De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises
pensaba, con la mirada perdida en el mar cercano...
Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensaba en
Penélope, su esposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía
haber crecido mucho.
—¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que
partí. Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a
una promesa y para obligar a Paris a devolver a la bella Helena a su esposo
Menelao...
¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía
enfrentando a los troyanos con los griegos! Los mejores habían perecido:
Héctor, el campeón de Troya, y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había
sucumbido a una flecha envenenada. Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad
aún no se rendía.
—Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a
terminar pronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos.
Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a
replicarle con una ironía, una idea loca le pasó por la cabeza.
—¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano.
El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio:
—¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese?
—Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemos
que, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla!
—No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a
nuestros aliados.
Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de
Grecia que estaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró:
—Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera...
—¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menos
extravagante.
—Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, en
secreto, a un centenar de nuestros guerreros más valientes. Mientras tanto,
desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario
que los troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa.
Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó,
escandalizado:
—¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio?
—Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro del
caballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua.
Después de nuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el
espía les dirá: hartos del sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para
que Atenea les sea favorable, le han construido este caballo...
—¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora de
nuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión!
—Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos!
—explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos
harán entrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella.
—¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejores
hombres en la boca del lobo?
—No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este
caballo será tan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la
ciudad: ¡los troyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar!
—¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey.
—Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven
desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, éstas llegarán hasta
la isla de Tenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado
en la ciudad, nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio,
encenderá un fuego sobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes
del alba y penetrarán en la ciudad.
Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para
clamar:
—¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece posible:
el monte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios.
—En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que se
queda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua
gigante esté instalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que
estarán escondidos!
—Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanos
pueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o
que descubran muy rápidamente a los que se encuentran en su interior.
—¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen
prisa por regresar a sus casas?
Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado demasiado. A
los ojos de los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera.
Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupefacto,
observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos,
plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves.
—¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio!
—Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota...
Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el
optimismo de su padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones.
Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había
dicho: "Te pertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la
profecía". Apolo había consentido. Una vez obtenido el don, Casandra
rechazó al dios burlándose de él. Como pensaba que era indigno quitarle lo que
le había dado, Apolo declaró:
—De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás
creerá en tus predicciones!
—Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento...
—Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran
regresar, ¡no estarían destruyendo esas barracas que les llevó tanto tiempo
construir! Mira, varias naves ya están en el mar.
—Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la
bella Helena, hace ya diez años?
—¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te
arrancaste los cabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad.
Te equivocaste: ¡hemos aguantado el sitio y ganamos! Casandra —agregó Príamo—,
mis ojos están demasiado gastados para ver lo que los griegos están
construyendo en la costa. ¿Qué es?
—Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera.
Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la evidencia:
¡los griegos habían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía
sino la llanura desierta donde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar,
las últimas velas de los navíos enemigos. En la playa, el extraño monumento que
los griegos habían abandonado intrigaba al rey Príamo, que declaró:
—¡Vamos a ver qué es!
Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la
ciudad.
Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un suntuoso
caballo de madera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su
admiración.
—¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal.
¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas!
Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas.
Pero el hombre se negaba a responder.
—¡Que le corten la nariz y las orejas!
Torturado, el desafortunado griego terminó confesando.
—Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los
consejos del adivino Calcante, los griegos han construido esta ofrenda a
Atenea para que la diosa les perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener
un mar favorable, Ulises quiso ahogarme e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé
y me refugié bajo la estatua. Para no disgustar a Atenea, a quien le pedía
protección, Ulises se conformó con atarme allí.
—¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado.
—¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron
varios troyanos.
—¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrenda
impía. Es un regalo envenenado que nos han dejado nuestros enemigos.
—¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una
plataforma! ¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra
ciudad, cerca del templo edificado en honor de la diosa!
Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una noche, el
caballo fue por fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos
reunidos sobre las murallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que
pasara. Después de echar una mirada a la llanura desierta, Príamo ordenó:
—¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad!
—¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veo
miles de cadáveres cubriendo sus calles!
Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese
caballo espléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos
incrustados de piedras preciosas.
El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una
gran fiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había
terminado, los griegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para
celebrar una victoria que ya ninguno esperaba!
Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado.
Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las murallas
desiertas; construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los
troyanos cayeran, ebrios de danzas y de vino.
¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus
compañeros comprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el
ruido de las murallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los
troyanos y, luego, el clamor de la fiesta que, ahora, se había callado. De
repente, una voz de mujer surgió bajo los pies de los guerreros silenciosos:
—Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío,
ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muerte de Paris, Deífobo, su
propio hermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también
te has ido?
Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le
tapó la boca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo.
Luego, su voz se alejó. Pero apareció otra:
—¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Los
troyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el
alba... Rápido, ¡salgan!
De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que
soportaban el pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien
guerreros armados salieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo
tiempo, las naves griegas, eran empujadas por un viento favorable,
desembarcaron en la playa. Los ejércitos de Agamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mientras los
griegos que surgieron del caballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba
gritos de victoria.
Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoría
murió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la
fiesta nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos
temerarios se salvaron sólo porque huyeron.
Mientras
por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados,
Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de
Zeus. Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la
habitación de Deífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de
arrojarse hacia su esposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo,
encontró a la bella Casandra al pie de la estatua de Atenea.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí!
Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de
piedra, según cuentan, desvió la cabeza.
Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo
que no había sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus
naves con el botín de la ciudad devastada. Ulises, frente al asombroso caballo
que había traído la victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una
inmensa belleza pasaba indiferente a la matanza que indirectamente había
provocado. Era Helena. Los guerreros, mudos de admiración, se detenían para
contemplarla.
Ulises sintió una extraña amargura.
—¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la
nave—. ¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca!
Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace
diez años que me está esperando".
¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los
dioses decidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que
regresara. El tiempo de una larga odisea1.
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La
caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípides llamada Las
troyanas.
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Las más
célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero en La Odisea , palabra griega {odysseus) que
significa "viaje accidentado".
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