lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:13 Saqueadores de tumbas

Schilizzi no fue ciertamente el único ni el último en afirmar que había descubierto la tumba de Alejan­dro; es más, cabe decir que los buscadores de tumbas se multiplicaron sin descanso sobre todo en el siglo si­guiente. Otro famoso mistificador fue un tal Joannides, griego de Alejandría, que declaró haber descubierto en la necrópolis de Shatby tanto la tumba de Alejandro como la de Cleopatra, a una profundidad de dieciséis y doce metros, respectivamente, y las había descrito: puertas de bronce con el nombre de Alejandro graba­do en griego, sarcófago con pies de pata de león, papi­ros (¿acaso influido en esto por la narración de Schiliz­zi?) y un gran número de objetos preciosos.
            La noticia fue publicada en los periódicos, pero terminó como una pompa de jabón. Aunque todavía hoy no falta quien piensa poder descubrir el lugar de la tumba de Alejandro. El fenómeno, en cualquier caso, es perfectamente explicable: la presencia de Alejandro era desde hacía largo tiempo periférica y de importancia limitada y susceptible de despertar la fantasía de la gente. Las habladurías, las fábulas tomadas por verdaderas, el gusto por contar y escuchar, el sueño de echar mano a un fabuloso tesoro o de hacerse famosos por haber hecho el descubrimiento del siglo hacían el resto.
            Hasta hace pocas décadas puede decirse que no ha­bía pueblo en Europa en el que no se contasen histo­rias de tesoros escondidos, de pasadizos secretos, de castillos infestados de fantasmas. La narración, la conso­lidada tradición popular conferían luego al relato visos de autenticidad o cuando menos de probabilidad. En un lugar tan cargado de recuerdos como Alejandría el fenómeno se multiplicaba en desmesura.
            Desgraciadamente, el pulular de tantos saqueadores de tumbas aficionados acabó por arrojar descrédito so­bre el objeto mismo de las investigaciones, un poco como sucede ahora con determinados fetiches mistérico-arqueológicos como el Grial o el tesoro de los tem­plarios. Con todo, hasta un estudioso ilustre como Annibale Evaristo Breccia, nombrado director del Museo Greco-romano de Alejandría con solo veintiocho años, se dejó fascinar por la tradición' y consideró que el soma de Alejandro había que buscarlo en la mezquita de Nabi Daniel. Breccia no era un ingenuo, muy al contrario: excavando en Oxirrinco protagonizó descu­brimientos extraordinarios, como los fragmentos de los papiros de los Aitia de Calímaco, de Esquilo y de las fa­mosas Helénicas de Oxirrinco, un obra de un autor cuya identidad se ignora aún, pero que se reveló de gran trascendencia para comprender algunos momen­tos de la historia griega.
            La ubicación del soma de Alejandro bajo la mezqui­ta de Nabi Daniel contaba, de todos modos, con algu­nos elementos a favor.2 Se encontraba en las cercanías de Kom el Dick, un túmulo que se alzaba en el cen­tro de la ciudad, ya demolido en tiempos de Adriani y que por consiguiente podía coincidir con la indicación de Zenobio (en mesh th polei, «en medio de la ciu­dad»).3 En las cercanías debía de haber otra pequeña al­tura, Kom el Demás («la colina de los cuerpos»), cuyo nombre hacía pensar que era un lugar de enterramien­to y por tanto indicativo de la presencia del hnhma, el «monumento conmemorativo» en el que Ptolomeo IV Filopátor había reunido las sepulturas de su madre Be­renice, de sus predecesores y del propio Alejandro. Pero existe la posibilidad de que los dos túmulos, Kom el Dick y Kom el Demás, fuesen en realidad uno solo o que se confundieran sus nombres en las antiguas cró­nicas con una cierta facilidad.
