LA GUERRA DE TROYA
Gea, la gran madre Tierra, no podía soportar ya el peso de la
humanidad. Como algunos ecologistas un tanto extremos, pensaba que los hombres
eran la peor plaga que había sufrido en toda su existencia, y le pidió a Zeus
que la librara de ellos, o que al menos los diezmara con una buena guerra. Para
complacer a su abuela, el rey de los dioses trazó complicados planes. Por un
lado, organizó el enlace entre Peleo, rey de los un r1,111* dones, y la
bellísima ninfa marina Tetis. Fue la boda del siglo, a la que asistieron todas
las personalidades divinas y humanas de la época, excepto Eris, la Discordia, a
la que alguien se olvidó de invitar. Eris se escondió tras un seto y arrojó
rodando por el suelo una manzana de oro con la inscripción «Para la más bella».
Las divinidades griegas no destacaban por su madurez emocional. Como
tres adolescentes celosas, Hera, Atenea y Afrodita se tiraron de los pelos por
ver a quién le correspondía la manzana de la Discordia. Ni Zeus ni ninguno de
los demás dioses quiso ejercer de árbitro, pues sabían que se ganarían al menos
dos enemigas de por vida, así que le pasaron el muerto a un humano: Paris, hijo
del rey de Troya. Paris sin duda sabía que se metía en un lío, pero al menos
aprovechó la excusa de este concurso de belleza improvisado para que las diosas
se desnudaran ante él. Mientras hacían de strippers, cada una le prometió una
recompensa si resultaba elegida. Hera le ofreció el dominio de toda Asia;
Atenea, convertirlo en un guerrero invencible, y Afrodita le garantizó el amor
de la mujer más hermosa del mundo. Paris, demasiado joven o romántico, quién
sabe, escogió a Afrodita. Desde ese momento, Hera y Atenea les juraron odio
eterno a él y a su ciudad, Troya.
En la segunda parte del plan
para desatar la gran guerra, Zeus se había encargado personalmente de engendrar
a la mujer más hermosa del mundo. Para qué dejárselo a un subordinado, cuando
además se trataba de su afición favorita: la procreación y las actividades que
la rodean. Tras transformarse en cisne,' dejó embarazada a Leda, de la que
nació, entre otros hijos, Helena. Ésta era tan bella que muchos reyes y nobles
aqueos quisieron casarse con ella. Para evitar peleas, los pretendientes
prometieron que respetarían la elección de la propia Helena y que si alguien
intentaba raptarla -un procedimiento muy habitual en aquella época-, todos los
demás acudirían en auxilio del marido. Helena escogió a Menelao, rey de Esparta
y hermano de Agamenón, quien a su vez gobernaba la ciudad más importante del
mundo aqueo, Micenas.
Mientras visitaba Esparta en misión diplomática, Paris sedujo a
Helena con la ayuda de Afrodita y se la llevó a Troya. Para recuperarla y
salvar su honor, Menelao recurrió al juramento ya mencionado, y todos los
príncipes aqueos tuvieron que acudir en su ayuda. Allí estaban entre otros su
hermano Agamenón, los dos Áyax -el grande y el pequeño-, Ulises, Néstor,
Diomedes.Y, por supuesto, Aquiles, que era hijo de Tetis y Peleo, dicho sea de
paso.
La expedición, repartida en más de mil naves, se dirigió hacia
Troya, situada en las inmediaciones del estrecho de los Dardanelos, el primero
de los dos que separan Asia de Europa. Intentaron tomar la ciudad al asalto,
pero las murallas de Troya -también llamada Ilios o Ilión: de ahí el título de
Ilíada- eran muy sólidas y resistieron el primer embate. Durante diez años, los
aqueos la asediaron, y en ese tiempo se produjeron incontables batallas y
duelos singulares. Por fin, en el décimo año de la guerra, las cosas cambiaron
cuando Aquiles, por un quítame allá esa esclava, se enfureció tanto contra
Agamenón que se declaró en huelga. A partir de ese momento, los troyanos,
conducidos por su gran héroe Héctor, empezaron a superar en los combates a los
aqueos. Compadecido de ellos, Patroclo, el mejor amigo de Aquiles, le pidió a
éste la armadura y se hizo pasar por él. Tuvo la mala suerte de dar con Héctor,
que era el número dos en la clasificación de guerreros del momento, sólo
superado por Aquiles. Héctor mató a Patroclo creyendo que acababa con el hijo
de Tetis y Peleo, error del que no tardó en salir.
Loco de dolor por la muerte de
su amigo, Aquiles decidió volver a los combates.Tras provocar una masacre entre
los troyanos, finalmente desafió en duelo singular a Héctor, al que mató con la
ayuda de la diosa Atenea.Tal como se lee en la Ilíada, no parece un combate muy
limpio, ya que de entrada Aquiles era superior. Pero para los antiguos recibir
auxilio de una divinidad no era ningún descrédito, sino que acrecentaba todavía
más el mérito de una victoria. Hay un caso parecido en la épica del héroe
sumerio Gilgamesh, cuando él y su amigo Enkidu matan al gigante Humbaba con la
ayuda de los dioses.
Tras la muerte de Héctor,Aquiles aún acabó con otros héroes, como la
amazona Pentesilea o Memnón, hijo de la Aurora. Pero Paris lanzó una flecha
que, guiada por Apolo, acabó con él.'
Pese a la muerte de los dos héroes principales, la guerra proseguía.
Para acabar con ella, a Ulises se le ocurrió construir un gran caballo de
madera hueco, en cuyo interior se escondió un grupo selecto de guerreros. El
resto del ejército evacuó el campamento y fingió volver a Grecia. Los troyanos
pensaron que el caballo era una ofrenda a los dioses, en concreto a Atenea
(también habría tenido lógica pensar que lo habían dejado para Poseidón, dios
de los caballos y de las aguas saladas, ya que los aqueos tenían que regresar
por mar). Discutieron si meterlo en la ciudad. Por un lado, una profecía recién
inventada para la ocasión aseguraba que si llevaban el caballo a Troya, ésta
sería inexpugnable. Por otro, la princesa Casandra, que poseía el don de ver el
futuro y sufría la maldición de que nadie la creyera, les avisó para que no lo
hicieran: eso decidió a los troyanos, finalmente, a meter el caballo. Por
supuesto, Casandra podía haberlo previsto y haber profetizado lo contrario de
lo que en realidad pensaba. Pero, o bien no conocía la psicología inversa, o
era de esas personas a las que les encanta comentar a toro pasado «mirad que os
lo dije...».
Después de diez años de sitio, es de imaginar que la juerga que se
organizó en Troya aquella noche fue apoteósica. Por fin, cuando los troyanos
dormían la borrachera, los guerreros ocultos en el caballo salieron de él y
abrieron las puertas de la ciudad a sus compañeros, que habían regresado al
amparo de la oscuridad.
El resto fue una masacre. De los nobles importantes, sólo se salvó
Eneas, al que avisó su madre Afrodita para que huyera por las puertas Es ceas
junto con los suyos.' Los aqueos mataron a los hombres, esclavizaron a las
mujeres, saquearon todo lo que pudieron e incendiaron la ciudad.
¿Cuál fue el destino de la
mujer que había provocado la guerra, aunque fuese como simple peón de los
dioses? Con Paris ya muerto, Menelao se dispuso a atravesar con la espada a la
adúltera Helena. Ésta se abrió la túnica y le dijo: «Ya que me vas a
acuchillar, te lo pondré fácil». Al verle los pechos desnudos, Menelao debió de
pensar que era un desperdicio no volver a disfrutar de aquellos encantos y la
perdonó. De hecho, en la Odisea, que narra acontecimientos diez años
posteriores, vemos a Helena de vuelta en Esparta, reinando feliz junto con
Menelao, como si nada hubiera pasado. Paradojas de la leyenda que, sin embargo,
no suenan del todo inverosímiles.'
El regreso de los destructores de Troya no fue fácil. Algunos
murieron por el camino, como Áyax de Oileo. Otros, al llegar a su casa, como
Agamenón, al que asesinaron su mujer Clitemnestra y su amante, Egisto.5 Ulises
tardó diez años en regresar a Ítaca, y una vez allí sólo pudo recuperar su
trono y a su esposa Penélope tras masacrar a la horda de nobles gorrones que se
habían aposentado en su palacio y, con la excusa de pretender la mano de
Penélope, se bebían su vino, se comían sus ovejas y sus cochinillos y se
acostaban con sus esclavas.
Los reinos aqueos no sobrevivieron demasiado tiempo a la destrucción
de Troya. También ellos sufrirían una invasión, en este caso de los Heráclidas,
los descendientes del semidiós Heracles. Habían sido expulsados del Peloponeso
por Euristeo, el rey que mandó a Heracles los célebres doce trabajos. Pero tres
generaciones después, tras algunos intentos infructuosos, los Heráclidas
consiguieron destruir los reinos aqueos y se instalaron como soberanos del
Peloponeso. Sus descendientes serían conocidos como dorios.
Como en el capítulo anterior, he empezado narrando mitos, ya que era
lo que los griegos posteriores conocían de su propio pasado en la Edad de Bronce.
Fueron estos mitos los que inspiraron a Heinrich Schliemann a excavar las
ciudades de Troya, Micenas y Tirinto.
La primera noticia que tuve de Heinrich Schliemann fue por lo que
leí en un clásico del año 1949, el libro que debe haber inspirado a más
personas a dedicarse a la arqueología: Dioses, tumbas y sabios, del alemán C.W.
Ceram. En realidad, Ceram es seudónimo de KurtWilhelm Marek: cambió cada K de
su nombre por una C y le dio la vuelta a su apellido. Quizá pensó que, tan
reciente la Segunda Guerra Mundial, si quería colocar su obra fuera de Alemania
no le convenía usar un nombre tan teutón.Y acertó, desde luego, pues de su
libro se vendieron millones de ejemplares en todo el mundo.
Tal vez por ser compatriota,
la admiración que siente Ceram por Schliemann se respira en cada página. La
imagen que nos brinda es la que llamaré el «Schliemann bueno». Enseguida
veremos que existe otra.Y el debate entre los defensores de ambas es encendido.
EL SCHLIEMANN «BUENO»
Heinrich Schliemann nació en 1822 en Mecklemburgo, ciudad del norte
de Alemania. Era hijo de Ernst, un pastor luterano, y de Louise, una mujer de
refinada educación que murió en 1831 al dar a luz a su noveno hijo. Ernst, por
lo que sabemos, no era precisamente el padre ideal: bebedor, acosador de
criadas y poco amante del trabajo. Pero al menos le compró a Heinrich, cuando
éste tenía siete años, una historia universal en la que aparecía un grabado de
Eneas sacando a su padre y a su hijo de Troya por las puertas Esceas, mientras
la ciudad ardía en segundo plano. Schliemann preguntó dónde estaba Troya, y
cuando el padre respondió que nadie lo sabía, el pequeño contestó muy serio:
«Cuando sea mayor, yo la descubriré».
Schliemann no pudo hacer estudios formales de arqueología, que por
entonces apenas existían. Además, no le quedó más remedio que empezar a
trabajar a los catorce años en una tienda de ultramarinos: siendo el quinto
entre nueve hermanos, y dada la poca disposición de su padre para el trabajo,
no había mucho dinero que repartir. De momento, su gran sueño tenía que
esperar.
A los diecinueve años, Schliemann embarcó para América, pero el
navío naufragó, y él acabó en Ámsterdam, donde trabajó como contable. Por
aquella época ya se había revelado su fantástica facilidad para aprender idiomas.
Llegaría a dominar, aparte del alemán, los siguientes: francés, inglés,
español, danés, sueco, holandés, italiano, portugués, polaco, ruso, ára be,
turco, hebreo, latín y griego, tanto clásico como moderno. Tenía la costumbre
de escribir su diario en el idioma del país que visitaba, de modo que leerlo
sin recurrir a traducciones es toda una proeza.
En 1846 visitó Rusia por
primera vez, enviado por su empresa. Pero no tardó en establecerse por su
cuenta y empezó a prosperar, aprovechando coyunturas favorables para hacer
negocio, como la fiebre del oro de California, la guerra de Crimea o la guerra
de Secesión.
En 1851 visitó Estados Unidos y fue recibido nada menos que por el
presidente Fillmore, que charló hora y media con él. ¡Y eso que Schliemann aún
no había cumplido los treinta años!
