Ya antes del
reinado de Ptolomeo circulaba por Egipto una historia curiosa que se refería al
nacimiento de Alejandro. Esta historia narraba que el último faraón,
Nectanebo II, derrotado por Artajerjes III Oco, emperador de los persas en 343 a .C. y desaparecido
misteriosamente, había emigrado en realidad a Macedonia
y se había presentado
como un poderoso mago egipcio ante la reina Olimpíade durante un período en el
que el rey Filipo II estaba lejos, comprometido en una campaña militar.
Le había anunciado que el dios Amón (que los griegos
identificaban con Zeus) le habría visitado y al mismo tiempo habría concebido
un hijo. Luego, camuflado por Amón, había aparecido en su dormitorio.
De esa unión había
nacido a continuación Alejandro.
Se trata de una historia extraña y
grotesca seguramente elaborada en un ambiente egipcio, quizá en el primer
período después de la visita de Alejandro a Siwa. EI caudillo macedonio sabía perfectamente que para
reinar en Egipto era
necesario convertirse en egipcio. Sabía cuántas sangrientas revueltas habían
tenido que sofocar los persas y por eso se había dirigido a Siwa, donde
probablemente había hecho regalos muy generosos a los sacerdotes de ese templo
y donde había sido proclamado por el oráculo hijo de Amón y no de Egipto.
Luego, con el propósito de hacer que
el pueblo aceptara definitivamente un dominador extranjero, se había querido
reforzar el concepto. Así se había originado la leyenda de la aventura
mágico-erótica del último faraón autóctono de Egipto y último de la XXX
dinastía, Nectanebo II,
en tierra macedonia. En
virtud de esta historia, Alejandro se convertía en bastardo de un faraón, pero
en cualquier caso siempre vástago de sangre egipcia. Y, por tanto, aceptable
de algún modo como soberano de la tierra del Nilo. Por otra parte, ya había
sucedido que hombres de sangre no propiamente noble, que habían subido al
trono por méritos militares o de otro tipo, habían hecho circular la historia
de ser hijos naturales del último legítimo soberano. También en la Roma
imperial sucedió algo semejante cuando Septimio Severo dejó que corriese la
noticia de que era hijo natural de Marco Aurelio.
Se podrá observar que en esta
historia la reina Olimpíade no sale bien parada y menos aún el rey Filipo, y
que ni siquiera la imagen de Nectanebo II sale particularmente ennoblecida por una semejante
hazaña de salteador de caminos, pero lo importante era el resultado. A uno se
le ocurre preguntarse si Alejandro nunca estuvo al corriente, si toleró de algún modo o si
no aprobó una
versión semejante de su concepción. Por lo que nos consta, su origen divino
nunca fue aceptado por sus compañeros y en algunos casos las fuentes hacen
mención a ocurrencias y sarcasmos al respecto, pero no se puede excluir que la
cultura popular en Egipto pudiera
aceptar una versión semejante de los hechos que luego entraría a formar parte de la
célebre Novela de Alejandro del Pseudo Calístenes, una historia por lo
general fantasiosa de la aventura del macedonio que sería también bastante
conocida durante nuestra Edad Media.
Resulta verosímil que Ptolomeo
alentase más que reprimiese ese tipo de anécdotas en el intento de re-I
orzar la legitimidad del
poder macedonio en Egipto, unto más cuanto que la posesión de la momia de
Alejandro venía a constituir su símbolo físico e ideológico. No sabemos por qué
motivo habría querido antes enterrar el cuerpo del rey en Menfis; quizá para
tener tiempo de construir la tumba en Alejandría, donde por lo menos durante
cinco siglos fue objeto de visitas y de peregrinaciones, de veneración, de
grandiosas ceremonias conmemorativas. La sepultura de Menfis es atestiguada por
Pausanias («a la manera macedonia») y por Curcio Rufo1 con pocas
palabras, pero es aceptada como verdadera por la mayor parte de los estudiosos.
También el Pseudo Calístenes2 atestigua el traslado del cuerpo de
Alejandro a Menfis, pero no así la sepultura: «Este augurio [del oráculo de
Zeus Amón] puso fin a las preguntas; todos convinieron con Ptolomeo en
transportar el cuerpo a la ciudad de Menfis, después de haberlo embalsamado».
El sacerdote de Menfis, sin embargo, pronunció un oráculo desfavorable
diciendo que la ciudad que había albergado ese cuerpo se vería atormentada por
muchas guerras y batallas: «Entonces Ptolomeo lo llevó a Alejandría e hizo
construir un monumento fúnebre, en el templo que fue llamado el "Soma
['cuerpo'] de Alejandro". Allí, pues, fueron colocados sus restos».
El traslado a Alejandría tendría
lugar, en cambio, al cabo de pocos años al decir de Curcio Rufo, mientras que
Diodoro afirma:3 «El [Ptolomeo] decidió por el momento no mandarlo a
Anión [Siwa], sino enterrarlo en la ciudad que Alejandro había fundado [...]
Allí preparó un recinto sagrado digno de la gloria de Alejandro en cuanto a
dimensiones y arquitectura. Sepultándolo en este lugar y honrándolo con
sacrificios del tipo de aquellos que se ofrecen a los héroes y con magníficos
juegos fúnebres, se ganó la gratitud no solo de los hombres sino también de los
dioses».
Es una afirmación en abierto
contraste con lo que dicen Rufo y Pausanias. En Diodoro no hay rastro de la
sepultura en Menfis, y la inhumación del cuerpo en Alejandría parece producirse
poco antes de la invasión de Pérdicas. El texto de Diodoro continúa luego diciendo
que Ptolomeo, por su generosidad y nobleza de ánimo, se ganó el favor de la
población y muchos acudieron a enrolarse a su lado aunque el ejército real estuviese
a punto de atacar al de Ptolomeo. Es interesante hacer notar que, según la
versión de Diodoro, que contaba con una fuente proptolemaica, el
pueblo estaba de su parte
aunque se trataba de
luchar contra los reyes herederos directos de Alejandro. Vemos, en suma, que
los egipcios le consideraban un soberano legítimo: Ptolomeo se identificaba con
Alejandro, que era el hilo de Amón y su presencia en la ciudad era fuente de
legitimidad para su poder.
Hay aquí también una alusión al
lugar de la sepultura: se trata de un témenos, es decir, de un recinto
sagrado en el que se ensalza la tumba, una estructura de orígenes muy antiguos
que encontramos ya en la necrópolis de la Edad del Bronce de cerca de la
Puerta de los Leones de Micenas. En cuanto a las ceremonias de culto, son las
tributadas a los héroes, o sea, a los semidioses, como sus antepasados Heracles
y Aquiles, pero no a un dios. Hasta el propio Alejandro quiso pregun-i.ir al
santuario oracular de Siwa si se podían tributar honores divinos a Hefestión; y
Ptolomeo no podía actuar de modo distinto, sobre todo por la presencia de sus
tropas macedonias que quizá no habrían aceptado un culto divino. Es también
interesante subrayar que la tumba de Alejandro no está aquí asociada a ninguna
otra, como sucede, por ejemplo, en Estrabón, probablemente porque la suya era
la primera, lo cual hablaría en favor del hecho de que fue Ptolomeo I quien dio
sepultura a Alejandro y no Ptolomeo II. Zenobio,4 un recopilador de proverbios
griego que vivió en el siglo II d.C., dice que fue Ptolomeo Filopátor, es
decir, Ptolomeo IV, quien construyó el monumento funerario «en el centro
de la ciudad», o «en medio de la ciudad»,
que luego fue llamado sema
(«signo»), y que allí fue enterrado Alejandro.
A partir de ese momento, quienes han investigado
sobre la tumba de Alejandro comienzan a considerar el testimonio de fuentes en
un cierto sentido directas, es decir, de autores que personalmente han visto u
oído hablar de las características y de la ubicación del monumento en un
tiempo más próximo a ellos o contemporáneo; en efecto, hay que tener presente
que ninguna de las numerosas fuentes contemporáneas de Alejandro ha sobrevivido
y que todo lo que tenemos se remonta como mínimo a tres siglos después.
Un testimonio muy interesante es el
de Lucano, el poeta latino sobrino de Séneca muerto con solo veintiséis años
de edad, obligado al suicidio por Nerón por sus sentimientos republicanos y por
haber tomado parte en la conjura de los Pisones para asesinarlo. De él nos
queda el poema épico titulado Farsalia, que narra la guerra civil entre
César y Pompeyo y dedica algunos versos a la sepultura de Alejandro y de los
Ptolomeos. Se trata de un pasaje al que los estudiosos prestan atención porque
el tío de Lucano, Séneca, había vivido un tiempo en Egipto y había escrito una
obra dedicada a los edificios sagrados.3 Lucano podía haberla
consultado o haber hablado directamente con su tío. En este pasaje el poeta
habla de la tumba de Alejandro y de la de los Ptolomeos, que debían de estar en
las cercanías, rematadas de pirámides y de mausoleos.6
No hay que pensar en pirámides
propiamente dichas, sino en imitaciones de tamaño reducido como
debían de ser las que
inspiraron la pirámide Cestia, que .uní puede verse incorporada en el tramo de
la muralla aureliana cerca de Porta San Paolo. En cambio, por lo que
se refiere a los mausolea, se debe pensar en monumentos fúnebres de
tipo griego que tomaban el nombre de la grandiosa sepultura de Mausolo,
dinasta de Caria, que hacía poco que había sido construida cuando Alejandro
conquistó Halicarnaso y del que no nos queda prácticamente nada. Estaba
incluida entre las siete maravillas del mundo.
En otro pasaje de la Farsalia, Lucano
describe a Cé-s.ir, quien desdeñando cualquier otra maravilla de la ciudad de
Alejandría, desciende a la tumba del héroe macedonio: «effosum [...] cupide
descendit
in antrum», «impaciente
[...] bajó a la tumba subterránea».7 Effosum significa en
realidad «excavado» y, por consiguiente, debemos entender que la cámara
sepulcral en la que reposaba la momia del caudillo estaba debajo, excavada
respecto al nivel del suelo. Así pues, siempre estamos dentro de la tipología
utilizada por Manolis Andronikos en Vergina.
Como es notorio, César, una vez derrotado Pompeyo en
Farsalia en 48 a .C.,
lo persiguió hasta Egipto, donde el joven rey Ptolomeo XIV
lo había hecho matar
por consejo e iniciativa de sus ministros y generales que pensaban que ello
complacería a César. Este se sintió muy contrariado e inmediatamente puso
sitio a Alejandría, donde sin embargo permaneció atrapado durante varios
meses, asediado por las milicias egipcias fieles a la dinastía, y estuvo varias
veces al borde de la muerte. La epopeya que cuenta estos acontecimientos,
el Bellum Alexandrinum, forma parte del corpus cesariano y es atribuida a uno de sus generales,
Aulo Hircio, que habría muerto en 43
a .C. en la guerra civil de Modem
mientras revestía el
consulado, pero la atribución todavía es objeto de discusión. Sorprende, en
cualquier caso, el silencio total de esta fuente sobre la tumba de Alejandro y
sobre el hecho de que César pudiera haberla visitado. En efecto, como veremos
a continuación, la tumba debía de estar situada en la zona del palacio real
donde César estaba parapetado. Cabe decir que este hecho es altamente probable,
pero se trata de un acontecimiento que solo podemos imaginar. Se dice que
César, cuando era cuestor en Hispania, lamentaba no haber hecho nada digno de
su nombre, mientras que Alejandro, mucho más joven, ya había sometido a gran
parte del mundo conocido. Quizá aquellas palabras le venían a la mente
mientras contemplaba los rasgos del gran conquistador.
En otro pasaje del poema8
se habla de un extructus mons que remataba la tumba, y también esto nos
lleva de nuevo a la tipología de las tumbas reales de Vergina. Así pues,
integrando a Diodoro y Lucano, podemos pensar en un recinto de mampostería que
delimitaba una zona de sepulturas en la que se construyó primero el sepulcro de
Alejandro, constituido probablemente por un aromos (pasillo de acceso) o
por un vestíbulo y por una cámara sepulcral que contenía el sarcófago de oro y
estaba rematado de una pequeña colina artificial, el extructus mons recordado
por Lucano.
El próximo visitante ilustre atestiguado por las
fuentes es Octaviano, que llega a Egipto de modo parecido a como lo hizo César,
persiguiendo a su rival Amonio después de haber vencido en la batalla de
Actium. No hubo un verdadero enfrentamiento. Los hombres de Antonio se pasaron al enemigo y a
él no le quedó más remedio que quitarse la vida. Su mujer Cleopatra, última
soberana de la dinastía ptolemaica, le siguió poco después a la tumba al
hacerse morder, como manda la tradición, por un áspid. En septiembre de 30 a .C., Octaviano era el
señor indiscutido de todo el mundo romano y también podía dedicarse a visitar
Alejandría, quizá en esa época una de las más bellas y avanzadas ciudades del
mundo, y es aquí donde Suetonio,9 en su biografía de Augusto,
describe la visita a la tumba de Alejandro: «Por esta misma época hizo sacar
del interior del templo y exponer ante sus ojos el sarcófago y el cuerpo de
Alejandro Magno y le rindió homenaje poniéndole en la cabeza una corona de oro
y cubriéndole de flores; se le preguntó también si quería ver la tumba de los
Ptolomeos, pero contestó: que había venido a ver a un rey, no a unos
cadáveres». Dión Casio,10 al narrar el mismo episodio, cuenta que
Augusto tocó la momia de Alejandro de manera que le rompió la nariz. En
cambio no quiso ver los restos de Ptolomeo, a pesar de la insistencia de los
alejandrinos, con la excusa de que había venido a ver a un rey y no a unos
cadáveres.
Evidentemente, tanto Suetonio como
Dión Casio beben de la misma fuente porque mencionan la misma
respuesta de Octaviano a
quien le quiere mostrar las tumbas de los Ptolomeos (o de Ptolomeo). Dión, además,
se refiere a la anécdota de la rotura de la nariz, que se cree que sucedió
mientras Octaviano intentaba colocar la corona en la cabeza de la momia. De
las palabras de Suetonio se entiende que la necrópolis real había surgido en
torno al sema, es decir, al recinto donde se hallaba el montículo de
Alejandro, pero estaba separada. Dión Casio parece distinguir la sepultura de
Ptolomeo de la de Alejandro.
Entre los ilustres visitantes de la
tumba a menudo también se incluye al emperador Calígula (Cayo Julio César Germánico) basándose en un pasaje
de Suetonio.11 En realidad el pasaje no autoriza necesariamente a
pensar que
Calígula se dirigiera
alguna vez a Alejandría, sino que simplemente se hizo traer la coraza del
conquistador para ponérsela: «Llevó con frecuencia las insignias triunfales y a
veces también la coraza de Alejandro Magno
que hizo sustraer [repetitum] de su tumba». Un gesto de algún
modo explicable; su padre Germánico se las había dado varias veces de un nuevo
Alejandro y los historiadores distinguen en él ese tipo de comportamiento y de
preocupación por la propia imagen que se conoce como imitatio Alexandri: es
verosímil que el joven Calígula quedara impresionado por ello.12
Sabemos, en cualquier caso, que
sobre el sarcófago de oro de Alejandro había sido colocada su armadura durante
el viaje del convoy fúnebre desde Babilonia. Es probable que hubiera
permanecido allí hasta el momento en el que Calígula la hizo retirar. Tras esto no
tenemos más noticias. No
sabemos, por tanto, si la preciosa reliquia fue devuelta o se perdió. Si no
desapareció durante los tumultos de los pretorianos que siguieron a su
asesinato el 24 de enero del 41 d.C., no cabe excluir que el sucesor de Claudio
la hiciera devolver discretamente. Claudio era un apasionado de la Antigüedad
y un estudioso de notable nivel, y la cosa no sería inverosímil.
Después de esto no tenemos noticias directas de
oíros ilustres visitantes hasta Septimio Severo, del que hablaremos más
adelante. Sin embargo, es muy probable que otros emperadores romanos visitaran
el lugar en sus estancias en Alejandría: casi con toda seguridad Adriano, que
fue un ferviente admirador de Alejandro v que precisamente en Egipto perdió a
su amado Antínoo, ahogado en el Nilo en circunstancias poco claras.
En cualquier caso, en este punto
conviene volver atrás por un momento al período entre el 24 y el 20 a .C., cuando Estrabón,
famoso historiador y geógrafo de la época augústea (de él nos ha llegado
solamente la obra geográfica), se encontró en Alejandría y tuvo ocasión Je-
visitar y luego describir la tumba de Alejandro. En aquel momento, Alejandría
era una de las ciudades más grandes y cosmopolitas del Mediterráneo y habían
pa-s.ido solamente unos pocos años desde la muerte de la ultima reina de
Egipto, Cleopatra
VIL
1. Véase capítulo 5, nota 7.
2.
Pseudo Calístenes, III, 34.
3.
Diodoro, XVIII, 28, 3.
4.
Zenobio, Proverbios, III, 94.
5. De situ et sacris Aegyptiorum.
6.
Lucano, Farsalia, VIII, 696-697: «cum
Ptolomaerorum manes seriemque pudendam pirámides claudant indignaque mausolea», «mientras los manes de Ptolomeo y la serie
ignominiosa de los soberanos de Egipto son encerrados indignamente en pirámides
y mausoleos».
7. Farsalia, X, 19.
8. Farsalia, VIII, 694.
9. Suetonio, Augusto, 18.
10.
Dión Casio, LI, 16, 5.
11.
Suetonio, Caligula, LII.
12.
Braccesi, 2006, pp. 145 y ss.
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