            Por otra parte, relacionaba el topónimo de Kom el Demás con el nombre de una antigua iglesia llamada Daymas, donde se decía que se había encontrado un tesoro de la época de Alejandro. En las cercanías estaba la iglesia copta de San Marcos, que se hacía correspon­der con una más antigua iglesia del Evangelista, que Marmol4 de algún modo relacionaba con la tumba de Alejandro; a este profeta Daniel se le atribuían en la tradición islámica5 acciones propias de Alejandro-Du al-Qarnayn, tales como la conquista de Asia y la fundación de la ciudad. El túmulo, además, recordaba el montículo artificial de Lucano en el que ya nos hemos detenido, y por último había un gran número de testi­monios «oculares» como el de Ambrose Schilizzi y nu­merosos otros, entre ellos el del propio Mahmud Bey, que habría bajado a los subterráneos de Nabi Daniel y habría visto unos pasillos que conducían a la tumba de Alejandro. También a él, antes que a Schilizzi, los guar­dianes de la mezquita habrían prohibido llevar a cabo su investigación.
            En cualquier caso, esto había bastado a Breccia para afirmar con sorprendente seguridad que Kom el Dick era el lugar de la sepultura de Alejandro y que las es­tructuras subterráneas de la mezquita de Nabi Daniel se correspondían con las de las tumbas macedonias.
            Por lo que se refiere a la asociación de la iglesia de San Marcos con Kom el Dick o el Demás, A. M. Chugg considera en cambio que se trató de una equivocación. La iglesia de San Marcos no podía estar en las cercanías de Nabi Daniel o de Kom el Dick, y Marmol debía de haberse referido en cambio a la mezquita Atarina, que conservaba el sarcófago de Nectanebo II.
            En realidad la iglesia de San Marcos de la que se hablaba debía encontrarse más al este, cerca de la Puer­ta de Rosetta, donde la situaba el mapa del siglo xvi de Braun y Hogenberg, de la que el autor ofrece una re­producción6 de una de las láminas de su extraordinaria colección particular. Inmediatamente detrás de las mu­rallas se ve, en efecto, la forma inconfundible de una iglesia cristiana con un campanario en el lado derecho que lleva el escrito: «sub hoc lapide corpus santi Marci inventum et Venetia est delatum», «bajo esta piedra se en­contró el cuerpo de san Marcos y fue llevado a Venecia». Parece extraño el error del nombre Venecia en ablativo en vez de en acusativo, a no ser que el signo de detrás de la «a» final, semejante a dos puntos, haya que leerlo como una «m». La observación de Chugg, como ve­remos, parece anunciar una hipótesis tan audaz como asombrosa.
            Del otro lado del recinto amurallado reproducido en el mapa se lee el escrito «Puerta de El Cairo», es de­cir, Puerta de Rosetta.
            El mecanismo intelectual por el que cualquier nue­va hipótesis tiende a coagularse en torno a una tradición consolidada se parece al principio de la gravitación, por el cual un cuerpo de masa suficientemente grande tiende a atraer a todos los cuerpos más pequeños que atraviesan su órbita y separarse de ella se hace cada vez más arduo. Por otra parte, Adriani7 cita una serie de otros testimonios que en una situación distinta habrían tenido un mínimo peso y que en cambio contribuye­ron a reforzar la hipótesis de que la mezquita de Nabi Daniel escondía la tumba de Alejandro. Se dio impor­tancia incluso a la observación de un obrero al que le habían encargado determinados trabajos de restaura­ción en los subterráneos de la mezquita, el cual había afirmado que las galerías subterráneas eran de época antigua y pagana. La tradición sería luego continuada con otros pintorescos personajes prácticamente hasta nuestros días, cuando aún es posible descender al subterráneo de la mezquita y visitar parte de las cavidades que arrancan del mausoleo.
            El más famoso de estos saqueadores de tumbas es sin duda Stelios Komoutsos, un camarero del Elite, un café de Alejandría, que en 1956 emprendió una incan­sable y apasionada búsqueda de la tumba de Alejandro y la continuó obstinadamente a lo largo de casi toda su vida, como si fuera una novela. Su convencimiento se basaba en un libro que afirmaba haber heredado y que él llamaba El libro de Alejandro. Declaraba, gracias a este libro, estar en condiciones de identificar la tumba del soberano macedonio. La noticia llegó a los periódicos y tuvo tanta repercusión que las autoridades se vieron obligadas casi por la presión popular a concederle un par de veces permisos de excavación, que él financiaba con su trabajo y las propinas que le daban muchos clientes por simpatía, y que nunca condujeron a nada.
