No sabemos dónde exactamente y por cuánto tiempo estuvo enterrado el
cuerpo de Alejandro en Menfis, pero podemos considerar que se quedó allí por
espacio de varios años, como ya hemos dicho. Hay quien piensa que su ubicación
estaba en las cercanías del Serapeo, esto es, en el santuario de Serapis, un
dios de nueva invención cuyo nombre era la contracción de Osiris-Apis (Serapis), porque en sus subterráneos estaban
enterrados, en unos gigantescos sarcófagos de piedra, las momias de los bueyes
Apis venerados como encarnación de Osiris. A la nueva personificación del dios se le dio
también un aspecto ciertamente más aceptable para los griegos, es decir, el de
un dios de rostro solemne y majestuoso con barba poblada y bigotes y florida
cabellera, muy parecido a Zeus. Solo el cubrecabeza en forma de cesto (kalathos)
le daba un aspecto orientalizante y exótico.1 Aquí se hallaron
los fragmentos de una decena de estatuas de filósofos griegos: por eso se
pensó en la sepultura de Alejandro, pero se trata de una eventualidad no demostrable.
Esta morada transitoria de los restos de Alejandro
podría deberse a la incertidumbre de dónde establecer la capital del nuevo
Egipto ptolemaico. El enfrenta-miento con Pérdicas y la victoria inesperada de
Ptolomeo habían hecho del vencedor el verdadero amo de Egipto, pero la
situación requería prudencia. En teoría, los generales de Alejandro eran y
seguían siendo gobernadores de las provincias del inmenso imperio, formalmente
sometidos al pobre Filipo III Arrideo, enfermo mental, en espera de que el
pequeño Alejandro IV alcanzase la mayoría de edad y sucediese a su padre
a todos los efectos. En realidad ninguno de ellos lo creía, ni siquiera los que
eran defensores de la unidad del imperio. Pérdicas estaba muerto, pero de
haber vencido se habría convertido, uniéndose a Cleopatra, en miembro de la familia real y es casi seguro que
habría tratado de convertirse en el sucesor de Alejandro, pero ¿cuántos habrían
aceptado someterse a él? Desde hacía años todos estaban habituados a la
autoridad y al carisma de una sola persona: Alejandro. En la mejor de las
hipótesis, podía haber quien pensase que era el único capaz de mantener la
unidad del imperio. Los otros no esperaban nada más que la inmensa y débil
cohesión se hiciera pedazos para repartirse los despojos. Ptolomeo, quizá el
más realista de los Sucesores, ya había hecho su elección aunque no la
declarase.
El cuerpo de Alejandro en aquella
situación tan precaria tenía un peso y un valor enormes, por lo que
era administrado con extrema cautela: cada desplazamiento suyo
adquiría un significado, podía provocar inquietudes, sospechas, desconfianzas y
hasta reacciones peligrosas. No se podía dar nada por descontado: el espíritu
del rey estaba aún presente, era él la fuente de todo, era por él que cada uno
de los Sucesores podía aspirar a una herencia. El recuerdo de la empresa imposible
y el eco del epos estaban vivos aún, y aunque la cosa pudiera parecer
increíble, los ex compañeros de mil aventuras, pese a luchar ásperamente unos
contra otros, mantenían a menudo la memoria de la pasada y aún no apagada
amistad. En la batalla de los Estrechos, Éumenes trató de recuperar el cuerpo
de Crátero masacrado por los cascos de los caballos y de reanimarlo en
virtud de la antigua amistad,2 y en la primera cumbre de
Babilonia, cuando los pactos estaban a punto de romperse, el mismo Éumenes echó
sobre el trono vacío de Alejandro su manto y su cetro y se hizo el silencio
en la sala, como por milagro. Algunos años después, Ptolomeo acogió con amistad
en Egipto al fugitivo Se-leuco, y también durante las sucesivas «guerras
sirias» se mantuvo vivo entre los dos el recuerdo de los viejos tiempos y un
comportamiento caballeresco.
Menfis era la capital del Egipto
antiguo, el Egipto rural que vivía con el aliento de su gran río; pero Ptolomeo
miraba a Alejandría, aún en construcción a partir del plano deseado por
Alejandro y hecho realidad por Dinócrates en la franja de tierra que se
extiende entre el lago Mareótides y el Mediterráneo, protegida por la isla de
Faro en la que un día se alzaría la gigantesca torre de señalización para los
navegantes. Una ciudad que miraba al norte, al este y al oeste, al mundo del
tráfico naval y de las exploraciones, a los nuevos avances tecnológicos, a los
nuevos gigantescos navíos de carga y de guerra. Esa ciudad tendría un corazón
antes o después: el cuerpo de su mismo Fundador que la volvería sagrada,
fuerte, invencible, pero también hospitalaria, tentadora, fascinante. Ptolomeo
debía mantener el equilibrio entre el mundo griego y el mundo autóctono, debía
tener en cuenta que él y los suyos eran por el momento un grupúsculo ajeno a la
gran nación del Nilo; antes tenía que consolidar su posición, sus relaciones
con el clero y con la clase dirigente, conquistarla, llamarla a asociarse y
finalmente construir la tumba de Alejandro y llevarlo a su ciudad para que permaneciese
allí para siempre. Todo ello, sin embargo, de manera gradual.
Nuestras fuentes son extremadamente
parcas a este respecto. Algunas, como hemos visto, ni siquiera tienen
conocimiento de la estancia en Menfis; otras están informadas de ello pero no
dan ninguna noticia sobre el traslado definitivo de los restos. Otras en cambio
se contradicen: Curcio Rufo, en las últimas líneas de su obra,3
afirma que, después de pocos años, el cuerpo fue trasladado a Alejandría y por
tanto —hemos de presumir— durante el reinado de Ptolomeo I;
Pausanias, sin embargo,
afirma explícitamente4 que fue el hijo Ptolomeo II
Filadelfo (así llamado
porque se casó con su hermana Arsínoe) el que trasladó a Alejandría el cuerpo
de Alejandro y le dio sepultura en la tumba definitiva.
No existe una
respuesta concluyente y
hay excelentes razones tanto para optar a favor de Ptolomeo I como a favor de
su hijo Ptolomeo Filadelfo. Lo más importante, en cualquier caso, es
seguramente que por fin el cuerpo de Alejandro fue sepultado en su tumba monumental
de Alejandría, donde permaneció por espacio de varios siglos. La manera gradual
en que se llevó a cabo esta última ubicación de los restos dependió por tanto
del tiempo necesario para completar la obra urbana y para conferir a la ciudad
una dignidad que se acercara al menos a la del Fundador, de modo que el
traslado de los restos permitiera la identificación de la dinastía reinante con
la figura de Alejandro. En este punto, el papel de la nueva ciudad como capital
del país sería evidente a pesar de su situación excéntrica respecto al resto
del territorio.
La operación se llevó a cabo de
forma magistral y en un tiempo, después de todo, muy limitado. Una vez
establecida esta identificación, los Ptolomeos procedieron por etapas antes de
deificar a Alejandro y de tributarle honores divinos, después de divinizarse
también a sí mismo. La iconografía se volvió fundamental y muy definitoria. En
los monumentos egipcios, los nuevos soberanos se hicieron representar en todos
los aspectos como faraones, mientras que en sus monedas destinadas a la
circulación «internacional» se hicieron representar como griegos con
fisonomías realistas y la cabeza ceñida por una simple diadema (cinta).5
Estos atributos fueron adoptados y exhibidos solo después de que Casandro, hijo
de Antípatro, hubo asesinado a Olimpíade,
la madre de Alejandro,
en 326 a .C.,
y después en 310-309 primero a Roxana y luego al pequeño Alejandro IV.
Poco después dio orden a
uno de sus generales de envenenar a Alejandro Heracles, el hijo de Alejandro y
Barsine. En ese momento, extinguida toda la familia real, el camino estaba
allanado para los Sucesores: primero Ptolomeo y luego todos los otros se
proclamaron reyes de sus respectivas satrapías.
Ahora es fundamental entender la
estructura de la ciudad de Alejandría si queremos tratar de comprender la
ubicación de la tumba que durante tantos siglos fue buscada por científicos,
soñadores y aventureros. Alejandro la fundó mientras se dirigía a Siwa en 332-331 a .C., y probablemente no
la volvió a ver nunca más. Cuenta Vitruvio6 que, mientras se
encontraba acampado cerca del mar, se le presentó un individuo con una piel de
león echada sobre los hombros y dijo llamarse Dinócrates y que era arquitecto.
Tenía que proponerle a Alejandro un proyecto: una estatua gigantesca y esculpida
en la roca del monte Athos, que lo representaba en actitud de verter en el mar
el contenido de una pila llenada por un manantial canalizado al efecto, que
seguidamente daría origen a una cascada. En la otra mano sostendría una nueva
ciudad que llevaría su nombre. Alejandro respondió que la cosa le parecía
excesiva y que se contentaría con un proyecto más simple. Se despojó de la
clámide macedonia, un manto en forma de trapecio, y la dispuso sobre el suelo
para indicar la forma de la ciudad extendida a lo largo del mar. Este tendría
que ser el esquema urbanístico de la nueva ciudad, la primera en llamarse con
su nombre.
Dinócrates obedeció de buen grado y
proyectó la ciudad tal como se lo había pedido el cliente. Pero surgió un
engorroso inconveniente. Al haberse agotado el yeso para trazar la planta de la
ciudad, los obreros recurrieron a harina, pero aparecieron bandadas de pájaros
y se la comieron toda. Alejandro, preocupado por el presagio, consultó a los
adivinos, quienes pronunciaron un oráculo alentador: el augurio era que la
ciudad se volvería muy rica y atraería a visitantes y mercaderes de todo el
mundo.
Verdadera o falsa, la anécdota hizo
gran fortuna en la Antigüedad y, en cualquier caso, la ciudad se alzó rápidamente
en la franja de tierra entre el lago Mareótides y un vasto golfo delimitado al
norte por una estrecha y alargada isla, la isla de Faro. Tenía una planta de
tipo hipodámico (fig. 8), es decir, una cuadrícula de calles
perpendiculares en sentido este-oeste y norte-sur que se entrecruzaban en
ángulo recto. Los ejes principales eran bulevares propiamente dichos y se
calcula que el eje más importante, la vía Canópica, en sentido este-oeste medía
treinta metros de ancho.7 El perímetro de las murallas rondaba los
quince kilómetros, por lo que la ciudad era una de las más grandes del Mediterráneo
si calculamos el trazado urbano en sí.
Ya en tiempos de Ptolomeo se comenzó
a construir el Heptastadion, un muelle de más de un kilómetro de largo que unía
tierra firme con la isla de Faro, que incluía un acueducto y dividía el golfo
en dos puertos: el puerto grande al este y el Eunostos («puerto del
buen retorno») al oeste. La bocana del puerto grande era más bien estrecha,
entre el promontorio de Lochias, sobre el que se alzaba el complejo de los palacios
reales, y la punta oriental de la isla de Faro. Aquí se construyó la torre de
señalización marítima que tomó el nombre de la isla y que dio su nombre a las
torres desde las que resplandece la luz para los navegantes hasta el día de
hoy: el Faro. Tenía una altura de ciento treinta y cinco metros en tres
plantas. La primera en forma de paralelelípedo decreciente hacia lo alto, la
segunda en forma de prisma hexagonal y la tercera cilíndrica. En la cima, una
estatua sostenía un espejo parabólico capaz de reflejar el fuego del brasero a
casi cincuenta kilómetros de distancia. Dentro había una rampa helicoidal que
permitía a los asnos cargados de leña alcanzar lo alto y luego bajar. El Faro
era una especie de rascacielos de aspecto espectacular y fue incluido entre las
siete maravillas del mundo.8
El trazado urbano incluía abundancia
de jardines, parques con aves exóticas y fuentes, y a menudo aparecía en ellos
la imagen gloriosa de Alejandro, la canonizada por su escultor personal, Lisipo.
Más grande que la natural, con el cuello ligeramente doblado, los ojos grandes
y profundos, el cabello rizado y con dos ondas que le caen sobre la frente y
partido por una raya en medio, la mítica anastolé.9 En el
promontorio de Lochias, que se extendía enfrente, en la punta oriental de
Faro, se alzó el barrio real con los palacios de los soberanos; luego, con el
paso del tiempo, pero quizá ya durante el reinado de Ptolomeo I, se construyó
la Gran Biblioteca y, al lado del Museo, el primer instituto de investigación
de ciencias puras del que se tiene noticia en el mundo antiguo. La Biblioteca,
todavía hoy uno de los grandes mitos culturales de Occidente, representó el
sueño de reunir en un único lugar todo el saber humano y alcanzó el número para
la época inverosímil de setecientos mil volúmenes, entre ellos la misma Biblia
traducida al griego por los «Setenta».10
Alejandría encarnaba el espíritu
mismo de su Fundador: hiperbólica, turbulenta, audaz, soñadora, pero también
culta, ordenada, racional; la ciudad nacía para atraer talentos de cualquier
parte del mundo porque se presentaba como el lugar en el que todo era posible,
en el que cada sueño podía hacerse realidad. Aquí la presencia de Alejandro no
era la de una momia acartonada, sino la de un espíritu fuerte, vibrante,
inspirador. Su sepulcro se alzaba a escasa distancia del más frecuentado cruce
de la ciudad, de los barrios más elegantes y bulliciosos de vida, de los
lugares donde se proyectaba el futuro del mundo y donde se guardaba su memoria.
El increíble progreso de la nueva metrópoli mediterránea es perfectamente
perceptible en la página de Dio-doro:11 «Él [Ptolomeo] decidió por
el momento no mandarlo a Anión, sino darle sepultura en la ciudad que había
sido fundada por el propio Alejandro y que no tardaría en ser la más renombrada
del mundo habitado».
En Alejandría no faltan los
problemas: su posición era muy excéntrica respecto al resto del país; a sus
espaldas solo tenía el desierto; la entrada en el puerto grande, más bien
estrecha, en los días de viento podía ser arriesgada; las comunicaciones con el
resto de Egipto no eran fáciles, tanto que se proyectó enseguida un canal que
uniese las zonas pantanosas del lago Mereótides con el brazo occidental del
Nilo. Además, carecía de agua potable, que era suministrada por el Nilo.12
Por eso en el curso de los siglos fueron excavadas decenas y decenas de
cisternas, estructuras subterráneas con columnas y abovedadas que comunicaban
la una con la otra, donde el agua turbia del canal podía decantarse varias
veces hasta volverse más o menos cristalina. La oscuridad impedía la
proliferación de algas. El Bellum Alexandrinum, que describe la
situación en tiempos de la ocupación de César (47 a .C.), dice que las
cisternas eran numerosísimas, pero que el agua verdaderamente potable era tan
escasa que el propio César hizo excavar varios pozos resolviendo en parte el
problema.13 En una situación no muy distinta la visitó Estrabón,
dejándonos una descripción de la tumba de Alejandro que supone el punto de
referencia más fiable para su localization.14
El aspecto moderno de Alejandría ha
cambiado notablemente a causa del tumultuoso desarrollo constructivo de los
últimos cincuenta años, pero antes, cuando era mucho más reducida de
dimensiones, dejaba intuir mejor su configuración originaria. El Heptastadion,
debido a las sedimentaciones marinas, se ha transformado en un istmo que forma
una sola y misma cosa con la isla de Faro; el puerto oriental ha adoptado una
forma casi circular y
tiene una desembocadura más amplia que en el pasado por el hecho de que una parte
del promontorio de Lochias quedó sumergida. Del Faro no queda hoy casi nada,
pero se sabe que estuvo en activo hasta 1300, cuando fue destruido por dos terremotos
sucesivos (1303-1323). Ptolomeo I lo había hecho construir para señalar los
bajíos y los bajos fondos dispersos no muy lejos de la bocana del puerto y es
probable que, en caso de que sea cierto el testimonio de Flavio Josefo15
que habla de un muelle de unos cincuenta kilómetros, los científicos
alejandrinos habrían hecho uso de espejos parabólicos. El Faro mandaba señales
también de día con el uso de unos grandes espejos cóncavos abrillantados.
En el lugar donde se erguía la
grandiosa torre se alza ahora el fuerte Qaitbey, del nombre de Ashraf Qaitbey,
que lo hizo construir entre 1477 y 1480. Recientes exploraciones submarinas16
han localizado en el fondo, a todo alrededor del fuerte, gran cantidad de
elementos arquitectónicos y de estatuaria antigua que se remontan a la época
ptolemaica y que muy probablemente debían de pertenecer al Faro y al pórtico
que lo rodeaba. En su mayor parte han sido recuperados y restaurados, pero la
búsqueda prosigue también en el área del promontorio de Lochias
donde se alzaban los
palacios reales.
1. Vlad Borrelli, 1966, pp.
204-207.
2.
Plutarco, Éumenes, Vll, 13.
3.
Curcio Rufo, X, 10,20.
4.
Pausanias, I, 7, 1: «Y fue él [Ptolomeo II] quien trajo de Menfis los restos de Alejandro».
5.
Bury Cook, Adcock, Charlesworth, traducción italiana en 1975, ilustrada en las pp.
525 y 553, donde
aparecen los retratos, respectivamente, en estilo egipcio de Ptolomeo II
Filadelfo y de Ptolomeo
I Soter en estilo helenizante. En p. 529 un retrato de un soberano ptolemaico
con rasgos helenizantes y atributos reales en estilo egipcio.
6.
Vitruvio, II, 1.
7.
Diodoro, LII, 3.
8.
Empereur, 1998, IV. El autor dedica al Faro todo el cuarto capítulo. En
forma más narrativa: Romer, 1995, pp. 73-108.
9.
Bertelli, 1966.
10.
En general, una revisión de la historia y del mito de la Gran
Biblioteca en Canfora, 1986.
11.
Diodoro, XVIII, 28.
12.
Bellum Alexandrinum, 5, 2.
13.
Ibid. 8, 1. Sobre el sistema subterráneo de cisternas,
véase la impresionante confirmación arqueológica en Empereur, op. cit., capítulo
VIL
14.
Estrabón, XVII, 1,8.
15.
Bellum Iudaicum, IV, 10, 5.
16.
En general, Empereur, op. cit.
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