viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos XIV. La Guerra del Peloponeso

  onocemos mejor el desarrollo de la Guerra del Peloponeso que cualquier conflicto anterior o posterior de la Grecia clásica gracias a una fuente excepcional: Tucídides. Ateniense nacido hacia el año 460, provenía de una familia aristocrática y recibió una esmerada formación. En ella se incluían las carísimas lecciones con los sofistas que visitaban Atenas para dar clases de retórica, argumentación y todo tipo de conocimientos teóricos y prácticos: las enseñanzas recibidas de ellos se manifiestan por doquier en su obra.
Tucídides participó activamente en la primera parte de la guerra y llegó a ser nombrado general. Teniendo en cuenta que este cargo seguía siendo electivo, si los atenienses lo votaron significa que Tucídides evidenciaba aptitudes para el mando y la milicia. Eso se aprecia en su obra por la gran precisión con que narra las operaciones militares; un punto débil de Heródoto, cuyas batallas suelen ser un caos sembrado de anécdotas.Tucídides también muestra una visión más escéptica y racional que la de Heródoto, pero a cambio en su Historia de la Guerra del Peloponeso se echan de menos los detalles de geografia y vida cotidiana que tanto amenizan las Historias de su predecesor.
Tucídides no tuvo suerte en el mando. En el año 424 dirigía una flota que debía acudir en auxilio de la guarnición ateniense en Anfipolis, en la costa de Tracia, pero llegó tarde y no pudo evitar que cayera en poder de los espartanos. Los atenienses no eran muy comprensivos con el fracaso (un equipo de fútbol ateniense habría tenido quince entrenadores por temporada), y desterraron a Tucídides. La desgracia se convirtió en fortuna para él, que fuera de su ciudad pudo conocer el punto de vista de los enemigos y visitar numerosos escenarios de la guerra, y para nosotros, que podemos disfrutar de su excepcional obra. Consciente de lo que estaba escribiendo, Tucídides afirmó que se trataba de un ktéma es aeí, «una posesión para siempre», y no se equivocó. Aunque nos gustaría que su obra fuese un poco más multidimensional, se puede afirmar que Tucídides compuso la obra maestra de la historiografia antigua.
La Guerra del Peloponeso resulta mucho más complicada de narrar que las Guerras Médicas. Fueron veintisiete años de luchas casi ininterrumpidas, entre 431 y 404, ya que incluso durante el paréntesis de la llamada Paz de Nicias se libraron batallas. Participaron en este conflicto cientos de polis y también éthne o tribus de las zonas más atrasadas de Grecia. Se combatió en todo tipo de escenarios marítimos y terrestres, desde la isla de Sicilia en el oeste hasta las costas de Asia Menor y el estrecho de los Dardanelos en el este. Narrar todos los detalles requeriría un libro más voluminoso que éste. De hecho, la monografía de Donald Kagan sobre la Guerra del Peloponeso abarca cuatro libros, en total más de 1.600 páginas. Por eso me centraré en algunos momentos del conflicto que pueden servir para hacernos idea de lo que ocurrió. Pero antes de contemplar esas estampas, hablemos de las causas que desencadenaron la guerra.
CAUSAS
Para Tucídides, la guerra era inevitable. El poder de Atenas no había dejado de crecer durante la Pentecontecia, y Esparta desconfiaba de él. Existían dos ejes de oposición que provocaron las hostilidades. El primero era el eje Atenas-Esparta, ciudades que se respetaban mutuamente con esa especie de desconfianza y fascinación que en cierto modo sentían Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
Ambas representaban dos modelos antagónicos. Esparta era una sociedad que quería mantener los ideales y la forma de vida de la vieja aristocracia terrateniente y que despreciaba el comercio y el trabajo artesanal como impropios de una élite guerrera. En teoría había alcanzado un equilibrio que le permitía evitar lo que más temía: el cambio. En la práctica, en Esparta existía mucha más codicia de lo que se reconocía y unos pocos se iban enriqueciendo progresivamente a costa de los demás. La prueba es que cada vez había menos ciudadanos de pleno derecho, los llamados Homoioi o «Iguales».
Por su parte, Atenas era una democracia cada vez más radical, donde el pueblo llano había ido conquistando poco a poco prácticamente todas las parcelas de poder. Seguía habiendo aristócratas, y de hecho los líderes políticos pertenecían en general a la aristocracia, bien fuera la de toda la vida o la recién creada gracias al dinero. Pero esos líderes sabían que, para ascender en política, debían ganarse al pueblo. Por otra parte, los atenienses no le tenían miedo al cambio, y actuaban de forma que a veces podía calificarse de intrépida y otras de temeraria, metiéndose en avisperos como Sicilia de los que luego no sabían cómo salir. Era una ciudad de empresarios en el sentido etimológico del término: emprendedores. Su campo de acción era el mar, que unía el ancho mundo y que servía para viajar de mercado en mercado. La tierra se la dejaban a los espartanos.'
En realidad, no era inevitable que Atenas y Esparta chocaran. Sus intereses no entraban en colisión tanto como se puede creer, porque en cierto modo habitaban dos realidades paralelas. Esparta quería mantener su statu quo en el Peloponeso, seguir viviendo en su burbuja aislada del tiempo y que los ilotas de Mesenia no se desmandasen. Atenas quería conservar su imperio marítimo y, a ser posible, ampliarlo, pero no a costa de los espartanos. Una ciudad dominaba la guerra terrestre y la otra era maestra en el combate naval. Eran como un futbolista y un tenista que no practican el mismo deporte y no tienen por qué llegar a enfrentarse.
Pero he hablado de dos ejes de oposición. El segundo enfrentaba a Atenas con otras ciudades dorias que sí pretendían hacerle la competencia en el mismo campo, el del comercio y la expansión marítima: Corinto y Mégara. De alguna manera, Atenas se dedicó durante las vísperas de la guerra a meterles el dedo en el ojo a ambas ciudades. Corinto -que ya había librado varias batallas contra Atenas durante la Pentecontecia-, comprendiendo que los atenienses poseían la hegemonía sobre el mar Egeo, intentó asentar su influencia en el oeste, en las aguas del Jónico y del Adriático. Pero Atenas también abrigaba ambiciones en esa zona, por lo que se entrometió en el conflicto entre Corinto y su antigua colonia, Corcira. En el año 433 se libró una batalla entre las flotas de ambas ciudades, en la que participaron 30 naves atenienses a favor de Corcira e in clinaron la balanza a su favor. Corinto, que ya tenía el casillero de ofensas atenienses lleno de muescas, no le perdonó esta última y desde entonces no dejó de azuzar a Esparta para que le declarara la guerra a Atenas.
En cuanto a Mégara, durante la Pentecontecia había llegado a ser aliada de los atenienses contra Corinto. Pero la situación cambió, pues en el año 432 la asamblea ateniense aprobó un decreto que, por razones en las que no entraremos, cerraba a los megarenses los puertos controlados por Atenas. Eso era tanto como decir que los barcos de Mégara no podían comerciar con el resto del Egeo, lo que suponía reducir prácticamente a la miseria a esta ciudad de mercaderes. Desde ese momento, los megarenses también apoyaron la idea de una guerra contra Atenas. Mégara era vital para el conflicto, puesto que dominaba el paso del Peloponeso a las tierras del Ática, y todas las invasiones espartanas llegaron por su territorio, que Mégara ofreció gustosa a la Liga del Peloponeso.
Había otra potencia cercana a Atenas que, aunque no fuese un rival comercial como Mégara o Corinto, alimentaba una vieja enemistad con ella:Tebas. Los atenienses, a quienes no les interesaba tener un vecino más poderoso que ellos, llevaban mucho tiempo intrigando para evitar que la comarca de Beocia se uniese políticamente, y siempre apoyaban a cualquier ciudad que se opusiera a la hegemonía de los tebanos. En las Guerras Médicas se habían enfrentado en el campo de batalla, y ese conflicto se repitió varias veces durante la Pentecontecia.
Los atenienses tenían un fiel aliado en terreno beocio: la pequeña ciudad de Platea. Fue ésta otro de los desencadenantes de la guerra, pues una noche de la primavera del año 431 un grupo de 300 tebanos trató de tomarla por sorpresa. Los plateos reaccionaron a tiempo, organizando la resistencia de casa en casa mediante un curioso procedimiento: agujereaban las paredes medianeras y pasaban de una vivienda a otra, lo que nos da una idea de cómo se construía entonces, con encofrados rellenos de barro a modo de cemento. De este modo, los plateos apresaron a más de la mitad de los tebanos y los ejecutaron. Después pidieron protección a los atenienses, que se la brindaron, sumando un nuevo casus belli contra Tebas.
La guerra estuvo precedida por varios meses de movimientos diplomáticos. Finalmente, la Liga del Peloponeso votó a favor de combatir contra Atenas. Por su parte, Pericles reunió a la asamblea ateniense para dar ánimos al pueblo, y le explicó cuáles eran los recursos que tenían y qué debían hacer si querían salir adelante.
Su consejo era no extender el imperio mientras durara la guerra y no exponerse a más peligros de los necesarios; en particular, no enfrentarse al ejército terrestre de la Liga del Peloponeso. Pericles buscaba una especie de empate técnico, con la intención de que Esparta, una vez que no consiguiese lo que le pedían los aliados -la humillación total de Atenas- perdiese su prestigio de primera potencia griega. Si esto ocurría y la Liga del Peloponeso se disolvía,Atenas podría, con paciencia, dominar el istmo e incluso convertirse en la potencia hegemónica del Peloponeso. Pero incluso en caso de que la Liga se mantuviera, Pericles esperaba que los espartanos comprendiesen por fin que Atenas era un hueso duro de roer y la dejaran tranquila. Como se ve, una estrategia prudente; en opinión de algunos autores, quizá demasiado.
¿Qué recursos tenía Atenas? Entre los aliados, podían ofrecerle barcos las islas de Quíos, Lesbos y Corcira. Los demás miembros de la Liga de Delos aportaban hombres y dinero. Pero, sobre todo, Atenas poseía una enorme flota de 300 trirremes en condiciones de combatir. Además, sus tripulaciones, formadas por ciudadanos del Ática y de las polis aliadas, estaban mucho más entrenadas en el combate marítimo que las de las 100 naves de la Liga del Peloponeso. Por mar, la balanza se inclinaba sin duda del lado de los atenienses.
No obstante, las flotas tenían un problema: eran mucho más caras de mantener que los ejércitos de tierra. Cuando se declaró la guerra, los ingresos anuales de Atenas eran de 1.000 talentos de plata, de los cuales 600 correspondían a las cuotas de la Liga y otros impuestos que pagaban los aliados, y los restantes 400 se recaudaban en la propia ciudad, sobre todo en el puerto del Pireo, gracias a las tasas sobre los productos que entraban y salían por mar. Con todo, mantener 300 trirremes operando durante sólo dos meses ya consumía 600 talentos, de modo que Atenas necesitaba más dinero: en realidad, se calcula que cada año de guerra podía costar 2.000 talentos (Kagan, 1990, p. 37). En la Acrópolis se guardaba una reserva de 6.000 talentos en dinero acuñado, a los que se podían sumar otros 500 en metales preciosos sin acuñar. Por último, Pericles explicó a sus conciudadanos que, en caso de extrema urgencia, podían desmontar las placas de oro de la Atenea del Partenón, lo que habría supuesto otros 40 talentos de oro que valían unas diez veces más en plata (sospecho que Pericles les mencionó este último dato para recordarles que ni él ni Fidias se habían llevado un gramo de esas famosas placas). Ninguna otra polis griega disponía de tanto capital como Atenas.'
Por tierra, los atenienses disponían de 13.000 hoplitas preparados para el combate, más otros 16.000 entre metecos, jóvenes y veteranos, listos para defender las murallas de la ciudad y también los Muros Largos que la conectaban con el Pireo.' Además tenían 1.600 arqueros -una gran ventaja sobre el adversario, que renqueaba en infantería ligera- y 1.200 jinetes, ya que después de las Guerras Médicas habían ido desarrollando poco a poco un cuerpo de caballería relativamente importante.
A esos recursos, la Liga del Peloponeso podía oponer pocos barcos, tan sólo 100 como hemos dicho. Pero, a cambio, su ejército de tierra era muy superior. Entre tropas del Peloponeso y de Beocia, Esparta era capaz de movilizar hasta 45.000 hoplitas, de los que el rey Arquidamo llevó 30.000 en sus primeras invasiones del Ática. No sólo eran más numerosos, sino que en calidad los beocios resultaban parejos a los atenienses y los espartanos indiscutiblemente superiores. Enfrentarse a ellos en campo abierto con los 13.000 hoplitas de Atenas ni se planteaba, por supuesto.
LA INVASIÓN DEL ÁTICA
La guerra empezó en verano del año 431. Durante la primera fase, conocida como «la guerra Arquidámica» porque el rey espartano se llamaba Arquidamo, el procedimiento que siguieron los lacedemonios fue siempre el mismo. Cuando llegaba el calor, liaban el petate, se juntaban con sus aliados del Peloponeso e invadían el Ática, donde se reunían con los tebanos. El número de tropas podía variar, así como el tiempo que permanecían en territorio ateniense. Pero siempre llevaban contingentes muy superiores a los que les podía oponer el enemigo.
Pericles dictó la estrategia que siguieron los atenienses. Cuando se acercaba la primera invasión, se llevaron el ganado y los enseres a Eubea y a otras islas que tenían bajo su control, e incluso desmontaron las puertas de sus casas en el campo y cualquier otra pieza de madera que pudiese arder. Después, se encerraron tras las murallas para contemplar cómo los espartanos y sus aliados devastaban sus campos. Pero no permanecieron inactivos: mientras tanto, sus barcos se dedicaron a recorrer las costas del Peloponeso saqueando y causando todo el daño posible. Como vemos, atenienses y espartanos seguían habitando y combatiendo en dimensiones separadas.
Los espartanos aparecieron en el mes de junio y provocaron en vano a los atenienses. Para éstos era duro ver cómo sus campos ardían, y la popularidad de Pericles se resintió mucho. Pero siempre se ha tendido a exagerar la devastación que podían causar los espartanos en la campiña ateniense. El autor que más ha estudiado esta cuestión es el estadounidense Victor C. Hanson. Según comenta éste, había más olivos y viñedos en el Ática que habitantes en toda Grecia: entre cinco y diez millones de olivos y muchas más viñas. Él mismo ha hecho experimentos:
[...1 hace unos años intenté talar unos cuantos nogales viejos de mi finca. Incluso cuando el hacha no se rompía, a veces necesitaba varias horas para derribar un solo árbol. Mis ulteriores intentos con troncos de naranjo, ciruelo, melocotonero, olivo o albaricoquero fueron igualmente complicados [...1. Los olivos eran los más dificiles de desarraigar, y resultaba incluso más trabajoso intentar prenderles fuego. Los árboles frutales vivos (al igual que las viñas) no se prenden fácilmente, o al menos no arden el tiempo suficiente ni a temperatura lo bastante alta como para matar al árbol. Aunque incendié la maleza seca que rodeaba los árboles, las hojas se quemaron, la corteza se ennegreció, pero no conseguí causar ningún daño irreparable (Hanson, 2005, p. 36).
¿Era más fácil quemar los campos de cereales? Como señala también Hanson, a veces las espigas están más verdes y separadas de lo que parece, así que conseguir que el incendio se propague y se mantenga es una labor bastante ardua. Su conclusión es que no hay que exagerar los efectos de la supuesta devastación provocada por la invasión anual de los espartanos y sus aliados. Si querían reducir el Ática a la ruina que a veces se imagina uno leyendo los libros de historia, cada miembro del ejército invasor tendría que haber talado cerca de diez olivos al día. Casi no lo habrían conseguido ni con la motosierra, y además, después del ardor inicial del primer día habría que ver qué opinaban los hoplitas de trabajar tan duro. Para doblar el lomo bajo el sol, al fin y al cabo, mejor podrían haberse quedado en casa: ellos, igual que los atenienses, tenían que cosechar sus propios campos, tarea de la que ahora se estarían encargando las mujeres, los niños y los ancianos.
No obstante, aunque los daños no fueran irreparables y los atenienses pudiesen conseguir cereales en otros lugares -incluidas sus cleruquías-, no hay que subestimar el efecto psicológico de ver cómo los enemigos campaban alegremente por sus tierras.' Es lógico que reinara la inquietud en Atenas mientras unas 200.000 personas se veían obligadas a hacinarse entre las murallas. El largo corredor que llevaba de la ciudad al Pireo se había convertido en un enorme campamento, que sin duda no disponía de instalaciones sanitarias dignas de tal nombre. Las casas de la ciudad estaban abarrotadas con parientes llegados de los demos del campo (qué buen ambiente reinaría con tantos primo/as y cuñado/as juntos, por no hablar de los críos chillando y pegándose, y todo cuando más apretaba el calor). Los templos y santuarios se usaban como viviendas, la gente se alojaba en las torres de vigilancia de la muralla e incluso en sitios que se consideraban de mal agüero, como el llamado Pelasgicón, al pie de la Acrópolis.
Aun así, los atenienses resistieron bien el primer año. Mientras sufrían el asedio, obtuvieron algunos éxitos por mar, expulsaron a los habitantes de Egina -siempre les habían tenido ojeriza- y tomaron la ciudad de Potidea, un puesto estratégico en el norte del Egeo. Al final del primer año de conflicto, Pericles pronunció un discurso fúnebre en honor de los caídos que Tucídides reflejó, suponemos que con bastante fidelidad, en el libro II de su Historia. Es un conmovedor elogio de la democracia ateniense del que entresaco algunos fragmentos:
Poseemos un régimen político que no siente envidia por las leyes de las ciudades vecinas: somos más un ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, porque es la mayoría quien gobierna, y no unos cuantos [..]. La comunidad honra a la gente por sus méritos y no por la clase social a la que pertenece [...1. La nuestra es una ciudad abierta que no recurre a expulsiones de extranjeros [...]. En todos los lugares hemos dejado recuerdos imperecederos de nuestros éxitos y de nuestros fracasos (Tucídes 2, 37
LA EPIDEMIA
Pero en la guerra siempre ocurre lo imprevisible, y una desgracia con la que no contaban golpeó a los atenienses. Mientras Arquidamo, el rey espartano de la casa de los Euripóntidas, invadía el Ática por segunda vez, una epidemia cayó sobre Atenas.
Se decía que provenía de Etiopía, de donde había pasado a Egipto y al resto de las tierras del Imperio persa. En Atenas entró por el Pireo, seguramente traída por un barco que venía del este. Los primeros afectados enfermaron allí, pero el mal enseguida se extendió a la ciudad: fuese lo que fuese, los virus o las bacterias se propagaron fácilmente a través de la multitud que se había apiñado entre los Muros Largos.
Tucídides fue uno de los que sufrió la enfermedad y, obviamente, sobrevivió para contarlo. Su descripción es tan precisa como podría haber sido la de un tratado de Hipócrates. Cuando la epidemia atacaba a alguien, primero notaba fiebre, ardor en los ojos y un sabor a sangre en la garganta acompañado por un aliento maloliente y entrecortado. La enfermedad bajaba enseguida al pecho, con toses violentas, y también afectaba al estómago. Algunos vomitaban y otros sufrían terribles dolores por las arcadas continuas sin nada que expulsar. La piel se cubría de pequeñas pústulas, y por dentro se sentía un ardor tan insoportable que mucha gente andaba desnuda, sin poder soportar ni el roce de la ropa, y otros se arrojaban a pozos de agua fresca (algo que no ayudaría a evitar el contagio, por cierto). Los afectados sobrevivían entre seis y siete días, y al final morían consumidos por la fiebre o por una diarrea incontrolable. La infección afectaba también a los genitales y a los dedos de manos y pies: cuenta Tucídides que algunos de los supervivientes perdían esos apéndices, o se les ulceraban los ojos y se quedaban ciegos.
El retrato que hace Tucídides de las consecuencias psíquicas y sociales es desolador, y constituye una de las cumbres de su obra:
De todo lo que acarreaba este mal, lo peor era el desánimo que sentían los que enfermaban [...1 y el hecho de que los que atendían a los demás se contagiaban también y morían como ganado [...1. Puesto que habitaban en chozas que, en verano, resultaban sofocantes, morían en un desorden total. Los cadáveres se amontonaban unos sobre otros según fallecían, y la gente deambulaba sin rumbo fijo por las calles o, moribundos, se apelotonaban junto a las fuentes, sedientos de agua. Los templos en los que habían acampado estaban llenos de cuerpos, pues [...1 la gente, al comprobar que el mal era invencible, llegaba a desdeñar por igual lo divino y lo humano [...1. Muchos llevaban a cabo enterramientos sacrílegos, pues se les habían muerto tantos parientes que ya les faltaba todo lo necesario. Cuando alguien amontonaba una pira, otro se adelantaba, colocaba encima a su muerto y prendía fuego a la leña. Había quienes, al ver cómo otros quemaban un cuerpo, tiraban encima el cadáver que llevaban y se marchaban de allí (Tucídides 2, 51-52).
Una prueba espectacular de las palabras de Tucídides se encontró en el año 1994, durante las obras para construir una estación de metro de la linea 3 en el barrio del Cerámico de Atenas. Las excavadoras descubrieron casi 1.000 tumbas prácticamente apelotonadas y una gran fosa común.A raíz de esto, se detuvieron las obras mientras un equipo de arqueólogos trabajaba a toda prisa. En la fosa común aparecieron cerca de 150 cadáveres, muchos de ellos de niños. Estaban amontonados a toda prisa, sin ningún cuidado, tal como describe Tucídides, y apenas había unos cuantos vasos funerarios, la mayoría de ellos baratos. El estilo de la cerámica se correspondía a la segunda mitad del siglo v, por lo que los arqueólogos sospecharon enseguida que podría tratarse de un entierro en masa debido a la epidemia.
Los arqueólogos sólo pudieron trabajar hasta el año 1995, momento en que las excavadoras entraron arrasando todo lo que no había sido retirado. Sin embargo, las obras de la estación se paralizaron demasiado tarde. En el lugar donde los atenienses del siglo v enterraron a toda prisa a sus muertos, se está construyendo ahora un aparcamiento de cinco pisos.
Un equipo de científicos, dirigido por el doctor Papagrigorakis, ha estudiado los cadáveres, y en concreto la pulpa dental. Al parecer, la pulpa de los dientes se conserva bien y tiene una buena vascularización, lo que permite extraerADN en buenas condiciones. Los científicos han hallado pruebas de que los cadáveres a los que pertenecían esos dientes -tres tan sólo, por cierto- habían sido infectados con fiebre tifoidea.
La fiebre tifoidea se contagia al ingerir comida o beber agua contaminada por heces de otra persona infectada. Las condiciones insalubres de Atenas podrían explicar la enfermedad, que se corresponde con muchos de los síntomas enumerados porTucídides.Aun así, hay otros científicos que no aceptan las conclusiones de este estudio. Aparte de cuestiones de método sobre el ADN y la pulpa dentaria, existe cierto problema que señalan algunos expertos. Una vez propagada la fiebre tifoidea en Atenas, como ésta se hallaba abarrotada, en verano y con malas condiciones sanitarias, es lógico pensar que los enfermos podían contaminar las aguas con bacterias fecales. Ahora bien, ¿cómo llegaron estas bacterias al Pireo desde África o algún otro lugar?
Aun no siendo entendido en estos asuntos, la objeción no me parece insalvable. Las personas enfermas de fiebre tifoidea pasan por un periodo de incubación con síntomas que todavía no parecen tan graves. Los tripulantes de una nave podrían haberla contraído en una escala y llegar al Pireo sin encontrarse demasiado enfermos. Las condiciones sanitarias de los barcos de la Antigüedad no debían de ser las mejores. Pero aunque la cubierta hubiese estado más limpia que una patena y cada tripulante hubiese dormido en un camarote individual -algo impensable en la época-, me temo que, por decirlo finamente, las costumbres higiénicas relacionadas con la evacuación de los intestinos y ulterior manipulación de alimentos y bebidas no estaban muy evolucionadas.
Curiosamente, existía cierta paranoia entre los atenienses -perfectamente comprensible en una situación tan catastrófica como la que sufrían- acerca de los pozos de agua. Muchos estaban convencidos de que los habían envenenado los espartanos. No habría sido el primer caso en la historia de Grecia.
Hacia el año 590 se había librado la Primera Guerra Sagrada por el control del oráculo de Delfos. Los miembros de la Anfictionía, la alianza recién creada, atacaron la fortaleza de Cirra, que dominaba el camino del golfo de Corinto a Delfos, pues sus habitantes asaltaban y robaban a los peregrinos que acudían al santuario. Como los sitiadores no conseguían tomar Cirra, alguien propuso cortar las tuberías que llevaban a la ciudad (por los restos que se han encontrado en lugares como Atenas, las tuberías de la época eran de piezas troncocónicas de cerámica, del mismo tipo que las que se usaban en el palacio de Cnosos). Cuando los asediados llevaban días sufriendo de sed, los atacantes empalmaron de nuevo las tuberías, pero no sin antes verter grandes cantidades de eléboro en ellas. A los habitantes de Cirra, debilitados por la diarrea que les provocó el eléboro, no les quedó más remedio que rendirse. Entre las personas a las que se atribuía aquella estratagema tan poco noble estaba nada menos que el sabio Solón.
A partir de entonces, la Anfictionía prohibió que sus miembros cortaran o envenenaran el suministro de agua a los enemigos. Pero esa convención no siempre se respetaba. Los mismos atenienses habían contaminado sus pozos antes de abandonar la ciudad a las tropas de Jerjes, y casi un siglo después de la guerra el tratadista militar Eneas Táctico recomendaba emponzoñar el agua para luchar contra los enemigos. No es extraño, pues, que los atenienses sospechasen en primer lugar de los espartanos. Resulta irónico que, si aceptamos la hipótesis de la fiebre tifoidea, eran los mismos atenienses quienes estaban contaminando sus aguas con bacterias fecales al meter en ellas las manos o, directamente, arrojarse a los pozos como narra Tucídides. Moraleja: niños, hay que lavarse las manos antes de salir del servicio.
Como digo, no hay acuerdo sobre la naturaleza de la plaga que asoló Atenas. Durante mucho tiempo se creyó que era peste bubónica, y así puede encontrarse en manuales clásicos como el del soviético Struve. Pero entre los síntomas descritos por Tucídides no aparecen las bubas, las inflamaciones de los ganglios linfáticos características de la peste. Aparte de la fiebre tifoidea que ya hemos comentado, también se han sugerido la gripe, el sarampión o la viruela.' En el caso de estas dos últimas enfermedades, con el tiempo las poblaciones europeas se inmunizarían hasta cierto grado, ya que se convirtieron en endémicas. Pero cuando se abatían sobre una población que nunca antes las había padecido, los resultados eran desastrosos. Así ocurrió en América: cuando Cortés y Pizarro llegaron a las tierras de los aztecas y de los incas, respectivamente, el virus de la viruela ya se les había adelantado, diezmando a las poblaciones indígenas y allanándoles el camino (Diamond, 1998, p. 41). Lo mismo podría haber ocurrido en Atenas, una hipótesis que defiende Robert Sallares (Sallares, 1991, p. 250).
La epidemia duró dos años, y regresó de nuevo en 427. En total, los historiadores suelen calcular que acabó con el treinta por ciento de la población. Siempre me ha parecido una proporción excesiva. En primer lugar, resulta llamativo que Atenas siguiera adelante con la guerra después de sufrir tantísimas muertes. Por otra parte, si tres de cada diez atenienses perecieron, esa proporción debería notarse más en el pequeño censo de personajes conocidos de la época. Sabemos que Tucídides la contrajo, pero sobrevivió. Pericles murió en el año 429 y, aunque Tucídides no lo diga, otras fuentes informan que fue a causa de la epidemia.Y ya está. Apenas encontraremos entre las víctimas más nombres conocidos.
Sin embargo, ese cálculo del treinta por ciento se basa en una extrapolación a partir de números que aporta Tucídides, mucho más fiable en estas cuestiones que Heródoto: al fin y al cabo, como general tenía que pasar revista a sus tropas y llevar cuentas. Según él, los atenienses perdieron 4.400 hoplitas. Si la ciudad disponía en aquel momento de 13.000 hombres que podían combatir como hoplitas, significa que las pérdidas ascendieron incluso más de lo que hemos dicho, hasta un treinta y cuatro por ciento. ¿Cómo es que siguieron con el conflicto en vez de buscar la paz con Esparta? Es cierto que los atenienses procuraron no involucrarse en ninguna batalla campal. Pero ese porcentaje de muertes debió afectar también a los miembros de la cuarta clase que remaban en la flota, y sin embargo los barcos atenienses continuaron dominando el Egeo.
En general, sigue siendo un misterio la verdadera naturaleza de aquella epidemia. Aunque no acaba de convencerme la cifra de bajas que nos ofrece Tucídides, tampoco encuentro razones para que la hinchara o se equivocara. Lo cierto es que la enfermedad minó las fuerzas y la moral de Atenas, que de no haberla sufrido tal vez habría corrido otra suerte en la guerra. Además, privó a la ciudad de su timonel, Pericles el «primer ciudadano», como lo denominó Tucídides. Primero, indignados con él, los atenienses le impusieron una multa por haberlos embarcado en la guerra. Pero, aunque enseguida se arrepintieron y volvieron a elegirlo general, como llevaban haciendo catorce años seguidos, Pericles murió en el año 429. Él, en buena medida, había embarcado a la ciudad en la Guerra del Peloponeso. Por el momento, los atenienses siguieron su consejo de no intentar engrandecer su imperio. Pero llegarían otros líderes.
Como pequeño homenaje para Pericles, incluyo aquí estas palabras de Plutarco:
Cercano ya a la muerte, los mejores de entre los ciudadanos y los amigos que le quedaban con vida estaban sentados a su alrededor, hablando de su valor y su poder y pasando revista a sus logros y a la multitud de sus trofeos (eran nueve los que como general había erigido en las victorias conseguidas en nombre de la ciudad). Comentaban unos con otros todo esto como si él hubiera perdido el conocimiento y no se enterara. Pero resultó que lo había oído todo, y en voz alta dijo que le asombraba que alabaran y recordaran aquellas cosas [...], y que en cambio no mencionaran lo principal y más hermoso.
-Pues ningún ateniense vivo se ha puesto un manto negro por mi causa. (Pericles 38).
Ojalá todos los grandes personajes de la historia hubieran podido morir con la conciencia tan tranquila.
EL CASO DE LESBOS: CUANDO EL IMPERIO ENSEÑA LAS GARRAS
La admiración que sentía Tucídides por Pericles salta a la vista en su obra. Comprobando lo que ocurrió tras su muerte, es fácil estar de acuerdo con el historiador: los líderes que intentaron sucederle nunca estuvieron a su altura.
La guerra proseguía, con invasiones de Esparta y maniobras marítimas de Atenas. En el año 429, uno de los almirantes atenienses más capa citados, Formión, logró sendas victorias en las batallas de Patras y Naupacto. La primera debió resultar especialmente humillante para la Liga del Peloponeso: tenían 47 barcos, y con tan sólo 20 Formión se las arregló para rodearlos, navegando en círculos cada vez más estrechos. Llegó un momento en que las naves peloponesias estaban ya tan cerca unas de otras que sus remos picaban el agua y les impedían maniobrar. Entonces, Formión lanzó el ataque y consiguió apoderarse de 12 barcos enemigos y dispersar a los demás. Es comprensible que, después de aquello, los peloponesios tuvieran tan pocas ganas de enfrentarse por mar a los atenienses como éstos las tenían de plantarse en campo abierto ante los espartanos.
En el año 427 los peloponesios, ya que no conseguían tomar las murallas de Atenas, consiguieron al menos entrar en Platea después de dos años de asedio. La ciudad había sido evacuada poco a poco, y sólo quedaban en ella 200 plateos y 25 atenienses que habían acudido en su ayuda. Tal vez en otros tiempos los enemigos los habrían retenido para pedir rescate con ellos, pero la guerra se estaba enconando cada vez más, y los ejecutaron a todos.
Los ánimos no sólo se encrespaban en Esparta, sino también, y todavía más, en Atenas. Un año antes de la caída de Platea, las principales ciudades de la isla de Lesbos, encabezadas por Mitilene, habían decidido retirarse de la Liga de Delos. Para Atenas era un golpe muy duro. Lesbos, con más de 1.600 kilómetros cuadrados, se acercaba en extensión al Ática, tenía más de 100.000 habitantes y aportaba sus propios barcos a la alianza.' Si se pasaba al enemigo -la neutralidad era casi impensableno sólo reforzaría a Esparta, sino que su ejemplo podía cundir entre otros miembros de la Liga de Delos.
Tras un año de operaciones y asedios contra Mitilene, líder de la revuelta, la ciudad cayó en 427; en parte, porque el pueblo llano, al que los oligarcas habían entregado armas, se levantó contra ellos y exigió que se llegara a un acuerdo con los atenienses.
Los ánimos, como ya he dicho, estaban muy encendidos en Atenas. La asamblea se reunió para tratar sobre el destino que debía correr Mitilene, en poder del general ateniense Paques (otra transcripción posible del nombre es Paquete, pero casi nos quedamos con la primera). Entre los oradores que se levantaron para hablar se encontraba Cleón, la antítesis de Pericles. Como él, se había convertido en uno de los líderes de la facción democrática, pero era mucho más extremista. Los historiadores griegos lo trataron en general con mucha dureza, al igual que el comediógrafo Aristófanes, que hizo chistes a su costa en varias de sus obras. En parte se explica porque la mayoría de los autores simpatizaban más con los aristócratas, y Cleón no sólo apoyaba al pueblo, sino que además procedía del pueblo: su padre era un curtidor de pieles que se había enriquecido con su trabajo, algo muy mal visto entre la nobleza de pura cepa.
En cualquier caso, Cleón era un radical, no sólo por sus ideas, sino también por sus formas. Plutarco dice de él: «[...] fue el primero en dirigirse al pueblo con gritos, quitándose el manto, golpeándose el muslo y dando carreras al tiempo que hablaba; de este modo infundió en los políticos la negligencia y desprecio de los modales que no tardaron en trastocarlo todo» (Plutarco, Nicias 8).
La medida que propuso Cleón para escarmentar a los demás miembros de la Liga de Delos fue terrible: todos los varones de Mitilene debían ser ejecutados y las mujeres y los niños vendidos como esclavos.Así ninguna otra ciudad se atrevería a desertar. A Cleón se opuso un tal Diódoto, no sólo con argumentos humanitarios, sino de pura conveniencia. «Si matáis a todos los mitilenios, incluyendo al pueblo que no apoyó la revuelta de los nobles, les haréis un favor a éstos. Ahora el pueblo llano de todas las ciudades os apoya, atenienses. Pero si en otra ciudad vuelven a sublevarse los oligarcas, el pueblo se pondrá de su parte para evitar que los derrotéis, sabiendo que hacéis pagar por igual a justos y a pecadores».
Habría que saber si los atenienses llegaron a escuchar las razonables palabras de Diódoto. Nunca ha estado muy claro el mecanismo por el que los miles de asistentes a la asamblea conseguían escuchar las palabras del ciudadano que subía a la tribuna y se dirigía a ellos sin ningún medio de amplificación. Si el orador poseía una voz muy potente y todos guardaban un silencio sepulcral, es posible que se le oyera; aunque sospecho que los de las primeras filas repetían sus palabras a los que estaban más lejos, o que incluso se recurría a heraldos oficiales para ese fin. Pero si alguien decía cosas que la mayoría del pueblo no quería escuchar, mucho me temo que los murmullos e incluso los gritos generalizados no dejaban atenderlo.
El caso es que la asamblea votó la propuesta más dura, la de Cleón: muerte para los varones adultos, esclavitud para los demás. Los magistrados enviaron un trirreme para que llevara la orden de ejecución a Paques. «Pero al día siguiente se arrepintieron y se dieron cuenta de que la asamblea había aprobado un decreto desproporcionado e inhumano, el de matar a toda una ciudad y no sólo a los culpables» (Tucídides 3, 36). Se volvió a discutir en la asamblea, Cleón defendió los mismos argumentos que la víspera y Diódoto se le opuso de nuevo. Al llegar el momento de la votación, se levantaron más manos a favor de Diódoto que de Cleón, y se decidió enviar un segundo trirreme con el decreto modificado.
Pero ya habían pasado veinticuatro horas. La distancia entre el Pireo y Mitilene es de 340 kilómetros, una travesía que un trirreme, navegando a algo menos de 8 nudos y en jornadas de 12 horas, podía cubrir en dos días. Si el segundo barco quería llegar a tiempo de impedir la masacre, tenía que realizar el mismo trayecto en tan sólo un día. Los embajadores de Mitilene ofrecieron ellos mismos el alimento para los remeros, vino y harina de cebada, y también una sustanciosa prima si alcanzaban a la primera nave. Así pues, el segundo barco zarpó a toda prisa. Los remeros comían sobre la marcha la harina de cebada mezclada con vino y aceite, y dormían por turnos de quince o veinte hombres en el escaso espacio que quedaba en cubierta. (Es mejor no pensar en otro tipo de necesidades fisicas. Por las fuentes antiguas, nos consta que los trirremes no olían precisamente como una perfumería.) Así navegaron durante veinticuatro horas sin cesar, con la suerte de que no se levantó un viento contrario, pues si hubiera soplado el etesio típico de la estación lo habrían recibido de proa. El segundo barco llegó a Mitilene justo cuando Paques acababa de leer el decreto y, quiero suponer que a su pesar, se disponía a ejecutar a todos los varones de la ciudad.
Así pues, los mitilenios se salvaron por un tris. No todos, por supuesto: los mil oligarcas que habían apoyado la rebelión fueron ejecutados. Pero esta medida, aunque a nosotros pueda parecernos una brutalidad, era razonable en el contexto de entonces. Los atenienses se habían arrepentido a tiempo para evitar que una mancha indeleble cayera sobre la reputación de su ciudad.
Años después, en 415, la isla doria de Melos no tuvo tanta suerte. Allí sí murieron todos los varones, y las mujeres y los niños cayeron en la esclavitud. Hablaremos de ello más adelante.
ESFACTERIA: UN INESPERADO REGALO DEL ENEMIGO
La guerra proseguía, y los atenienses, por increíble que pueda parecer después de las pérdidas sufridas tras la epidemia, seguían operando en teatros bélicos cada vez más alejados. En el año 425 enviaron 40 barcos a Sicilia para reforzar las tropas que habían mandado dos años antes. La flota se encontraba costeando la parte oeste del Peloponeso con rumbo a Corcira, que era la parada natural antes de cruzar el mar Jonio hasta Italia, cuando una tempestad los sorprendió y se vieron obligados a refugiarse en el puerto de Pilos, el antiguo reino micénico.
Con la flota viajaba Demóstenes (no confundir con el famoso orador del siglo iv). Éste había desempeñado el cargo de general con bastante éxito en los dos años anteriores, usando sobre todo tropas ligeras para combatir en la parte noroccidental de Grecia, la más atrasada del país. Ahora, al desembarcar en Pilos, Demóstenes se dio cuenta de que aquel lugar ofrecía muchas posibilidades: tenía agua potable, piedra y madera en abundancia para construir fortificaciones, y estaba situado en Mesenia. Era el emplazamiento perfecto para establecer una base desde la que podrían incitar a los ilotas mesemos a la revuelta contra Esparta.
Demóstenes, que viajaba como uno más en la expedición, no logró convencer a los generales. Pero los soldados atenienses, según Tucídides por puro aburrimiento, pusieron manos a la obra y construyeron un fuerte un tanto chapucero, ya que no tenían herramientas para labrar la roca ni argamasa con que unir las piedras. Sin embargo, Pilos ofrecía tales defensas naturales que no era necesario nada más.
Pasados seis días, la flota siguió rumbo a Corcira, y de ahí a Sicilia. Pero Demóstenes se quedó con cinco barcos y sus dotaciones. La noticia acabó llegando al ejército espartano que se dedicaba a asediar Atenas y devastar sus campos, y les pareció lo bastante grave como para abandonar el Ática y enviar tropas a Pilos.
La de aquel año fue una invasión muy breve, tan sólo quince días, y no sólo por la amenaza que representaba la base de Demóstenes en Pilos. Al parecer, los espartanos y sus aliados se habían adelantado en la campaña. Como además hacía mal tiempo, el trigo de los campos del Ática no había madurado y estaba verde. En otros años, los peloponesios se habían alimentado de ese cereal, recolectándolo sobre el terreno. Pero ahora, por falta de intendencia, tuvieron que renunciar a la invasión para alivio de los atenienses.
El fuerte de Pilos dominaba la parte norte de la bahía conocida hoy como Navarino, el mismo lugar donde en 1827 se libró una batalla naval decisiva para la independencia de Grecia. Esa bahía estaba prácticamente cerrada por Esfacteria, una isla de algo más de cuatro kilómetros de longitud. Los espartanos pensaron que, si situaban una guarnición en Esfacteria, podrían impedir que futuros barcos de refuerzo atenienses entraran en la bahía. De modo que desembarcaron en ella a 420 hoplitas acompañados por sus sirvientes ilotas, mientras el resto de las tropas que habían acudido a Pilos intentaban en vano asaltar el fuerte ateniense.
Demóstenes, que no podía tener más de mil hombres, envió dos barcos a pedir refuerzos. La flota que iba de camino a Corcira dio media vuelta y acudió en su auxilio. Si los espartanos albergaban la esperanza de impedir que los barcos atenienses entraran en la bahía, debieron sentirse defraudados. En las aguas de la ensenada se libró una batalla muy confusa en la que, como era de esperar, vencieron los atenienses. Aunque los espartanos consiguieron salvar la mayor parte de sus barcos, se dieron cuenta con horror de que sus tropas habían quedado aisladas en la isla de Esfacteria. Casi la mitad de los 420 hoplitas de la guarnición eran espartiatas. Esparta, cuyo número de ciudadanos de primera clase no dejaba de reducirse con el tiempo no llegaban a 5.000 por aquel entonces-, no podía permitirse perderlos.
Los espartanos se apresuraron a ofrecer una tregua, a cambio de que se permitiera alimentar a los hombres aislados en Esfacteria con un envío diario de provisiones. Después enviaron embajadores a Atenas para ofrecer una paz más duradera, bajo los términos de «paz, amistad, alianza y hermandad» entre ambos pueblos. El demagogo Cleón, que dominaba la asamblea, pidió a los espartanos que dieran pruebas de esa amistad devol viéndoles los puertos que les habían arrebatado en Mégara,Trecén yAcaya en el año 446, antes incluso de la Guerra del Peloponeso. Evidentemente, Cleón estaba muy engallado, pero la asamblea ateniense apoyó sus pretensiones. Ni la epidemia, que los había golpeado por última vez dos años antes, era capaz de quitar a los atenienses sus arrestos.
Como era de esperar, Esparta no aceptó. Los atenienses reanudaron el bloqueo sobre la isla de Esfacteria, con la esperanza de que los cercados se rindieran por hambre. Ellos mismos sufrían sed, pues a veces tenían que obtener agua escarbando en los arenales de la playa, mientras que los espartanos conseguían pasar comida a los suyos de incógnito. Como el bloqueo se prolongaba, Cleón acusó de incompetencia a Nicias, uno de los principales generales del momento y encargado del mando en las operaciones de Pilos. «Hasta yo podría hacerlo mejor», le desafió Cleón. Lo que había que hacer, según él, era echarle valor al asunto y desembarcar en Esfacteria para tomar prisioneros a los espartanos. Sí, a los temidos espartanos.
A Nicias, que poseía un gran prestigio por sus riquezas y era un hombre muy prudente, se le debió calentar la boca por el odio que sentía contra el demagogo, así que le dijo: «Pues si crees que puedes hacerlo mejor, ¿por qué no tomas tú el mando y nos lo demuestras?». Para sorpresa de todos, Cleón, lejos de arrugarse, aceptó la propuesta y partió para Pilos. Mientras tanto, es de suponer que sus enemigos políticos hicieron ofrendas a los dioses para que algún espartano le cortara la garganta al demagogo y así no tuvieran que volver a escuchar su voz en la asamblea.
Cleón demostró el sentido común de elegir a Demóstenes para que le acompañara. Cuando llegaron allí, descubrieron que en la isla se había producido un incendio, provocado por un espartano al encender un fuego para comer. El bosque que cubría la isla había ardido y ahora se podía ver toda su superficie pelada, incluyendo los lugares más propicios para el desembarco. Cleón y Demóstenes desembarcaron primero con 800 hoplitas y, una vez que aseguraron la posición, trajeron también a Esfacteria 800 arqueros y 800 peltastas de infantería ligera armados con jabalinas. Como aún les parecía poco, dada la reputación de los espartanos, desembarcaron a 10.000 hombres más entre tripulantes y aliados mesenios.
Al ver frente a ellos a los 800 hoplitas atenienses, que «sólo» los duplicaban en número, los espartanos los desafiaron a combatir según las normas, falange contra falange. Pero los atenienses, que ni en proporción de dos a uno las tenían todas consigo, dejaron que los arqueros y peltastas que los acompañaban dispararan contra los espartanos todo lo que tenían: flechas, jabalinas, piedras. Poco a poco los espartanos se retiraron hacia una altura al norte de la isla, hasta que quedaron rodeados, como le había ocurrido a Leónidas en las Termópilas.
A diferencia de los 300 de las Termópilas, los 292 hombres que quedaban en pie no tenían deseos de morir, y se rindieron. Algo que no era deshonroso, pues habían resistido hasta el final y no tenían posibilidades de victoria contra aquella forma de luchar tan cobarde... pero tan eficaz. Era el triunfo de los humildes ciudadanos atenienses y de los ilotas que los ayudaron- sobre los orgullosos terratenientes espartanos.
Cleón, acompañado por el siempre competente Demóstenes, había conseguido un éxito inesperado que acrecentó su reputación. Los vencedores aparecieron en Atenas con casi 300 prisioneros, entre los que aún quedaban vivos 120 espartiatas. Para las autoridades lacedemonias, el valor de aquellos hombres era incalculable; tanto que a partir de aquel momento los espartanos renunciaron a su acostumbrada excursión veraniega para saquear el Ática. Se entablaron conversaciones de paz que no llegaron a prosperar, porque los atenienses estaban todavía más crecidos que antes de desembarcar en Esfacteria.
Sin embargo, en 424 los espartanos lograron arrebatar a los atenienses Anfipolis, una ciudad situada en el norte del Egeo y vital para los intereses económicos de Atenas; precisamente Tucídides fue desterrado por no llegar a tiempo para impedirlo. Dos años después, Cleón, que se había aficionado al puesto de general, llevó un ejército a Anfipolis para reconquistarla. En la batalla que se libró junto a los muros de la ciudad, los atenienses fueron derrotados y Cleón murió.Ya hemos comentado en otro capítulo que los strategoí griegos combatían en primera fila y muchos de ellos perecían en las derrotas; pero en este caso, incluso el general victorioso, el espartano Brásidas, falleció a causa de las heridas recibidas.
Brásidas era un general muy capaz, y además un diplomático consumado que había conseguido que muchas ciudades de Tracia, como la misma Anfipolis, se pasaran a su bando. Su muerte supuso una gran pérdida para los espartanos, mientras que la de Cleón significaba que el político más agresivo y belicista de Atenas también quedaba fuera de la circulación. El camino para la paz se abría.
Fue Nicias quien se encargó de tratar con los espartanos, y por eso la paz que se firmó en 421 llevaba su nombre. Atenas estaba agotada y a punto de quedarse sin fondos. Esparta quería recuperar a sus prisioneros, y por otra parte la tregua de treinta años firmada con su archienemiga Argos estaba a punto de expirar. Argivos y atenienses juntos eran una amenaza contra la que los espartanos podían enfrentarse, pero preferían no hacerlo.Así que firmaron un tratado que prácticamente devolvía la situación al estado anterior a la guerra, una tregua que debía durar nada menos que cincuenta años.
Mas, aunque los atenienses y los espartanos estaban exhaustos, había aliados de Esparta que no se sentían nada satisfechos con el tratado, pues no habían ganado nada en él. Mégara, Tebas y, sobre todo, Corinto seguían deseosas de reanudar las hostilidades.Y en la misma Atenas había un personaje ambicioso que comprendía que en la paz no podría medrar.
Estamos hablando de Alcibíades, la mayor esperanza y la mayor ruina de Atenas. Conozcámoslo de cerca.
Mi fascinación por Alcibíades proviene de cuando era niño. En una enciclopedia de historia universal había una imagen de una (supuesta) estatua suya. El breve pie de foto no podía tener más de seis líneas, y sin embargo bastó para convencerme de que allí había todo un personaje.Años más tarde, cuando llevaba poco tiempo como profesor, tuve la ocasión de traducir unas cuantas biografiar de Plutarco, entre otras la de Alcibíades. Desde entonces pensé en escribir una novela sobre él, pero de momento el proyecto ha quedado sólo en un par de intentonas de poco más de diez páginas y una aparición como invitado en un libro.
Esa fascinación afectó a los atenienses de su propia época y de la posteridad. Es patente en los comentarios que hace Tucídides sobre Alcibíades, al que debió conocer personalmente, y los detalles que nos ofrece sobre su vida Plutarco demuestran que despertó el interés de sus contemporáneos y también de las generaciones inmediatamente posteriores. Como explica Plutarco, «conocemos hasta el nombre de la nodriza de Alcibíades, una laconia llamada Amiclas, e incluso el de su pedagogo Zopiro» (Alcibíades 1), cuando de otros personajes ilustres de la época no podemos ni nombrar a las madres. En nuestros días, se le han dedicado varias monografias, como una escrita por Jacqueline de Romilly, y el conocido novelista Steven Pressfield lo convierte en el núcleo principal de su novela Vientos de guerra.
Alcibíades provenía de familia ilustre, por ambas ramas, y su madre pertencía al clan de las Alcmeónidas.Alcibíades quedó huérfano de padre con tres años, y se educó a partir de entonces en casa de su tío Pericles. Llegado el momento, heredó una gran fortuna. Además de otros alardes que realizó durante toda su vida, consiguió copar los cuatro primeros puestos en los juegos Olímpicos del año 416. Eso le otorgó un prestigio enorme en Grecia entera y, sobre todo, en Atenas. Curiosamente, las proezas hípicas reservadas a los aristócratas despertaban la pasión del pueblo llano, que, si hacemos caso a lo que nos cuenta Aristófanes en su comedia Las nubes, era muy aficionado a las carreras de caballos. Que los ciudadanos más humildes de Atenas sintieran a la vez envidia y admiración por los ricos no es tan raro. Cuando voy a ver un partido de fútbol, a menudo contemplo admirado cómo muchos forofos increpan a los que unos minutos antes eran sus ídolos, recriminándoles con auténtico odio que cobren tantos millones.
La fortuna personal suponía un gran activo para quien intentara destacar en política. Nicias, que dominaba el panorama político cuando Alcibíades empezó a destacar, poseía grandes riquezas. Las obtenía sobre todo de sus inversiones en el Laurión, que eran muy arriesgadas, tal como comenta Plutarco en su biografia, porque las minas de donde se extraía la plata tendían a derrumbarse y los esclavos en los que Nicias había invertido su dinero morían (y si no lo hacían en los túneles, ya lo harían en los hornos donde se fundía el metal, al absorber los venenosos vapores del plomo). Pero el sufrimiento del que salía el dinero de Nicias no lo veían los atenienses: tan sólo eran testigos de sus actos benéficos. Nicias patrocinaba coros de jóvenes, pagaba los premios para los certámenes gimnásticos, y como corego en las tragedias (empresario teatral, para entendernos) cosechó numerosos premios que luego consagró en la llamada Avenida de los Trípodes. Haciendo ofrendas a los dioses no había nadie más espléndido en Atenas, como demostró en los festivales que se celebraban en Delos.
¿De verdad impresionaba esto al pueblo? Sí, porque además salía beneficiado. Los festivales de todo tipo no eran sólo acontecimientos religiosos y lúdicos, sino que los pobres aprovechaban muchas de esas ocasiones para llenarse el estómago con manjares -sobre todo carne- que normalmente no estaban a su alcance. Era una táctica que los aristócratas adinerados habían aprendido desde hacía tiempo para ganarse al démos: el evergetismo del que hablamos en relación con Cimón, quien dejaba que la gente tomara de sus huertos los frutos que quisiera para alimentarse.
La primera aparición de Alcibíades en la vida pública fue para efectuar una donación de dinero, seguramente una eisphorá o aportación extraordinaria para la guerra. Pero Alcibíades gozaba de una ventaja sobre Nicias y el resto de sus rivales, pues a sus riquezas sumaba algo que los griegos, y los atenienses en particular, apreciaban sobremanera: el atractivo fisico.Ya de adolescente era tan bello que tuvo infinidad de erastaí, ciudadanos adultos que le declaraban su amor. Con la edad, supo acompañar y acrecentar esta belleza con una gran elegancia en el vestir y en los ademanes, hasta implantar su propio estilo. A tal punto llegaba la atracción y la admiración que despertaba Alcibíades que muchos jóvenes atenienses imitaban incluso sus defectos. Al parecer, tenía una especie de ceceo o tartamudeo al hablar que en él quedaba gracioso, y torcía el cuello de una forma similar a la de Alejandro.
Según Plutarco (Alcibíades 1), el atractivo de Alcibíades se mantuvo incluso en la madurez, y debe de ser cierto, porque siguió siendo un rompecorazones hasta el último momento, cuando ya estaba en la cincuentena o se acercaba a ella. Entre las víctimas de su encanto se encontraba el mismísimo Sócrates, que se convirtió en uno de sus admiradores. En este caso, la admiración era mutua: aunque Sócrates era más feo que un sapo -dicho por él mismo, no es por faltar-, Alcibíades se sentía atraído por una mente que debía ser incluso más brillante que la suya, aunque el filósofo nunca la utilizara como él para medrar en política ni, en general, para asuntos prácticos.
Si hacemos caso de lo que cuenta el mismo Alcibíades en el Banquete de Platón, la relación entre Sócrates y él nunca llegó a ser carnal, aunque en una ocasión tendió una trampa al filósofo para que ambos durmieran en el mismo lecho y bajo el mismo manto. ¡El jovencito seduciendo al cuarentón! (Sócrates debía de sacarle unos veinte años).
Se supone que Sócrates era un ejemplo moral para el círculo de jóvenes que lo acompañaba y bebía sus palabras. Pero en el caso de Alcibíades, el pupilo le salió rana, pues nunca consiguió que renunciara a su escandaloso comportamiento privado. Cuando llegó la hora del juicio de Sócrates, no le ayudó haberse rodeado de personajes como Alcibíades.
UN EJEMPLO DE BATALLA CONVENCIONAL: MANTI N EA
En 420 Alcibíades cumplió treinta años, una edad que en Grecia se consideraba lo bastante madura como para acceder ya a cargos importantes. En el mismo año en que él irrumpía como un ciclón en la política, hizo su entrada en el escenario otra actriz que había permanecido escondida durante todo el primer acto de la Guerra del Peloponeso: la ciudad de Argos.
Argos, cuya historia se remontaba a la época micénica, dominaba la llanura conocida como Argólide, y se jactaba de haber sido la potencia hegemónica en el Peloponeso durante el siglo vii gracias a su rey Fidón. Desde entonces Argos y Esparta habían sido enemigas. Pero si en los primeros enfrentamientos Argos había llevado las de ganar, a partir del siglo vi no hizo más que encajar derrotas. El principal casas belli entre ambas ciudades era Cinuria, una fértil llanura costera situada al sur de Argos y al nordeste de Esparta. Hacia el año 545,Argos y Esparta se enfrentaron por ella en la llamada «batalla de los campeones», y los argivos resultaron vencidos como ya contamos en su momento. Después, a principios del siglo v el rey Cleómenes volvió a humillar a Argos, que durante mucho tiempo no levantó cabeza.
Desde el año 460 más o menos, Argos mantenía una democracia, cuyo origen tal vez se debió a las intrigas políticas del ateniense Temístocles. Esa democracia había firmado en el año 451 una tregua con Esparta, y la observó escrupulosamente. Pero en 421, vencido el armisticio, Argos se encontraba rodeada por estados que habían participado en una larga guerra de diez años, mientras que ella había reservado fuerzas y, probablemente, se había enriquecido comerciando con ambos bandos. Argos llevaba tiempo preparando un cuerpo de hoplitas de élite, los Mil, en los que depositaba mucha confianza. Además, el fiasco de los espartanos en Esfacteria revelaba que no eran invencibles. Estados como Élide, que hasta entonces habían sido aliados de Esparta, ahora se le subían a las barbas: en los juegos Olímpicos del año 420 prohibieron a los lacedemonios entrar en el recinto sagrado de Olimpia, si no pagaban antes una cuantiosa multa de 2.000 minas de plata por un conflicto anterior.
Alcibíades no albergaba el menor deseo de que la Paz de Nicias, que llevaba el nombre de su principal rival político, se prolongase más de lo necesario.Ya había ganado experiencia como soldado sirviendo en el asedio de Potidea y en la desastrosa batalla de Delio, ocasiones que había compartido con Sócrates.' Pero ahora que había conseguido que el pueblo lo eligiera general, su ambición era ejercer el mando en la guerra en lugar de aburrirse en la paz. De modo que intrigó hasta conseguir que, pese a que Esparta y Atenas habían jurado un pacto de alianza, los atenienses firmaran en 420 otro pacto con Argos y los estados también democráticos de Mantinea y Élide.
En el año 418, todas estas maniobras llevaron a un enfrentamiento abierto. El rey Agis de Esparta, hijo del difunto Arquidamo, se dirigió contra Argos, que pidió ayuda a sus aliados. Los espartanos luchaban prácticamente solos en esta ocasión, de modo que Agis tuvo que recurrir a los llamados neodamodeis, probablemente ilotas emancipados y convertidos en ciudadanos. El caso es que Agis llevó a la batalla unos 9.000 hombres, de los que menos de la mitad eran auténticos espartanos.
Contra ellos, los aliados podrían haber formado a un ejército superior en número. Pero los atenienses, después de haberse dejado convencer por Alcibíades para firmar un pacto con Argos y los demás aliados, cambiaron de opinión, decidieron enviar tan sólo 1.000 hombres y, o no renovaron a Alcibíades como general o no le otorgaron mando en esa campaña. Por otra parte, también fallaron los eleos, que retiraron a sus 3.000 hoplitas porque los demás aliados no querían hacerles caso y atacar la ciudad de Lepreo.
Al final, contra los 9.000 soldados de Agis combatieron 8.000 hombres. El hecho de que se atrevieran a enfrentarse contra un ejército lacedemonio sin disponer de superioridad numérica demuestra por una parte las ganas que les tenían los argivos a los espartanos y, por otra, que éstos ya no poseían la reputación de antaño y la gente les había perdido el respeto. ¡Adiós al terror escénico del Peloponeso!
La batalla fue confusa, pues se produjeron extrañas maniobras en las que parecía que ambos bandos rivalizaban por ver quién cometía la mayor pifia. Pero hay que tener en cuenta que en la supuesta llanura había bosques, elevaciones y todo tipo de obstáculos que entorpecían los movimientos, y que además en el caso de los aliados combatían tropas de varias ciudades con sus propios mandos. El relato que hace Tucídides de la batalla es muy interesante, pues ilustra algunos principios que comenté al hablar de la guerra en Grecia (traduzco «espartanos» aunque Tucídides utiliza «lacedemonios»):
Al día siguiente, los argivos y sus aliados adoptaron la formación en que pensaban combatir si se encontraban con el adversario. Los espartanos, que regresaban desde el agua a su campamento junto al santuario de Heracles, vieron que sus enemigos estaban cerca, formados en orden de batalla y alejados de la colina. Según recuerdan los espartanos, aquélla fue la ocasión en que sintieron más miedo, pues tuvieron que prepararse a toda prisa [...].
Cuando ya estaban a punto de lanzarse al ataque, los generales arengaron a sus tropas, cada uno a su manera: a los de Mantinea, les dijeron que la batalla era por su patria y por el poder [...]. A los de Argos, que combatían por su antigua hegemonía y [...1 por vengarse de las numero sas ofensas recibidas de los espartanos, que eran sus vecinos a la vez que sus enemigos.A los atenienses se les dijo que era honroso no quedar detrás de nadie y [...1 que si vencían a los espartanos en el propio Peloponeso, asegurarían y expandirían su imperio, y evitarían que nadie más invadiera su país.
En cambio los espartanos se animaban entre sí por grupos y con sus cantos guerreros, recordándose lo que ya conocían de sobra como hombres valientes que eran: que un largo entrenamiento en la guerra es más eficaz para salvar la vida que una arenga improvisada, por muy bien pronunciada que esté (Tucídides 5, 66-69).
Aquí ya se aprecia una diferencia palmaria entre los espartanos, soldados casi profesionales, y las milicias de las demás ciudades. Pero el relato continúa. En su momento, comenté que por la forma de agarrar el escudo, la parte de éste que sobraba por la izquierda servía para proteger el costado derecho del compañero de filas. Eso acarreaba consecuencias tácticas.
Todos los ejércitos actúan de la misma forma.Al avanzar hacia el enemigo se desvían hacia la derecha, de modo que ambos bandos sobrepasan con su ala derecha el flanco izquierdo del adversario. El motivo es que cada soldado, por temor, intenta arrimar todo lo que puede su costado descubierto al escudo del hombre que tiene a su derecha, convencido de que una formación más compacta es mucho más segura. La culpa de esta maniobra la tiene el primer hombre del ala derecha, preocupado en todo momento de alejar del enemigo su costado indefenso. Los demás, llevados por el mismo miedo, lo siguen.
Así, en esta ocasión el ala derecha de los de Mantinea sobrepasó en mucho el ala izquierda de los esciritas,8 mientras que el ala derecha de Esparta y Tegea superó aún más a los atenienses, ya que eran superiores en número (Tucídides 5,71).