            En 1961, Komoutsos conoció finalmente en su café al profesor Peter Fraser, cuyo trabajo es todavía el me­jor punto de partida para todo aquel que quiera adentrarse en los problemas de topografía de la antigua Ale­jandría, incluida la búsqueda del soma, y le mostró finalmente su tesoro, su Libro de Alejandro. Sentados en una mesilla estaban cara a cara la luminaria de Oxford y el camarero, el incansable buscador de la tumba to­mándose a sorbos una taza de té.
El gran estudioso esperaba poder disponer del libro y examinarlo con la debida atención y durante el tiem­po necesario, pero Komoutsos era muy celoso de su te­soro y apenas se lo dejó hojear.
            No hizo falta mucho para que Fraser se diera cuen­ta de que el libro era una vulgar y burda falsificación, un batiburrillo de elementos incongruentes inspirados en inscripciones ya conocidas por los estudiosos, quizá incluso falsas, y en temas iconográficos muy mal imita­dos, y publicó un artículo8 en una revista científica para despejar el campo de toda duda sobre la autenticidad de la supuesta información. Pero también se dio cuen­ta de que Komoutsos no era un liante, sino más bien un ingenuo, y no le sentó bien desilusionar a un hom­bre que perseguía un sueño con tan absoluta pasión. De todas formas, Komoutsos no se rindió y continuó inasequible al desaliento su búsqueda tanto por las vías legales como por las clandestinas. Jean Yves Empereur,9 que ha consultado los archivos de la superintendencia alejandrina, ha encontrado en el expediente oficial de peticiones de autorización unos trescientos veintidós documentos a partir de 1956. Su pasión y su fe inque­brantable eran tales, que en la ciudad se convirtió en una especie de héroe popular al margen de la coheren­cia de sus hipótesis y de los resultados obtenidos con sus búsquedas, a menudo basadas en poco más que ha­bladurías que recogía entre los frecuentadores del café en el que trabajaba.
            En dos casos identificó el sitio de la tumba en áreas donde antiguamente estaba el mar; ejemplo único, comenta sarcástico Empereur, que realizó sobre todo prospecciones en el fondo de la bahía, de tumbas suba­cuáticas.
            Una vez que hubo circunscrito la zona de su búsqueda alrededor de la iglesia copta de San Marcos, no lejos de la mezquita de Nabi Daniel de la que ya he­mos hablado, al no poder obtener el permiso para rea­lizar un sondeo, se introdujo de noche en el jardín de la residencia del patriarca y se puso a excavar a tal pun­to que este, alarmado por esa actividad nocturna, tuvo que llamar a la policía para echar al intruso. En un re­lato que se le atribuye se contaba que un tal Mohamed Aly el Toraby, que de joven se había introducido por un corredor bajo la mezquita de Nabi Daniel que condu­cía a la tumba de Alejandro y que, después de haber va­gado en completa oscuridad en busca de la tumba, ha­bía pasado tres días en casa para recuperarse del miedo, estaba dispuesto a contar al director del museo dónde se encontraba el pasadizo secreto.
            Komoutsos prosiguió su búsqueda durante toda su vida sin lograr nunca el más mínimo resultado: pero quizá su propósito no era conseguir resultados, sino la caza misma, la posibilidad de cultivar la ilusión, puede que simplemente la esperanza de que la sombra de Ale­jandro terminara por guiarlo hacia el lugar donde des­cansaba su cuerpo, donde quizá nadie imaginaría bus­carlo nunca. Murió en 1991 en la pobreza después de haber tratado de vender los apuntes sobre sus búsque­das a cambio de un pequeño vitalicio y un Mercedes. Extrañamente, ni siquiera su nombre parece conocer la paz: Koutmatsos para Saunders, Komoutsos para Chugg, Coumoutsos para Empereur, Kamoutsos para Adriani...
