Schilizzi no
fue ciertamente el único ni el último en afirmar que había descubierto la tumba
de Alejandro; es más, cabe decir que los buscadores de tumbas se multiplicaron
sin descanso sobre todo en el siglo siguiente. Otro famoso mistificador fue un
tal Joannides, griego de Alejandría, que declaró haber descubierto en la
necrópolis de Shatby tanto la tumba de Alejandro como la de Cleopatra,
a una profundidad
de dieciséis y doce metros, respectivamente, y las había descrito: puertas de
bronce con el nombre de Alejandro grabado en griego, sarcófago con pies de
pata de león, papiros (¿acaso influido en esto por la narración de Schilizzi?)
y un gran número de objetos preciosos.
La noticia fue publicada en los
periódicos, pero terminó como una pompa de jabón. Aunque todavía hoy no falta
quien piensa poder descubrir el lugar de la tumba de Alejandro. El fenómeno, en
cualquier caso, es perfectamente explicable: la presencia de Alejandro era
desde hacía largo tiempo periférica y de importancia limitada y susceptible de
despertar la fantasía de la gente. Las habladurías, las fábulas tomadas por
verdaderas, el gusto por contar y escuchar, el sueño de echar mano a un
fabuloso tesoro o de hacerse famosos por haber hecho el descubrimiento del
siglo hacían el resto.
Hasta hace pocas décadas puede
decirse que no había pueblo en Europa en el que no se contasen historias de
tesoros escondidos, de pasadizos secretos, de castillos infestados de
fantasmas. La narración, la consolidada tradición popular conferían luego al
relato visos de autenticidad o cuando menos de probabilidad. En un lugar tan
cargado de recuerdos como Alejandría el fenómeno se multiplicaba en desmesura.
Desgraciadamente, el pulular de
tantos saqueadores de tumbas aficionados acabó por arrojar descrédito sobre el
objeto mismo de las investigaciones, un poco como sucede ahora con determinados
fetiches mistérico-arqueológicos como el Grial o el tesoro de los templarios.
Con todo, hasta un estudioso ilustre como Annibale Evaristo Breccia,
nombrado director del
Museo Greco-romano de Alejandría con solo veintiocho años, se dejó fascinar por
la tradición' y consideró que el soma de Alejandro había que buscarlo en
la mezquita de Nabi Daniel. Breccia no era un ingenuo, muy al contrario: excavando en
Oxirrinco protagonizó descubrimientos extraordinarios, como los fragmentos de
los papiros de los Aitia de Calímaco, de Esquilo y de las famosas Helénicas
de Oxirrinco, un obra de un autor cuya identidad se ignora aún, pero que se
reveló de gran trascendencia para comprender algunos momentos de la historia
griega.
La ubicación del soma de Alejandro bajo la
mezquita de Nabi Daniel contaba, de todos modos, con algunos elementos a
favor.2 Se encontraba en las cercanías de Kom el Dick,
un túmulo que se alzaba
en el centro de la ciudad, ya demolido en tiempos de Adriani y que por
consiguiente podía coincidir con la indicación de Zenobio (en mesh th polei, «en medio de la ciudad»).3 En las cercanías debía de haber
otra pequeña altura, Kom el Demás («la colina de los cuerpos»), cuyo nombre
hacía pensar que era un lugar de enterramiento y por tanto indicativo de la
presencia del hnhma, el «monumento conmemorativo» en el que Ptolomeo IV
Filopátor había reunido
las sepulturas de su madre Berenice, de sus predecesores y del propio Alejandro. Pero
existe la posibilidad de que los dos túmulos, Kom el Dick
y Kom el Demás, fuesen
en realidad uno solo o que se confundieran sus nombres en las antiguas crónicas
con una cierta facilidad.
