Escucha...
Escucha la terrible historia de aquel que los dioses, antes de su
nacimiento, ¡habían condenado a matar a su padre y a casarse con su madre!
Así es: todo comenzó en Tebas, la ciudad que gobernaba el rey Layo. Un
día, Yocasta, su joven esposa, le comunica que espera un hijo. Entonces, Layo
se dirige al santuario de Delfos. ¿Conoces el santuario de Delfos? Imagina un
templo rodeado de extrañas fumarolas... Allí, una vieja mujer sirve de
intermediaria entre los dioses y los hombres. ¡Es la pitonisa! Sí, la pitonisa
responde a quienes la interrogan, les revela a veces su origen y más a menudo
su futuro.
—Quiero saber —le pregunta entonces Layo—, qué glorioso destino será
el de nuestro hijo.
La pitonisa levanta al cielo una mirada alucinada. Masculla:
—¡Te nacerá un hijo que matará a su padre y que se casará con su
madre!
Layo, espantado, cree haber oído mal. Quisiera gritar:
—¡No, es imposible, te equivocas!
Pero la pitonisa no puede mentir. ¿Y qué humano, así se trate del rey
de Tebas, puede oponerse a la voluntad de los dioses?
Desesperado, el rey regresa a Tebas. La verdad es demasiado horrible
para que pueda darla a conocer e incluso revelársela a su esposa. ¡En
secreto, se jura a sí mismo hacer todo lo posible para que esa predicción no se
realice!
Poco después, la reina Yocasta da a luz a su hijo. Es un lindo bebé,
alegre y lleno de vida.
—¿Cómo lo llamaremos? —pregunta a su esposo.
Sin responder, el rey se aleja con el recién nacido. ¡Qué sentido
tiene darle un nombre, si no debe vivir! Layo hace venir al capitán de su guardia.
Le ordena:
—Toma a este bebé. Llévalo lejos de aquí. Mátalo. Luego, deja que los
animales devoren su cadáver. ¡Obedece sin hacer preguntas!
El capitán se inclina con el bebé en brazos, deja el palacio. Es un
soldado rudo. ¿Matar? Es su oficio. Pero resulta que mientras su caballo
recorre la llanura al galope, el niño se pone a gemir y a llorar. ¿Tiene
hambre? ¿Tiene frío? ¿Adivina el destino que le espera? Entonces, el capitán
siente que su corazón se debilita, acelera la marcha y se dirige hacia
el monte Citerón, al que sube. Llegado a cima, se detiene. Allí, un viento frío
sopla sobre la vegetación árida
El capitán desenvaina su espada, los llantos del bebé recrudecen. Ese
soldado intrépido no retrocedería, estando solo ante un arma enemiga. Aquí se niega
a realizar ese asesinato cobarde. Suspira:
—No. Decididamente, no puedo... ¡Dejemos pues a las bestias ocuparse
de esta desagradable tarea! Nadie se enterará.
Agujerea los pies del bebé, arranca un junco, lo pasa a través de los
agujeros que sangran y le ata así los tobillos. Cuelga al niño de una rama
cabeza abajo. Luego, monta su caballo y regresa a Tebas sin darse vuelta.
Aquel día, el pastor Forbante y sus compañeros hacen pastar a sus
rebaños en las laderas del monte Citerón... Forbante está lejos de su patria,
Corinto. Si ha hecho un camino tan largo, es para encontrar, más allá del
istmo, una hierba más densa y más verde. Por supuesto, su atención es atraída
rápidamente por extraños vagidos y por los ladridos furiosos de sus perros.
Acude y descubre estupefacto, al bebé así atado y colgado.
—¡Pobre criatura! ¿Quién te ha abandonado a tan triste destino?
Invadido por la piedad, Forbante libera al niño cuyos pies, perforados,
están muy hinchados. Y como sus gritos recrudecen, el pastor va a ordeñar una
de sus ovejas para darle leche al bebé hambriento.
—¿De quién puede ser? —pregunta a sus compañeros.
—¿Qué crees, Forbante? —exclaman los demás—. ¡Es un niño abandonado!
Sus padres han querido deshacerse de él.
¡He aquí a Forbante a cargo de un huérfano! ¿Qué hacer con él? Un mes
más tarde, cuando los pastores regresan a su patria, Forbante se lleva al bebé.
Satisfecho con la leche de oveja, balbucea y sonríe.
Al acercarse a Corinto, Forbante se cruza con su reina en persona.
Ella se sorprende de ver a ese pastor con un recién nacido.
—Si mis perros no lo hubieran descubierto, habría muerto —explica
Forbante—. Pero no sé qué hacer con él...
La reina de Corinto nunca pudo tener hijos, es estéril. Si convence a
sus súbditos de que ese bebé es suyo, ¡el trono tendrá un sucesor!
—Y bien, yo lo educaré —le dijo la reina en voz muy baja— ¡Toma
Forbante, aquí tienes con qué indemnizar tu esfuerzo y pagar tu silencio!
De regreso al palacio, le entrega el bebé a su marido, Pólibo.
—¡Los dioses nos envían este bebé! —exclama el soberano, encantado—.
Has hecho bien en comprárselo a Forbante. Haremos de él un príncipe.
—¿Cómo vamos a llamarlo?
—Edipo —respondió Pólibo, ya que ese nombre significa "pies
hinchados".
En el palacio de Corinto, Edipo crecía en el bien y en la belleza. A
los dieciocho años, se convierte en un muchacho que posee todas las cualidades,
aunque a veces es impulsivo y soberbio, como suelen ser a menudo los
príncipes. Sus padres están muy orgullosos de él.
Pero un malvado rumor circula por la ciudad: ¡el futuro rey de Corinto
no sería el verdadero hijo de sus soberanos! Al principio, Edipo no presta
atención a esos cuentos. A la larga, fastidiado por su insistencia, interroga
al viejo Pólibo.
—¡Veamos, Edipo, claro que eres nuestro hijo, único y querido!
Pero la duda anida desde entonces en el alma de Edipo, como un gusano
que roe lentamente un fruto. Un día, el joven declara:
—¡Voy a interrogar a los oráculos! Quiero saber la verdad...
Delfos queda tan sólo a una semana de marcha y la distancia es
rápidamente salvada. Admitido en el santuario, Edipo se encuentra frente a la
pitonisa. Pero sin iluminar a Edipo acerca de su pasado, los dioses, por boca
de la vieja mujer, le revelan su futuro:
—Estás destinado a un porvenir del que no puedes escapar: terminarás
matando a tu padre y casándote con tu madre...
¡Edipo está espantado! ¿Cómo impedir que horrores tales tengan lugar?
—¡No regresaré nunca a Corinto! —decide—. No volveré a ver mis padres.
¡Pondré entre ellos y yo tal distancia que esas predicciones jamás podrán
realizarse!
Esa misma noche, Edipo se pone en marcha.
Pero creyendo alejarse del lugar de su nacimiento, no hace más que
acercarse a él. Y al huir de sus padres adoptivos, va al encuentro de sus
progenitores...
Al día siguiente, mientras entra en Beocia, Edipo penetra en el
estrecho desfiladero que conduce a la ciudad de Dáulide. De repente, ve ante sí
una comitiva: se trata de un carro rodeado por una escolta de soldados.
—¡A un lado! —le ordenan.
Pero resulta que Edipo es hijo de un rey. Y, por instinto, un príncipe
no obedece.
—Con calma —dice, sin apartarse—. Usted no sabe quién soy.
Irritado por ese contratiempo, el anciano que está sentado en el carro
se levanta. Increpa al desconocido que se niega a cederle el paso. Ofendido por
esa falta de educación, Edipo responde con un insulto.
—¿Te atreves a oponerte a mí? —dice el anciano, desenvainando su
espada—. No —agrega dirigiéndose a los soldados que quieren interponerse—,
hagan avanzar el carro. ¡Y déjenme darle una lección a este mequetrefe!
El convoy se pone en movimiento; y antes de que Edipo pueda hacerse a
un lado, una rueda le pasa por encima del pie. Ahora bien, los pies de Edipo
son frágiles.
—¡Viejo maldito! —grita, esquivando el golpe que le estaba destinado.
Con el canto de la mano, golpea la nuca de su atacante, que lo
derrumba en el suelo. Los soldados dan un salto, unos para socorrer a su amo,
otros para lanzarse a perseguir al agresor.
¡Pero Edipo ya está lejos! Aprovechando la confusión, se escurrió por
las laderas del desfiladero. Ya está, ha desaparecido...
—¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros! —exclama uno de los
soldados—. ¡Nuestro rey ha muerto!
El anciano, en efecto, no volverá a levantarse: Edipo lo ha matado.
Ignora que ese hombre se llama Layo, que se trata del rey de Tebas y
que acaba de asesinar a su padre.
Transcurren los días y las semanas. Edipo se acerca a Tebas. En el
camino, no se cruza más que con viajeros enloquecidos. Detiene a uno de ellos
que le explica:
—Ah, joven extranjero, ¡no vayas más lejos! Tebas está inaccesible: un
monstruo llegado del monte Citerón monta guardia a las puertas de la ciudad.
Impide a cualquiera salir o entrar. Lo llaman la Esfinge.
—¿Tan temible es esa Esfinge?
—Sí: detiene a los viajeros y les propone un enigma. ¡Si no saben
responder, los mata y los devora sin piedad!
—¿Y cómo recompensa a quienes resuelven sus enigmas?
—¡Ay!, hasta ahora, ¡nadie consiguió hacerlo! Creonte, el nuevo rey
de Tebas, ha prometido la mano de su hermana Yocasta al que libre a Tebas de
semejante flagelo.
—¿Creonte? Creía que Tebas estaba gobernada por Layo.
—Nuestro rey acaba de ser asesinado. El hermano de la reina Yocasta
gobierna provisoriamente. Está esperando que la soberana vuelva a casarse para
ceder el trono a su nuevo esposo.
En un relámpago, Edipo vislumbra un porvenir inesperado: el pobre
viajero que es puede convertirse en rey mañana mismo.
—Enfrentaré a la
Esfinge —dijo a su interlocutor—. Entraré en Tebas vencedor.
O moriré... ¿qué importa?
Morir, piensa, ¡sería una buena manera de engañar a los dioses!
He aquí que Edipo se acerca a las puertas de la ciudad. No ve a ningún
monstruo. ¿La Esfinge
quiere acaso salvarlo?
—¡Detente, joven imprudente!
La voz es imperativa, extraña y ronca. Edipo levanta la cabeza.
¡Allí, trepado sobre una roca, se alza un animal fabuloso! Es una fiera
provista de alas. Posee el busto, la cabeza y el rostro de una mujer. Una mujer
de belleza ponzoñosa. Los brazos y las piernas tienen garras. Su cola es la de
un dragón.
—¿Ignoras que, para pasar, debes resolver un enigma?
—Lo sé. Estoy listo. Te escucho.
Edipo observa que la
Esfinge hace equilibrio al borde de un barranco. ¿Quién sabe
si, precipitándose hacia ella, no podría hacerla caer?
—Esta es mi pregunta —dice el monstruo mirando de arriba a abajo al
extranjero con una burla altanera—. ¿Cuál es el animal que camina en cuatro
patas a la mañana, en dos patas al medio día y en tres a la noche?
Edipo reflexiona. Adivina que las palabras de este enigma tienen un
sentido oculto: se trata de una metáfora. Dirige a lo dioses un ruego mudo y
exclama de repente:
—¡Ese animal es el hombre! El hombre que, en la infancia, anda en
cuatro patas; el hombre que, adulto, camina sobre sus dos piernas, y el hombre
que, ya viejo, se ayuda con un bastón.
El rostro de la
Esfinge expresa el asombro más profundo. De pronto, el
monstruo cae al vacío, y su interminable caída va acompañada de un rayo de
fuego.
De lo alto de los muros de Tebas, los habitantes no se han perdido
nada de este espectáculo. Increíble: ¡un desconocido resolvió el enigma de la Esfinge y liberó a la
ciudad de ese flagelo!
Una inmensa ovación sube de la ciudad. Abren las puertas y conducen
triunfalmente al vencedor de la
Esfinge al palacio.
Así es como Edipo se convierte en rey.
La boda de Edipo y de Yocasta es celebrada con grandes festividades.
La reina le parece a Edipo muy seductora y bella. Por cierto, ella es mayor que
él, pero es todavía lo bastante joven como para darle cuatro hijos: dos
mujeres, Antígona e Ismene, y dos varones, Eteocles y Polinices. Durante más de
diez años, el reino de los soberanos transcurre sin nubes. Una mañana, el adivino
Tiresias pide una audiencia en el palacio.
—Mi rey —le dice a Edipo—, ¡se ha declarado la peste en Tebas! Los
presagios son funestos... Temo el porvenir.
Tiresias es un sabio. Como la pitonisa, sabe leer el futuro.
—¡Cállate, pájaro de mal agüero! —le responde Yocasta.
Pero Tiresias ha dicho la verdad: pasan los meses, los años y la peste
causa estragos. En los campos ya no crece cereal alguno. La hambruna se
instala. El pueblo gime su infortunio y les pide a los soberanos que actúen.
—¡La cólera de los dioses se cierne sobre nosotros! —declara un día
Tiresias.
—¿De veras? —responde Edipo al adivino—. ¡Y bien, ve a Delfos a
interrogar los oráculos! Y regresa lo antes posible.
En cuanto regresa, el adivino, muy pálido, anuncia:
—He aquí, según la pitonisa, la causa de nuestros males: el asesino de
Layo jamás ha sido encontrado. ¡Hay que identificarlo y castigarlo!
—Que así sea. Hagamos lo necesario para encontrar al culpable. ¡Su
castigo será terrible! Quiero que se presenten aquí los testigos de aquel
drama.
Convocados, los soldados no reconocen a Edipo. Han pasado demasiados
años. A sus ojos, el asesino de Layo era un simple extranjero que venía de
Corinto. ¡Muy rápidamente, la fecha y el lugar del crimen hacen comprender a
Edipo que podría ser él mismo ese asesino! Aterrorizado, recuerda entonces el
oráculo: "Matarás a tu padre...". ¡Pero Layo no era su padre!
"Te casarás con tu madre..." Pero Yocasta no puede... De golpe, los
rumores que corrían en Corinto sobre el origen de su nacimiento le vuelven a la
memoria. Es imposible, pero quiere cerciorarse. Y si Yocasta fuera su madre,
habría tenido un hijo veinte años antes. La interroga.
—¡No! —responde tan espantada como él—. No, jamás tuve otros hijos que
los que hemos concebido, salvo...
Edipo contiene la respiración. Es necesario que Yocasta diga la verdad.
—Salvo un bebé que Layo mandó degollar al nacer. ¡No podíamos dejarlo
vivir! Un oráculo había predicho...
—¿Quién lo degolló? ¿Lo mató realmente? ¡Quiero saber!
Yocasta convoca al capitán a quien el rey Layo había encargado la
siniestra tarea. El viejo soldado baja los ojos y confiesa:
—No pude matar al bebé. Le perforé los pies, lo colgué de un árbol y
lo abandoné en el monte Citerón...
—¡No! —grita Edipo—. ¡No!
Edipo quiere reconstruir toda la verdad, sea cual fuere. El mismo día,
convoca a Tiresias y le ordena:
—Ve a Corinto. Pide una audiencia con mi padre Pólibo...
—Pólibo —responde el adivino— no es tu padre. Ya lo has comprendido.
Sin embargo, Tiresias obedece. De regreso, confirma:
—No eres el hijo natural de los soberanos de Corinto, sino un niño
encontrado en el Citerón por un tal Forbante...
El viejo pastor aún vive y es convocado al palacio.
—¡Sí! —confiesa—. Yo encontré un bebé que la reina adoptó...
Allí, en un rincón de la sala del trono, Tiresias agacha la cabeza.
Edipo lo acusa con voz aterrorizada:
—Tú sabías... ¡Tú, el adivino, lo sabías todo y no me habías dicho
nada!
—¿Qué sentido tiene revelar lo que no se quiere oír? Era necesario,
Edipo, que tú desearas la verdad. Y que la descubrieras tú mismo.
Yocasta se levanta. Mira a Edipo, espantada.
—Así que has matado a tu padre. Y yo, tu mujer, soy tu madre...
Deja el palacio gritando a la vez su vergüenza y su dolor.
—Sí —murmura Edipo aterrado—. Soy dos veces culpable.
¡Pobre Edipo! Se acusa de asesinato y de incesto. ¿Pero cómo habría
podido escapar al designio que los dioses le tenían reservado? ¿Es responsable
de esos crímenes inscriptos en su destino?
Poco después, una joven envuelta en llantos entra en la sala del
trono. Es Antígona. Antígona: ¡su hija... y su hermana! Murmura, sollozando:
—Yocasta acaba de ahorcarse, está muerta.
Lleva en la mano el cinturón que debió haber utilizado la reina.
Entonces, Edipo agarra la hebilla y, con la punta, traspasa sus ojos y se los
arranca.
—¡Padre! —grita Antígona—. ¿Qué has hecho? ¡Ahora estás ciego! ¿Por
qué?
—¡Estaba ciego cuando tenía dos ojos, Antígona! ¿Qué me importa ver
ahora? Cuando creemos que decidimos nuestros pasos, son siempre los dioses los
que nos están guiando...
—Y bien, desde ahora —murmura—, soy yo quien te guiará.
Con los ojos ensangrentados, Edipo se aferra al brazo de Antígona,
quien jura que ya no lo abandonará. Y mientras se alejan del palacio, los
habitantes de Tebas se reúnen en las calles para ver pasar a su soberano
destituido. Allí están Polinices, Eteocles, Ismene. Y el hermano de la reina
muerta.
—Creonte —murmura Edipo—. Te confío el trono y a mis tres hijos.
—¿Adónde irás, adónde irán? —pregunta Creonte.
—A Colono... si su rey tiene a bien recibirnos. Adiós. ¡Que mi
alejamiento disipe las desgracias de Tebas!
Y bien, no: el anhelo de Edipo no será realizado. No tardarán en
llegar nuevos dramas que enlutarán a Tebas: los dos hijos de Edipo se matarán
entre sí por el poder, y Antígona tendrá un fin atroz...
¡Ya conoces la trágica historia de Edipo!
Aunque
la figura de Edipo es mencionada por primera vez en la Odisea , de Homero, llega a su celebridad con las
tragedias del dramaturgo Sófocles (siglo V a. C).
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