sábado, 20 de enero de 2018

Edipo

Escucha...
Escucha la terrible historia de aquel que los dioses, antes de su nacimiento, ¡habían condenado a matar a su padre y a casarse con su madre!
Así es: todo comenzó en Tebas, la ciudad que gobernaba el rey Layo. Un día, Yocasta, su joven esposa, le comunica que es­pera un hijo. Entonces, Layo se dirige al santuario de Delfos. ¿Conoces el santuario de Delfos? Imagina un templo rodeado de extrañas fumarolas... Allí, una vieja mujer sirve de intermediaria entre los dioses y los hombres. ¡Es la pitonisa! Sí, la pitonisa res­ponde a quienes la interrogan, les revela a veces su origen y más a menudo su futuro.
—Quiero saber —le pregunta entonces Layo—, qué glorioso destino será el de nuestro hijo.
La pitonisa levanta al cielo una mirada alucinada. Masculla:
—¡Te nacerá un hijo que matará a su padre y que se casará con su madre!
Layo, espantado, cree haber oído mal. Quisiera gritar:
—¡No, es imposible, te equivocas!
Pero la pitonisa no puede mentir. ¿Y qué humano, así se tra­te del rey de Tebas, puede oponerse a la voluntad de los dioses?
Desesperado, el rey regresa a Tebas. La verdad es demasiado horrible para que pueda darla a conocer e incluso revelársela a su esposa. ¡En secreto, se jura a sí mismo hacer todo lo posible para que esa predicción no se realice!
Poco después, la reina Yocasta da a luz a su hijo. Es un lindo bebé, alegre y lleno de vida.
—¿Cómo lo llamaremos? —pregunta a su esposo.
Sin responder, el rey se aleja con el recién nacido. ¡Qué sentido tiene darle un nombre, si no debe vivir! Layo hace venir al capitán de su guardia. Le ordena:
—Toma a este bebé. Llévalo lejos de aquí. Mátalo. Luego, deja que los animales devoren su cadáver. ¡Obedece sin hacer preguntas!
El capitán se inclina con el bebé en brazos, deja el palacio. Es un soldado rudo. ¿Matar? Es su oficio. Pero resulta que mientras su caballo recorre la llanura al galope, el niño se pone a gemir y a llo­rar. ¿Tiene hambre? ¿Tiene frío? ¿Adivina el destino que le espera? Entonces, el capitán siente que su corazón se debilita, acelera la marcha y se dirige hacia el monte Citerón, al que sube. Llegado a cima, se detiene. Allí, un viento frío sopla sobre la vegetación árida
El capitán desenvaina su espada, los llantos del bebé recrudecen. Ese soldado intrépido no retrocedería, estando solo ante un arma enemiga. Aquí se niega a realizar ese asesinato cobarde. Suspira:
—No. Decididamente, no puedo... ¡Dejemos pues a las bestias ocuparse de esta desagradable tarea! Nadie se enterará.
Agujerea los pies del bebé, arranca un junco, lo pasa a través de los agujeros que sangran y le ata así los tobillos. Cuelga al niño de una rama cabeza abajo. Luego, monta su caballo y regresa a Tebas sin darse vuelta.
Aquel día, el pastor Forbante y sus compañeros hacen pastar a sus rebaños en las laderas del monte Citerón... Forbante está lejos de su patria, Corinto. Si ha hecho un camino tan largo, es para encontrar, más allá del istmo, una hierba más densa y más verde. Por supuesto, su atención es atraída rápidamente por extraños vagidos y por los ladridos furiosos de sus perros. Acude y descubre estupefacto, al bebé así atado y colgado.
—¡Pobre criatura! ¿Quién te ha abandonado a tan triste destino?
Invadido por la piedad, Forbante libera al niño cuyos pies, perforados, están muy hinchados. Y como sus gritos recrudecen, el pastor va a ordeñar una de sus ovejas para darle leche al bebé hambriento.
—¿De quién puede ser? —pregunta a sus compañeros.
—¿Qué crees, Forbante? —exclaman los demás—. ¡Es un niño abandonado! Sus padres han querido deshacerse de él.
¡He aquí a Forbante a cargo de un huérfano! ¿Qué hacer con él? Un mes más tarde, cuando los pastores regresan a su patria, Forbante se lleva al bebé. Satisfecho con la leche de oveja, balbu­cea y sonríe.
Al acercarse a Corinto, Forbante se cruza con su reina en persona. Ella se sorprende de ver a ese pastor con un recién nacido.
—Si mis perros no lo hubieran descubierto, habría muerto —explica Forbante—. Pero no sé qué hacer con él...
La reina de Corinto nunca pudo tener hijos, es estéril. Si convence a sus súbditos de que ese bebé es suyo, ¡el trono ten­drá un sucesor!
—Y bien, yo lo educaré —le dijo la reina en voz muy baja— ¡Toma Forbante, aquí tienes con qué indemnizar tu esfuerzo y pagar tu silencio!
De regreso al palacio, le entrega el bebé a su marido, Pólibo.
—¡Los dioses nos envían este bebé! —exclama el soberano, en­cantado—. Has hecho bien en comprárselo a Forbante. Haremos de él un príncipe.
—¿Cómo vamos a llamarlo?
—Edipo —respondió Pólibo, ya que ese nombre significa "pies hinchados".