Jean Yves Empereur, el autor de uno de los más espectaculares salvamentos de restos arqueológicos en la bahía de Alejandría y en la zona del Faro, se tomó la molestia, como hemos dicho, de consultar los archivos de la Dirección de Antigüedades, y descubrió que ha­bía habido quince solicitudes de excavación solo en los últimos veinticinco años. Constató que los fanáticos de Alejandro eran legión,10 entre los que figuraban obre­ros, empleados, y hasta una enfermera. Un individuo refería el descubrimiento hecho por su suegro: una ca­vidad que conducía a un corredor revestido de már­mol. El lugar estaba situado a un kilómetro al este de las murallas ptolemaicas, pero evidentemente la cosa no tenía la menor importancia.
            Esto no tiene nada de extraño. Mientras que a na­die se le pasaría ni en sueños por la cabeza hacer nun­ca por simple gusto de neurocirujano en sus ratos libres o de abogado penalista o de especialista en anatomía patológica, muchísimos en cambio piensan en poderse hacer arqueólogos improvisados y tachan de obtuso a todo aquel que, habituado al rigor de un método, no está dispuesto a aceptar la primera teoría excéntrica que sometan a su consideración, aunque sea con entu­siasmo.
            Entre 1925 y 1930, Breccia llevó a cabo una serie de sondeos de excavación en la mezquita y en sus in­mediatas cercanías y la publicación de sus campañas provocó enorme interés en todo el mundo, ya que se trataba de un estudioso serio y todos sabían lo que iba buscando.11 En 1931 se vio obligado a dejar su puesto por motivos de salud y a interrumpir sus actividades de excavación, que por otra parte se revelarían desilusio­nantes.
            Hoy estamos en condiciones de afirmar que ningu­no de los elementos arquitectónicos que fueron saca­dos a la luz y examinados en la zona de la mezquita de Nabi Daniel pudo hacerlo remontar a un período an­terior a la época romana, y nunca se encontró nada que pudiera llevar a la ciudad de los Ptolomeos, que está a una profundidad mucho mayor.
            Y, sin embargo, ya se había encontrado un sarcófa­go de Alejandro (fig. 14), no en Alejandría, sino en el Líbano, en Sidón, una de las dos ciudades más grandes de Fenicia, en 1887, cuando esa región formaba parte todavía del Imperio otomano. Había sido un artista turco llamado Osman Hamdi, apasionado de la Anti­güedad, quien lo encontró junto con una serie de otros asombrosos sarcófagos milagrosamente intactos, algu­nos de estilo egipcio, otros en cambio esculpidos clara­mente según los cánones del arte griego del siglo iv. Algunos conservaban y conservan todavía clarísimos restos de los colores originales. El más espectacular de ellos era el que representaba en una serie de altorrelieves, casi de bulto redondo, escenas de batalla entre grie­gos y persas y de caza del león, en los que Alejandro Magno, perfectamente reconocible por la forma del yelmo aparte de por sus ya canonizadas facciones, es el protagonista absoluto de cada una de las franjas escul­pidas en los lados del sarcófago.
            El sepulcro es de precioso mármol pentélico, el mismo del que está hecho el Partenón; tiene la forma de un arca y la tapa reproduce el tejado de un templo de doble vertiente adornado de acroteras y de antefijas, elementos decorativos en forma de palmetas o de más­caras.
            La ejecución es de altísima calidad; la eficacia de las representaciones, impresionante.12
            Aquel sarcófago no era el único, había otros de ex­traordinaria belleza y todos ellos fueron embarcados y expedidos a Estambul, donde se construyó el Museo Arqueológico para albergarlos.
            Gertrude Lowthian Bell, noble dama inglesa, escri­tora, arqueóloga y probablemente agente secreto de Su Majestad Británica, uno de los personajes más fasci­nantes del período de entre finales del siglo xix y principios del xx, muy próxima en cuanto a estilo, ac­titudes, gusto romántico por el exotismo a T. E. Law­rence, más conocido como Lawrence de Arabia, vio el sarcófago en 1889 y se quedó deslumbrada. No tuvo duda de que se trataba del sarcófago de Alejandro Magno y que el cráneo encontrado en el interior era el suyo.
