onocemos mejor el desarrollo de
la Guerra del Peloponeso que cualquier conflicto anterior o posterior de la
Grecia clásica gracias a una fuente excepcional: Tucídides. Ateniense nacido
hacia el año 460, provenía de una familia aristocrática y recibió una esmerada
formación. En ella se incluían las carísimas lecciones con los sofistas que
visitaban Atenas para dar clases de retórica, argumentación y todo tipo de
conocimientos teóricos y prácticos: las enseñanzas recibidas de ellos se
manifiestan por doquier en su obra.
Tucídides participó activamente en la primera parte de la guerra y
llegó a ser nombrado general. Teniendo en cuenta que este cargo seguía siendo
electivo, si los atenienses lo votaron significa que Tucídides evidenciaba
aptitudes para el mando y la milicia. Eso se aprecia en su obra por la gran
precisión con que narra las operaciones militares; un punto débil de Heródoto,
cuyas batallas suelen ser un caos sembrado de anécdotas.Tucídides también
muestra una visión más escéptica y racional que la de Heródoto, pero a cambio
en su Historia de la Guerra del Peloponeso se echan de menos los detalles de
geografia y vida cotidiana que tanto amenizan las Historias de su predecesor.
Tucídides no tuvo suerte en el mando. En el año 424 dirigía una
flota que debía acudir en auxilio de la guarnición ateniense en Anfipolis, en
la costa de Tracia, pero llegó tarde y no pudo evitar que cayera en poder de
los espartanos. Los atenienses no eran muy comprensivos con el fracaso (un
equipo de fútbol ateniense habría tenido quince entrenadores por temporada), y
desterraron a Tucídides. La desgracia se convirtió en fortuna para él, que
fuera de su ciudad pudo conocer el punto de vista de los enemigos y visitar
numerosos escenarios de la guerra, y para nosotros, que podemos disfrutar de su
excepcional obra. Consciente de lo que estaba escribiendo, Tucídides afirmó que
se trataba de un ktéma es aeí, «una posesión para siempre», y no se equivocó.
Aunque nos gustaría que su obra fuese un poco más multidimensional, se puede
afirmar que Tucídides compuso la obra maestra de la historiografia antigua.
La Guerra del Peloponeso
resulta mucho más complicada de narrar que las Guerras Médicas. Fueron
veintisiete años de luchas casi ininterrumpidas, entre 431 y 404, ya que
incluso durante el paréntesis de la llamada Paz de Nicias se libraron batallas.
Participaron en este conflicto cientos de polis y también éthne o tribus de las
zonas más atrasadas de Grecia. Se combatió en todo tipo de escenarios marítimos
y terrestres, desde la isla de Sicilia en el oeste hasta las costas de Asia
Menor y el estrecho de los Dardanelos en el este. Narrar todos los detalles requeriría
un libro más voluminoso que éste. De hecho, la monografía de Donald Kagan sobre
la Guerra del Peloponeso abarca cuatro libros, en total más de 1.600 páginas.
Por eso me centraré en algunos momentos del conflicto que pueden servir para
hacernos idea de lo que ocurrió. Pero antes de contemplar esas estampas,
hablemos de las causas que desencadenaron la guerra.
CAUSAS
Para Tucídides, la guerra era inevitable. El poder de Atenas no
había dejado de crecer durante la Pentecontecia, y Esparta desconfiaba de él.
Existían dos ejes de oposición que provocaron las hostilidades. El primero era
el eje Atenas-Esparta, ciudades que se respetaban mutuamente con esa especie de
desconfianza y fascinación que en cierto modo sentían Estados Unidos y la Unión
Soviética durante la Guerra Fría.
Ambas representaban dos modelos antagónicos. Esparta era una
sociedad que quería mantener los ideales y la forma de vida de la vieja
aristocracia terrateniente y que despreciaba el comercio y el trabajo artesanal
como impropios de una élite guerrera. En teoría había alcanzado un equilibrio
que le permitía evitar lo que más temía: el cambio. En la práctica, en Esparta
existía mucha más codicia de lo que se reconocía y unos pocos se iban
enriqueciendo progresivamente a costa de los demás. La prueba es que cada vez
había menos ciudadanos de pleno derecho, los llamados Homoioi o «Iguales».
Por su parte, Atenas era una
democracia cada vez más radical, donde el pueblo llano había ido conquistando
poco a poco prácticamente todas las parcelas de poder. Seguía habiendo
aristócratas, y de hecho los líderes políticos pertenecían en general a la
aristocracia, bien fuera la de toda la vida o la recién creada gracias al
dinero. Pero esos líderes sabían que, para ascender en política, debían ganarse
al pueblo. Por otra parte, los atenienses no le tenían miedo al cambio, y
actuaban de forma que a veces podía calificarse de intrépida y otras de
temeraria, metiéndose en avisperos como Sicilia de los que luego no sabían cómo
salir. Era una ciudad de empresarios en el sentido etimológico del término:
emprendedores. Su campo de acción era el mar, que unía el ancho mundo y que
servía para viajar de mercado en mercado. La tierra se la dejaban a los
espartanos.'
En realidad, no era inevitable que Atenas y Esparta chocaran. Sus
intereses no entraban en colisión tanto como se puede creer, porque en cierto
modo habitaban dos realidades paralelas. Esparta quería mantener su statu quo
en el Peloponeso, seguir viviendo en su burbuja aislada del tiempo y que los
ilotas de Mesenia no se desmandasen. Atenas quería conservar su imperio
marítimo y, a ser posible, ampliarlo, pero no a costa de los espartanos. Una
ciudad dominaba la guerra terrestre y la otra era maestra en el combate naval.
Eran como un futbolista y un tenista que no practican el mismo deporte y no
tienen por qué llegar a enfrentarse.
