viernes, 12 de enero de 2018
José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Egospótamos, 405 a.C.
Batalla de Egospótamos, 405 a.C.
La derrota de Calicrátidas en la batalla de
Arginusas en 406 a.C. había vuelto a acercar los acontecimientos al
empate técnico, algo que Esparta trataba de evitar por todos medios. Quería
aprovechar y prolongar los efectos positivos de su victoria en Notio sobre el
ateniense Alcibíades, pero un problema de corte legal como era la imposibilidad
de reelegir como navarco a aquel que
les había brindado semejante victoria, les obligó a buscar una solución que
solo podría hallarse en complicados malabarismos jurídicos. Pero no cabía otra
opción. Tanto los hombres que habían combatido bajo su mando en Notio, como los
persas que financiaban la flota espartana, presionaban para que Lisandro fuera
repuesto en el mando. Así que entonces hallaron la solución en una curiosa
fórmula: nombraron como navarco a
Araco, mientras que Lisandro fue nombrado su secretario (epistoleus). En realidad, todo fue una especie de ficción
legislativa; todos supieron que sería Lisandro quien ejercería el poder a la
sombra.
Antecedentes
Después del éxito de Notio en 406 a.C. la
navarquía de Lisandro expiró y su cargo pasó a manos de Calicrátidas. Por los
hechos relatados en Jenofonte y Plutarco, no parece haber sido una transición
amistosa. Nos cuenta Jenofonte que cuando cedió el testigo a Calicrátidas le
hizo saber que le cedía el mando “siendo
dueño de los mares” y por supuesto, no se abstuvo de hacerle alguna
sugerencia para su mandato menospreciando sus cualidades. Además hizo
referencia a los problemas por los que tuvo que pasar Calicrátidas a fin de
conseguir el dinero de Ciro para pagar a la tropa (Xen. Hell. 1, 6) afirmando que el dinero que había para hacerlo,
ya se había encargado Lisandro de devolvérselo al príncipe persa con el fin de que
fuera el propio Calicrátidas quien se lo pidiera. En base a su amistad, Ciro
dilató la entrega todo lo que pudo hasta que Calicrátidas cansado, marcho a
Mileto para pedir un adelanto con el fin de poder entrar en combate. Una vez
superados estos escollos iniciales, todavía tuvo que hacer frente a un problema
aún mayor. En ese momento, el enemigo al que tuvo que enfrentarse, no fueron
los atenienses sino sus mismos tripulantes que, a la sazón, habían combatido
junto a Lisandro en Notio y se resistían a aceptar tranquilamente el nuevo
nombramiento. Plutarco afirma que Lisandro se habría procurado una numerosa
clientela afín a su persona a la que premiaría por su fidelidad, es decir,
había hecho venir a aquellos aliados que por sus servicios, su valor y su distinción
se habían ganado un sitio cerca de él y les habría conminado, además, a crear
sus propias cofradías, ser prósperos en los negocios y mutar a los gobiernos
democráticos de sus patrias respectivas. Por este motivo no es difícil explicar
que desde el primer día, aquellos soldados boicotearan la labor de Calicrátidas
en el mando de las naves a través de críticas y comentarios hirientes. A cambio
de hacer todo esto, les premió con los mayores honores y distinciones. Con
semejante caldo de cultivo, no es difícil imaginar que para el momento en que
Calicrátidas se enfrentó a Conón en Mitilene, el ambiente entre la tropa no
sería el más idóneo para plantar batalla. A pesar de las adversas
circunstancias, logró unir 50 naves más a las 90 heredadas de Lisandro y
además, ingenió un exitoso sitio a Conón, al mando de la flota ateniense, que
no pudo pedir auxilio a Atenas. Sin embargo, todo terminó cuando éste logró que
una nave ateniense escapara de su control y diera la voz de alarma. Las naves
atenienses de refuerzo se prepararon y marcharon hacia Samos, derrotando y
dando muerte a Calicrátidas en la batalla de las islas Arginusas en 406 a.C.
