PANORAMA TRAS LA GUERRA DEL PELOPONESO
Para el bando vencedor, la excusa de la guerra había sido liberar a
Grecia del oprobioso imperio ateniense. Como cuenta Jenofonte, el ejército del
Peloponeso se puso «con gran celo a derribar las murallas [de Atenas] al compás
de las flautas, pensando que aquel día era el comienzo de la libertad para
Grecia» (Helénicas 2, 2, 23).
Los griegos no tardaron en comprobar en qué consistía esa
liberación. Un buen número de ciudades griegas de Asia Menor, que en su momento
habían recuperado la independencia gracias a las campañas de Cimón, cayeron de
nuevo en poder de los persas. Los espartanos impusieron su gobierno en el Egeo,
con guarniciones y gobernadores espartanos, los llamados «harmostas». En cuanto
a los elementos democráticos de esas islas y ciudades, Lisandro procuró
exterminarlos con ejecuciones en masa. En la ciudad de Mileto, por ejemplo, el
general espartano convenció a 800 miembros de la facción democrática para que
salieran de sus escondrijos tras jurarles que no cometería ninguna tropelía
contra ellos. Acto seguido, hizo que los mataran. Según se cuenta, cuando
alguien le afeó su conducta, Lisandro respondió: «A los críos se les engaña con
cuentos, y a los hombres con juramentos».
Como decía el cómico Teopompo, «Cuando los griegos saboreaban el
dulce vino de la libertad, ellos [los espartanos] le agregaron una buena dosis
de vinagre, y la bebida se volvió de repente agria y repugnante» (citado en
Plutarco, Lisandro 13).
El coste humano de la guerra fue terrible. En los enfrentamientos
clásicos entre hoplitas, el vencedor solía contentarse con poner en fuga al
vencido. Pero entre 431 y 404 las dimensiones del conflicto fueron escalando,
hasta el punto de que ya se buscaba la aniquilación física del enemigo y la
devastación de sus campos y sus ciudades. Un ejemplo es lo que ocurrió en la
isla de Corcira, donde se produjo una guerra civil de la que Tucídides dejó un
retrato estremecedor. En este caso, después de enfrentamientos y crueldades por
ambos bandos, los miembros de la facción democrática tomaron como prisioneros a
los de la oligárquica:
En cuanto se encargaron de
ellos, los corcireos los encerraron en un gran edificio, y después los hicieron
salir en grupos de veinte. Les obligaron a pasar atados entre sí entre dos
filas de hoplitas, y éstos se dedicaron a golpearlos y apuñalarlos cada vez que
alguno veía a alguien con quien tenía enemistad. También había otros con látigos
que azotaban a los que se rezagaban para que caminaran más deprisa (Tucídides
4, 47).
La escena prosigue: cuando ya habían muerto así 60 hombres, los
demás se negaron a salir del edificio. Los miembros del grupo democrático se
subieron al tejado y abrieron un hueco por el que empezaron a lanzar a los
prisioneros tejas y flechas. Muchos de ellos, temiendo torturas peores, se
suicidaron clavándose en la garganta las puntas de las flechas o haciendo
jirones sus propios mantos para ahorcarse con ellos. Todo esto ocurrió de
noche. Al día siguiente habían muerto varios centenares de personas -tal vez
500- que se habían refugiado allí. Las esposas de estos hombres fueron vendidas
como esclavas.Tucídides no añade más, pero me temo que muchas de ellas fueron violadas.
Como comenta el historiador, de los dos bandos que se habían enfrentado uno
quedó prácticamente aniquilado.
Los sucesos de Corcira llegaron a convertirse casi en la norma, no
en la excepción. Durante la Guerra del Peloponeso se recurrió a asesinatos en
masa, a mutilaciones,' a encerrar a los prisioneros en lugares infectos como
las canteras de Siracusa para que murieran de hambre y sed, o a reducir a la
esclavitud a miles de mujeres y niños.
En la primera década del siglo iv, la población de Atenas se había
reducido a la mitad de la que tenía en el año 431. Pero aunque fue la única
ciudad que padeció la gran epidemia, otras polis sufrieron también muchísimas
bajas. Por ejemplo, Corinto, que había aportado 5.000 hombres en Platea en el
año 479, sólo pudo llevar 3.000 a la batalla de Nemea, en el 394. No se trataba
sólo de las muertes en batalla, sino del empobrecimiento general causado por la
devastación de los campos y, aún peor, por su abandono: los agricultores,
sitiados tras las murallas o enrolados en el ejército, no podían cosechar los
cereales ni los frutos, que maduraban y se pudrían sin recoger. La interrupción
del comercio normal en tiempo de paz también contribuyó a la miseria general,
de la que se derivaron hambre y enfermedades.
Una consecuencia del
empobrecimiento de tantas ciudades griegas fue que a principios del siglo iv
aparecieron miles de mercenarios. En general, el grueso de los hoplitas lo
formaban propietarios que poseían fincas de entre cinco y diez hectáreas. Al
final de la guerra, debido a la destrucción infligida por los enemigos o al
abandono, que a veces dañaba de forma irremediable el suelo, muchos de esos
campesinos se encontraron arruinados. Algunos emigraron a las ciudades, pero
otros llevaban tanto tiempo combatiendo que apenas sabían hacer otra cosa y se
convirtieron en soldados de fortuna. Un síntoma de esa situación lo encontramos
en la expedición de 10.000 mercenarios, cifra más que respetable, que
acompañaron a Ciro el joven cuando se internó en el Imperio persa para guerrear
contra su hermano Artajerjes y arrebatarle el trono.
Esparta también perdió ciudadanos en la guerra. Pero en realidad se
trataba de la tendencia endémica de esta ciudad a la oliganthropía: cada vez
eran menos los privilegiados con bienes suficientes como para participar en los
banquetes comunales, por lo que pasaban de ser espartiatas a convertirse en
hypomeíones, «inferiores». Bajas reales no sufrieron tantas, ya que nunca
arriesgaron grandes contingentes de sus ciudadanos, y además no llegaron a
sufrir grandes derrotas -lo de Esfacteria fue un daño más moral que real-, ni
vieron su territorio invadido en ningún momento. Esparta, como país y ciudad,
había salido indemne de la guerra y podía jactarse de que las mujeres
lacedemonias no habían visto nunca a un invasor... todavía.
Sin embargo, los espartanos no disfrutaron de su victoria tanto como
imaginaban. No supieron gestionarla, como no habían sabido gestionar la de las
Guerras Médicas. En cuestión de pocos años se granjearon tantas enemistades que
tuvieron que renunciar a su imperio recién adquirido. Pero el dinero ya había
entrado a espuertas en la ciudad, corrompiendo sus costumbres y,
paradójicamente, enriqueciendo más a los ricos y empobreciendo más a los
pobres. Si la oliganthropía era un problema, a partir de ahora se agravaría.
Por otra parte, Atenas quedó
arrodillada, pero fue sólo cuestión de tiempo que se levantara de nuevo.
Durante unos meses sufrió los desmanes de los oligarcas, a los que llegó a
conocerse como los Treinta Tiranos y cuyo régimen de terror superó todos los
extremos conocidos en Atenas. Para mantener el control de la ciudad, el
oligarca Critias y sus secuaces tenían 300 servidores armados con látigos que
recorrían las calles, y además procuraron hacer cómplices de sus crímenes al
mayor número de ciudadanos para garantizarse la impunidad en el futuro. Hasta
1.500 personas perdieron la vida por causa de los Treinta.
Pero los demócratas reaccionaron y se hicieron fuertes primero en
File, al norte de Atenas, y luego en el Pireo, que siempre había sido el
bastión de la democracia.Allí se enfrentaron a los oligarcas en una batalla
callejera y, aunque tenían menos hoplitas, los vencieron gracias a la
intervención de la infantería ligera; es decir, del pueblo llano.
Los oligarcas pidieron ayuda a Lisandro. Pero éste no pudo
intervenir como habría querido, porque se interpuso en su camino el rey
Pausaras, celoso de su influencia. Tras diversos combates y escaramuzas,
Pausaras medió entre oligarcas y demócratas. Los primeros se retiraron a
Eleusis, que durante dos años se convirtió en una especie de estado paralelo, y
los demócratas recuperaron el control de la ciudad. También se decretó una
amnistía general para todos los crímenes políticos, una especie de ley de punto
final: era la única manera de evitar una guerra civil generalizada.
Aunque Atenas no volvería nunca a ser tan poderosa, después de
recuperar su democracia no tardó en recobrar también su flota y sus murallas, y
en intrigar para arrebatarle la hegemonía a Esparta. La Guerra del Peloponeso
no había servido para instaurar un nuevo orden estable en Grecia. Durante los
dos primeros tercios del siglo iv, la Hélade se desangraría en nuevas luchas
intestinas.
EL JUICIO DEL (NUEVO) SIGLO
En Atenas, el nuevo siglo -del que, por supuesto, no eran
conscientesempezó con el juicio de un viejo de setenta años que iba por las
calles descalzo y envuelto tan sólo en un manto raído y más bien sucio, y cuya
principal ocupación era poner en duda todo lo que decían sus interlocutores.
Sí, por supuesto que me refiero a Sócrates.
Sócrates había combatido como hoplita en las primeras fases de la
Guerra del Peloponeso, pero jamás fue general ni se dedicó a soltar discursos
en la asamblea. En la política, le tocó en (mala) suerte ser consejero y
miembro de la pritanía que presidía la asamblea durante el desgraciado juicio
de los generales victoriosos en las Arginusas, y fue el único que tuvo la gallardía
de oponerse a la histeria colectiva que reinó aquel día. Los Treinta Tiranos
también intentaron implicarlo en algunos de sus asesinatos, pero no lo
consiguieron.
Sócrates era un hombre muy conocido en Atenas, tanto que apareció en
varias comedias de Aristófanes y otros autores. Una de las razones por las que
llamaba la atención era su aspecto. Imaginémoslo vestido sólo con su viejo
manto y descalzo, luciendo su panza y sus piernas flacas hiciera frío o calor,
más bien desaliñado, con una enorme boca y unos ojos saltones que lo hacían
parecer un sátiro.' A menudo caminaba del brazo de Alcibíades: alto, apuesto,
vestido con una elegante túnica de Mileto, con la barba rizada con tenacillas
calientes y oliendo a carísimos perfumes sirios comprados en el Pireo. El
contraste tenía que ser curioso.
Además, era dificil no conocer a Sócrates, porque recorría los
típicos lugares de reunión de Atenas, como el Ágora o los gimnasios de las
afueras, e interpelaba a todo el mundo. Con sus conversaciones pretendía, básicamente,
comprender en qué consistía la areté («virtud») y si podía enseñarse o era
innata. Pero lo hacía mediante un procedimiento de preguntas y respuestas,
utilizando entre otras argucias la de recurrir a sinónimos parciales como si
fuesen totales, de tal manera que al final el interlocutor que había empezado
diciendo «blanco» se sorprendía a sí mismo diciendo «negro». Eso fastidiaba a
muchos atenienses, pues los dejaba en evidencia ante el resto del corrillo que
se solía formar alrededor. Sócrates sabía de sobra lo molesto que podía llegar
a ser, y por eso se comparaba a sí mis mo con un tábano que en vez de picar la
carne aguijoneaba la conciencia moral.
Estoy convencido de que el
personaje del teniente Colombo se basa en Sócrates. Como él, es más bien feo y
desaliñado: su gabardina y el manto de Sócrates debían parecerse mucho.Y, al
igual que el filósofo, empieza haciéndose el tonto cuando interroga a los
delincuentes, pero poco a poco los va enredando en su trama hasta sacarles toda
la verdad. La palabra «sacar», por cierto, es muy apropiada para Sócrates: su
madre era partera, y él mismo aseguraba que lo que él practicaba era la
mayéutica, la profesión de las comadronas, sólo que él ayudaba a que la mente
de su interlocutor pariera la verdad en lugar de un bebé.
