viernes, 12 de enero de 2018
José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda
Batalla de las Termópilas 480 a.C.
Quizás nunca en la historia una
derrota haya tenido tanto sabor a victoria como el caso de la batalla de las
Termópilas. Este hecho podría achacarse a la difusión que han hecho medios como
el cine y la televisión quienes, a la hora de representar un capítulo
verdaderamente atractivo para la audiencia, han escogido sin dudarlo, el de
esta batalla por su conjugación de romanticismo y heroicidad. “The 300 spartans” de Rudolph Maté en 1961, y más
recientemente en 2007, “300” de Zack
Snyder con su correspondiente secuela en 2014, son probablemente los intentos
más exitosos de hacerse eco del legendario episodio que tuvo lugar un día de
480 a.C. Pero no solo el cine y la televisión, sino también videojuegos,
cómics, canciones, camisetas, nombres de estadios, recogen de una manera o de
otra los nombres del rey Leónidas o las Termópilas. Como consecuencia de ello,
no solo estos nombres se han visto reforzados por la historiografía, sino
también el de Esparta y su historia en general. De hecho, esa visión idealizada
de una sociedad guerrera capaz de morir por sus ideales, fue revindicada en
otros momentos de la historia en circunstancias similares por unos y otros
bandos en liza. La búsqueda en Google “Leónidas I”, arroja en la actualidad más
de 29 millones de resultados, es decir, más que ningún otro espartano de la
historia y a la altura de los gran des iconos del cine o la música, lo que da
idea de la importancia de su hazaña. Este hecho nos obliga a reflexionar acerca
de la envergadura de la gesta llevada a cabo en aquella magnífica batalla.
Pero, para conocer realmente donde reside la importancia de aquel capítulo,
pasemos a analizar sin más preámbulo los detalles de ese interesante capítulo
de la historia.
Antecedentes
Los años que transcurren desde 499 a.C. hasta 480
a.C. son años de gran incertidumbre en toda Grecia. Es el período histórico conocido
como las “Guerras Médicas” en el que se suceden diferentes enfrentamientos
entre el imperio persa y las polis griegas. En 499 a.C. las intrigas del
sátrapa de Mileto, Aristágoras, instando a los griegos a ayudar a las ciudades
jonias contra Persia, lograron arrastrar al conflicto a Atenas, que decidió
enviar barcos en ayuda de su rebelión. Sin embargo, la insolencia de la joven
ciudad griega que acababa de salir de un período muy convulso de su historia,
solo logró soliviantar al que por aquel entonces era conocido como el Gran Rey,
el emperador de Persia, Dario. Una vez que Dario sofocó la rebelión, tomó buena
nota de quiénes eran aquellos que habían ayudado a las ciudades jonias y, sin
duda, el nombre de los atenienses saltó el primero en su lista y se grabó a
sangre y fuego en su memoria con el fin de hacerles pagar por el daño causado.
Mientras que Cleómenes I de Esparta parecía haber intuido bien las
consecuencias que traería el haber aceptado la trama de Aristágoras y las había
rechazado, los atenienses por el contrario, habían agotado en exceso la
paciencia del emperador y ahora se preparaban para que recayera sobre la
ciudad toda su furia.
Ante el temor de ser arrasados, en 490 a.C. los
atenienses solicitaron el auxilio de Esparta que, de buena gana, habría dejado
que los persas acabaran con su mísera existencia. Sin embargo, el sentimiento
común de pertenencia a la madre Grecia, intercedió en el ánimo de los
espartanos que se decidieron a enviar un contingente a fin de prestar apoyo en
un presumible ataque persa a la ciudad del Ática. Puesto que los espartanos
querían evitar a toda costa que los excesos atenienses les perjudicaran
demasiado, la ayuda prometida no partió inmediatamente para Atenas, sino que
demoró su salida hasta la celebración de determinadas fiestas religiosas. Los
atenienses, comprendiendo que estarían solos ante su destino y conscientes de
que el imperio persa ya avanzaba hacia su ciudad, decidieron pertrecharse lo
mejor que supieron.
En el mismo año de 490 a.C. poco convencidos pero
resueltos, los estrategos atenienses entre los que se encontraban hombres de la
talla de Temístocles o Milciades, decidieron resistir todo lo posible hasta la
llegada de los refuerzos espartanos. La estrategia era sencilla: no verse desbordados
por los flancos. Si los persas lograban desbordar las alas atenienses, pronto
se verían rodeados y su ciudad reducida a cenizas en cuestión de horas. Por
tanto, el objetivo era claro: buscar un enclave alejado de la ciudad pero que,
al mismo tiempo, por sus características naturales, permitiera a los atenienses
cubrir o minimizar su falta de efectivos. La llanura de Maratón se tornó así en
el sitio adecuado. La extensión permitía a los atenienses luchar al modo
hoplita, y por otro lado, estrechaba el espacio disponible, es decir,
dificultaba que la caballería persa pudiese desbordar las líneas atenienses por
los flancos, gracias a los accidentes geográficos que existían. Tras una
encomiable maniobra, las tropas atenienses dejaron que el centro de sus tropas
se “hundiera”, de manera que sus flancos quedaran a la altura de las tropas
enemigas para envolverles, cerrarles por la espalda y masacrarles en un agujero
sin salida. Aquella victoria contra pronóstico, llevó a todos los habitantes de
la Hélade a sumirse en el más absoluto optimismo. Las multitudinarias tropas
del imperio habían sucumbido ante un ejército menor y aquella gesta no caería
en el olvido. Cuando los atenienses aún estaban en plenas celebraciones por la
victoria, las tropas espartanas llegaron a Atenas. Al ver que la contienda
había concluido con gran éxito para las filas atenienses, los espartanos les
felicitaron por su valentía y arrojo y regresaron a Esparta.
El momento de Leónidas I
Es poco lo que se sabe acerca de la vida personal
del rey Leónidas. Al igual que Dorieo y Cleómbroto, fue hijo de Anaxándridas y
hermanastro de Cleómenes I. Al no ser primogénito y estar llamado a ser rey,
realizaría la agogé y en su edad adulta se casaría con Gorgo, hija de su
hermanastro Cleómenes. Los años de su reinado darían comienzo a la muerte de
Cleómenes en 490 a.C. y serían testigos del ascenso de Jerjes al trono de
Persia, tras la muerte de Dario acaecida en 486 a.C. mientras se preparaba para
sofocar la revuelta que había estallado en Egipto. Su hijo fue quien heredó
tanto el imperio como los planes de someter a los griegos.
En 483 a.C. Jerjes decidió poner rumbo a Grecia
con toda su “artillería” por tierra y por mar. La importancia que aquella
empresa tenía para el rey de los persas quedó patente cuando en su trazado
marítimo hacia Grecia, las naves del ejército que se dirigían hacia allí, se
toparon con un enorme istmo de tierra que no dejaba otra opción que bordear la
península del monte Athos, con la consecuente pérdida de tiempo y recursos. Sin
dudarlo ni un solo instante, Jerjes, tras consultar con sus ingenieros, decidió
“atravesar” literalmente la tierra que se oponía a su paso, construyendo un
inmenso canal que permitiera circular por él a dos naves en paralelo y
continuar en línea recta hacia su objetivo, en lo que constituyó un auténtico
alarde de ingeniería. Parecía que nada ni nadie podía detener a aquel impetuoso
ejército. Probablemente, el efecto que estas noticias tuvieron sobre las
diferentes poblaciones griegas fuera brutalmente paralizante. Por ello no es de
extrañar que muchas de ellas decidieran someterse antes de que Jerjes se lo
pidiera. Incluso Esparta, que consideraba aquella invasión como un castigo
divino a la afrenta cometida años antes, cuando algunos de sus ciudadanos
arrojaron a un pozo a los enviados persas, decidió enviar a dos de sus
ciudadanos más valiosos a la corte del Gran Rey con el fin de expiar sus culpas
ofreciéndoles para el sacrificio. A fin de conocer las dimensiones de aquel al
que los rumores se referían como el ejército más grande jamás visto, cuenta
Heródoto que los griegos enviaron a tres exploradores al Asia menor y que, tras
ser descubiertos, al contrario de lo que se pueda pensar, no fueron asesinados,
sino que, muy al contrario, Jerjes ordenó mostrarles hasta la última pieza de
su ciclópeo ejército, con la idea de que, aterrados ante tal visión, corrieran
a prevenir a sus compatriotas de aquel mal al que se enfrentaban. Y así lo
hicieron.
El temor comenzó a extenderse como la pólvora por
toda Grecia y a finales del invierno de 480 a.C, unas setenta ciudades se
dieron cita en el istmo de Corinto con el fin de preparar una estrategia
conjunta para repeler al invasor. Como decíamos, a la reunión no acudieron
todas las ciudades de los griegos, ya que muchas optaron por no tomar parte
decidida por ningún bando, en función de cómo se desarrollaran las
circunstancias. Otras, por el contrario, anticipándose a lo que pudiera pasar,
preveían una victoria segura de los persas, por lo que se apresuraron a
entregar la “tierra y el agua” a los enviados de Jerjes cuando éste se lo
pidió. Mención aparte merecen los casos de Tebas y Argos. Ambas ciudades tenían
sus contrapuntos en Atenas y Esparta, respectivamente. Ello les empujó a
imaginar que una victoria del imperio persa, les libraría de sus máximos
rivales, otorgándoles, probablemente, el protagonismo que no fueron capaces de
ganarse por sí mismos. Por ello, desde el principio su apego a la causa Persa
fue manifiesta. Circulan no pocos rumores acerca de que Argos rechazó alinearse
con los griegos a causa de la soberbia de los espartanos, quienes les
respondieron que ellos eran los más aptos para el mando, puesto que tenían dos
reyes y los argivos solo uno. Y por esa misma razón, no podían desposeer de
“imperio” a ninguno de ellos. Aquella respuesta, indudablemente, no debió
sentar nada bien entre los enviados argivos. Sin embargo tampoco faltan voces
que afirman que el acercamiento entre persas y argivos, ya se había producido
con anterioridad, y que estos últimos les habrían seducido con un próspero
porvenir, gratificándoles su neutralidad durante la empresa de Jerjes en
Grecia. Aunque para el momento en que se celebró dicha reunión la Atenas de
Temístocles ya despuntaba por su fuerza naval, los aliados tuvieron a bien
entregar el mando de los ejércitos griegos, tanto por tierra como por mar, a
Esparta. Estaban convencidos de que la experiencia que atesoraba Esparta como
fuerza militar del mundo griego, aun distaba mucho de la voluntariosa Atenas.
De esta manera, se resolvió que, mientras que el rey Leónidas conduciría las
tropas aliadas griegas por tierra, el rey Leotíquides haría lo propio con las
naves en el mar. No sabemos cómo sentó la decisión en el seno de los
atenienses, y más en el corazón de Temístocles, quien siempre mostró una
ambición desmesurada. Pero lo que sí está claro, es que el relato que nos dejó
Heródoto acerca de las hazañas de Temístocles en las batallas de Artemisio y
Salamina, no dejan de tener un cierto sabor propagandístico. Aunque no se puede
negar que la experiencia en el campo de batalla marítimo quedaba del lado de
Atenas, el papel de Leotíquides al frente de las naves griegas, debió ser mayor
que el que Heródoto le otorga en sus relatos. Sea como fuere, una vez que se
eligieron los nombres que comandarían la expedición, se decidió marchar al
lugar más apropiado para cortar el paso a las tropas de Jerjes, que venían
efectuando, desde su entrada en Grecia, una doble vía de circulación, de manera
que las tropas que marchaban por tierra, eran escoltadas muy de cerca por
las naves que seguían por el mar. De ahí que los griegos tuvieran que analizar
la operación desde el punto de vista terrestre y marítimo.
Cuando todos los presentes se pusieron de acuerdo
en conceder el mando de la expedición
a los espartanos, entonces discutieron acerca del lugar más apropiado para defenderse de las tropas de Jerjes. Aunque se escucharon varias opciones,
finalmente fueron dos los lugares que se perfilaron
como candidatos: Tesalia y las Termópilas.
Cuando hubieron de escoger entre Tesalia y el angosto paso de las
Termópilas, hubo un consenso más o
menos generalizado por esta segunda opción.
Tesalia era un lugar mucho más abierto y de llanura, por lo que tratar de
frenar a los persas allí, podía
tornarse en misión imposible. Además,
el hecho de que tuviera una situación muy al norte del resto de Grecia, levantaba las suspicacias de los
griegos del sur, que al fin y al cabo, se sentían los principales protagonistas. El
paso de las Termópilas contaba con una estrechez natural importante, ideal para frenar tropas especialmente numerosas y
además, contaba con un antiguo muro realizado
por los focenses años atrás para defenderse de los tésalos. Por si esto fuera poco, su situación más al sur que Tesalia, fue
el hecho que terminó por decidir a
los griegos de enviar allí a sus tropas terrestres y a sus flotas a Artemisio.
La cercanía de ambos lugares, les
permitiría optimizar y acelerar las comunicaciones entre sí. Si para todos los
griegos, en general, las Termópilas eran el lugar adecuado, es muy probable que para Leónidas y sus 300,
aquel sitio guardara también un significado
especial. Al fin y al cabo, los espartanos decían descender del mismísimo
Heracles y, según la mitología, aquel
fue uno de los sitios en los que estuvo el héroe. Por tanto, para los espartanos, que eran fervientes religiosos, el
misticismo que envolvía aquella
aventura, agrandaba enormemente la trascendencia del hecho. Puede que este hecho, junto a una excelente preparación y sumisión
a la vida militar, explique el porqué
de tan trágico desenlace. Así, las tropas griegas, capitaneadas por el rey
Leónidas, partieron hacia el paso de las Termópilas y junto a Leónidas y sus
300 espartanos, se encontraban también 700 tespios, 2000 arcadios, 400
corintios, 400 tebanos y 1000 hoplitas focenses. En frente, el ejército persa,
formado por unidades de las más diversas nacionalidades que convivían bajo el
mismo techo de su imperio. Su número ha sido largamente discutido y oscila
desde los más de dos millones de hombres dados por Heródoto o los cuatro por
Simónides de Ceos, a los historiadores que han creído más prudente señalar una
cifra aproximada de entre 200.000 y 400.000 hombres.
La batalla
Desde la llegada del pequeño contingente liderado
por Leónidas al paso de las Termópilas hasta las primeras hostilidades,
transcurrieron cinco días. En ese quinto día los persas, que habían intentado
sin éxito conminar a los corajudos griegos a deponer su actitud, decidieron
avanzar sobre ellos. El planteamiento del choque se basó en un ataque frontal
contra sus líneas, que se hallaban alineadas bloqueando la parte más angosta
del paso. Sin embargo, en un estrechamiento de terreno tan acusado, solo había
espacio para un número determinado de soldados, lo que hacía que el alto número
de efectivos que componía el ejército de Jerjes, no fuera efectivo. Los griegos
“solo” tendrían así que aguantar las embestidas de unos soldados persas armados
con escudos de mimbre y espadas cortas, que poco o nada tendrían que hacer
contra las erizadas lanzas de los griegos.
La original y bien planteada estrategia de
Leónidas dio sus frutos y la estrepitosa derrota sufrida por ejército persa
hizo comprender al Gran Rey que la victoria en aquel lugar no pasaría tanto por
el número de efectivos como por el ingenio que le permitiera alcanzar a unos
soldados griegos bien atrincherados y difíciles de rodear.
Sin embargo, puede que el inesperado revés
empujara a Jerjes a tomar medidas urgentes y poco planificadas, deseoso de
acabar con una situación que empezaba a vislumbrarse humillante. Recordemos que
era el ejército más extenso del mundo el que estaba siendo incapaz de doblegar
a un puñado de griegos acantonados entre las rocas. Lejos de interpretar
adecuadamente esa primera derrota como una señal de advertencia, Jerjes se
precipitó y decidió enviar a las unidades de élite de su ejército, los famosos
“Inmortales” a concluir el trabajo. Pero una vez más, volvió a caer en el error
al creer que todo dependía del número de soldados que se presentara en el campo
de batalla. Como si el anterior contingente solo hubiera sido derrotado a causa
de su falta de maestría en el combate, apostó a que sus diez mil inmortales
serían lo suficientemente diestros como para manejar la situación y los envió
con paso firme y directo al mismo paso donde el día anterior ya había sido
derrotado.
Como era de esperar, el minúsculo ejército
griego liderado por los 300 espartanos, solo tuvo que aplicar la misma táctica
que el día anterior: la resistencia. Ni uno solo de los ataques lanzados por
los inmortales fue lo suficientemente potente como para desbaratar las líneas
de Leónidas. Y es que es muy probable que, debido a las estrecheces del paso,
los diez mil soldados persas nunca fueran capaces de atacar al unísono; la
única fuerza efectiva de éstos se reduciría exclusivamente a los primeros
cientos que llegaran al angosto desfiladero antes de que se éste se
abarrotara. Así, con las fuerzas mucho más equilibradas, el ejército persa volvió
a salir derrotado por segunda vez en apenas unos días. A juzgar por las
palabras de Heródoto, Leónidas humilló a los persas simulando una retirada
ficticia de sus tropas. Cuando los persas emprendieron la persecución de
los soldados espartanos de manera desordenada, entonces Leónidas dio
orden de dar media vuelta y ante su sorpresa, las tropas espartanas no tuvieron
más que aplastar a unos enemigos dispersos y sin formación, absolutamente
vulnerables ante la milimétrica y compacta apisonadora lacedemonia.
Nunca sabremos cuál fue la sensación del Gran Rey
al contemplar a lo más selecto de su ejército derrotado nuevamente y esta vez,
de una manera tan vergonzante, pero es probable que la desesperación cundiera
en su persona y que seguramente fuera por ese motivo por el que decidió que
nunca habría piedad con aquel grupo de rebeldes una vez que fueran capturados.
Al comenzar el siguiente día,
Jerjes debió de intuir que, a pesar de las victorias cosechadas por los
griegos, las tropas enemigas estarían exhaustas y relativamente agotadas. Sin
haber sufrido importantes bajas, habían resistido dos tremendas cargas de la
infantería persa, que les habrían provocado el cansancio y los primeros
soldados heridos. Además, la ausencia de tropas de recambio no venía sino a
agravar el problema, puesto que eran los mismos soldados que había combatido el
día anterior los que se veían obligados a volver a resistir los envites
enemigos con la mitad de fuerzas. Aquel rápido e ingenuo cálculo le llevó a
pensar que no aguantarían un nuevo ataque de su infantería, por lo que resolvió
ejecutarlo. Pero al igual que en las ocasiones anteriores, se equivocó.
Sin saber de qué manera, los espartanos
resistieron el enésimo choque de la infantería persa que, incapaz de doblegar a
las tropas de Leónidas, terminó por ceder y retirarse de nuevo.
Tras tres fracasados intentos, la situación
en el bando persa era extremadamente urgente. Se veían incapaces de derrotar a
un enemigo realmente pequeño y cansado y no podían evitar la imagen de
debilidad que sus tropas estaban transmitiendo al mundo y eso, en un imperio
compuesto por tantas nacionalidades diferentes, era una auténtica bomba de
relojería. Si su ejército era incapaz de imponerse por la fuerza a un enemigo
tan reducido, la amenaza de sublevación entre las naciones oprimidas que
componían su imperio, podía convertirse en realidad y enfrentarse así a una
posibilidad muy real de fragmentación.
Mientras todas estas preocupaciones rondaban la
cabeza de Jerjes, Heródoto relata que un extraño personaje de origen
incierto –aunque griego-, acudió a su tienda solicitando audiencia. Traía
consigo un mensaje que a los soldados de Jerjes les pareció lo suficientemente
interesante como para presentarle ante el Gran Rey y que se lo revelase en
persona. El personaje en cuestión era un pastor de la zona llamado Efialtes.
Muy probablemente movido por el deseo de recompensa, Efialtes calculó que si le
contaba su secreto al Gran Rey, éste le estaría tan agradecido que le
recompensaría muy generosamente de por vida. Al fin y al cabo, iba a revelarle
la solución definitiva para vencer a los griegos, y sabía que tras unos
primeros intentos fallidos, el precio a pagar por conocer su secreto sería
realmente alto. Una vez que lo admitió a su tienda, Jerjes decidió escuchar con
atención los consejos de aquel griego que decía poder mostrarle cómo conseguir
lo que sus miles de experimentados soldados no habían conseguido todavía. Aquel
pastor que, gajes del oficio, seguramente tenía un conocimiento muy
amplio de la orografía del lugar, terminó por señalarle el camino que sus
tropas habrían de seguir para abordar por la espalda a los griegos y que éstos
no tuvieran ninguna oportunidad de resistir. Un recóndito y estrecho lugar
conocido como senda Anopea, conducía directamente a la retaguardia de su
enemigo, rodeando la posición que actualmente ocupaban. Aquel camino
seguramente habría sido imposible de conocer para alguien que no fuera del
lugar, pero aunque así fuera, Leónidas, dando muestras de una previsión
excepcional, apostó allí a un batallón de focenses que serviría de alerta en el
caso de que a las tropas de Jerjes se les ocurriera acercarse por allí. Pero
esta vez, su previsión no fue suficiente.
De esta manera tan peculiar, fue como la suerte
volvió la espalda a los griegos. Una fuerza de alrededor de 20.000 persas
atravesaron de madrugada la senda Anopea y espantaron a los focenses que no
tuvieron ocasión de trabar combate con ellos. El adivino Megistias ya habría
vaticinado para entonces a los griegos su desdicha al rayar el alba. Mientras
la oscuridad de la noche ocultaba la imparable marcha de los persas hacia la
retaguardia de los griegos, la voz de alarma de los centinelas allí apostados
acerca de su inminente llegada corrieron como la pólvora por el campamento
griego creando un estado de gran confusión. Todos entendían que atrapados por
la espalda y acosados desde el frente, su suerte estaba echada. Leónidas
decidió convocar entonces con carácter de urgencia un consejo con representantes
de todas las ciudades griegas allí presentes para decidir el futuro inmediato
de sus tropas. Como era de esperar, algunos siguieron apostando por retornar al
istmo de Corinto y parapetarse allí, abandonando las Termópilas. Otros,
simplemente creyeron conveniente la retirada sin un destino fijo. Pero tanto
unos como otros esperaron ansiosos las palabras del que a la postre comandaba
la expedición, el rey Leónidas. No conocemos con exactitud cuál sería su
reacción ante la actitud de sus compatriotas, pero analizando las pocas
posibilidades que tenían de salir bien parados de aquella muerte anunciada, lo
más probable es que entendiera que de nada serviría retenerles allí contra su
propia voluntad. Y así fue como decidió permitir que todos los que lo desearan,
regresaran a casa. A buen seguro que él mismo, como genio militar habría optado
por retornar también y tomar a todo su ejército a fin de enfrentarse en una
batalla más igualada, pero para los espartanos la cuestión no era tan sencilla.
Por un lado, si todas las tropas huían, la velocidad de los persas habría
conseguido atraparles antes de retornar a las ciudades y dar aviso de lo que se
avecinaba, lo que habría llevado inevitablemente a la caída de toda Grecia. Por
otro lado, aunque el primer supuesto no se hubiera dado y todos los griegos
hubieran conseguido dar la voz de alarma, esto no garantizaría tampoco una
victoria aún con todos los ejércitos griegos reunidos. Y finalmente, la
cuestión de mayor peso para Leónidas y sus 300: su propia reputación como espartanos.
Él sabía perfectamente que una huida del campo de batalla le habría costado
tanto a él como a sus hombres una vergüenza pública en Esparta absolutamente
imposible de soportar.
Con todas estas opciones, Leónidas decidió
permitir la marcha de todos los griegos excepto de sus propios espartanos y
cubrir así con sus propias vidas la retirada de éstos. La amenaza más
aterradora de la historia de Grecia se cernía sobre sus cabezas, por lo que el
sacrificio de un puñado de ellos sería un mal menor si con ello se conseguía
poner en alerta al resto de los habitantes del continente. De este modo, fue
como comenzó a tomar forma el oráculo que tiempo atrás la Pitia había anunciado
a los espartanos a propósito de la muerte de uno de sus reyes a cambio de la
salvación de la patria. Junto a los 300 de Esparta, Domófilo, líder de los
tespios, obnubilado por la integra y firme decisión del rey de los espartanos
de morir en aquel desfiladero, decidió quedarse junto a él con sus 700 tespios
y salvaguardar la retirada del resto de los griegos. Además, 400 tebanos
retenidos como rehenes por Leónidas debido a su ambigua posición con respecto a
los persas, conformaron la tropa que allí resistió para siempre.
Sabiéndose vulnerados por su espalda, Leónidas y
sus 300 dejaron atrás la zona más estrecha del desfiladero que en aquellos días
les había protegido y trasladaron su posición hasta una planicie de mayor
anchura. Su formación en falange, se aferró a la tierra dispuesta a plantar
cara a los miles y miles de soldados persas, llevándose ensartados en la punta
de sus lanzas al mayor número posible de enemigos. Al parecer, la resistencia
de los griegos fue encarnizada y su lucha continuó hasta que sus lanzas
terminaron por romperse. Cuando ya no disponían de lanzas, en un último hálito
de vida desenvainaron sus espadas y se abalanzaron sobre la infantería persa
dispuestos a realizar una auténtica carnicería entre sus hombres. En el
transcurso de esta acción, el mismo rey Leónidas sucumbió, dando lugar a otra
dura disputa por recuperar su cadáver. Los espartanos, se afanaban por sacar
intacto el cuerpo del campo de batalla, pero deseaban retenerlo con el fin de
ultrajarlo y cobrarse su recompensa por todas las provocaciones a las que aquel
lacedemonio les había sometido. Aunque finalmente el exangüe cuerpo de Leónidas
cayera del lado espartano, de poco sirvió. Cuando todos y cada uno de aquellos
valientes griegos hubieron perecido, Jerjes ordenó decapitar a Leónidas y
clavar su cabeza en una pica.
Consecuencias
A pesar de que el episodio de Termópilas terminó
como era de esperar con la derrota de los griegos, tampoco los persas pudieron
hacer valer esta victoria para avanzar inmediatamente sobre el resto de Grecia.
La inesperada tardanza en reducir al pequeño contingente griego por tierra
unido a la derrota que el ateniense Temístocles les infligió por mar en la
batalla de Salamina, obligó a los persas a retrasar su empresa de invadir
Grecia. La resistencia en las Termópilas permitió que la flota griega también resistiera
en Artemisio las acometidas persas y solo una vez que las Termópilas cayeron,
se retiró a Salamina. Fue durante ese impasse
cuando los persas lograron avanzar sobre el Beocia y el Ática e incendiar
Atenas. Sin embargo, su tardanza permitió asegurar el istmo de Corinto y evitar
una invasión total del país heleno. Además, la perspectiva de quedar atrapado
en Europa al ver cómo sus naves se enredaban en los estrechos canales de
Salamina, hizo que Jerjes retornara a Asia y dejara al mando de la expedición a
Mardonio con la única orden de completar la invasión de Grecia. El nuevo
comandante quedó en aquellas tierras a la espera de poder asestar el golpe
definitivo a los griegos. Una oportunidad que se le presentaría al año
siguiente durante la batalla de Platea (479 a.C.)
Gracias al relato de Heródoto conocemos algunas
anécdotas relacionadas con la batalla que bien por su naturaleza, han pasado a
la posteridad como hechos significativamente relevantes y que ahora merece la
pena rescatar.
En la zona en la que los últimos griegos se
parapetaron antes de morir, se erigió un león de bronce en honor a Leónidas, el
cual no se ha conservado. Años más tarde, hacia 440 a.C. su cuerpo sería
trasladado a Esparta donde se le erigió un mausoleo en el cual se grabaron los
nombres de los 300 espartiatas muertos junto a él. Algunos autores posteriores
llegaron incluso a considerar la muerte de Leónidas como un sacrificio similar
al de Jesucristo. Más de 2400 años han transcurrido desde entonces, y aún a día
de hoy la gesta de Leónidas y sus hombres es bien conocida por todos. La
memoria que perduró en Esparta acerca de aquella hazaña se prolongó en el
tiempo, convirtiéndose en el episodio patriótico por excelencia de Esparta. Sin
embargo, la historia no volvería a regalarnos otro Leónidas. Es cierto que
durante años, Esparta conoció a otros genios y grandes militares, pero el peso
de las circunstancias en las que se desenvolvió la aventura de Leónidas por
salvar a la civilización griega de su extinción, hicieron de su vida un hecho
absolutamente singular e irrepetible.
El relato de Heródoto evitó que en el olvido
cayeran los nombres de algunos de aquellos héroes que han permanecido con
nosotros. Entre ellos se encontrarían el de Dieneces quien, al serle avisado
que las flechas de los persas podían ocultar el sol, contestó que en ese caso,
“lucharían a la sombra sin que les molestase el calor”. Además, los hermanos
Alfeo y Marón, hijos de Orisanto y el tespiense Detirambo, hijo de Amártidas.
Por otra parte, una curiosa anécdota es la que se refiere a Eurito y
Aristodemo, a la sazón soldados espartanos, que estaban exentos del campo de
batalla a causa de una enfermedad en los ojos. Cuando tuvieron noticia de que
el fin estaba a cerca, Eurito ordenó a su esclavo que trajera su panoplia y le
guiara hasta el campo de batalla donde finalmente murió peleando. Por su parte
Aristodemo, decidió regresar salvo a Esparta. Allí, entendiendo los espartanos
que, al igual que Eurito él también podía haber luchado, se le declaró maldito
y se le apodó el Desertor. Durante un año, Aristodemo se convirtió en un
auténtico marginado social y nadie le ofreció agua o fuego. Sin embargo,
paradojas del destino, su desesperada situación hizo que, al año siguiente se
destacara como uno de los más valientes espartanos en la victoria de Platea,
redimiendo la vergüenza de su memoria. No correría su misma suerte Pantites,
quien habiendo sido enviado como mensajero a Tesalia, cuando regresó a Esparta
fue tenido por infame y decidió quitarse la vida ahorcándose antes que vivir en
la desdicha.
Fig.3: Mapa de la
Batalla de las Termópilas
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