La repercusión de aquella derrota en el bando
peloponesio debió de ser grande. Los quiotas y el resto de aliados enviaron
noticias de lo ocurrido a Lacedemonia y reclamaron abiertamente el retorno de
Lisandro a la armada. Sin embargo, un laberinto jurídico impedía que tal hecho
pudiera producirse tan fácilmente. El cargo de navarca tenía un año de duración no prorrogable y Lisandro ya había
completado el suyo. Sin embargo, el gobierno de Esparta era plenamente
consciente de la situación y sabía que no atender a las peticiones de los
aliados les conllevaría una más que ostensible división interna e incluso un
amotinamiento por parte de las ciudades aliadas. Por tanto, el dilema para
Esparta no era menor. Sin quererlo, se hallaban ante una situación que les
planteaba saltarse la legalidad vigente para atender a circunstancias
sobrevenidas o mantenerse fieles a su ordenamiento. Así, en un alarde de
ingenio, la asamblea optó por una solución sin precedentes; nombró navarco a Araco y Lisandro obtuvo el cargo de secretario de éste. Los
asamblearios sabían que el poder a la sombra sería ejercido por éste, mientras
que el primero se limitaría a cumplir sus órdenes. Su decisión, finalmente, no
pudo resultar más acertada.
La batalla
Resuelto con éxito el problema de la navarquía y
oficializado el nombramiento, la alianza con Persia volvió a funcionar en el
momento que más falta hizo. La flota había sido destruida casi por completo,
pero la buena amistad que Lisandro seguía manteniendo con Ciro, permitió que
éste enviara una nueva remesa de dinero (Xen.
Hell. 2, 1, 11) mientras el primero ordenaba construir más naves en Antandro.
Llama la atención el hecho de que, al igual que la primera vez que Lisandro le
pidió dinero a Ciro, éste reaccionó haciendo alusión al gran esfuerzo
económico que estaban realizando tanto él como el rey, una vez más el príncipe
persa le afirmara haber gastado ya todo su dinero, tanto el suyo como el de su
padre (Xen. Hell. 2, 1, 11-12) aunque
ahora como entonces, terminara dándoselo. Poco después señala Jenofonte que
Ciro tuvo que marchar a ver a su padre enfermo, no sin advertirle antes que
tenía mucho más dinero para entregarle, además de pedirle que se asegurase de
luchar contra los atenienses cuando tuviera la certeza de tener más naves que
ellos (Xen. Hell. 2, 1, 13-14). Puede
que Ciro estuviera tratando de contener su deseo de mostrar abiertamente su
apoyo a Lisandro en primera estancia a fin de que éste no sintiera que tenía a
Ciro bajo su control. Sin embargo, como dijimos más arriba, puede que la propia
inexperiencia del príncipe le hiciera no poder reprimir lo que de hecho quería
hacer. Al fin y al cabo, a él también le interesaba, no solo una victoria de
los espartanos, sino también una resolución rápida del conflicto. Más ahora
cuando su padre estaba enfermo y el mismo debía retirarse durante un tiempo
para ir a verle. En cualquier caso, lo que sí estamos en condiciones de afirmar
es que todos los pagos que Lisandro pudo realizar, especialmente a la tropa,
debieron suponer una fuerte inyección de moral e influir en la buena
predisposición de los soldados a luchar. Sabemos que gracias a esa entrada de
ingresos, Lisandro puso trierarcos al frente de cada trirreme y pagó el sueldo
adeudado a la tripulación. Más adelante refiere Jenofonte que el dinero que
tomó en segunda estancia lo repartió entre el ejército (Xen. Hell. 2, 1, 13-15).
En medio de este ambiente de
optimismo y ya en 405 a.C. marchó a Caria, tomó Cedreas y más adelante,
Lámpsaco, tradicional aliada de los atenienses. Un éxito éste que les brindaba
la oportunidad de controlar la Propóntide, acercarse a Bizancio y Calcedonia, vigilar
el Bósforo y, sobre todo, dinamitar el comercio ateniense con el Mar Negro.
Además, Lisandro tenía conocimiento de que aquella ciudad era próspera y sus
recursos de vino, trigo y otros eran abundantes. Así que al mismo tiempo que él
se aproximó por mar, los abidenos y otros pueblos dirgidos por el lacedemonio
Tórax, la rodearon por tierra. Cuando dio la orden, la ciudad fue asaltada por
la fuerza y saqueada por los soldados. Al parecer, solo las personas libres,
por orden de Lisandro, fueron liberadas.
