lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:7 Ilustres visitantes

Ya antes del reinado de Ptolomeo circulaba por Egipto una historia curiosa que se refería al naci­miento de Alejandro. Esta historia narraba que el últi­mo faraón, Nectanebo II, derrotado por Artajerjes III Oco, emperador de los persas en 343 a.C. y desapareci­do misteriosamente, había emigrado en realidad a Macedonia y se había presentado como un poderoso mago egipcio ante la reina Olimpíade durante un período en el que el rey Filipo II estaba lejos, comprometido en una  campaña militar.
            Le había anunciado que el dios Amón (que los griegos identificaban con Zeus) le habría visitado y al mismo tiempo habría concebido un hijo. Luego, camuflado por Amón, había aparecido en su dormitorio. De esa unión había nacido a continuación Alejandro.
            Se trata de una historia extraña y grotesca segura­mente elaborada en un ambiente egipcio, quizá en el primer período después de la visita de Alejandro a Siwa. EI caudillo macedonio sabía perfectamente que para reinar en Egipto era necesario convertirse en egipcio. Sabía cuántas sangrientas revueltas habían tenido que sofocar los persas y por eso se había dirigido a Siwa, donde probablemente había hecho regalos muy ge­nerosos a los sacerdotes de ese templo y donde había sido proclamado por el oráculo hijo de Amón y no de Egipto.
            Luego, con el propósito de hacer que el pueblo acep­tara definitivamente un dominador extranjero, se había querido reforzar el concepto. Así se había originado la leyenda de la aventura mágico-erótica del último fa­raón autóctono de Egipto y último de la XXX dinas­tía, Nectanebo II, en tierra macedonia. En virtud de esta historia, Alejandro se convertía en bastardo de un faraón, pero en cualquier caso siempre vástago de san­gre egipcia. Y, por tanto, aceptable de algún modo como soberano de la tierra del Nilo. Por otra parte, ya había sucedido que hombres de sangre no propiamente no­ble, que habían subido al trono por méritos militares o de otro tipo, habían hecho circular la historia de ser hi­jos naturales del último legítimo soberano. También en la Roma imperial sucedió algo semejante cuando Septimio Severo dejó que corriese la noticia de que era hijo natural de Marco Aurelio.
            Se podrá observar que en esta historia la reina Olimpíade no sale bien parada y menos aún el rey Filipo, y que ni siquiera la imagen de Nectanebo II sale particularmente ennoblecida por una semejante haza­ña de salteador de caminos, pero lo importante era el resultado. A uno se le ocurre preguntarse si Alejandro nunca estuvo al corriente, si toleró de algún modo o si no aprobó una versión semejante de su concepción. Por lo que nos consta, su origen divino nunca fue aceptado por sus compañeros y en algunos casos las fuentes hacen mención a ocurrencias y sarcasmos al respecto, pero no se puede excluir que la cultura popular en Egipto pudiera aceptar una versión semejante de los hechos que luego entraría a formar parte de la célebre Novela de Alejandro del Pseudo Calístenes, una historia por lo general fantasiosa de la aventura del macedonio que sería también bastante conocida durante nuestra  Edad Media.
            Resulta verosímil que Ptolomeo alentase más que reprimiese ese tipo de anécdotas en el intento de re-I orzar la legitimidad del poder macedonio en Egipto, unto más cuanto que la posesión de la momia de Alejandro venía a constituir su símbolo físico e ideológico. No sabemos por qué motivo habría querido antes enterrar el cuerpo del rey en Menfis; quizá para tener tiempo de construir la tumba en Alejandría, donde por lo menos durante cinco siglos fue objeto de visitas y de peregrinaciones, de veneración, de grandiosas ceremo­nias conmemorativas. La sepultura de Menfis es ates­tiguada por Pausanias («a la manera macedonia») y por Curcio Rufo1 con pocas palabras, pero es aceptada como verdadera por la mayor parte de los estudiosos. También el Pseudo Calístenes2 atestigua el traslado del cuerpo de Alejandro a Menfis, pero no así la sepultura: «Este augurio [del oráculo de Zeus Amón] puso fin a las preguntas; todos convinieron con Ptolomeo en transportar el cuerpo a la ciudad de Menfis, después de ha­berlo embalsamado». El sacerdote de Menfis, sin em­bargo, pronunció un oráculo desfavorable diciendo que la ciudad que había albergado ese cuerpo se vería ator­mentada por muchas guerras y batallas: «Entonces Ptolomeo lo llevó a Alejandría e hizo construir un monu­mento fúnebre, en el templo que fue llamado el "Soma ['cuerpo'] de Alejandro". Allí, pues, fueron colocados sus restos».