Pero he hablado de dos ejes de oposición. El segundo enfrentaba a
Atenas con otras ciudades dorias que sí pretendían hacerle la competencia en el
mismo campo, el del comercio y la expansión marítima: Corinto y Mégara. De
alguna manera, Atenas se dedicó durante las vísperas de la guerra a meterles el
dedo en el ojo a ambas ciudades. Corinto -que ya había librado varias batallas
contra Atenas durante la Pentecontecia-, comprendiendo que los atenienses
poseían la hegemonía sobre el mar Egeo, intentó asentar su influencia en el
oeste, en las aguas del Jónico y del Adriático. Pero Atenas también abrigaba
ambiciones en esa zona, por lo que se entrometió en el conflicto entre Corinto
y su antigua colonia, Corcira. En el año 433 se libró una batalla entre las
flotas de ambas ciudades, en la que participaron 30 naves atenienses a favor de
Corcira e in clinaron la balanza a su favor. Corinto, que ya tenía el casillero
de ofensas atenienses lleno de muescas, no le perdonó esta última y desde
entonces no dejó de azuzar a Esparta para que le declarara la guerra a Atenas.
En cuanto a Mégara, durante la
Pentecontecia había llegado a ser aliada de los atenienses contra Corinto. Pero
la situación cambió, pues en el año 432 la asamblea ateniense aprobó un decreto
que, por razones en las que no entraremos, cerraba a los megarenses los puertos
controlados por Atenas. Eso era tanto como decir que los barcos de Mégara no podían
comerciar con el resto del Egeo, lo que suponía reducir prácticamente a la
miseria a esta ciudad de mercaderes. Desde ese momento, los megarenses también
apoyaron la idea de una guerra contra Atenas. Mégara era vital para el
conflicto, puesto que dominaba el paso del Peloponeso a las tierras del Ática,
y todas las invasiones espartanas llegaron por su territorio, que Mégara
ofreció gustosa a la Liga del Peloponeso.
Había otra potencia cercana a Atenas que, aunque no fuese un rival
comercial como Mégara o Corinto, alimentaba una vieja enemistad con ella:Tebas.
Los atenienses, a quienes no les interesaba tener un vecino más poderoso que
ellos, llevaban mucho tiempo intrigando para evitar que la comarca de Beocia se
uniese políticamente, y siempre apoyaban a cualquier ciudad que se opusiera a
la hegemonía de los tebanos. En las Guerras Médicas se habían enfrentado en el
campo de batalla, y ese conflicto se repitió varias veces durante la
Pentecontecia.
Los atenienses tenían un fiel aliado en terreno beocio: la pequeña
ciudad de Platea. Fue ésta otro de los desencadenantes de la guerra, pues una
noche de la primavera del año 431 un grupo de 300 tebanos trató de tomarla por
sorpresa. Los plateos reaccionaron a tiempo, organizando la resistencia de casa
en casa mediante un curioso procedimiento: agujereaban las paredes medianeras y
pasaban de una vivienda a otra, lo que nos da una idea de cómo se construía
entonces, con encofrados rellenos de barro a modo de cemento. De este modo, los
plateos apresaron a más de la mitad de los tebanos y los ejecutaron. Después
pidieron protección a los atenienses, que se la brindaron, sumando un nuevo
casus belli contra Tebas.
La guerra estuvo precedida por varios meses de movimientos
diplomáticos. Finalmente, la Liga del Peloponeso votó a favor de combatir
contra Atenas. Por su parte, Pericles reunió a la asamblea ateniense para dar
ánimos al pueblo, y le explicó cuáles eran los recursos que tenían y qué debían
hacer si querían salir adelante.
Su consejo era no extender el
imperio mientras durara la guerra y no exponerse a más peligros de los
necesarios; en particular, no enfrentarse al ejército terrestre de la Liga del
Peloponeso. Pericles buscaba una especie de empate técnico, con la intención de
que Esparta, una vez que no consiguiese lo que le pedían los aliados -la
humillación total de Atenas- perdiese su prestigio de primera potencia griega.
Si esto ocurría y la Liga del Peloponeso se disolvía,Atenas podría, con
paciencia, dominar el istmo e incluso convertirse en la potencia hegemónica del
Peloponeso. Pero incluso en caso de que la Liga se mantuviera, Pericles
esperaba que los espartanos comprendiesen por fin que Atenas era un hueso duro
de roer y la dejaran tranquila. Como se ve, una estrategia prudente; en opinión
de algunos autores, quizá demasiado.
¿Qué recursos tenía Atenas? Entre los aliados, podían ofrecerle
barcos las islas de Quíos, Lesbos y Corcira. Los demás miembros de la Liga de
Delos aportaban hombres y dinero. Pero, sobre todo, Atenas poseía una enorme
flota de 300 trirremes en condiciones de combatir. Además, sus tripulaciones,
formadas por ciudadanos del Ática y de las polis aliadas, estaban mucho más
entrenadas en el combate marítimo que las de las 100 naves de la Liga del
Peloponeso. Por mar, la balanza se inclinaba sin duda del lado de los
atenienses.
No obstante, las flotas tenían un problema: eran mucho más caras de
mantener que los ejércitos de tierra. Cuando se declaró la guerra, los ingresos
anuales de Atenas eran de 1.000 talentos de plata, de los cuales 600
correspondían a las cuotas de la Liga y otros impuestos que pagaban los
aliados, y los restantes 400 se recaudaban en la propia ciudad, sobre todo en
el puerto del Pireo, gracias a las tasas sobre los productos que entraban y
salían por mar. Con todo, mantener 300 trirremes operando durante sólo dos
meses ya consumía 600 talentos, de modo que Atenas necesitaba más dinero: en
realidad, se calcula que cada año de guerra podía costar 2.000 talentos (Kagan,
1990, p. 37). En la Acrópolis se guardaba una reserva de 6.000 talentos en
dinero acuñado, a los que se podían sumar otros 500 en metales preciosos sin
acuñar. Por último, Pericles explicó a sus conciudadanos que, en caso de
extrema urgencia, podían desmontar las placas de oro de la Atenea del Partenón,
lo que habría supuesto otros 40 talentos de oro que valían unas diez veces más
en plata (sospecho que Pericles les mencionó este último dato para recordarles
que ni él ni Fidias se habían llevado un gramo de esas famosas placas). Ninguna
otra polis griega disponía de tanto capital como Atenas.'
