La muerte de
Alejandro Magno, como la de Jesús, la de Julio César y la de Sócrates, es uno
de esos acontecimientos negativos en sí mismos que sin embargo tuvieron un
impacto enorme en la historia de la Humanidad. Tres de cuatro de estos
personajes fueron considerados divinidades después de su muerte, aunque de
manera y con significados distintos. La desaparición de estos hombres, en
suma, no fue aceptada por sus contemporáneos, que quisieron creer en su
existencia diferente y más elevada tras el final de su aventura humana. De
todos ellos, solo Jesús todavía es considerado Dios por millones de personas,
porque su mensaje de amor, de perdón, de paz, de visión eterna del devenir
humano, así como el hallazgo de su sepulcro vacío, atestiguado por las fuentes
evangélicas tres días después de su muerte en la cruz, cargaron su figura de
unos poderosísimos valores místicos y escatológicos.
Sócrates, aunque solo y exclusivamente humano, está de
algún modo próximo a él en cuanto intenso y profundo pensador, hombre no violento y también
mártir de una violencia inmotivada y ciega.
Otra cosa es el caso de César,
fundador de un imperio plurisecular, y más aún el de Alejandro, que murió
joven y en el apogeo de la gloria y del poderío después de haber llevado a
cabo hazañas sobrehumanas, dando pie a una leyenda destinada a durar milenios.
La Biblia misma le nombra en el libro de los Macabeos con palabras de atónita
admiración:1 Et siluit terra in conspecto eius, «Y la tierra enmudeció con su
presencia».
Nadie antes que él había realizado
semejantes hazañas; nadie había llegado con un ejército a tan lejana distancia
de su país; nadie había concebido nunca un plan político de tales proporciones,
y, finalmente, nadie había sido nunca consciente como él de las consecuencias
que ese plan tendría en el futuro de la Humanidad. Su muerte precoz y en la
cima de la fortuna desencadenó el imaginario colectivo y provocó una serie de
interrogantes sobre cómo sería el mundo si él hubiese podido consolidar su
construcción y reunir la mayor parte del género humano bajo su égida. El eco de
sus hazañas se multiplicó de forma desmesurada hasta resonar en los poemas
medievales y en las canciones de los griot de Guinea, su imagen
esculpida en mármol, pintada en los frescos, resplandeciente en los mosaicos,
invadió el mundo entero de entonces. El arte promovido y difundido por él era
reconocible aún tres siglos después en los valles impracticables de Afganistán
y del
Hindu Kush: el
estilo Gandhara. Y todavía hoy se sigue transmitiendo entre las tribus
montañesas que los caballos
de aquellas tierras son
descendientes de Bucéfalo, el semental de Alejandro.
Existe una tradición según la cual hace unas pocas
décadas, en las noches de tempestad, las mujeres de las islas griegas, en
espera angustiosa de los maridos que permanecían mar adentro en sus barcas, se
dirigían a la orilla del mar y gritaban con grandes voces para dominar el fragor de las espumosas olas: «Pou ine
o Magálexandros?», «¿Dónde está el gran Alejandro?». Y respondían
con la misma fuerza: «Zi ke vasilevi!», «¡Vive y reina!», como si ese
nombre poderoso tuviese la virtud de calmar la furia de los golpes de mar.2
Ni Aquiles, ni Teseo o Heracles, ni
Rómulo o Eneas, ni mucho menos César o Escipión tuvieron nunca un tributo
semejante del pueblo. ¿Cuál fue, pues, la causa de ello? La muerte precoz, como
se ha dicho antes, precisamente en el momento en que se disponía a completar su
obra, la conciencia de que él era el único en condiciones de llevarla a cabo,
la fe en la idea de que un mundo plasmado por él sería mejor que cualquier
otro, pero sobre todo el carisma, el don natural que hacía que todos le amasen:
tanto los hombres como las mujeres, los perros y los caballos, y los dioses si
existían. Su capacidad de soñar y de enamorarse de su sueño hasta el punto de
renunciar a todo para hacerlo verdadero y creíble, incluida su patria natal, y
establecerse en el bochorno permanente de una capital cenagosa, que se extiende
a orillas de un río fangoso, y de olvidar para siempre los abetos azules y las
fuentes cristalinas de sus montañas.
Y también el coraje temerario, la
fuerza inagotable con la que había abatido en el campo de batalla a adversarios
mucho más excelentes que él, la resistencia sobrehumana que le había permitido
sobrevivir a heridas devastadoras que habrían acabado con cualquiera. A esta
verdad se añadía la hagiografía: el perfume natural de su piel aún perceptible
después de días de descansar sin vida en su féretro, la armonía de la voz, el
ojo negro y el ojo azul que habían de inspirar los versos de un poeta casi
veintitrés siglos después:
Piange dall'occhio ñero como norte
Piange dall'occhio azzurro
como cielo.3
[Llora por el ojo negro como
muerto
llora por el ojo azul como cielo.]
Ilustres académicos han declarado en
privado que si el mundo hubiera sido el de Alejandro más que el de Augusto, la
Humanidad habría conocido la civilización de la armonía y del arte, de la
fantasía y del equilibrio; un mundo en el que el agonismo habría sustituido a
la violencia, la filosofía habría reinado en lugar de la ley. Sueños, también
estos, inconfesables en las páginas de la comunicación científica, pensamientos
que si por una parte tienen quizá un fondo de verdad, por otra son síntomas en
cualquier caso de una fe más que de una ciencia. Se tiene confianza en los
hombres, pero solo se tiene fe en los dioses.
Por todas estas razones y también
por la imagen
que
Alejandro supo forjar
y difundir de sí mismo en vida, la preocupación meticulosa que sintió por su
propia apariencia física, confiada a genios como el pintor Apeles y al
escultor Lisipo, su persona tomó al poco de su muerte el carácter de una
reliquia melancólica, símbolo de la añoranza por un mundo nunca construido y
solo soñado, de un imperio desmembrado y destruido antes de nacer, de un niño
frágil e indefenso por cuyas venas corría su sangre y que de haber vivido se
habría llamado Alejandro IV.
En torno a su cuerpo, crisálida
disecada, se desarrolló todo un culto; nació una dinastía fundada por uno de
sus generales, que se proclamó su guardián en la tierra de Egipto, en la
ciudad fundada por él y que llevaba su nombre: Alejandría. Ptolomeo, el
primero de esos reyes, compañero y custodio del cuerpo del héroe conquistador,
fue el autor de la más importante y acreditada biografía de Alejandro y de su
empresa. La tumba se alzaba a escasa distancia de su palacio, en la necrópolis
real, y cada vez que Ptolomeo entraba solo en aquel mausoleo y contemplaba
pensativo el aspecto del amigo extinguido, del rey momificado, no podía dejar
de recordar las visiones febriles que habían poblado su mente, el relámpago
insostenible de sus ojos, la voz imperiosa en el mando y afable en la
conversación, estridente en la cólera irrefrenable. Debió de asombrarse y
sentir vértigo por la inmensa distancia que separaba el tumulto impetuoso de
una vida que había conocido y compartido, de la absoluta, árida inmovilidad de
la muerte que tenía delante. Y, sin embargo, mientras envejecía cada día y se
daba cuenta de que tampoco él volvería a la patria, que nunca volvería a ver
los abetos curvados bajo el peso de la nieve ni sentiría el aroma de las rosas
de Pieria en primavera, Alejandro seguía siendo joven como todos los héroes,
para siempre en la memoria de quien le había conocido, amado, envidiado y
quizá odiado.
Escribió su historia, la mejor y más cuidada de
cuantas se escribieron sobre él, porque en ese momento de su vida, a la cabeza
del más poderoso de los reinos de los Sucesores, Ptolomeo podía permitirse ser
razonablemente sincero. También para él llegó el momento de ser enterrado en
un túmulo de la necrópolis real, no lejos de su amigo que ya descansaba en ella
desde hacía casi cuarenta años.
La historia de la tumba de Alejandro
y de las infinitas fantasías que la rodearon es la historia de un mito
confiado a la eternidad en la oscuridad del sepulcro, leyenda hasta el día de
hoy, símbolo de la ilusión de que ese cuerpo pueda ser aún encontrado.
Estas páginas cuentan la historia de
ese mito, del largo olvido que se hizo sobre el lugar que albergaba el sepulcro
y de su renacer después de la campaña napoleónica de Egipto a finales del
siglo XVIII. El mito se originó con su muerte, que le sorprendió a su vuelta de
la gigantesca campaña de Oriente.
Alejandro
llegó a Babilonia a principios del verano de 324 a .C., un verano
bochornoso y húmedo en una
metrópolis hacinada y
asfixiante. Había concluido su empresa. Más allá de toda expectativa e
imaginación, el joven rey había sometido a todos los reinos del mundo conocido
y solo se había detenido cuando su ejército, a orillas del Hífasis en la India,
se había negado a proseguir. Los soldados, agotados por el clima tropical, por
las lluvias monzónicas, por los parásitos, por los combates continuos, por las
marchas extenuantes, por heridas y enfermedades, ya no eran capaces de seguir
los sueños y las quimeras de su caudillo.
Alejandro, aunque marcado gravemente
también él por heridas en todas partes del cuerpo y, desde hacía diez años, por
descuidar su salud de forma inaudita, había aceptado volver sobre sus pasos
tras una larga prueba de resistencia física y en contra de su voluntad, pero
también el regreso no fue cosa de poca monta. Mientras la flota de Nearco
navegaba por la costa meridional de Persia, el ejército avanzaba a través del desierto salado de
Dasht-e-kabir, todavía hoy muy duro y extremadamente peligroso.
La flota no tardó en perder contacto
con el ejército que tuvo así que volverse completamente autosuficiente para el
abastecimiento de comida y de agua y afrontar dificultades terribles en cada
etapa de su larguísimo viaje. Habían de reencontrarse al final, por pura casualidad,
cuando dos grupos de reconocimiento, el uno de la flota y el otro del ejército,
se toparon en la playa.
Alejandro perdió miles de hombres
más en esa empresa imposible, pero compartió con ellos el hambre y la sed, las
fatigas, las vigilias, los enfrentamientos. Era el tipo de comportamiento que había de alimentar su leyenda
y por el que sus hombres le habían seguido durante años y años sin rechistar
ni quejarse.
Llegado
el rey a Babilonia, encontró una situación nada fácil. Muchos de sus
gobernadores macedonios se habían entregado a todo tipo de excesos: arbitrariedades,
malversaciones, corrupciones, prevaricaciones, pensando evidentemente que
Alejandro no regresaría jamás del interior de Asia. Su tesorero Hárpalo huyó
incluso con una parte del tesoro real. Alejandro castigó a los culpables de
modo ejemplar y puso en marcha una serie de reformas con el propósito de
integrar en el ejército macedonio y en la burocracia administrativa a los
aborígenes persas y babilonios. Luego decidió licenciar a los veteranos
macedonios, que serían sustituidos por persas, pero esto fue interpretado por
el ejército como una humillación intolerable y estalló un motín. Durante días,
Alejandro se negó a recibir a los representantes de sus soldados; luego se
decidió a hablar. El suyo fue un discurso memorable, áspero en muchos aspectos,
pero pronunciado con una participación emotiva que tocó directamente el
corazón de sus hombres. Alejandro quería en realidad despedir a sus veteranos
enfermos o heridos o, de algún modo, no aptos ya para el combate, pero no podía
tolerar el tener que rendir cuentas a sus súbditos de las propias decisiones.
En cualquier caso, él tenía un elemento fortísimo e incontrovertible que
esgrimir en su propia defensa: «[...] No he tomado nada para mí, y nadie puede
echarme en cara que esconda tesoros [...] Como la misma comida que
coméis vosotros [...], me despierto antes que vosotros cuando todavía dormís
tranquilos en vuestros catres. Alguno de vosotros podría pensar que mientras
vosotros habéis llevado a cabo estas conquistas con mil fatigas y
padecimientos, yo me apropiaba de ellas sin ningún esfuerzo. Pero ¿quién de
vosotros está convencido de haber soportado más fatigas por mí que yo por él?
Oídme, que aquel de vosotros que tenga heridas se desnude y las muestre.
También yo mostraré las mías. Porque no hay ni una parte de mi cuerpo, por
delante al menos, que no tenga cicatrices; no hay arma corta o arrojadiza que
no me haya dejado una señal. Sí, he sido traspasado por flechas, golpeado por
una catapulta, herido por piedras y mazas, por vosotros, por vuestra gloria y
por vuestra riqueza. Os he guiado victorioso a través de cada tierra, de cada
río, montaña y llanura [...] y mientras yo os he guiado ninguno de vosotros ha
muerto huyendo [,..]».4
Se encerró de nuevo,
enojado, en su alojamiento.
Su relación con el
ejército era de tipo muy personal, podría decirse que pasional. Ninguno de los
dos podía vivir sin el otro, aunque el ejército no era una persona individual,
sino una pluralidad muy articulada y variable. El hecho de que Alejandro no
quisiera hablar con sus soldados, que no quisiera recibirlos, se hizo
intolerable para ellos. Después de cinco días de angustia, al final se
dirigieron a él, sin armas, cubiertos únicamente con la túnica, igual que
siervos; una forma de humillarse a sus ojos, para pedir perdón.
Al final Alejandro
cedió y habló de nuevo. Les garantizó una pensión vitalicia, una condecoración
al valor militar que podían llevar en los actos oficiales, el derecho a
sentarse en las primeras filas del teatro, en las carreras y en los juegos.
Garantizó a las viudas de sus soldados caídos en la batalla un decoroso
sustento; a sus huérfanos, el mantenimiento hasta que alcanzaran la mayoría de
edad.
Así se despidió
Alejandro de ellos cuando partían para volver a sus hogares. Habían partido
juntos de su tierra: grandes llanuras recorridas por ríos de agua cristalina,
montañas cubiertas de abetos, terrenos poblados de robles y de fresnos de los
que se habían sacado las astas de sus invencibles picas; ellos volverían
afrontando la última marcha de casi tres mil kilómetros: Caldea, Arabia, Siria,
Fenicia, Cilicia, Capadocia, Frigia, Misia, Caria, Tróade, Tracia...
Alejandro no.
Él ya no volvería
nunca más. Pero sus soldados, al regresar, habrían de difundir su leyenda por
cada aldea, por cada casa, por cada puerto. Cada uno de ellos contaría las
hazañas de su propia compañía y las del caudillo, de cómo lo había visto,
escuchado, seguido, aclamado, querido y maldecido.
Meses antes, mientras
atravesaba la Persia sudoriental,
su gurú indio Cálano (imposible reconstruir el nombre hindú original) fue presa
de un extraño malestar, más espiritual que físico, a lo que parece. Un mal que
no le daba tregua, una especie de agudo sufrimiento de vivir. Nada servía
contra ese malestar misterioso. Hizo levantar una pira, se hizo adornar y
perfumar, poner collares de flores entorno al cuello y luego
conducir en una litera hasta el lugar del funeral. Allí fue puesto en la pira y
ordenó prenderle fuego. Y cuentan las fuentes que, mientras las llamas le
envolvían, vuelto hacia Alejandro habría gritado: «¡Nos volveremos a ver en
Babilonia!».5
Una profecía post
euentum, se
dirá. Es posible, como es posible que el episodio tal como fue transmitido
pueda revelar el sentido de un malestar extendido, de un sombrío presentimiento
que gravitaba como una capa de plomo sobre el ejército y sus generales. Poco
después, Alejandro perdió también a Hefestión, su amigo y amante,
probablemente por una apendicitis que hoy sería resuelta sin mayores problemas
y que para él fue fatal. Como lo fue para el médico que le dejó solo para ir a
las carreras de caballos.
Alejandro le hizo pasar por las
armas. Luego celebró un funeral grandioso, levantando una pira tan alta como un
palacio de siete pisos adornado de paneles esculpidos con escenas mitológicas,
con prótomos de animales y de monstruos fantásticos. Todo había de arder; en
pocos minutos la inmensa construcción se disolvería en cenizas y pavesas y su
teatral dolor reforzaría y transmitiría un mensaje propagandístico repetido en
muchas ocasiones: Alejandro era el nuevo Aquiles como Hefestión era el nuevo
Patroclo. Aunque Patroclo había muerto en la batalla llevando las armas de su
amigo y Hefestión, en cambio, por haberse atiborrado de comida y de vino
cuando tendría que haber seguido una dieta rigurosa.
Finalmente Alejandro entró en
Babilonia, a pesar de que los sacerdotes caldeos le dijeron que se mantuviera
alejado.
La muerte de los grandes está
siempre precedida por sombríos presagios.
1. Macabeos, 1, 3.Trad, de la Vulgata.
2.
La historia de esta tradición es tratada en Stoneman, 2008, pp.
143-148, y en la
bibliografía posterior.
3.
G. Pascoli, Poemi conviviali, Aléxandros, V, 2-3.
4.
Arriano, VII, 9-10, passim.
5. Arriano, VII, 3; Diodoro, XVII, 107. Según Plutarco, Alejandro, 70, 6, se
trató nada más que de unos terribles dolores de vientre.
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