Por fin, pasados los cuarenta, Schliemann decidió que ya había
ganado bastante dinero y que era hora de cumplir sus sueños. Estudió
arqueología en París y en 1868 excavó por primera vez en la isla de Ítaca,
patria de Ulises. Tan sólo era una preparación para lo que en realidad deseaba:
descubrir la mítica Troya.
En la época de Schliemann reinaba un gran escepticismo sobre la obra
de Homero. En la Ilíada y la Odisea vemos grandes palacios, guerreros que
intercambian ricos presentes en los que abunda el oro, lujosos carros de
combate y objetos tan exóticos como un casco hecho con colmillos de jabalí.
Pero la Grecia de Homero era un país mucho más pobre, que hasta después de las
Guerras Médicas no llegó a alcanzar un nivel de desarrollo como el que describe
Homero. Eso hace pensar que sus poemas no son más que una idealización
fantástica del pasado, pues los griegos tendían a creer que «cualquier tiempo
pasado fue mejor».
Schliemann, sin embargo, estaba convencido de que lo que contaba
Homero era cierto. Probablemente, la enorme riqueza de detalles que hay en la
liada lo convenció de que aquel mundo poblado de miles de nombres no podía
haber salido tan sólo de la imaginación de un poeta. Así que, armado con los
textos de Homero, marchó hacia Turquía.
En el ínterin, hay que añadir que se divorció de su primera mujer y
volvió a casarse con una joven griega, Sofia Engastrómenos, que lo acompañaría
con entusiasmo en sus aventuras arqueológicas. En 1870, Schliemann se plantó por
primera vez en la Tróade, la comarca que rodeaba Troya. Primero visitó
Bunarbashi, la aldea donde, según algunos estudiosos, era posible que se
encontrase la ciudad. Bunarbashi no lo convenció, porque ni la topografia del
lugar ni las fuentes que lo rodeaban cuadraban con la descripción de la Ilíada.
Schliemann se volvió entonces
hacia otro emplazamiento: la colina de Hissarlik, una meseta de unos 250 metros
de lado. Como cuenta Ceram:
Fue reuniendo pruebas.Y descubrió que no era sólo él quien tenía tal
convicción, aunque la compartían muy pocos. Por ejemplo, uno de ellos era Frank
Calvert, vicecónsul americano, inglés de nacimiento, dueño de una parte de la
colina de Hissarlik [...1 que había realizado algunas excavaciones que le
habían llevado a la misma teoría de Schliemann, pero sin llegar a otras
consecuencias (Ceram, 1995, p. 47. La cursiva es mía).
Schliemann empezó a excavar ese mismo año, todavía sin permiso de
las autoridades turcas. Las tres campañas oficiales se desarrollaron entre 1871
y 1873. Bajo las ruinas de la ciudad romana y helenística halló hasta siete
estratos, que investigaciones posteriores ampliarían a nueve. Excavaba con cien
hombres y en varios emplazamientos a la vez, por lo que es dudoso que, pese a
su capacidad de trabajo, consiguiera controlar a todos sus operarios. Durante
estas campañas sufrió terribles fríos en invierno, y en verano picaduras de
mosquitos que le producían fiebres palúdicas agravadas por el calor abrasador y
la falta de agua. Pero siempre con la compañía de su fiel Sofia.
En las capas inferiores Schliemann encontró restos de
fortificaciones, y también huellas de incendios que demostrarían que se produjo
un saqueo. Convencido de hallarse ante la Troya de Homero, fue bautizando los
lugares que encontraba: puertas Esceas, palacio de Príamo...
El 15 de junio de 1873, Schliemann, tras haber removido 250.000
metros cúbicos de tierra, iba a dar por terminadas las excavaciones. Aunque
había encontrado unas cuantas antigüedades, Troya no había ofrecido las pruebas
que buscaba.Aquello parecía tan sólo una ciudad sin nombre, demasiado pequeña y
pobre para el esplendor que le atribuía Homero. Así que decidió marcharse de
Turquía y excavar en Micenas.
Pero entonces se produjo el milagro. Cuando él y Sofia, en una
última ronda de despedida, paseaban al pie de la muralla del supuesto palacio
de Príamo, Schliemann vio algo que le llamó la atención. Era un gran objeto de
cobre, pero tras él se adivinaba el inconfundible brillo del oro. Aunque eran
las ocho de la mañana y las labores acababan de empezar, Sofia se encargó de
despedir a los trabajadores con la excusa de que su esposo tenía que celebrar
una fiesta.
El hallazgo estaba incrustado
en una capa de cenizas, y además, al escarbar para sacarlo, Schliemann corría
el riesgo de que la muralla se derrumbara sobre él. Con mucho cuidado, sacó de
allí un escudo de cobre, varias vasijas y copas de oro, barras de plata, puntas
de lanza, espadas, etc. Después descubriría que dentro de una gran copa de
plata había incontables joyas de oro. Como todo el montón tenía forma
cuadrangular, Schliemann dedujo que había estado contenido dentro de una gran
caja de madera, y que ésta se había podrido con el tiempo. Para él, la historia
estaba clara: al ver que los aqueos entraban en la ciudad, algún familiar de
Príamo había guardado aquel tesoro en un arcón. Después, en el incendio de
Troya, las cenizas cubrieron la caja y la ocultaron de los saqueadores.
De noche, mientras examinaban aquellos valiosos objetos en la
soledad de su cabaña, Schliemann le puso las joyas a su mujer y, sin poder
evitarlo, exclamó: «¡Helena!».
Por el pacto que había firmado con las autoridades, Schliemann tenía
derecho a la mitad de aquel tesoro, mientras que la otra mitad pertenecía al
estado turco. Pero él, por temor al destino que pudieran sufrir las piezas en
un régimen tan corrupto como el otomano de aquella época, lo sacó todo del país
y se lo llevó a Grecia. Durante un tiempo pleiteó con Turquía, a la que
finalmente compensó pagando 50.000 francos. Pero los turcos ya no confiaban en
él, por lo que decidió abandonar Troya de momento y dedicarse a excavar en
Micenas.
La dorada Micenas de Homero era una ciudad incluso más rica que
Troya. En este caso, el emplazamiento estaba claro: la célebre Puerta de los
Leones aún seguía en pie, aunque medio enterrada entre escombros. Pero lo que
buscaba Schliemann, de nuevo, era oro. Esta vez se guió por el geógrafo
Pausanias, autor del siglo ü d.C., quien afirmaba que en el interior de las
murallas se hallaban las tumbas reales de Agamenón y de su padre Atreo. Los
eruditos creían que debían encontrarse fuera -lo normal es que los
enterramientos se celebren en el exterior de las ciudades por cuestiones
sanitarias fáciles de entender-, pero Schliemann insistió en hacerlo
intramuros.
Y acertó. Entre noviembre y
diciembre de 1876 desenterró hasta seis tumbas de pozo. En ellas encontró
esqueletos rodeados de armas y cargados de oro y joyas. El hallazgo más
espectacular, y el más conocido hoy día por los estudiantes de historia del
arte, es el de las máscaras funerarias de oro. La más célebre se sigue llamando
«máscara de Agamenón», aunque, como las tumbas, pertenece a una época más
antigua, el Siglo XVI.6
Schliemann se había convertido en una celebridad mediática, y
gracias a sus descubrimientos lo nombraron miembro honorario de un sinfin de
sociedades culturales. Después de Micenas, excavó otra ciudad de la época más
antigua de Grecia, Tirinto, donde descubrió una impresionante fortaleza de
muros ciclópeos. Todavía quería seguir excavando, en esta ocasión en Creta. Las
primeras negociaciones para adquirir la propiedad donde se encontraba el
palacio de Cnosos fracasaron: esta tarea estaba reservada, como ya hemos visto,
a Arthur Evans. En 1890, mientras se encontraba en Nápoles, Schliemann murió de
repente a los sesenta y ocho años.
Por deseo de Schliemann, la mayor parte de las antigüedades troyanas
que poseía en el momento de su muerte -las que encontró en Micenas se quedaron
en Grecia- viajaron a Berlín, donde se exhibieron en el Museo de Prehistoria y
Protohistoria. A finales de la Segunda Guerra Mundial, el tesoro de Príamo fue
evacuado a un refugio antiaéreo construido en el zoológico de la ciudad. Cuando
los soviéticos tomaron Berlín en 1945, el director del museo les entregó las
cajas con las antigüedades. Éstas tomaron el camino de Moscú, pero en algún
momento se perdieron. El tesoro de Príamo había vuelto a hundirse en la
oscuridad. Al menos, quedaban las fotografiar, como la que Schliemann le había
tomado a Sofia con la diadema, los zarcillos y varios collares. Muchos
arqueólogos critican como poco profesional este retrato, pero ¡qué evocadora es
la foto!
Ésta es la historia que contaba a mis alumnos hace veinte años,
cuando empecé a dar clase de griego. Luego, en 1993, se produjo una noticia
sorprendente, y también positiva para quienes creían que las piezas de oro
habían acabado fundidas: el gobierno ruso reconoció que el tesoro de Troya
estaba en Moscú, en los sótanos del Museo Pushkin, y tras acondicionar la sala 7
las autoridades decidieron exponerlo allí.
Desde entonces, ha habido
acaloradas discusiones entre Rusia y Alemania. Ésta pide que se le devuelva el
tesoro; pero las autoridades rusas se niegan, alegando que se lo quedan como
compensación por la gran cantidad de obras de arte que los nazis expoliaron al
invadir la Unión Soviética.Ya se sabe, quien roba a un ladrón... Por su parte,
el gobierno turco también reclama el tesoro, denunciando el trato firmado con
Schliemann, y hasta Grecia pide que las piezas se exhiban en Atenas durante un
tiempo. De momento, quien quiera ver el tesoro tendrá que hacer un viaje a
Moscú.
Pero, aparte de la asombrosa reaparición del tesoro, empecé a
introducir cambios en la narración que ofrecía a mis alumnos en clase cuando
leí, y también escuché en varios documentales, otras versiones de la vida de
Schliemann. El escepticismo hacia su obra empezó sobre todo en los años
setenta. Ésta es la historia de...
EL SCHLIEMANN «MALO»
Por inspiradora que sea la historia de Schliemann niño viendo el
grabado de Eneas y asegurando a su padre que descubrirá Troya, es posible que
haya que desecharla. La primera vez que Schliemann escribió sobre su sueño
infantil de encontrar Troya fue después de excavar la ciudad y encontrar el
tesoro de Príamo. Considerando que Schliemann llevaba un diario muy prolijo y
redactó una enorme cantidad de cartas, es dificil creer que no hubiera
mencionado nunca el móvil principal que alentaba toda su vida. ¿No será que
descubrió su verdadera vocación a una edad tardía, y luego embelleció su pasado
con este relato para demostrar que estaba cumpliendo un destino inexorable?
Según su biógrafo y crítico, David Traill (Traill, 1995), Schliemann
tenía cierta tendencia a embellecer la realidad, cuando no a falsearla directamente.
Podría decirse que había en él algo de mentiroso patológico.
Como muestra, Traill ofrece
algunos ejemplos. Schliemann asegura que el 21 de febrero de 1851 el presidente
Fillmore lo recibió durante hora y media. Resulta llamativo que un presidente de
Estados Unidos reciba a un joven extranjero (veintinueve años recién
cumplidos), como si fuera un amigo de toda la vida. Lo cierto es que tal día no
hubo ninguna recepción, sino una sesión del Senado. Schliemann pudo asistir a
ella, y tal vez ver de lejos al presidente. Con el tiempo, se haría tan famoso
que podría reunirse con hombres de Estado; pero aún era demasiado pronto para
ello.
Hay otra invención suya más llamativa por su inutilidad. En su
diario, Schliemann afirma que en el mes de junio presenció un pavoroso incendio
en San Francisco, y añade detalles muy concretos y vívidos. Sin embargo, dicho
incendio se produjo en mayo. Los detalles están calcados de un periódico de
Sacramento -donde se encontraba Schliemann en aquellos días-, y la página del
diario en el que el alemán cuenta el incidente no está cosida en su lugar, sino
pegada después.
¿Qué ganaba Schliemann con inventar algo así? En cierto modo, se
trataba de una mentirijilla como las que se cuentan a los amigos en los bares:
siempre impresiona más decir «yo estuve allí y lo he visto» que «me lo han
contado». Parece evidente que a Schliemann le encantaba rodearse de un halo
novelesco, sentirse protagonista de grandes aventuras -algo que realmente
consiguió con el tiempo-, y es posible que se creyera sus propias
exageraciones.