Por tierra, los atenienses
disponían de 13.000 hoplitas preparados para el combate, más otros 16.000 entre
metecos, jóvenes y veteranos, listos para defender las murallas de la ciudad y
también los Muros Largos que la conectaban con el Pireo.' Además tenían 1.600
arqueros -una gran ventaja sobre el adversario, que renqueaba en infantería
ligera- y 1.200 jinetes, ya que después de las Guerras Médicas habían ido
desarrollando poco a poco un cuerpo de caballería relativamente importante.
A esos recursos, la Liga del Peloponeso podía oponer pocos barcos,
tan sólo 100 como hemos dicho. Pero, a cambio, su ejército de tierra era muy
superior. Entre tropas del Peloponeso y de Beocia, Esparta era capaz de
movilizar hasta 45.000 hoplitas, de los que el rey Arquidamo llevó 30.000 en
sus primeras invasiones del Ática. No sólo eran más numerosos, sino que en
calidad los beocios resultaban parejos a los atenienses y los espartanos
indiscutiblemente superiores. Enfrentarse a ellos en campo abierto con los
13.000 hoplitas de Atenas ni se planteaba, por supuesto.
LA INVASIÓN DEL ÁTICA
La guerra empezó en verano del año 431. Durante la primera fase,
conocida como «la guerra Arquidámica» porque el rey espartano se llamaba
Arquidamo, el procedimiento que siguieron los lacedemonios fue siempre el
mismo. Cuando llegaba el calor, liaban el petate, se juntaban con sus aliados
del Peloponeso e invadían el Ática, donde se reunían con los tebanos. El número
de tropas podía variar, así como el tiempo que permanecían en territorio
ateniense. Pero siempre llevaban contingentes muy superiores a los que les
podía oponer el enemigo.
Pericles dictó la estrategia que siguieron los atenienses. Cuando se
acercaba la primera invasión, se llevaron el ganado y los enseres a Eubea y a
otras islas que tenían bajo su control, e incluso desmontaron las puertas de
sus casas en el campo y cualquier otra pieza de madera que pudiese arder.
Después, se encerraron tras las murallas para contemplar cómo los espartanos y
sus aliados devastaban sus campos. Pero no permanecieron inactivos: mientras
tanto, sus barcos se dedicaron a recorrer las costas del Peloponeso saqueando y
causando todo el daño posible. Como vemos, atenienses y espartanos seguían
habitando y combatiendo en dimensiones separadas.
Los espartanos aparecieron en
el mes de junio y provocaron en vano a los atenienses. Para éstos era duro ver
cómo sus campos ardían, y la popularidad de Pericles se resintió mucho. Pero
siempre se ha tendido a exagerar la devastación que podían causar los
espartanos en la campiña ateniense. El autor que más ha estudiado esta cuestión
es el estadounidense Victor C. Hanson. Según comenta éste, había más olivos y
viñedos en el Ática que habitantes en toda Grecia: entre cinco y diez millones
de olivos y muchas más viñas. Él mismo ha hecho experimentos:
[...1 hace unos años intenté talar unos cuantos nogales viejos de mi
finca. Incluso cuando el hacha no se rompía, a veces necesitaba varias horas
para derribar un solo árbol. Mis ulteriores intentos con troncos de naranjo,
ciruelo, melocotonero, olivo o albaricoquero fueron igualmente complicados
[...1. Los olivos eran los más dificiles de desarraigar, y resultaba incluso
más trabajoso intentar prenderles fuego. Los árboles frutales vivos (al igual
que las viñas) no se prenden fácilmente, o al menos no arden el tiempo
suficiente ni a temperatura lo bastante alta como para matar al árbol. Aunque
incendié la maleza seca que rodeaba los árboles, las hojas se quemaron, la
corteza se ennegreció, pero no conseguí causar ningún daño irreparable (Hanson,
2005, p. 36).
¿Era más fácil quemar los campos de cereales? Como señala también
Hanson, a veces las espigas están más verdes y separadas de lo que parece, así
que conseguir que el incendio se propague y se mantenga es una labor bastante
ardua. Su conclusión es que no hay que exagerar los efectos de la supuesta
devastación provocada por la invasión anual de los espartanos y sus aliados. Si
querían reducir el Ática a la ruina que a veces se imagina uno leyendo los
libros de historia, cada miembro del ejército invasor tendría que haber talado
cerca de diez olivos al día. Casi no lo habrían conseguido ni con la
motosierra, y además, después del ardor inicial del primer día habría que ver
qué opinaban los hoplitas de trabajar tan duro. Para doblar el lomo bajo el
sol, al fin y al cabo, mejor podrían haberse quedado en casa: ellos, igual que
los atenienses, tenían que cosechar sus propios campos, tarea de la que ahora
se estarían encargando las mujeres, los niños y los ancianos.
No obstante, aunque los daños
no fueran irreparables y los atenienses pudiesen conseguir cereales en otros
lugares -incluidas sus cleruquías-, no hay que subestimar el efecto psicológico
de ver cómo los enemigos campaban alegremente por sus tierras.' Es lógico que
reinara la inquietud en Atenas mientras unas 200.000 personas se veían
obligadas a hacinarse entre las murallas. El largo corredor que llevaba de la
ciudad al Pireo se había convertido en un enorme campamento, que sin duda no
disponía de instalaciones sanitarias dignas de tal nombre. Las casas de la
ciudad estaban abarrotadas con parientes llegados de los demos del campo (qué
buen ambiente reinaría con tantos primo/as y cuñado/as juntos, por no hablar de
los críos chillando y pegándose, y todo cuando más apretaba el calor). Los
templos y santuarios se usaban como viviendas, la gente se alojaba en las
torres de vigilancia de la muralla e incluso en sitios que se consideraban de
mal agüero, como el llamado Pelasgicón, al pie de la Acrópolis.
