sábado, 13 de enero de 2018

Orfeo y Eurídice

Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nue­ve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río Peneo, está peinan­do su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...



¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!



Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollo­zando. Las hamadríades, emocionadas, le murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!



La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orifi­cio de la caverna; se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Ense­guida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por las sombras de los difun­tos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz via­jero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!

Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo de­ja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.

Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arre­batada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovi­do. Que así sea: acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra separación! ¿Qué de­bo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no ha­yan abandonado mis dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arran­can lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el ca­mino que conduce al mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caver­na, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurí­dice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden bur­larse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!



Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdi­chas a todos aquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender a olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su ne­cesidad de cantar: día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!



Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cor­tejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banque­tes terminan, a menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos de defenderse. Des­de que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdi­chado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua.



La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado. Piadosamente, las musas re­cogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.






La dolorosa historia de Orfeo y de Eurídice es mencionada por los trágicos griegos, entre ellos Eurípides (siglo V a. C.) en su obra Las bacantes. Más adelante, esa historia fue tema de muchas ópe­ras, como las de Claudio Monteverdi (siglo xvii) y las de Christoph Gluck (siglo xviii).

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