Los tres acusadores de Sócrates, Anito, Meleto y Licón, han pasado a
la historia de la infamia junto con personajes tan tristemente célebres como
judas o Pilatos. ¿De qué imputaron a Sócrates? De corromper a los jóvenes, de
no reconocer a los dioses tradicionales de la ciudad y de introducir en ella
nuevas divinidades.
Sería interesante averiguar qué motivos personales albergaban contra
Sócrates. He dicho bien: motivos personales. En Atenas, la enemistad no se
consideraba un obstáculo a la hora de acusar a alguien, sino todo lo contrario.
Para no ser tachado de sicofanta,' es decir, de delator profesional, el
acusador debía demostrar que actuaba por razones personales. De lo contrario,
se podía sospechar que alguien anónimo, el verdadero enemigo y rival político
del acusado, había pagado al acusador para que actuara en su nombre.
El único personaje conocido de los tres es Anito. Como el demagogo
Cleón, era curtidor de pieles, y también un miembro destacado de la facción
democrática. Si hacemos caso a Jenofonte, Sócrates había tenido una breve
relación con el hijo de Anito, un joven que le pareció prometedor, e intentó
disuadirlo de que siguiera la ocupación de su padre, pues dedicarse a curtir
pieles era un oficio servil. Ahí tenemos un buen motivo para una enemistad
personal. Con lo dificil que es que un adolescente respete a su padre, para
colmo Sócrates se dedicaba a desprestigiar a Anito delante de su hijo.
He hablado del círculo de Sócrates. ¿En qué consistía? Sobre todo,
en jóvenes aristócratas que tenían tiempo libre, tal como Platón hace decir al
filósofo en su Apología.Y a los que se arrimaban a él sin ser nobles, por 4
ejemplo el hijo de Anito, les intentaba inculcar ideales y prejuicios
aristocráticos, como el desprecio al trabajo manual que practicaba su padre.
No conocemos las
conversaciones exactas de Sócrates con esos jóvenes discípulos, porque nuestro
filósofo no dejó nada escrito. Lo que se sabe de él se lo debemos a sus
seguidores, y en particular a Platón y Jenofonte. Sospecho que, sobre todo,
Sócrates imbuía a sus seguidores la idea de que la virtud que convierte a
alguien en agathós, «bueno», no se podía enseñar por más sofistas que uno
contratara para aprenderla. Si recordamos que los nobles se llamaban a sí
mismos agathoí, en plural, y los kakoí, los «malos» o «inferiores», eran los
del pueblo llano, podemos entender que tal vez les sugería algo así:
«Desarrollad todo vuestro potencial, porque por naturaleza sois los elegidos
para gobernar a toda esa chusma».
Aunque no podamos juzgar directamente los escritos de Sócrates, sí
es posible recurrir a la frase del Evangelio: «Por sus frutos los conoceréis».
¿Cuáles fueron los frutos del círculo socrático?
Platón, para empezar. Sin duda era un gran pensador, y su talento
como literato se hallaba a la altura o quizá superaba al de los tres grandes
trágicos. Pero de demócrata no tenía nada, como comprobará cualquiera que abra
La república casi al azar. Suele decirse que Platón estaba desencantado con la
democracia porque ésta había juzgado a su maestro. ¿Y los 1.500 asesinatos de
los Treinta Tiranos no consiguieron que se sintiera un poquito decepcionado con
la oligarquía?
Jenofonte tal vez no le tenía tanta ojeriza a la democracia
ateniense. Podríamos definirlo como un oligarca moderado. Sin embargo, combatió
contra su ciudad en el bando espartano, y por eso fue condenado al destierro.
Eso nos brinda una pista de cuáles eran las ideas imperantes en el círculo de
Sócrates. No demasiado patrióticas, por lo que se ve.
Más frutos del círculo: Alcibíades. De él no puede decirse que fuera
oligárquico ni demócrata, pues intrigó con ambos bandos.Todos sus actos
obedecían a su mayor gloria y a su propio interés. Pero no dejaba de ser un
noble que competía con sus caballos en los juegos Olímpicos, y la impresión que
recibimos de él es que despreciaba al pueblo llano en el que tan a menudo se
apoyó para trepar en la política. Sócrates se esforzó en vano por hacerlo más
virtuoso, pero sospecho que jamás intentó inculcarle el respeto por sus inferiores.
Por último, los mencionados
Critias y Cármides. El primero fue el más destacado y cruel de los Treinta
Tiranos y el segundo, que entró en política porque Sócrates le animó a ello,
los apoyó y murió combatiendo con ellos y contra los demócratas. Por cierto,
los dos eran parientes de Platón, que les dedicó sendos diálogos. En el 399
sólo habían pasado cuatro años de la caída de su régimen. Todo el mundo tenía
frescas en la memoria las muertes que había dejado a su paso la Tiranía de los
Treinta, y en la retina las imágenes de Sócrates paseando por el Ágora con
estos dos siniestros individuos.
Es posible que algunos, o todos, de estos personajes, y también
otros que rondaban a Sócrates, formaran parte de las hetairías, las sociedades
secretas que tanto hicieron por socavar la democracia. Sócrates no perteneció a
ninguna, según afirmó en su discurso de defensa. Pero tal vez, del mismo modo
que animó a Cármides a participar en la política, pudo haber inspirado a los
jóvenes que lo rodeaban -y que debieron turnarse a lo largo de los años en un
relevo generacional- a formar alguno de esos círculos secretos: un papel
parecido al de Robin Williams en El club de los poetas muertos, salvando las
distancias.
Como hemos visto antes, para evitar una guerra civil aún más
sangrienta que la dictadura de los Treinta se proclamó una amnistía total.
Nadie podía denunciar a otro ciudadano por crímenes políticos relacionados con
la tiranía. Pero es obvio que el resentimiento entre ambos bandos seguía
latente.Y Sócrates pagó los platos rotos de los oligarcas.
¿Qué sentido tenían las acusaciones contra él? La de corromper a los
jóvenes, aunque sea un término bastante vago, ha quedado más o menos clara. Los
atenienses acababan de sufrir dos golpes oligárquicos y tenían razones para
temer que alguien como Sócrates siguiera inculcando ideas subversivas a los
adolescentes.
En cambio, la acusación de no adorar a los dioses tradicionales de
la ciudad, no parece sostenerse demasiado. No consta que introdujera cultos
exóticos en Atenas ni que fuera ateo: el mismo concepto de ateísmo resultaba
bastante extraño a los griegos, que se sentían rodeados por presencias
numinosas. 1. E Stone señala que los acusadores podían referirse a que Sócrates
despreciaba a divinidades propias de la democracia, como Pito -en griego
Peithó, Persuasión, que suena menos ridículo-, el Zeus Agoraios o la misma
Democracia (Stone, 1988, p. 224).
(Este argumento de Stone no me
resulta muy convincente. Sin embargo, debo añadir que en su momento la lectura
de su libro El juicio de Sócrates supuso una conmoción para mí, pues hizo que
se tambalearan muchas de las ideas que había asimilado al estudiar la figura de
Sócrates).
¿Cómo se desarrolló el juicio? Ciertos comentarios de la Apología
permiten suponer que había 501 jurados (o tal vez 500) escuchando y juzgando a
Sócrates y a sus acusadores. A partir de la lista anual de 6.000 heliastas o
jurados, se los seleccionaba mediante el klerotérion, un complicado dispositivo
de ranuras y tarjetas de bronce que garantizaba que los nombres salieran al
azar unos minutos antes del juicio: de esta manera se evitaba que alguien
intentara sobornar a los jueces.
¿Era posible sobornar a 501 jueces? Me temo que sí. Cada uno de
ellos cobraba una paga de tres óbolos o, lo que es lo mismo, media dracma. Eso
suponía que el salario de todo el jurado ascendía a 250 dracmas. Un ciudadano
rico interesado en salvar el pellejo no habría tenido ningún problema en
triplicar o cuadruplicar esa suma. Los jueces, tal como los caricaturiza
Aristófanes en su comedia Las avispas, solían ser ciudadanos humildes y ya
mayores, y la dieta del jurado suponía una especie de subsidio de jubilación
para ellos (pero no su único medio de subsistencia: los vínculos de solidaridad
familiar eran la seguridad social de la época).
Una vez reunido el jurado, los acusadores primero y después los
acusados pronunciaban sus discursos, pues no había abogados. Sócrates podría
haber pedido que alguien le escribiera un alegato: entre sus conocidos estaba
el meteco Lisias,5 el mismo logógrafo que redactó la defensa de Eufileto cuando
éste fue a juicio por matar al seductor de su esposa. Según cierta tradición,
Lisias llegó a escribirlo y se lo presentó a Sócrates, quien le dio las gracias,
pero lo rechazó. Lógicamente, quien se había pasado toda su vida interpelando a
los atenienses y mareándolos con su dialéctica no iba a recurrir en aquel
momento decisivo a las palabras de otros.
Además de sus discursos, los litigantes podían leer leyes ante el
tribunal, y de hecho solían hacerlo. Los jurados eran ciudadanos normales, no
jurisperitos, y nadie podía retener en la memoria la gran cantidad de decretos
que se habían aprobado desde tiempos inmemoriales. También se podían presentar
testimonios, que al principio eran orales y que más tarde se leían. Cada parte
disponía de un tiempo limitado que se medía mediante una clepsidra o reloj de
agua.' No contaban para ese tiempo ni la lectura de las leyes ni los
testimonios, y así nos encontramos a menudo en los discursos judiciales con la
frase «Corta el agua».
Pronunciados los discursos y
presentado todo el material pertinente, los jurados votaban sin deliberación
previa. Para ello, pasaban desfilando ante dos urnas, con las manos cerradas, y
dejaban caer el guijarro del voto en la urna de «inocente» o de «culpable». Más
adelante, durante el siglo iv, el sistema se perfeccionó para garantizar el
secreto del voto. Había una urna de votos válidos y otra de votos inválidos, y
cada jurado llevaba dos discos de bronce, uno atravesado con un eje agujereado
para condenar y otro con el eje macizo para absolver. De este modo, bastaba con
la punta de los dedos para ocultar el voto. Los discos que se recontaban,
lógicamente, eran los de la urna válida.
En el caso de Sócrates todavía se debió votar con piedras. El texto
de la Apología de Platón permite deducir que el resultado fue de 220 votos a su
favor y 281 en su contra (o 280 votos si en aquella época los jurados todavía
no eran impares). Una votación más apretada de lo que se esperaba el mismo
Sócrates, que tampoco había hecho gran cosa por ganarse la benevolencia del
jurado.
A continuación, los acusadores proponían una pena para aquellos
casos en los que la ley no la estipulaba. En este juicio, Anito, Meleto y Licón
pidieron que se condenara a muerte al acusado. Sócrates debía proponer otra
pena menor. Para empezar, solicitó que la ciudad lo alimentara gratis el resto
de su vida en el Pritaneo, como si hubiera ganado una corona de olivo en las
Olimpiadas. Es fácil imaginar los pateos y silbidos que su propuesta desató en
el jurado. Después, propuso una sanción de 100 dracmas, pues dijo que era todo
lo que podía pagar. Por último, gracias a que Platón y otros amigos se
ofrecieron como fiadores, subió su propia multa hasta 3.000 dracmas.
Esta última parecía una cifra razonable. Sin embargo, los jurados
estaban ya tan soliviantados que votaron a favor de la condena a muerte por 80
votos más en contra. Es decir, que muchas personas que lo habían juzgado
inocente lo condenaron a muerte.
Eso hace pensar que el procedimiento judicial ateniense no era muy
serio, y sin duda presentaba muchas deficiencias desde nuestro punto de vista.
Pero la noticia de los 80 votos adicionales nos la transmite Diógenes Laercio,
cuyas anécdotas son poco fiables.
En cualquier caso, Sócrates
fue condenado a muerte. La pena se demoró un tiempo, porque en aquellos días se
había enviado una peregrinación sagrada a la isla de Delos y su ejecución
habría supuesto una mancilla para la ciudad. Durante el mes que Sócrates estuvo
encerrado en prisión, sus amigos organizaron su fuga por medio de sobornos,
pero él se negó a escapar por no desobedecer la ley.