Por otra parte, relacionaba el
topónimo de Kom el Demás con el nombre de una antigua iglesia llamada Daymas,
donde se decía que se había encontrado un tesoro de la época de Alejandro. En
las cercanías estaba la iglesia copta de San Marcos, que se hacía corresponder
con una más antigua iglesia del Evangelista, que Marmol4 de algún
modo relacionaba con la tumba de Alejandro; a este profeta Daniel se le
atribuían en la tradición islámica5 acciones propias de Alejandro-Du
al-Qarnayn, tales como la conquista de Asia y la fundación de la ciudad. El
túmulo, además, recordaba el montículo artificial de Lucano en el que ya nos
hemos detenido, y por último había un gran número de testimonios «oculares» como
el de Ambrose
Schilizzi y numerosos
otros, entre ellos el del propio Mahmud Bey, que habría bajado a los
subterráneos de Nabi Daniel y habría visto unos pasillos que conducían a la
tumba de Alejandro. También a él, antes que a Schilizzi, los guardianes de la
mezquita habrían prohibido llevar a cabo su investigación.
En cualquier caso, esto había
bastado a
Breccia para afirmar
con sorprendente seguridad que Kom el Dick era el lugar de la sepultura de Alejandro y que las
estructuras subterráneas de la mezquita de Nabi Daniel se correspondían con
las de las tumbas macedonias.
Por lo que se refiere a la
asociación de la iglesia de San Marcos con Kom el Dick
o el Demás, A. M. Chugg
considera en cambio que se trató de una equivocación. La iglesia de San Marcos
no podía estar en las cercanías de Nabi Daniel o de Kom el Dick,
y Marmol debía de
haberse referido en cambio a la mezquita Atarina, que conservaba el sarcófago
de Nectanebo II.
En realidad la iglesia de San Marcos
de la que se hablaba debía encontrarse más al este, cerca de la Puerta de
Rosetta, donde la situaba el mapa del siglo xvi de Braun y Hogenberg, de la que
el autor ofrece una reproducción6 de una de las láminas de su
extraordinaria colección particular. Inmediatamente detrás de las murallas se
ve, en efecto, la forma inconfundible de una iglesia cristiana con un
campanario en el lado derecho que lleva el escrito: «sub
hoc lapide corpus
santi Marci inventum et Venetia est delatum», «bajo esta piedra se encontró el cuerpo de san
Marcos y fue llevado a Venecia». Parece extraño el error del nombre Venecia
en ablativo
en vez de en acusativo, a no ser que el signo de detrás de la «a» final,
semejante a dos puntos, haya que leerlo como una «m». La observación de Chugg,
como veremos, parece anunciar una hipótesis tan audaz como asombrosa.
Del otro lado del recinto amurallado
reproducido en el mapa se lee el escrito «Puerta de El Cairo», es decir,
Puerta de Rosetta.
El mecanismo intelectual por el que
cualquier nueva hipótesis tiende a coagularse en torno a una tradición
consolidada se parece al principio de la gravitación, por el cual un cuerpo de
masa suficientemente grande tiende a atraer a todos los cuerpos más pequeños
que atraviesan su órbita y separarse de ella se hace cada vez más arduo. Por
otra parte, Adriani7 cita una serie de otros testimonios que en una
situación distinta habrían tenido un mínimo peso y que en cambio contribuyeron
a reforzar la hipótesis de que la mezquita de Nabi Daniel escondía la tumba de
Alejandro. Se dio importancia incluso a la observación de un obrero al que le
habían encargado determinados trabajos de restauración en los subterráneos de
la mezquita, el cual había afirmado que las galerías subterráneas eran de época
antigua y pagana. La tradición sería luego continuada con otros pintorescos
personajes prácticamente hasta nuestros días, cuando aún es posible descender
al subterráneo de la mezquita y visitar parte de las cavidades que arrancan del
mausoleo.
El más famoso de estos saqueadores
de tumbas es sin duda Stelios Komoutsos, un camarero del
Elite, un café de
Alejandría, que en 1956 emprendió una incansable y apasionada búsqueda de la
tumba de Alejandro y la continuó obstinadamente a lo largo de casi toda su
vida, como si fuera una novela. Su convencimiento se basaba en un libro que
afirmaba haber heredado y que él llamaba El libro de Alejandro. Declaraba,
gracias a este libro, estar en condiciones de identificar la tumba del soberano
macedonio. La noticia llegó a los periódicos y tuvo tanta repercusión que las
autoridades se vieron obligadas casi por la presión popular a concederle un par
de veces permisos de excavación, que él financiaba con su trabajo y las
propinas que le daban muchos clientes por simpatía, y que nunca condujeron a
nada.