            El traslado a Alejandría tendría lugar, en cambio, al cabo de pocos años al decir de Curcio Rufo, mientras que Diodoro afirma:3 «El [Ptolomeo] decidió por el momento no mandarlo a Anión [Siwa], sino enterrarlo en la ciudad que Alejandro había fundado [...] Allí pre­paró un recinto sagrado digno de la gloria de Alejandro en cuanto a dimensiones y arquitectura. Sepultándolo en este lugar y honrándolo con sacrificios del tipo de aquellos que se ofrecen a los héroes y con magníficos juegos fúnebres, se ganó la gratitud no solo de los hombres sino también de los dioses».
            Es una afirmación en abierto contraste con lo que dicen Rufo y Pausanias. En Diodoro no hay rastro de la sepultura en Menfis, y la inhumación del cuerpo en Alejandría parece producirse poco antes de la invasión de Pérdicas. El texto de Diodoro continúa luego di­ciendo que Ptolomeo, por su generosidad y nobleza de ánimo, se ganó el favor de la población y muchos acu­dieron a enrolarse a su lado aunque el ejército real es­tuviese a punto de atacar al de Ptolomeo. Es interesan­te hacer notar que, según la versión de Diodoro, que contaba con una fuente proptolemaica, el pueblo estaba de su parte aunque se trataba de luchar contra los reyes herederos directos de Alejandro. Vemos, en suma, que los egipcios le consideraban un soberano legítimo: Ptolomeo se identificaba con Alejandro, que era el hi­lo de Amón y su presencia en la ciudad era fuente de legitimidad para su poder.
            Hay aquí también una alusión al lugar de la sepultura: se trata de un témenos, es decir, de un recinto sa­grado en el que se ensalza la tumba, una estructura de orígenes muy antiguos que encontramos ya en la ne­crópolis de la Edad del Bronce de cerca de la Puerta de los Leones de Micenas. En cuanto a las ceremonias de culto, son las tributadas a los héroes, o sea, a los semidioses, como sus antepasados Heracles y Aquiles, pero no a un dios. Hasta el propio Alejandro quiso pregun-i.ir al santuario oracular de Siwa si se podían tributar honores divinos a Hefestión; y Ptolomeo no podía ac­tuar de modo distinto, sobre todo por la presencia de sus tropas macedonias que quizá no habrían aceptado un culto divino. Es también interesante subrayar que la tumba de Alejandro no está aquí asociada a ninguna otra, como sucede, por ejemplo, en Estrabón, probable­mente porque la suya era la primera, lo cual hablaría en favor del hecho de que fue Ptolomeo I quien dio se­pultura a Alejandro y no Ptolomeo II. Zenobio,4 un re­copilador de proverbios griego que vivió en el siglo II d.C., dice que fue Ptolomeo Filopátor, es decir, Pto­lomeo IV, quien construyó el monumento funerario «en el centro de la ciudad», o «en medio de la ciudad», que luego fue llamado sema («signo»), y que allí fue en­terrado Alejandro.
            A partir de ese momento, quienes han investigado sobre la tumba de Alejandro comienzan a considerar el testimonio de fuentes en un cierto sentido directas, es decir, de autores que personalmente han visto u oído hablar de las características y de la ubicación del mo­numento en un tiempo más próximo a ellos o contem­poráneo; en efecto, hay que tener presente que ninguna de las numerosas fuentes contemporáneas de Alejandro ha sobrevivido y que todo lo que tenemos se remonta como mínimo a tres siglos después.
            Un testimonio muy interesante es el de Lucano, el poeta latino sobrino de Séneca muerto con solo vein­tiséis años de edad, obligado al suicidio por Nerón por sus sentimientos republicanos y por haber tomado par­te en la conjura de los Pisones para asesinarlo. De él nos queda el poema épico titulado Farsalia, que narra la guerra civil entre César y Pompeyo y dedica algunos versos a la sepultura de Alejandro y de los Ptolomeos. Se trata de un pasaje al que los estudiosos prestan aten­ción porque el tío de Lucano, Séneca, había vivido un tiempo en Egipto y había escrito una obra dedicada a los edificios sagrados.3 Lucano podía haberla consulta­do o haber hablado directamente con su tío. En este pasaje el poeta habla de la tumba de Alejandro y de la de los Ptolomeos, que debían de estar en las cercanías, rematadas de pirámides y de mausoleos.6
            No hay que pensar en pirámides propiamente di­chas, sino en imitaciones de tamaño reducido como debían de ser las que inspiraron la pirámide Cestia, que .uní puede verse incorporada en el tramo de la muralla aureliana cerca de Porta San Paolo. En cambio, por lo que se refiere a los mausolea, se debe pensar en monu­mentos fúnebres de tipo griego que tomaban el nom­bre de la grandiosa sepultura de Mausolo, dinasta de Caria, que hacía poco que había sido construida cuan­do Alejandro conquistó Halicarnaso y del que no nos queda prácticamente nada. Estaba incluida entre las siete maravillas del mundo.