Por su parte, los atenienses, con 180 naves,
pusieron rumbo a Sesto ante la gravedad de la situación a fin de avituallarse y
prepararse para una batalla que intuían larga. Una vez hechos sus preparativos,
partieron hacia Egospótamos, situada en frente de Lámpsaco, y allí hicieron
noche. Alcibiades que tras la batalla de Notio había vuelto a caer en desgracia
en Atenas y había sido relevado del mando, se entrevistó con los nuevos
comandantes atenienses y les sugirió que dispusieran la flota en Sesto en lugar
de permanecer en Egospótamos, ya que allí tendrían puerto y aprovisionamiento
en condiciones y más cerca. Sin embargo, estos generales desoyeron sus
sugerencias y le ordenaron marcharse. La flota ateniense se fue directa a por
Lisandro y la flota espartana, tratando de sonsacar a sus naves al combate.
Pero cuando vieron que éste rehusaba la lucha, volvieron a sus puestos,
desmontando de los barcos y dispersándose por el Quersoneso. Eso era
exactamente lo que esperaba Lisandro. Siendo consciente del poderío ateniense
en el mar, prefirió esperar y observar a las tropas atenienses. Durante varios
días, envió galeras exploradoras para que le informasen de todo cuanto los
atenienses hacían una vez retornados al puerto. Los atenienses, al
verlos, se alineaban en disposición de comenzar la lucha pero transcurrido un
tiempo prudencial y al ver que Lisandro no salía, decidían retornar a
Egospótamos. Era entonces cuando Lisandro ordenaba a las naves más rápidas que
les siguieran hasta que desembarcaran y tomaran buena nota de todo lo que veían
para más tarde, relatarle lo sucedido. Y así se hizo durante cuatro días
consecutivos. Sabiendo que los atenienses se apeaban de las naves, al quinto
día esperó a que éstas anclaran como de costumbre y cuando la tripulación
estaba en gran parte dispersa por tierra, atacó. Ordenó a las naves
peloponesias que servían de avanzadilla, que cuando retornaran de la
persecución, más o menos hacia la mitad del recorrido, levantaran un escudo.
Ésta sería la señal para que tanto la flota que permanecía inmóvil como el
ejército de tierra dirigido por Tórax, acudieran a toda prisa hacia las
posiciones atenienses con el fin de sorprenderles mientras se dispersaban por
aquellas tierras en dirección a Sesto. Una vez que las naves atenienses habían
desembarcado ya en tierra firme y sus hombres iban abandonando progresivamente
las naves a fin de avituallarse en las ciudades próximas, el ateniense Conón
pudo avistar a todo el ejército peloponesio cayéndoles por la espalda. Apoyado
por la infantería de Tórax desde tierra, Lisandro pulverizó a la flota
ateniense y la sumió en el caos. A pesar de los llamamientos para volver a las
naves, los hombres estaban tan dispersos que no pudieron hacer nada. Habían
sido sorprendidos. El hecho de haber estado tan lejos de una base más segura,
terminó siendo determinante. Solo la nave de Conón pudo hacerse a la mar y huir
de allí. El resto de las naves atenienses fueron apresadas en la misma playa
por Lisandro y su tripulación protagonizó una desbandada general hacia otras
ciudades o fortificaciones para ponerse a salvo. A pesar de esta huida, muchos
de ellos fueron hechos prisioneros. Con aires victoriosos, Lisandro se apresuró
a enviar noticias de lo acontecido a Esparta y “despachar” a los soldados atenienses
de diversas maneras.
La primera cuestión que habría que tratar en esta
derrota sería la de por qué la flota ateniense tomó la decisión de atracar en
una playa desierta. Los atenienses ya habían demostrado en Notio su deseo de
atraer a la lucha a Lisandro buscando una victoria definitiva. Puesto que
fracasaron tanto en el primer intento como en el segundo, protagonizado por
Alcibiades, una vez más se vieron obligados a hacer exactamente lo mismo.