En 1961, Komoutsos conoció
finalmente en su café al profesor Peter Fraser, cuyo trabajo es todavía el mejor punto de partida para
todo aquel que quiera adentrarse en los problemas de topografía de la antigua
Alejandría, incluida la búsqueda del soma, y le mostró finalmente su
tesoro, su Libro de Alejandro. Sentados en una mesilla estaban cara a
cara la luminaria de Oxford y el camarero, el incansable buscador de la tumba
tomándose a sorbos una taza de té.
El gran
estudioso esperaba poder disponer del libro y examinarlo con la debida atención
y durante el tiempo necesario, pero Komoutsos era muy celoso de su tesoro y
apenas se lo dejó hojear.
No hizo falta mucho para que Fraser
se diera cuenta de que el libro era una vulgar y burda falsificación, un
batiburrillo de elementos incongruentes inspirados en inscripciones ya
conocidas por los estudiosos, quizá incluso falsas, y en temas iconográficos
muy mal imitados, y publicó un artículo8 en una revista científica
para despejar el campo de toda duda sobre la autenticidad de la supuesta
información. Pero también se dio cuenta de que Komoutsos no era un liante,
sino más bien un ingenuo, y no le sentó bien desilusionar a un hombre que
perseguía un sueño con tan absoluta pasión. De todas formas, Komoutsos no se
rindió y continuó inasequible al desaliento su búsqueda tanto por las vías
legales como por las clandestinas. Jean Yves Empereur,9
que ha
consultado los archivos de la superintendencia alejandrina, ha encontrado en el
expediente oficial de peticiones de autorización unos trescientos veintidós
documentos a partir de 1956. Su pasión y su fe inquebrantable eran tales, que
en la ciudad se convirtió en una especie de héroe popular al margen de la
coherencia de sus hipótesis y de los resultados obtenidos con sus búsquedas, a
menudo basadas en poco más que habladurías que recogía entre los
frecuentadores del café en el que trabajaba.
En dos casos identificó el sitio de
la tumba en áreas donde antiguamente estaba el mar; ejemplo único, comenta
sarcástico Empereur, que realizó sobre todo prospecciones en el fondo de la
bahía, de tumbas subacuáticas.
Una vez que hubo circunscrito la
zona de su búsqueda alrededor de la iglesia copta de San Marcos, no lejos de la
mezquita de Nabi Daniel de la que ya hemos hablado, al no poder obtener el
permiso para realizar un sondeo, se introdujo de noche en el jardín de la
residencia del patriarca y se puso a excavar a tal punto que este, alarmado
por esa actividad nocturna, tuvo que llamar a la policía para echar al intruso.
En un relato que se le atribuye se contaba que un tal Mohamed Aly el Toraby,
que de joven se había introducido por un corredor bajo la mezquita de Nabi
Daniel que conducía a la tumba de Alejandro y que, después de haber vagado en
completa oscuridad en busca de la tumba, había pasado tres días en casa para
recuperarse del miedo, estaba dispuesto a contar al director del museo dónde se
encontraba el pasadizo secreto.
Komoutsos prosiguió su búsqueda
durante toda su vida sin lograr nunca el más mínimo resultado: pero quizá su
propósito no era conseguir resultados, sino la caza misma, la posibilidad de
cultivar la ilusión, puede que simplemente la esperanza de que la sombra de Alejandro
terminara por guiarlo hacia el lugar donde descansaba su cuerpo, donde quizá nadie
imaginaría buscarlo nunca. Murió en 1991 en la pobreza después de haber
tratado de vender los apuntes sobre sus búsquedas a cambio de un pequeño
vitalicio y un Mercedes. Extrañamente, ni siquiera su nombre parece conocer la
paz: Koutmatsos para Saunders, Komoutsos para Chugg, Coumoutsos para Empereur,
Kamoutsos para Adriani...