Aun así, los atenienses resistieron bien el primer año. Mientras
sufrían el asedio, obtuvieron algunos éxitos por mar, expulsaron a los
habitantes de Egina -siempre les habían tenido ojeriza- y tomaron la ciudad de
Potidea, un puesto estratégico en el norte del Egeo. Al final del primer año de
conflicto, Pericles pronunció un discurso fúnebre en honor de los caídos que
Tucídides reflejó, suponemos que con bastante fidelidad, en el libro II de su
Historia. Es un conmovedor elogio de la democracia ateniense del que entresaco
algunos fragmentos:
Poseemos un régimen político que no siente envidia por las leyes de
las ciudades vecinas: somos más un ejemplo para otros que imitadores de los
demás. Su nombre es democracia, porque es la mayoría quien gobierna, y no unos
cuantos [..]. La comunidad honra a la gente por sus méritos y no por la clase
social a la que pertenece [...1. La nuestra es una ciudad abierta que no
recurre a expulsiones de extranjeros [...]. En todos los lugares hemos dejado recuerdos
imperecederos de nuestros éxitos y de nuestros fracasos (Tucídes 2, 37
LA EPIDEMIA
Pero en la guerra siempre ocurre lo imprevisible, y una desgracia
con la que no contaban golpeó a los atenienses. Mientras Arquidamo, el rey
espartano de la casa de los Euripóntidas, invadía el Ática por segunda vez, una
epidemia cayó sobre Atenas.
Se decía que provenía de Etiopía, de donde había pasado a Egipto y
al resto de las tierras del Imperio persa. En Atenas entró por el Pireo,
seguramente traída por un barco que venía del este. Los primeros afectados
enfermaron allí, pero el mal enseguida se extendió a la ciudad: fuese lo que
fuese, los virus o las bacterias se propagaron fácilmente a través de la
multitud que se había apiñado entre los Muros Largos.
Tucídides fue uno de los que sufrió la enfermedad y, obviamente,
sobrevivió para contarlo. Su descripción es tan precisa como podría haber sido
la de un tratado de Hipócrates. Cuando la epidemia atacaba a alguien, primero
notaba fiebre, ardor en los ojos y un sabor a sangre en la garganta acompañado
por un aliento maloliente y entrecortado. La enfermedad bajaba enseguida al
pecho, con toses violentas, y también afectaba al estómago. Algunos vomitaban y
otros sufrían terribles dolores por las arcadas continuas sin nada que
expulsar. La piel se cubría de pequeñas pústulas, y por dentro se sentía un
ardor tan insoportable que mucha gente andaba desnuda, sin poder soportar ni el
roce de la ropa, y otros se arrojaban a pozos de agua fresca (algo que no
ayudaría a evitar el contagio, por cierto). Los afectados sobrevivían entre
seis y siete días, y al final morían consumidos por la fiebre o por una diarrea
incontrolable. La infección afectaba también a los genitales y a los dedos de
manos y pies: cuenta Tucídides que algunos de los supervivientes perdían esos
apéndices, o se les ulceraban los ojos y se quedaban ciegos.
El retrato que hace Tucídides
de las consecuencias psíquicas y sociales es desolador, y constituye una de las
cumbres de su obra:
De todo lo que acarreaba este mal, lo peor era el desánimo que
sentían los que enfermaban [...1 y el hecho de que los que atendían a los demás
se contagiaban también y morían como ganado [...1. Puesto que habitaban en
chozas que, en verano, resultaban sofocantes, morían en un desorden total. Los
cadáveres se amontonaban unos sobre otros según fallecían, y la gente
deambulaba sin rumbo fijo por las calles o, moribundos, se apelotonaban junto a
las fuentes, sedientos de agua. Los templos en los que habían acampado estaban
llenos de cuerpos, pues [...1 la gente, al comprobar que el mal era invencible,
llegaba a desdeñar por igual lo divino y lo humano [...1. Muchos llevaban a
cabo enterramientos sacrílegos, pues se les habían muerto tantos parientes que
ya les faltaba todo lo necesario. Cuando alguien amontonaba una pira, otro se
adelantaba, colocaba encima a su muerto y prendía fuego a la leña. Había
quienes, al ver cómo otros quemaban un cuerpo, tiraban encima el cadáver que
llevaban y se marchaban de allí (Tucídides 2, 51-52).
Una prueba espectacular de las palabras de Tucídides se encontró en
el año 1994, durante las obras para construir una estación de metro de la linea
3 en el barrio del Cerámico de Atenas. Las excavadoras descubrieron casi 1.000
tumbas prácticamente apelotonadas y una gran fosa común.A raíz de esto, se
detuvieron las obras mientras un equipo de arqueólogos trabajaba a toda prisa.
En la fosa común aparecieron cerca de 150 cadáveres, muchos de ellos de niños.
Estaban amontonados a toda prisa, sin ningún cuidado, tal como describe
Tucídides, y apenas había unos cuantos vasos funerarios, la mayoría de ellos
baratos. El estilo de la cerámica se correspondía a la segunda mitad del siglo
v, por lo que los arqueólogos sospecharon enseguida que podría tratarse de un entierro
en masa debido a la epidemia.
Los arqueólogos sólo pudieron trabajar hasta el año 1995, momento en
que las excavadoras entraron arrasando todo lo que no había sido retirado. Sin
embargo, las obras de la estación se paralizaron demasiado tarde. En el lugar
donde los atenienses del siglo v enterraron a toda prisa a sus muertos, se está
construyendo ahora un aparcamiento de cinco pisos.
Un equipo de científicos,
dirigido por el doctor Papagrigorakis, ha estudiado los cadáveres, y en
concreto la pulpa dental. Al parecer, la pulpa de los dientes se conserva bien
y tiene una buena vascularización, lo que permite extraerADN en buenas
condiciones. Los científicos han hallado pruebas de que los cadáveres a los que
pertenecían esos dientes -tres tan sólo, por cierto- habían sido infectados con
fiebre tifoidea.