Debían atraer a Lisandro a un combate lo más pronto posible a fin de acabar con
su influencia en el Helesponto antes de que se les acabaran los fondos. Si
hubieran atracado en Sesto, no habrían podido ejecutar esta opción porque
Lisandro estaba más al norte, en Lámpsaco y, sobre todo, nada le obligaba a buscar
combate. Eran los atenienses los que tendrían que salir de Sesto y navegar
hasta encontrarse con los peloponesios. Eso supondría gastar mayores energías
que el enemigo que esperaba pacientemente. Ese es el motivo por el que los
atenienses se vieron obligados a buscar un anclaje más al norte, concretamente
en frente de Lisandro.
Consecuencias
La primera y más importante
consecuencia de la batalla de Egospótamos fue el hundimiento ateniense y la
victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso, certificada al año siguiente
en 404 a.C. A pesar de la promesa de Lisandro a Ciro de no luchar hasta que él
volviera con más naves para enfrentarse a los atenienses, los acontecimientos
precipitaron el combate y en este caso, el bando peloponesio no requirió más
ayuda de su gran valedor. Las relaciones entre Esparta y Persia en una alianza
anti ateniense habían dado los frutos que se esperaban. En mi opinión, a pesar
de que este hecho debía haberse producido antes, la entrada de Persia en el
conflicto fue determinante. Esparta se caracterizó siempre por su escasez de
fondos y nunca habría sido capaz de mantener y reparar una flota semejante como
la que le valió la victoria. El dinero tanto de Tisafernes en primer lugar,
como de Farnabazo más tarde, como el de Ciro finalmente, no solo lograron que
el número de naves peloponesias se equiparara al ateniense, sino que además,
permitió que la reparación de éstas en caso de derrota se produjera a gran
velocidad. Dudo que Esparta únicamente, incluso con el apoyo de Corinto hubiera
sido capaz de encontrar un camino alternativo para igualar a Atenas en su
poderío naval, utilizando exclusivamente recursos propios. Tal y como se
desarrolló el conflicto tras los hechos de Sicilia (si no ya desde Esfacteria)
ambos bandos tuvieron claro que la guerra que se estaba librando sería una
guerra que tendría que decidirse en el mar. De nada le serviría por tanto a
Esparta poseer la mejor infantería puesto que, como ya habían demostrado los
atenienses recién comenzado el conflicto, no albergaban ninguna intención de
presentar batalla terrestre.
Sin embargo, el hecho de que la
llegada de fondos procedentes de Persia tuviera un papel determinante en la
victoria de Esparta, no ha de desmerecer el papel que ésta tuvo en la consecución
de la victoria. Como vimos, ni en el momento en que Esparta y Persia celebraron
sus tratados de colaboración, ni tiempo después, se produjo la tan ansiada
victoria. Los medios llegaban pero no eran bien gestionados por parte de los
peloponesios, algo que se agravó aún más por las intrigas de Alcibiades con
Tisafernes, quien optó por reducir significativamente su apoyo logístico a
Esparta. Sin embargo, no serviría de excusa el hecho de que Tisafernes se
retrasara en los pagos. Para el momento en que Farnabazo decidió tutelar a los
peloponesios ocupando el lugar de Tisafernes, los medios volvieron a llegar,
pero el resultado fue el mismo o peor: las derrotas en Cinosema, Abidos y
Cícico. Ello quiere decir, que no solo los fondos de los persas eran elemento imprescindible,
sino también alguien que supiera cómo utilizarlos. La gestión que Lisandro hizo
tanto de estos medios como de sus relaciones personales con Ciro, fue
simplemente excepcional. Lejos de entrar a juzgar su valía como estratega, ha
de reconocérsele el mérito de haber hecho un uso apropiado de éstos que
finalmente condujo a la victoria y la conclusión de la guerra que, por
añadidura, era lo que se esperaba.
