que la ciudad fue destruida en estas fechas, pero lo que se ignora es la identidad de los atacantes. ¿Habrían podido ser griegos? De momento, no se sabe. Sin embargo, existen ciertas pistas en las tablillas hititas. Durante todo el siglo xiii, Wilusa sufrió ataques en los que estaban involucrados los micénicos. Es posible que el recuerdo haya condensado todos estos conflictos y ataques en una sola campaña, nuestra guerra de Troya.
Existen pruebas de que parte del contenido de la Ilíada procede directamente de la época micénica. En el canto II de la Ilíada hay un largo pasaje de unos 400 versos conocido como el «Catálogo de las naves», que enumera ciudad por ciudad los contingentes griegos que acudieron a Troya. Si alguien quiere leer la Ilíada sólo por placer, le recomiendo que se lo salte: para un lector normal, el Catálogo es un tostón que tan sólo puede servirle para soltar el libro en la mesilla.
Ahora bien, para los estudiosos resulta un pasaje de lo más interesante. Como señala Joachim Latacz, el Catálogo es un documento auténtico, una ventana que nos permite asomarnos directamente a la época micénica (Latacz, 2003, p. 300 y ss.). ¿La razón? En él aparecen todos los lugares poblados por los griegos hacia 1200 a.C., incluso algunos que en época de Homero estaban abandonados y debían de ser poco más que un recuerdo nebuloso.A cambio, el poeta no menciona otros lugares que fueron colonizados a partir del año 1050: no aparecen ni las Cícladas ni la costa de Asia entre Troya y Halicarnaso ni las grandes islas de Lesbos, Samos y Quíos.
En suma, el Catálogo refleja cuál era la población griega de los estados micénicos hacia el siglo xiii, una información que a Homero le llegó por tradición oral. ¿De boca en boca, a través de una brecha de medio milenio? Eso sí que es cruzar «océanos de tiempo», como dice mi frase favorita del Drácula de Coppola.
Algunos expertos piensan que las tradiciones orales se deforman a partir de tres generaciones hasta hacerse irreconocibles. Cuando son relatos en prosa hablada es normal que pase, porque la persona que los repite dispone de cierta libertad para contar las cosas de otra manera y acaba distorsionándolos. Pero no sucede así cuando se trata de repetir poemas o incluso oraciones: pensemos en el avemaría y el padrenuestro, por ejemplo, y en cómo se quedan grabados en la memoria.
La poesía épica griega se componía en un verso llamado hexámetro dactílico, cuya precisión y disciplina no permitían demasiados errores en la transmisión. De hecho, hay palabras en la Ilíada que los griegos de la Época Clásica ya no entendían, y aun así las seguían repitiendo. Creo que no hay que subestimar la capacidad de la poesía oral para sobrevivir a lo largo de muchos siglos.`
Ya hemos visto que Hissarlik era Troya o Ilión, una ciudad rica y poblada que debió sostener conflictos bélicos con los micénicos durante el siglo xiii. Ahora bien, ¿cuál fue la razón de esas guerras? Siempre se ha considerado que el rapto de Helena era una explicación pueril.Yo no diría tanto. En primer lugar, el rapto de mujeres era una práctica tan frecuente en los mitos -recordemos a Zeus convertido en toro para secuestrar a Europa- que debía esconder alguna realidad. Cuando los griegos tomaron por fin Troya, mataron a los hombres y raptaron a las mujeres. Los esclavos, y en particular las esclavas, eran un bien muy preciado. Una mujer tan bella como Helena poseería un valor muy alto. Si a alguien le suena escandaloso, pensemos en los futbolistas: hablamos con la mayor tranquilidad del mundo de que un Cristiano Ronaldo tiene un precio de casi cien millones de euros, como si fuera un objeto.
Además, creo que se pasa por alto algo importante. Hoy día, si en una película o en una novela los personajes actúan siguiendo unas motivaciones que nos parecen ilógicas o pueriles, nos choca enseguida, le achacamos esa puerilidad al guionista o escritor y cambiamos de canal o cerramos el libro. No parece que, en general, los poemas homéricos dieran esa impresión a las personas que los oían recitar. Los motivos de Menelao y Agamenón debían parecerles creíbles en una ficción, lo que indica que alguna verosimilitud les encontrarían también en la realidad.
Aun así, si queremos buscar explicaciones complementarias al rapto de Helena, no es dificil hallarlas. Troya dominaba el estrecho de los Dardanelos, pues en aquel entonces la ciudad estaba más cerca del mar. Ahora Hissarlik se encuentra a unos ocho kilómetros del Egeo, debido a que los ríos de la zona han rellenado de aluvión la bahía que dominaba Troya. No es un caso extraño: el paso de las Termópilas, antaño un angosto desfiladero entre la montaña y el mar, tiene ahora varios kilómetros de ancho.
Troya no disponía de una base en la otra orilla para controlar por completo el estrecho, pero tampoco lo necesitaba. Durante la temporada de navegación, desde mediada la primavera hasta que entran los primeros fríos otoñales, en toda esa parte del Egeo soplan los llamados vientos etesios -literalmente, «anuales»-, con dirección predominante del nordeste. Es decir, que los barcos que intentaban penetrar en los Dardanelos de camino al mar Negro se encontraban la mayoría de los días con viento de frente. Agravado todavía más por la corriente superficial, que en el estrecho fluye del mar Negro al Mediterráneo (la corriente en profundidad circula en sentido inverso).
La bahía de Troya era un lugar donde esperar a buen resguardo hasta que los etesios amainaran. Pero una vez allí varados, los barcos estaban a merced de los troyanos. Si nos guiamos por las prácticas habituales en el mundo griego posterior, como por ejemplo lo que hacían los atenienses en el puerto del Pireo, los troyanos, a cambio de permitir a los extranjeros refugiarse en la ensenada y reponer provisiones y agua potable, les pedirían un porcentaje de su cargamento.
Todo esto quiere decir que, entre las tasas portuarias y las transacciones comerciales con los viajeros, la ciudad debía de gozar de una más que apreciable prosperidad económica. Motivo suficiente para despertar la codicia de los príncipes guerreros de la Grecia micénica.
En resumen, mi opinión sobre la guerra de Troya y los poemas de Homero es que éstos se basan en una poesía épica ya habitual en la Grecia micénica. Muchos de los combatientes que aparecen en la Ilíada pueden ser auténticos personajes de la época. Otra cosa es que se mezclen hechos y héroes de siglos diversos en una sola y grandiosa campaña." Pero tiendo a creer que, dejando aparte exageraciones y toques de fantasía, es muy posible que un gran porcentaje de los caudillos de la Ilíada coexistieran, e incluso que participaran en campañas en Asia Menor.
Al principio del capítulo comenté que el regreso de Troya fue muy accidentado. También hablé del retorno de los Heráclidas, que arrebataron el poder a las dinastías que reinaban en el Peloponeso. Esos mitos parecen reflejar una época convulsa: poco después del año 1200, los reinos micénicos cayeron uno a uno en el espacio de unos pocos años, y esta brillante época llegó a su fin de forma sorprendente y repentina.

