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HORIZONTES DESPEJADOS
El que sería el último gran historiador griego nació en
Megalópolis a finales del siglo III a. de C. No conocemos su fecha de
nacimiento con exactitud, pero podemos situarla en torno a 210-205. Es la que
mejor encaja con su posterior carrera política, y permite comprender muchas de
las opiniones vertidas en su obra. Hijo de Licortas, al que ya vimos como
estratego, y nacido por tanto en una familia aristocrática dentro de la élite
política megapolitana, estaba destinado desde su juventud a alcanzar los
primeros puestos en la dirección de la Liga Aquea.
Su nacimiento coincidió con el momento en el que Filopemen estaba
reorganizando el cuerpo de caballería de la confederación, alrededor del núcleo
de propietarios megapolitanos que hicieron de su ciudad el centro político de
la Liga a inicios del siglo II a. de C. Siendo su padre uno de los
lugartenientes de Filopemen, Polibio desarrolló desde la niñez una admiración
sin límites por el veterano militar y estadista megapolitano, y llegó a
escribir en su juventud una biografía, hoy perdida, de su héroe político. Obvio
es decir que Polibio creció políticamente dentro del partido “nacional”, y
formó parte de su cúpula rectora.
Podemos trazar un paralelismo entre su desarrollo vital y sus
ideas políticas. Demasiado joven como para conocer la primera Guerra
Macedónica, que acabó en 205 con la paz de Fenice, sus años de infancia y
adolescencia estuvieron marcados por el enfrentamiento de su ciudad natal con
los espartanos, dirigidos por el tirano Nabis. Como consecuencia desarrolló un
prejuicio antiespartano muy violento, centrado, sobre todo, en la figura de
Nabis, al que caracteriza en su obra como un monstruo. Polibio hizo representar
a los espartanos el papel de bestia negra de la federación, siempre dispuestos
a la traición y el engaño para lograr su independencia política, e ingratos con
los esfuerzos de la Liga por integrarlos, opinión que compartió con la mayoría
de la opinión pública aquea de su tiempo. Una consideración semejante reserva
para los etolios, la confederación rival de la Liga Aquea, sobre los que lanza
también todo tipo de invectivas y acusaciones. Cuando Roma los humille en 189,
Polibio lo considerará con satisfacción como el justo castigo de la “perfidia”
etolia.
Pudo ser testigo, en su infancia, de las violentas discusiones que
en el seno de la Liga, y muy probablemente dentro de su propia familia, se
desataron entre pro macedonios y pro romanos en los años 199-198, que
desembocaron en la tumultuosa asamblea que aprobó la alianza con Roma en 198.
No sabemos cuál fue la posición de su padre Licortas en ese debate –recordemos
que la delegación megapolitana abandonó la asamblea antes de la votación
decisiva en protesta por la ruptura con Macedonia–, pero sí que Polibio
desarrolló una actitud ambivalente tanto hacia los reyes macedonios como ante
Roma. Siempre trata en su obra con cierta simpatía a los monarcas macedonios,
aunque sin ahorrarse críticas personales, y da la sensación de que tiende a
lamentar los errores cometidos por esos reyes. Parecería como si en su obra
flotara siempre una cierta melancólica evocación, la posibilidad de que la
monarquía macedonia, en manos de un rey competente y enérgico, como el Filipo V
de sus primeros años, hubiera sido capaz de mantener a raya a los romanos y
asegurar la independencia de Grecia.
Frente a Roma la ambivalencia es todavía más clara. Polibio
siempre se dolió del destino de Grecia, que la empujaba a ser dominada por los
romanos, a los que no podía dejar de ver como extranjeros bárbaros, por debajo
de la pátina de helenismo que exhibían algunos de sus líderes. Pero al mismo
tiempo, expresó una gran admiración por sus tradiciones e instituciones. La
asamblea de Corinto de 196, a la que, con gran seguridad –tendría entonces unos
doce años– asistió en compañía de su padre, tuvo que producirle una fuerte
impresión. Allí descubrió toda la autoridad y majestad que Roma era capaz de
desplegar, viendo al joven procónsul romano, Flaminio, declarar enfáticamente
en nombre de Roma la libertad de Grecia. Roma, y sobre todo su aristocracia,
fue para Polibio un modelo de lo que podía haber sido Grecia en manos de
líderes hábiles y enérgicos, que aseguraran para su aristocracia, de la que él
formaba parte, una posición de supremacía social y política.
Los primeros años de su carrera política nos son desconocidos.
Sabemos que desde muy joven participó en diversas embajadas, la más importante
de las cuales fue la enviada a Egipto dirigida por su padre en 188. Sin duda
ocupó magistraturas menores en su ciudad, pero las estrictas reglas de la Liga
en cuanto a la edad de sus magistrados –la plenitud de derechos no se alcanzaba
hasta los treinta años–, le impidieron desarrollar una carrera política
temprana. Sin embargo no había dudas sobre su destino. Cuando en 183 murió
Filopemen, durante la guerra con Mesenia, Polibio, como hijo del nuevo
estratego Licortas, con veinticuatro o veinticinco años, fue el encargado de
transportar las cenizas al cenotafio, un gran honor público y personal.
Durante
esos años de la juventud de Polibio la Liga Aquea alcanzó el cenit en su
desarrollo. De la década que va de 180 a 170 no tenemos apenas ninguna noticia
sobre ella, lo que indica a las claras la tranquilidad con la que transcurrió
ese periodo. Todo parece indicar una consolidación del sentimiento unitario
entre las distintas ciudades que la formaban, que había sido cuidadosamente
fomentado por Filopemen en la década anterior. La asamblea se había establecido
como una autentica depositaria de la soberanía federal, funcionando en la
práctica como un parlamento. La figura del estratego había obtenido prestigio
frente a la sociedad, reconocido y aceptado como cabeza de la federación.
La Liga Aquea en 180
Las tensiones internas
entre las distintas ciudades parecían haberse diluido, aunque Esparta, con su
posición singular, seguía manteniendo su particularismo, igual que, en menor
grado, Mesenia y la Élide. Muy significativamente, en esos años comenzó a
extenderse el uso de una moneda federal, acuñada por cada ciudad pero con
motivos y valores comunes, signo evidente de una progresiva integración
económica entre las distintas ciudades. El proceso de formación de un estado
nacional, favorecido por una lengua y una cultura comunes, iba avanzando sin
pausa, bajo el control de una aristocracia llena de confianza, que intentaba
difuminar las diferencias locales y se estaba integrando como una aristocracia
“nacional” aquea, cada vez más sólida y unida en torno a los resortes del poder
federal. De nuevo no podemos dejar de pensar en la “europeización” de las
élites políticas europeas, que por encima de particularismos nacionales siguen
intentando, con mayor o menor éxito, una conciencia federal europea.
Pero estos horizontes despejados pronto empezaron a cubrirse de
nubes. Bajo la firme supremacía de la confiada aristocracia ciudadana que
dominaba la Liga, bullía un sordo descontento. La crisis social que afectaba a
todo el mundo griego seguía latiendo. Muchos pequeños y medianos propietarios,
incapaces de sostener el ritmo de la inflación, se veían obligados a endeudarse
con el riesgo subsiguiente de perder sus tierras. Y junto a ellos la gran
mayoría de la población, sin acceso a la propiedad de la tierra, dependía de
préstamos públicos y de repartos de alimentos. Sin una industria digna de tal
nombre, y con la mayor parte de los puestos laborales en manos de esclavos, una
parte de la ciudadanía veía cerrada toda posibilidad de prosperidad económica,
reducida a un subproletariado urbano sin posibilidades de promoción. Sin
mecanismos institucionales para participar en la vida política, entre los más
desfavorecidos subsistía la esperanza en una revolución popular que
redistribuyera la propiedad, a pesar de los fracasos de los gobiernos
igualitarios espartanos y de la aparente solidez de las instituciones
políticas. Muy significativamente, y de forma paralela al actual anti
americanismo europeo, ese movimiento iba adquiriendo un barniz anti romano, en
parte basado en un elemento de demagogia política de ciertos líderes, en parte
en el hecho de que Roma era vista como un puntal del sistema social griego con
su política de sostener los gobiernos aristocráticos en todo el mundo griego.
Este conflicto social terminó por desarticular en esos años la
Liga Etolia, la tradicional competidora de los aqueos. Los etolios habían
intentado aplicar diversos programas de reforma, pero la crisis interna se
agudizó tras la guerra de Antioco y la derrota ante Roma en 189. El malestar
degeneró en una sorda guerra civil, que terminaría en matanzas y el exilio de
muchos de los dirigentes del partido de los propietarios, y con la disolución
progresiva de las estructuras políticas de la confederación. También los
beocios y los tesalios se vieron envueltos en conflictos internos semejantes.
Los aqueos mantenían, por el contrario, una estabilidad que parecía sólida.
Bajo esa tranquilidad sin duda estarían apareciendo los primeros signos de un
movimiento popular, a la espera únicamente de algún líder político capaz de
convertirlo en una facción organizada, pero en la década de los setenta del
siglo II a. de C. nadie estaba en condiciones de predecirlo.
Donde mejor se reconoce esa confianza en el futuro es en el campo
de las relaciones diplomáticas. Ya hemos visto en capítulos anteriores cómo las
relaciones entre la Liga y Roma, a pesar de los conflictos que estallaron en el
Peloponeso, continuaban siendo sólidas y amistosas, y el senado romano seguía
considerando a la federación aquea como uno de sus aliados más fieles en
Grecia. El prestigio internacional de la Liga se advierte con claridad en los
intentos de todas las grandes monarquías helenísticas de establecer relaciones
preferenciales con la confederación aquea. Esos esfuerzos eran especialmente
evidentes en los casos del reino ptolemaico de Egipto y el reino de Pérgamo. En
ambos casos el objetivo era el mismo. Tras la guerra Siria, de 192-189, la Liga
Aquea había surgido como un estado sólido, que abarcaba a gran parte de las
ciudades griegas y tenía una relación privilegiada con el poder romano.
Establecer una alianza estrecha con ella permitiría tanto consolidar los lazos
con Roma como conectar con un estado en alza.
Egipto era, desde el siglo III a. de C., el tradicional aliado de
la Liga, y en varias ocasiones su apoyo había permitido a la federación
sobrevivir a graves crisis. En el siglo II a. de C., sin embargo, la decadencia
de Egipto era cada vez más evidente, amenazado el reino por discordias internas
y por la rivalidad con la corona seleúcida de Siria. Establecer relaciones con
la Liga era para el reino del Nilo, por tanto, un objetivo de primer orden,
como forma de conseguir sostenes externos para su supervivencia. El caso del
reino de Pérgamo era distinto. Aliado de Roma y, tras las derrotas sucesivas de
Macedonia y Siria con una posición preponderante en Asia Menor y el Egeo, la
búsqueda de la alianza con los aqueos tenía un valor más de prestigio que de
poder. Pérgamo era un reino reciente, que podía enfrentarse a reclamaciones
tanto de los reyes macedonios como sirios sobre la totalidad de su territorio.
La colaboración con la Liga significaba para ellos el reconocimiento por parte
del estado más prestigioso del mundo griego en ese momento. De hecho, ya desde la
segunda guerra macedónica el rey de Pérgamo, Atalo, había intentado convertirse
en el protector de la Liga, asumiendo el papel que habían tenido anteriormente
Egipto y Macedonia. Pero estos intentos chocaron con las intenciones e
inclinaciones de las dos grandes facciones de la política aquea. Para el
partido “nacional” la alianza con Pérgamo representaba la sumisión a la
diplomacia romana, siendo Pérgamo el principal aliado de Roma en el Egeo.
Desarrolló por el contrario una clara simpatía por Egipto, un aliado
tradicional que en épocas de más poder se había mostrado un resuelto defensor
de la libertad y la independencia de las ciudades griegas. El propio Polibio
fue un activo defensor de esa alianza. Desde el otro bando, el partido pro
romano siempre se inclinó por la alianza con Pérgamo, lo que hubiera creado un
eje Roma–Liga Aquea–Pérgamo que aseguraría el control diplomático romano sobre
Grecia y aislaría a Macedonia.
Las
rivalidades internas impidieron el desarrollo de ninguna de las dos alianzas.
Egipto siguió siendo, por motivos más sentimentales que políticos, un amigo
preferente de la Liga, aunque sin llegar a establecerse una coalición sólida.
Mientras el rey Éumenes de Pérgamo, a pesar de sus esfuerzos, no pudo convertir
unas correctas relaciones diplomáticas en una alianza efectiva. Lo mismo
ocurrió con Antioco Epífanes, el rey de Siria, que inundó con regalos las
ciudades griegas, tratando de ampliar su popularidad e influencia, pero con
poco éxito. Fue generalmente considerado como un monarca excéntrico, que
malgastaba los recursos de su reino en extravagantes intentos de crear una
imagen de majestuosidad.
La expansión macedonia. 188-174
Pero estas intrigas no
ocultaban el hecho de que el centro de la diplomacia del mundo griego continuaba
siendo Macedonia. A pesar de su derrota en 197 ante los romanos, la monarquía
macedonia continuaba siendo la mayor potencia militar del Egeo. Tras la
asamblea de Sición de 198 la Liga Aquea promulgó, por presiones del partido pro
romano, entonces en el poder, una ley que prohibía bajo pena de muerte
cualquier contacto con Macedonia, sobre todo con su rey. Ese encono fue
atemperándose con el tiempo, pero la ley se mantuvo en vigor. Filipo V, por su
parte, trató de reconciliarse con los romanos, colaborando lealmente con ellos
con ocasión de la incursión de Antioco de Siria en 192, pero cuando intentó
aprovechar la victoria para recuperar parte de sus territorios perdidos, fue
severamente amonestado por el senado romano, que no estaba dispuesto a permitir
el renacimiento de la potencia macedonia. Filipo tuvo que ceder y resignarse a
las fronteras marcadas en 196. Despechado, comenzó a reconstruir
concienzudamente su ejército, con vistas a un futuro ajuste de cuentas con sus
antiguos enemigos griegos y, si se diera el caso, con la propia Roma. Pero sus
esfuerzos se vieron ensombrecidos por la aparición de disensiones graves en el
interior de su propia familia.
Filipo tuvo dos hijos. Perseo, el mayor y heredero, pero hijo de
una esposa secundaria, y Demetrio. En el curso de sus roces con los romanos
Filipo utilizó a su hijo menor como embajador en Roma, y de hecho Demetrio
terminó por ganarse el favor de una parte importante del senado, lo que le
facilitó su tarea de consolidar la posición de su padre en la compleja lucha
diplomática que las embajadas griegas desarrollaban en Roma, en defensa de los
respectivos intereses de sus estados. Pero ese éxito lo enfrentó a su hermano
Perseo, receloso de que el apoyo romano le incitara a competir con él por el
trono a la muerte de Filipo.
Lo que sucedió a continuación se nos presenta como algo confuso.
Si creemos a Polibio, muy parcial contra Perseo, éste conspiró para acusar
falsamente a Demetrio ante su padre de conjurarse con el senado romano para dar
un golpe de estado. No podemos descartar que hubiera una base real en esa
acusación, puesto que el senado siempre mostró una abierta preferencia por
Demetrio como futuro rey macedonio. En 181 Demetrio murió asesinado y Polibio,
y con él todos los autores antiguos, responsabilizaron a su padre y a su
hermano de su muerte, aunque eso no es seguro. Su asesino tuvo que exiliarse,
perseguido por los macedonios, y fue ejecutado más tarde por Perseo cuando éste
ya era rey. El resultado obvio fue que, cuando Filipo V murió en 179, su hijo
Perseo accedió sin problemas a la corona.
La llegada de Perseo al trono macedonio fue la señal para el
reinicio de las tensiones en el mundo griego. El nuevo rey disponía, gracias a
las meticulosas economías de su padre, de grandes recursos y de un ejército
sólidamente organizado. Sólo era cuestión de tiempo el que esos medios se
volcaran en el intento de recuperar para Macedonia su antigua posición de
potencia principal en Grecia. Desde muy pronto comenzó a expresar su simpatía,
heredada de su padre, por los movimientos que por toda Grecia defendían la
redistribución de las propiedades, la abolición de las deudas y la
independencia política y diplomática frente a Roma, ganándose una cierta
popularidad en la opinión pública griega, sobre todo entre los ciudadanos menos
favorecidos. El nuevo rey macedonio recuerda poderosamente la figura de Putin,
que desde su llegada al poder en Rusia en 2000 se ha esforzado por devolver a
su país el estatus de gran potencia mundial, apoyándose en la recuperación económica
rusa tras la profunda crisis del fin de la Unión Soviética. Como Rusia,
Macedonia no dejó pasar ninguna oportunidad de recuperar peso diplomático en su
antigua área de influencia.
Perseo renovó los acuerdos y alianzas que su padre había
establecido con Roma, pero era obvio para casi todos que Macedonia no se
resignaría a permanecer mucho tiempo sometida a los dictados de la diplomacia
romana. La crisis estalló repentinamente en 174. A principios de ese año
Perseo, a la cabeza de su ejército, entró en la Dolopía para restablecer allí
la antigua autoridad de los macedonios. A continuación franqueó las montañas y
se presentó, con una pequeña fuerza, en Delfos, en el corazón de la Grecia
continental, con la socorrida excusa de pedir un oráculo en el prestigioso
santuario. Se trataba de volver a reactivar la diplomacia macedonia. Perseo
comenzó entonces a enviar embajadas y mensajes a lo largo de todo el
Mediterráneo, en un intento de recuperar para Macedonia su antigua posición
internacional. Mandó legados a Cartago, causando la natural inquietud en Roma,
y entabló relaciones dinásticas con los seleúcidas y con el reino de Bitinia,
rivales tradicionales de Pérgamo. En el mundo griego consiguió atraerse cierta
simpatía en Rodas, molesta con el apoyo romano a sus enemigos licios, y es más
que posible que en las discordias internas en Etolia, Tesalia y Beocia, que se
reactivaron en esos años, no fueran ajenos los contactos entre Perseo y las
facciones más radicales de los movimientos “populares”. En medio de esos
esfuerzos por recuperar para la corona macedonia la influencia que había tenido
décadas antes en Grecia, trató de restablecer relaciones amistosas con la Liga
Aquea.
Ya vimos que tras la segunda Guerra Macedónica los aqueos habían
descartado por ley cualquier tipo de contacto con Macedonia, castigándolo con
severas penas. Un resultado inesperado fue que Macedonia se convirtió en
refugio de todos los esclavos huidos del Peloponeso. Perseo decidió utilizar
esa carta, y cursó un mensaje oficial a la asamblea aquea ofreciendo la
reintegración sin costes de esos esclavos. No pasó desapercibido para nadie que
Perseo intentaba así reanudar las relaciones diplomáticas con los aqueos, con
el objetivo de recuperar parte de la autoridad que sobre la Liga había tenido
su padre Filipo. De hecho la carta tuvo una acogida favorable en muchos
ambientes políticos. Entre la masa popular la simpatía por los reyes macedonios
y sus inclinaciones populistas se sumaba a la tradición de buenas relaciones
con Macedonia de muchas ciudades, como Argos, Corinto, Megalópolis o Sición,
así como al recuerdo de las liberalidades de Antioco Dosón y de Filipo V. El
partido “nacional” aqueo, además, había recuperado el poder, y el pretor
Jenarco leyó públicamente la misiva de Perseo. Eso provocó la protesta del
partido pro romano, con Calícrates de Leonte a la cabeza.
¿Quien no ve, en efecto, que
se intenta allanar el camino para una alianza con el rey, con la que se
violaría nuestro tratado de alianza con Roma, de la que depende todo nuestro
futuro? Tito Livio, 41.23
De hecho, estaba renaciendo una vieja y fundamental cuestión de la
política aquea. Para la Liga, como potencia menor, la cuestión de la hegemonía
de Grecia era un asunto primordial. El que Perseo estuviera maniobrando para recuperar
parte del prestigio que su padre había logrado a fines del siglo III a. de C.,
situaba a los griegos ante el mismo dilema que se discutió en la asamblea de
Sición de 198: o Roma o Macedonia. Si entonces, amenazados por la guerra, los
aqueos se habían inclinado ante el poderío romano, un cuarto de siglo después
la situación había cambiado. Para los líderes del partido “nacional”, siempre
renuentes a la intervención romana en los asuntos griegos, una Macedonia
renacida podía ser utilizada como contrapeso para futuras disputas con el
senado. La simpatía por Perseo en amplias capas de la sociedad aquea
facilitaría, además, el apoyo popular y electoral para esa política. La frontal
oposición de Calicrates y los filorromanos impidió la normalización de las
relaciones, pero el camino estaba abierto para futuros intentos.
Pronto los acontecimientos internacionales se precipitaron. En el
interior de la Liga Etolia las disputas entre los propietarios y los
movimientos populares favorables a la abolición de las deudas y la
redistribución de las tierras provocaron el estallido de la violencia y el
inicio de una feroz guerra civil. El senado romano se apresuró a enviar
mediadores, pronto desbordados por las pasiones y odios levantados entre los
dos bandos. La violencia se extendió por toda Tesalia y Perrebia, antiguos
territorios macedonios. Sería ingenuo no ver detrás de estos conflictos la mano
de Perseo, instigando a los partidos populares a levantarse contra los
propietarios. Una embajada romana a Macedonia fue cortésmente rechazada en esa
época por Perseo, que se negó a concederle audiencia. En Roma la preocupación
aumentaba rápidamente, y la idea de que sería necesaria una intervención armada
en Grecia iba tomando cuerpo.
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