La fiebre tifoidea se contagia al ingerir comida o beber agua
contaminada por heces de otra persona infectada. Las condiciones insalubres de
Atenas podrían explicar la enfermedad, que se corresponde con muchos de los
síntomas enumerados porTucídides.Aun así, hay otros científicos que no aceptan
las conclusiones de este estudio. Aparte de cuestiones de método sobre el ADN y
la pulpa dentaria, existe cierto problema que señalan algunos expertos. Una vez
propagada la fiebre tifoidea en Atenas, como ésta se hallaba abarrotada, en
verano y con malas condiciones sanitarias, es lógico pensar que los enfermos
podían contaminar las aguas con bacterias fecales. Ahora bien, ¿cómo llegaron
estas bacterias al Pireo desde África o algún otro lugar?
Aun no siendo entendido en estos asuntos, la objeción no me parece
insalvable. Las personas enfermas de fiebre tifoidea pasan por un periodo de
incubación con síntomas que todavía no parecen tan graves. Los tripulantes de
una nave podrían haberla contraído en una escala y llegar al Pireo sin
encontrarse demasiado enfermos. Las condiciones sanitarias de los barcos de la
Antigüedad no debían de ser las mejores. Pero aunque la cubierta hubiese estado
más limpia que una patena y cada tripulante hubiese dormido en un camarote
individual -algo impensable en la época-, me temo que, por decirlo finamente,
las costumbres higiénicas relacionadas con la evacuación de los intestinos y
ulterior manipulación de alimentos y bebidas no estaban muy evolucionadas.
Curiosamente, existía cierta paranoia entre los atenienses
-perfectamente comprensible en una situación tan catastrófica como la que
sufrían- acerca de los pozos de agua. Muchos estaban convencidos de que los
habían envenenado los espartanos. No habría sido el primer caso en la historia
de Grecia.
Hacia el año 590 se había librado la Primera Guerra Sagrada por el
control del oráculo de Delfos. Los miembros de la Anfictionía, la alianza
recién creada, atacaron la fortaleza de Cirra, que dominaba el camino del golfo
de Corinto a Delfos, pues sus habitantes asaltaban y robaban a los peregrinos
que acudían al santuario. Como los sitiadores no conseguían tomar Cirra,
alguien propuso cortar las tuberías que llevaban a la ciudad (por los restos
que se han encontrado en lugares como Atenas, las tuberías de la época eran de
piezas troncocónicas de cerámica, del mismo tipo que las que se usaban en el
palacio de Cnosos). Cuando los asediados llevaban días sufriendo de sed, los
atacantes empalmaron de nuevo las tuberías, pero no sin antes verter grandes
cantidades de eléboro en ellas. A los habitantes de Cirra, debilitados por la
diarrea que les provocó el eléboro, no les quedó más remedio que rendirse.
Entre las personas a las que se atribuía aquella estratagema tan poco noble
estaba nada menos que el sabio Solón.
A partir de entonces, la
Anfictionía prohibió que sus miembros cortaran o envenenaran el suministro de
agua a los enemigos. Pero esa convención no siempre se respetaba. Los mismos
atenienses habían contaminado sus pozos antes de abandonar la ciudad a las
tropas de Jerjes, y casi un siglo después de la guerra el tratadista militar
Eneas Táctico recomendaba emponzoñar el agua para luchar contra los enemigos.
No es extraño, pues, que los atenienses sospechasen en primer lugar de los
espartanos. Resulta irónico que, si aceptamos la hipótesis de la fiebre
tifoidea, eran los mismos atenienses quienes estaban contaminando sus aguas con
bacterias fecales al meter en ellas las manos o, directamente, arrojarse a los
pozos como narra Tucídides. Moraleja: niños, hay que lavarse las manos antes de
salir del servicio.
Como digo, no hay acuerdo sobre la naturaleza de la plaga que asoló
Atenas. Durante mucho tiempo se creyó que era peste bubónica, y así puede
encontrarse en manuales clásicos como el del soviético Struve. Pero entre los
síntomas descritos por Tucídides no aparecen las bubas, las inflamaciones de
los ganglios linfáticos características de la peste. Aparte de la fiebre
tifoidea que ya hemos comentado, también se han sugerido la gripe, el sarampión
o la viruela.' En el caso de estas dos últimas enfermedades, con el tiempo las
poblaciones europeas se inmunizarían hasta cierto grado, ya que se convirtieron
en endémicas. Pero cuando se abatían sobre una población que nunca antes las
había padecido, los resultados eran desastrosos. Así ocurrió en América: cuando
Cortés y Pizarro llegaron a las tierras de los aztecas y de los incas,
respectivamente, el virus de la viruela ya se les había adelantado, diezmando a
las poblaciones indígenas y allanándoles el camino (Diamond, 1998, p. 41). Lo
mismo podría haber ocurrido en Atenas, una hipótesis que defiende Robert
Sallares (Sallares, 1991, p. 250).
La epidemia duró dos años, y
regresó de nuevo en 427. En total, los historiadores suelen calcular que acabó
con el treinta por ciento de la población. Siempre me ha parecido una
proporción excesiva. En primer lugar, resulta llamativo que Atenas siguiera
adelante con la guerra después de sufrir tantísimas muertes. Por otra parte, si
tres de cada diez atenienses perecieron, esa proporción debería notarse más en
el pequeño censo de personajes conocidos de la época. Sabemos que Tucídides la
contrajo, pero sobrevivió. Pericles murió en el año 429 y, aunque Tucídides no lo
diga, otras fuentes informan que fue a causa de la epidemia.Y ya está. Apenas
encontraremos entre las víctimas más nombres conocidos.
Sin embargo, ese cálculo del treinta por ciento se basa en una
extrapolación a partir de números que aporta Tucídides, mucho más fiable en
estas cuestiones que Heródoto: al fin y al cabo, como general tenía que pasar
revista a sus tropas y llevar cuentas. Según él, los atenienses perdieron 4.400
hoplitas. Si la ciudad disponía en aquel momento de 13.000 hombres que podían combatir
como hoplitas, significa que las pérdidas ascendieron incluso más de lo que
hemos dicho, hasta un treinta y cuatro por ciento. ¿Cómo es que siguieron con
el conflicto en vez de buscar la paz con Esparta? Es cierto que los atenienses
procuraron no involucrarse en ninguna batalla campal. Pero ese porcentaje de
muertes debió afectar también a los miembros de la cuarta clase que remaban en
la flota, y sin embargo los barcos atenienses continuaron dominando el Egeo.
En general, sigue siendo un misterio la verdadera naturaleza de
aquella epidemia. Aunque no acaba de convencerme la cifra de bajas que nos
ofrece Tucídides, tampoco encuentro razones para que la hinchara o se
equivocara. Lo cierto es que la enfermedad minó las fuerzas y la moral de
Atenas, que de no haberla sufrido tal vez habría corrido otra suerte en la
guerra. Además, privó a la ciudad de su timonel, Pericles el «primer
ciudadano», como lo denominó Tucídides. Primero, indignados con él, los
atenienses le impusieron una multa por haberlos embarcado en la guerra. Pero,
aunque enseguida se arrepintieron y volvieron a elegirlo general, como llevaban
haciendo catorce años seguidos, Pericles murió en el año 429. Él, en buena
medida, había embarcado a la ciudad en la Guerra del Peloponeso. Por el momento,
los atenienses siguieron su consejo de no intentar engrandecer su imperio. Pero
llegarían otros líderes.
Como pequeño homenaje para
Pericles, incluyo aquí estas palabras de Plutarco:
Cercano ya a la muerte, los mejores de entre los ciudadanos y los
amigos que le quedaban con vida estaban sentados a su alrededor, hablando de su
valor y su poder y pasando revista a sus logros y a la multitud de sus trofeos
(eran nueve los que como general había erigido en las victorias conseguidas en
nombre de la ciudad). Comentaban unos con otros todo esto como si él hubiera
perdido el conocimiento y no se enterara. Pero resultó que lo había oído todo,
y en voz alta dijo que le asombraba que alabaran y recordaran aquellas cosas
[...], y que en cambio no mencionaran lo principal y más hermoso.
-Pues ningún ateniense vivo se ha puesto un manto negro por mi
causa. (Pericles 38).
Ojalá todos los grandes personajes de la historia hubieran podido
morir con la conciencia tan tranquila.
EL CASO DE LESBOS: CUANDO EL IMPERIO ENSEÑA LAS GARRAS
La admiración que sentía Tucídides por Pericles salta a la vista en
su obra. Comprobando lo que ocurrió tras su muerte, es fácil estar de acuerdo
con el historiador: los líderes que intentaron sucederle nunca estuvieron a su
altura.
La guerra proseguía, con invasiones de Esparta y maniobras marítimas
de Atenas. En el año 429, uno de los almirantes atenienses más capa citados,
Formión, logró sendas victorias en las batallas de Patras y Naupacto. La
primera debió resultar especialmente humillante para la Liga del Peloponeso:
tenían 47 barcos, y con tan sólo 20 Formión se las arregló para rodearlos,
navegando en círculos cada vez más estrechos. Llegó un momento en que las naves
peloponesias estaban ya tan cerca unas de otras que sus remos picaban el agua y
les impedían maniobrar. Entonces, Formión lanzó el ataque y consiguió
apoderarse de 12 barcos enemigos y dispersar a los demás. Es comprensible que,
después de aquello, los peloponesios tuvieran tan pocas ganas de enfrentarse
por mar a los atenienses como éstos las tenían de plantarse en campo abierto
ante los espartanos.
En el año 427 los
peloponesios, ya que no conseguían tomar las murallas de Atenas, consiguieron
al menos entrar en Platea después de dos años de asedio. La ciudad había sido
evacuada poco a poco, y sólo quedaban en ella 200 plateos y 25 atenienses que
habían acudido en su ayuda. Tal vez en otros tiempos los enemigos los habrían
retenido para pedir rescate con ellos, pero la guerra se estaba enconando cada
vez más, y los ejecutaron a todos.
Los ánimos no sólo se encrespaban en Esparta, sino también, y
todavía más, en Atenas. Un año antes de la caída de Platea, las principales
ciudades de la isla de Lesbos, encabezadas por Mitilene, habían decidido
retirarse de la Liga de Delos. Para Atenas era un golpe muy duro. Lesbos, con
más de 1.600 kilómetros cuadrados, se acercaba en extensión al Ática, tenía más
de 100.000 habitantes y aportaba sus propios barcos a la alianza.' Si se pasaba
al enemigo -la neutralidad era casi impensableno sólo reforzaría a Esparta,
sino que su ejemplo podía cundir entre otros miembros de la Liga de Delos.
Tras un año de operaciones y asedios contra Mitilene, líder de la
revuelta, la ciudad cayó en 427; en parte, porque el pueblo llano, al que los
oligarcas habían entregado armas, se levantó contra ellos y exigió que se
llegara a un acuerdo con los atenienses.
Los ánimos, como ya he dicho, estaban muy encendidos en Atenas. La
asamblea se reunió para tratar sobre el destino que debía correr Mitilene, en poder
del general ateniense Paques (otra transcripción posible del nombre es Paquete,
pero casi nos quedamos con la primera). Entre los oradores que se levantaron
para hablar se encontraba Cleón, la antítesis de Pericles. Como él, se había
convertido en uno de los líderes de la facción democrática, pero era mucho más
extremista. Los historiadores griegos lo trataron en general con mucha dureza,
al igual que el comediógrafo Aristófanes, que hizo chistes a su costa en varias
de sus obras. En parte se explica porque la mayoría de los autores simpatizaban
más con los aristócratas, y Cleón no sólo apoyaba al pueblo, sino que además
procedía del pueblo: su padre era un curtidor de pieles que se había
enriquecido con su trabajo, algo muy mal visto entre la nobleza de pura cepa.
En cualquier caso, Cleón era
un radical, no sólo por sus ideas, sino también por sus formas. Plutarco dice
de él: «[...] fue el primero en dirigirse al pueblo con gritos, quitándose el
manto, golpeándose el muslo y dando carreras al tiempo que hablaba; de este
modo infundió en los políticos la negligencia y desprecio de los modales que no
tardaron en trastocarlo todo» (Plutarco, Nicias 8).
La medida que propuso Cleón para escarmentar a los demás miembros de
la Liga de Delos fue terrible: todos los varones de Mitilene debían ser
ejecutados y las mujeres y los niños vendidos como esclavos.Así ninguna otra
ciudad se atrevería a desertar. A Cleón se opuso un tal Diódoto, no sólo con
argumentos humanitarios, sino de pura conveniencia. «Si matáis a todos los
mitilenios, incluyendo al pueblo que no apoyó la revuelta de los nobles, les
haréis un favor a éstos. Ahora el pueblo llano de todas las ciudades os apoya,
atenienses. Pero si en otra ciudad vuelven a sublevarse los oligarcas, el
pueblo se pondrá de su parte para evitar que los derrotéis, sabiendo que hacéis
pagar por igual a justos y a pecadores».
Habría que saber si los atenienses llegaron a escuchar las
razonables palabras de Diódoto. Nunca ha estado muy claro el mecanismo por el
que los miles de asistentes a la asamblea conseguían escuchar las palabras del
ciudadano que subía a la tribuna y se dirigía a ellos sin ningún medio de
amplificación. Si el orador poseía una voz muy potente y todos guardaban un
silencio sepulcral, es posible que se le oyera; aunque sospecho que los de las
primeras filas repetían sus palabras a los que estaban más lejos, o que incluso
se recurría a heraldos oficiales para ese fin. Pero si alguien decía cosas que
la mayoría del pueblo no quería escuchar, mucho me temo que los murmullos e
incluso los gritos generalizados no dejaban atenderlo.
El caso es que la asamblea
votó la propuesta más dura, la de Cleón: muerte para los varones adultos,
esclavitud para los demás. Los magistrados enviaron un trirreme para que
llevara la orden de ejecución a Paques. «Pero al día siguiente se arrepintieron
y se dieron cuenta de que la asamblea había aprobado un decreto
desproporcionado e inhumano, el de matar a toda una ciudad y no sólo a los
culpables» (Tucídides 3, 36). Se volvió a discutir en la asamblea, Cleón
defendió los mismos argumentos que la víspera y Diódoto se le opuso de nuevo.
Al llegar el momento de la votación, se levantaron más manos a favor de Diódoto
que de Cleón, y se decidió enviar un segundo trirreme con el decreto modificado.
Pero ya habían pasado veinticuatro horas. La distancia entre el
Pireo y Mitilene es de 340 kilómetros, una travesía que un trirreme, navegando
a algo menos de 8 nudos y en jornadas de 12 horas, podía cubrir en dos días. Si
el segundo barco quería llegar a tiempo de impedir la masacre, tenía que
realizar el mismo trayecto en tan sólo un día. Los embajadores de Mitilene
ofrecieron ellos mismos el alimento para los remeros, vino y harina de cebada,
y también una sustanciosa prima si alcanzaban a la primera nave. Así pues, el
segundo barco zarpó a toda prisa. Los remeros comían sobre la marcha la harina
de cebada mezclada con vino y aceite, y dormían por turnos de quince o veinte
hombres en el escaso espacio que quedaba en cubierta. (Es mejor no pensar en
otro tipo de necesidades fisicas. Por las fuentes antiguas, nos consta que los
trirremes no olían precisamente como una perfumería.) Así navegaron durante
veinticuatro horas sin cesar, con la suerte de que no se levantó un viento
contrario, pues si hubiera soplado el etesio típico de la estación lo habrían
recibido de proa. El segundo barco llegó a Mitilene justo cuando Paques acababa
de leer el decreto y, quiero suponer que a su pesar, se disponía a ejecutar a
todos los varones de la ciudad.
Así pues, los mitilenios se salvaron por un tris. No todos, por
supuesto: los mil oligarcas que habían apoyado la rebelión fueron ejecutados.
Pero esta medida, aunque a nosotros pueda parecernos una brutalidad, era
razonable en el contexto de entonces. Los atenienses se habían arrepentido a
tiempo para evitar que una mancha indeleble cayera sobre la reputación de su
ciudad.
Años después, en 415, la isla
doria de Melos no tuvo tanta suerte. Allí sí murieron todos los varones, y las
mujeres y los niños cayeron en la esclavitud. Hablaremos de ello más adelante.
ESFACTERIA: UN INESPERADO REGALO DEL ENEMIGO
La guerra proseguía, y los atenienses, por increíble que pueda
parecer después de las pérdidas sufridas tras la epidemia, seguían operando en
teatros bélicos cada vez más alejados. En el año 425 enviaron 40 barcos a
Sicilia para reforzar las tropas que habían mandado dos años antes. La flota se
encontraba costeando la parte oeste del Peloponeso con rumbo a Corcira, que era
la parada natural antes de cruzar el mar Jonio hasta Italia, cuando una
tempestad los sorprendió y se vieron obligados a refugiarse en el puerto de
Pilos, el antiguo reino micénico.
Con la flota viajaba Demóstenes (no confundir con el famoso orador
del siglo iv). Éste había desempeñado el cargo de general con bastante éxito en
los dos años anteriores, usando sobre todo tropas ligeras para combatir en la
parte noroccidental de Grecia, la más atrasada del país. Ahora, al desembarcar
en Pilos, Demóstenes se dio cuenta de que aquel lugar ofrecía muchas posibilidades:
tenía agua potable, piedra y madera en abundancia para construir
fortificaciones, y estaba situado en Mesenia. Era el emplazamiento perfecto
para establecer una base desde la que podrían incitar a los ilotas mesemos a la
revuelta contra Esparta.
Demóstenes, que viajaba como uno más en la expedición, no logró
convencer a los generales. Pero los soldados atenienses, según Tucídides por
puro aburrimiento, pusieron manos a la obra y construyeron un fuerte un tanto
chapucero, ya que no tenían herramientas para labrar la roca ni argamasa con
que unir las piedras. Sin embargo, Pilos ofrecía tales defensas naturales que
no era necesario nada más.