En realidad, el estado ateniense no parecía tan empeñado en matar a
Sócrates como éste en morir: la teoría de Stone es que pretendía desacreditar
con su injusta y desproporcionada condena a aquel régimen en el que no creía.
Otra opción es creer que a esas alturas de su vida quería dar un ejemplo de
coherencia en sus ideas. Pero no habría que desechar del todo la opción de un
grandioso suicidio: en el Fedón, que narra sus últimos momentos, Sócrates
insiste en que la muerte es una liberación de una larga enfermedad.
En la mañana de su muerte, sus amigos entraron en la prisión para
verlo. Allí estaba su esposa. Mientras Jantipa lloraba, Sócrates dijo: «Que se
la lleven a casa». Una tierna despedida. Por supuesto, después de morir
dejarían entrar otra vez a las mujeres a preparar el cadáver para el entierro.
No lo iban a hacer los amigos.' Sócrates pasó el resto del día charlando,
probablemente sobre el destino del alma en el más allá. Al oscurecer, un
esclavo público machacó la cicuta y la mezcló con agua, bien fueran los frutos
o las hojas (de éstas habría hecho falta mayor cantidad). La cicuta posee una neurotoxina
que produce parálisis primero en los miembros y luego en el sistema
respiratorio y el corazón. El esclavo se lo explicó más o menos así a Sócrates,
exceptuando, obviamente, lo de la neurotoxina. Sócrates tomó la copa, miró al
esclavo tauredón, «con la fiereza de un toro», y apuró la cicuta sin que le
temblara la mano. Dignidad y valor jamás le faltaron a aquel hombre
irrepetible.
Sócrates paseó un rato, hasta que notó las piernas insensibles.
Después, se acostó y se tapó con una manta, mientras el esclavo le tocaba para
comprobar cómo la parálisis se extendía por su cuerpo. Por fin, cuando la
rigidez ya le llegaba al vientre, Sócrates se destapó un instante y le dijo a
su gran amigo:
-Critón, le debemos un gallo a
Asclepio.$ Pagadlo, que no se os olvide.
Éstas fueron sus últimas palabras. Recuerdo que durante un curso del
antiguo COU estuvimos trabajando sobre el Fedón, y el día en que nos tocó
traducir este pasaje encendimos una vela en honor de Sócrates. Había algo de
broma en ello, pero noté que mis alumnos se emocionaban. En realidad, es casi
imposible no conmoverse al leer las últimas líneas del Fedón. Sócrates primero,
con su muerte, y Platón después, con su pluma magistral, consiguieron lo que se
proponían. Le habían ganado a la democracia ateniense la batalla de la
posteridad.
LA SOCIEDAD DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO IV
Esta época se suele considerar como una transición entre el
esplendor de la Grecia del siglo v y las brillantes conquistas de Alejandro
Magno. Como tal, sería una época menor, definida por la palabra «crisis» en
muchos libros sobre el tema. Pero la vida, claro está, seguía adelante. Como
siempre, existe una gran asimetría entre lo que sabemos de Atenas y del resto
de Grecia. Esa asimetría supera incluso la de otras épocas, pues la sociedad
ateniense del siglo iv es una de las más conocidas de la Antigüedad gracias a
la abundancia de textos literarios e inscripciones.
Son los discursos políticos y judiciales, sobre todo, los que nos
abren una ventana por la que asomarnos a la Atenas del siglo iv.Ya hemos
hablado de Lisias, superviviente de la tiranía de los Treinta. Prácticamente
contemporáneo suyo fue Isócrates, que sin embargo le sobrevivió más de cuarenta
años, pues vivió casi hasta los cien: lo suficiente para conocer de niño a
Pericles y de anciano a Filipo. Como la naturaleza no le había dotado de una
gran voz, en vez de practicar la oratoria se dedicó a enseñarla. A principios
de siglo Isócrates abrió en Atenas una escuela de retórica que él mismo
proponía como modelo educativo contra las escuelas filosóficas que se fundaron
más tarde. Isócrates, que había vivido todos los horrores de la guerra, desde
la epidemia que cayó sobre Atenas cuando tenía siete u ocho años hasta el
desastre final, contemplaba con impotencia cómo los griegos seguían empeñados
en luchar entre sí. Por eso, una de sus obsesiones era que Esparta y Atenas
compartieran la hegemonía, sueño que jamás llegó a cumplir, pues las escasas
veces en que se aliaron lo hicieron por temor ante alguna otra potencia, como
ocurriría en la batalla de Mantinea.
El orador más conocido de esta
época es Demóstenes, cuyo nombre se ha convertido en paradigma de la elocuencia
hasta el punto de entrar en los diccionarios de español. De él nos han llegado
muchos discursos, tanto pronunciados por él en público como leídos por sus
clientes en pleitos privados. Gracias a Demóstenes conocemos aspectos variados
de la vida en Atenas que van desde los préstamos al sistema bancario de la
época, el funcionamiento de las trierarquías, el mecanismo de las herencias y,
por supuesto, todo tipo de fraudes.
Mucha de la información que hemos ofrecido hasta ahora sobre la vida
cotidiana (la casa, la familia, el papel de las mujeres) y la política (el
funcionamiento de la asamblea y el consejo, los juicios) se basa más en lo que
sabemos del siglo iv que en épocas anteriores, peor conocidas. No la repetiré
aquí por no ser redundante. Aun así, es interesante observar ciertas tendencias
que diferencian el siglo iv de los anteriores. Para empezar, aunque hay que
tomar con precaución las quejas de los autores que tienden a idealizar el
pasado, es indudable que el espíritu colectivo que hacía funcionar la polis
sufría cierta crisis.
En Atenas, si hacemos caso a Tucídides (2, 53), dicha crisis había
empezado durante la epidemia que asoló la ciudad. La enfermedad provocó que la
gente buscara el disfrute rápido del placer y la riqueza, pues todo el mundo
pensaba que podía morir mañana y la gente no se preocupaba tanto como antes ni
de las leyes humanas ni divinas. Aunque Atenas se repuso de aquel mal, luego la
guerra la azotó con una calamidad tras otra (muchas, cierto es, buscadas por
ella misma). La imagen ideal de la ciudad se tambaleó, y sus habitantes, un
tanto decepcionados de los ideales colectivos, se volvieron más
individualistas.
No pretendo dar con esto una idea pesimista ni afirmar que los
valores de los griegos se hundieron y se sumieron en el caos, como si aquélla
fuese una época de decadencia y corrupción, pues en realidad dichos valores
empezaron a parecerse más a los nuestros. Por supuesto, podemos pensar que
nosotros también nos hallamos en una crisis de valores. Es algo que llevo
escuchando desde que era adolescente. Lo que pasa es que cuando uno, como me
pasó hace ya mucho tiempo viendo la televisión, oye decir a un barbudo líder
comunista que esta sociedad no tiene valores, y a los dos o tres días ve a un
obispo tocado con su solideo que afirma lo mismo, piensa: «Aquí falla algo. ¿No
será que más que crisis de valores hay sobreabundancia de valores diferentes?».
Para bien o para mal, en las
polis del siglo iv emergían también formas nuevas y distintas de ver la vida.
Gracias a las enseñanzas de los sofistas, muchos pensaban que la ley ya no era
una norma absoluta sino una convención. En cierto modo seguían la consigna de
Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas».
En literatura, la mezcla de individualismo y escepticismo
relativista se reflejó por ejemplo en la valoración que recibió el ya difunto
Eurípides, en cierto modo un autor más del siglo iv que del v. Sus personajes
discutían sobre las tradiciones e incluso se rebelaban contra ellas, y para
hacerlo recurrían a argumentos retóricos. Además, y esto era lo que más
escandalizaba a sus coetáneos y apreciaba la posteridad, Eurípides concedía
papeles de gran fuerza a las mujeres. Curiosamente, para los atenienses del
siglo v era menos obsceno ver a una mujer desnuda desfilando por el escenario
en La paz de Aristófanes, o incluso a los embajadores espartanos de Lisístrata
entrando con bastones metidos bajo la túnica para simular una descomunal
erección, que oír a Medea expresando su amor y su despecho contra Jasón. Pero,
como digo, los gustos fueron cambiando y a Eurípides se le hizo justicia. Es
dificil saber si este comentario de Aristóteles es una crítica o una alabanza:
«Sófocles representa a los humanos como deberían ser, y Eurípides como son».
Una consecuencia inesperada de la Guerra del Peloponeso fue que en
las ciudades, despobladas de hombres por las muertes o las ausencias, las
mujeres cobraron más protagonismo (algo parecido a lo que ocurrió tras la
Segunda Guerra Mundial), y con ellas los ideales familiares. Un autor
representativo en este sentido es Menandro, que escribió sus comedias ya en las
últimas décadas del siglo iv. Por los escasos textos que se conservan de él y
por la influencia que tuvo en autores romanos como Plauto y Terencio, sabemos
que trataba temas cotidianos, lejos de la política ciudadana que centraba los
intereses de Aristófanes. El mundo de Menandro era más pequeño, pero también
más cercano a nosotros, y en él los sentimientos cobraban mayor importancia.
Sobre todo, se trata unos sentimientos que nos resultan más cercanos, como el
amor dentro del matrimonio y de la pareja en general. También es cierto que en
Menandro había elementos que no pueden calificarse de realistas: hijos
abandonados cuya identidad se descubre al final de la obra, encuentros
casuales, bellas muchachas raptadas, amantes separados, etc. En realidad, se
trataba de ingredientes de aventura y evasión típicos de una cultura cada vez
más individualista, y que con el tiempo, ya en la Época Helenística, dieron
origen a la novela, un género literario que se «consumía» en solitario y que
habría resultado impensable en la sociedad griega del siglo v.
El individualismo también tuvo
sus manifestaciones en filosofía. La más extremada fue el cinismo, y su muestra
más peculiar y casi folclórica fue el famoso Diógenes. Este hombre había nacido
en Sínope, una colonia griega situada en la costa sur del mar Negro. Su padre,
Hicesias, era un banquero, lo que en la Antigüedad significaba trabajar sobre
todo como prestamista y cambista. Pero Hicesias también tenía una ceca donde
acuñaba dinero. Alguien los acusó a él y, sobre todo, a su hijo de borrar el
cuño de las monedas. Si en verdad Diógenes lo hizo, me pregunto si fue una
protesta política, si pretendía quedarse con las limaduras de oro o si acaso
había empezado ya su cruzada contra las convenciones sociales con esta muestra
de gamberrismo. Como castigo, los sinopenses lo desterraron, y él se estableció
en Atenas hacia el año 460, y luego se trasladó a Corinto.
Diógenes llevó al extremo la conducta exterior de Sócrates. Si éste
se hacía llamar «tábano» porque picaba a los amigos, él era el «perro» porque
les mordía. Metafóricamente, claro. Como perro en griego se dice kynós, sus
seguidores eran llamados los kynikoí, de donde procede nuestro término
«cínico».Vestía sólo un manto, iba descalzo y no abusaba del lavado, en todo lo
cual también imitaba a Sócrates. Pero éste al menos tenía casa, mientras que
Diógenes, para demostrar lo poco que se necesitan los bienes materiales, vivía
en un tonel. Usaba un cuenco de madera para beber en la fuente, hasta que vio a
un crío que lo hacía con las manos y se dio cuenta de que incluso el cuenco era
un lujo superfluo. Se cuenta que hacía sus necesidades en público (¿levantaría
la pierna al orinar?) y que al guna vez también se masturbó a la vista de la
gente, aunque tal vez aquí los anecdotistas se dejaron llevar por el personaje.
La típica imagen de Diógenes lo muestra con una lámpara buscando a un hombre de
verdad. Es de suponer que se refería a alguien no contaminado por las
convenciones humanas. En cierto modo, Diógenes debía ser el antiprotágoras.