En lo que respecta a Lisandro, podríamos decir
que su popularidad alcanzó cotas inimaginables no solo en Esparta sino en toda
Grecia, lo que le llevó a convertirse en el auténtico director de la política
exterior espartana desde los años finales del siglo V a.C. hasta su muerte en
395 a.C. La imagen que trascendió de él, sin embargo, no puede decirse que
fuera todo lo ideal que cabe esperar de un héroe, si bien es cierto que las
circunstancias en las que fundó el imperio espartano tampoco le permitieron
obrar de otra manera. Con el imperio ateniense finiquitado y ya sin el apoyo
financiero persa, Lisandro se propuso asumir para Esparta todos los territorios
que componían el vasto imperio comercial fundado por los atenienses un siglo
antes en la creencia de que éstos le proveerían a su ciudad de las riquezas
suficientes para sostener el nuevo imperio espartano. Sin embargo, las formas
que desplegó a la hora de gestionar todos estos territorios, pronto le
granjearon una reputación de tirano y déspota causando un profundo malestar en
toda Grecia que terminó por cansar incluso al propio rey Agesilao y a las
autoridades de Esparta. Los regímenes oligárquicos o decarquías que estableció en diferentes territorios al frente de
los cuales colocó a gobernadores militares o harmostas, no estuvieron exentos de polémica tanto por el
nombramiento de esos mismos gobernadores (por lo general, amigos y gente
cercana) como por la brutalidad con la que en ocasiones se aplicó Lisandro para
imponer sus dictados. Las quejas de las poblaciones sometidas no se hicieron
esperar y las autoridades espartanas empezaron a recibir con preocupación tales
noticias. Especialmente cruento fue el trato que “dispensó” pasando por la
espada a más de 3000 atenienses e imponiéndolos un severo bloqueo de
suministros que a poco estuvo de acabar con la vida de muchos más. El régimen
de Lisandro se puede decir que estuvo marcado por el terror y el odio visceral
hacia los enemigos. Sin embargo, los que le acusaron no solo señalaron este
aspecto tan sanguinario de su carácter sino también al que se refiere a la
violación de uno de los principios más puros sobre las que se cimentaba la
filosofía de vida espartana: el desprecio al dinero y la riqueza. Como dijimos
anteriormente, el botín de guerra que Lisandro logró con esta victoria, fue
abundante y sirvió para aliviar las numerosas necesidades del tesoro espartano,
siempre famélico. Y más ahora sin el apoyo financiero persa. Plutarco fue
contundente a la hora de atribuirle a él la introducción en Esparta del gusto
por la opulencia y la riqueza material entre los ciudadanos y Jenofonte en el mismo
sentido se quejaba de que no se podría afirmar que los espartanos de esa época
tuvieran tan asimilados los principios licurgueos que inspiraron la ciudad en
sus comienzos. Uno de los casos más sonados fue el del general Gilipo, héroe de
Sicilia, que fue descubierto apropiándose de parte de un botín que tenía que
trasladar en su totalidad a Esparta. A pesar de estos sucesos, Lisandro
aún siguió ocupando un lugar destacado en la política espartana, especialmente
cuando influyó en la elección del rey Agesilao para suceder al difunto rey
Agis. La sincera amistad (o el amor) que monarca y héroe mantuvieron durante
los primeros años de reinado, pronto quedó ensombrecida cuando en las primeras
fases de la campaña de Asia, Agesilao sintió que el auténtico protagonista allá
donde iban, era Lisandro y no él. Veía con recelo cómo Lisandro trataba,
negociaba, y parlamentaba con las élites locales como si se tratara del
mismísimo rey de Esparta. Cansado de las adulaciones y agasajos que éste
recibía, Agesilao comenzó a construir una tupida red de gentes próximas a él,
haciendo valer su cargo como monarca para marginarlo del poder. Tan pronto como
Lisandro se dio cuenta del trato despectivo que comenzaba a recibir por parte
del monarca y sus acólitos, decidió marchar lejos para expiar su culpa. El
mismo Agesilao, creyendo oportuno su alejamiento, estuvo de acuerdo en que
marchara a luchar contra los tebanos en Haliarto, donde finalmente halló la
muerte.
Con su pérdida, la política espartana quedó en
manos de Agesilao, un monarca que protagonizaría una de las etapas más bélicas
de la historia de Esparta y que terminaría con nuevos enfrentamientos en el
interior de Grecia a causa de la actitud imperialista y despótica de la ciudad
lacedemonia. Semejante programa militar no fue solo el causante de un profundo
malestar que derivó en un odio generalizado hacia Esparta, sino que además,
también dio la puntilla económica a una maltrecha y agonizante sociedad que
daría su última “bocanada” en Leuctra en 371 a.C.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario