on cierta libertad, transcribo
aquí un relato de Hesíodo, autor beocio que vivió en el siglo vii antes de
Cristo. Pertenece a su poema didáctico Trabajos y días:
Al principio los dioses inmortales que moran en el Olimpo crearon
una raza de hombres de oro. En aquel entonces Cronos reinaba en el cielo.
Aquellos hombres vivían como dioses, sin preocupaciones ni trabajos.Vivían
entre fiestas, sin sufrir la enojosa vejez. La tierra fértil les brindaba por
sí sola sus frutos. Eran hombres ricos en rebaños y queridos por los dioses.
Cuando desaparecieron, se convirtieron en espíritus benignos de la tierra,
protectores de los mortales.
Tras ellos vino una segunda raza: los hombres de plata, inferiores a
los de oro en inteligencia y aspecto. Se quedaban cien años con sus madres sin
llegar a madurar,' y cuando se hacían hombres vivían poco tiempo por culpa de
su ignorancia. Enojado porque no hacían los sacrificios debidos a los dioses,
Zeus los sepultó bajo tierra.
Después Zeus creó una tercera raza: los hombres de bronce, nacidos
de los fresnos, vigorosos y temibles. Sólo les interesaba la guerra. Sus armas
y sus casas eran de bronce, y con el bronce trabajaban, pues no existía todavía
el oscuro hierro. Acabaron matándose entre ellos y se hundieron en la inmensa
mansión de Hades.
Tras esta raza creó Zeus a una cuarta, más justa: la de los héroes
llamados semidioses, la misma que nos precedió sobre la tierra. Pero unos
murieron víctimas de la aciaga guerra en Tebas, la ciudad de las siete puertas,
o bien tras cruzar el mar hacia Troya por culpa de Helena, la de hermosos
cabellos.
¡Ojalá yo hubiera muerto antes o hubiese nacido después! Pues ahora
existe la raza de los hombres de hierro. El padre no se parece a sus hijos, ni
los hijos a su padre. El anfitrión no respeta al huésped ni el amigo al amigo.
Estos hombres de hierro desprecian a sus padres en la vejez. No reconocen al
que cumple sus promesas ni al justo ni al hombre honrado. La justicia se cobra
por la fuerza de las manos.
En esta era, lo único que
tendrán los mortales serán penosos dolores, y sus males no conocerán remedio.
Esta historia rezuma pesimismo. Hesíodo, hay que decirlo, era un
cascarrabias. No le faltaban razones: su hermano Perses, al que dedicó Trabajos
y días sin demasiado cariño, se había quedado con la herencia de su padre
sobornando a los jueces, aristócratas «devoradores de regalos». Además, nuestro
poeta trabajaba en el campo, una existencia muy dura que acaba infundiendo en
la gente una filosofia fatalista de la vida. Para Hesíodo, Ascra, la aldea de
Beocia donde vivía, era «mala en invierno, insoportable en verano y buena
jamás».
Con un estado de ánimo así, no es raro que el tópico de «cualquier
tiempo pasado fue mejor» salga a relucir constantemente en sus versos. Pero el
mito de las edades encierra algo más que un simple tópico. Habitualmente se
considera que las de oro y plata son metáforas para referirse a una especie de
paraíso terrenal que se fue perdiendo poco a poco. Pero detrás de las de bronce
y hierro puede esconderse una realidad arqueológica. «No existía aún el oscuro
hierro», afirma Hesíodo de la tercera raza de hombres. Creo que aquí nos
encontramos con una tradición genuina, la del paso de la Edad de Bronce a la
Edad de Hierro.A Hesíodo debió de llegarle el recuerdo de una época más
esplendorosa que la suya, la de la civilización micénica, que se correspondía
con una metalurgia basada todavía en el bronce. Aunque la tecnología del hierro
fuese más avanzada,' los primeros siglos que siguieron al final de la Grecia
micénica supusieron un retroceso general en las condiciones de vida.
Los hombres de bronce, según Hesíodo, a los que sólo les interesaba
la guerra, se mataron combatiendo entre sí. Curiosamente, el poeta intercaló
después de ellos la edad de los héroes. Aunque en realidad estos héroes, los
protagonistas de las principales sagas mitológicas, pertenecían a la Edad de
Bronce, su prestigio era tanto que Hesíodo no podía despacharlos sin más bajo
tierra como a los demás hombres broncíneos.
No es casualidad que la guerra
de Troya, en la que perecieron tantos héroes, fuese una campaña de las
postrimerías de la civilización micénica. Como ya hemos adelantado, aquélla fue
una época de caos y destrucción.
,De verdad fue tan traumático el final de la Edad de Bronce? El
registro arqueológico indica que sí. Hasta tal punto lo fue que, como ya he
comentado, algunos autores hablan de la «Catástrofe» con mayúscula, y hay
muchos libros dedicados a elucidar esta misteriosa cuestión. Sabemos más o menos
lo que ocurrió, pero existen muchas dudas sobre las causas. Una oleada de
destrucción sacudió como un tsunami todo el Mediterráneo oriental, y acabó de
forma devastadora con aquel mundo próspero y refinado y con las redes de
comercio y relaciones diplomáticas que se habían tejido entre Egipto, Siria, el
imperio hitita y la Grecia micénica. Los hechos son éstos:
En Anatolia, sede del imperio hitita, los principales asentamientos
sufrieron una serie de ataques y destrucciones hacia el año 1200. En la capital
imperial, Hattusas, se ha encontrado una gran capa de cenizas, madera
carbonizada y restos de ladrillos de adobe fundidos por las altísimas
temperaturas que debió alcanzar el incendio.
En Chipre, las ciudades principales, como Citión y Sinda, resultaron
destruidas hasta dos veces en unas pocas décadas. Otros poblados menores fueron
abandonados por sus habitantes.
En Siria, la ciudad de Ugarit, que había llegado a convertirse en un
emporio comercial y que incluso tenía un barrio griego, fue arrasada por las
llamas y nunca volvió a ser rehabilitada: la destrucción llevada al grado
extremo.
En cuanto a Egipto, en torno al año 1200, los faraones Merneptah y
Ramsés III tuvieron que luchar en repetidas ocasiones contra ejércitos de
invasores que amenazaban con destruir su reino. En sus inscripciones los
enemigos aparecen mencionados como «pueblos del mar», una denominación que ha
alcanzado cierta popularidad -dentro de lo popular que pueda llegar a ser la
historia antigua-. Egipto logró sobrevivir, pero no sin sufrir daños.Apenas
unas décadas después del esplendor conocido durante el reinado de Ramsés II, el
país del Nilo fue entrando en una larga decadencia de la que nunca se recuperó.
¿Qué ocurrió en Grecia, el lugar que más nos interesa? Casi todos
los grandes centros del continente fueron devastados por las llamas, y algunos
de ellos quedaron despoblados para siempre. En el norte, las huellas de
destrucción llegan hastaYolco, cuna del mito de Jasón y los Argonautas.
Descendiendo hacia el sur, Tebas fue saqueada hasta dos veces, y tardó mucho
tiempo en recuperarse. Al llegar al istmo de Corinto, que separa el Peloponeso
del resto de Grecia, encontramos los restos de un muro de fortificación que
pretendía atravesarlo de mar a mar, pero que no debió completarse. Resulta
curioso que setecientos años más tarde los griegos volvieran a construir otra
muralla en el mismo punto, en esta ocasión para defenderse de la invasión de
Jerjes. ¿Temían en el año 1200 una amenaza tan terrible como la de los persas?
Micenas sufrió ataques que al
principio sólo afectaron a las casas situadas fuera de las murallas de la
ciudadela. Pero en una segunda oleada, ni siquiera la Puerta de los Leones pudo
resistir, y la dorada Micenas fue saqueada e incendiada. Lo mismo sucedió con
Tirinto, Dendra y Midea. Hay huellas de destrucción en las cercanías de
Esparta. El llamado «palacio de Néstor» de Pilos también sucumbió a las llamas,
y la mayoría de las poblaciones de las cercanías fueron abandonadas por sus
moradores.
Todavía faltan por excavar muchos lugares en Grecia. Aun así,
podemos hacernos una idea de los resultados de esta destrucción: de 500
asentamientos localizados por los arqueólogos en la Grecia continental durante
el periodo micénico, la mitad desaparecieron en este convulso final de
época.Algunos autores -los más extremistas, cierto es- calculan que hacia el
año 1100 el número de habitantes se había reducido a la décima parte de los que
poblaban Grecia en 1200.
Después de la llamada Catástrofe, Grecia entró en una larga y silenciosa
edad oscura de la que no saldría hasta el siglo vüi. ¿Qué pudo motivar esta
catástrofe que acabó con los estados micénicos y provocó un retraso de varios
siglos en la civilización de todo el Mediterráneo oriental?
CAUSAS NATURALES
Según algunos autores, no fueron causas humanas las que provocaron
toda esta destrucción, sino la furia de la naturaleza. Existen varias de estas
hipó tesis que podríamos llamar genuinamente «catastrofistas», algunas más
verosímiles y otras menos.
Varios arqueólogos proponen
que una serie de terremotos devastadores arrasó estas culturas de la Edad de
Bronce. En principio, no se trata de una teoría descabellada.
Tanto Grecia como Turquía se encuentran muy cerca de la zona de
contacto entre dos grandes placas tectónicas: la africana y la euroasiática. La
primera se desplaza en sentido contrario a las agujas del reloj y se hunde bajo
la europea en una zona de subducción. Lo hace a razón de tres centímetros
anuales: un ritmo que no puede calificarse de vertiginoso, pero suficiente para
acumular tensiones que, cuando se liberan, lo hacen de forma brutal. Algo así
como dos esposos que llevan años sin hablarse y que, cuando por fin discuten,
dan tales voces que retiembla todo el bloque. Se calcula que en esta zona del Egeo
se libera el cinco por ciento de toda la energía sísmica del mundo. Por eso los
terremotos son tan frecuentes en Grecia, así como en Anatolia. Sin apenas
remontarnos en el tiempo, en agosto de 1999, un seísmo en el noroeste de
Turquía provocó 17.000 muertes. No muchos días después, en septiembre, 138
personas murieron en Grecia por otro temblor de tierra.'
Sin embargo, por muy aterrador y destructivo que pueda resultar un
terremoto, no hay ejemplos del pasado en que haya acabado con toda una
civilización. En la historia de Grecia se da algún caso extremo, como el
destino que sufrió la ciudad de Hélice, situada al norte del Peloponeso. En una
noche del año 373 a.C. sufrió un seísmo que, según los cálculos de los expertos
actuales, superó los 7 grados Richter. Los habitantes de las ciudades cercanas
que acudieron al rescate al día siguiente no encontraron cadáveres ni edificios
ni nada: Hélice había desaparecido literalmente del mapa junto con sus
moradores. Aunque estaba situada a unos dos kilómetros del mar, las aguas del
golfo de Corinto la habían engullido. Es de suponer que se produjo un tsunami,
pero eso no bastaría para explicar lo sucedido. Debió abrirse una falla al sur
de la ciudad, y todo el terreno que había entre dicha fractura y el golfo cayó de
golpe varios metros hasta quedar bajo el nivel del mar.
Después de aquello, los pescadores procuraban evitar aquel sitio,
pues las redes que arrojaban al agua se enganchaban con la punta del tridente
de una estatua de Poseidón, que antes se alzaba en la ciudad y ahora estaba
sumergida. Irónicamente, Hélice era conocida por ese santuario de Poseidón,
dios... de los terremotos.
Exceptuando este ejemplo tan
dramático, lo habitual era que los supervivientes enterraran a sus muertos,
reconstruyeran las casas y las murallas y siguieran con sus vidas. En el año
464 a.C., Esparta, por ejemplo, sufrió un terremoto que, según el historiador
Diodoro, mató a 20.000 personas. La sacudida provocó además una revuelta de los
ilotas, los siervos sometidos por Esparta, de modo que la ciudad tuvo que
enfrentarse a dos calamidades juntas.Y sin embargo, sobrevivió y siguió siendo
lo bastante poderosa como para enfrentarse a Atenas en una larga guerra no
muchos años después.
Hay más objeciones a esta teoría. La primera parece de sentido
común: ¿una oleada de terremotos devastadores y prácticamente simultáneos en
lugares tan alejados? No parece demasiado verosímil. Una segunda: ¿dónde están
los cadáveres? Cuando se produce una catástrofe de este tipo, se encuentran
cuerpos in situ. Ocurre así incluso con los volcanes, que avisan antes que los
terremotos: los cuerpos hallados en Pompeya y Herculano lo demuestran.También
resulta llamativo que las grandes tumbas de thólos salieran intactas de
sacudidas tan fuertes. En mi opinión, podemos descartar los terremotos.
Una teoría que a primera vista parece más creíble, y que podría
gozar de más aprecio en una época como la nuestra, tan preocupada por el clima,
es la de la sequía. En el año 1966 el arqueólogo estadounidense Rhys Carpenter
propuso la hipótesis de que la Grecia micénica había sucumbido a los efectos
catastróficos de una larga e intensa sequía que afectó también a Grecia y
Anatolia.
En España, un país con zonas muy secas, somos conscientes en las
ciudades, vagamente conscientes- de que el campo sufre cuando no llueve; pero
en general, una sequía significa para nosotros incomodidades y cortes de agua
en verano. En cambio, para los antiguos griegos la lluvia podía suponer la
diferencia entre la vida y la muerte. En buena parte de Grecia las
precipitaciones son muy escasas, como también lo eran en la Antigüedad. Si las
lluvias no superaban los 300 milímetros anuales (equivalentes a 300 litros por
metro cuadrado), la cosecha de trigo se perdía. La de cebada todavía podía
salvarse, pero por debajo de los 200 milímetros también quedaba arruinada.
Peter Garnsey, especialista en este campo, calcula que en Atenas se perdía la
cosecha de trigo uno de cada cuatro años, y la de cebada uno de cada veinte
(Garnsey, 1999). En otros lugares de Grecia las cifras variaban, pero no
demasiado. Por suerte, las sequías no solían afectar a todo el Egeo, de modo
que en la Época Clásica una ciudad como Atenas podía importar grano de la isla
de Eubea o, más lejos, del mar Negro o de Egipto.
Supongamos que se desató una
sequía más prolongada. Las reservas de cereales almacenados se habrían agotado
al segundo o como mucho al tercer año. Los pastos, secos, no habrían podido
alimentar al ganado. Si la sequía afectó tanto a Grecia como a Anatolia, los
micénicos debieron tenerlo muy dificil para encontrar cereal en otros lugares.
La escasez se convirtió en hambruna, y los habitantes del campo atacaron las
ciudades para saquear los almacenes de la aristocracia gobernante. De modo que,
según Carpenter, no fueron invasores del exterior quienes destruyeron las
fortalezas micénicas o las hititas, sino la propia gente de dentro.
¿Existen pruebas de una sequía tan larga? Se cree que el clima de
Grecia en la Antigüedad era muy parecido al de ahora, así que algunos científicos
han intentado encontrar paralelos actuales de aquella supuesta sequía. Tres
climatólogos descubrieron que entre noviembre de 1954 y marzo de 1955 se
produjeron en el Peloponeso unas condiciones inusitadas y muy similares a las
propuestas por Carpenter: una reducción de las lluvias de un cuarenta por
ciento en una tierra ya de por sí bastante seca (Fagan, 2005). La escasez de
precipitaciones afectó también a Turquía, donde estaba centrado el anticiclón
invernal causante de la situación anómala, pero no tanto a Atenas ni al
noroeste de Grecia. Curiosamente, Atenas no sufrió los efectos de la
Catástrofe.
Lo que los tres climatólogos sugieren es que existe un modelo
anticiclónico que podría producir las condiciones precisas para causar sequía
en la Grecia micénica y a la vez en el imperio hitita. De haberse repetido ese
modelo varios años seguidos, habría provocado una hambruna. ¿Cómo se
explicarían las destrucciones en Siria o los ataques a Egipto, que no sufrieron
la sequía? Muchos habitantes de Grecia o de Anatolia, en lugar de resignarse a
morir de hambre, se habrían reunido en hordas de saqueadores o piratas para
dirigirse al sur y atacar otras ciudades más lejanas, cuyos graneros debían de
estar llenos de trigo y cebada.
En su libro Collapse of the Bronze
Age, el erudito independiente Manuel Robbins añade una siniestra guinda a la
teoría de la sequía. «Para empeorar las cosas, a la sequía y la hambruna pudo
seguirlas un azote aún peor: la peste. Ningún otro hecho natural tiene el poder
de devastar poblaciones, romper los vínculos sociales y evitar la recuperación»
(Robbins, 2001, p. 141).
Las grandes epidemias son relativamente recientes, pues requieren
que haya aglomeraciones humanas muy concentradas para que los microbios
causantes puedan «saltar» vivos de una persona a otra.
¿Podría haber llegado la peste a Europa hacia el año 1200 a.C.? Es
posible, pero también hay otras enfermedades infecciosas que podrían haber
diezmado a la población de la Edad de Bronce. Sin abandonar la Antigüedad, en
el año 430 a.C. una epidemia cayó sobre la ciudad de Atenas, que en aquel
momento se hallaba abarrotada por culpa del asedio al que la sometían los
espartanos. Muchos autores calculan que mató a la tercera parte de la
población, y aunque durante mucho tiempo se pensó que se trataba de la peste,
en los últimos años se han propuesto otras enfermedades infecciosas, como la
fiebre tifoidea, la gripe, la viruela, el ántrax o una forma de Ébola.
Los efectos de una epidemia devastadora, bien fuera peste o
cualquier otra, habrían agravado los de la sequía propuesta por Carpenter. El
historiador Tucídides, testigo y sufridor en su propia carne de lo que pasó en
Atenas en 430, cuenta cómo la plaga supuso una revolución moral, pues la gente,
convencida de que podía morir al día siguiente, no reparaba en las
consecuencias de sus actos y vivía «el momento», como diríamos ahora, sin
respetar las leyes.
Multipliquemos esos efectos por muchas más ciudades, o comparemos
con lo que ocurrió en la Peste Negra de 1348. El Decamerón es una recopilación
de relatos contados por nobles que han abandonado la ciudad de Florencia para
escapar de la epidemia. Igual que estos nobles, muchos habitantes de las
ciudades micénicas huirían de ellas, en algunos casos para no regresar jamás.
Alguien podría preguntar a qué se debieron los incendios. La respuesta sería:
algaradas populares y ataques de hordas de refugiados que huían, a su vez, de
otros lugares infectados.
La hipótesis de la sequía
combinada con una epidemia es tentadora. Pero la Europa del siglo xiv consiguió
recuperarse de la Peste Negra,' y no hay constancia de ataques generalizados
contra las grandes ciudades, ni por parte de invasores externos ni de
descontentos internos. Lo mismo podríamos decir de Atenas en 430 a.C. Hay
ejemplos históricos de multitudes hambrientas organizando motines, pero no
destruyendo ciudades. De nuevo, estamos ante una teoría que explica algunos
hechos, pero no todos.
Existe una fuerza natural que no es de esta tierra, y que puede
resultar más destructiva que volcanes, terremotos o sequías. Me refiero al
impacto de asteroides o meteoritos. Los astrónomosVictor Clube y Bill Napier
presentan esta hipótesis en un libro que los aficionados al catastrofismo no
pueden perderse: El invierno cósmico. Recurriendo a la vez a la arqueología y a
la mitología comparada, afirman que los incendios del final de la Edad de
Bronce se debieron a lluvias de meteoros, resultado de la desintegración
paulatina en su órbita del gran cometa Encke.
El libro de Clube y Napier es apasionante y está muy bien
documentado. Es cierto que la Tierra ha recibido fuertes impactos de meteoritos
en el pasado. El más reciente fue el de 1908 en Tunguska, Siberia, que devastó
el bosque en 60 kilómetros a la redonda. De haber caído sobre una ciudad, la habría
aniquilado. Pero ¿es posible imaginar un meteorito individual apuntando a todas
y cada una de las ciudades de la Edad de Bronce que acabaron incendiadas?
Además, aparte de los cráteres, los impactos de este tipo dejan unos residuos
característicos, como el iridio que llevó a los Álvarez a postular la teoría
del asteroide que cayó enYucatán y exterminó a los dinosaurios. No parece que
se hayan encontrado restos de ese tipo en estratos correspondientes a 1200 a.C.
CAUSAS HUMANAS
La explicación más extendida para la Catástrofe de finales del
Bronce tiene que ver con lo que los políticos actuales llamarían «flujos
migratorios masivos». Estos flujos se relacionan en parte con causas discutidas
en el apartado anterior, ya que de haberse producido una sequía prolongada con
su consiguiente hambruna, o incluso una epidemia, habría provocado una
auténtica marca humana, como sabemos que ocurre hoy día en numerosos lugares de
África.
Ya comentamos antes que hay
una denominación que se ha hecho popular para esta migración en masa: los
pueblos del mar. Este nombre aparece en dos inscripciones egipcias, una del
reinado de Merneptah y otra del de Ramsés III.
El primero de los dos faraones se enfrentó en el año 1208 contra un
tal rey Merire de Libia, que invadió la parte occidental del delta del Nilo con
un ejército en el que había aliados o mercenarios de tierras del norte. Entre
dichos aliados estaban los ekwesh, los tursha, los shekelesh y los shardana.
Los egiptólogos han tratado de identificar estos nombres. Los ekwesh serían los
aqueos, nuestros ya conocidos ahhiyawa de las fuentes hititas; los tursha los
tirsenos o tirrenos, naturales del oeste de Italia; los shekeles provendrían de
Sicilia; y los shardana de Sardinia, nombre antiguo de Cerdeña.'
Conocemos sus nombres por la minuciosa lista de bajas que nos
ofrecen los escribas de Merneptah. Un detalle escabroso: para contar el número
de enemigos muertos, los egipcios les cortaban el miembro viril y la mano
derecha. Al imaginarse a un bravo soldado egipcio presentándose ante su oficial
con un manojo de penes para recibir su recompensa, a uno se le tambalea un poco
la imagen de la avanzada civilización egipcia.
(Por alguna razón, sólo valían los penes con prepucio. Si estaban
circuncidados, no les convencían. Se ve que estos egipcios eran unos
remilgados).
En cuanto a Ramsés III, tuvo que enfrentarse nada menos que con tres
invasiones. En su inscripción aparece el siguiente párrafo, en el que se basa
la teoría de la migración masiva de los pueblos del mar:
Las naciones extranjeras tramaron una conspiración en sus islas.'
Todos los pueblos fueron desalojados y dispersados de sus tierras al mismo
tiempo por la batalla. Ningún país podía resistir a sus armas, desde Hatti,
Kode, Karkemish,Yereth yYeres [...].Avanzaban, precedidos por el fuego, hacia
Egipto.
Estaban aliados los peleset,
los theker, los shekelesh, los denye y los weshesh. Estos pueblos estaban
unidos, y pusieron sus manos sobre los territorios hasta el círculo de la tierra.
En sus corazones confiaban en el éxito de sus planes.
Este texto está grabado en el templo de Medina Habu, junto con el
relato de las batallas. En los relieves que lo ilustran aparecen los invasores
acompañados por carretas en las que viajan sus mujeres y sus hijos, lo que
demuestra que no se trataba de una incursión de saqueo al estilo de los
vikingos, sino de una migración con todas las de la ley. Los guerreros llevan
en la cabeza unos tocados que deben ser de plumas, pero que vistos de lejos parecen
más bien crestas al estilo punki.
Ramsés logró derrotar a esta confederación de pueblos y salvó a
Egipto de la destrucción que habían sufrido otros lugares, como Hatti -el
imperio hitita- o la importante ciudad siria de Karkemish. Pero a cambio perdió
sus enclaves en el Levante, donde se asentaron los peleset. Sobre este pueblo,
y por una vez, hay bastante consenso entre los expertos: se trataría de los
filisteos, que se instalaron en la tierra que por ellos recibió el nombre de
Palestina. Estos peleset tendrían poco que ver con los actuales palestinos:
probablemente procedían de la Creta minoica.
En otros detalles hay mucho menos consenso. Para algunos
historiadores, los pueblos del mar fueron los responsables de toda la oleada de
saqueos y destrucciones de la Catástrofe. Para otros, los cinco pueblos
mencionados eran en realidad víctimas del conflicto: otros atacantes -entre
ellos nuestros micénicos-, habrían destruido sus asentamientos en Anatolia,
Chipre y Siria. Sin hogar, los peleset y el resto de la troupe se pusieron en
camino hacia el sur, repitiendo con otros pueblos las mismas atrocidades que
les habían hecho a ellos.
Esto último no es en absoluto inverosímil, pues existen paralelos
históricos. Los pueblos germánicos que atacaron el Imperio romano y
precipitaron la caída de su mitad occidental habían sido expulsados de sus
tierras por otro pueblo aún más bruto y pendenciero que ellos: los tristemente
célebres hunos. Pero que la hipótesis sea verosímil no significa que también
sea cierta. Sobre todo, en lo que afecta a nuestra historia, no parece que los
pueblos del mar fueran los responsables de la destrucción de la civilización
micénica. Al contrario, los micénicos serían los villanos de esta historia.
Aunque hubieran actuado como matones con otros pueblos, todavía queda por
saber: ¿quién los atacó a ellos en su propio suelo?
Durante algún tiempo se pensó
que los micénicos podrían haber sufrido la invasión de los dorios, otra etnia
helénica. Según las propias tradiciones griegas, los dorios fueron los últimos
en llegar a Grecia, y su entrada en la península se identificaba con el mito
del retorno de los Heráclidas. Heracles era un héroe de todos los griegos,
ciertamente, pero sobre todo de los dorios, que se jactaban de ser sus
descendientes. De modo que el mito en cuestión sería una justificación a
posteriori para disfrazar como regreso lo que en realidad habría sido una
invasión.
Pero la mayoría de los expertos creen que la entrada de los dorios
se produjo al menos un siglo después de la Catástrofe: más que crear un vacío
de poder, los dorios se aprovecharon de él.
Otra posibilidad es que, mientras los micénicos se dedicaban a
incordiar a los vecinos de Anatolia -y en este contexto podría tal vez situarse
la guerra de Troya-, estallara una revuelta popular en los reinos de Grecia.
¿El motivo? Una crisis económica. Ésta se pudo desencadenar o bien por la
sequía de la que ya hemos hablado, o bien por problemas en las redes
comerciales internacionales de las que dependía cada vez más una economía tan
compleja y especializada como la de los reinos micénicos (la globalización de
la época).
También pudiera ser que, como decía Hesíodo, los hombres de bronce
se mataran entre ellos: las impresionantes fortificaciones micénicas,
levantadas sobre todo en la época inmediatamente anterior a la Catástrofe,
representarían una especie de carrera de armamentos entre los estados
micénicos, cuyas relaciones se habrían vuelto cada vez más hostiles. Aquí
tampoco faltan ejemplos posteriores: durante el siglo iv Atenas, Esparta y
Tebas se enfrentaron en constantes guerras por el control de Grecia. El
desgaste que sufrieron las tres ciudades fue tan grande que al final Grecia
cayó en manos de Filipo y su hijo Alejandro Magno como una fruta madura. Del
mismo modo, los micénicos podrían haber agotado sus fuerzas en estériles luchas
internas.
El historiador americano Robert Drews, al que ya mencionamos al
hablar de la procedencia del pueblo micénico, sostiene otra hipótesis in
teresante. Drews es aficionado a explicar este tipo de crisis mediante cambios
en las tácticas militares. Para él, los micénicos eran una élite indoeuropea
que se asentó en Grecia y la conquistó gracias a sus carros de combate. Durante
los siglos de su dominio, quienes hicieron la guerra fueron especialistas, y
prácticamente nunca se recurrió a reclutamientos en masa. Pero al final de la
Edad de Bronce, según Drews, apareció una nueva táctica que dejó obsoleto al
carro: grandes contingentes de infantería, armados con lanzas y espadas y
expertos en el combate cuerpo a cuerpo (Drews, 1993).Así combatían los pueblos
del mar que atacaron Egipto y que fueron derrotados. Pero otras bandas de
saqueadores y mercenarios tuvieron más éxito contra los hititas o las ciudades
del Levante.
¿Qué les ocurrió en concreto a
los micénicos? ¿Quién los atacó? Para Drews, los invasores también serían
griegos, pero que habitaban en las montañas situadas al norte y al oeste del
país. Mientras que los micénicos se habían civilizado y refinado por el
contacto con los minoicos, estos griegos de las montañas serían más bárbaros y
belicosos. Además combatían a pie y, lo que es más importante, lo hacían todos,
no sólo los miembros de la élite guerrera. Eso les habría dado la superioridad
militar necesaria para derrotar a los señores de la guerra micénicos con sus
carros.
Hoy día están apareciendo otras explicaciones más complejas que no
recurren a una única causa y que podríamos llamar «multifactoriales». Gómez
Espelosín lo resume muy bien:
El grado de sofisticación alcanzado por la civilización micénica
dependía para su correcto funcionamiento de una serie de factores que guardaban
una estrecha relación de dependencia mutua. Nos referimos a factores como la
agricultura y el mantenimiento de nivel de producción de alimentos, la metalurgia
y la obtención de las materias primas adecuadas, la especialización artesanal y
el consumo de una élite en estrecha dependencia del mantenimiento de las rutas
y circuitos comerciales con Oriente [...1.
La buena marcha del sistema exigía una armonía interna entre todos
ellos y su adecuación a las condiciones del medio ambiente. Un fallo o un
imprevisto en uno de ellos acarrearía, sin duda, una serie de reacciones en
cadena que iría incidiendo en el desarrollo de todos los demás (Espelosín,
2001, p. 49).
Estas reacciones en cadena
provocarían una crisis cuyo origen apenas comprenderían los propios afectados.
Pensemos en las actuales, tan dificiles de explicar y de resolver en una época
en la que precisamente no nos faltan economistas. La crisis mencionada habría
provocado desórdenes sociales y una situación perfecta para que invasores del
exterior -tal vez ayudados por descontentos del interior- atacaran las ciudades
micénicas, las saquearan y las incendiaran. Ahora bien, en lugar de conquistar
los reinos micénicos y sustituir a los antiguos gobernantes, estos invasores
sembraron el caos en toda Grecia y la sumieron en un atrasado letargo del que
tardaría varios siglos en despertar.
2 Para obtener hierro hace falta una
temperatura mucho más alta que para forjar bronce. La ventaja es que los
minerales ricos en hierro son mucho más abundantes.Ya hemos visto que minoicos
y micénicos tenían que buscar el cobre en Chipre y el estaño en lugares
remotos. El hierro, una vez dominada su tecnología, se podía obtener
prácticamente en cualquier lugar.
3 La tragedia tuvo al menos una consecuencia
positiva. La ayuda que prestó Grecia a Turquía tras el primer terremoto, que fue
luego correspondida, sirvió para aliviar las tensiones que siempre han reinado
entre ambos países.
a En la
novela ucrónica Tiempos de arroz y sal, de Kim Stanley Robinson, la
civilización occidental sucumbe a la plaga, y son la china y la árabe las que dominan
el mundo.
autores
piensan que no provenían de Sicilia ni Cerdeña, sino que «después» de esta
guerra se instalaron en esas islas y les dieron su nombre. Robert Drews
defiende la opinión contraria (Drews, 1993).
autores
que proponen la traducción «tierras costeras» mejor que «islas».
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