            Nosotros sabemos que esto no es cierto y que la obra se remonta probablemente a finales del siglo iv a.C., quizá realizada hacia 310 por artistas griegos o para un soberano selyúcida o para un príncipe local. Hay quien ha querido reconocer en el cliente a un personaje del que hablan Curcio Rufo y Justino.13 Se llamaba Abdalonimo y era un humilde obrero. Alejan­dro encargó a Hefestión buscar a una persona recta a la que confiar el trono de Sidón y él se había puesto a la tarea. Mientras paseaba por las calles de la ciudad vio un bellísimo jardín y entró. Era un sitio maravillo­so y como fuera del mundo, con flores y plantas de toda especie, mantenido con atento y amoroso cuida­do por un solo hombre.
            Hefestión le preguntó quién era y el otro respondió que era Abdalonimo, el jardinero.
            Hefestión se informó entonces de dónde estaba el amo y el otro respondió que no tenía noticias suyas desde hacía mucho tiempo; sin embargo, aunque sin recibir dinero alguno por ello, custodiaba y cultivaba su jardín para que lo encontrase impecable cuando volviese. La búsqueda de Hefestión había llegado a su término: el hombre que con tanta honestidad y fi­delidad había cumplido con su deber sabría dirigir la ciudad del mismo modo como había cuidado el jardín.
            Le hizo rey de Sidón.

            ¿Fue él, Abdalonimo, quien mandó construir ese magnífico sarcófago que contaba las hazañas de su nue­vo señor? Es una hipótesis sugestiva que se ha consoli­dado en algunos estudiosos,14 aunque parece demasia­do bonita para ser cierta. No hay que olvidar nunca que nuestra posibilidad de establecer vínculos entre fuentes literarias y la arqueología está siempre fuerte­mente condicionada por lo poco que sabemos y por lo poquísimo que ha llegado hasta nosotros. Sería mejor pensar cómo responder a nuestros interrogantes si no nos hubiese llegado la historia, mejor dicho, la pará­bola de Abdalonimo, el jardinero. No solamente Ptolomeo necesitaba ligar estrechamente su derecho di­nástico al héroe, sino que todos los Sucesores derivaban la ideología de su poder de la figura de Alejandro, de su victoria sobre Asia y sobre el mundo.

1.     Breccia, 1922, p. 99. Véase, en general, el juicio expresado en Adriani, 2000, p. 27, y Empereur, 1998, p. 149.
2.     Adriani, 2000, pp. 26-27.
3.     Zenobio, Proverbios, III, 94.
4.     Marmol, De l'Egypte, III, p. 276 (en Adriani, 2000, p. 25, nota 81).
5.     Adriani, 2000, nota 95, p. 28.
6.     Chugg, 2006, p. 170.
7.     Adriani, 2000, pp. 27 y ss.
8.     En general, Fraser, 1962, pp. 243-250.
9.     Empereur, 1998, pp. 148-149.

10.     Empereur, 1998, p. 146.
11.     Breccia, 1922, pp. 99 y ss. Véase también Saun­ders, 2006, p. 155.
12.     Véase el comentario de Martin, Turín, 1984, pp. 184-185.
13.     El episodio de Abdalonimo es presentado de diverso modo por Diodoro, XVII, 46, 6-47 (lo am­bienta en Tiro y no en Sidón), Curcio Rufo, IV, 1, 16-26, y Justino, XI, 10, 8.
14. Saunders, 2006, p. 157, plantea la hipótesis de que el autor podía haber visto el carro fúnebre de Ale­jandro. En realidad, el sarcófago tiene un techo de do­ble vertiente con acroteras como un templo, mientras que es otro el sarcófago de Sidón que remite a la bóve­da de cañón con motivos de escamas de pez como el carro de Alejandro. Pero quizá Saunders piensa en los pinakes con escenas de batalla que pendían de los lados.

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