En el palacio de Corinto, Edipo crecía en el bien y en la be­lleza. A los dieciocho años, se convierte en un muchacho que posee todas las cualidades, aunque a veces es impulsivo y sober­bio, como suelen ser a menudo los príncipes. Sus padres están muy orgullosos de él.
Pero un malvado rumor circula por la ciudad: ¡el futuro rey de Corinto no sería el verdadero hijo de sus soberanos! Al principio, Edipo no presta atención a esos cuentos. A la larga, fastidiado por su insistencia, interroga al viejo Pólibo.
—¡Veamos, Edipo, claro que eres nuestro hijo, único y querido!
Pero la duda anida desde entonces en el alma de Edipo, como un gusano que roe lentamente un fruto. Un día, el joven declara:
—¡Voy a interrogar a los oráculos! Quiero saber la verdad...
Delfos queda tan sólo a una semana de marcha y la distancia es rápidamente salvada. Admitido en el santuario, Edipo se encuentra frente a la pitonisa. Pero sin iluminar a Edipo acerca de su pasado, los dioses, por boca de la vieja mujer, le revelan su futuro:
—Estás destinado a un porvenir del que no puedes escapar: terminarás matando a tu padre y casándote con tu madre...
¡Edipo está espantado! ¿Cómo impedir que horrores tales tengan lugar?
—¡No regresaré nunca a Corinto! —decide—. No volveré a ver mis padres. ¡Pondré entre ellos y yo tal distancia que esas predicciones jamás podrán realizarse!
Esa misma noche, Edipo se pone en marcha.
Pero creyendo alejarse del lugar de su nacimiento, no hace más que acercarse a él. Y al huir de sus padres adoptivos, va al encuentro de sus progenitores...
Al día siguiente, mientras entra en Beocia, Edipo penetra en el estrecho desfiladero que conduce a la ciudad de Dáulide. De repente, ve ante sí una comitiva: se trata de un carro rodeado por una escolta de soldados.
—¡A un lado! —le ordenan.
Pero resulta que Edipo es hijo de un rey. Y, por instinto, un príncipe no obedece.
—Con calma —dice, sin apartarse—. Usted no sabe quién soy.
Irritado por ese contratiempo, el anciano que está sentado en el carro se levanta. Increpa al desconocido que se niega a cederle el paso. Ofendido por esa falta de educación, Edipo responde con un insulto.
—¿Te atreves a oponerte a mí? —dice el anciano, desenvainando su espada—. No —agrega dirigiéndose a los soldados que quieren interponerse—, hagan avanzar el carro. ¡Y déjenme darle una lec­ción a este mequetrefe!
El convoy se pone en movimiento; y antes de que Edipo pueda hacerse a un lado, una rueda le pasa por encima del pie. Ahora bien, los pies de Edipo son frágiles.
—¡Viejo maldito! —grita, esquivando el golpe que le estaba destinado.
Con el canto de la mano, golpea la nuca de su atacante, que lo derrumba en el suelo. Los soldados dan un salto, unos para so­correr a su amo, otros para lanzarse a perseguir al agresor.
¡Pero Edipo ya está lejos! Aprovechando la confusión, se escurrió por las laderas del desfiladero. Ya está, ha desaparecido...
—¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros! —exclama uno de los soldados—. ¡Nuestro rey ha muerto!
El anciano, en efecto, no volverá a levantarse: Edipo lo ha matado.
Ignora que ese hombre se llama Layo, que se trata del rey de Tebas y que acaba de asesinar a su padre.



Transcurren los días y las semanas. Edipo se acerca a Tebas. En el camino, no se cruza más que con viajeros enloquecidos. Detie­ne a uno de ellos que le explica:
—Ah, joven extranjero, ¡no vayas más lejos! Tebas está inaccesible: un monstruo llegado del monte Citerón monta guardia a las puertas de la ciudad. Impide a cualquiera salir o entrar. Lo llaman la Esfinge.
—¿Tan temible es esa Esfinge?
—Sí: detiene a los viajeros y les propone un enigma. ¡Si no saben responder, los mata y los devora sin piedad!
—¿Y cómo recompensa a quienes resuelven sus enigmas?
—¡Ay!, hasta ahora, ¡nadie consiguió hacerlo! Creonte, el nue­vo rey de Tebas, ha prometido la mano de su hermana Yocasta al que libre a Tebas de semejante flagelo.
—¿Creonte? Creía que Tebas estaba gobernada por Layo.
—Nuestro rey acaba de ser asesinado. El hermano de la reina Yocasta gobierna provisoriamente. Está esperando que la sobera­na vuelva a casarse para ceder el trono a su nuevo esposo.
En un relámpago, Edipo vislumbra un porvenir inesperado: el pobre viajero que es puede convertirse en rey mañana mismo.
—Enfrentaré a la Esfinge —dijo a su interlocutor—. Entraré en Tebas vencedor. O moriré... ¿qué importa?
Morir, piensa, ¡sería una buena manera de engañar a los dioses!
He aquí que Edipo se acerca a las puertas de la ciudad. No ve a ningún monstruo. ¿La Esfinge quiere acaso salvarlo?
—¡Detente, joven imprudente!
La voz es imperativa, extraña y ronca. Edipo levanta la cabe­za. ¡Allí, trepado sobre una roca, se alza un animal fabuloso! Es una fiera provista de alas. Posee el busto, la cabeza y el rostro de una mujer. Una mujer de belleza ponzoñosa. Los brazos y las piernas tienen garras. Su cola es la de un dragón.
—¿Ignoras que, para pasar, debes resolver un enigma?
—Lo sé. Estoy listo. Te escucho.
Edipo observa que la Esfinge hace equilibrio al borde de un barranco. ¿Quién sabe si, precipitándose hacia ella, no podría hacerla caer?
—Esta es mi pregunta —dice el monstruo mirando de arriba a abajo al extranjero con una burla altanera—. ¿Cuál es el animal que camina en cuatro patas a la mañana, en dos patas al medio día y en tres a la noche?
Edipo reflexiona. Adivina que las palabras de este enigma tienen un sentido oculto: se trata de una metáfora. Dirige a lo dioses un ruego mudo y exclama de repente:

—¡Ese animal es el hombre! El hombre que, en la infancia, an­da en cuatro patas; el hombre que, adulto, camina sobre sus dos piernas, y el hombre que, ya viejo, se ayuda con un bastón.

El rostro de la Esfinge expresa el asombro más profundo. De pronto, el monstruo cae al vacío, y su interminable caída va acompañada de un rayo de fuego.
De lo alto de los muros de Tebas, los habitantes no se han per­dido nada de este espectáculo. Increíble: ¡un desconocido resolvió el enigma de la Esfinge y liberó a la ciudad de ese flagelo!
Una inmensa ovación sube de la ciudad. Abren las puertas y conducen triunfalmente al vencedor de la Esfinge al palacio.
Así es como Edipo se convierte en rey.



La boda de Edipo y de Yocasta es celebrada con grandes festi­vidades. La reina le parece a Edipo muy seductora y bella. Por cierto, ella es mayor que él, pero es todavía lo bastante joven co­mo para darle cuatro hijos: dos mujeres, Antígona e Ismene, y dos varones, Eteocles y Polinices. Durante más de diez años, el reino de los soberanos transcurre sin nubes. Una mañana, el adi­vino Tiresias pide una audiencia en el palacio.
—Mi rey —le dice a Edipo—, ¡se ha declarado la peste en Tebas! Los presagios son funestos... Temo el porvenir.
Tiresias es un sabio. Como la pitonisa, sabe leer el futuro.
—¡Cállate, pájaro de mal agüero! —le responde Yocasta.
Pero Tiresias ha dicho la verdad: pasan los meses, los años y la peste causa estragos. En los campos ya no crece cereal alguno. La hambruna se instala. El pueblo gime su infortunio y les pide a los soberanos que actúen.
—¡La cólera de los dioses se cierne sobre nosotros! —declara un día Tiresias.
—¿De veras? —responde Edipo al adivino—. ¡Y bien, ve a Delfos a interrogar los oráculos! Y regresa lo antes posible.



En cuanto regresa, el adivino, muy pálido, anuncia:
—He aquí, según la pitonisa, la causa de nuestros males: el asesino de Layo jamás ha sido encontrado. ¡Hay que identificar­lo y castigarlo!
—Que así sea. Hagamos lo necesario para encontrar al culpa­ble. ¡Su castigo será terrible! Quiero que se presenten aquí los testigos de aquel drama.
Convocados, los soldados no reconocen a Edipo. Han pasado demasiados años. A sus ojos, el asesino de Layo era un simple ex­tranjero que venía de Corinto. ¡Muy rápidamente, la fecha y el lugar del crimen hacen comprender a Edipo que podría ser él mismo ese asesino! Aterrorizado, recuerda entonces el oráculo: "Matarás a tu padre...". ¡Pero Layo no era su padre! "Te casarás con tu madre..." Pero Yocasta no puede... De golpe, los rumores que corrían en Corinto sobre el origen de su nacimiento le vuelven a la memoria. Es imposible, pero quiere cerciorarse. Y si Yocasta fuera su madre, habría tenido un hijo veinte años antes. La interroga.
—¡No! —responde tan espantada como él—. No, jamás tuve otros hijos que los que hemos concebido, salvo...
Edipo contiene la respiración. Es necesario que Yocasta diga la verdad.
—Salvo un bebé que Layo mandó degollar al nacer. ¡No podía­mos dejarlo vivir! Un oráculo había predicho...
—¿Quién lo degolló? ¿Lo mató realmente? ¡Quiero saber!
Yocasta convoca al capitán a quien el rey Layo había encargado la siniestra tarea. El viejo soldado baja los ojos y confiesa:
—No pude matar al bebé. Le perforé los pies, lo colgué de un árbol y lo abandoné en el monte Citerón...
—¡No! —grita Edipo—. ¡No!
Edipo quiere reconstruir toda la verdad, sea cual fuere. El mismo día, convoca a Tiresias y le ordena:
—Ve a Corinto. Pide una audiencia con mi padre Pólibo...
—Pólibo —responde el adivino— no es tu padre. Ya lo has comprendido.
Sin embargo, Tiresias obedece. De regreso, confirma:
—No eres el hijo natural de los soberanos de Corinto, sino un niño encontrado en el Citerón por un tal Forbante...
El viejo pastor aún vive y es convocado al palacio.
—¡Sí! —confiesa—. Yo encontré un bebé que la reina adoptó...
Allí, en un rincón de la sala del trono, Tiresias agacha la cabeza. Edipo lo acusa con voz aterrorizada:
—Tú sabías... ¡Tú, el adivino, lo sabías todo y no me habías dicho nada!
—¿Qué sentido tiene revelar lo que no se quiere oír? Era ne­cesario, Edipo, que tú desearas la verdad. Y que la descubrieras tú mismo.
Yocasta se levanta. Mira a Edipo, espantada.
—Así que has matado a tu padre. Y yo, tu mujer, soy tu madre...
Deja el palacio gritando a la vez su vergüenza y su dolor.
—Sí —murmura Edipo aterrado—. Soy dos veces culpable.
¡Pobre Edipo! Se acusa de asesinato y de incesto. ¿Pero cómo habría podido escapar al designio que los dioses le tenían reser­vado? ¿Es responsable de esos crímenes inscriptos en su destino?
Poco después, una joven envuelta en llantos entra en la sala del trono. Es Antígona. Antígona: ¡su hija... y su hermana! Murmura, sollozando:
—Yocasta acaba de ahorcarse, está muerta.
Lleva en la mano el cinturón que debió haber utilizado la reina. Entonces, Edipo agarra la hebilla y, con la punta, traspasa sus ojos y se los arranca.
—¡Padre! —grita Antígona—. ¿Qué has hecho? ¡Ahora estás ciego! ¿Por qué?
—¡Estaba ciego cuando tenía dos ojos, Antígona! ¿Qué me im­porta ver ahora? Cuando creemos que decidimos nuestros pasos, son siempre los dioses los que nos están guiando...
—Y bien, desde ahora —murmura—, soy yo quien te guiará.
Con los ojos ensangrentados, Edipo se aferra al brazo de Antígona, quien jura que ya no lo abandonará. Y mientras se alejan del palacio, los habitantes de Tebas se reúnen en las calles para ver pasar a su soberano destituido. Allí están Polinices, Eteocles, Ismene. Y el hermano de la reina muerta.
—Creonte —murmura Edipo—. Te confío el trono y a mis tres hijos.
—¿Adónde irás, adónde irán? —pregunta Creonte.
—A Colono... si su rey tiene a bien recibirnos. Adiós. ¡Que mi alejamiento disipe las desgracias de Tebas!
Y bien, no: el anhelo de Edipo no será realizado. No tardarán en llegar nuevos dramas que enlutarán a Tebas: los dos hijos de Edipo se matarán entre sí por el poder, y Antígona tendrá un fin atroz...
¡Ya conoces la trágica historia de Edipo!

Aunque la figura de Edipo es mencionada por primera vez en la Odisea, de Homero, llega a su celebridad con las tragedias del dramaturgo Sófocles (siglo V a. C).

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