lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:1 Retorno a Babilonia

La muerte de Alejandro Magno, como la de Jesús, la de Julio César y la de Sócrates, es uno de esos acontecimientos negativos en sí mismos que sin em­bargo tuvieron un impacto enorme en la historia de la Humanidad. Tres de cuatro de estos personajes fueron considerados divinidades después de su muerte, aunque de manera y con significados distintos. La desapari­ción de estos hombres, en suma, no fue aceptada por sus contemporáneos, que quisieron creer en su existencia diferente y más elevada tras el final de su aventura hu­mana. De todos ellos, solo Jesús todavía es considerado Dios por millones de personas, porque su mensaje de amor, de perdón, de paz, de visión eterna del devenir humano, así como el hallazgo de su sepulcro vacío, atestiguado por las fuentes evangélicas tres días después de su muerte en la cruz, cargaron su figura de unos poderosísimos valores místicos y escatológicos.
            Sócrates, aunque solo y exclusivamente humano, está de algún modo próximo a él en cuanto intenso y profundo pensador, hombre no violento y también mártir de una violencia inmotivada y ciega.
            Otra cosa es el caso de César, fundador de un im­perio plurisecular, y más aún el de Alejandro, que mu­rió joven y en el apogeo de la gloria y del poderío des­pués de haber llevado a cabo hazañas sobrehumanas, dando pie a una leyenda destinada a durar milenios. La Biblia misma le nombra en el libro de los Macabeos con palabras de atónita admiración:1 Et siluit terra in conspecto eius, «Y la tierra enmudeció con su presencia».
            Nadie antes que él había realizado semejantes haza­ñas; nadie había llegado con un ejército a tan lejana distancia de su país; nadie había concebido nunca un plan político de tales proporciones, y, finalmente, nadie había sido nunca consciente como él de las consecuen­cias que ese plan tendría en el futuro de la Humanidad. Su muerte precoz y en la cima de la fortuna desenca­denó el imaginario colectivo y provocó una serie de interrogantes sobre cómo sería el mundo si él hubiese podido consolidar su construcción y reunir la mayor parte del género humano bajo su égida. El eco de sus hazañas se multiplicó de forma desmesurada hasta reso­nar en los poemas medievales y en las canciones de los griot de Guinea, su imagen esculpida en mármol, pinta­da en los frescos, resplandeciente en los mosaicos, inva­dió el mundo entero de entonces. El arte promovido y difundido por él era reconocible aún tres siglos después en los valles impracticables de Afganistán y del Hindu Kush: el estilo Gandhara. Y todavía hoy se sigue trans­mitiendo entre las tribus montañesas que los caballos de aquellas tierras son descendientes de Bucéfalo, el se­mental de Alejandro.
            Existe una tradición según la cual hace unas pocas décadas, en las noches de tempestad, las mujeres de las islas griegas, en espera angustiosa de los maridos que permanecían mar adentro en sus barcas, se dirigían a la orilla del mar y gritaban con grandes voces para domi­nar el fragor de las espumosas olas: «Pou ine o Magálexandros?», «¿Dónde está el gran Alejandro?». Y respon­dían con la misma fuerza: «Zi ke vasilevi!», «¡Vive y reina!», como si ese nombre poderoso tuviese la virtud de calmar la furia de los golpes de mar.2
            Ni Aquiles, ni Teseo o Heracles, ni Rómulo o Eneas, ni mucho menos César o Escipión tuvieron nunca un tributo semejante del pueblo. ¿Cuál fue, pues, la causa de ello? La muerte precoz, como se ha dicho antes, precisamente en el momento en que se disponía a completar su obra, la conciencia de que él era el único en condiciones de llevarla a cabo, la fe en la idea de que un mundo plasmado por él sería mejor que cualquier otro, pero sobre todo el carisma, el don natural que hacía que todos le amasen: tanto los hom­bres como las mujeres, los perros y los caballos, y los dioses si existían. Su capacidad de soñar y de enamo­rarse de su sueño hasta el punto de renunciar a todo para hacerlo verdadero y creíble, incluida su patria na­tal, y establecerse en el bochorno permanente de una capital cenagosa, que se extiende a orillas de un río fangoso, y de olvidar para siempre los abetos azules y las fuentes cristalinas de sus montañas.
            Y también el coraje temerario, la fuerza inagotable con la que había abatido en el campo de batalla a ad­versarios mucho más excelentes que él, la resistencia sobrehumana que le había permitido sobrevivir a heri­das devastadoras que habrían acabado con cualquiera. A esta verdad se añadía la hagiografía: el perfume natural de su piel aún perceptible después de días de descansar sin vida en su féretro, la armonía de la voz, el ojo negro y el ojo azul que habían de inspirar los versos de un poeta casi veintitrés siglos después:

Piange dall'occhio ñero como norte
Piange dall'occhio azzurro como cielo.3

[Llora por el ojo negro como muerto
llora por el ojo azul como cielo.]

            Ilustres académicos han declarado en privado que si el mundo hubiera sido el de Alejandro más que el de Augusto, la Humanidad habría conocido la civilización de la armonía y del arte, de la fantasía y del equilibrio; un mundo en el que el agonismo habría sustituido a la violencia, la filosofía habría reinado en lugar de la ley. Sueños, también estos, inconfesables en las páginas de la comunicación científica, pensamientos que si por una parte tienen quizá un fondo de verdad, por otra son síntomas en cualquier caso de una fe más que de una ciencia. Se tiene confianza en los hombres, pero solo se tiene fe en los dioses.
            Por todas estas razones y también por la imagen que Alejandro supo forjar y difundir de sí mismo en vida, la preocupación meticulosa que sintió por su pro­pia apariencia física, confiada a genios como el pintor Apeles y al escultor Lisipo, su persona tomó al poco de su muerte el carácter de una reliquia melancólica, sím­bolo de la añoranza por un mundo nunca construido y solo soñado, de un imperio desmembrado y destruido antes de nacer, de un niño frágil e indefenso por cuyas venas corría su sangre y que de haber vivido se habría llamado Alejandro IV.
            En torno a su cuerpo, crisálida disecada, se desarro­lló todo un culto; nació una dinastía fundada por uno de sus generales, que se proclamó su guardián en la tie­rra de Egipto, en la ciudad fundada por él y que lleva­ba su nombre: Alejandría. Ptolomeo, el primero de esos reyes, compañero y custodio del cuerpo del héroe con­quistador, fue el autor de la más importante y acredita­da biografía de Alejandro y de su empresa. La tumba se alzaba a escasa distancia de su palacio, en la necrópolis real, y cada vez que Ptolomeo entraba solo en aquel mausoleo y contemplaba pensativo el aspecto del ami­go extinguido, del rey momificado, no podía dejar de recordar las visiones febriles que habían poblado su mente, el relámpago insostenible de sus ojos, la voz im­periosa en el mando y afable en la conversación, es­tridente en la cólera irrefrenable. Debió de asombrarse y sentir vértigo por la inmensa distancia que separaba el tumulto impetuoso de una vida que había conocido y compartido, de la absoluta, árida inmovilidad de la muerte que tenía delante. Y, sin embargo, mientras envejecía cada día y se daba cuenta de que tampoco él volvería a la patria, que nunca volvería a ver los abetos curvados bajo el peso de la nieve ni sentiría el aroma de las rosas de Pieria en primavera, Alejandro seguía sien­do joven como todos los héroes, para siempre en la memoria de quien le había conocido, amado, envidia­do y quizá odiado.
            Escribió su historia, la mejor y más cuidada de cuantas se escribieron sobre él, porque en ese momen­to de su vida, a la cabeza del más poderoso de los rei­nos de los Sucesores, Ptolomeo podía permitirse ser razonablemente sincero. También para él llegó el mo­mento de ser enterrado en un túmulo de la necrópolis real, no lejos de su amigo que ya descansaba en ella desde hacía casi cuarenta años.
            La historia de la tumba de Alejandro y de las infini­tas fantasías que la rodearon es la historia de un mito confiado a la eternidad en la oscuridad del sepulcro, le­yenda hasta el día de hoy, símbolo de la ilusión de que ese cuerpo pueda ser aún encontrado.
            Estas páginas cuentan la historia de ese mito, del largo olvido que se hizo sobre el lugar que albergaba el sepulcro y de su renacer después de la campaña napo­leónica de Egipto a finales del siglo XVIII. El mito se originó con su muerte, que le sorprendió a su vuelta de la gigantesca campaña de Oriente.
Alejandro llegó a Babilonia a principios del verano de 324 a.C., un verano bochornoso y húmedo en una metrópolis hacinada y asfixiante. Había concluido su empresa. Más allá de toda expectativa e imaginación, el joven rey había sometido a todos los reinos del mundo conocido y solo se había detenido cuando su ejército, a orillas del Hífasis en la India, se había negado a pro­seguir. Los soldados, agotados por el clima tropical, por las lluvias monzónicas, por los parásitos, por los comba­tes continuos, por las marchas extenuantes, por heridas y enfermedades, ya no eran capaces de seguir los sue­ños y las quimeras de su caudillo.
            Alejandro, aunque marcado gravemente también él por heridas en todas partes del cuerpo y, desde hacía diez años, por descuidar su salud de forma inaudita, ha­bía aceptado volver sobre sus pasos tras una larga prue­ba de resistencia física y en contra de su voluntad, pero también el regreso no fue cosa de poca monta. Mien­tras la flota de Nearco navegaba por la costa meridio­nal de Persia, el ejército avanzaba a través del desierto salado de Dasht-e-kabir, todavía hoy muy duro y ex­tremadamente peligroso.
            La flota no tardó en perder contacto con el ejército que tuvo así que volverse completamente autosuficiente para el abastecimiento de comida y de agua y afron­tar dificultades terribles en cada etapa de su larguísimo viaje. Habían de reencontrarse al final, por pura casua­lidad, cuando dos grupos de reconocimiento, el uno de la flota y el otro del ejército, se toparon en la playa.
            Alejandro perdió miles de hombres más en esa em­presa imposible, pero compartió con ellos el hambre y la sed, las fatigas, las vigilias, los enfrentamientos. Era el tipo de comportamiento que había de alimentar su le­yenda y por el que sus hombres le habían seguido du­rante años y años sin rechistar ni quejarse.
            Llegado el rey a Babilonia, encontró una situación nada fácil. Muchos de sus gobernadores macedonios se habían entregado a todo tipo de excesos: arbitrarie­dades, malversaciones, corrupciones, prevaricaciones, pensando evidentemente que Alejandro no regresaría jamás del interior de Asia. Su tesorero Hárpalo huyó incluso con una parte del tesoro real. Alejandro castigó a los culpables de modo ejemplar y puso en marcha una serie de reformas con el propósito de integrar en el ejército macedonio y en la burocracia administrativa a los aborígenes persas y babilonios. Luego decidió li­cenciar a los veteranos macedonios, que serían sustitui­dos por persas, pero esto fue interpretado por el ejército como una humillación intolerable y estalló un motín. Durante días, Alejandro se negó a recibir a los repre­sentantes de sus soldados; luego se decidió a hablar. El suyo fue un discurso memorable, áspero en muchos as­pectos, pero pronunciado con una participación emo­tiva que tocó directamente el corazón de sus hombres. Alejandro quería en realidad despedir a sus veteranos enfermos o heridos o, de algún modo, no aptos ya para el combate, pero no podía tolerar el tener que rendir cuentas a sus súbditos de las propias decisiones. En cualquier caso, él tenía un elemento fortísimo e incon­trovertible que esgrimir en su propia defensa: «[...] No he tomado nada para mí, y nadie puede echarme en cara que esconda tesoros [...] Como la misma comida que coméis vosotros [...], me despierto antes que vo­sotros cuando todavía dormís tranquilos en vuestros catres. Alguno de vosotros podría pensar que mientras vosotros habéis llevado a cabo estas conquistas con mil fatigas y padecimientos, yo me apropiaba de ellas sin ningún esfuerzo. Pero ¿quién de vosotros está conven­cido de haber soportado más fatigas por mí que yo por él? Oídme, que aquel de vosotros que tenga heridas se desnude y las muestre. También yo mostraré las mías. Porque no hay ni una parte de mi cuerpo, por delante al menos, que no tenga cicatrices; no hay arma corta o arrojadiza que no me haya dejado una señal. Sí, he sido traspasado por flechas, golpeado por una catapulta, he­rido por piedras y mazas, por vosotros, por vuestra glo­ria y por vuestra riqueza. Os he guiado victorioso a través de cada tierra, de cada río, montaña y llanura [...] y mientras yo os he guiado ninguno de vosotros ha muerto huyendo [,..]».4
            Se encerró de nuevo, enojado, en su alojamiento.
            Su relación con el ejército era de tipo muy perso­nal, podría decirse que pasional. Ninguno de los dos podía vivir sin el otro, aunque el ejército no era una persona individual, sino una pluralidad muy articulada y variable. El hecho de que Alejandro no quisiera ha­blar con sus soldados, que no quisiera recibirlos, se hizo intolerable para ellos. Después de cinco días de angus­tia, al final se dirigieron a él, sin armas, cubiertos úni­camente con la túnica, igual que siervos; una forma de humillarse a sus ojos, para pedir perdón.
            Al final Alejandro cedió y habló de nuevo. Les garantizó una pensión vitalicia, una condecoración al va­lor militar que podían llevar en los actos oficiales, el derecho a sentarse en las primeras filas del teatro, en las carreras y en los juegos. Garantizó a las viudas de sus soldados caídos en la batalla un decoroso sustento; a sus huérfanos, el mantenimiento hasta que alcanzaran la mayoría de edad.
            Así se despidió Alejandro de ellos cuando partían para volver a sus hogares. Habían partido juntos de su tierra: grandes llanuras recorridas por ríos de agua cris­talina, montañas cubiertas de abetos, terrenos poblados de robles y de fresnos de los que se habían sacado las astas de sus invencibles picas; ellos volverían afrontando la última marcha de casi tres mil kilómetros: Caldea, Arabia, Siria, Fenicia, Cilicia, Capadocia, Frigia, Misia, Caria, Tróade, Tracia...
            Alejandro no.
            Él ya no volvería nunca más. Pero sus soldados, al regresar, habrían de difundir su leyenda por cada aldea, por cada casa, por cada puerto. Cada uno de ellos con­taría las hazañas de su propia compañía y las del caudi­llo, de cómo lo había visto, escuchado, seguido, aclama­do, querido y maldecido.
            Meses antes, mientras atravesaba la Persia sudoriental, su gurú indio Cálano (imposible reconstruir el nombre hindú original) fue presa de un extraño males­tar, más espiritual que físico, a lo que parece. Un mal que no le daba tregua, una especie de agudo sufri­miento de vivir. Nada servía contra ese malestar miste­rioso. Hizo levantar una pira, se hizo adornar y perfumar, poner collares de flores entorno al cuello y luego conducir en una litera hasta el lugar del funeral. Allí fue puesto en la pira y ordenó prenderle fuego. Y cuentan las fuentes que, mientras las llamas le envolvían, vuelto hacia Alejandro habría gritado: «¡Nos volveremos a ver en Babilonia!».5
            Una profecía post euentum, se dirá. Es posible, como es posible que el episodio tal como fue transmitido pueda revelar el sentido de un malestar extendido, de un sombrío presentimiento que gravitaba como una capa de plomo sobre el ejército y sus generales. Poco después, Alejandro perdió también a Hefestión, su ami­go y amante, probablemente por una apendicitis que hoy sería resuelta sin mayores problemas y que para él fue fatal. Como lo fue para el médico que le dejó solo para ir a las carreras de caballos.
            Alejandro le hizo pasar por las armas. Luego celebró un funeral grandioso, levantando una pira tan alta como un palacio de siete pisos adornado de paneles esculpi­dos con escenas mitológicas, con prótomos de anima­les y de monstruos fantásticos. Todo había de arder; en pocos minutos la inmensa construcción se disolvería en cenizas y pavesas y su teatral dolor reforzaría y trans­mitiría un mensaje propagandístico repetido en mu­chas ocasiones: Alejandro era el nuevo Aquiles como Hefestión era el nuevo Patroclo. Aunque Patroclo ha­bía muerto en la batalla llevando las armas de su amigo y Hefestión, en cambio, por haberse atiborrado de co­mida y de vino cuando tendría que haber seguido una dieta rigurosa.
            Finalmente Alejandro entró en Babilonia, a pesar de que los sacerdotes caldeos le dijeron que se mantuvie­ra alejado.
            La muerte de los grandes está siempre precedida por sombríos presagios.

1.     Macabeos, 1, 3.Trad, de la Vulgata.
2.     La historia de esta tradición es tratada en Stoneman, 2008, pp. 143-148, y en la bibliografía posterior.
3.     G. Pascoli, Poemi conviviali, Aléxandros, V, 2-3.
4.     Arriano, VII, 9-10, passim.

5.     Arriano, VII, 3; Diodoro, XVII, 107. Según Plu­tarco, Alejandro, 70, 6, se trató nada más que de unos te­rribles dolores de vientre.

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