Pero no todo era intimismo e
individualismo en la sociedad del siglo iv. En el resto de Grecia la stásis o
lucha de clases, como queramos llamarla, seguía causando estragos, más
agravados aún por el empobrecimiento provocado por la larga guerra. El
juramento que impuso Filipo al formar la liga de Corinto, ya en la segunda
mitad de siglo, es revelador: los estados miembros debían mantener sus
constituciones tal como estaban y renunciar a medidas revolucionarias como la
abolición de deudas o el reparto de tierras (la eterna cuestión de la reforma
agraria, que en Esparta siguió coleando durante el siglo in). Es evidente que
las normas nunca prohiben acciones que no se le pasan por la cabeza a nadie,
sino aquellas que se pueden llevar a cabo. Por eso, el mencionado juramento nos
da un indicio, aunque sea en forma negativa, de cuáles eran las inquietudes
sociales de la Grecia continental.
Los atenienses, pasados los terribles momentos de los Treinta,
lograron evitar de nuevo las guerras civiles que asolaron otras ciudades. En la
Atenas del siglo iv seguían siendo conscientes de que vivían en una polis y de
que el mayor problema de una comunidad tan grande era la convivencia, por lo
que no dejaron de aprobar medidas para evitar los conflictos.
Cierto es que las diferencias de clase continuaron existiendo e
incluso se agravaron, pero también sufrieron una transformación. Si antes los
nobles Eupátridas se hallaban en un lado de la balanza y todos los demás grupos
sociales en el otro, incluyendo quienes se habían enriquecido con su trabajo,
en el siglo iv la situación cambió. Básicamente, la sociedad se polarizó entre
la clase litúrgica (los ricos, para entendernos) y los pobres.
¿Cuántos atenienses tenían suficiente patrimonio como para que el
Estado les obligara a desempeñar los servicios públicos de los que hablamos en
su momento, las denominadas liturgias? Había unos 1.200 ciudadanos sujetos
tanto a estos impuestos como a los que se recolectaban de forma extraordinaria.
Durante el siglo iv se agrupó a esos ciudadanos adinerados en un sistema
colectivo denominado symmoríai que primero fue ron 100 y luego se redujeron a
20. En cada symmoría había tres ciudadanos más ricos que los demás, los que
superaban un patrimonio de cuatro talentos: a ellos les correspondía adelantar
cada año el total de impuestos de su symmoría, y luego -por la cuenta que les
traía- recaudar su cuota a cada uno de los miembros. Indro Montanelli ve esto
como un síntoma de corrupción y desinterés de la ciudadanía (Montanelli, 1980,
p. 212). Más bien parece síntoma de que Atenas había perdido su dinero y tenía
que reorganizar sus finanzas de otro modo y apretarse el cinturón. Lo cierto es
que los ricos, aunque fuese a regañadientes,' pagaban.
De alguna manera, el sistema
de las symmoríai había unificado a la gente más acomodada en una sola clase.
Dentro de cada symmoría convivían nobles terratenientes que remontaban su
riqueza a un pasado casi mítico con otros ciudadanos que habían hecho fortuna
gracias a métodos menos tradicionales, como el comercio o la manufactura
(hablar de industria puede sonar un poco pretencioso en esta época). Estos
últimos, a los que en el pasado se había contemplado con el desdén con que la
vieja aristocracia mira siempre a los nuevos ricos, consiguieron en cierto modo
la respetabilidad que buscaban. No obstante, incluso los que hacían fortuna
comerciando o especulando procuraban invertir en tierras cuando tenían ocasión,
pues seguía considerándose la forma más prestigiosa de riqueza y propiedad.
El ejemplo más llamativo es el de Pasión. Este hombre empezó como
esclavo trabajando en un banco del Pireo. Cuando su amo murió, heredó de él el
banco y la esposa, pues por expreso deseo del finado se casó con su viuda.10
Convertido en meteco, invirtió tanto dinero en la ciudad que se le recompensó
con la ciudadanía ateniense. Esto habría sido impensable en el siglo pasado,
pero ahora Atenas andaba demasiado justa de dinero como para hacer remilgos.
Una vez convertido en ciudadano, Pasión invirtió en tierras, de tal manera que
cuando murió le dejó a su hijo Apolodoro fincas por un valor de 20 talentos.
Gracias a los miembros de la clase litúrgica y a las diversas
reformas fiscales del siglo iv, Atenas pudo reconstruir en buena medida su
flota, hasta el punto de que a partir del año 390 dominó de nuevo el Egeo y
reconstruyó sus murallas (con cierta ayuda del oro persa, como veremos).
También mantuvo su sistema de dietas para jurados y consejeros y las pa gas
para asistir al teatro (el theorikón, que se convirtió en una especie de
subsidio social para los pobres). Incluso fue un paso más allá cuando un tal
Arrigio introdujo a principios de siglo una dieta de un óbolo para los
ciudadanos que acudían a la asamblea. Este estipendio subió pronto a dos óbolos
y luego a tres, una cifra pequeña pero que ya animaba a la participación de los
ciudadanos más humildes en el gobierno de la ciudad.
De este modo, en Atenas la
democracia se mantuvo prácticamente durante todo el siglo, y cuando se vio en
problemas fue por intervenciones exteriores, no porque el sistema no funcionase
de forma correcta. Muchos críticos con la democracia ateniense han señalado
ciertas contradicciones en ella; sobre todo que sus ciudadanos disfrutaban de
todos sus derechos porque oprimían a los «súbditos» de su imperio. Como ya
comenté, esos supuestos súbditos obtenían beneficios económicos por el hecho de
pertenecer a la Liga de Delos. Pero, además, hay que señalar que cuando Atenas
perdió su imperio en el siglo iv, la democracia sobrevivió e incluso se
consolidó.
Atenas siguió siendo un foco de atracción cultural. El famoso
desencanto que sentía Platón por la democracia y que mencionan todos sus
biógrafos no le impidió, después de su autoexilio en Mégara y Siracusa, volver
a su patria y fundar una escuela de filosofia en el año 387. Puesto que la
instaló en un bello paraje situado en las afueras de la ciudad y consagrado al
héroe tradicional Academo, la escuela fue conocida como «Academia». Esta
institución era una especie de universidad de la época, en la que aparte de
filosofía se estudiaban astronomía y matemáticas, campos de la ciencia que
también interesaban mucho a Platón.
La Academia competía con otra escuela fundada por Isócrates en la
que se enseñaba sobre todo retórica. Los métodos de Isócrates y Platón eran
completamente opuestos, pues el primero defendía enseñanzas concretas y
prácticas, mientras que el filósofo se movía en terrenos abstractos y teóricos.
La rivalidad hizo que ambos se atacaron mutuamente en sus escritos con mayor o
menor sutileza. Hay que decir que para Isócrates la retórica no consistía tan
sólo en una forma de convencer con artificios, sino que era muy importante el
contenido del discurso: jamás alardeó de convertir el razonamiento injusto en
justo o lo blanco en negro, algo de lo que habían llegado a jactarse algunos
sofistas.
Varias décadas después, en el
año 336, el más brillante de los discípulos de Platón, Aristóteles, fundó su
propio centro de enseñanza en otro gimnasio, el Liceo. Allí Aristóteles y sus
discípulos estudiaron lo divino y lo humano, literalmente: zoología, botánica,
fisica, metafisica," teoría literaria, política teórica y práctica. Uno de
los trabajos que Aristóteles y sus discípulos llevaron a cabo fue recopilar las
constituciones de numerosas ciudades. Esos textos nos habrían ayudado a comprender
mucho mejor la historia de otras polis griegas, pero por desgracia sólo nos ha
llegado la de Atenas, y casi por azar.
Aristóteles fue uno de los mayores intelectos de la historia, sin la
genialidad literaria de Platón, pero más moderado y dispuesto a comprender a
los hombres como eran y no como él quería que fuesen. Su pensamiento, por
supuesto, sufría limitaciones. En política, no veía mucho más allá de la ciudad
estado, a pesar de que su propio discípulo Alejandro estaba trascendiendo los
límites de la polis y sellando su final. Sus ideas sobre las mujeres y las
razas inferiores -todas, menos la griega- no le ganarían hoy un puesto en
ninguna comisión de derechos humanos.
Sobre todo, su concepción del universo, desarrollada por otros
autores, supuso varios siglos de atraso. Pero no era culpa suya que durante
tanto tiempo otros tomaran su pensamiento casi como una verdad revelada: si él
hubiera nacido en el Renacimiento, estoy convencido de que habría desarrollado
un sistema heliocéntrico.
LOS GRIEGOS OCCIDENTALES
En el año 413, como ya vimos, los siracusanos obtuvieron una
victoria aplastante sobre el enemigo invasor, los atenienses. Para ellos fue en
cierto modo inesperada, ya que la campaña no había empezado con buenos
auspicios. Tal vez la angustia que pasaron durante el asedio explique por qué
su conducta con los prisioneros de guerra fue tan bárbara.
Los problemas no cesaron cuando desapareció la amenaza ateniense.
Poco después, en 409, los cartagineses, que no habían vuelto a representar un peligro
desde la batalla de Hímera, invadieron la isla. Esta vez ac tuaron con mucha
más brutalidad, pues destruyeron ciudades como Hímera, Selinunte o Agrigento, y
causaron una auténtica matanza entre sus habitantes, lo que provocó oleadas de
refugiados. La invasión se repitió en 406, con idénticos resultados.
Un personaje supo sacar
provecho de esta situación tan grave: Dionisio, conocido en la historia como
«elViejo», que se convirtió en tirano de Siracusa aboliendo la democracia.
Durante su gobierno guerreó en diversas ocasiones contra los cartagineses, en
general con éxito. Sin embargo, aunque logró recuperar el dominio de la región
oriental de Sicilia, nunca consiguió expulsar de su extremo occidental a los
púnicos, que se aferraban a él como lapas.
Con Dionisio la ciudad de Siracusa, que había perdido mucho desde
los tiempos de Hierón y Gelón, volvió a crecer, gracias a los refugiados que
acudieron allí tras la destrucción de sus ciudades. Dionisio concedió la
ciudadanía siracusana a muchos de ellos, así como a los llamados «cilirios»
(campesinos que trabajaban las tierras en régimen de servidumbre), pero a
cambio de convertirlos prácticamente en sus clientes políticos. Como se ve,
nuestro tirano era de los que aseguraban la poltrona al suelo con gruesos
tornillos.
Para evitar nuevos asedios, Dionisio hizo fortificar la meseta de
las Epípolas, y también reforzó las murallas de la isla de Ortigia, donde se
construyó un castillo casi tan inexpugnable como el de Sauron en Mordor. A la
vez que llevaba adelante sus guerras contra los cartagineses, le quedó tiempo
para inmiscuirse en la política del sur de Italia. Primero se apoderó de Regio,
al otro lado del estrecho de Mesina, con lo que logró controlar ambas orillas.
Después su influencia llegó cada vez más lejos, hasta el mar Adriático y la
costa del Epiro, donde restauró a su amigo Alcetas en el trono. También
participó en las luchas internas de Grecia continental, apoyando a los
espartanos en sus guerras.`
Dionisio era el paradigma del tirano desconfiado, o al menos ese
papel le atribuyó la tradición griega. Cuando lo afeitaban, por temor a que le
cortaran con la navaja, ordenaba que le quemaran los cabellos con carbones o
cáscaras de nuez candentes.Todo el que pasaba a su presencia, por más íntimo
que fuera, tenía que desnudarse por completo delante de la guardia para
demostrar que no llevaba armas.
La anécdota más conocida sobre
él es la de Damocles, un cortesano que le dijo al tirano algo así como «¡Qué
bien vives!». Dionisio, que tenía un humor muy peculiar, le cedió su puesto por
un día y le hizo recostarse en el lugar de honor durante la cena. Damocles se
estaba poniendo morado, como era de esperar ante tan suculentos manjares, pero
de pronto reparó en que la gente no le miraba a los ojos al hablar, sino que
fijaba la vista en algún punto situado encima de su frente (¡qué nerviosos nos
ponemos cuando nos hacen eso!). Damocles levantó la mirada y vio que sobre su
cabeza colgaba una espada, sujeta del techo por un solo pelo de crin. «Si
quieres ser tirano», le dijo Dionisio, «tendrás que aguantar esa amenaza sobre
ti noche y día».A Damocles se le atragantó la cena, y no se quedó tranquilo
hasta que no abandonó el diván.
No todos los autores griegos eran hostiles a Dionisio. Su
contemporáneo Isócrates lo alabó en algún discurso, pues veía en él a ese líder
panhelénico que llevaba tanto tiempo buscando para unificar Grecia y luchar
contra los bárbaros.
Dionisio el Viejo murió en el año 367, y le sucedió en el poder su
hijo, Dionisio el joven (como era de esperar: ¿para qué complicarse con los
motes?).Al principio de su mandato, su mentor Dión, que también era su cuñado,
hizo venir de Atenas a Platón. Dión sentía una gran admiración por el pensador
ateniense y quería que influyera en el joven Dionisio para hacerlo más
virtuoso. La relación entre el tirano y el filósofo fue bastante tormentosa.
Platón intentaba convertir a Dionisio en el gobernante ideal, pero se estampó
de narices con la realidad, tanto en esa ocasión como en un segundo viaje que
hizo a la isla.13 Por su parte, Dión, al que su cuñado había desterrado, volvió
a la isla aprovechando una ausencia del tirano y se apoderó de Siracusa en el
año 357. Pero fue asesinado por uno de sus amigos tres años después (lo que
demuestra que no sería tan amigo), y eso permitió que Dionisio el joven
recobrara el poder.
Mientras todo esto ocurría, las diversas ciudades de Sicilia se
habían aprovechado del vacío de poder para independizarse de Siracusa y crear
sus propias tiranías.Ante la amenaza de que los cartagineses iniciaran una
nueva guerra, los siracusanos pidieron ayuda a Corinto, su antigua metrópolis.
Los corintios les enviaron a un general profesional, Timoleón, que desembarcó
en la isla con un contingente de mercenarios en el año 344. En cuestión de poco
tiempo Timoleón derrocó a Dionisio el joven y a los demás tiranos de Sicilia, y
después venció a los cartagineses en la batalla del río Crimiso.
Según ciertas fuentes,Timoleón
restableció la democracia en Siracusa y otras ciudades, pero parece que esta supuesta
democracia era tan moderada que casi podría catalogarse de oligárquica. En
cualquier caso, consiguió pacificar la isla e hizo venir a muchos colonos de
Grecia continental que repoblaron las ciudades destruidas durante las guerras
anteriores, como Gela o Agrigento. Sicilia conoció una nueva prosperidad, que
en el registro arqueológico se verifica por el hallazgo de numerosas monedas
corintias de la época. Timoleón abdicó de su cargo como general
plenipotenciario en el año 337, supuestamente porque se había quedado ciego. En
agradecimiento, cuando murió, los siracusanos lo enterraron en su ágora.
Pocos años después tomó el poder en Siracusa otro aventurero,
Agatocles, que se adueñó de toda Sicilia.Agatocles, que llegó a coronarse rey,
cruzó a África por primera vez para llevar la guerra a territorio cartaginés y
se involucró en las luchas entre los monarcas helenísticos que sucedieron a
Alejandro. A su muerte, en 287, los mamertinos, mercenarios de Campana a los
que había contratado para sus guerras, se apoderaron de Mesana, en la zona del
estrecho entre Italia y Sicilia. Los problemas que causaron estos mamertinos en
la isla llevaron a la larga a la intervención de Roma en Sicilia y a la Primera
Guerra Púnica.
LA LUCHA POR LA HEGEMONÍA
Regresamos a la «auténtica» Grecia. Toda la primera mitad del siglo
iv es una pesadilla para el estudiante de Historia de Grecia, del mismo modo
que lo es intentar aprenderse la política de alianzas de Bismarck. Apenas se
habían asentado las cenizas de las últimas batallas de la Guerra del Peloponeso
cuando los contendientes ya estaban de nuevo enzarzados en el combate. Sólo que
las alianzas más o menos estables de las décadas anteriores ahora empezaron a
cambiar, a tal velocidad que me imagino a un ateniense antes de votar en la
asamblea preguntándole al que tenía al lado: «¿Y ahora con quién vamos?».
Esparta, como hemos visto,
resultó triunfadora de la guerra por muchos motivos. No sólo venció
oficialmente, sino que no sufrió la menor destrucción en su territorio y además
perdió pocas tropas en comparación con otros estados. Pero convertirse en el
centro de un nuevo imperio suponía ciertas obligaciones y compromisos para los
que Esparta, simplemente, no valía. La supuesta liberación del Egeo, como ya
hemos visto, consistió en imponer regímenes oligárquicos recurriendo al terror
(actividad que a Lisandro, en concreto, se le daba de maravilla). Por otra
parte, Esparta había llevado la contraria a sus aliados más importantes,Tebas y
Corinto, cuando le pidieron la destrucción de Atenas. En esto hay que alabar la
prudencia de los espartanos, pero luego tampoco supieron contentar a tebanos ni
corintios en otras peticiones más razonables.Todo el botín y el poder obtenidos
gracias a la victoria fueron para Esparta, lo que provocó el resentimiento de
sus dos aliados.
Por otra parte, Esparta no tardó en verse en problemas con otro
socio aún más poderoso que la había financiado durante los últimos años de
conflicto: Persia. ¿La razón? Un conflicto entre hermanos.
En el año 404 murió el rey Darío II (también conocido como Oco), que
había gobernado durante cerca de veinte años. Le sucedió su hijo Artajerjes,
quien enseguida tuvo que enfrentarse con las consabidas sublevaciones. En este
caso, el primer rebelde fue su hermano menor, Ciro el joven, que se había hecho
prácticamente independiente en Asia Menor. Apenas subió al trono,Artajerjes
ordenó a Ciro que acudiera a Susa, donde estuvo a punto de ejecutarlo. Si no lo
hizo fue porque intervino la madre de ambos, Parisatis. Si Artajerjes hubiera
obedecido a su instinto y hubiese liquidado a Ciro, se habría ahorrado muchos
problemas: en las dinastías orientales no había ni familiares ni amigos que
valieran (en las occidentales, a veces tampoco).
De vuelta a Asia Menor, Ciro se juró a sí mismo que jamás volvería a
depender de la clemencia de su hermano, y organizó un ejército con la excusa de
luchar contra la tribu de los pisidios. También pidió ayuda a Esparta, que se
hallaba en deuda con él, pues Ciro había financiado personalmente la flota
lacedemonia que había conseguido derrotar a la ateniense. Para no ofender a
Artajerjes, Esparta no intervino directamente, sino que «permitió» que muchos
mercenarios espartanos se alistaran en el ejército que estaba reclutando Ciro.
Si éste vencía, habría un Gran Rey amigo de Esparta. Si era derrotado, siempre
podrían encogerse de hombros y decir: «¡Ah, ese muchacho actuó por su cuenta!».
También formaban parte de aquel ejército soldados de Arcadia, Beocia, Acaya,
Tesalia y muchos otros lugares, entre otros Atenas. Grecia se había convertido
en una cantera casi inagotable de mercenarios.
Una vez reunido su ejército,
Ciro se puso en marcha hacia el interior de Turquía. El contingente griego
estaba a las órdenes de un espartano de áspero carácter, llamado Clearco, el
único que conocía los auténticos planes de Ciro. Cuando llegaron a Iso, un
estrecho paso que llevaba hacia Siria, los mercenarios se dieron cuenta de que
no se trataba de una simple expedición de castigo en la zona controlada por
Ciro. Empezaban a adentrarse en territorio desconocido, en pleno corazón del
imperio, y muchos quisieron plantarse allí. Tan sólo la promesa de más paga y
más botín los animó a seguir adelante.
Unos meses después, el ejército de Ciro llegó a Cunaxa, a escasas
jornadas de marcha de Babilonia, mucho más lejos de lo que ningún ejército
griego se había adentrado jamás en tierras asiáticas. Allí se libró una gran
batalla entre las tropas de ambos hermanos. Al principio, la suerte sonrió a
Ciro, pues cuando la infantería griega cargó contra la persa, ésta puso pies en
polvorosa. Pero Ciro se dejó llevar por el entusiasmo y, al frente de su
caballería, cabalgó hacia la zona donde estaba Artajerjes. Supuestamente llegó
a golpearlo y le hirió a través de la coraza -la fuente, Ctesias, no es muy
fiable-, pero en ese momento alguien le clavó una flecha en el ojo y Ciro cayó
muerto.
Conociendo ya el desenlace de la historia, se puede criticar la
temeridad de Ciro. Pero Alejandro Magno actuó igual que él una y otra vez, con
la diferencia de que siempre se las arregló para salir vivo. Que un general
luchara al frente de sus tropas era muy arriesgado, sin duda, pero a cambio la
moral de sus combatientes se multiplicaba.
Tras la batalla, los griegos habían quedado victoriosos, pero sin causa
por la que combatir y, sobre todo, sin jefe que les pagara el sueldo. En aquel
momento intervino Tisafernes, el sátrapa persa al que ya vimos tratando con
Alcibíades en la última fase de la Guerra del Peloponeso. Tisafernes no se
había dejado embaucar por Alcibíades, lo cual demuestra un mérito: era incluso
más retorcido que el ateniense. Ahora, invitó a Clearco y a los demás generales
griegos a su tienda para llegar a un acuerdo con ellos, y una vez allí hizo que
los mataran a traición. Desde el punto de vista antiguo, lo que había hecho
Tisafernes era el peor de los sacrilegios y la mayor de las vilezas.
El ejército de los Diez Mil se
encontró de pronto sin jefes, y el desánimo cundió entre ellos. Si hacemos caso
a Jenofonte, que viajaba en la expedición invitado por un amigo llamado
Próxeno, fue entonces cuando él mismo tomó las riendas del ejército junto con
un espartano llamado Quirísofo. Probablemente Jenofonte exageró un poco su
protagonismo, pero se le puede disculpar a cambio de la Anábasis, la brillante
memoria de aquella expedición. Sabiendo que el camino por el que habían venido
se hallaba plagado de tropas persas y que además tendrían dificil conseguir
provisiones, los griegos se dirigieron hacia el norte siguiendo el curso del
Tigris hasta Armenia. Durante el camino fueron acosados constantemente por los
persas y por las tribus del lugar. Aquel ejército, compuesto sobre todo por
hoplitas, tuvo que adaptarse a nuevas formas de combatir. Hay un ejemplo
significativo en la Anábasis (3,3, 16), cuando Jenofonte y Quirísofo tienen que
convencer a algunos hoplitas rodios para que combatan con sus hondas como
tropas de infantería ligera: los tiempos cambiaban, y un ejército necesitaba
tácticas más flexibles y cuerpos especializados si quería sobrevivir.
En la escena culminante de la Anábasis (4, 7, 24), que todos los
estudiantes de griego han traducido, los mercenarios llegan a un monte, y al
coronarlo encuentran ante ellos el mar Negro. Mientras los primeros que lo ven
se abrazan, un grito corre por sus filas: «Thálatta, thálatta!», «¡el mar, el
mar!». Aquí Jenofonte consigue transmitir una emoción que cruza una barrera de
dos mil cuatrocientos años para seguir erizándonos la piel de los brazos.
De este modo, aquel contingente de mercenarios regresó a Grecia casi
intacto. Había demostrado que un ejército griego podía internarse en el Imperio
persa y salir de allí prácticamente intacto pese a no tener guías. A partir de
ese momento, los helenos miraron con otros ojos a los persas. La idea de
invadirlos y apoderarse de sus riquezas empezó a germinar en sus mentes, aunque
todavía tardaría muchos años en madurar.
Aunque Esparta podía alegar
que no se había involucrado oficialmente en la campaña, los persas no se
tragaron el anzuelo. Una vez muerto Ciro, Artajerjes envió a Tisafernes a Asia
Menor para que hiciera efectivo el dominio persa sobre las ciudades jonias. Los
espartanos, a su vez, mandaron tropas a enfrentarse contra él. Allí destacó un
nuevo rey, ya talludito, que había sucedido a su hermanastro Agis.14 Era
Agesilao, un soberano activo, ambicioso y buen general, en la línea del antiguo
Cleómenes. Curiosamente, era cojo: si los espartanos hubiesen sido realmente
tan duros en sus prácticas de eugenesia, los ancianos habrían abandonado a
Agesilao en los barrancos del monte Taigeto. No fue así, y con su pierna
tullida recorrió mil caminos y luchó en mil batallas: cuando murió a los
ochenta y cuatro años aún seguía mandando tropas. Jenofonte, gran admirador de
Agesilao, escribió su vida y, en cierto modo, inauguró así el género de la
biografia que otros autores clásicos practicarían después.
Luchando en tierra contra los espartanos, entre los que combatían
muchos veteranos de los Diez Mil, los persas sufrieron un fracaso tras otro.
(Una de estas derrotas, por cierto, le costó a Tisafernes la ejecución. Algunos
acaban como se merecen). Por fin, los persas decidieron luchar por mar. En muy
pocos años, la tortilla había dado la vuelta: ahora el Gran Rey recurrió a un
ateniense, Conón, el superviviente del desastre de Egospótamos. La ironía fue
incluso mayor, pues en Grecia continental se formó una nueva alianza en la que
se unieron viejos rivales de Esparta, como Atenas y Argos, con otros nuevos
como Tebas y Corinto. Argos y Corinto incluso se fundieron en una sola polis de
efimera vida.
La guerra en Grecia atravesó por varias alternativas. En una primera
batalla, la nueva coalición derrotó a Esparta. La ciudad reclamó a Agesilao,
que tuvo que regresar de Asia Menor a marchas forzadas en tan sólo treinta
días. En Coronea, en pleno territorio beocio, el rey espartano logró derrotar a
la nueva coalición, aunque no consiguió una victoria definitiva.Y mientras
tanto, en la costa sur de Jonia, la flota persa mandada por el ateniense Conón
logró bloquear a la flota espartana y la destruyó en la batalla de Cnido. La
efimera talasocracia de Esparta llegó a su fin aquel día, tan sólo diez años
después de su victoria en Egospótamos.
Conón fue recibido como un héroe en Atenas, y nadie pareció recordar
que en realidad se trataba de un mercenario al servicio del Gran Rey, contra el
que tantas veces habían luchado. Pero ya entonces la política, sobre todo la
internacional, creaba extraños compañeros de cama. Gracias a los fondos persas,
los atenienses reconstruyeron los Muros Largos. Casi podían fingir que lo de
Egospótamos no había sucedido.
Este conflicto, conocido como
Guerra de Corinto, todavía se alargó unos cuantos años más. Aunque Esparta
había perdido su imperio en el Egeo y había dejado de ser una potencia
marítima, después de la batalla de Cnido ningún bando consiguió victorias
definitivas sobre el otro.` Los espartanos decidieron volver al redil y
entraron en negociaciones con Artajerjes, que además desconfiaba de que los
atenienses recuperaran demasiado poder. Así, en el año 386 se firmó la llamada
Paz del Rey, conocida también como de Antálcidas por el nombre del negociador
espartano.
Según las cláusulas de este tratado, Corinto y Argos se separaron, y
la primera, que había conocido un interregno democrático, volvió a caer en
manos de una oligarquía partidaria de Esparta. Tebas tuvo que disolver la
confederación de Beocia, que encabezaba desde que derrotara a los atenienses en
el año 446 en la batalla de Coronea. Por su parte, Atenas renunciaba a dominar
el Egeo -al menos, así lo firmó-. ¿Y Esparta? Obviamente, algo tenía que
ofrecer a los persas. A cambio de condiciones muy ventajosas en Grecia
continental, abandonó a su suerte a las ciudades de Asia Menor, que volvieron a
manos de los persas, al igual que la isla de Chipre. Como vemos, pese a la
debilidad que había demostrado ante el ejército de los Diez Mil, el Imperio
persa era ahora el árbitro de Grecia, y Artajerjes jugaba con las polis griegas
como si fueran piezas de ajedrez.
Aunque había perdido toda posibilidad de dominar los mares, y pese
al revés sufrido ante las tropas ligeras de Ificrates, Esparta seguía siendo
invencible en campo abierto y así lo demostró durante los años siguientes. En
el año 385 los lacedemonios arrasaron la ciudad de Mantinea, vieja aliada que
se les había desmandado, y deportaron a su población.Tres años después Agesilao
entró en Tebas, que se negaba a disolver la confederación beocia tal como
estipulaba la Paz del Rey, e impuso esa disolución por la fuerza. Para evitar
que los tebanos volvieran a las andadas, el rey espartano expulsó de la ciudad
a todos los partidarios de la democracia, instauró en el poder a los oligarcas
y, con la complicidad de éstos, dejó una guarnición militar en la ciudad. Para
ello no eligió cualquier sitio, sino la Cad mea, una fortaleza sagrada que
debía su nombre a Cadmo, hermano de la princesa fenicia Europa y fundador
mítico de Tebas. Era como si Agesilao hubiese quitado a los atenienses su
Acrópolis, una provocación en toda regla. Desde aquel momento el resentimiento
de los tebanos contra Esparta, su antigua aliada, no dejó de crecer.
Cierto es que el rey espartano
Agesilao cobijaba un resentimiento similar contra Tebas. Antes de cruzar a
Asia, en el año 397, había intentado hacer un sacrificio en Áulide, un
promontorio situado en la costa oeste del estrecho de Euripo, que separa Grecia
de la isla de Eubea.Al hacerlo, pretendía imitar a Agamenón, que en el mismo
lugar había ofrendado a su hija Ifigenia para conseguir vientos propicios y
navegar hasta Troya. Agesilao no pretendía sacrificar víctimas humanas, pero en
cualquier caso no pudo terminar el ritual. Los tebanos, que en aquel momento
controlaban la zona de Áulide, se lo impidieron. El rey espartano jamás les
perdonó aquella humillación.
Tres años después de que los lacedemonios tomaran la Cadmea,
Pelópidas, uno de los demócratas tebanos que se había exiliado en Atenas,
volvió a la ciudad en secreto. La forma en que acabó con la guarnición
espartana de la Cadmea suena un tanto novelera y recuerda un relato similar en
Heródoto fechado en las Guerras Médicas. Los jefes espartanos estaban
disfrutando de un buen banquete y, cuando ya se encontraban algo más que
achispados, pidieron: «¡Que entren las chicas!». Las supuestas chicas eran
jóvenes tebanos disfrazados de mujer, que llevaban cuchillos bajo sus túnicas y
aprovecharon la borrachera de los oficiales espartanos para rebanarles el
gaznate. Al mismo tiempo, otros ciudadanos atacaron la Cadmea, y el resto de la
guarnición se rindió y fue expulsada de Tebas. Cuando aquellos hombres llegaron
a Esparta, los ejecutaron: aunque los tiempos hubieran cambiado en ciertos
aspectos, había cosas que un espartano no podía hacer, y entre ellas estaba
rendirse por las buenas.
En aquel momento, Atenas se dedicaba a organizar otra alianza
marítima conocida como la Segunda Liga. Los atenienses habían aprendido de las
lecciones del pasado, y ahora sus metas eran más humildes. En primer lugar, la
nueva alianza tenía poco más de 60 miembros. En segundo lugar, sus estatutos impedían
de forma explícita que se convirtiera en un nuevo imperio. Las ciudades
firmantes conservaban sus propios regímenes políticos, y Atenas se comprometía
no sólo a no instalar colonias en los territorios aliados, sino a que sus
ciudadanos no compraran terrenos en ellos. Eso evitaba abusos como los que se
habían producido en la primera Liga de Delos, cuando muchos atenienses se
hicieron ricos especulando en tierras en la isla de Eubea y otros lugares del
Egeo como si fuera la Costa del Sol. El tributo se mantenía, pues la alianza
necesitaba fondos para mantener la flota, pero era más reducido y además
recibía otro nombre para que no recordara al impopular phóros del pasado. ¿No
suena a política actual eso de cambiar los nombres pero mantener las realidades?
En un par de años, los
atenienses lograron derrotar en el mar a Esparta y recuperaron el control sobre
el norte del Egeo, y en particular sobre el Helesponto, la zona que más les
interesaba para asegurarse el suministro de trigo del mar Negro. Aliados con
Tebas, presionaron a Esparta tanto que ésta tuvo que firmar una nueva tregua
con ellos en el año 375, por la que reconocía la Segunda Liga y retiraba las
guarniciones lacedemonias que aún permanecían en diversas ciudades de Beocia.
Los tebanos aprovecharon para formar de nuevo la confederación que
el rey Agesilao había disuelto. Las hostilidades se reanudaron (los lectores se
preguntarán, con razón, si es que se interrumpían alguna vez), con
enfrentamientos navales en el mar Jónico en los que Dionisio elViejo auxilió a
los espartanos. Como ningún bando obtenía una ventaja clara, en el año 371 los
contendientes se reunieron para firmar una nueva paz. Atenas la rubricó, y
Tebas se ofreció a hacerlo en nombre de la confederación beocia. Pero los
espartanos, y en particular el rey Agesilao, se negaron: esa confederación
tenía que disolverse, para que cada ciudad de Beocia -Tespias, Lebadea,
Queronea, etc.- firmase la paz por separado. Los tebanos y el resto de los
beocios se negaron.
Por supuesto, conociendo la política griega, cuando hablamos de «los
tebanos» o «los beocios» no nos referimos a todos, sino a la facción dominante
en cada momento. En aquel entonces, tras el golpe de Pelópidas contra los
espartanos en la Cadmea, eran los demócratas quienes controlaban Tebas, y
habían conseguido extender el mismo régimen a casi toda la región, salvo las
ciudades de Oropo y Orcómeno. Eso explica por qué la misma ciudad que en el año
404 había pedido la destrucción de Atenas era ahora su aliada: en realidad,
quienes deseaban aniquilar a los atenienses eran los oligarcas tebanos,
mientras que para el bando demócrata Atenas representaba el aliado natural.
Con todo, entre ambos pueblos
reinaba siempre cierta desconfianza. Los atenienses se burlaban de los tebanos,
a los que consideraban unos destripaterrones y unos palurdos. Ahora, los
dejaron solos ante Esparta. Según Jenofonte, incluso se frotaban las manos
pensando en que Tebas pagaría por fin el diezmo que debía a las demás ciudades
griegas ¡desde las Guerras Médicas!
En esta ocasión no fue Agesilao quien marchó a la guerra. El rey,
que tenía casi setenta y cinco años, había sufrido hacía poco una grave
enfermedad en su pierna sana, probablemente una flebitis. Los médicos, como era
habitual en la época, recurrieron al sangrado, pero luego no pudieron contener
la hemorragia y Agesilao perdió tanta sangre que estuvo a punto de morir. Como
no estaba para esos trotes, la ciudad envió al otro rey, Cleómbroto, al mando
de un ejército de 10.000 hombres que incluía a 700 espartanos de élite. Si todo
hubiera salido según el guión previsible, mi relato habría sido éste: los
espartanos derrotan a los tebanos, los espartanos entran en Tebas e instauran
una oligarquía, los demócratas tebanos supervivientes huyen a Atenas, cuando los
espartanos regresan a su ciudad los demócratas tebanos vuelven e intentan dar
un golpe, etc.
Pero de vez en cuando aparece alguien a quien no le gusta el guión y
decide introducir cambios en él. En el año 371, ese alguien fue Epaminondas.
EPAMINONDAS Y LA HEGEMONÍA TEBANA
De Epaminondas se sabe menos que de otros personajes de la época, ya
que la biografia que Plutarco le dedicó se ha perdido. Debió nacer entre 415 y
405, de una familia noble de Tebas que, si hacemos caso a su biógrafo Cornelio
Nepote -y tendremos que hacerle caso, porque es lo que hay-, se había
empobrecido. No obstante, pudo ofrecerle una educación refinada, en la que
destacó la influencia del filósofo pitagórico Lisis de Ta rento. Influido por
sus enseñanzas, Epaminondas se convirtió prácticamente en un asceta, que
ejercitaba su cuerpo con dedicación tanto para purificar la mente como para
convertirse en un gran guerrero.
Era un hombre muy discreto,
que prefería escuchar antes que hablar, y poco aficionado a las reuniones
sociales si éstas no tenían que ver directamente con la política o la
filosofia. Pero, aunque fuese poco comunicativo, parece evidente que cuando
hablaba su voz poseía una cualidad magnética que inspiraba y hacía soñar a los
demás. Como buen asceta, nunca se casó ni tuvo hijos. Probablemente, era
homosexual en el sentido estricto, no bisexual como tantos otros griegos, y las
fuentes griegas conservan los nombres de varios de sus amantes. También se
decía de él que era incorruptible. Cuando un embajador de Artajerjes le ofreció
cinco talentos, Epaminondas respondió: «No hace falta dinero. Si lo que propone
el Gran Rey es beneficioso para Tebas, lo haré gratis. Pero si va contra los
intereses de mi ciudad, no hay oro ni patria para comprarme». Con este retrato
fisico y moral, me lo imagino como un tipo fibroso, con unos ojos grandes y
oscuros que apenas debían parpadear y una mirada inquietante y un tanto
fanática. Pero a su lado los soldados se sentían capaces de todo.
Epaminondas era buen amigo de Pelópidas, al que había salvado la
vida en el año 385 en una batalla cerca de Mantinea y al que también ayudó
cuando en 379 los tebanos expulsaron a la guarnición espartana de la Cadmea. Su
siguiente actuación conocida se produjo en 371, durante la conferencia de paz
en la que Esparta exigió que todos los participantes firmaran el acuerdo por
ciudades. En aquel momento Epaminondas era beotarca, uno de los once
magistrados elegidos cada año por los distritos que formaban la confederación
beocia. Como tal, Epaminondas se negó a rubricar el tratado si no le permitían
hacerlo en nombre de toda Beocia y no sólo de Tebas, tal como insistía
Agesilao. «Las ciudades de Beocia deben ser independientes», insistió el rey
espartano, que ya tenía por aquel entonces casi setenta y cinco años. «Pues
entonces, que las ciudades de Laconia y Mesenia también se independicen y
firmen por su cuenta», contestó Epaminondas. Agesilao, furioso, borró a Tebas
del tratado, y Epaminondas regresó a casa para avisar a sus conciudadanos de lo
que se les venía encima: la invasión de los espartanos.
Como ya he dicho, Epaminondas
debía poseer una personalidad magnética. Sólo así pudo convencer a los beocios
para que salieran a campo abierto a combatir contra un ejército espartano, y
para colmo en inferioridad numérica. Por supuesto, también recurrió a la ayuda
de los dioses, y explicó a sus compatriotas que, según cierto oráculo,
conseguirían la victoria si luchaban en Leuctra,16 cerca del lugar donde unas
doncellas se habían suicidado por vergüenza después de haber sido violadas por
los espartanos. Animados con todo esto, salieron al campo de batalla con poco
más de 6.000 hoplitas.A cambio, tenían 1.500 jinetes por los 1.000 de los
enemigos, y de más calidad, pues los espartanos nunca se habían tomado
demasiado en serio la caballería.
Los oficiales espartanos estaban tan convencidos de la victoria que
poco antes de luchar comieron y, sobre todo, bebieron más de la cuenta, con lo
que se les calentaron un tanto los ánimos. En realidad, casi todos los soldados
empinaban el codo antes de la batalla para infundirse coraje o, más bien, para
no pensar en las consecuencias de lo que iban a hacer: es lo que llamaríamos la
falsa valentía del alcohol. Pero que lo hicieran los mandos hasta el punto de
ir a la batalla medio beodos ya parece un poco irresponsable.
Cleómbroto formó sus tropas a la manera tradicional. En el ala
izquierda puso a los aliados y los mercenarios. A ellos les correspondería
luchar contra los mejores del ejército enemigo. Lo único que les pedía
Cleómbroto era que aguantaran el terreno durante un tiempo razonable. Así, en
cuanto los espartanos situados a la derecha derrotaran en cuestión de minutos a
los rivales situados frente a ellos (presumiblemente los más flojos del bando
beocio), podrían acudir en ayuda de su flanco izquierdo y barrer a los enemigos
del campo. Así se había hecho siempre y así se seguiría haciendo, porque era la
costumbre.
O eso creía Cleómbroto.
Quizá no en estos términos, pero Epaminondas debió pensar algo
parecido a lo siguiente: «Si los espartanos disponen de superioridad numérica
general, yo debo buscar una superioridad local concentrada en un punto». La
teoría era buena: si concentraba más hombres en un lugar determinado,
seguramente vencería allí a corto plazo. Pero ¿qué pasaría después en el resto
del campo de batalla?
La cuestión era evitar que se
produjese un «después». Sólo había una forma de conseguirlo: atacar a la élite
del ejército enemigo y destruirla rápidamente, de tal forma que los demás se
desmoralizaran y emprendieran la huida. Pero era mucho más fácil decirlo que
hacerlo. La élite enemiga la formaban los espartanos, a los que nadie había
derrotado nunca en combate cuerpo a cuerpo, sino sólo acribillándolos con
proyectiles desde lejos, como en las Termópilas, Esfacteria o Corinto.
Epaminondas tenía tropas ligeras, pero no suficientes para eso.
Además, no quería conseguir la victoria de aquel modo. Si Tebas quería ser
grande, tenía que derrotar al enemigo más fuerte en su propio terreno,
«aplastar la cabeza de la serpiente».' De modo que lo que hizo fue concentrar a
sus mejores tropas en el ala izquierda, rompiendo con todas las tradiciones.
Pero añadió otra novedad, tal vez basándose en el ejemplo de otro general
tebano, Pagondas, que había hecho algo similar contra los atenienses. En vez de
formar como los espartanos, con hileras de 12 hombres, él formó a los suyos en
un fondo de 50 escudos.
Además, los tebanos disponían de su propio cuerpo de élite, que
entrenaba constantemente gracias a que el resto de la ciudad mantenía a sus
miembros. Era conocido como el Batallón Sagrado y lo integraban 150 parejas de
amantes, cada una de las cuales se componía, es de suponer, por un hoplita más
veterano y otro más joven. La idea era que los soldados competirían entre ellos
en valor por impresionar a sus amantes y, además, si los veían en peligro
lucharían por ellos como fieras protegiendo a sus cachorros. En cierto modo,
este batallón copiaba la homosexualidad institucional de Esparta.
La batalla se inició con un enfrentamiento entre ambas caballerías.
Pero en lugar de combatir en las alas, como era habitual, pelearon delante de
ambas falanges. Los tebanos se impusieron, como era de esperar, y cuando los
jinetes espartanos se dieron a la fuga trataron de protegerse dentro de las filas
de su infantería, lo que causó cierto desorden.
En ese momento comenzó el ataque tebano. Epaminondas, que sabía que
su propia ala derecha había quedado tan acortada que los enemigos la rodearían
con rapidez, ordenó a los hoplitas situados allí que avanzaran despacio y se
fueran quedando retrasados, rehusando de momento el combate. Mientras, él mismo
se lanzó a la carga con Pelópidas, el Batallón Sagrado y el resto de los
tebanos. Las demás líneas avanzaron en diagonal, usando por primera vez la táctica
conocida como «orden oblicuo».
La descripción que ofrece
Jenofonte de la batalla es breve, entre otras razones porque está contando algo
que, como pro espartano que es, le desagrada profundamente. Pero es de suponer
que el grueso de los tebanos cargó a paso ligero y golpearon a Cleómbroto y sus
hombres con la fuerza de un martillo pilón. En la primera fila tebana muchos
debieron morir, pero otros venían detrás con un empuje irresistible. El rey
espartano fue de los primeros en caer, y los demás empezaron a retroceder. Se
cuenta que Epaminondas pidió a sus soldados: «¡Dadme un paso más y obtendremos
la victoria!».18 Los tebanos dieron ese paso, y unos cuantos más. Las líneas
espartanas se rompieron, algo inaudito, y se produjo la carnicería habitual en
tales casos, sólo que esta vez las víctimas fueron los lacedemonios. El resto
de los aliados, al ver vencidos a los mejores soldados de Grecia, huyeron
despavoridos. Por lo que parece, el ala derecha de Epaminondas ni siquiera tuvo
que entrar en acción.
Aquel día murieron 1.000 lacedemonios, de los cuales 400 eran
espartiatas, más de la mitad de los que habían acudido a la batalla. Dada la
oliganthropía endémica en Esparta, aquél fue un desastre comparable al que
habían sufrido los atenienses en Sicilia. Cuando la noticia llegó a la ciudad,
aunque Jenofonte cuenta que los familiares de los muertos sobrellevaron su
desgracia en silencio, lo cierto es que cundió el pánico y los éforos
decretaron una movilización general que alcanzaba incluso a los ciudadanos de sesenta
años. Intuían, o más bien sabían, lo que les esperaba.
En cuanto se conoció la derrota lacedemonia en Leuctra, los aliados
forzosos de Esparta aprovecharon para rebelarse y formar su propia
confederación, la de Arcadia. El viejo Agesilao no tardó en ponerse en marcha
para atacar Mantinea, principal cabecilla de aquella rebelión. Los mantineos
pidieron ayuda a Tebas y ésta invadió el Peloponeso en pleno invierno. Al
ejército conducido por Epaminondas y Pelópidas se añadieron aliados de Arcadia,
Argos y la Élide. Sumaban 40.000 efectivos, un contingente formidable.
Sobre todo, el núcleo era tebano. Se ha insistido mucho en la
genialidad de Epaminondas; pero, por muy brillante que fuese una táctica, la
batalla la tenían que ganar los soldados. Aparte del Batallón Sagrado, los
demás hoplitas tebanos y beocios eran guerreros de gran calidad que, además,
luchaban por su patria, mientras que por aquel tiempo otras ciudades confiaban
cada vez más en tropas mercenarias y aliadas.
En las campañas de aquel año y
el siguiente, Epaminondas y los tebanos consiguieron rematar lo que habían
empezado en Leuctra. En 370, consiguieron que se formara definitivamente la
Confederación Arcadia, y también auspiciaron la fundación de Megalópolis, que
terminó de construirse unos años más tarde, en 367. La nueva ciudad, cuyo
nombre habla por sí solo de la euforia que reinaba entre sus fundadores,
controlaba el centro de Arcadia y el acceso a los valles de Laconia y Mesenia.
Por supuesto, sus constructores la dotaron de sólidas murallas. Ese mismo año,
el ejército de Epaminondas devastó los alrededores de Esparta mientras sus
habitantes contemplaban impotentes la invasión. Por fin, las mujeres
lacedemonias tenían que sufrir la humillación de ver un ejército asolando sus
tierras.
Al año siguiente, Epaminondas invadió y liberó Mesenia. En las
laderas occidentales del monte Itome, escenario de la heroica resistencia de
los ilotas casi un siglo antes, fundó la ciudad de Mesene, y animó a todos los
mesemos exiliados a regresar a su patria. Si en Leuctra había herido el corazón
de los espartanos, ahora les acababa de extirpar medio estómago. De golpe,
Esparta perdía casi la mitad de su territorio y también de la mano de obra a la
que había explotado durante siglos.
La hegemonía tebana que empezó en el año 371 gracias a la victoria
de Leuctra podría haber marcado el inicio de un nuevo orden para Grecia. Las
confederaciones nuevas o refundadas, como Beocia, Arcadia o Mesenia, suponían
una superación de las fronteras tradicionales entre las polis y la esperanza de
que Grecia alcanzara cierta unidad en niveles incluso superiores. Pero en
muchos de los estados aliados de Tebas seguía reinando la división entre
demócratas y oligarcas, y estos últimos maquinaban para romper esa alianza. En
el año 363 aparecieron grietas en la confederación arcadia a raíz del uso
indebido de los objetos sagrados depositados en Olimpia. Mantinea, por
oposición a Tegea, se decantó de nuevo hacia Esparta y en contra de Tebas.
Además, la causa antitebana tenía otro aliado en la ciudad de
Atenas. Ya en 371 los atenienses habían abandonado a Tebas a su suerte contra
Es parta. Seguramente se frotaron las manos al enterarse del desastre sufrido
por Cleómbroto y sus hombres en Leuctra, pues tenían muchas cuentas pendientes
con los espartanos. Pero en cuanto vieron cómo crecía el poder de sus vecinos
tebanos y cómo éstos se volvían cada vez más atrevidos e intervenían con más
frecuencia en los asuntos del resto de Grecia, los atenienses desconfiaron de
ellos y se aliaron con Esparta. Como dije en una sección anterior, a estas
alturas, después de tanto cambiar de alianzas, en Atenas no debían saber ni con
quién iban. Salvando las distancias, la situación se parecía a la de 1984 en
aquella escena en que el orador, en mitad del discurso, recibe instrucciones y
cambia el nombre de la potencia enemiga de Eurasia por Estasia sin que por ello
ocurra absolutamente nada.
En el año 362, Epaminondas
invadió una vez más el Peloponeso para ajustarle las cuentas a Mantinea y
devolverla al redil.` Pero no se enfrentó solamente contra los mantineos, pues
en ayuda de éstos acudieron espartanos, atenienses, aqueos y eleos, hasta un
total de 20.000 hoplitas. En el bando de Tebas se alineaban argivos, tesalios,
eubeos, locrios y algunos otros pueblos. Epaminondas llevaba con él 30.000
hoplitas y también gozaba de superioridad en fuerzas de caballería.
Dada la situación, los aliados antitebanos se colocaron entre dos
elevaciones para cubrir sus alas y evitar que los enemigos pudieran
flanquearlos. Esta vez los mantineos jugaban en casa, así que eran ellos
quienes ejercían el mando y ocupaban el puesto de honor a la derecha, seguidos
por los espartanos. Los atenienses, por su parte, formaban en el lado
izquierdo.
Epaminondas volvió a utilizar el orden oblicuo que tan bien le había
funcionado en Leuctra. Primero envió caballería y tropas ligeras a la colina
que había a la izquierda de la posición de los atenienses, con lo que clavó a
éstos en el sitio, pues ya no se atrevían a avanzar hacia el frente enemigo por
temor a que las tropas más móviles los atacaran por la espalda. Después,
Epaminondas cargó al frente de la falange tebana, de nuevo con 50 filas de
profundidad. En palabras de Jenofonte, «condujo al ejército como un trirreme
que embiste de proa, pensando que por donde consiguiera penetrar y abrir brecha
destruiría por completo al ejército enemigo» (Helénicas 7, 5, 23). La imagen es
tan visual que hace pensar si la falange tebana no tendría cierta forma de
cuña, como tiempo más tarde la caballería de Alejandro.
Una vez más, Epaminondas y sus
hombres consiguieron desbaratar las filas contrarias, aprovechando además que
el ataque se había producido casi por sorpresa, ya pasado el mediodía, cuando
todos pensaban que los tebanos lo retrasarían para el día siguiente. Los
enemigos se dispersaron y huyeron por el bosque que tenían a sus espaldas. Los
tebanos podían haber aprovechado para efectuar una carnicería, pero ocurrió lo
que tantas veces sucedía en aquellas batallas. El riesgo que corrían los generales
combatiendo en primera fila era demasiado alto, y esta vez a Epaminondas le
salió la bola negra. Una lanza enemiga arrojada desde lejos lo atravesó. El
general comprendió enseguida que la herida era grave y que, en cuanto extrajera
la lanza, la hemorragia lo mataría. Por fin, cuando sus hombres le comunicaron
que Tebas había vencido, dijo: «He vivido suficiente, ya que muero sin haber
sido derrotado jamás» .20 Tras estas palabras, se arrancó la lanza y murió al
instante. Junto a él cayó también su joven amante Cafisodoro, al que enterraron
a su lado.
La muerte de su carismático general desanimó a los tebanos, que no
supieron aprovechar la gran victoria obtenida.Tras la breve hegemonía de la que
habían disfrutado, se contentaron en general con dominar las ciudades de Beocia
y desgastaron sus energías en combates estériles contra los pueblos vecinos.
Esparta estaba hundida, y Atenas no había ganado nada. El final de las
Helénicas de Jenofonte es muy revelador sobre el estado de ánimo que reinaba en
toda Grecia.
Ocurrido esto, sucedió lo contrario de lo que todos los hombres
creían que iba a pasar. Puesto que prácticamente Grecia entera se había
congregado para combatir en frentes opuestos, todo el mundo creyó que si se
libraba la batalla los que resultaran victoriosos gobernarían y los derrotados
serían sus súbditos. Pero la divinidad decidió que ambos bandos levantaran un
trofeo como vencedores: ninguno de los dos impidió que el otro lo hiciera,
ambos devolvieron los cadáveres bajo tregua como si hubieran vencido y los
recogieron bajo tregua como si hubieran perdido. Aunque cada bando afirmó ser
el vencedor, ninguno de los dos mejoró en territorio, ciudades o dominio lo que
tenía antes de la batalla. Por consiguiente, después de esta batalla hubo aún
mayor desorden y confusión en Grecia que antes (Helénicas 7, 5, 26-27).
Ablandada a fuerza de golpes
que se propinaba a sí misma, Grecia era una fruta madura esperando que alguien
la recogiera. El reloj de la historia se movió de nuevo, y sus agujas apuntaron
hacia el norte. Había llegado la hora de Macedonia. Pronto los griegos oirían
hablar de Filipo, y el mundo entero conocería el nombre de Alejandro Magno.
1 En la asamblea ateniense se propuso cortar la
mano derecha a los remeros del bando enemigo. Era algo parecido a lo que hacían
los franceses con los arqueros ingleses que capturaban en la Guerra de los Cien
Años, a los que les cortaban los dedos índice y corazón de la diestra.
2 En cierto modo, inauguró el look de filósofo
que luego imitarían Diógenes y otros.
Plutarco, la palabra «sicofanta», literalmente
«revelador de higos», podría provenir de la época en que Solón prohibió
exportar del Ática cualquier producto agrario que no fuese aceite de oliva
(Sol(5n 24). El sicofanta sería la persona que denunciaba a los exportadores
clandestinos de higos -y tal vez de otros alimentos-,y a partir de ese momento
el término se usaría para cualquier delator profesional. Aunque otros piensan
que podría provenir del gesto grosero de cerrar el puño y mostrar el dedo
corazón, conocido como «hacer la higa».
4 El supuesto discurso de defensa que Sócrates
pronunció ante los jueces. Aunque lo escribió Platón, es posible que haya en
esa obra mucho de lo que realmente dijo Sócrates.
y su
hermano Polemarco habían heredado la fábrica de escudos de su padre, Céfalo
-que aparece como interlocutor en La república-. En aquel taller trabajaban 120
operarios, y gracias a él poseían una gran fortuna. Los Treinta, tan rapaces a
la hora de incautar riquezas ajenas como algunos emperadores romanos,
decidieron detener a los dos hermanos. Lisias escapó a Mégara, pero Polemarco
fue arrestado y ejecutado. Sus bienes, por supuesto, quedaron confiscados.
Aunque tras la caída de los Treinta, en la que él participó de forma activa,
Lisias recuperó parte de su patrimonio, nunca llegó al nivel de riqueza
anterior. Por eso tuvo que dedicarse a escribir discursos judiciales para otras
personas.
6 Una
prostituta célebre tenía este apodo, Clepsidra, porque utilizaba un reloj de
agua para tasar el tiempo a sus clientes. Si la noticia es cierta, se trataba
de una adelantada a su época.
' Esta última es una crítica a la sociedad
ateniense, no a Sócrates, que además tuvo el detalle de lavarse para que no lo
hicieran luego las mujeres.
era el
dios de la medicina. O bien Sócrates consideraba que al morir se libraba de una
pesada enfermedad, su propio cuerpo mortal, o bien por alguna razón era cierto
que le debía un gallo al dios. Critón solía ocuparse de las finanzas de
Sócrates.
'En un discurso de mediados de siglo,
Demóstenes se queja de que, salvo los 300 más ricos de las symmoríai, los otros
900 sujetos a pagar las liturgias estaban empobrecidos y oprimidos por el
sistema.
1' Un ejemplo que demuestra el alto aprecio en
que a veces se tenía a los esclavos. En general, en Atenas recibían mejor trato
que en otras ciudades. En un panfleto antiateniense de finales del siglo v (que
antaño se atribuía a Jenofonte), el autor, al que suele denominarse «elViejo
Oligarca», se quejaba de que en Atenas era dificil distinguir a los hombres
libres de los esclavos, y de que éstos a veces ni se apartaban por la calle
para ceder el paso. Matar o maltratar a un esclavo podía conllevar penas
severas, como se ve en el diálogo platónico
11 Parece que Aristóteles llamó a esta parte
del saber que estudia el ser y la realidad «primera filosofia». El nombre de
«metafisica» vino de una clasificación posterior, hecha por Andrónico de Rodas
en el siglo i a.C. Andrónico denominó a los libros que trataban de esta primera
filosofia tá metá tá physiká biblia, «los libros que van después de los de
fisica».Aunque enseguida se adoptó otro significado bastante apropiado para la
palabra, «lo que está más allá de la fisica, lo que trasciende la fisica».
` 2 El poder de Dionisio se debía en buena
parte a su superioridad militar. Se le atribuye a él, o más bien a sus
ingenieros, la invención de las primeras catapultas, máquinas de guerra con
mecanismos de torsión que disparaban piedras, flechas y otros proyectiles en
llamas.
entrada,
a Platón, que era un hombre más bien ascético, le desagradaba el lujo de la
vida siciliana. En particular el de su comida, pues la cocina siracusana era la
más elaborada y famosa del mundo griego, sobre todo por sus salsas cargadas de
condimentos. Parece que el siciliano Miteco, que vivió entre los siglos v y iv,
fue el primero en escribir tratados de gastronomía,y se le llamó «el Fidias de
la cocina».
14 Éste
había dejado un hijo, Leotíquidas. Pero, como vimos, existían sospechas
fundadas de que su verdadero padre era Alcibíades, por lo que Leotíquidas nunca
llegó a reinar. Uno de los que intrigó para que Agesilao se convirtiera en rey
fue Lisandro. Se decía que ambos habían sido amantes en su juventud, y al
parecer Lisandro pensaba que Agesilao sería fácilmente manipulable. Pero su
antiguo amante le salió rana, pues demostró ser un hombre de carácter.A veces,
incluso de mal carácter.
15 No obstante, los espartanos sufrieron un
nuevo golpe en su orgullo en el año 390. Cerca de Corinto, un general ateniense
llamado Ificrates atacó a 600 hoplitas lacedemonios con sus peltastas, soldados
de infantería ligera, y consiguió matar casi a la mitad. Por supuesto,
Ificrates no cometió el error de buscar el choque directo, lo que habría sido
una locura, sino que acosó a los espartanos con sus jabalinas, sobre todo por
la parte derecha, donde tenían el costado desprotegido. Poco a poco, se
demostraba que ya no se podía dominar los campos de batalla sólo con infantería
pesada.
16 La batalla de Leuctra aparece narrada en
Jenofonte, Helénicas 6, 4; Plutarco, Pelópidas 23; Diodoro 15, 53 y ss.
Estratagemas 2, 3.
18 Ibid.
19 Pelópidas ya no lo acompañaba, porque había
muerto dos años antes, durante una campaña en Tesalia.
20 Cornelio Nepote, Epaminondas 9. No es una
fuente fiable, pero no podía prescindir de un final tan épico para un personaje
como Epaminondas.
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