            En otro pasaje de la Farsalia, Lucano describe a Cé-s.ir, quien desdeñando cualquier otra maravilla de la ciudad de Alejandría, desciende a la tumba del héroe macedonio: «effosum [...] cupide descendit in antrum», «impaciente [...] bajó a la tumba subterránea».7 Effosum significa en realidad «excavado» y, por consiguien­te, debemos entender que la cámara sepulcral en la que reposaba la momia del caudillo estaba debajo, excava­da respecto al nivel del suelo. Así pues, siempre esta­mos dentro de la tipología utilizada por Manolis Andronikos en Vergina.
            Como es notorio, César, una vez derrotado Pompeyo en Farsalia en 48 a.C., lo persiguió hasta Egipto, donde el joven rey Ptolomeo XIV lo había hecho ma­tar por consejo e iniciativa de sus ministros y generales que pensaban que ello complacería a César. Este se sin­tió muy contrariado e inmediatamente puso sitio a Ale­jandría, donde sin embargo permaneció atrapado du­rante varios meses, asediado por las milicias egipcias fieles a la dinastía, y estuvo varias veces al borde de la muerte. La epopeya que cuenta estos acontecimientos, el Bellum Alexandrinum, forma parte del corpus cesariano y es atribuida a uno de sus generales, Aulo Hircio, que habría muerto en 43 a.C. en la guerra civil de Mo­dem mientras revestía el consulado, pero la atribución todavía es objeto de discusión. Sorprende, en cualquier caso, el silencio total de esta fuente sobre la tumba de Alejandro y sobre el hecho de que César pudiera ha­berla visitado. En efecto, como veremos a continua­ción, la tumba debía de estar situada en la zona del pa­lacio real donde César estaba parapetado. Cabe decir que este hecho es altamente probable, pero se trata de un acontecimiento que solo podemos imaginar. Se dice que César, cuando era cuestor en Hispania, lamentaba no haber hecho nada digno de su nombre, mientras que Alejandro, mucho más joven, ya había sometido a gran parte del mundo conocido. Quizá aquellas pala­bras le venían a la mente mientras contemplaba los ras­gos del gran conquistador.
            En otro pasaje del poema8 se habla de un extructus mons que remataba la tumba, y también esto nos lleva de nuevo a la tipología de las tumbas reales de Vergina. Así pues, integrando a Diodoro y Lucano, podemos pensar en un recinto de mampostería que delimitaba una zona de sepulturas en la que se construyó primero el sepulcro de Alejandro, constituido probablemente por un aromos (pasillo de acceso) o por un vestíbulo y por una cámara sepulcral que contenía el sarcófago de oro y estaba rematado de una pequeña colina artificial, el extructus mons recordado por Lucano.
            El próximo visitante ilustre atestiguado por las fuentes es Octaviano, que llega a Egipto de modo parecido a como lo hizo César, persiguiendo a su rival Amonio después de haber vencido en la batalla de Actium. No hubo un verdadero enfrentamiento. Los  hombres de Antonio se pasaron al enemigo y a él no le quedó más remedio que quitarse la vida. Su mujer Cleopatra, última soberana de la dinastía ptolemaica, le siguió poco después a la tumba al hacerse morder, como manda la tradición, por un áspid. En septiembre de 30 a.C., Octaviano era el señor indiscutido de todo el mundo romano y también podía dedicarse a visitar Alejandría, quizá en esa época una de las más bellas y avanzadas ciudades del mundo, y es aquí donde Suetonio,9 en su biografía de Augusto, describe la visita a la tumba de Alejandro: «Por esta misma época hizo sacar del interior del templo y exponer ante sus ojos el sarcófago y el cuerpo de Alejandro Magno y le rindió homenaje poniéndole en la cabeza una corona de oro y cubriéndole de flores; se le preguntó también si que­ría ver la tumba de los Ptolomeos, pero contestó: que había venido a ver a un rey, no a unos cadáveres». Dión Casio,10 al narrar el mismo episodio, cuenta que Augus­to tocó la momia de Alejandro de manera que le rom­pió la nariz. En cambio no quiso ver los restos de Ptolomeo, a pesar de la insistencia de los alejandrinos, con la excusa de que había venido a ver a un rey y no a unos cadáveres.