Hay mentiras menos inocentes. También falseó la verdad al asegurar
que consiguió la nacionalidad estadounidense en 1850, pues en realidad lo hizo
en 1869. Para ello tuvo que declarar bajo juramento que había vivido cinco años
seguidos en el país. Afirmación falaz, pues había estado en Europa la mayor
parte de ese tiempo. Por cierto, se nacionalizó americano, entre otras razones,
para poder divorciarse de su primera esposa en Indiana, estado que tenía unas
leyes sobre el divorcio tan laxas que la gente acudía allí a romper su
matrimonio con la misma alegría con que hoy viaja a Las Vegas para casarse.
Como vemos, las relaciones de Schliemann con la verdad eran, por
decirlo con suavidad, algo tortuosas. ¿Afectó ese rasgo de su personalidad a
sus descubrimientos? Parece que así fue.
El ejemplo más claro es el del
tesoro de Príamo. En primer lugar, el dramático relato del hallazgo no puede
ser cierto: la otra gran protagonista, Sofia, no se encontraba en Troya, sino
en Atenas, adonde había ido por la muerte de su padre. La famosa foto, por
tanto, debió tomarse un tiempo después. En segundo lugar, muchos indicios
apuntan a que parte de las joyas y vasos de oro y plata se encontraron semanas
antes del dramático hallazgo, y que Schliemann tenía escondidos todos esos
objetos. Además, muchos de ellos no estaban bajo la muralla, sino fuera del
recinto: posiblemente en una tumba. Pero el relato del cofre reunido a toda
prisa mientras los aqueos saqueaban la ciudad, por supuesto, poseía mucha más
fuerza. Schliemann consiguió lo que quería: despertar el interés del público de
todo el mundo.
Los críticos de Schliemann también encuentran irregularidades en sus
excavaciones en Micenas. En las últimas dos semanas de campaña, el alemán encontró
una asombrosa cantidad de oro y plata, casi todo ello concentrado en sólo tres
tumbas. De nuevo un triunfo dramático y al filo del tiempo reglamentario, como
diría un cronista deportivo.
Los hallazgos de estas tumbas difieren mucho entre sí en calidad y
en estilo; incluso dentro de la misma tumba y con el mismo tipo de objeto. La
teoría de Traill es que «Schliemann pudo complementar los hallazgos auténticos
de las tumbas con otros objetos» (Traill, 1995, p. 170). ¿Cómo lo habría hecho?
Con hallazgos encontrados en las inmediaciones, con antigüedades compradas a la
gente del lugar -las excavaciones clandestinas eran habituales-, o incluso con
duplicados falsos. Años antes, excavando en Troya, Schliemann encargó a su
agente en París que le buscara un buen orfebre para fabricar piezas que
parecieran antiguas, de modo que pudiera engañar a las autoridades turcas, ya
que le exigían la mitad del tesoro. Parece que al final no llegó a requerir los
servicios del orfebre, pero el caso es que estaba dispuesto a recurrir a las
falsificaciones. Las sospechas recaen sobre muchos objetos, como los cientos de
discos de oro que se cree iban cosidos a la ropa de los muertos, y que tal vez
no fueran tan numerosos: muchos de ellos podrían ser falsos.
Ni la célebre máscara de Agamenón escapa a las dudas.7 Los más
críticos, como el filólogo clásico William Calder, opinan que puede ser una
falsificación encargada por Schliemann. Otros piensan más bien en un pastiche:
una máscara auténtica a la que retocaron tallándole un bigote de guías
levantadas para darle un aspecto más majestuoso, ya que las otras máscaras
halladas en las tumbas, desde el punto de vista moderno, no dan una imagen tan
digna (algunos parecen enanos sacados de El Señor de los Anillos).
Por supuesto, hay muchos
defensores de su autenticidad. Por ejemplo, la antigua directora del Museo
Arqueológico de Atenas, Katie Demakopoulou, rechaza las dudas de Traill y
Calder y afirma que no es necesario hacer pruebas a la máscara, ya que no hay
razones para dudar de ella. De hecho, las autoridades competentes se han negado
hasta ahora a realizar esas pruebas. Es comprensible: la perspectiva de que una
de las piezas más valiosas del museo pudiera ser falsa debe ponerles los pelos
de punta.
Es de suponer que tarde o temprano, puesto que cada vez se
desarrollan técnicas menos agresivas para estudiar los materiales antiguos, se
acceda a examinar en profundidad la máscara de Agamenón, así como otros
hallazgos de la época. No creo que dichos exámenes vayan a echar por tierra todo
el edificio de la arqueología micénica, pero podrían aclarar algo más el
panorama y corregir los errores cometidos, de buena o mala fe, por Schliemann.
Sin duda, el genial y controvertido Schliemann desempeñó un papel
crucial en la arqueología de la prehistoria de Grecia. Es cierto que en Troya
arrambló con todo lo que no le interesaba en su empeño por llegar al estrato
«homérico» y abrió una zanja en la que casi se hubiera podido construir una
autovía, algo que hoy día no se le habría consentido. Pero también es verdad
que, de haber seguido los protocolos actuales, tal vez no habríamos descubierto
todavía las ruinas más antiguas de la ciudad. Creo que es justo cerrar este
apartado con las palabras que le dedica David Traill al final de su libro:
Se esforzó por convertirse en un héroe. Aunque los interrogantes se
mantienen, y cada vez son más insistentes, es probable que Heinrich Schliemann,
gracias a sus asombrosos éxitos, siga siendo el arqueólogo más emblemático de
todos los tiempos (Traill, 1995, p. 306).
«La prehistoria de Grecia», he
dicho hace tan sólo unas líneas. ¿Prehistoria? Así la define el DRAE: «Periodo
de la vida de la humanidad anterior a todo documento escrito y que sólo se
conoce por determinados vestigios, como las construcciones, los instrumentos,
los huesos humanos o de animales, etc.» (la cursiva es mía).
Cuando Schliemann excavó en Micenas y Tirinto, estaba indagando en
la Grecia prehistórica, anterior a la escritura. En épocas así, sólo la
arqueología sirve para conocer el pasado. Pero el panorama cambió radicalmente
en los años cincuenta.
EL LINEAL B
En el capítulo precedente hablamos de las escrituras cretenses y de
los intentos, tentativos hasta ahora, de descifrar el lineal A. En 1900, en el
palacio de Cnosos, y décadas después en otros emplazamientos de Grecia, como
Micenas, Tirinto y, sobre todo, en Tebas y Pilos, aparecieron millares de
tablillas de barro grabadas con unos signos que se parecían a los del lineal A,
aunque eran posteriores y se diferenciaban en algunos rasgos.
Diversas pistas hacen pensar que eran inventarios anuales que se
guardaban en grandes cestos de esparto sobre estanterías de madera, y que,
cumplido el año, se borraban para escribir en ellas de nuevo. Pero, aunque esas
tablillas no estaban destinadas a permanecer, los incendios que destruyeron los
palacios las cocieron de forma accidental, de modo que sobrevivieron hasta
nuestros días.
Cuando Evans, con una lentitud que desesperaba a los expertos,
empezó a publicar los textos, un ejército de descifradores se abalanzó sobre
ellas. El premio: una gloria comparable a la de Champollion, el francés que
había desentrañado el secreto de los jeroglíficos egipcios.
Los intentos fueron variopintos. Algunos estudiosos relacionaron el
lineal B con el vasco, idioma al que suele recurrirse en estos casos: se trata
de una de las pocas lenguas no indoeuropeas que hay en Europa, y se pensaba que
el idioma que se hablaba en Creta tampoco era indoeuropeo. Otros lo compararon
con el hitita o con las lenguas semitas. Por desgracia, los resultados solían
ofrecer textos absurdos, como éste para el dis co de Festos: «[...] el perro
vaciando con las patas los picheles de agua, subiendo por el sendero redondo,
resecando los pellejos de vino» (Chadwick, 1973, p. 44). Más o menos como las
traducciones «creativas» con que a veces nos regalan los alumnos de griego y
latín. Mi ejemplo favorito es uno que apareció en la celebérrima Antología del
disparate:
Ave Caesar, morituri te
salutant.
«Las aves de César murieron por falta de salud».
Hay que reconocer que esta traducción tenía más lógica que la del
disco de Festos: la falta de salud puede resultar muy peligrosa, incluso para
las aves de César. Pero, como insisto a mis alumnos, con independencia de lo
que opinen sobre la inteligencia -o la falta de ella- de su profesor de griego,
los antiguos no solían ser tan estúpidos como para escribir galimatías sin
sentido.
El caso es que pasaban los años y el lineal B se resistía al
desciframiento. En 1936, en Londres, un muchacho inglés de catorce años llamado
Michael Ventris escuchó una conferencia de sirArthur Evans sobre las
excavaciones en Creta y las misteriosas tablillas de barro. Al parecer,Ventris
quedó tan fascinado por ellas que decidió que algún día las descifraría -nos
fiaremos de sus recuerdos: todo indica que era más sincero que Schliemann.
Curiosamente, y pese a que también poseía un gran talento para los idiomas, se
decantó por las ciencias y no por las letras, y estudió arquitectura.
Aunando su pasión por la Antigüedad, su conocimiento de los idiomas,
incluido el griego clásico, y su dominio de las disciplinas matemáticas,
Ventris se enfrentó con aquel desafio que se había resistido a expertos
académicamente más capacitados.
Ventris tenía ante sí 87 símbolos. Eran demasiados para que cada uno
representara un fonema distinto, de modo que no podía ser un alfabeto. El
griego, por ejemplo, tiene 24 letras. Otros alfabetos andan alrededor de ese
número. Por otra parte, 87 signos eran muy pocos para tratarse de una escritura
de pictogramas o ideogramas, como ocurre con el cuneiforme, el jeroglífico o,
por buscar un ejemplo de nuestros días, el chino. Estos sistemas requieren
miles de signos. (Como me comentó un buen amigo, profesor de historia antigua,
para defenderse con los jeroglíficos egipcios basta con conocer tan sólo unos
700 signos. Se supone que lo decía por animarme).
Ahora bien, ¿cuál es la unidad
que media entre la palabra y el fonema? La sílaba. Hay más sílabas posibles que
fonemas, y menos que palabras. De ello se deducía que el lineal B debía ser un
silabario;' deducción a la que ya habían llegado otros antes que él, entre
otras cosas porque ya se conocía una escritura silábica de la isla de Chipre.
Ventris empezó a trabajar a principios de los cincuenta, ayudado por
su facilidad para el dibujo, propia de un arquitecto, su buena memoria visual y
sus conocimientos de estadística y combinatoria. Gracias a eso y a robarle
horas al sueño -seguía ganándose el porridge como arquitecto- construyó
laboriosamente un casillero de signos al que fue atribuyendo valores silábicos.
Conforme los iba aplicando, empezaron a aparecer cada vez más palabras que se
parecían sospechosamente al idioma que menos cabía esperar.
Griego.
¿Cómo? ¿Griegos escribiendo tablillas de barro en el palacio de
Cnosos? En la época de Ventris, aquello parecía una herejía. ¿Acaso el gran
palacio que inspiró la leyenda del Laberinto, el principal centro de la cultura
minoica y de la poderosa talasocracia cretense había caído en poder de los
atrasados griegos de la época?
Cuando Ventris anunció su descubrimiento, el filólogo clásico John
Chadwick lo escuchó, se interesó por la teoría y se puso en contacto con
Ventris para colaborar con él. Es precisamente a Chadwick a quien debemos el
relato de cómo se produjo el desciframiento, gracias a su apasionante libro El
enigma micénico.
En 1953 se produjo una confirmación independiente, gracias a una
tablilla con la que Ventris no había podido trabajar. Aplicando los valores
propuestos por el arquitecto inglés, el arqueólogo Blegen leyó las sílabas en
la primera línea de la tablilla, junto al dibujo inconfundible de un
trípode.Antes de sacar conclusiones sobre las similitudes entre el lineal B y
el castellano, añadiré que la palabra española trípode procede del griego, cuyo
plural trípodes es exactamente igual al nuestro.
Gracias a la confirmación de Blegen, poco a poco los expertos fueron
aceptando queVentris había dado en el clavo. Hoy los que se oponen a considerar
el lineal B como griego son sólo algunos recalcitrantes un tanto excéntricos.
Ventris no pudo disfrutar
demasiado tiempo de su éxito, pues en 1956 se mató en un accidente de coche.
Pero Chadwick primero y muchos otros lingüistas después continuaron su obra.
Hoy la Micenología es una especialidad dentro de la Filología Griega, y hay
innumerables libros y revistas dedicados a ella.
El sistema del lineal B, todo hay que decirlo, resultaba un tanto
torpe. El signo ka, por ejemplo, se utilizaba tanto para la sílaba «ka» como
para «ga» y «kha». Ra puede representar «ra» o «la». Para colmo, las
consonantes finales de sílaba no se anotaban, de tal modo que podríamos
encontrarnos con que ese signo significa «kal», «kan>, «gas», etc. Mi propio
nombre, por ejemplo, se transcribiría así:
SPECIAL_IMAGE-page0066
La transcripción literal de las tablillas ofrece resultados que a
los que estudiábamos Micénico en Filología Clásica nos resultaban divertidos.
Por ejemplo, en una famosa tablilla se lee wa-na-ka-te-ro te-me-no y luego
rawa-ke-si-yo te-me-no. Pronúnciese con cierto énfasis gutural y aporreando el
suelo con los pies, y uno ya está listo para lanzarse a un combate de sumo.
Pero la cosa cambia al rellenar los huecos que deja este sistema de notación
silábica: wanákteron témenos y lawagésion témenos. Respectivamente, «el terreno
del rey» y «el terreno del general» (o «conductor del pueblo en armas»,
literalmente).
Ya sabemos, pues, que las tablillas encontradas en Cnosos, Pilos,
Tebas y otros lugares estaban redactadas en griego. De repente, la prehistoria
se convierte en historia, y el griego en un idioma que posee cerca de 3.500
años de tradición escrita, algo de lo que pocas lenguas pueden alardear. ¿Qué
apasionantes secretos nos desvelan las tablillas del lineal B?
Por desgracia, no demasiados. En primer lugar, son tan sólo unas
cinco mil, una cifra muy reducida comparada con los centenares de miles de
tablillas cuneiformes de Mesopotamia. Pero lo peor es el contenido. No hay
escenas cotidianas, como la del padre sumerio que regaña a su hijo por estar
todo el día con sus amigotes -Los jóvenes de hoy día, podría titularse-, ni
epopeyas como la del héroe Gilgamesh en su búsqueda de la inmortalidad. No
encontramos crónicas de reyes con nombre propio que nos informen sobre sus
dinastías, o que al menos fanfarroneen sobre sus grandes victorias al estilo de
un Ramsés o un Darío. Ni poemas ni canciones, ni siquiera rituales mágicos como
el ensalmo sumerio contra el gusano de la caries. Tan sólo son documentos de
contabilidad en los que se enumeran listas de personas según su ocupación, sus
posesiones y los bienes que reciben o que aportan. Tantos kilos de trigo para
el rey, tantos litros de aceite para la sacerdotisa, tantas vasijas de tres
asas, tantos ejes para los carros, ¡una lectura interesantísima para la sala de
espera del dentista!
Después del gran esfuerzo que
se hizo para descifrar el lineal B, el resultado puede parecer decepcionante.
Pero, combinando las tablillas con los hallazgos arqueológicos y estableciendo
comparaciones con los documentos de las principales potencias de la época -a
saber, Egipto y el imperio hitita- y los mismos poemas de Homero que sirvieron
de inspiración a Schliemann, los estudiosos de la Grecia micénica han podido
extraer muchas conclusiones. Ahora nos olvidaremos por fin de nuestros (casi)
contemporáneos y trataremos de conocer mejor a estos primeros griegos.
LA LLEGADA DE LOS GRIEGOS
Es hora de contar quiénes eran, o quiénes se cree que eran, los
constructores de las fortalezas ciclópeas de Micenas, Tirinto, Orcómeno y otras
ciudades; y si es posible que fueran ellos quienes atacaron Troya.
Desgraciadamente, no podemos ofrecer un relato ordenado, pues las
tablillas no nos ofrecen narrativa, sólo papeleo burocrático. Todo son
deducciones a partir de los restos materiales y de los documentos en lineal B,
y no hay prácticamente nada que no se halle sometido a crítica y polémica. ¿Les
suena del capítulo anterior?
La primera duda sobre los griegos es cuándo llegaron a la Grecia
continental. El abanico de fechas y explicaciones es amplio. Según mu chos
autores, los primeros hablantes de griego entraron en la península hacia el año
1900. Se basan, entre otras pruebas, en la introducción de un nuevo tipo de
vasijas grises con cierto aspecto metálico, la llamada cerámica miniana.
Para otros, los griegos
llegaron varios siglos más tarde. Entre ellos está el historiador Robert Drews,
que propone una compleja teoría sobre la relación entre las sociedades antiguas
y la introducción de nuevas tácticas militares (Drews, 1989). Drews cree que,
en torno a 1600, comunidades de hablantes de lenguas indoeuropeas empezaron a
abandonar sus tierras nativas, probablemente en el este de la actual Turquía.
Pero no se trataba de las clásicas invasiones, migraciones completas de
pueblos, sino de élites guerreras que se movían en campañas planificadas. Con
su superioridad en armamento, se apoderaban de otras sociedades más
vulnerables, a las que podían explotar. Es lo mismo que habrían hecho, por
ejemplo, los hicsos en Egipto o los arios en el noroeste de la India; en cierto
modo, una situación parecida a la de los visigodos que se apoderaron de la
Hispana romana.
Para los invasores, la clave era el carro de guerra, la gran
innovación táctica de la época, que siguió siendo el arma decisiva hasta el
final de la Edad de Bronce. Al entrar en Grecia estos primeros hablantes de
griego no transformaron étnicamente el país, sino que se superpusieron como
pequeña minoría dominante sobre una población preexistente. Los estudios
antropométricos revelan que los hombres enterrados en las tumbas de pozo del
interior de Micenas eran unos 6 centímetros más altos que los sepultados fuera,
en tumbas menos ricas. Para Drews, eso se debería a una diferencia étnica (en
realidad, no es necesario: podríamos pensar en diferencias sociales, ya que el
crecimiento y la alimentación están claramente relacionados).
Es posible que en arqueología se haya abusado de la teoría de las
invasiones. Cualquier cambio en la forma de tornear o pintar las vasijas, o de
enterrar o incinerar a los muertos, se atribuye a la invasión de un pueblo
diferente. Es como pensar que la misma gente no puede cambiar de costumbres a
menos que llegue alguien de fuera a imponérselas a sangre y fuego. Imaginemos a
unos arqueólogos del futuro examinando nuestros restos: «Mira, esta gente
cambió del vídeo VHS al disco DVD. ¡Está claro que alguien los invadió!».
Por eso, otros arqueólogos,
siguiendo las teorías de Gordon Childe, prefieren recurrir a la teoría de los
cambios culturales por difusión. Quizá el más conocido de ellos sea el
prestigioso arqueólogo inglés Colin Renfrew. En su opinión, el griego se
desarrolló en la propia Grecia como evolución de una especie de «protogriego»
descendiente de la familia indoeuropea. Estos hablantes llevarían en la península
balcánica desde antes de 6000 a.C., cuando se produjo la difusión de la
revolución neolítica (Renfrew, 1990).
El problema es que, si hacemos caso a Renfrew -cuya especialidad,
recuerdo, es la arqueología-, el origen del indoeuropeo se retrotrae muchísimo
en el tiempo.9 Esto lo han criticado con dureza lingüistas como los españoles
Adrados yVillar. Uno de los argumentos en contra de Renfrew es que, si las
lenguas indoeuropeas se hubieran desgajado tan pronto de su tronco común, antes
del año 6000 las diferencias entre ellas serían mucho mayores, tanto que los
lingüistas nunca habrían reparado en las semejanzas que existen entre griego,
latín y antiguo indio, y por tanto no habrían podido desarrollar la teoría del
indoeuropeo.
Personalmente, me resulta dificil creer la teoría de Renfrew Quizá
por ser filólogo, me convence más la hipótesis de Francisco Villar (Villar,
1996). Al igual que otros autores, sostiene que los primeros griegos entraron
en la zona que conocemos como Grecia entre 1900 y 1600: la lingüística no
permite precisar más las fechas. Pero, a diferencia de otros autores, propone
como lugar de procedencia el Epiro, una región situada al noroeste de Grecia y
cuyo antiguo territorio se reparte ahora entre Grecia y La principal razón que
aduce Villar es la toponimia, una disciplina bastante árida, pero que ofrece
resultados muy interesantes a falta de otros documentos o pruebas: los nombres
de lugar se mantienen mucho tiempo, incluso cuando la lengua en que se crearon
ya ha desaparecido.
Curiosamente, los topónimos del Epiro, una comarca que los griegos
de época histórica consideraban como bárbara, son helénicos.Y, al contrario,
muchos lugares de la Grecia clásica mantenían nombres antiguos: aquellos que
terminan en -ssos, -ttos o -nthos (Parnassós, «Parnaso»; Hymettós, «Himeto»;
Kórynthos, «Corinto») son anteriores a la llegada de los griegos, una especie
de restos arqueológicos de la lengua o lenguas que hablaban los primitivos
moradores de Grecia.
Como digo, la teoría deVillar
me parece convincente. Ahora bien, no siendo ni de lejos un experto en estos
campos, no me atrevo a precisar más el momento concreto de la llegada de los
griegos, si se trató de una migración en masa o varias, o fue la invasión de
una élite guerrera.
LOS REINOS MICÉNICOS Y UN ATISBO DE SU HISTORIA
Tras los descubrimientos de Schliemann, durante un tiempo se creyó
que Micenas era la capital de un poderoso reino que dominó prácticamente toda
la Grecia continental. Ahora, gracias sobre todo a las tablillas, se sabe que
el mundo micénico se componía de reinos independientes, cada uno centrado en
una fortaleza y rodeado por un área de influencia más o menos extensa.
El nombre «micénicos» es tan engañoso como el de «minoicos». Ha
triunfado en parte por las excavaciones de Schliemann en Micenas y en parte por
el papel preponderante que se cree desempeñó Micenas entre los demás reinos:
así lo refleja el hecho de que su rey Agamenón sea el líder supremo en la
expedición contra Troya. Pero es seguro que ellos nunca se llamaron así.
Los nombres con que Homero designa a los griegos que atacan Troya
son tres: argivos, dánaos y, el más frecuente, aqueos. Argivos sería una
denominación extendida a partir del nombre de la importante ciudad de Argos,
situada cerca de Micenas. Los aqueos parecen corresponderse con el pueblo de
los Ahhiyawa, que aparecen en numerosos documentos hititas. Si los lectores
encuentran poca semejanza entre ambos términos -«Sí, los dos empiezan por
"a", ¿y qué?»-, hay que tener en cuenta que la pronunciación más probable
del gentilicio griego hacia el año 1400 sería Akhaiwói, mientras que el término
hitita sonaría parecido a Akhiyawa. Los filólogos consideramos eso un parecido
más que razonable. Pensemos que los griegos, al escuchar el nombre persa
Darayavahus, lo pasaban a Dareios, y nosotros a Darío. Los préstamos de nombres
entre lenguas dan resultados curiosos.
Para Joachim Latacz, experto en Homero y en la guerra de Troya
(Latacz, 2003), los aqueos eran un pueblo que controlaba la parte este de
Grecia, incluidas Beocia,Tesalia y la gran isla de Eubea, así como las islas
del Egeo cercanas a la costa de Turquía. El centro de esta unidad política era
la ciudad de Tebas, bien conocida por el mito de Edipo, el infortunado héroe
que sin saberlo mató a su padre y se casó con su madre.
A principios de los noventa se
encontraron en Tebas más de doscientas nuevas tablillas de lineal B. Según sus
editores, éstas revelan que en el siglo xüi Tebas habría sido el más poderoso
de los estados griegos, mucho más extenso que Micenas, Tirinto y Pilos, y con
más influencia política, como revela el hecho de las constantes menciones a los
Ahhiyawa en los documentos hititas.
En cuanto a los dánaos, también tienen su correlato en fuentes
extranjeras: en una inscripción egipcia de la época de Amenofis III aparece el
país de Danaya.Y dentro de ese país se encuentran nombres de ciudades como
Mukana, que se corresponde claramente con Mukcnai, forma griega más antigua de
Micenas.
Para Latazc, los dánaos serían un linaje noble que se adueñó del
Peloponeso, aquellos a los que llamamos micénicos con más propiedad. Por
cierto, esto suena similar a la hipótesis de la élite guerrera de Drews.
De modo que tendríamos a los aqueos en Tebas, Eubea y Tesalia, y a
los dánaos en el Peloponeso, alrededor de Micenas. Siglos más tarde, Homero
utilizó como sinónimos estos dos nombres y también el de argivos, eligiendo
entre los tres el que mejor le cuadraba para componer cada verso.
Cabe hacerse aquí una pregunta. ¿Cuándo empezaron los griegos a
llamarse griegos? La respuesta es: nunca. Cuando siglos más tarde, sobre todo a
raíz de las Guerras Médicas, tomaron conciencia de pueblo, se llamaron a sí
mismos «helenos», y «Hélade» a su país. Denominaciones que mantienen todavía
hoy. El nombre de griegos se lo dieron los romanos por un primer contacto con
una tribu determinada, los graikoi, graeci en latín,griegos en castellano. En
una metonimia parecida -nombrar al todo por la parte-, en muchos lugares de
Hispanoamérica se nos conoce a los españoles como «gallegos».
En la cronología de la Grecia micénica no hay hitos claros, como
batallas o muertes de personajes importantes. Para establecer fases y periodos,
los historiadores y arqueólogos se basan en estilos cerámicos, formas de
enterramiento y otros cambios en los restos materiales. Básicamente, desde 1600
hasta 1500 se extiende el periodo de las llamadas tumbas de pozo: las mismas
que excavó Schliemann, con las máscaras de oro de las que ya hemos hablado.
Entre 1500 y 1400 los micénicos empezaron a expandirse por el Egeo, y lo
cruzaron para instalarse en lugares de Asia como Mileto. De esta época datan
los primeros thóloi, las tumbas en forma de cúpula. Hacia el año 1400, los
griegos ocuparon el gran palacio de Cnosos.Al hacerlo, imitaron los modos de
gobierno de los cretenses a los que habían conquistado. En particular, tomaron
de ellos la burocracia palaciega con archivos exhaustivos y registrados en una
forma de escritura adaptada de la cretense, el lineal B del que ya hemos
hablado.
Entre 1400 y 1200 la cultura
micénica llegó a su esplendor. Los palacios crecieron aún más y se rodearon de
las grandes fortificaciones que todavía nos asombran. Fue entonces cuando se
construyeron los thóloi de mayor tamaño, como el denominado Tesoro de Atreo.
En este momento de auge, los micénicos comerciaban con todo el Egeo,
y más allá. Para los griegos siempre ha sido más cómodo y barato transportar
sus mercancías por mar que por tierra. Aunque los micénicos disponían de buenas
redes de caminos, las montañas de Grecia segmentan el país en regiones
apartadas que hacen dificil acceder de unas a otras. Era más fácil lanzarse al
mar, y además bastante seguro: se podía cruzar desde Grecia hasta Anatolia
saltando de isla en isla sin perder de vista la tierra firme en ningún momento.
Los barcos micénicos, como los de la Época Clásica, tenían poco calado, de modo
que podían vararse en la playa para pasar la noche. En ese sentido, es muy
gráfica una escena panorámica de la película Troya en la que se ve a los aqueos
halando de sogas atadas a sus naves para subirlas a la arena.
EL MEDIO FÍSICO GRIEGO
Gracias al estudio de los autores clásicos, se cree que el clima y
la vegetación de la Grecia antigua, tanto la micénica como luego la clásica,
eran bastante parecidos al de ahora. En general, el clima es el típico
mediterráneo, con veranos secos y muy calurosos -es mejor no ir a ver el
Partenón a mediodía en agosto, porque las máximas se acercan a los 40 grados-,
e inviernos lluviosos de octubre a marzo, con temperaturas que no suelen bajar
de 4 grados. La zona este y las islas son más secas, mientras que en el
noroeste las precipitaciones son mucho más abundantes. De todos modos, Grecia
tiende a sufrir más sequías que exceso de lluvias, como España.
En las llanuras se cultivaba
trigo y cebada, aunque de vez en cuando las cosechas se perdían en algunos
lugares por falta de precipitaciones. Los griegos también se dedicaban a la vid
y al olivo, menos exigentes con la humedad. Para complementar su dieta,
recurrían a miel, legumbres, frutos secos y queso de cabra y oveja (este último
era algo más que un complemento, pues podía conservarse durante bastante tiempo
y proporcionaba tantas calorías como los cereales y más proteínas). La carne
solía reservarse para los sacrificios de los días de fiesta. El pescado era uno
de los manjares más apreciados, aunque no abundaba tanto como podría suponerse
en un país de tantas costas: en Atenas, por ejemplo, se convirtió casi en un
producto de lujo (Davidson, 1998).
Las montañas, más húmedas, frías y boscosas que las llanuras,
determinan el paisaje griego en muchos sentidos. Una serie de cadenas
montañosas atraviesan el país de noroeste a sureste, creando valles entre ellas
y, sobre todo, dividiendo Grecia. Eso explica en parte por qué el país no llegó
a unirse políticamente, a no ser que fuese bajo potencias extranjeras. Las
comunicaciones por tierra eran dificiles, de modo que los griegos no tardaron
en dedicarse a la navegación. Además, no hay ningún punto del país que diste
más de 80 kilómetros del mar. En las montañas había pinos y abetos, árboles de
madera ligera útiles para construir barcos. La variedad preferida para los
trirremes de guerra era el abeto blanco, Abies alba, que crecía en las tierras
altas de Macedonia.
Las montañas proporcionaban caliza para construir y diversas
variedades de mármol. Había minas de plata, plomo y hierro, y en el norte se
explotaban yacimientos de oro. El cobre, en cambio, había que buscarlo en la
isla de Chipre.
Las placas tectónicas de África y Eurasia entran en contacto al sur
de Grecia. Eso explica la alta actividad sísmica, y también la volcánica, que
ha formado el arco de islas conocidas como las Cícladas que unen Grecia y
Turquía.
Los micénicos también se
arriesgaban en travesías más largas, cruzando el mar de Creta que, como
comprobé personalmente durante la cena de gala de un crucero -no llegué al
segundo plato-, puede ponerse bastante movido. Se han encontrado cerámicas
griegas en Egipto y también en Siria, e incluso al oeste, en Sicilia y el sur
de Italia, lugares adonde siglos más tarde se dirigiría la gran colonización.
¿Qué mercancías intercambiaban los micénicos? Hay pruebas
sorprendentes: dos barcos naufragados en las costas del sur de Turquía cuyos
pecios se han fechado en la época micénica.Ahora los restos de ambos se exponen
en el Museo de Arqueología Submarina, en Butrum, la antigua Halicarnaso.
Del primero de ellos, hundido junto al cabo Gelidonia, se calcula
que medía unos 10 metros de eslora. Digo «se calcula» porque a la nave le pasó
lo mismo que al supuesto cofre de Schliemann: la madera se pudrió, pero la
distribución de la carga en el suelo da idea de la forma que tenía el barco. En
cualquier caso, por muy tranquilo que parezca el Mediterráneo comparado con el
Cantábrico, hacía falta tener valor para arriesgarse a afrontar sus olas dentro
de un cascarón así. Este pequeño barco transportaba lingotes de cobre de unos
20 kilos cada uno, y también de bronce ya aleado. La forma de estos lingotes es
la típica de la época, conocida como «piel de toro»: un rectángulo extendido
con un saliente en cada ángulo para manejarlo mejor.
La segunda nave, hundida junto a un lugar llamado Uluburun, tenía
unos 15 metros de eslora, y se ha conservado algo de su casco, construido en
madera de cedro. Cargaba unas 10 toneladas de cobre y también algunos lingotes
de estaño. Como es bien sabido, al fundir estaño con cobre en una proporción
aproximada de 1 a 9 se obtiene bronce, un metal mucho más duro que cualquiera
de ambos por separado. La principal fuente de cobre era Chipre, y el estaño se
obtenía de rutas comerciales más lejanas: por oriente venía de Afganistán, y
por occidente de España, Gran Bretaña, Bohemia y Sajonia (Aitchison, 1960).
Entre los restos del barco hay mercancías más exóticas: ámbar del
Báltico, colmillos de elefante y de hipopótamo, cáscaras de huevos de avestruz
para hacer cuentas, madera de ébano -africano, no el auténtico de la India-,
lingotes de vidrio fundido con cobalto o cobre para darles un tinte azul o
turquesa. También productos ya manufacturados: copas de oro, joyas de oro y
plata, herramientas de bronce y un escarabeo con el nombre de la célebre
Nefertiti, la esposa del faraón hereje Akenatón. Entre las armas, bien fueran
para comerciar o para defenderse, se encuentra una magnífica espada micénica de
bronce.
Estos dos pecios son una
ventana que nos permite asomarnos a una época refinada y compleja cuyo
esplendor no volvería a igualarse durante varios siglos. Los grandes reinos del
final de la Edad del Bronce, Egipto y el imperio hitita, rivalizaban entre sí
por controlar la zona conocida como Levante (hoy día Israel, Siria y Líbano). A
veces combatían, como en la batalla de Kadesh, que enfrentó al gran faraón
Ramsés II contra el rey Muwatali II y en la que participaron casi 6.000 carros
de combate. Más a menudo tenían contactos diplomáticos, y gracias a la
correspondencia entre ambos nos ha llegado el nombre de los Ahhiyawa. Pues los
aqueos comerciaban con las dos potencias, y sabemos que en esta época de su
auge llegaron a competir con los hititas por el control de la costa occidental
de Turquía.
Prácticamente al final de esta época, como parte de la expansión
micénica, se libró la guerra de Troya..., si es que en verdad sucedió.
Hablaremos de ello más adelante. Pero en torno al año 1200, este mundo
espléndido y complejo llegó de súbito a su fin. Se trata de uno de los mayores
misterios de la historia, que Robert Drews, autor al que ya hemos mencionado,
denomina simplemente como «La Catástrofe» (Drews, 1993). Las principales
ciudades micénicas sufrieron una oleada de incendios y devastación, y ya no
levantaron cabeza. Pero no fueron nuestros primeros griegos los únicos en
padecer tribulaciones. El poderoso imperio hitita se hundió en un olvido del
que no resucitaría hasta el siglo xx, muchas ciudades del próspero Levante
fueron destruidas e incluso Egipto recibió el ataque de los misteriosos
«pueblos del mar». Se abrió una época a la que los historiadores, por analogía
con el principio del Medievo, han denominado Edad Oscura. De este apasionante
enigma hablaremos en el capítulo siguiente.
LA SOCIEDAD MICÉNICA
¿Cómo eran fisicamente los primeros griegos? Los esqueletos hallados
en las tumbas de Micenas y otros emplazamientos revelan que los hombres tenían
una estatura media de 1,67 metros, y las mujeres de 1,55. No es como para jugar
al baloncesto, pero considerando que se han encontrado esqueletos de casi 1,80,
dista mucho de la idea tan extendida de que los hombres de la Antigüedad eran
unos enanos comparados con los de nuestros tiempos. Por otra parte, como ya he
comentado antes, la estatura del pueblo llano era unos seis centímetros
inferior.
La edad media de los varones
enterrados parece ser de treinta y cinco años, y la de las mujeres de poco más
de treinta. Eso no quiere decir que envejecieran tan pronto, como también se
suele suponer equivocadamente de los hombres de la Antigüedad. Refiriéndome
ahora a los griegos clásicos, de los que sabemos mucho más y cuya calidad de
vida no debía ser sustancialmente distinta de la de los micénicos, ¿cómo es
posible que pensaran que la akmé o plenitud de un hombre estaba en torno a los
cuarenta años? A los treinta un varón alcanzaba la madurez necesaria para
participar activamente en la política de la ciudad, y parecía ser una edad
apropiada para casarse. Todo eso se compagina mal con la imagen de treintañeros
sin dientes, envejecidos y encorvados que he escuchado en más de una discusión.
La clave está en que hablamos de medias estadísticas, y también de
riesgos. La mortalidad infantil sin duda era muy alta, así como la que se
producía entre las mujeres al dar a luz o en el puerperio. Por otra parte,
hombres y mujeres perfectamente sanos podían sucumbir de repente ante cualquier
enfermedad o infección que hoy se solucionaría con antibióticos o una breve
visita al quirófano. Entre las afecciones que se encuentran en los esqueletos,
aparte de problemas dentales (por más miedo que les tengamos a los dentistas,
no quiero pensar cómo debía ser la vida antes de ellos), hay algunas
reveladoras, como la artritis que sufrían varios sujetos en el hombro
izquierdo. ¿Por sostener un escudo pesado?
Hasta aquí los cuerpos desnudos. La ropa típica era una túnica de
mangas cortas y ceñida a la cintura, no muy diferente a la que llevaban sus
descendientes en la Época Clásica. Si había que trabajar, puesto que en Grecia
suele hacer calor, se quitaban la túnica y se quedaban tan sólo con un
taparrabos o un faldellín. Los tejidos eran el hilo y la lana. El algodón aún
tardaría en llegar, y de la seda no se sabría nada hasta el siglo v, cuando los
griegos entraron en contacto con los persas.
La moda femenina se basaba en
la minoica. Se encuentra la típica falda de volantes cretense, y en una
figurita de marfil que representa a dos mujeres compartiendo un largo chal de
borlas también se aprecia el corpiño ajustado, que se podía abrir en la parte
superior para descubrir los pechos, como en Creta. ¿Lo hacían también en los
rituales, es una convención pictórica o a las mujeres micénicas les parecía que
quedaba fino enseñar los senos imitando a las minoicas?
La producción de ropa y tejidos llegó a un grado de
industrialización superior al de épocas posteriores, entre otras razones porque
la economía estaba más centralizada y burocratizada en torno a los grandes
palacios. En el reino de Pilos, por ejemplo, había hasta 600 mujeres trabajando
en el sector textil. En cambio, en la Atenas clásica la confección de ropa era
una ocupación más bien casera.
Encima de la ropa podían llevar todo tipo de adornos: cuentas,
placas de oro cosidas como las que encontró Schliemann en las tumbas ya hemos
visto que quizá encontró demasiadas-, lentejuelas, adornos de oro en los
dobladillos, etc. También se ponían pendientes, brazaletes, tiaras y collares,
y grandes sellos de oro al estilo minoico.
Este refinamiento nos hace evocar una cultura sofisticada y
próspera, con una considerable influencia de Creta. No conocemos exactamente en
qué consistía dicha influencia ni hasta qué punto los micénicos y los minoicos
se llevaban bien o albergaban desconfianzas mutuas. Es posible que los
minoicos, incluso cuando dominaban una Creta ya en decadencia, siguieran
considerándola culturalmente superior. Las relaciones ambivalentes entre
pueblos no son infrecuentes: sin ir más lejos, pensemos en la extraña relación
que tenemos los españoles con los norteamericanos, a los que imitamos en todo a
la vez que los odiamos y les achacamos la mayoría de los males del mundo.
Los documentos en lineal B no permiten poner nombres a los
gobernantes micénicos; pero tanto la rigurosa burocracia de las tablillas como
la arquitectura monumental o las obras públicas nos permiten imaginar una
sociedad compleja y con una estructura jerarquizada. Todas las actividades se
organizaban en torno a los grandes palacios, que a diferencia de los de Creta
disponían de unas defensas imponentes, con muros que los griegos posteriores
llamarían «ciclópeos», pues creían que sólo los gigantescos cíclopes podían
haberlos construido con piedras de tal tamaño. Eso quiere decir que debía
existir rivalidad entre los diversos centros palaciales, a los que llamaremos
reinos.
A la cabeza de cada reino
había un rey o wanax, título que se corresponde con el de ánax andrón" que
recibe en la Ilíada Agamenón, rey supremo de la expedición contra Troya. La
siguiente figura en poder y honores parece ser el lawagetas, literalmente
«conductor del pueblo en armas», si nos atenemos de nuevo al lenguaje homérico.
Sabemos que tanto el rey como esta especie de lugarteniente poseían extensos
terrenos y se beneficiaban de su producción. Poco más se puede añadir sobre
ellos.
Los nobles que rodeaban al rey eran conocidos como hequetai,
«seguidores», un término que recuerda por su significado al latino convites,
«acompañantes», del que proviene el título nobiliario «conde». Serían sus
caballeros en la guerra y sus compañeros de cacería y banquetes en la paz.
El damos -en el dialecto jónico de Atenas se convertiría en dámos,
de donde procede nuestro término «democracia»- debía de ser el pueblo libre. Se
trataría de campesinos que poseían sus propias tierras, aunque a cambio debían
rendir cuentas a los escribas de palacio y, sin duda, entregar una parte de su
producción.También había esclavos o docroi. Es dificil saber cuál era su
estatus exacto: ¿estaban vinculados a la tierra como los ilotas espartanos, o
se los podía vender? N.s./n.c.
Ya las llevaran a cabo los miembros del damos, los esclavos o todos
juntos, en el mundo micénico había obras públicas que debían emplear a cientos
de hombres a la vez. Así lo atestiguan las murallas ciclópeas o las grandiosas
tumbas de thólos. El dintel del Tesoro de Atreo, por ejemplo, es un enorme
bloque de piedra de 120 toneladas ante el que los visitantes levantan la cabeza
y piensan: «¿Cómo demonios habrán subido eso ahí arriba?».
Los caminos eran mejores que los de la Época Clásica. Alrededor de
Micenas, por ejemplo, se han encontrado huellas de una red de calzadas que
salían de ella en todas direcciones. Tenían hasta cuatro metros de anchura, con
cuestas reducidas para que pudieran circular por ellos tanto los carretones
tirados por bueyes y cargados de mercancías como los ligeros carros de guerra
de los nobles. Una red así implicaría algún tipo de trabajo público y un Estado
centralizado que se encargara de mantenerla en condiciones.
Otra obra que demuestra la
ambición de los micénicos fue el drenaje del lago Copais, a poca distancia de
Tebas, que consiguió ganar para la agricultura y la ganadería 90 kilómetros
cuadrados de terreno mediante un sistema de canales de 40 metros de anchura e
incluso un túnel de más de 2 kilómetros de longitud que llevaba las aguas
drenadas hasta el mar. En la Época Clásica esta región volvió a inundarse; a
cambio de las tierras «perdidas», los habitantes del lugar podían consolarse
con las anguilas del lago, un manjar muy apreciado también en Atenas.
ARQUITECTURA
Ya hemos mencionado las tumbas de thólos, la manifestación más
grandiosa, casi megalómana, de la arquitectura micénica.Al ser el ejemplo más
conocido y el de mayores dimensiones, describiremos el denominado Tesoro de
Atreo, que pudo construirse a finales del siglo xiv o durante el siglo
xüi."
La tumba estaba construida en la ladera de una colina, no muy lejos
de Micenas. Los turistas que se acercan a ella tienen que recorrer antes el
drómos, un corredor de 39 metros formado por paredes que se levantan poco a
poco a ambos lados como para empequeñecer al visitante. Sobre la puerta hay un
dintel cuyo peso se calcula en 120 toneladas. Por encima de él se encuentra algo
muy característico de la arquitectura micénica. Las hileras de piedras
superiores no se apoyan sobre el centro del monolito: están cortadas con bordes
oblicuos, de forma que conforme se sube las hiladas se acercan más, hasta
juntarse en la décima fila. El hueco que forman así encima del dintel tiene
forma triangular, por lo que se denomina «triángulo de descarga»: si todo el
peso de esas diez hiladas recayera sobre el centro de la piedra de 120
toneladas, ésta se partiría. El triángulo estaba tapado por una losa decorada,
como en la Puerta de los Leones de la ciudadela de Micenas.
Tras cruzar un pasillo, nos encontramos bajo una bóveda de 15 metros
de diámetro y casi 14 de altura. Se la suele llamar «falsa», porque una cúpula
«de verdad» es un arco al que se hace describir una rotación completa, y como
arco que es sus elementos trasmiten empujes horizontales. En cambio, en la
bóveda del Tesoro de Atreo todas las fuerzas son verticales. ¿Cómo se consigue
que no se venga abajo todo el conjunto? Por un sistema de voladizos. Al igual
que ocurre en el triángulo de descarga, cada hilada de piedra de la cúpula
sobresale un poco sobre la anterior, de modo que se va acercando a la pared de
enfrente hasta que convergen arriba. Además, las piedras son más pequeñas conforme
nos acercamos al techo y las paredes se hacen más delgadas, mientras que en una
cúpula auténtica tienen el mismo grosor en todo momento. Construir un arco o
cúpula en voladizo es como colocar un montón de libros al borde de la mesa,
cada uno un poco más fuera que el de abajo: la única forma de que la pila no se
caiga es que los libros de arriba sean cada vez más pequeños. (Pero al final
los libros se caen. Mi mesilla de noche da fe de ello).
Auténtica o no en el sentido
arquitectónico, la cúpula sigue impresionando. Imaginémosla cuando la
construyeron, con rosetas de bronce adornando las losas de piedra, y llena de
tesoros que, por desgracia, cayeron en manos de los saqueadores de tumbas hace
mucho tiempo. Sic transit gloria mundi!
En cuanto a los palacios, su arquitectura era mucho más simple que
la del Laberinto de Cnosos. El núcleo era el mégaron o salón del trono: una
estancia de planta cuadrada, con un gran fuego circular en el centro. En cierto
modo, el mégaron recuerda a construcciones más propias del norte, como el
Heorot que aparece en Beowulfo el palacio del rey Théoden en El Señor de los
Anillos.
Otra diferencia con Creta es que los palacios estaban rodeados de
murallas de hasta seis metros de grosor, construidas con bloques de piedra tan
grandes que, como hemos comentado ya antes, los griegos posteriores las
llamarían «ciclópeas». El ejemplo más imponente y mejor conservado es la
ciudadela de Micenas, y en particular su entrada, la famosa Puerta de los
Leones.
LA RELIGIÓN
Como ya he dicho, los griegos creían que buena parte de su religión
provenía de Creta, y lo cierto es que las representaciones de las divinidades
micénicas recuerdan mucho a la cultura minoica. Según ciertas teorías, es
posible que en Grecia los micénicos convivieran con una población ante rior que
todavía mantendría su lengua y una religión similar a la cretense: la de la
Vieja Europa.
Aparte de esas influencias
previas, los micénicos ya adoraban a muchos dioses del panteón clásico. Gracias
a las tablillas en lineal B, sabemos que rendían culto a Zeus y su esposa Hera,
a Poseidón, a Dioniso -fue una sorpresa encontrarlo en las tablillas, porque se
creía que su aparición en Grecia era mucho más tardía-, a Hermes, a Ares y a
Ártemis. Es posible que ya reconocieran a Apolo en la forma de Paiawon, que
luego se convierte en Peán. Hay también un Hefesto, pero da la impresión de ser
un nombre de persona, no de divinidad. Deméter no aparece con tal nombre, pero
es evidente que tenían diosas equivalentes, encargadas de mantener la fertilidad
de los campos, aunque no se llamaran como ella.
Ahora bien, ¿poseían estos dioses los mismos rasgos que en la Época
Clásica? ¿El Zeus micénico arrojaba el rayo, su Hermes tenía alitas en los
pies? Por desgracia, todo lo que nos cuentan las tablillas es cuántos litros de
aceite o kilos de grano había que ofrendar a cada dios. De representaciones
andamos escasos, y como no las acompañan nombres escritos no se puede saber más
sobre estas protodivinidades olímpicas.
Los dioses antiguos necesitaban sacrificios, y de brindárselos se
encargaban personas específicas: los términos e representarían el griego
hiereús y hiéreia, «sacerdote» y «sacerdotisa» respectivamente. ¿En qué lugares
oficiaban los ritos? En la Grecia de mil años después queda muy claro cuándo un
edificio es un templo. De hecho, el templo es el elemento más típico de la
arquitectura clásica. Pero no ocurre así cuando examinamos restos de
construcciones micénicas. Por las ofrendas que se han hallado en algunos
lugares, se cree que son centros de culto, y parece claro que en los grandes
palacios también se celebraban sacrificios. Por otra parte, se han encontrado
restos micénicos en santuarios que luego serían centrales en la religión
clásica, como Olimpia o Delfos, lo que demuestra que ya existían en la Edad de
Bronce.
¿Qué se ofrecía a los dioses? Aceite, trigo y miel, amén de vasijas
valiosas. Pero también había sacrificios cruentos.Aparte de representaciones
artísticas de toros, jabalíes o cabras muertos en honor de las divinidades, se
han encontrado en algunos lugares restos de huesos y cenizas animales.
¿Qué hay del sacrificio
humano?Ya hemos hablado de él en el capítulo relativo a Creta. En Homero
aparece como una necesidad horrible: así ocurre en el caso de Agamenón, que
mata a Ifigenia para conseguir vientos propicios. Sobre esta cuestión, las
tablillas son ambiguas: aunque nos indican que a veces se ofrendan a los dioses
hombres y mujeres, no tiene por qué significar que son víctimas, sino que sus
personas se consagran al servicio de la divinidad. La historia de Ifigenia
apunta a que, quizá de forma extraordinaria, cuando la comunidad corría un
grave peligro, se acudía al sacrificio humano como último recurso. Según
Plutarco, lo mismo ocurrió siglos después, justo antes de la batalla de
Salamina, cuando los griegos sacrificaron a dos jóvenes persas.
LA GUERRA
En un interesante documental de la serie Civilizaciones perdidas, de
Time Life, uno de los especialistas que intervenía comparaba a los micénicos,
por contraste con los pacíficos cretenses, con una pandilla de matones
belicistas.Ya hemos visto que esa imagen de los minoicos con una ramita de
olivo en la boca y cantando Dadle una oportunidad a la paz es un tanto
optimista. Pero resulta evidente que a los micénicos les iba la marcha guerrera
tanto como nos cuenta Homero: así lo confirman las tablillas, las numerosas
armas encontradas y las representaciones artísticas.
Se han encontrado corazas y yelmos, y sabemos que tenían el mismo
nombre que en griego posterior: to-ra-ka y ko-ru respectivamente (clásicos
thórax y kory). Hablando de cascos, entre los descritos por Romero en la Ilíada
hay una rareza, un yelmo fabricado con colmillos de jabalí. Durante mucho
tiempo se consideró una invención del poeta, pues en la Época Clásica no existía
nada similar. Sin embargo, hoy día el casco de colmillos de jabalí está más que
atestiguado: se han encontrado ejemplares, y también hay representaciones en
frescos, sellos, figurillas de marfil y cerámica. Es el típico ejemplo que nos
recuerda que debemos fiarnos un poco más de Homero y que existe mucha más
continuidad entre las Grecias micénica y arcaica de lo que se creía en un
principio.
En las pinturas se ven
representaciones de escudos en forma de ocho y también del tipo alargado, que
debe de ser el que Homero denomina «de torre». Cubrían del cuello a los pies, y
parece que estaban hechos con mimbre tejido sobre una armazón de madera, y
forrados de piel, probablemente de vaca -en las imágenes de algunos frescos se
ve que eran moteados-. Debían pesar bastante, así que se colgaban con una
correa en diagonal del hombro izquierdo, dejando ambas manos libres; aunque a
finales del periodo micénico se redujo el tamaño de los escudos y la longitud
de la lanza, lo que posibilitaría combatir con más agilidad.
Según Homero, el escudo de Áyax tenía ocho capas de piel y también
chapa de bronce. Es posible que aquí se trate de una exageración, como la lanza
del mismo personaje, que se supone que medía diez metros: Áyax representa el
prototipo del guerrero forzudo, y todo lo relativo a él es desmesurado.
Se han encontrado bastantes espadas. Como es de esperar por la
época, están forjadas en bronce. Muchas han aparecido rotas por la empuñadura,
porque el problema era que si recibían un golpe de plano en la hoja podían
quebrarse. Pero eso no significa que no fueran eficaces para asestar estocadas
al enemigo. Las primeras espadas llegaban hasta un metro de longitud, pero a
finales del periodo micénico se preferían otras más cortas.
Hablando de armas, la auténtica estrella en la Edad de Bronce era el
carro de guerra. Por aquel entonces, los caballos eran demasiado pequeños para
que una fuerza montada resultara eficaz,` pero en tiros de dos podían remolcar
un carro. Éste, lógicamente, tenía que ser muy ligero: consistía en una gran
cesta, abierta por detrás y unida directamente con una larga lanza al yugo
central. El suelo era de correas de cuero entrelazadas. A la vez que aportaba
poco peso, este suelo era un primitivo sistema de amortiguación para los
ocupantes del carro. Otra de las claves estaba en las ruedas: si las más
primitivas eran discos de madera maciza, las de los carros de guerra ya tenían
radios, con lo que se reducía mucho el peso.
Hay abundantes pruebas de la importancia del carro en el mundo
micénico. En las tablillas de Pilos se habla de pares de ruedas en gran número
y en Cnosos hay inventarios en los que aparecen carros sin ruedas, bastidores y
también vehículos completos. En las tumbas de foso de Micenas, Schliemann
desenterró varias estelas funerarias. Quien elige un epitafio para su propia
tumba pretende resumir lo que cree más importante de su vida. ¿Qué grababan los
nobles micénicos en estas estelas? En cinco de las seis mejor conservadas
aparecen escenas de cacería... sobre carros de combate. La pasión que sentían
por esos vehículos parece superar incluso la de algunos ricos de hoy por sus
Rolls Royces o sus yates.
Se suele alegar que el carro
de guerra era un arma inadecuada para un lugar como Grecia, con un relieve tan
accidentado,14 pero no sería la última vez que los griegos desarrollaran una
táctica poco propicia a las características de su suelo: la falange de hoplitas
también requería un terreno llano.
Por otra parte, ya hemos visto que se han encontrado muchos restos
de una extensa red de caminos en el mundo micénico. Es lógico pensar que si los
gobernantes aqueos estaban más preocupados de construir calzadas que sus
descendientes de la Época Clásica, es porque las necesitaban para el transporte
de vehículos con ruedas.
Las tablillas asignan dos corazas a cada carro, lo que implicaba
utilizar una para el auriga y otra para el guerrero que arrojaba la lanza o
disparaba el arco. Esto explicaría el hallazgo de una espectacular armadura de
cuerpo completo en Dendra. Alguien ataviado con ella apenas habría podido
caminar, ni prácticamente doblarse por la cintura. Pero brindaba protección
suficiente como para no necesitar escudo y poder manejar una larga lanza con
ambas manos. Imaginemos el efecto psicológico sobre un enemigo a pie que viera
embestir contra él a dos caballos tirando de un carro, y sobre éste a una
especie de criatura invulnerable de bronce armada con una pica.
El papel que desempeña el carro en la Ilíada es curioso. En general,
los héroes lo utilizan como una especie de taxi para ir del campamento griego
al campo de batalla, como hace Aquiles-Brad Pitt en la película (por lo menos
no contaminaba). Una vez llegados allí, desmontan y se lían a mamporros a pie.
Los estudiosos suelen interpretar esto como que Homero había oído campanas y no
sabía dónde: le había llegado la tradición del carro de guerra, pero como en su
época, hacia el año 700 a.C., ya no se utilizaba, el poeta redujo su papel al
de mero transporte.
Sin embargo, en una escena de
la Ilíada los aqueos Diomedes y Néstor luchan contra los troyanos Héctor y
Eniopeo montados en carro, y Diomedes lanza desde su vehículo una jabalina que
mata al auriga Eniopeo (Ilíada 8, 115 y ss.).También hay otro pasaje en el que
los griegos cavan zanjas y levantan empalizadas alrededor de su campamento
(Ilíada 7, 440 y ss.).Aunque no se explique la razón, resulta tentador pensar
que lo hacen para impedir el avance de vehículos rodados.
Fuese cual fuese su papel en el combate, el carro de guerra era un
objeto de estatus, como ahora puedan serlo el coche o el yate. Lo mismo sucedía
con el resto de las armas, y por eso los nobles se hacían enterrar con ellas.
En la Ilíada, los guerreros se lanzan a arrebatar la armadura del héroe caído,
y cuando se quieren honrar unos a otros intercambian sus armas, como hacen en
pleno campo de batalla el griego Diomedes y el troyano Glaucón. El casco de
colmillos de jabalí debía de ser una de las armas más valiosas, pues para
fabricar uno solo había que matar varias decenas de ejemplares.
Una ocupación relacionada con la guerra era la caza, tanto por el
armamento utilizado como porque daba ocasión para mejorar el estatus o presumir
de él. Las numerosas representaciones artísticas que han llegado, incluyendo
las estelas funerarias, demuestran que era una pasión de los nobles micénicos.
Muchos mitos hablan de cacerías colectivas, como la del jaba í de Caudón. Uno
de los trabajos de Heracles consistió en capturar al gigantesco jabalí de
Erimanto, y también fue un verraco salvaje el que clavó sus colmillos en la
pantorrilla de Ulises y le dejó una cicatriz para toda la vida.
En aquella época en que la ocupación humana era relativamente
reciente y no estaba tan extendida, había muchas especies animales a
disposición de los cazadores: los citados jabalíes, liebres, conejos, ciervos
de diversas especies, íbices, zorros, tejones, osos, castores, linces,
nutrias... En muchas escenas de cacería aparece la que debía de ser la pieza
más codiciada: el león. ¿Leones en Grecia? Parece que sí. Se han encontrado
huesos de este animal en yacimientos micénicos. Siglos más tarde, en Época
Clásica, todavía quedaban leones en las montañas de Macedonia. No hace falta
añadir quién es el competidor por el nicho ecológico que ha acabado
arrinconando al león a las sabanas de África.
LA GUERRA MÁS FAMOSA DE LOS
MICÉNICOS: TROYA
Schliemann estaba convencido de que la guerra que cantó Homero era
una realidad histórica, y también de que había encontrado la ciudad de
Troya.Veamos cuál es hoy el estado de la cuestión, tratando de responder a los
interrogantes principales: ¿Cómo saber si la ciudad de Hissarlik es la Troya
que cantó Homero? ¿Es posible que una población tan pequeña justificara una
guerra tan importante, cuyo recuerdo ha perdurado miles de años? ¿Hay algo de
histórico en las tradiciones que cuenta Homero, o son todas invenciones de la
época en que se compusieron los poemas? ¿Cuál fue el verdadero motivo de la
guerra de Troya?
En cuanto a la primera cuestión, es cierto que no encontramos
carteles en la ciudad anunciando «Bienvenidos a Troya». Sin embargo, ciertos
indicios sugieren cuál podía ser su nombre.
Hissarlik está situada en el noroeste de Turquía, una zona que no
pertenecía propiamente al poderoso imperio hitita, pero sí a su zona de
influencia. Los hititas nos han dejado abundantes documentos. Entre ellos hay
un tratado entre el rey hitita Muwatali II y un tal Alaksandu de
Wilusa.Alaksandu recuerda bastante a Aléxandros, forma griega de Alejandro y
nombre alternativo que recibe el troyano Paris en la tradición. La presencia de
un nombre griego en Wilusa no sería tan extraña: es bien conocida la costumbre
de las élites gobernantes de contraer pactos matrimoniales con familias nobles
de otras ciudades y países. Así, el tal Alaksandu podría ser hijo de un noble
troyano y una princesa griega, o viceversa.
Que Wilusa tenga algo que ver con Troya parece más raro, pero
también hay una explicación. El otro nombre de la ciudad era Ilión, del que
procede el título de la Ilíada, «las gestas de Ilión». Ciertos indicios
métricos indican que la Ilión de Homero era en realidad Wilión o Wilios, antes
de que esa «w» inicial desapareciera en la pronunciación.` Ambas terminaciones,
-ion y -ios, están adaptadas a la morfología del griego, y la de Wilusa a la
morfología del hitita.
¿Dónde estaba Wilusa? Para el hititólogo Trevor Bryce, en el
noroeste de Anatolia (Bryce, 2001, pp. 279 y 441). La prueba está en la carta
escrita por un tal Manapa-Tarhunda, gobernante del llamado País del Río Seha y
vasallo de los hititas. En ella habla del reino de Wilusa y deja claro que se
halla al norte de su propio país y cerca de la isla de Lazpa, conocida en
griego como Lesbos. Eso no deja muchas dudas: el reino de Wilusa-Wilios-Ilión
estaba situado en la región conocida en tiempos clásicos como Tróade.
Ahora bien, ¿una ciudadela tan
pequeña como la que excavó Schliemann en Hissarlik podía ser la capital de
Wilusa? En 25.000 metros cuadrados no cabrían muchas personas. Por mucho que
Homero exagerara para embellecer su narración, una guerra contra un ejército de
poco más de 100 soldados no justificaba una expedición tan ambiciosa como la
que acaudilló Agamenón. ¿Tendremos que buscar otra ciudad más grande en algún
sitio cercano para encontrar la capital del reino de Wilusa?
Hay una ciudad más grande, de hecho, y está muy cerca de Hissarlik.
Tan cerca que se encuentra al pie de la colina: durante los años noventa, el
arqueólogo alemán Manfred Korfinann descubrió que Troya tenía un barrio bajo, y
no me refiero con ello a un distrito dedicado a la prostitución y la delincuencia.
En Hissarlik estaba situada la ciudadela donde vivían las élites gobernantes,
rodeada por una gruesa muralla. Pero en dirección suroeste, ya colina abajo, se
extendía el resto de Troya. Korfinann encontró restos de una segunda muralla, y
también de una zanja de cuatro metros de anchura y dos de profundidad, que
serviría para impedir el avance de los carros de guerra enemigos. Estas
protecciones enmarcaban un recinto entre diez y quince veces mayor de lo que se
había pensado. El mismo Korfmann calculó que, con estas dimensiones, la ciudad
podría haber tenido más de 7.000 habitantes. Si los apelotonamos un poco estoy
convencido de que la gente de la Antigüedad no era tan melindrosa con la
intimidad personal como nosotros-, podemos subir hasta 10.000 o incluso 15.000
habitantes: una ciudad más que considerable según los estándares antiguos, y
seguramente la más poblada de la zona. De modo que podemos afirmar con cierta
seguridad que la ciudad que encontró Schliemann es laWilusa de los documentos
hititas y la (W)Ilión-Troya de Homero.
¿Sufrió esta Troya guerras y destrucciones? En los estratos del
final de la Edad de Bronce se han encontrado huellas de incendios, esqueletos
con fracturas, puntas de flechas, proyectiles de hondas, y también indicios de
que los habitantes hicieron acopio de provisiones para resistir un asedio. Todo
parece indicar que la ciudad fue destruida en estas fechas, pero lo que se
ignora es la identidad de los atacantes. ¿Habrían podido ser griegos? De
momento, no se sabe. Sin embargo, existen ciertas pistas en las tablillas
hititas. Durante todo el siglo xiii, Wilusa sufrió ataques en los que estaban
involucrados los micénicos. Es posible que el recuerdo haya condensado todos
estos conflictos y ataques en una sola campaña, nuestra guerra de Troya.
Existen pruebas de que parte
del contenido de la Ilíada procede directamente de la época micénica. En el
canto II de la Ilíada hay un largo pasaje de unos 400 versos conocido como el
«Catálogo de las naves», que enumera ciudad por ciudad los contingentes griegos
que acudieron a Troya. Si alguien quiere leer la Ilíada sólo por placer, le
recomiendo que se lo salte: para un lector normal, el Catálogo es un tostón que
tan sólo puede servirle para soltar el libro en la mesilla.
Ahora bien, para los estudiosos resulta un pasaje de lo más
interesante. Como señala Joachim Latacz, el Catálogo es un documento auténtico,
una ventana que nos permite asomarnos directamente a la época micénica (Latacz,
2003, p. 300 y ss.). ¿La razón? En él aparecen todos los lugares poblados por
los griegos hacia 1200 a.C., incluso algunos que en época de Homero estaban
abandonados y debían de ser poco más que un recuerdo nebuloso.A cambio, el
poeta no menciona otros lugares que fueron colonizados a partir del año 1050: no
aparecen ni las Cícladas ni la costa de Asia entre Troya y Halicarnaso ni las
grandes islas de Lesbos, Samos y Quíos.
En suma, el Catálogo refleja cuál era la población griega de los
estados micénicos hacia el siglo xiii, una información que a Homero le llegó
por tradición oral. ¿De boca en boca, a través de una brecha de medio milenio?
Eso sí que es cruzar «océanos de tiempo», como dice mi frase favorita del
Drácula de Coppola.
Algunos expertos piensan que las tradiciones orales se deforman a
partir de tres generaciones hasta hacerse irreconocibles. Cuando son relatos en
prosa hablada es normal que pase, porque la persona que los repite dispone de
cierta libertad para contar las cosas de otra manera y acaba distorsionándolos.
Pero no sucede así cuando se trata de repetir poemas o incluso oraciones:
pensemos en el avemaría y el padrenuestro, por ejemplo, y en cómo se quedan
grabados en la memoria.
La poesía épica griega se
componía en un verso llamado hexámetro dactílico, cuya precisión y disciplina
no permitían demasiados errores en la transmisión. De hecho, hay palabras en la
Ilíada que los griegos de la Época Clásica ya no entendían, y aun así las
seguían repitiendo. Creo que no hay que subestimar la capacidad de la poesía
oral para sobrevivir a lo largo de muchos siglos.`
Ya hemos visto que Hissarlik era Troya o Ilión, una ciudad rica y
poblada que debió sostener conflictos bélicos con los micénicos durante el
siglo xiii. Ahora bien, ¿cuál fue la razón de esas guerras? Siempre se ha
considerado que el rapto de Helena era una explicación pueril.Yo no diría
tanto. En primer lugar, el rapto de mujeres era una práctica tan frecuente en
los mitos -recordemos a Zeus convertido en toro para secuestrar a Europa- que
debía esconder alguna realidad. Cuando los griegos tomaron por fin Troya,
mataron a los hombres y raptaron a las mujeres. Los esclavos, y en particular
las esclavas, eran un bien muy preciado. Una mujer tan bella como Helena
poseería un valor muy alto. Si a alguien le suena escandaloso, pensemos en los
futbolistas: hablamos con la mayor tranquilidad del mundo de que un Cristiano
Ronaldo tiene un precio de casi cien millones de euros, como si fuera un
objeto.
Además, creo que se pasa por alto algo importante. Hoy día, si en
una película o en una novela los personajes actúan siguiendo unas motivaciones
que nos parecen ilógicas o pueriles, nos choca enseguida, le achacamos esa
puerilidad al guionista o escritor y cambiamos de canal o cerramos el libro. No
parece que, en general, los poemas homéricos dieran esa impresión a las
personas que los oían recitar. Los motivos de Menelao y Agamenón debían
parecerles creíbles en una ficción, lo que indica que alguna verosimilitud les
encontrarían también en la realidad.
Aun así, si queremos buscar explicaciones complementarias al rapto
de Helena, no es dificil hallarlas. Troya dominaba el estrecho de los
Dardanelos, pues en aquel entonces la ciudad estaba más cerca del mar. Ahora
Hissarlik se encuentra a unos ocho kilómetros del Egeo, debido a que los ríos
de la zona han rellenado de aluvión la bahía que dominaba Troya. No es un caso
extraño: el paso de las Termópilas, antaño un angosto desfiladero entre la
montaña y el mar, tiene ahora varios kilómetros de ancho.
Troya no disponía de una base
en la otra orilla para controlar por completo el estrecho, pero tampoco lo
necesitaba. Durante la temporada de navegación, desde mediada la primavera
hasta que entran los primeros fríos otoñales, en toda esa parte del Egeo soplan
los llamados vientos etesios -literalmente, «anuales»-, con dirección
predominante del nordeste. Es decir, que los barcos que intentaban penetrar en
los Dardanelos de camino al mar Negro se encontraban la mayoría de los días con
viento de frente. Agravado todavía más por la corriente superficial, que en el
estrecho fluye del mar Negro al Mediterráneo (la corriente en profundidad
circula en sentido inverso).
La bahía de Troya era un lugar donde esperar a buen resguardo hasta
que los etesios amainaran. Pero una vez allí varados, los barcos estaban a
merced de los troyanos. Si nos guiamos por las prácticas habituales en el mundo
griego posterior, como por ejemplo lo que hacían los atenienses en el puerto
del Pireo, los troyanos, a cambio de permitir a los extranjeros refugiarse en
la ensenada y reponer provisiones y agua potable, les pedirían un porcentaje de
su cargamento.
Todo esto quiere decir que, entre las tasas portuarias y las
transacciones comerciales con los viajeros, la ciudad debía de gozar de una más
que apreciable prosperidad económica. Motivo suficiente para despertar la
codicia de los príncipes guerreros de la Grecia micénica.
En resumen, mi opinión sobre la guerra de Troya y los poemas de
Homero es que éstos se basan en una poesía épica ya habitual en la Grecia
micénica. Muchos de los combatientes que aparecen en la Ilíada pueden ser
auténticos personajes de la época. Otra cosa es que se mezclen hechos y héroes
de siglos diversos en una sola y grandiosa campaña." Pero tiendo a creer
que, dejando aparte exageraciones y toques de fantasía, es muy posible que un
gran porcentaje de los caudillos de la Ilíada coexistieran, e incluso que
participaran en campañas en Asia Menor.
Al principio del capítulo comenté que el regreso de Troya fue muy
accidentado. También hablé del retorno de los Heráclidas, que arrebataron el
poder a las dinastías que reinaban en el Peloponeso. Esos mitos parecen
reflejar una época convulsa: poco después del año 1200, los reinos micénicos
cayeron uno a uno en el espacio de unos pocos años, y esta brillante época
llegó a su fin de forma sorprendente y repentina.
Nos enfrentamos aquí a uno de
los mayores misterios de la historia. La Edad de Bronce terminó con una oleada
de destrucciones sin precedentes que aniquiló de raíz varias civilizaciones y
dejó tras su paso una larga época de penurias y oscuridad conocida como la Edad
Oscura. A continuación hablaremos de esta enigmática catástrofe.
1 Zeus tenía la costumbre de transformarse para
seducir a diosas o mujeres mortales. Así, en diversos momentos adoptó forma de
toro, águila, oso, cisne o cuclillo. Llegó a transformarse en el marido de
Alcmena -una escena que recuerda a Uther Pendragón convirtiéndose en el esposo
deYgraine en el mito artúrico, y en concreto en la película Excalibur- y, en el
colmo de la rareza, en una lluvia de oro líquido. Malpensados abstenerse.
2 La tradición de que Aquiles era invulnerable
salvo en el talón es bastante tardía y no aparece ni en Homero ni en el resto
de poemas tradicionales del ciclo troyano.
3 Sólo se olvidó a su esposa, lo que puede dar
lugar a muchos comentarios malintencionados.
la
Ilíada Helena habla de sí misma con palabras muy duras: «[...] por causa de
esta perra de mí y de la obcecación de Alejandro [=Paris] a los que Zeus asignó
el funesto destino de convertirnos en argumento de poemas para los hombres
futuros» (6, 357). Es muy llamativo aquí el metalenguaje de Homero.
la
hermana «menos guapa» de Helena, no desempeña un papel simpático en el mito.
Pero tenía sus razones para odiar a Agamenón: éste, cuando partió a Troya,
sacrificó a la hija de ambos, la joven Ifigenia, para conseguir que los dioses
le enviaran a la flota vientos propicios.
6 Del mismo modo, el tesoro que Schliemann
atribuyó a Príamo pertenece al estrato denominado Troya II, unos mil años
anterior a la guerra de Troya. Ésta se correspondería con los estratosVI oVII.
Aunque Schliemann se apresuró a hablar de
«tesoro de Príamo», en este caso la denominación de «máscara de Agamenón» no
procede de él.
8 En realidad, las sílabas posibles son muchas
más de 90.Ya veremos que el lineal B tenía sus limitaciones.
9 Normalmente, el indoeuropeo se fecha en el
cuarto milenio a.C., y no en el séptimo ni el sexto. Los detalles son bastante
más complicados -hoy no suele creerse en un solo indoeuropeo-, pero no entraré
aquí en ellos.
10 Muchos griegos también debían pensar que
eran originarios de allí, como se ve por un pasaje de Aristóteles:
Meteorológicos, 1, 352 b.
«digamma», una especie de «w», se perdió en
griego durante el primer milenio. De hecho, lo más probable es que aún se
pronunciara en la época en que se compuso el material base de los poemas
homéricos. Así, la coincidencia entre el wanax micénico y el wánax anárón de
Homero sería total.
12 Se puede ver una buena panorámica de 360
grados del Tesoro de Atreo y de otros monumentos griegos en www.vgreece.com.
13 Hay algunas representaciones micénicas de
jinetes a caballo, pero son escasas.
en un
país más llano, como Mesopotamia, mil años después el emperador persa Darío
hizo alisar una enorme explanada en Gaugamela para preparar el terreno a sus
carros, con la intención de utilizarlos para arrollar a Alejandro Magno.
15 El nombre de la letra correspondiente a la
«w», que ya no existe en la Grecia clásica, era «digamma». Si se restaura en
ciertas palabras, se parecen mucho más a sus correspondientes latinas: así, el
nombre de la oveja en griego arcaico era owis (luego ois) y en latín ouis. O
sea, la misma palabra.
ha
llegado ni un solo verso escrito en lineal B. Eso quiere decir que los aedos
que componían y recitaban los poemas épicos no debían de tener ningún miedo de
olvidarlos. Que no se les pasara por la cabeza la posibilidad de recurrir a un
escriba de palacio dice mucho de la confianza que tenían en sus propios
recursos memorísticos y en su oficio. (Por supuesto, si aparece alguna tablilla
de lineal B con versos épicos, me apresuraré a borrar esta nota).
lo mismo
que ocurre con las historias del rey Arturo, que con el tiempo han ido
mezclando personajes de orígenes diferentes, como el propio Arturo, Merlín o
incluso Tristán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario