EL ARTE DE LA GUERRA
La guerra era el estado natural de los griegos.Así lo entendía el
filósofo Heráclito de Éfeso, conocido como El Oscuro, cuando afirmó: «La guerra
es la madre de todo». En realidad, él dijo «padre», porque el término griego
para guerra, pólemos, es masculino. Los guionistas de cine o de series de
televisión aseguran que la base de una historia es el conflicto entre los
personajes. En el fondo, Heráclito opinaba lo mismo, sólo que entre los
antiguos el conflicto solía llegar a las manos y a las armas.
Grecia estaba dividida en centenares de ciudades estado, lo que
suponía multiplicar hasta el infinito los enfrentamientos potenciales por
cuestiones de fronteras (visto el tamaño de algunas polis, casi habría que
hablar de lindes). No existían organismos internacionales como la ONU que
mediaran en dichos enfrentamientos, pero los propios griegos comprendían la necesidad
de fundarlos, o al menos de crear mecanismos de arbitraje.Ya hemos mencionado
una de las organizaciones más antiguas, la Anfictionía de Delfos, que
gestionaba la administración del santuario.
Con el tiempo, también se crearon alianzas militares, como la Liga
de Corinto, que se fundó para enfrentarse a la invasión persa de 480 y que
incluía a más de treinta estados. Sus miembros tenían que renunciar a toda
hostilidad entre ellos, lo que ya suponía cierto progreso hacia un orden
internacional. Tras la gran guerra se creó la Liga de Delos, una alianza
marítima que empezó siendo de índole defensiva y acabó convirtiéndose en una
especie de imperio ateniense. Pero lo cierto es que Grecia no se unió realmente
hasta que se convirtió en una provincia romana.
Los griegos eran conscientes
de que la guerra era una especie de arte, una práctica en la que se podía
mejorar mediante el adiestramiento fisico, e incluso mediante el estudio
intelectual. Por eso redactaron tratados sobre ella. El más temprano, escrito
por Eneas Táctico, data del siglo iv y trata sobre los asedios. En él
descubrimos, entre otros detalles, cuántas formas tenían los griegos de
traicionar a los suyos y abrir las puertas de una ciudad desde dentro. También
disponemos de una monografia del siglo i d.C. escrita por un tal Onasandro
sobre las características de un buen general.
Acaso influidos por el propio Onasandro y por otros autores antiguos
que tenían tendencia a buscar al «gran hombre» en cada batalla, hoy solemos
exagerar el papel del general o strategós en la Antigüedad. En un diálogo
escrito por Luciano intervienen como personajes Aníbal, Escipión y Alejandro,
debatiendo entre ellos quién ha sido el mejor general de todos los tiempos.
Pues bien, en muchos foros especializados de discusión se siguen repitiendo
estas discusiones con un ardor casi más propio de forofos futboleros.
Quizá esto se debe al afán casi novelístico de centrar la historia
en personajes individuales.Yo mismo lo hago en esta obra, que no es la historia
de Grecia, un ente abstracto, sino de personas concretas, los griegos. Pero hay
que tener cuidado de no exagerar, pues se acaba otorgando un papel casi
taumatúrgico a los generales. Se les acaba suponiendo capaces de improvisar
sobre la marcha y de imponer instantáneamente su voluntad a los soldados en
terrenos nunca tan lisos y despejados como los imaginamos, y todo ello en medio
del griterío de la batalla y de nubes de polvo. Para colmo, los jefes griegos
no podían ver gran cosa, puesto que combatían en primera fila, en el puesto más
arriesgado, lo que explica que a menudo los generales de un ejército vencido no
sobrevivieran a la derrota. Más de uno, como fue el caso de Epaminondas o de
Ciro el Joven, ni siquiera sobrevivió a la victoria.
El papel táctico fundamental de un general consistía en colocar las
tropas antes de la batalla. Si introducía alguna innovación en la formación de
los hoplitas, como hizo Epaminondas en la batalla de Leuctra, y el resultado
salía bien, ya se le podía considerar un genio. Pero lo cierto era que una vez
desatados los perros de la guerra, que diría Shakespeare, poco tenía ya que
hacer el general.
La función moral del strategós
era tan importante como la táctica, o quizá más. Justo antes de la batalla
arengaba a los hombres para inspirarles ardor y coraje, y durante ella combatía
al frente para demostrarles que compartía su destino. Buena parte del carisma
de Alejandro Magno se basaba en que él mismo encabezaba las cargas de su
caballería: de no haber actuado así, es dudoso que sus hombres lo hubiesen
seguido hasta la India.
LA INFANTERÍA
Al igual que todos identificamos a los ejércitos romanos con la
imagen del legionario, la guerra en Grecia tenía un protagonista indudable: el
hoplita. Este soldado de infantería pesada combatía en una formación cerrada
conocida como falange, que en griego significa «rodillo»: pensemos en la forma
de rodillo de las falanges de nuestros dedos.
En los poemas de Homero encontramos combates individuales entre
héroes, apoyados por grupos de partidarios que luchan de forma un tanto
desordenada -aunque bien es cierto que también hay movimientos colectivos-.
Entonces, ¿en qué momento se introdujo la táctica de la falange, esa muralla de
escudos con un fondo de ocho o más filas? La interpretación más tradicional es
que surgió a principios de la Edad Arcaica, en el siglo vüi. Otros autores
retrasan su origen muchos años, llevándolo incluso a las vísperas de las
Guerras Médicas. Pero por representaciones en ánforas pintadas, como el vaso
Chigi, fechado hacia el año 640, da la impresión de que esta táctica ya se
utilizaba en el siglo vii.
La cuestión no sólo tiene un interés militar, sino también político
y social. Con la táctica hoplítica, ya no eran exclusivamente los aristócratas
quienes defendían la ciudad con su sangre, sino toda la clase media de
campesinos, artesanos y comerciantes que podían permitirse el considerable
gasto de las armas de un hoplita.Al compartir la defensa de la polis, estos
hombres que arriesgaban su vida no tardaron en exigir una participación
equivalente en el gobierno: eso explica en buena parte las revueltas civiles,
la llegada de los tiranos e incluso la creación de la democracia. La relación
entre el servicio con las armas y la democracia resulta extraña en nuestros
días, cuando la abolición de la mili obligatoria se considera un avance. Pero
si pensamos en que ese servicio militar se introdujo a partir de la Revolución
Francesa, tal vez contemplemos las cosas de otro modo.
Un ejemplo modélico es el de
Atenas. En esta ciudad, la defensa no estaba a cargo sólo de los miembros de la
clase media. Incluso los humildes thétai, jornaleros y asalariados sin apenas
ingresos combatieron en la batalla de Salamina y a partir de entonces formaron
la columna vertebral de la flota. No es extraño que el régimen ateniense
derivara con el tiempo hacia lo que se ha dado en llamar «democracia radical»,
con derechos cívicos y políticos que se extendieron paulatinamente a todas las
clases sociales.
El elemento básico de la falange era el hoplita. Su nombre derivaba
de hóplon, «arma», que aparece también en el compuesto «panoplia»
-literalmente, «todas las armas». El equipo de un hoplita se caracterizaba por
tres elementos siempre presentes, escudo, yelmo y lanza, y por otros que
dependían del patrimonio del soldado o de las costumbres y modas de la época,
como la coraza, las grebas y la espada.
El escudo (aspís) era el arma imprescindible del hoplita y la base
de la falange. Redondo, más o menos de un metro de diámetro y de forma cóncava,
se fabricaba con capas de madera encoladas y, en muchas ocasiones, recubiertas
por una fina chapa de bronce. Sobre esta capa exterior se pintaban motivos
decorativos personales: gorgonas, gallos, esfinges, etcétera. El ateniense
Alcibíades, siempre deseoso de llamar la atención, se hizo fabricar un escudo
con un Eros que portaba un relámpago. También había emblemas colectivos, como
la célebre lámbda de los espartanos.
Para sujetarlo, el escudo tenía en el centro una argolla por la que
se pasaba el antebrazo, y asas de cuerda cerca del borde para las manos.
Gracias a que el interior del escudo tenía forma de cuenco, podía apoyarse en
el hombro para descargar en él sus entre siete y diez kilos de peso: sostenerlo
en vilo durante demasiado rato habría dormido incluso el brazo izquierdo de
Rafa Nadal.
Dada su forma circular y la argolla situada en el centro, buena
parte del escudo sobraba por la parte izquierda de su portador. Eso no
significaba que quedara desaprovechado: a ese lado el hoplita tenía a otro
compañero de formación, y el sobrante de aspís le protegía el costado que
empuñaba la lanza, el más indefenso.'
Eso significa que si alguien
arrojaba el escudo en la batalla, no sólo perdía su principal protección, sino
que dejaba vendido al compañero que tenía a la izquierda. Por tanto, suponía
una falta muy grave, pues quebrantaba la solidaridad que era el pegamento de la
falange.Tal comportamiento tenía incluso un nombre, ripsaspía, y podía ser
castigado con la pérdida de derechos cívicos, el aislamiento social o incluso
la muerte. Es célebre el dicho de aquella madre espartana que despidió a su
hijo diciendo: E tan e epí tán, que se traduce más o menos, «con él o sobre
él», ya que los lacedemonios debían regresar de la guerra con el escudo o
tendidos sobre él a modo de camilla.
Otra cosa era que la formación se rompiera al grito de ¡sálvese
quien pueda! y se produjera la retirada. Entonces -si uno no era espartano,
claro-, muchos hoplitas tiraban el escudo, porque, como en el viejo chiste del
tipo que lleva un yunque por el desierto, sin él corrían más. El poeta
Arquíloco, que se ganó la vida como mercenario, lo cuenta en unos célebres
versos:
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El yelmo (kórys) más conocido es el denominado corintio, una especie
de campana de una sola pieza que cubría la nariz y las mejillas y confería al
hoplita, del que apenas se veían los ojos, un aire siniestro. Es el yelmo con
el que aparece representado Pericles -parece que tenía la cabeza en forma de
pepino y el hombre, coqueto, usaba el casco para disimular este defecto-, y muy
a menudo la diosa Atenea. Había otros yelmos con formas diferentes, como el
calcídico o el beocio, y con el tiempo la tendencia fue a reducir la protección
dejando más parte del rostro al descubierto o incluyendo carrilleras móviles.
Pues el casco, si bien protegía la cabeza de su portador, acarreaba varias
desventajas. El bronce se recalentaba bajo el sol y con los oídos tapados debía
de resultar dificil entender las órdenes de los mandos. Por eso los soldados no
se calaban el yelmo hasta el último momento, cuando casi tenían al enemigo al
alcance de sus lanzas.
Para amortiguar el contacto
del yelmo, se llevaba una cofia debajo o se acolchaba el interior: de no ser
así, el impacto del propio metal habría podido matar a su dueño. La mayoría de
los soldados decoraban el casco con penachos fabricados con crines de caballo,
que los hacían parecer más altos y formidables a ojos de los enemigos.
La lanza (dóry) medía más de dos metros de longitud, y a veces hasta
tres. Dado su tamaño, no se usaba como arma arrojadiza, sino para el combate
cuerpo a cuerpo. El asta se fabricaba con una madera dura y a la vez flexible,
habitualmente fresno. La punta o moharra era de hierro, y la contera o regatón,
de hierro o bronce, estaba rematada en un pincho para clavarlo en el suelo,
usarlo como arma de emergencia si el ástil se partía o rematar a enemigos
caídos. Normalmente se empuñaba por encima del hombro, aunque en ocasiones el
agarre podía ser al revés, con el arma pegada a la cadera.
Con escudo, yelmo y lanza un soldado ya podía afirmar que era un
hoplita. Pero lo más habitual era que llevase también una coraza (thórax). Las
primeras que se utilizaron en la Época Arcaica eran de bronce, tenían forma de
campana y se cerraban por el costado. Sin duda, ofrecían una buena protección,
pero su peso sumado al del escudo entorpecía mucho al guerrero. En la época de
las Guerras Médicas se había extendido ya el llamado linothórax, un peto de
capas de lino encoladas, y a veces reforzado en zonas estratégicas con láminas
de metal cosidas. El lino así preparado quedaba tan rígido que las hombreras,
antes de abrocharlas, se levantaban como una especie de alas, tal como vemos
representado en algunas ánforas. La coraza se prolongaba en un faldar de tiras
de cuero para proteger las ingles, uno de los blancos más codiciados (junto con
lo que había entre ellas, obviamente) por los soldados enemigos.
Como el escudo llegaba hasta las rodillas y los griegos no tenían
prohibidos los golpes bajos, unas piernas desprotegidas habrían supuesto un
blanco demasiado tentador. Quien se haya golpeado en la espinilla con la
esquina de la mesita de café y haya jurado en arameo comprenderá que un lanzazo
en esa zona debía de ser una sensación de todo menos placentera. Además, el
hoplita así inutilizado no podría mantenerse en pie y sería una presa fácil.
Por eso, aunque incomodaran bastante, muchos soldados usaban grebas (knemides),
unas espinilleras que podían ser de cuero, fieltro o metal. En cuanto a éstas,
las había rígidas, que se ataban con correas, y otras con cierta elasticidad
que se ajustaban por sí solas alrededor de la pantorrilla.
Por último, como segunda arma
ofensiva en caso de que la lanza se rompiese o se perdiera, los hoplitas
llevaban una espada (xíphos). Normalmente era recta y de doble filo, y se
utilizaba tanto para dar tajos como para asestar estocadas. La longitud de su
hoja oscilaba entre 50 y 60 centímetros y se colgaba al costado izquierdo con
un tahalí atravesado desde el hombro. Pero también había otras espadas curvas,
llamadas kopídes, apropiadas sobre todo para la caballería.
Un hoplita con el equipo completo podía cargar entre 25 y 30 kilos.
Es comprensible que los soldados fueran reacios a armarse del todo hasta el
último momento, justo antes de la batalla, y que durante las marchas no
llevaran encima el equipo completo. La mayoría de los hoplitas no eran soldados
profesionales: se trataba de campesinos, artesanos, comerciantes, rentistas
como Sócrates o aristócratas adinerados como Alcibíades, que empuñaban las armas
para defender su ciudad. Por tanto, no se les podía exigir el mismo
adiestramiento que siglos después haría casi invencibles a los legionarios de
Mario y César.
Sin embargo, esta milicia ciudadana sabía defender bien lo suyo. En
primer lugar, los griegos solían estar en buena forma, pues su educación hacía
un hincapié especial en la gimnasia. La mayoría de los deportes que practicaban
-carrera, lanzamientos, lucha- tenían como fin prepararlos para la guerra.
Además, los ideales que los griegos mamaban desde la cuna eran una mezcla de
areté, ese valor aristocrático y competitivo al estilo de los guerreros
homéricos, y amor a su polis. Una polis que no era una abstracción, sino una
presencia bien concreta que lo abarcaba todo: conciudadanos, familiares,
templos, tumbas de los antepasados, el propio suelo patrio. Cuando los
ciudadanos combatían por ella, lo hicieron como leones.
El de los espartanos era otro caso. Su agogé, la estricta disciplina
en que se educaban desde los siete años y de la que hablaremos en el siguiente
capítulo, era lo más parecido a una milicia profesional que existía en aquel
tiempo. Normalmente los espartanos vencían a los hoplitas de las demás ciudades
por varias razones. Para empezar, entrenaban constante mente maniobras que les
permitían no romper la formación cerrada incluso en las circunstancias más
dificiles -por ejemplo, retiradas fingidas-, mientras que otras falanges se
desorganizaban con más facilidad. Su férrea disciplina hacía que temieran más a
la ley o, por expresarlo de otra forma, a la presión que el resto de su
sociedad ejercía sobre ellos, que a la propia muerte. El adiestramiento
constante endurecía tanto sus cuerpos que, probablemente, disponían de un punto
más de forma fisica que sus rivales. Por último, la moral: los espartanos se
sabían superiores, y con esa expectativa combatían sin duda al ciento diez por
ciento; mientras que muchos rivales se sentían inferiores a ellos y algunos
salían ya prácticamente derrotados antes de enfundarse las armas.
Con el tiempo, las cosas
cambiaron. La Guerra del Peloponeso fue un conflicto tan largo, casi treinta
años de hostilidades continuas, que creó en muchas ciudades una clase de
soldados profesionales. Durante la guerra muchos se convirtieron en
mercenarios, y al finalizar tuvieron que buscarse otros conflictos en los que
ganarse el pan. Nada menos que 10.000 soldados de fortuna formaban el ejército
que en el año 401 se internó en el corazón del Imperio persa para apoyar al príncipe
Ciro el Joven contra su hermano, el rey Artajerjes. El mismo Alejandro se
enfrentó contra mercenarios griegos cuando combatió contra Darío.
Aparte de los hoplitas, los griegos disponían de infantería ligera.
Estaban los peltastas, llamados así por la pélta, un escudo de mimbre trenzado
y recubierto de piel, que combatían armados con jabalinas. También había
arqueros y honderos. De los primeros, los más apreciados eran los cretenses,
mientras que los mejores honderos eran los de Rodas, que arrojaban bolas de
plomo que volaban como relámpagos a más de 100 metros y que los enemigos apenas
veían venir.
En las batallas clásicas, los soldados de infantería ligera rompían
las hostilidades y trataban de quebrar las líneas enemigas, o al menos su
moral, y luego se retiraban para dejar que los hoplitas combatieran. Más
adelante, conforme las tácticas militares se volvieron más flexibles y
variadas, la infantería ligera cobró más importancia. Así, a principios del
siglo iv, el ateniense Ificrates se convirtió en un experto en estas lides,
hasta el punto de que derrotó a todo un batallón de espartanos hostigándolos
con su infantería ligera en las proximidades de Corinto.
Los griegos también conocían y
usaban la caballería. Sin embargo, ésta desempeñó un papel muy secundario en
Atenas, e incluso más en Esparta. En las Guerras Médicas, por ejemplo, no
parece que hubiera existido siquiera un cuerpo de caballería en Atenas. Cuando
empezó a utilizarse más adelante, era en labores de reconocimiento, para
perseguir a un enemigo en desbandada o tender emboscadas.
Sin embargo, más al norte, en las llanuras de Tesalia, existía una
tradición de caballería que compartían los macedonios. Éstos la convirtieron en
un arma fundamental, sobre todo en manos de Alejandro Magno, que combatía
cargando al frente de su caballería y la utilizó para asestar golpes
definitivos en batallas como las de Iso o Gaugamela.
Hay que tener en cuenta que los caballos de la época, a juzgar por
las representaciones, tenían una alzada muy inferior a la de los de ahora.
Tampoco se usaba el estribo, aunque a veces se ha sobrevalorado su ausencia:
incluso sin estribo, los jinetes antiguos poseían la habilidad suficiente para
convertir a sus monturas en eficaces armas de guerra.
LA GUERRA NAVAL
La guerra en el mar desempeñó un papel tan importante como la
terrestre desde los albores de la historia griega. Como ya hemos visto, la
leyenda del Minotauro y del tributo que los atenienses y otros griegos debían
rendir a los minoicos puede ser un reflejo de la talasocracia cretense, el
dominio del mar que menciona el historiador Tucídides al hablar del rey Minos.
Es evidente que los minoicos poseían flotas, como demuestran los
espectaculares frescos hallados enTera.Tras el declive de Creta, otros pueblos
dominaron los mares. Los griegos, tan obsesionados con sus listas de vencedores
como nosotros con las de películas más taquilleras o libros más vendidos,
confeccionaron un catálogo con los nombres de los pueblos que controlaron el
Egeo a partir de entonces: lidios, pelasgos, tracios, rodios, eretrios... Tras
la batalla de Salamina, en 480, los atenienses se convirtieron en los amos del
mar durante casi todo el resto del periodo clásico.
El núcleo de una flota de
guerra lo constituía el trirreme. Su nombre se debe a las tres filas de remos
superpuestas que le otorgaban el triple de impulso que a una nave de igual
eslora provista tan sólo de una fila. A cambio, los talamitas, hipozigitas y
tranitas -nombres que recibían los hombres de cada una de las tres bancadas- debían
remar hacinados en la bodega del trirreme, poco más ancha que un autobús. Por
las pruebas de la Olympias, una reconstrucción moderna que navegó por las aguas
del Egeo hace unos años y ahora se halla en dique seco (sufrió un problema en
la quilla), sabemos que entre las principales miserias que soportaban los
remeros estaban los codazos y patadas de los compañeros, la atmósfera
enrarecida y el mal olor.
El trirreme medía entre 30 y 35 metros de longitud o eslora, y unos
6 de anchura o manga. En total contaba con más de 170 remos. Disponía también
de dos velas que se aprovechaban para viajar cuando el viento era favorable;
pero antes de la batalla, los tripulantes las recogían y abatían los palos, que
incluso dejaban en tierra si podían. Llegado el momento de luchar, tan sólo
confiaban en sus remos, sin dejar nada al albur de un inoportuno golpe de
viento.
Existían dos formas básicas de combate. La que Tucídides denomina
«tradicional» consistía en abordarse mediante garfios y pelear sobre la
cubierta, hasta que los hoplitas de la dotación de un barco -conocidos como
epibátai- conseguían neutralizar a los enemigos y apoderarse de su nave. A
veces tomaban prisioneros a los remeros, y en otras ocasiones, como hizo el
general espartano Lisandro en la Guerra del Peloponeso, los ejecutaban. La otra
manera, que desde el punto de vista griego sería la «moderna», consistía en
embestir al barco enemigo para clavarle el espolón o émbolos, una prolongación
de la proa reforzada con chapas de bronce. Tras abrir un boquete en el casco de
la otra nave, el trirreme atacante ciaba hacia atrás para dejar que el agua
entrara por la vía recién abierta. El barco así atacado empezaba a hundirse. No
llegaría a hacerlo del todo, puesto que los trirremes no llevaban lastre y
todas las piezas eran de madera.' Pero sí se anegaba, con lo que buena parte de
los remeros se ahogaban antes de conseguir escapar, y en cualquier caso el
trirreme quedaba inutilizado. Habitualmente, los vencedores cortaban el espolón
de proa y el mascarón de la nave enemiga y se los llevaban como trofeo.
Los atenienses llegaron a
dominar la forma de combate moderna hasta tal punto que durante la Guerra del
Peloponeso una flota de 20 barcos mandada por el almirante Formión derrotó a
otra espartana que contaba con 47. Además, Formión tuvo la osadía de vencer con
una maniobra envolvente.
El trirreme dominó el Mediterráneo oriental durante más de dos
siglos. Después de Alejandro, en la Época Helenística, con estados que poseían
recursos muy superiores a los de las polis clásicas y soberanos un tanto
megalómanos, se empezaron a construir barcos más grandes. De la trirreme se
pasó a la quinquerreme y a modelos cada vez mayores, en una auténtica carrera
armamentística. Llegó a haber naves enormes, como la Leontóforos de Lisímaco,
un general de Alejandro Magno, que tenía 1.600 remeros y 1.200 combatientes de
cubierta. El mayor leviatán de los mares fue una nave construida por el rey de
Egipto Ptolomeo Filópator, que alcanzaba 125 metros de eslora y 45 de manga y
tenía 4.000 remeros. Este monstruo inmanejable, destinado a la exhibición,
nunca debió de entrar en combate. Pero es de suponer que, por asombroso que nos
resulte, otras naves menores como la Leontóforos sí tomaron parte en auténticas
batallas. El experto Lionel Casson, autor de un libro clásico en la materia,
aventura la hipótesis de que tales barcos fueran en realidad catamaranes, naves
compuestas por dos cascos unidos con una sola cubierta (Casson, 1995, p. 107 y
ss.).
COMBATE, VICTORIA Y DERROTA
El combate entre dos falanges de hoplitas era prácticamente un
ritual. Pero, como suele ocurrir con estas cosas, dicho ritual evolucionó con
el tiempo y muchas convenciones dejaron de respetarse. Precisamente, los
generales que más se saltaban las normas, como el espartano Lisandro, los
atenienses Alcibíades e Ificrates, el tebano Epaminondas o, por supuesto,
Alejandro, eran quienes alcanzaban éxitos más inesperados y espectaculares.
Veamos cómo sería una batalla clásica. Los dos ejércitos enemigos
formaban frente a frente el día convenido, en un campo más o menos Ha no y
despejado (es una paradoja que la táctica hoplítica, que necesita este tipo de
terreno, apareciera en una tierra tan montañosa como Grecia). Los generales
repartían a sus hombres en un frente amplio, normalmente con ocho filas de
fondo. En la primera formaban los más aguerridos y, probablemente, provistos de
mejor armamento. La última fila también era importante: allí el general
colocaba a gente de confianza para evitar que los soldados de las filas intermedias
se dejaran llevar por el pánico y huyeran en mitad del combate. Pues los
griegos sabían bien que Fobo, el Miedo, es la más contagiosa de las emociones.
Una vez dispuestas las tropas,
el general las arengaba. Después, se hacían los oportunos sacrificios a los
dioses. Cuando el propio general degollaba a la víctima, él y los adivinos
examinaban sus vísceras e incluso interpretaban el flujo de su sangre sobre el
suelo. Si todo mostraba un aspecto normal, significaba que los dioses eran
propicios. Si no, se procedía a otro sacrificio hasta encontrar mejor suerte.
Hubo generales que pusieron en peligro la victoria por seguir haciendo
sacrificios mientras los enemigos ya estaban a menos de 200 metros de ellos
(por ejemplo, Pausanias en Platea). Pero no hay que olvidar que los dioses eran
una presencia real para los griegos. Para ellos, saltarse el sacrificio antes
de la batalla habría sido como para un cirujano operar sin guantes y con las
manos sucias.
Por fin, los ejércitos avanzaban de frente. Imaginemos lo templados
que debían tener los nervios los hoplitas para aguantar en el puesto al ver
cómo sus enemigos aumentaban de tamaño. De joven practicaba karate. Cuando nos
cambiábamos en el vestuario antes de una competición, los karatekas del equipo
contrario nos parecían gigantes musculosos que nos sacaban la cabeza. En el
caso de los hoplitas griegos, para colmo, los rivales tenían armas afiladas.
Muchos ciudadanos conocían en carne propia o en la de algún amigo o familiar
los estragos que la punta de una lanza causaba. No es de extrañar que, a
menudo, el vino sirviera de refuerzo al valor. Aunque también podía resultar
contraproducente. El rey espartano Cléombroto y sus oficiales empinaron
demasiado el codo antes de la batalla de Leuctra, y aquél no fue el mejor día
para su ciudad.
A cierta distancia, los hoplitas cargaban entonando el Peán, un
canto guerrero. Lo hacían no sólo por ganar impulso, sino porque en una
situación tan tensa una carrera era la mejor forma de descargar la adrenalina.'
Heródoto cuenta que los atenienses fueron los primeros en embestir a la carrera
en la batalla de Maratón, en 490. Sea cierto o no, lo que no se puede admitir
es la desmesurada longitud de dicha carga: 10 estadios, más de kilómetro y
medio. Los griegos practicaban entre sus pruebas deportivas el «hoplitódromo»,
una carrera de dos estadios con armas, pero no llevaban a cuestas todo el
equipo. Dejemos, pues, la acometida en unos 200 metros y, teniendo en cuenta el
estorbo del escudo y de las grebas, al paso ligero más que a la carrera. En
cualquier caso, el corazón debía de acelerarse a cerca de 180 pulsaciones por
minuto, que sonarían como golpes de tambor en los oídos, tapados por el casco.
A veces, uno de los dos
ejércitos no era capaz de aguantar la tensión y huía antes de que se produjera
el choque. Así ocurrió en la batalla de Cunaxa, narrada por Jenofonte en la
Anábasis, aunque en este caso los contrincantes eran soldados persas. Pero si
los dos bandos aguantaban, se producía el choque. ¿Era tan estrepitoso como cabe
imaginar? Algunos autores creen que los hoplitas se frenaban un tanto antes del
impacto, de modo parecido a como sucedía en las cargas de caballería de los
siglos XVIII y xix. Si no, el encontronazo habría resultado desastroso.
En cualquier caso, las primeras filas de ambas falanges entraban en
contacto.A partir de ese momento se producía el othismós, que los autores
anglosajones traducen como melée. Lo cierto es que debía parecerse en algunos
momentos a la melée de un partido de rugby, con ambos bandos empujando y
presionando. Sobre el mecanismo exacto del othismós han corrido ríos de
tinta.Tanto los especialistas como los miembros de asociaciones de
reconstrucción histórica discuten sobre si habría contacto de escudo con
escudo, si los hoplitas combatirían a cierta distancia como esgrimistas, si
realmente los escudos de la primera fila formaban un muro o reinaba cierto
desorden entre los hombres, etcétera.
En esta primera fase del combate no se producían demasiado bajas, ya
que no era fácil encontrar un hueco por el que introducir la lanza entre la
pared de escudos y yelmos enemigos. Además, no todo el mundo posee la
agresividad y el arrojo necesarios para lanzarse a fondo a ensartar las tripas
de otro ser humano o cortarle la carótida, máxime cuando acercarse demasiado
supone el riesgo de recibir el contraataque del enemigo. Según los estudios de
S. L. A. Marshall en la Segunda Guerra Mundial, menos del veinticinco por
ciento de los soldados estadounidenses usaban sus armas de forma eficaz con la
intención de matar al enemigo, y muchos se limitaban a disparar al aire. Los
griegos antiguos debían de tener las entrañas mucho más duras que los
occidentales de los siglos xx y xxi, pero no creo que todos ellos fuesen
asesinos natos como Aquiles.'
Las dudas sobre este tipo de
combate alcanzan también al papel de las filas posteriores. ¿Empujaban con sus
escudos las espaldas de sus compañeros, arriesgándose, por cierto, a que les
saltaran un ojo con la contera de la lanza? ¿Se mantenían un poco apartados y
los jaleaban como en una pelea de barrio? ¿Reemplazaban a los combatientes de
primera fila cuando éstos quedaban exhaustos o caían heridos o muertos? Es un
campo en el que hay muchas discusiones, más apasionadas por el hecho de que los
estudiosos del arte militar de la Antigüedad son, a su manera, una especie de
frikis, aunque con doctorados y cátedras. Lo cierto es que en este campo cada
vez hay más interés, con portales y foros de Internet, sociedades de
reconstrucción histórica, abundantes estudios y monografias, y revistas
especializadas como AncientWarfare. Si la agresividad que los varones griegos
desataban en sus combates se encauza hoy de esta manera, bien está.
Después de cierto rato de othismós, uno de los dos bandos cedía por
fin, bien fuera porque estaba sufriendo más bajas o porque la moral de sus
hombres se desplomaba. En el momento en que las filas se desordenaban, cundía
el pánico y se producía la desbandada. Si hasta el momento las bajas habían
sido limitadas y más o menos parejas, ahora se multiplicaban durante la
persecución, cuando los que huían ofrecían sus espaldas a los vencedores. Se
calcula que el ejército victorioso sufría una media de un cinco por ciento de
bajas, y el perdedor en torno al quince por ciento. Había excepciones: una
maniobra envolvente, como la que sufrieron los persas en Maratón o los romanos
en Cannas, provocaría mortandades mucho más altas, superiores incluso al
cincuenta por ciento. En cualquier caso, algunas descripciones novelísticas de
unidades enteras aniquiladas, pilas de cadáveres de varios metros y terreno
enlodado por la sangre pueden resultar eficaces, pero bastante exageradas.
Cuando cesaba la persecución, el ejército vencedor levantaba un
trofeo en el lugar donde el enemigo había emprendido la huida. Después, se
pactaba una tregua mediante heraldos y los derrotados podían volver para
recoger a sus muertos y enterrarlos de forma debida. Precisamente el hecho de
conceder este permiso determinaba quién era el vencedor de la batalla. Durante
la Guerra del Peloponeso, el general Nicias derrotó a los corintios y mató
incluso a su general. Pero al volver a Atenas se dio cuenta de que le faltaban
dos cadáveres. Como cuenta Plutarco, «detuvo al ejército y, enviando un heraldo
a los enemigos, les pidió permiso para recogerlos» (Nicias 6, 5). De este modo
perdió «oficialmente» la batalla: Nicias era un ejemplo de hombre religioso que
prefería renunciar a la gloria antes que cometer una impiedad.
Después de la batalla, en
ocasiones señaladas, se concedían premios individuales al valor, o incluso
colectivos si eran varias las ciudades que combatían aliadas. Así, en la
batalla de Salamina aunque fuera naval, para el caso es lo mismo- el galardón
individual lo recibió Temístocles y el colectivo la ciudad de Egina.
2 Por eso no nos han llegado restos de
trirremes naufragados, mientras que sí los tenemos de otro tipo de barcos.
a Los espartanos tenían por costumbre seguir
avanzando despacio, al son de sus agudas flautas, lo que debía suponer un
espectáculo incluso más escalofriante para los rivales.
n Bien es cierto que el estudio de Marshall,
Men Against Fire, tiene muchos detractores.
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