            Evidentemente, tanto Suetonio como Dión Casio beben de la misma fuente porque mencionan la misma respuesta de Octaviano a quien le quiere mostrar las tumbas de los Ptolomeos (o de Ptolomeo). Dión, ade­más, se refiere a la anécdota de la rotura de la nariz, que se cree que sucedió mientras Octaviano intentaba co­locar la corona en la cabeza de la momia. De las pala­bras de Suetonio se entiende que la necrópolis real ha­bía surgido en torno al sema, es decir, al recinto donde se hallaba el montículo de Alejandro, pero estaba sepa­rada. Dión Casio parece distinguir la sepultura de Pto­lomeo de la de Alejandro.
            Entre los ilustres visitantes de la tumba a menudo también se incluye al emperador Calígula (Cayo Julio César Germánico) basándose en un pasaje de Sueto­nio.11 En realidad el pasaje no autoriza necesariamente a pensar que Calígula se dirigiera alguna vez a Alejan­dría, sino que simplemente se hizo traer la coraza del conquistador para ponérsela: «Llevó con frecuencia las insignias triunfales y a veces también la coraza de Ale­jandro Magno que hizo sustraer [repetitum] de su tumba». Un gesto de algún modo explicable; su padre Germá­nico se las había dado varias veces de un nuevo Ale­jandro y los historiadores distinguen en él ese tipo de comportamiento y de preocupación por la propia ima­gen que se conoce como imitatio Alexandri: es verosímil que el joven Calígula quedara impresionado por ello.12
            Sabemos, en cualquier caso, que sobre el sarcófago de oro de Alejandro había sido colocada su armadura durante el viaje del convoy fúnebre desde Babilonia. Es probable que hubiera permanecido allí hasta el mo­mento en el que Calígula la hizo retirar. Tras esto no tenemos más noticias. No sabemos, por tanto, si la preciosa reliquia fue devuelta o se perdió. Si no desapareció durante los tumultos de los pretorianos que siguieron a su asesinato el 24 de enero del 41 d.C., no cabe excluir que el sucesor de Claudio la hiciera devolver discretamente. Claudio era un apasionado de la Anti­güedad y un estudioso de notable nivel, y la cosa no sería inverosímil.
            Después de esto no tenemos noticias directas de oíros ilustres visitantes hasta Septimio Severo, del que hablaremos más adelante. Sin embargo, es muy proba­ble que otros emperadores romanos visitaran el lugar en sus estancias en Alejandría: casi con toda seguridad Adriano, que fue un ferviente admirador de Alejandro v que precisamente en Egipto perdió a su amado Antínoo, ahogado en el Nilo en circunstancias poco claras.

            En cualquier caso, en este punto conviene volver atrás por un momento al período entre el 24 y el 20 a.C., cuando Estrabón, famoso historiador y geógrafo de la época augústea (de él nos ha llegado solamente la obra geográfica), se encontró en Alejandría y tuvo ocasión Je- visitar y luego describir la tumba de Alejandro. En aquel momento, Alejandría era una de las ciudades más grandes y cosmopolitas del Mediterráneo y habían pa-s.ido solamente unos pocos años desde la muerte de la ultima reina de Egipto, Cleopatra VIL

1.     Véase capítulo 5, nota 7.
2.     Pseudo Calístenes, III, 34.
3.     Diodoro, XVIII, 28, 3.
4.     Zenobio, Proverbios, III, 94.
5.     De situ et sacris Aegyptiorum.
6.     Lucano, Farsalia, VIII, 696-697: «cum Ptolomaerorum manes seriemque pudendam pirámides claudant indignaque mausolea», «mientras los manes de Ptolomeo y la se­rie ignominiosa de los soberanos de Egipto son encerrados indignamente en pirámides y mausoleos».
7.     Farsalia, X, 19.
8.     Farsalia, VIII, 694.
9.     Suetonio, Augusto, 18.

10.    Dión Casio, LI, 16, 5.
11.    Suetonio, Caligula, LII.
12.    Braccesi, 2006, pp. 145 y ss.

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