sábado, 20 de enero de 2018

El caballo de Troya

De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises pensaba, con la mirada perdida en el mar cercano...
Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensa­ba en Penélope, su esposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía haber crecido mucho.
—¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que partí. Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a una promesa y para obligar a Paris a de­volver a la bella Helena a su esposo Menelao...
¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía enfrentando a los troyanos con los griegos! Los mejores habían perecido: Héctor, el campeón de Troya, y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había sucumbido a una flecha envenenada. Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad aún no se rendía.
—Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a terminar pronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos.
Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a replicarle con una ironía, una idea loca le pasó por la cabeza.
—¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano.
El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio:
—¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese?
—Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemos que, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla!
—No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a nuestros aliados.
Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de Grecia que estaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró:
—Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera...
—¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menos extravagante.
—Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, en secreto, a un centenar de nuestros guerreros más va­lientes. Mientras tanto, desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario que los troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa.
Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó, escandalizado:
—¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio?
—Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro del caballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua. Después de nuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el espía les dirá: hartos del sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para que Atenea les sea favorable, le han construido este caballo...
—¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora de nuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión!
—Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos! —explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos harán entrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella.
—¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejores hombres en la boca del lobo?
—No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este caballo será tan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la ciudad: ¡los troyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar!
—¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey.
—Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, és­tas llegarán hasta la isla de Tenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado en la ciudad, nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio, encenderá un fuego sobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes del alba y pe­netrarán en la ciudad.
Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para clamar:
—¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece po­sible: el monte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios.
—En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que se queda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua gigante esté instalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que estarán escondidos!
—Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanos pueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o que descubran muy rápida­mente a los que se encuentran en su interior.
—¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen prisa por regresar a sus casas?
Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado de­masiado. A los ojos de los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera.



Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupe­facto, observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos, plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves.
—¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio!
—Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota...
Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el optimismo de su padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones.
Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había dicho: "Te pertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la profecía". Apolo había consentido. Una vez obtenido el don, Casandra rechazó al dios burlándose de él. Como pensaba que era indigno quitarle lo que le había dado, Apolo declaró:
—De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás creerá en tus predicciones!
—Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento...
—Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran regresar, ¡no estarían destruyendo esas barracas que les llevó tan­to tiempo construir! Mira, varias naves ya están en el mar.
—Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la bella Helena, hace ya diez años?
—¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te arrancaste los cabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad. Te equivocaste: ¡hemos aguantado el sitio y ganamos! Ca­sandra —agregó Príamo—, mis ojos están demasiado gastados para ver lo que los griegos están construyendo en la costa. ¿Qué es?
—Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera.



Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la eviden­cia: ¡los griegos habían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía sino la llanura desierta donde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar, las últimas velas de los navíos enemigos. En la playa, el extraño monumento que los griegos habían aban­donado intrigaba al rey Príamo, que declaró:
—¡Vamos a ver qué es!
Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la ciudad.
Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un sun­tuoso caballo de madera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su admiración.
—¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal. ¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas!
Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas. Pero el hombre se negaba a responder.
—¡Que le corten la nariz y las orejas!
Torturado, el desafortunado griego terminó confesando.
—Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los consejos del adivino Calcante, los griegos han construido es­ta ofrenda a Atenea para que la diosa les perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener un mar favorable, Ulises quiso ahogar­me e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé y me refugié bajo la estatua. Para no disgustar a Atenea, a quien le pedía protección, Ulises se conformó con atarme allí.
—¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado.
—¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron varios troyanos.
—¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrenda impía. Es un regalo envenenado que nos han deja­do nuestros enemigos.
—¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una plataforma! ¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra ciudad, cerca del templo edificado en honor de la diosa!
Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una no­che, el caballo fue por fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos reunidos sobre las murallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que pasara. Después de echar una mi­rada a la llanura desierta, Príamo ordenó:
—¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad!
—¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veo miles de cadáveres cubriendo sus calles!
Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese caballo espléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos incrustados de piedras preciosas.
El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una gran fiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había terminado, los griegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para celebrar una victoria que ya ninguno esperaba!
Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado.
Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las mu­rallas desiertas; construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los troyanos cayeran, ebrios de danzas y de vino.
¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus compañeros comprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el ruido de las murallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los troyanos y, luego, el clamor de la fies­ta que, ahora, se había callado. De repente, una voz de mujer surgió bajo los pies de los guerreros silenciosos:
—Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío, ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muer­te de Paris, Deífobo, su propio hermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también te has ido?
Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le tapó la boca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo. Luego, su voz se alejó. Pero apareció otra:
—¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Los troyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el alba... Rápido, ¡salgan!
De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que soportaban el pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien guerreros armados salieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo tiempo, las naves griegas, eran empujadas por un viento favorable, desembarcaron en la playa. Los ejércitos de Agamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mien­tras los griegos que surgieron del caballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba gritos de victoria.
Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoría murió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la fiesta nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos temerarios se salvaron sólo porque huyeron.
Mientras por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados, Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de Zeus. Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la habitación de Deífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de arrojarse hacia su esposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo, encon­tró a la bella Casandra al pie de la estatua de Atenea.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí!
Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de piedra, según cuentan, desvió la cabeza.



Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo que no había sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus naves con el botín de la ciudad devastada. Ulises, fren­te al asombroso caballo que había traído la victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una inmensa belleza pasaba indiferente a la matanza que indirectamente había provocado. Era Helena. Los guerreros, mudos de admiración, se detenían para contemplarla.
Ulises sintió una extraña amargura.
—¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la nave—. ¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca!
Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace diez años que me está esperando".
¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los dioses decidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que regresara. El tiempo de una larga odisea1.
'

La caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípi­des llamada Las troyanas.


1 Las más célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero en La Odisea, palabra griega {odysseus) que significa "viaje accidentado".

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