O sea, que si les daban suficiente espacio para irse desviando a la derecha, dos falanges podían llegar a pasar de largo. El impulso de desplazarse a un lado para agazaparse tras el escudo de otro es más que comprensible. Sólo hay que ver cómo se mueven los futbolistas en la barrera, buscando a menudo la protección del cuerpo del compañero.Y lo que viene hacia ellos es un balón de cuero, no una lanza con punta de hierro.
Agis, al ver que los mantineos flanqueaban su ala izquierda, temió que la superaran demasiado rápido y, tras ponerla en fuga, pudieran atacar el corazón de su propio ejército desde un lado. Para evitarlo, ordenó a las tropas situadas en aquella zona que igualaran el movimiento de los enemigos y les cerraran el paso desplazándose a la izquierda, en un movimiento contrario al instinto de los soldados. Eso suponía abrir un hueco, maniobra peligrosa que había que evitar. Pero como disponía de cierta superioridad numérica -algo más del diez por ciento-, ordenó a dos batallones de la zona central que acudieran a rellenar ese boquete.
Quedaba muy poco para el choque, el temido othismós. Los capitanes de esos batallones, Hiponoides y Aristocles, debieron de pensar que era una locura cambiar de formación casi en plena batalla: las unidades de hoplitas griegos no se movían con la misma agilidad que los legionarios romanos ni podían trasladarse simplemente de un lado a otro como piezas de madera. De modo que se negaron a obedecer.
Si la maniobra hubiera salido bien, tal vez los historiadores alabarían la brillante improvisación táctica de Agis. Pero lo cierto es que fue un desastre y casi todos lo ponen a caer de un centauro. Como el flanco izquierdo de su ejército sí siguió sus órdenes y se desplazó a la izquierda, mientras que los dos capitanes rebeldes se hicieron los sordos, se abrió en el centro el temido hueco. Por él se colaron los de Mantinea y los Mil elegidos de Argos y empezaron a repartir estopa entre las filas espartanas. Al hacerlo causaron tal caos que pusieron en fuga a varias unidades y las persiguieron hasta el campamento, donde mataron a unos cuantos abueletes que montaban guardia junto a los carros, hablando probablemente de sus batallitas sin sospechar lo que se les venía encima. «Somos espartanos», pensarían, «¿quién va a romper nuestra formación?».
Qué momento más dificil para los espartanos. Con las filas rotas, un rey novato que improvisa órdenes y capitanes que no las obedecen... Si este libro tuviera un patrocinador, aprovecharía este intermedio para colocar un anuncio.
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Fin del descanso. Tucídides dice: «Aunque los espartanos fueron sobrepasados por completo en el aspecto táctico, demostraron que su superioridad en valor lo compensaba de sobra» (5, 72). Probablemente no fue sólo cuestión de valor. Si los aliados que habían roto las líneas, en lugar de seguir hacia los carros, que debían hallarse a cierta distancia, se hubieran concentrado en atacar a los espartanos desde atrás, quizá otro gallo hubiera cantado. Es posible que no se tratara sólo de codicia -poco botín podían arrebatar a los espartanos-, sino también de miedo. «Hemos roto la línea lacedemonia una vez», pudieron pensar, «No es cuestión de tentar la fortuna una segunda vez».
El caso es que los espartanos se sobrepusieron a la adversidad y consiguieron derrotar al ala izquierda de sus adversarios. Entre éstos se hallaban los atenienses, que perdieron a 200 hombres, incluidos sus dos generales. Los demás huyeron, y los espartanos no pusieron ningún empeño en perseguirlos. Del mismo modo que Atenas no se había comprometido realmente en la batalla, los espartanos no se emplearon a fondo para aniquilar a los hombres que había enviado. Fue una constante de la Guerra del Peloponeso. Atenienses y espartanos se hacían la guerra, pero con cierto respeto mutuo -salvo el comportamiento de Lisandro, que veremos más adelante-. El odio mayor lo sentían los argivos por los espartanos, o los tebanos y siracusanos por los atenienses. Aunque mucho más intenso era el aborrecimiento que sentían entre sí las facciones democráticas y oligárquicas de una misma ciudad cuando llegaba el momento de enfrentarse.
Tras vencer en su ala derecha, Agis pudo concentrarse en el flanco izquierdo, donde estaban pasando los mayores apuros. En realidad, la táctica que se seguía en las batallas clásicas era ésa: ambos bandos procuraban poner sus mejores tropas en la derecha y las peores en la izquierda. Sa biendo que cada flanco derecho iba a ganar a cada flanco izquierdo, la clave era quién conseguía hacerlo antes para acudir en auxilio de su zona en apuros. En esta ocasión, y como era habitual en ellos, los espartanos consiguieron adelantarse pese al desbarajuste que se había organizado en el engarce entre su ala izquierda y su centro.'
Curiosamente, cuando los espartanos de clase A cayeron sobre los mejores hombres de la alianza, acabaron con casi todos los soldados de Mantinea, mientras que los Mil de Argos se salvaron. He dicho «curiosamente», pero tal vez debería haber escrito «sospechosamente». Los mantineos que perecieron en la batalla eran demócratas, mientras que los guerreros de élite de Argos pertenecían a la clase superior de su ciudad, más partidarios de la oligarquía que de la democracia que ahora tenían que sufrir. ¿Había un pacto entre ellos y los espartanos para dar un golpe de Estado en su ciudad, llegado el momento? No olvidemos que Esparta siempre favorecía regímenes oligárquicos, y que en la Guerra del Peloponeso muchas veces los intereses de clase prevalecieron sobre los instintos patrióticos.`
Pasado el suspense inicial, los espartanos habían vencido. Pese a tener un entrenador novato y algunos jugadores rebeldes en el centro del campo, el veterano campeón de Grecia había demostrado que los que lo consideraban un equipo acabado se habían precipitado bastante. Los derrotados se dejaron 1.100 hombres en la batalla, mientras que los vencedores perdieron como mucho 300. Durante el resto de la guerra, a nadie se le ocurrió enfrentarse otra vez con los espartanos en una batalla campal.
En su regreso a Esparta, los dos capitanes desobedientes fueron juzgados y desterrados. De haber perdido la batalla, tal vez el encausado habría sido Agis.Ya sabemos por otros casos que los espartanos no sentían el menor empacho en juzgar a sus reyes. Además, Agis había dado muestras de inseguridad en vísperas de la batalla, cuando lanzó a sus hombres en una carga cuesta arriba contra el enemigo, y tan sólo los detuvo cuando un soldado veterano le recriminó a gritos que aquello era una locura. Pero el éxito lo justifica todo, y para Agis quedó la fama de haber conseguido la victoria más gloriosa de la Guerra del Peloponeso. Hubo otras mayores, sin duda. Pero en Mantinea se respetaron las reglas, los vencedores no trataron con crueldad a los vencidos y ganaron honor para su ciudad.
Cuando los atenienses derrotados llegaron de vuelta a la ciudad, Alcibíades debió menear la cabeza, desesperado. Si Atenas se hubiese involucrado de verdad en la campaña contra Esparta y enviado 4.000 o 5.000 hoplitas en vez de un millar, y con él como general, las cosas podrían haber sido distintas.Y si los eleos no hubieran traicionado a los demás aliados... Haciendo historia-ficción,Alcibíades podía imaginarse a un ejército de 15.000 hombres bajo sus órdenes. Si los espartanos habían pasado apuros ante 8.000, contra casi el doble sin duda habrían sido derrotados. Después, el ejército de la coalición, liderado por Alcibíades, habría bajado hacia el sur por el valle del Taigeto hasta llegar a Esparta. Sin murallas, la ciudad no habría podido resistir, y además los ilotas de Mesenia no habrían necesitado mucha más excusa para sublevarse de nuevo y unirse al ataque.
Dejemos las ucronías. Los aliados podrían haber desplegado a 15.000 hoplitas, pero no lo hicieron. El apoyo de los atenienses a la alianza fue muy tibio. Si alguien les hubiera enseñado en una bola de cristal lo que iba a sucederles dieciséis años después, seguramente habrían enviado a todos sus hombres disponibles para aplastar de una vez a su renqueante enemigo. Pero en esta ocasión los oráculos se quedaron mudos.Y Esparta recuperó en un solo día todo el prestigio que había perdido por el error de Esfacteria.
LA CAMPAÑA DE SICILIA
De momento, espartanos y atenienses no volvieron a chocar de forma directa. Pero sus relaciones tampoco mejoraron precisamente. En el año 416, los atenienses decidieron apoderarse de la isla de Melos, que aun formando parte de las Cícladas era doria y no pertenecía a su alianza marítima. Con mucha prudencia, los habitantes de Melos se habían abstenido de tomar partido por Esparta y trataban con total neutralidad a ambos bandos. Así se lo intentaron explicar a los embajadores atenienses, en un diálogo que Tucídides recrea como una pequeña obra de teatro y donde los personajes colectivos, melios y atenienses, se convierten casi en abstracciones que defienden por un lado la justicia y la moral y por otro la lógica del más fuerte. Lamento decir que este último papel les correspon de a los atenienses. Aquí Tucídides llega a otra de sus cimas como literato y como historiador, en una pieza del más puro estilo maquiavélico (o habría que decir que El príncipe de Maquiavelo es una pieza del más puro estilo tucidídeo).
De nada les valieron a los melios sus argumentos. Tras siete meses de asedio, los atenienses se apoderaron de la isla, mataron a todos los varones y esclavizaron a las mujeres y a los niños. Plutarco asegura que Alcibíades fue el defensor del decreto que ordenó este genocidio (Alcibíades 16), pero leyendo a Tucídides parece que en aquel momento estaba ocupado en otra campaña. El posible error de Plutarco tiene su lógica, pues de todos los personajes de su época Alcibíades era uno de los más conocidos por la posteridad, y dada su reputación no es raro que con el tiempo le fueran adjudicando a él todas las tropelías cometidas por otros atenienses. Aunque tampoco me atrevería a meter la mano en el fuego por su inocencia.
En ese mismo año, llegaron a Atenas emisarios de una ciudad de Sicilia, Egesta, que estaba en guerra contra Selinunte y su aliada, la poderosa Siracusa. A Alcibíades, después de haber visto cómo fracasaban sus ambiciosos planes en el Peloponeso, se le encendieron los ojos. Para los griegos del continente, y para los atenienses en particular, Sicilia era como Eldorado. Se imaginaban que hallarían allí más riquezas de las que probablemente había y menos resistencia de la que al final se encontraron. De esa manera, como cuenta Plutarco:
[...] alimentaron grandes esperanzas mientras él [Alcibíades] concebía proyectos aún mayores: en sus planes, Sicilia era el punto de partida de la campaña, y no el final como creían los demás [...]. Alcibíades soñaba con Cartago y Libia, tras cuya conquista se apoderaría de Italia y del Peloponeso; y prácticamente consideraba Sicilia como la fuente de recursos para esta guerra. A los jóvenes ya los tenía encandilados con sus esperanzas pues, además, los viejos les contaban maravillas de aquella expedición. Hasta tal punto se llegó que muchos se sentaban en las palestras y en sus lugares de reunión y dibujaban el mapa de la isla y la situación de Libia y Cartago (Alcibíades 17).
Alcibíades, por lo que se ve, tenía madera de conquistador, un carisma similar al de Alejandro y tan pocos escrúpulos como julio César. Lás tima para él que su ciudad no dispusiera de tantos recursos como la Macedonia del siglo iv o la Roma del siglo i, y que además fuese una democracia en la que las decisiones se tomaban por mayorías que podían cambiar de un día para otro.
Cuando se reunió la asamblea, Alcibíades defendió la intervención militar en Sicilia. En aquel momento, su prestigio volvía a encontrarse en lo más alto, pues era el mismo verano en que sus caballos habían copado los cuatro primeros puestos en las Olimpiadas. Tras su discurso, Alcibíades consiguió que los atenienses votaran el envío de 60 barcos. Nicias, siempre cauteloso, se opuso a aquella aventura, pero cometió un error dialéctico al dejar un resquicio: «Contra una fuerza militar semejante [la de Siracusa] se necesitan no una flota ni un ejército normales, sino que deberíamos embarcar muchas tropas de infantería» (Tucídides 6, 21). Si un político se opone a las medidas propuestas por otro, debe hacerlo frontalmente y sin dudas: como dicen los asesores de imagen, hay que vender sólo un mensaje, sin ambigüedades ni vacilaciones.
Alguien de la asamblea preguntó a Nicias cuántas fuerzas habría que mandar a Sicilia. El veterano general debió pensar que, si hinchaba las cifras, los atenienses se asustarían ante la enormidad de la empresa, de modo que habló de más de 100 barcos, de 5.000 hoplitas y de arqueros, honderos y otras tropas de infantería ligera en proporción similar. Para su sorpresa, los atenienses se mostraron de acuerdo y votaron un ingente presupuesto para la campaña, 3.000 talentos de plata.Y no sólo eso, sino que eligieron a Nicias como general, junto con Alcibíades y Lámaco, un militar al que los atenienses solían votar por su pericia en el mando a pesar de que era un hombre relativamente pobre.
Si puede parecernos que no era un gran ejército, tengamos en cuenta que estas cifras son reales -se han encontrado decretos grabados en piedra que lo demuestran-, y no las fantasías habituales en los relatos de otros historiadores de la Antigüedad. Además, que los atenienses se disponían a enviar sus barcos y sus hombres a 800 kilómetros de distancia a vuelo de pájaro, que en la travesía se convertían en más de 1.500. Con los frágiles barcos de la época, nadie se arriesgaba a navegar directamente desde el Peloponeso a Sicilia, sino que viraban hacia el norte, hasta llegar a Corcira, y desde allí cruzaban hasta el tacón de la bota italiana.
De nuevo, como había ocurrido con la epidemia, el imprevisto sacudió a los atenienses. En esta ocasión no se trató del azar, sino de una acción premeditada de un pequeño grupo que quería boicotear la expedición. Cuando la partida era inminente, a principios del verano de 415, la ciudad de Atenas se despertó conmocionada al saber que todas las hermas de la ciudad habían aparecido destrozadas. Dichas hermas eran bloques cuadrangulares de piedra tallados con los rasgos del dios Hermes, y también con penes erectos -había muchos elementos fálicos en los rituales agrarios griegos-, y solían estar delante de las casas y los templos, como los buzones que vemos en las barriadas de las series americanas. Los autores de aquel desaguisado habían mutilado todo lo que sobresalía de las hermas. Pudorosamente, Tucídides habla de los rostros, pero es fácil imaginar que los vándalos no perdonaron lo más llamativo de aquellas toscas imágenes y las caparon sin conmiseración ninguna.
El escándalo cundió por la ciudad, y también el desánimo, pues los atenienses temían el castigo de los dioses y sospechaban que se trataba de un complot oligárquico para derrocar la democracia. Por aquel entonces estaban muy de moda en Atenas las llamadas «hetairías».11 Si la palabra recuerda a «hetaira», «compañera», no es por casualidad, pues esas hetairías eran clubes privados de compañeros. Sus miembros solían ser jóvenes de las familias de clase alta que, como suele suceder en esos casos, se divertían dando escape a sus tendencias subversivas. En el caso de Atenas, sus ansias de revolución iban dirigidas contra el régimen imperante, que era la democracia, y lo hacían en nombre de otro que admiraban y sin embargo desconocían, el de Esparta (si cambiamos Esparta por la Unión soviética estalinista, podríamos encontrar curiosos paralelos en épocas no muy lejanas). Estas hetairías también eran conocidas como synomosías, grupos unidos por un juramento común, y parece que llegaron a convertirse en una especie de grupos paramilitares cuyas actividades terroristas prepararon los golpes oligárquicos que se produjeron en 411 y en 404.
Pronto las miradas recayeron sobre Alcibíades. Su conducta licenciosa e irreverente le convertía en el sospechoso perfecto.Todo el mundo sabía que aquel hombre no respetaba nada ni a nadie. Se decía de él que, por una apuesta, le había pegado un puñetazo a su futuro suegro, y tam bién que le había cortado el rabo a un perro que valía 7.000 dracmas para que los atenienses tuvieran algo que criticarle (o el perro sabía hacer más cosas que ése de los anuncios al que le toca la lotería, o no me creo que costara tanto). Su esposa, Hipareta, harta de que anduviera todo el tiempo con cortesanas y las metiera en casa, se marchó un día y presentó una petición de divorcio. Pero cuando ella tenía que comparecer ante el arconte, Alcibíades la cogió en brazos y se la llevó de vuelta al hogar. Conociendo al personaje y el influjo casi demoníaco que ejercía sobre los demás, me imagino a Hipareta como en las películas clásicas, dándole puñetacitos en el pecho y rindiéndose finalmente a su encanto.
Por si la forma de ser de Alcibíades no le atrajera bastantes críticos y enemigos, aparecieron testimonios de que en su casa se habían parodiado los Misterios. Este ritual se celebraba al final del verano en la villa de Eleusis, situada casi en la frontera con Mégara. Mientras que los sacrificios habituales que se realizaban al aire libre delante de los templos buscaban el bien colectivo de la polis, los cultos mistéricos estaban destinados a conseguir la salvación personal -un rinconcito más agradable en el deprimente Hades- y la comunión con el resto de los iniciados.
Los Misterios de Eleusis, en concreto, eran un ritual muy antiguo que se basaba en el mito de Deméter y su hija Core-Perséfone. Esta última había sido raptada por su tío Hades, que no conseguía esposa de otro modo; lo cual no suena extraño, ya que vivir bajo tierra y convertirse en soberana de los muertos no debía resultar un plan muy atractivo para ninguna chica (todavía no se había puesto de moda la estética gótica). Cuando Core desapareció, Deméter se disgustó tanto que se declaró en huelga y, como era la diosa de los cultivos, la tierra quedó estéril.
Zeus tuvo que tomar cartas en el asunto y decirle a Hades que devolviera a la novia y se buscara otra. Pero Core había comido unas pepitas de granada en el inframundo. Según el imaginario griego, compartir la comida o la bebida de un sitio originaba un vínculo con dicho lugar y sus moradores -en eso se basaban las reglas de la hospitalidad-, de modo que Core se encadenó a sí misma al infierno al probar la granada. Para solucionar el conflicto, Zeus ordenó que la joven diosa permaneciera una tercera parte del año con Hades y las otras dos con su madre. Cuando Core bajaba al inframundo con el nombre de Perséfone, «la destructora», Deméter se deprimía de nuevo y el invierno caía sobre la tierra. Pero cuando regresaba a la tierra al principio de la primavera, Deméter permitía que todo germinase de nuevo.
Este mito no sólo explicaba el ciclo de los campos, sino que ofrecía a los fieles ciertas esperanzas de resurrección, o al menos de una vida más dichosa en el más allá si renacían como lo hacía todos los años la diosa Core, eternamente joven. Los Misterios se celebraban en dos fases, la primera en invierno, dedicada a Perséfone, y la segunda entre agosto y septiembre. Esta última era conocida como los Misterios Mayores, y en ella los participantes peregrinaban al santuario de Eleusis. Algunos de los rituales que celebraban son más o menos conocidos, como cuando al grito de «¡iniciados al mar!» se lanzaban al agua, cada uno con un cochinillo que después sacrificaba.' Pero de lo que ocurría en el edificio conocido como Telesterión no se conoce gran cosa, pues estaba castigado con la muerte revelar los Misterios. Los griegos debían tomarse muy en serio este ritual: a pesar de que se celebró durante siglos, y de que participaron en él miles de personas -incluso los extranjeros y los esclavos podían iniciarse en Eleusis-, lo único que se sabe es que se dividía en «lo dicho», «lo hecho» y «lo revelado».
Con tanto respeto por los Misterios, es comprensible que los atenienses se enfurecieran con Alcibíades por parodiarlos en su casa. No se sabe si tuvo algo que ver con todos estos hechos sacrilegos. Mi opinión es que no se hallaba involucrado en la mutilación de las hermas, pues no podía cobijar interés ninguno en gafar la expedición de la que él mismo era general. En cuanto a la parodia de los Misterios, es posible que hubiese algo de verdad en ello, que Alcibíades y ciertos amigos los hubiesen celebrado a su manera como una especie de secta satánica de la época. Si en verdad ocurrió así, el asunto salió a la luz en el momento más inoportuno.
Alcibíades dijo que, si los ciudadanos sospechaban de él, lo mejor era que lo juzgaran cuanto antes o le quitaran el mando de la expedición. Pero la asamblea se negó, y la espléndida flota partió en el día señalado dirigida por sus tres generales.
Mientras la armada costeaba Grecia y se dirigía a Corcira para cruzar hasta Italia, en Atenas empezaron a salir pruebas contra Alcibíades hasta de debajo de las setas. Era obvio que tenía enemigos poderosos en la ciudad, aunque no es fácil saber quiénes eran: quizá los oligarcas se coaligaron con algunos demagogos radicales que sentían envidia por la influencia que Alcibíades tenía ante el pueblo. Se desató una especie de histeria colectiva, con acusados que delataban a otros para conseguir impunidad, mientras el nombre de Alcibíades sonaba por todas partes.
Entretanto, la flota llegó por fin a Sicilia. Pronto empezaron las discrepancias entre los tres generales. Lámaco proponía atacar directamente Siracusa, la ciudad más poderosa de la isla, pero Nicias, con su prudencia habitual, se oponía. El plan de Alcibíades era atraerse primero a otras ciudades de Sicilia y después marchar contra Siracusa. Sin embargo, sus negociaciones no alcanzaron demasiado éxito, y sólo una polis, la de Naxos, se sumó a Atenas.
En estas indecisiones andaban los generales cuando apareció la Salaminia, una de las naves oficiales de Atenas. El recado que traía la veloz Salaminia era que Alcibíades y otros soldados implicados en la celebración de los Misterios debían presentarse en la ciudad para ser juzgados. Pero los funcionarios no se atrevieron a detenerlo por la fuerza, pues en el ejército expedicionario había muchos partidarios de Alcibíades, sobre todo entre los aliados de Argos y Mantinea, y temían que desertaran si veían maltratado a su líder natural. De modo que se permitió que los acusados siguieran a la Salaminia en su propia nave. Al llegar al puerto de Turios, en el sur de Italia, Alcibíades y los demás desembarcaron y se escondieron, algo que era lógico esperar conociendo al personaje. No creo que se tratara de una confesión de culpabilidad, sino de pura previsión. Alcibíades sabía de sobra cómo habían acabado antes otros generales, y él ni siquiera podía defenderse ante el pueblo alardeando de triunfos como los de Milcíades o Temístocles, pues todavía no los había obtenido.
Cuando los funcionarios de la Salaminia se aburrieron de esperar, regresaron a Atenas. Allí se celebró el juicio, y el jurado condenó a muerte a Alcibíades en ausencia. Cuando le llegó la noticia, declaró: «Pues les voy a demostrar que sigo vivo» .Y sin duda lo hizo, pues cruzó al Peloponeso y, tras una estancia en Argos, se dirigió a la mismísima Esparta, donde ofreció sus servicios al enemigo como asesor militar. Aunque entendemos que Alcibíades estuviera resentido, podría haber hecho como Tucídides, que aprovechó su destierro para escribir un libro. Pero se ve que él era más hombre de acción que de estudio, por desgracia para sus compatriotas.
La expedición se quedó en Sicilia sin su principal promotor, como pasó con aquel célebre capitán Araña que los embarcó a todos y se quedó en tierra. En invierno, los atenienses atacaron por fin la ciudad de Siracusa. Tras un primer asalto, la asediaron y empezaron a construir murallas para aislarla del resto de la isla, mientras que la flota bloqueaba el puerto. Los siracusanos intentaron varias salidas para romper el cerco, siempre en vano, aunque en una de ellas mataron al general Lámaco. El dubitativo Nicias quedó, por tanto, como jefe supremo de la expedición. Para colmo, sufría de cólicos renales que no le ayudaban precisamente a desempeñar con acierto su función.
Fuera por consejo de Alcibíades o por decisión propia, los espartanos enviaron a Siracusa un asesor militar llamado Gilipo (sus padres no podían saber que su nombre daría lugar a chistes fáciles en español). El tal Gilipo logró burlar el bloqueo y colarse con refuerzos en la ciudad. Después, hizo construir un muro perpendicular a las fortificaciones de los atenienses, con lo que impidió que éstos concluyeran el perímetro de bloqueo. La situación empezaba a ponerse fea para los sitiadores.
En la metrópolis, las cosas no iban mejor. También por consejo de Alcibíades, los espartanos rompieron la presunta tregua y ocuparon de forma permanente el fuerte de Decelia, al norte de Atenas. Desde ese momento, ya no pudieron llegar más provisiones a la ciudad desde la costa de Eubea, la amenaza sobre los campos del Ática se hizo permanente y en las minas del Laurión se produjeron fugas masivas de esclavos que huían a Decelia. Durante un tiempo, ni siquiera fue posible celebrar la peregrinación anual a Eleusis, sino que los iniciados en los Misterios debían viajar por mar hasta el santuario.
Los atenienses decidieron que había que rematar la campaña de Sicilia. Para ello, eligieron como general a Demóstenes, el mismo que había conseguido vencer a los espartanos en la isla de Esfacteria, y le asignaron más de 70 barcos con 5.000 hoplitas y tropas ligeras. Llegó a Siracusa en el verano de 413, y con su iniciativa habitual decidió pasar a la ofensiva cuanto antes. Por desgracia, se le ocurrió la desafortunada idea de lanzar un ataque nocturno. Las maniobras de noche, como ya comentamos en la batalla de Platea, no eran la especialidad de los griegos. Aquello acabó en desastre, con soldados atenienses matándose entre ellos y otros despeñándose por las Epípolas -las alturas que dominaban Siracusa por el nortemientras los jinetes sicilianos les daban caza.
La situación del ejército ateniense empezaba a ser desesperada, pues de sitiados habían pasado a sitiadores, hacinados en la bahía contigua a Siracusa. Como no tenían sitio ni tiempo para secar los barcos, sus trirremes pesaban cada vez más debido al agua que impregnaba la madera y empezaban a pudrirse. Demóstenes sugirió que reconocieran la derrota y abandonaran la isla, pero Nicias, indeciso como siempre, postergó la evacuación (parece que influyó en ello el eclipse de luna del 23 de agosto, pues Nicias era extremadamente supersticioso).
Cuando quisieron darse cuenta, los sitiadores se vieron también cercados en la bahía por la flota de los siracusanos y aliados. Los atenienses trataron de romper el bloqueo con 110 trirremes; los demás no tenían remos, lo que indica el lamentable estado en que se encontraba el ejército de Nicias. En otras batallas similares los atenienses habían demostrado su superioridad en el mar. Pero ahora muchos de sus barcos no se hallaban en condiciones de navegar, y además el reducido espacio de la ensenada favorecía a sus enemigos. En cierto modo, se toparon con su propia Salamina,13 y tuvieron que luchar como menos les gustaba, a la «antigua usanza».
Tras perder 50 barcos y muchísimos hombres, los atenienses se dieron cuenta de que por mar no podían salir de allí. Con nuevos retrasos, Nicias y Demóstenes decidieron intentar la huida por tierra y dirigirse a la ciudad de Camarina. Dejaron atrás a los heridos y enfermos, lo que da muestras de lo baja que andaba su moral, y emprendieron la retirada. Durante días sufrieron el acoso de los enemigos, que contaban con una magnífica caballería.14 Primero fueron capturados Demóstenes y sus hombres. Después, cuando la vanguardia ateniense mandada por Nicias llegó a las orillas del río Asinaro, las tropas de Gilipo cayeron sobre ellos. La escena que nos describe Tucídides es escalofriante. Mientras los atenienses, atormentados por la sed, se apelotonaban en el agua para beber, los siracusanos les disparaban flechas desde la otra orilla y los espartanos se dedicaban a de gollarlos.Aun así, los atenienses seguían bebiendo el agua enlodada y ensangrentada, y ni se molestaban en defenderse.
Los siracusanos no tuvieron la menor compasión de aquellos hombres que los habían asediado casi dos años. A Nicias y Demóstenes los ajusticiaron pese a la intercesión del espartano Gilipo. En cuanto a los demás, los hacinaron en unas canteras de piedra, las llamadas Latomías. Allí los retuvieron más de dos meses en condiciones infrahumanas, repartiéndoles una ración de agua y comida muy inferior a la que los atenienses habían consentido para los espartanos cercados en Esfacteria. A los que sobrevivieron pasado ese tiempo los vendieron como esclavos tras marcarles la frente con hierros candentes; salvo a los atenienses, a los que dejaron allí. Se cuenta que tan sólo aquellos que sabían recitar pasajes de Eurípides obtuvieron algo de clemencia, pues en Sicilia existía una gran afición por sus obras. Es posible que algunos atenienses se arrepintieran de no haber prestado suficiente atención a aquél cuando tuvieron ocasión.
El desastre costó a Atenas y sus aliados 200 barcos y cerca de 40.000 bajas entre muertos, esclavizados y desaparecidos. No es fácil precisar cuántos atenienses murieron. Si los refuerzos que llegaron con Demóstenes mantenían la misma proporción que la primera expedición, pudieron perder a unos 3.000 hoplitas y a muchos remeros más. La ciudad, que se había recobrado poco a poco tras la gran epidemia, había vuelto a sufrir otro golpe terrible, y su tesoro se hallaba casi vacío. Cualquier otro estado habría abandonado la guerra, pero Atenas todavía combatió nueve años más.
LA GUERRA EN EL EGEO
Uno de los causantes de los males atenienses se encontraba en Esparta. Para sorpresa de todo el mundo, Alcibíades, aquel dandi ateniense acostumbrado al lujo más refinado, se adaptó de maravilla a la vida lacedemonia: se dejó el pelo largo, comía áspero pan de cebada mojado en caldo negro y se bañaba con agua fría. Aunque tal vez se ha exagerado la importancia militar de los consejos que dio a los espartanos, es obvio que su presencia entre ellos no benefició en nada a Atenas.
Pero Alcibíades no pudo seguir mucho tiempo en Esparta. Como cuenta Plutarco, le convenía el dicho de «es la misma mujer de antes» o, como diríamos nosotros, «la cabra tira al monte». Haciendo gala de su atractivo fisico y su labia, consiguió seducir nada menos que a Timea, la esposa del rey Agis. Ésta quedó embarazada y dio a luz a un niño llamado Leotíquidas. Pero se cuenta que en privado lo llamaba Alcibíades, mientras éste presumía ante los más íntimos de que no se había acostado con Timea por vicio, sino por prestar sus estupendos genes -o término equivalente de la época- a la casa real de los Euripóntidas. Si ésa era su intención, no lo consiguió. Leotíquidas nunca llegó a reinar, ya que su presunto padre no lo reconoció como hijo.Agis llevaba más de diez meses sin acostarse con su esposa por culpa de un terremoto que lo había hecho saltar de su cama -qué excusas más peregrinas buscan algunos para no cumplir sus deberes conyugales-, así que cuando le enseñaron al bebé no le salieron las cuentas (Plutarco, Alcibíades 23).
Por más liberales que fueran los espartanos con sus esposas, aquello fue demasiado para Agis, quien dio órdenes de que asesinaran a Alcibíades. Éste se hallaba en Jonia, rindiendo un nuevo servicio a su patria: había convencido a los espartanos de que debían volcarse en la guerra marítima para derrotar de una vez a Atenas, y él en persona se dedicaba a organizar revueltas entre los integrantes de la Liga de Delos. De este modo, miembros tan importantes como Mileto y Rodas desertaron de la alianza. Pero, cuando Alcibíades supo que Agis lo miraba con tan malos ojos, abandonó a los espartanos y se refugió con Tisafernes, el sátrapa de Sardes.
Tisafernes y el otro gobernador persa de Asia Menor, Farnabazo, ya se habían puesto en contacto con los espartanos. Éstos, con tal de ganarles la guerra a los atenienses, aceptaron no interferir más en la política Aqueménida en la costa oriental del Egeo. En resumen, a cambio del oro persa Esparta vendió a los griegos de Asia Menor. Pero enseguida empezó a cobrar réditos por su traición: gracias a los fondos del Gran Rey -que era por aquel entonces Darío II-, los espartanos pudieron pagar más a los remeros de su flota que los atenienses, así que pronto consiguieron equipar barcos suficientes para proseguir la guerra en el mar.
A los atenienses les iban muy mal las cosas. En Sicilia no sólo habían perdido vidas y barcos, sino también montañas de dinero. Por consejo de Pericles, al principio de la guerra habían reservado un fondo de 1.000 talentos para emergencias extraordinarias. Ahora recurrieron a ese dinero, así como a fundir estatuas de oro para financiar la guerra.
Lo sorprendente es que Atenas aguantó. La comparación que hace en este punto el historiador ruso Vassili Struve se antoja muy oportuna. En el año 425, bastó que poco más de 200 ciudadanos espartanos quedaran cercados en la isla de Esfacteria para que su ciudad ofreciera la paz. En cambio, la democracia ateniense, después del desastre sufrido en Sicilia, aún tuvo el coraje para seguir luchando contra Esparta, la Liga del Peloponeso, los aliados que se rebelaban y la poderosa Persia (Struve, 1984, tomo 2, p. 126).
Fue en aquellos años cuando Aristófanes escribió Lisístrata. En esta obra, las mujeres de toda Grecia se declaran en huelga sexual para que sus maridos firmen la paz. En Lisístrata, que por otra parte es muy divertida e increíblemente obscena, se ha visto a menudo una obra feminista y pacifista, y por tanto, siguiendo con la rima, progresista. Es lícito que Aristófanes defendiera la paz, sin duda y no entraré ahora en la polémica de si era más o menos reaccionario, pues, como buen cómico, disparaba contra todo lo que se movía. Pero tampoco debemos señalar con el dedo a los atenienses por no hacer caso a sus proclamas. La única paz posible en aquel momento habría sido la paz persa y espartana: oligarquías en las ciudades de Grecia, y sometimiento al Gran Rey en las de Asia Menor. Los atenienses, a veces crueles y siempre testarudos, no se habían rendido a Jerjes ni se rendirían ahora ante todos los enemigos que los rodeaban.
Al menos, mientras les quedaran barcos.
En el año 411, la flota ateniense se estableció en la isla de Samos, desde donde podía controlar mejor la situación en la costa de Jonia.Alcibíades mandó un mensaje a sus oficiales, ofreciéndoles la alianza de Tisafernes, con quien aseguraba tener una magnífica relación. A cambio, dichos oficiales deberían promover un golpe en Atenas, pues estaba dispuesto a regresar con una oligarquía, pero nunca bajo un régimen de «vileza ni de democracia» como el que lo había desterrado (Tucídides 8, 47).
Tras una serie de complicadísimas intrigas en las que Alcibíades debía sentirse como pez en el agua, un oficial llamado Pisandro partió de Samos para llevar su propuesta. Mientras éste llegaba a la ciudad, los partidarios de la oligarquía, apoyados por las hetairías secretas, desataron el terror aprovechando que buena parte de los elementos más democráticos de Atenas, los tetes, se hallaban con la flota en Samos.
El relato de Tucídides es revelador: si alguien se oponía a los oligarcas, moría «de cualquier forma adecuada» sin que nadie buscara a los autores del crimen. La ley del silencio se apoderó de la ciudad, y «todos los miembros de la facción del pueblo se relacionaban entre sí con sospecha» (8, 66).Valerio Manfredi ha comparado esta situación con la que impone la mafia en el sur de Italia, y el periodista estadounidense 1. E Stone con los batallones de la muerte de Sudamérica.15 Se me ocurren otros ejemplos más cercanos para la ley del silencio y el terror que instauraron los oligarcas, como la que practican ETA y su entorno.
En este clima, le fue fácil a Pisandro llevar a cabo sus planes. El consejo fue abolido y se suprimieron las dietas que había aprobado Temístocles. Un nuevo consejo llamado «de los Cuatrocientos» tomó el poder.
Pero los miembros de la flota fondeada en Samos no aceptaron al nuevo régimen y se proclamaron a sí mismos defensores de la democracia. En aquel momento, Atenas tenía dos gobiernos paralelos: el oligárquico en la ciudad y el democrático en Samos.Y quien proseguía la guerra era este último. Por eso los espartanos no se molestaron en pactar con los oligarcas, ya que sabían que en aquel momento el verdadero poder de Atenas se hallaba en Samos, con su flota.
A pesar de todo, la ayuda persa prometida por Alcibíades no se materializó, pues Tisafernes siguió entregando dinero a los espartanos. Pero eso no arredró a Alcibíades: después de haber promovido el golpe oligárquico, ahora ofreció sus servicios a los demócratas de Samos. Éstos aceptaron, lo nombraron general y le pidieron que los llevase a Atenas para aplastar a los oligarcas. Con buen criterio,Alcibíades calmó los ánimos para evitar una guerra civil. El consejo de los Cuatrocientos estaba haciendo tan mal las cosas en la ciudad que pronto perdió apoyos, y tras un paréntesis de oligarquía moderada, la democracia se restauró.
En el Egeo, una vez conseguido el mando de la flota, Alcibíades pudo por fin demostrar su valía.A estas alturas tenía unos cuarenta años y todavía no había realizado hazañas de consideración como militar, pues ni en Mantinea ni en Sicilia, las empresas promovidas por él, se le había permitido dirigir a las tropas. Ahora Alcibíades empezó a derrotar a las flotas enemigas una y otra vez. En 410 logró vencer a los espartanos y a sus aliados en Cízico y reconquistó la ciudad. Después, en 408, recuperó Bizancio, con lo que aseguró de nuevo la región de los estrechos y el suministro de trigo para Atenas. Sin embargo, la situación seguía siendo complicada para los atenienses, sobre todo en lo económico: después de cada victoria, la flota debía separarse por escuadras para recaudar dinero por las buenas o por las malas, pues había que pagar a los remeros.
Poco después de la toma de Bizancio,Alcibíades se decidió por fin a regresar a su patria, lo que levantó la moral de los atenienses, que hacía tiempo que no recibían a una armada victoriosa. Según Plutarco, entre barcos apresados al enemigo y mascarones arrancados a los trirremes que había echado a pique, traía nada menos que 200. El pueblo perdonó a Alcibíades y Alcibíades perdonó al pueblo. Lo nombraron general plenipotenciario y le restituyeron su hacienda. Para demostrar que había cambiado -a quien se lo quisiera creer, claro está-, Alcibíades decidió que ese año la peregrinación a Eleusis volvería a celebrarse por tierra. Él mismo escoltó a los iniciados con tropas de infantería, y el ritual de los Misterios recobró su antiguo esplendor. De este modo, compensaba a Deméter y Core por la parodia que, presuntamente, se había celebrado en su casa.
Pero en el otro bando habían aparecido dos nuevos enemigos, ambos de temer. Por un lado, llegó a las costas de Jonia el hijo menor de Darío, Ciro el joven, al que su padre había concedido autoridad sobre toda la región. O al menos eso contaba él: Ciro era un aventurero al que le gustaba actuar por su cuenta.` Traía 500 talentos en efectivo y la promesa de más dinero para pagar a los remeros de Esparta y sus aliados.
El otro personaje era Lisandro, recién nombrado navarca o almirante de la flota espartana. Ni era rey ni pertenecía al reducido círculo de familias selectas que dominaban la ciudad, sino que había ascendido por sus propios méritos. Era, rápido para decidir y actuar, buen diplomático y, sobre todo, implacable. Pronto se convirtió en amigo personal de Ciro y, gracias a sus fondos, pudo subir la paga de los remeros de tres a cuatro óbolos. ¿Competencia desleal o ley de mercado? Como fuere, muchos remeros bien adiestrados que hasta entonces habían servido en la flota ateniense se pasaron al enemigo. Por primera vez en la guerra, los lacedemonios se encontraron con una armada digna de tal nombre y preparada para enfrentarse en paridad de condiciones con la ateniense.Y algo mucho mejor para ellos: los que remaban en aquellos barcos ni siquiera eran espartanos de verdad, tan sólo carne de espolón.
En cambio,Alcibíades pasaba apuros para recaudar los tres óbolos que seguía pagando Atenas. En la primavera del año 406 la flota ateniense se hallaba de nuevo junto a las costas de Jonia, dispuesta a reanudar las operaciones. Pero Alcibíades tuvo que abandonarla momentáneamente para navegar a Caria y recolectar dinero. Dejó el grueso de la flota griega al mando de un tal Antíoco (de quien decían que era su compañero habitual de juergas), no sin darle instrucciones de que no se le ocurriera entrar en combate. Pero el deseo de emular a su amigo y conseguir gloria se apoderó de Antíoco, que retó a la flota de Lisandro, anclada en Éfeso. En la batalla que se libró en Notio, muy cerca de allí, Lisandro hundió o capturó 15 trirremes, y Antíoco pereció.
Los abundantes enemigos que Alcibíades tenía en Atenas aprovecharon este fracaso para echarle la culpa. La misma asamblea que había concedido plenos poderes a Alcibíades no se los renovó, y ni siquiera lo eligió entre los diez generales. Frustrado, y también temeroso de que volvieran a llevarlo a juicio por cualquier causa, Alcibíades abandonó la flota y se dirigió a la zona europea de los Dardanelos, donde poseía varios castillos.Aún volveremos a encontrarlo en una última aparición.
Los atenienses todavía conservaban posibilidades de ganar la guerra o, al menos, de conseguir una paz honrosa. Para el año siguiente, los éforos sustituyeron a Lisandro por Calicrátidas, un almirante de ideas más tradicionales. Aun así, al principio demostró su valía al bloquear a la flota ateniense en la ciudad de Mitilene, en Lesbos. Pero el general cercado en el puerto, Conón, consiguió pedir refuerzos a Atenas gracias a una nave que burló el bloqueo.
La asamblea decidió realizar un esfuerzo extraordinario. No se trataba sólo de rescatar los 40 barcos que todavía conservaba Conón (había perdido 30, aunque sus tripulaciones se habían salvado), sino también de mantener Lesbos, una base estratégica vital. Pero las mejores tripulaciones estaban en Mitilene, encerradas en el puerto junto con Conón, el más capacitado de los almirantes atenienses. La situación era tan desesperada que, como cuenta Jenofonte," se llegó al extremo de reclutar a esclavos que automáticamente obtuvieron la libertad y la ciudadanía por servir a Atenas. Además, entre los ciudadanos no sólo había tetes, sino también miembros de la clase hoplítica: los triacosiomedimnos o caballeros, como queramos llamarlos, se tragaron su orgullo y se sentaron en las sentinas de los trirremes con un taparrabos y un cojín engrasado (que aun así, no impediría que a sus traseros, poco acostumbrados al roce del banco, les salieran ampollas).
Los astilleros funcionaron a toda velocidad construyendo y reparando barcos, que se pagaron recurriendo a medidas de emergencia, como fundir las estatuas de la diosa Nike que había en la Acrópolis para convertirlas en monedas. De este modo consiguieron reunir una flota de 110 trirremes. Para demostrar la importancia que se concedía a esta expedición, la asamblea le asignó nada menos que ocho generales. La armada se dirigió a Lesbos, y por el camino se sumaron a ella más barcos aliados, hasta llegar a un total de 150 naves.
Al saber que venía una flota de socorro, Calicrátidas zarpó a su encuentro con 120 barcos y dejó a los demás bloqueando a Conón. El encuentro se produjo cerca de las Arginusas, tres pequeñas islas situadas cerca de Lesbos. Según Jenofonte, las naves espartanas eran más rápidas. Esto suponía una novedad, pero en los trirremes atenienses faltaban bastantes remeros y muchos de los que había carecían de experiencia. Además, algunas naves ya habían pasado de largo la edad de la jubilación y otras se habían construido de forma apresurada.
Así, en julio del año 406, se libró la mayor batalla naval entre griegos de la historia. Pese a que lo tenían todo en contra salvo el número, la victoria de los atenienses fue espectacular. Perdieron 25 naves, una cifra considerable, pero a cambio echaron a pique a 70.Todo eso habla de un combate increíblemente violento, que parecía dejar claro de una vez por todas quién mandaba en el mar.
Atenas había demostrado estár a la altura de las circunstancias, pero enseguida lo echó todo a perder. ¿Cuál fue el problema?
Como señala Victor Hanson (2005, p. 235 y ss.), la guerra naval resultaba mucho más brutal y mortífera que la terrestre. Los porcentajes de muertes en los ejércitos de hoplitas eran limitados, y las bajas se contaban por decenas o centenares. Pero en las grandes naumaquias había que sumar un cero más, pues se llegaba a miles de muertos.
Las batallas navales se libraban cerca de la costa, como había ocurrido en Salamina, en el puerto de Siracusa o en las Arginusas, que estaban protegidas entre Lesbos y el litoral de Jonia. Se hacía así porque las complicadas maniobras que llevaban a cabo los trirremes, e incluso el esfuerzo de coordinar las paladas de tres filas de remos, se volvían imposibles en cuanto el mar se picaba un poco. Debido a esto, los tripulantes de los barcos que zozobraban podían llegar a nado a la costa. Al menos en teoría.
Pero en la práctica había muchas posibilidades de morir antes. Los infantes de cubierta, si habían sobrevivido a las flechas, piedras y jabalinas del enemigo, tenían que librarse cuanto antes de sus armas defensivas para que no los arrastraran al fondo como un yunque. Es de suponer que estaban entrenados, por la cuenta que les traía, para despojarse de la coraza y las grebas -si es que las llevaban- a toda velocidad y, por supuesto, arrojar el escudo. Los marineros de cubierta eran quienes más fácil tenían saltar al agua y alejarse nadando. Después, los remeros de la primera fila, los tranitas, intentarían salir por las puertas de la bodega o incluso por las aberturas del pescante en el que remaban... si es que no las habían cubierto con pantallas de cuero para que el agua no les salpicara y para protegerse de los proyectiles enemigos. En cuanto al destino de las dos filas inferiores de remeros que se sentaban en las tripas del barco, imaginemos el caos que se organizaría allí después de la brutal embestida de un espolón enemigo. Mientras el agua entraba a chorros, los infortunados talamitas tratarían de salir de allí entre los cuerpos de sus compañeros, los pies de los hipozigitas que se sentaban sobre ellos, los mangos de los remos y las vigas que cruzaban la bodega. Me temo que muchos barcos se convertían rápidamente en ataúdes flotantes.
Los que lograban salir de la nave se agarraban a remos, maderos, o se acercaban al mismo casco del trirreme, semisumergido, para aferrarse y aguardar el rescate, ya que no todo el mundo tenía las fuerzas necesarias para nadar mil metros o más hasta la orilla. Ahora bien, si los barcos que pasaban cerca eran enemigos, la situación de los náufragos se complicaba. A algunos los rescataban para venderlos como esclavos, pero lo más nor mal era dispararles flechas, ensartarlos con lanzas como si fueran atunes o abrirles la cabeza con los remos. Incluso los que sobrevivían nadando tenían que hacerlo en la dirección correcta: si llegaban a una playa dominada por el enemigo, desnudos e inermes, eran presa fácil para los hoplitas que aguardaban en la orilla.
En el caso de las Arginusas, 13 barcos atenienses se perdieron sin esperanza de rescate. Pero había otros 12 cuyos supervivientes, aferrados a los pecios, podían concebir esperanzas de que los rescataran, ya que su flota había ganado la batalla. Los generales encargaron a dos trierarcas que también habían sido strategoí en años anteriores, Trasibulo yTerámenes, que organizaran la recogida de los náufragos con 47 barcos: había cuatro por cada nave siniestrada, lo que habría sido más que suficiente. Mientras, los demás se dirigieron a Mitilene para rematar a la flota espartana anclada allí.
Pero en aquel momento se levantó una tempestad, como había ocurrido la noche anterior (aquel año debió salir un verano de esos que tanto temen nuestros hosteleros). Los barcos que iban a combatir a Mitilene se vieron obligados a refugiarse en la costa y, lo que fue mucho peor, los que habían de recoger a los náufragos también. En teoría, podrían haber muerto hasta 5.000 personas, pero es más razonable reducir la cifra a 3.000, pues las naves no debían de llevar sus dotaciones al completo y además algunos náufragos se salvaron.
Pese a las bajas, la flota había conseguido un gran triunfo, el mayor de toda la Guerra del Peloponeso. Atenas había vuelto a vencer en circunstancias extremas. Después de las Arginusas, las pérdidas de barcos de los espartanos y sus aliados en los últimos años se acercaban a los 300 trirremes. Sin embargo, había una diferencia: gracias al oro persa, Esparta podía seguir construyendo barcos y contratando tripulaciones a las que ofrecía mejor paga. Por el contrario, en el momento en que Atenas sufriera un revés de consideración estaría perdida, pues andaba jugando al límite de sus fuerzas.
Y sin embargo siguió malgastando sus recursos humanos. Con su mando colectivo -un hecho sin precedentes- los ocho generales consiguieron para Atenas una victoria espectacular. Pero, cuando la flota regresó a Atenas, se acusó a esos mismos generales de haber abandonado a los náufragos y de no haber recogido a los muertos para darles un entie rro apropiado. Dos de los strategoí ni siquiera aparecieron por Atenas, temiéndose lo peor. A los otros seis se los juzgó en una asamblea más tumultuosa que las de algunos clubes de fútbol. Allí incluso apareció un superviviente que se había salvado en un tonel de harina y acusó a los generales de negligencia.
Algunos oradores se levantaron para decir que era ilegal juzgar en bloque a los seis generales, pues había que hacerlo de forma individual. Tampoco parecía muy regular el procedimiento de voto, ya que se habían plantado dos urnas a la vista, una para la condena y otra para la absolución. ¿Dónde estaba el voto secreto?, preguntaron aquellos oradores. Pero los ánimos se hallaban tan caldeados que un tal Licisco propuso que quienes se oponían al juicio colectivo también fueran juzgados y la asamblea apoyó a voces su moción, con lo cual los pocos que se oponían a aquella arbitrariedad se echaron atrás. Entre los miembros de la pritanía, la comisión permanente que presidía la asamblea, también se amilanaron todos salvo uno. Sócrates, que ya tenía por aquel entonces más de sesenta años, se levantó, dijo que se negaba a cometer un acto ilegal y se marchó a casa. Aquel día sus admiradores lo admiraron más, pero a cambio sus enemigos también lo aborrecieron más.
Los generales fueron condenados y ejecutados. Entre ellos se hallaba Pericles, hijo de Aspasia, al que los atenienses habían concedido la ciudadanía pese a ser hijo de una extranjera. Poco después, los atenienses se arrepintieron de lo que habían hecho con los generales de las Arginusas, y el principal responsable de aquella caza de brujas, un tal Calíxeno, acabó muriendo de hambre, rechazado por todos sus conciudadanos.
UN FINAL POCO GLORIOSO
Tras las Arginusas, los espartanos volvieron a ofrecer la paz a los atenienses, que la rechazaron. Antes de acusarles de nuevo por testarudos, me apresuro a añadir que la única fuente es un pasaje de La constitución deAtenas de Aristóteles. Aunque ciertos expertos creen que esta oferta existió (Kagan, 1991, p. 377), yo albergo dudas. En cualquier caso, la guerra prosiguió.
El año siguiente las operaciones navales se centraron en el Helesponto. Los espartanos, que habían entrado en razón, volvieron a concederle el mando de la flota al eficaz Lisandro, aunque de modo extraoficial, pues la ley no permitía ser navarca dos veces a la misma persona. Lisandro sitió la ciudad de Lámpsaco, en la orilla asiática del estrecho de los Dardanelos. Los atenienses enviaron el grueso de su flota, 180 barcos, para recordarle que eran ellos quienes volvían a mandar en los mares. El lugar donde vararon su armada se llamaba Egospótamos, «el río de la cabra». Nombre de infausto recuerdo a partir de entonces.
Cada día, los barcos atenienses cruzaban el estrecho, se plantaban a poca distancia de la orilla asiática y desafiaban a combatir a Lisandro. Éste no aceptaba y mantenía sus trirremes en el puerto, al mismo tiempo que sujetaba a sus hombres con una disciplina férrea: todas las tripulaciones permanecían en sus puestos, con los hoplitas armados en cubierta y los remeros sentados en las bodegas. Incluso ordenó mantener las pantallas de cuero que cerraban las aberturas del pescante, de modo que el interior de aquellos barcos inmóviles debía convertirse en una sauna bajo el sol de septiembre.Y así pasaban horas y horas.
En cambio, cuando los atenienses volvían a Egospótamos, que no era más que una playa muy larga, varaban las naves en la arena y la mayoría de las tripulaciones se dispersaban, pues para buscar comida y agua potable tenían que ir a Sestos, a unos 20 kilómetros de allí. Egospótamos no era un buen sitio para la flota, y así lo señaló Alcibíades, que se acercó a caballo desde una de las fortalezas que tenía en la costa tracia. «Será mejor que os trasladéis a Sestos», les dijo a los generales. Ellos lo despidieron con cajas destempladas, y aquí nos despedimos nosotros también de Alcibíades, que no vuelve a intervenir en esta historia.''
Puede disculparse a los generales atenienses por empeñarse en seguir en Egospótamos, puesto que así controlaban de cerca los movimientos de Lisandro. El problema fue que se confiaron y relajaron cada vez más la disciplina.
Al quinto día, los atenienses, después de las bravatas habituales para provocar a la flota espartana, volvieron a varar los barcos en la orilla y se dispersaron de nuevo para buscarse las habichuelas. Lisandro, que todos los días enviaba tras ellos naves rápidas para que le informaran de los mo vimientos de los atenienses, ordenó a su flota zarpar y cruzó el estrecho en un suspiro para abalanzarse sobre los trirremes encallados. El general ateniense Conón logró equipar 9 barcos a tiempo y huir con ellos. Los demás, tras un breve combate en la orilla, cayeron en manos de los espartanos: 170 trirremes, prácticamente toda la flota ateniense. Un triste final para la armada que había dominado los mares desde la gran victoria de Salamina.
Lisandro perdonó la vida a las tripulaciones aliadas y a los esclavos, pero fue implacable con los prisioneros atenienses, de los que ejecutó casi a 4.000. Después, con una gran flota que sumaba más de 200 trirremes entre los barcos espartanos y otros capturados a los atenienses, fue barriendo el Egeo. Allá por donde pasaba, Lisandro instauraba oligarquías y eliminaba fisicamente a los elementos democráticos. En cuanto a los soldados atenienses que se encontraba de guarnición en las ciudades y las islas, los dejaba escapar, pero arreándolos hacia Atenas como un pastor hace con sus ovejas. Su intención era que todos se congregaran en la ciudad, para rendirla lo antes posible por hambre.
El general superviviente, Conón, había enviado a la Páralos, otra de las naves oficiales del Estado, para que llevara la noticia a la ciudad. «En Atenas se anunció la desgracia de noche al llegar la Páralos. Un gran gemido corrió desde el Pireo y subió hasta la ciudad por los Muros Largos, pues unos se lo comunicaban a otros. Nadie durmió esa noche, pues no lloraban sólo a los que habían perdido, sino que lo hacían sobre todo por sí mismos, pensando que iban a sufrir el mismo destino que ellos habían hecho sufrir a los de Melos, que eran colonos de los espartanos, después de derrotarlos en el asedio, y también a los de Histiea, Escíone, Torone y Egina, y a muchos otros griegos» (Jenofonte, Helénicas 2, 2, 3).
La ciudad sufrió el asedio por mar de Lisandro y por tierra de los dos reyes juntos, Agis y Pausanias. Los lobos olían ya la sangre de su presa. Como se temían los atenienses, Corinto y Tebas pidieron que la ciudad fuera arrasada y que se ejecutara o vendiera como esclavos a todos sus habitantes. Por la forma de ser que había demostrado Lisandro, sospecho que se mostró de acuerdo con aquella atrocidad. Pero los demás espartanos se negaron, recordando el juramento que habían hecho antes de la batalla de Platea: «Jamás destruiré Atenas, Esparta, Platea ni ciudad alguna que haya luchado entre nuestros aliados, ni consentiré que se les haga pasar hambre ni se les corte el agua, estemos en guerra o seamos amigos». Platea ya había sido aniquilada, y durante los seis meses de asedio los atenienses pasaron hambre. Pero ahora Esparta tomó una decisión honorable y se negó a destruir Atenas.
La ciudad se entregó en la primavera del año 404. Para que la Liga del Peloponeso perdonara la vida y la libertad de sus habitantes, Atenas hubo de hacer muchas concesiones. Renunció a su imperio y su flota quedó reducida a 12 barcos para labores de patrulla. También tuvo que demoler los Muros Largos y las fortificaciones del Pireo. Además, entró a formar parte de la Liga del Peloponeso, sometida a Esparta, y readmitió a todos los exiliados de tendencias antidemocráticas. Por último, se vio obligada a instaurar un régimen oligárquico, en el que un consejo formado por 30 ciudadanos destacados -ya sabemos lo que quería decir esto siempre: aristócratas de familias poderosas- redactaría unas nuevas leyes más respetuosas con las tradiciones.
Después de veintisiete años, la Guerra del Peloponeso había terminado.

   1 Por supuesto, es una visión simplificada. En Atenas había mucha gente apegada a la tierra, y muchos aristócratas que mantenían los viejos ideales y simpatizaban abiertamente con Esparta.
2 Con lo que no contó Pericles fue con que el Imperio persa, mucho más rico que Atenas, acabaría entrando en la guerra en su fase final.
3 La cifra de los 13.000 hoplitas es fiable, pero no tanto la de los otros 16.000 posibles soldados <Jóvenes y veteranos». Para Alfred French, podría ser una forma convencional de referirse a tropas ligeras de alta calidad, que habrían bastado para defender fuertes y murallas (French, 1993, p. 45). Sin embargo, el especialista en la Guerra del Peloponeso Donald Kagan acepta las cifras de Tucídides tal cual (Kagan, 1990, p. 27).
 señala una paradoja. Los campesinos podían enfurecerse viendo desde el parapeto cómo los peloponesios destruían -o intentaban destruirsus cultivos, pero a cambio estaban a salvo: en ningún momento salieron a luchar, y tampoco parece que los enemigos se acercaran demasiado a las murallas de Atenas, pues tan sólo habrían conseguido que los acribillaran a flechazos desde arriba. En cambio, los tetes, supuestos beneficiarios y partidarios de la guerra, eran los que arriesgaban sus vidas remando en la flota para causar devastación en las costas del Peloponeso.
s Hay candidatos más exóticos, como la tularemia, el ergotismo, el ántrax o el virus Ébola (este último en Scarrow, 1988, con una detallada tabla de síntomas). Reconozco que de las dos primeras enfermedades he tenido la primera noticia en mi vida mientras rebuscaba en la bibliografia, y eso que no me pierdo un episodio de House.
6 Tampoco puede decirse que toda Lesbos desertara de la Liga. La ciudad de Metimna, donde dominaban los demócratas, siguió siendo fiel a Atenas. Cuando se critica a ésta por su imperialismo, a veces se olvida que quienes más se oponían a dicho imperialismo eran las oligarquías locales, como ocurría en Mitilene. Pero los regímenes democráticos solían apoyar a Atenas, lo que significa que el «terrible» Imperio ateniense no debía de explotar tanto a los habitantes de la Liga.
' En la primera,Alcibíades resultó herido y Sócrates lo protegió con su escudo. En la segunda,Alcibíades servía en la caballería, pero cuando se produjo la desbandada ante los tebanos, se rezagó para ayudar a Sócrates, que se retiraba con la infantería.
s Una unidad aliada del ejército espartano.
' Unas cuantas décadas más tarde, el general tebano Epaminondas se atrevió a cambiar esta tradición. Hablaremos de él en su momento.
10 De hecho, los Mil de Argos dieron un golpe de Estado poco más tarde. Los demócratas no tardaron en desquitarse derrocando a los oligarcas y llamando en su auxilio a Alcibíades, quien les convenció de que construyeran una muralla para unir su ciudad al mar, igual que la de Atenas.
11 La transcripción más correcta sería «heterías» y «heteras». Pero ya que utilizo «hetaira», cuyo uso se ha popularizado en español, prefiero mantener también «hetairía».
12 El baño ritual era todavía en Atenas, antes de salir para Eleusis el día 19 del mes de boedromión.
13 Recomiendo a los lectores aficionados a temas militares que acudan a la descripción de esta batalla en Tiempos de guerra, de Steven Pressfield. Espectacular.
14 Para Victor Hanson, la principal razón de la derrota ateniense en Sicilia fue que no tenían suficiente caballería (Hanson, 2005, p. 231).
15 Stone, 1988, p. 155 y Manfredi, 2000, p. 252.
16 Como demostró años después, cuando intentó derrocar a su hermano Artajeijes con la ayuda de 10.000 mercenarios griegos. El espléndido relato de esta campaña se encuentra en la Anábasis de Jenofonte, que participó en ella como oficial.
` Helénicas 1, 6, 24. La Historia de Tucídides se interrumpe en el año 411. A partir de ese momento, debemos recurrir a su continuación, las Helénicas de Jenofonte, mucho más condensada y menos rigurosa, y complementarla con Diodoro y con las biografias correspondientes de Plutarco.
18 No me resisto a la tentación de contar su final, aunque sea en una nota. «Lisandro, el general espartano, mandó al sátrapa persa Farnabazo la orden de llevar a cabo esta tarea [la muerte de Alcibíades]. Por aquel entonces Alcibídes estaba viviendo en una aldea frigia con la cortesana Timandra. Los hombres enviados contra él, que no se atrevían a entrar, rodearon e incendiaron la casa. Alcibíades, al darse cuenta, juntó casi todas sus mantas y colchas y las echó sobre el fuego; se rodeó la mano izquierda con el manto y, desenvainando la espada con la diestra, atravesó las llamas incólume antes de que el manto llegara a prenderse. Los bárbaros se dispersaron nada más verlo aparecer y, en vez de aguantar su acometida o llegar a las manos con él, empezaron a dispararle flechas y dardos desde lejos. De esta manera cayó Alcibíades. Después de que los bárbaros se hubieran alejado,Timandra recogió su cadáver, lo envolvió y cubrió con sus ropas y celebró, dentro de sus posibilidades, un funeral espléndido y honroso» (Plutarco Alcibíades, 39).

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