Jean Yves Empereur, el autor de uno de los más espectaculares
salvamentos de restos arqueológicos en la bahía de Alejandría y en la zona del
Faro, se tomó la molestia, como hemos dicho, de consultar los archivos de la
Dirección de Antigüedades, y descubrió que había habido quince solicitudes de
excavación solo en los últimos veinticinco años. Constató que los fanáticos de
Alejandro eran legión,10 entre los que figuraban obreros,
empleados, y hasta una enfermera. Un individuo refería el descubrimiento hecho
por su suegro: una cavidad que conducía a un corredor revestido de mármol. El
lugar estaba situado a un kilómetro al este de las murallas ptolemaicas, pero
evidentemente la cosa no tenía la menor importancia.
Esto no tiene nada de extraño.
Mientras que a nadie se le pasaría ni en sueños por la cabeza hacer nunca por
simple gusto de neurocirujano en sus ratos libres o de abogado penalista o de
especialista en anatomía patológica, muchísimos en cambio piensan en poderse
hacer arqueólogos improvisados y tachan de obtuso a todo aquel que, habituado
al rigor de un método, no está dispuesto a aceptar la primera teoría excéntrica
que sometan a su consideración, aunque sea con entusiasmo.
Entre 1925 y 1930, Breccia
llevó a cabo una serie
de sondeos de excavación en la mezquita y en sus inmediatas cercanías y la
publicación de sus campañas provocó enorme interés en todo el mundo, ya que se
trataba de un estudioso serio y todos sabían lo que iba buscando.11
En 1931 se vio obligado a dejar su puesto por motivos de salud y a interrumpir
sus actividades de excavación, que por otra parte se revelarían
desilusionantes.
Hoy estamos en condiciones de afirmar que ninguno
de los elementos arquitectónicos que fueron sacados a la luz y examinados en
la zona de la mezquita de Nabi Daniel pudo hacerlo remontar a un período anterior
a la época romana, y nunca se encontró nada que pudiera llevar a la ciudad de
los Ptolomeos, que está a una profundidad mucho mayor.
Y, sin embargo, ya se había
encontrado un sarcófago de Alejandro (fig. 14), no en Alejandría, sino en el Líbano, en Sidón,
una de las dos ciudades más grandes de Fenicia, en 1887, cuando esa región
formaba parte todavía del Imperio otomano. Había sido un artista turco llamado
Osman Hamdi, apasionado de la Antigüedad, quien lo encontró junto con una
serie de otros asombrosos sarcófagos milagrosamente intactos, algunos de
estilo egipcio, otros en cambio esculpidos claramente según los cánones del
arte griego del siglo iv. Algunos conservaban y conservan todavía clarísimos
restos de los colores originales. El más espectacular de ellos era el que
representaba en una serie de altorrelieves, casi de bulto redondo, escenas de
batalla entre griegos y persas y de caza del león, en los que Alejandro Magno,
perfectamente reconocible por la forma del yelmo aparte de por sus ya
canonizadas facciones, es el protagonista absoluto de cada una de las franjas
esculpidas en los lados del sarcófago.
El sepulcro es de precioso mármol
pentélico, el mismo del que está hecho el Partenón; tiene la forma
de un arca y la tapa
reproduce el tejado de un templo de doble vertiente adornado de acroteras y de
antefijas, elementos decorativos en forma de palmetas o de máscaras.
La ejecución es de altísima calidad; la eficacia de
las representaciones, impresionante.12
Aquel sarcófago no era el único,
había otros de extraordinaria belleza y todos ellos fueron embarcados y
expedidos a Estambul, donde se construyó el Museo Arqueológico para
albergarlos.
Gertrude
Lowthian Bell, noble
dama inglesa, escritora, arqueóloga y probablemente agente secreto de Su
Majestad Británica, uno de los personajes más fascinantes del período de entre
finales del siglo xix y principios del xx, muy próxima en cuanto a estilo, actitudes,
gusto romántico por el exotismo a T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, vio el sarcófago en 1889 y se quedó
deslumbrada. No tuvo duda de que se trataba del sarcófago de Alejandro Magno y
que el cráneo encontrado en el interior era el suyo.