Nos enfrentamos aquí a uno de los mayores misterios de la historia. La Edad de Bronce terminó con una oleada de destrucciones sin precedentes que aniquiló de raíz varias civilizaciones y dejó tras su paso una larga época de penurias y oscuridad conocida como la Edad Oscura. A continuación hablaremos de esta enigmática catástrofe.


1 Zeus tenía la costumbre de transformarse para seducir a diosas o mujeres mortales. Así, en diversos momentos adoptó forma de toro, águila, oso, cisne o cuclillo. Llegó a transformarse en el marido de Alcmena -una escena que recuerda a Uther Pendragón convirtiéndose en el esposo deYgraine en el mito artúrico, y en concreto en la película Excalibur- y, en el colmo de la rareza, en una lluvia de oro líquido. Malpensados abstenerse.
2 La tradición de que Aquiles era invulnerable salvo en el talón es bastante tardía y no aparece ni en Homero ni en el resto de poemas tradicionales del ciclo troyano.
3 Sólo se olvidó a su esposa, lo que puede dar lugar a muchos comentarios malintencionados.
 la Ilíada Helena habla de sí misma con palabras muy duras: «[...] por causa de esta perra de mí y de la obcecación de Alejandro [=Paris] a los que Zeus asignó el funesto destino de convertirnos en argumento de poemas para los hombres futuros» (6, 357). Es muy llamativo aquí el metalenguaje de Homero.
 la hermana «menos guapa» de Helena, no desempeña un papel simpático en el mito. Pero tenía sus razones para odiar a Agamenón: éste, cuando partió a Troya, sacrificó a la hija de ambos, la joven Ifigenia, para conseguir que los dioses le enviaran a la flota vientos propicios.
6 Del mismo modo, el tesoro que Schliemann atribuyó a Príamo pertenece al estrato denominado Troya II, unos mil años anterior a la guerra de Troya. Ésta se correspondería con los estratosVI oVII.
Aunque Schliemann se apresuró a hablar de «tesoro de Príamo», en este caso la denominación de «máscara de Agamenón» no procede de él.
8 En realidad, las sílabas posibles son muchas más de 90.Ya veremos que el lineal B tenía sus limitaciones.
9 Normalmente, el indoeuropeo se fecha en el cuarto milenio a.C., y no en el séptimo ni el sexto. Los detalles son bastante más complicados -hoy no suele creerse en un solo indoeuropeo-, pero no entraré aquí en ellos.
10 Muchos griegos también debían pensar que eran originarios de allí, como se ve por un pasaje de Aristóteles: Meteorológicos, 1, 352 b.
 «digamma», una especie de «w», se perdió en griego durante el primer milenio. De hecho, lo más probable es que aún se pronunciara en la época en que se compuso el material base de los poemas homéricos. Así, la coincidencia entre el wanax micénico y el wánax anárón de Homero sería total.
12 Se puede ver una buena panorámica de 360 grados del Tesoro de Atreo y de otros monumentos griegos en www.vgreece.com.
13 Hay algunas representaciones micénicas de jinetes a caballo, pero son escasas.
 en un país más llano, como Mesopotamia, mil años después el emperador persa Darío hizo alisar una enorme explanada en Gaugamela para preparar el terreno a sus carros, con la intención de utilizarlos para arrollar a Alejandro Magno.
15 El nombre de la letra correspondiente a la «w», que ya no existe en la Grecia clásica, era «digamma». Si se restaura en ciertas palabras, se parecen mucho más a sus correspondientes latinas: así, el nombre de la oveja en griego arcaico era owis (luego ois) y en latín ouis. O sea, la misma palabra.
 ha llegado ni un solo verso escrito en lineal B. Eso quiere decir que los aedos que componían y recitaban los poemas épicos no debían de tener ningún miedo de olvidarlos. Que no se les pasara por la cabeza la posibilidad de recurrir a un escriba de palacio dice mucho de la confianza que tenían en sus propios recursos memorísticos y en su oficio. (Por supuesto, si aparece alguna tablilla de lineal B con versos épicos, me apresuraré a borrar esta nota).
 lo mismo que ocurre con las historias del rey Arturo, que con el tiempo han ido mezclando personajes de orígenes diferentes, como el propio Arturo, Merlín o incluso Tristán.

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