Nosotros sabemos que esto no es
cierto y que la obra se remonta probablemente a finales del siglo iv a.C.,
quizá realizada hacia 310 por artistas griegos o para un soberano selyúcida o
para un príncipe local. Hay quien ha querido reconocer en el cliente a un
personaje del que hablan Curcio Rufo y Justino.13 Se llamaba
Abdalonimo y era un humilde obrero. Alejandro encargó a Hefestión buscar a una
persona recta a la que confiar el trono de Sidón y él se había puesto
a la tarea.
Mientras paseaba por las calles de la ciudad vio un bellísimo jardín y entró.
Era un sitio maravilloso y como fuera del mundo, con flores y plantas de toda
especie, mantenido con atento y amoroso cuidado por un solo hombre.
Hefestión le preguntó quién era y el
otro respondió que era Abdalonimo, el jardinero.
Hefestión se informó entonces de
dónde estaba el amo y el otro respondió que no tenía noticias suyas desde hacía
mucho tiempo; sin embargo, aunque sin recibir dinero alguno por ello,
custodiaba y cultivaba su jardín para que lo encontrase impecable cuando
volviese. La búsqueda de Hefestión había llegado a su término: el hombre que
con tanta honestidad y fidelidad había cumplido con su deber sabría dirigir la
ciudad del mismo modo como había cuidado el jardín.
Le hizo rey de Sidón.
¿Fue él, Abdalonimo, quien mandó
construir ese magnífico sarcófago que contaba las hazañas de su nuevo señor?
Es una hipótesis sugestiva que se ha consolidado en algunos estudiosos,14
aunque parece demasiado bonita para ser cierta. No hay que olvidar nunca que
nuestra posibilidad de establecer vínculos entre fuentes literarias y la
arqueología está siempre fuertemente condicionada por lo poco que sabemos y
por lo poquísimo que ha llegado hasta nosotros. Sería mejor pensar cómo
responder a nuestros interrogantes si no nos hubiese llegado la historia, mejor
dicho, la parábola de Abdalonimo, el jardinero. No solamente Ptolomeo
necesitaba ligar estrechamente su derecho dinástico al héroe, sino que todos
los Sucesores derivaban la ideología de su poder de la figura de Alejandro, de
su victoria sobre Asia y sobre el mundo.
1. Breccia,
1922, p.
99. Véase, en general,
el juicio expresado en Adriani, 2000, p. 27, y Empereur, 1998, p. 149.
2.
Adriani, 2000, pp. 26-27.
3.
Zenobio, Proverbios, III, 94.
4. Marmol, De l'Egypte, III,
p. 276 (en Adriani,
2000, p. 25, nota 81).
5. Adriani, 2000, nota 95, p. 28.
6. Chugg, 2006, p. 170.
7. Adriani, 2000, pp. 27 y ss.
8. En general, Fraser, 1962, pp. 243-250.
9. Empereur, 1998, pp. 148-149.
10.
Empereur, 1998, p. 146.
11.
Breccia, 1922, pp. 99 y ss. Véase también Saunders,
2006, p.
155.
12.
Véase el comentario de Martin, Turín, 1984, pp. 184-185.
13.
El episodio de Abdalonimo es presentado de diverso modo por Diodoro, XVII,
46, 6-47 (lo ambienta
en Tiro y no en Sidón), Curcio Rufo, IV, 1, 16-26, y Justino, XI, 10, 8.
14. Saunders,
2006, p.
157, plantea la
hipótesis de que el autor podía haber visto el carro fúnebre de Alejandro. En
realidad, el sarcófago tiene un techo de doble vertiente con acroteras como un
templo, mientras que es otro el sarcófago de Sidón que remite a la bóveda de
cañón con motivos de escamas de pez como el carro de Alejandro. Pero quizá Saunders
piensa en los pinakes
con escenas de batalla que pendían de los lados.
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