Pasados seis días, la flota siguió rumbo a Corcira, y de ahí a
Sicilia. Pero Demóstenes se quedó con cinco barcos y sus dotaciones. La noticia
acabó llegando al ejército espartano que se dedicaba a asediar Atenas y
devastar sus campos, y les pareció lo bastante grave como para abandonar el
Ática y enviar tropas a Pilos.
La de aquel año fue una
invasión muy breve, tan sólo quince días, y no sólo por la amenaza que
representaba la base de Demóstenes en Pilos. Al parecer, los espartanos y sus
aliados se habían adelantado en la campaña. Como además hacía mal tiempo, el
trigo de los campos del Ática no había madurado y estaba verde. En otros años,
los peloponesios se habían alimentado de ese cereal, recolectándolo sobre el
terreno. Pero ahora, por falta de intendencia, tuvieron que renunciar a la
invasión para alivio de los atenienses.
El fuerte de Pilos dominaba la parte norte de la bahía conocida hoy
como Navarino, el mismo lugar donde en 1827 se libró una batalla naval decisiva
para la independencia de Grecia. Esa bahía estaba prácticamente cerrada por
Esfacteria, una isla de algo más de cuatro kilómetros de longitud. Los
espartanos pensaron que, si situaban una guarnición en Esfacteria, podrían
impedir que futuros barcos de refuerzo atenienses entraran en la bahía. De modo
que desembarcaron en ella a 420 hoplitas acompañados por sus sirvientes ilotas,
mientras el resto de las tropas que habían acudido a Pilos intentaban en vano
asaltar el fuerte ateniense.
Demóstenes, que no podía tener más de mil hombres, envió dos barcos
a pedir refuerzos. La flota que iba de camino a Corcira dio media vuelta y
acudió en su auxilio. Si los espartanos albergaban la esperanza de impedir que
los barcos atenienses entraran en la bahía, debieron sentirse defraudados. En
las aguas de la ensenada se libró una batalla muy confusa en la que, como era
de esperar, vencieron los atenienses. Aunque los espartanos consiguieron salvar
la mayor parte de sus barcos, se dieron cuenta con horror de que sus tropas
habían quedado aisladas en la isla de Esfacteria. Casi la mitad de los 420
hoplitas de la guarnición eran espartiatas. Esparta, cuyo número de ciudadanos
de primera clase no dejaba de reducirse con el tiempo no llegaban a 5.000 por
aquel entonces-, no podía permitirse perderlos.
Los espartanos se apresuraron a ofrecer una tregua, a cambio de que
se permitiera alimentar a los hombres aislados en Esfacteria con un envío
diario de provisiones. Después enviaron embajadores a Atenas para ofrecer una
paz más duradera, bajo los términos de «paz, amistad, alianza y hermandad»
entre ambos pueblos. El demagogo Cleón, que dominaba la asamblea, pidió a los
espartanos que dieran pruebas de esa amistad devol viéndoles los puertos que
les habían arrebatado en Mégara,Trecén yAcaya en el año 446, antes incluso de
la Guerra del Peloponeso. Evidentemente, Cleón estaba muy engallado, pero la
asamblea ateniense apoyó sus pretensiones. Ni la epidemia, que los había
golpeado por última vez dos años antes, era capaz de quitar a los atenienses
sus arrestos.
Como era de esperar, Esparta
no aceptó. Los atenienses reanudaron el bloqueo sobre la isla de Esfacteria,
con la esperanza de que los cercados se rindieran por hambre. Ellos mismos
sufrían sed, pues a veces tenían que obtener agua escarbando en los arenales de
la playa, mientras que los espartanos conseguían pasar comida a los suyos de
incógnito. Como el bloqueo se prolongaba, Cleón acusó de incompetencia a
Nicias, uno de los principales generales del momento y encargado del mando en
las operaciones de Pilos. «Hasta yo podría hacerlo mejor», le desafió Cleón. Lo
que había que hacer, según él, era echarle valor al asunto y desembarcar en
Esfacteria para tomar prisioneros a los espartanos. Sí, a los temidos
espartanos.
A Nicias, que poseía un gran prestigio por sus riquezas y era un
hombre muy prudente, se le debió calentar la boca por el odio que sentía contra
el demagogo, así que le dijo: «Pues si crees que puedes hacerlo mejor, ¿por qué
no tomas tú el mando y nos lo demuestras?». Para sorpresa de todos, Cleón,
lejos de arrugarse, aceptó la propuesta y partió para Pilos. Mientras tanto, es
de suponer que sus enemigos políticos hicieron ofrendas a los dioses para que
algún espartano le cortara la garganta al demagogo y así no tuvieran que volver
a escuchar su voz en la asamblea.
Cleón demostró el sentido común de elegir a Demóstenes para que le
acompañara. Cuando llegaron allí, descubrieron que en la isla se había
producido un incendio, provocado por un espartano al encender un fuego para
comer. El bosque que cubría la isla había ardido y ahora se podía ver toda su
superficie pelada, incluyendo los lugares más propicios para el desembarco.
Cleón y Demóstenes desembarcaron primero con 800 hoplitas y, una vez que
aseguraron la posición, trajeron también a Esfacteria 800 arqueros y 800
peltastas de infantería ligera armados con jabalinas. Como aún les parecía
poco, dada la reputación de los espartanos, desembarcaron a 10.000 hombres más
entre tripulantes y aliados mesenios.
Al ver frente a ellos a los
800 hoplitas atenienses, que «sólo» los duplicaban en número, los espartanos
los desafiaron a combatir según las normas, falange contra falange. Pero los
atenienses, que ni en proporción de dos a uno las tenían todas consigo, dejaron
que los arqueros y peltastas que los acompañaban dispararan contra los
espartanos todo lo que tenían: flechas, jabalinas, piedras. Poco a poco los
espartanos se retiraron hacia una altura al norte de la isla, hasta que
quedaron rodeados, como le había ocurrido a Leónidas en las Termópilas.
A diferencia de los 300 de las Termópilas, los 292 hombres que
quedaban en pie no tenían deseos de morir, y se rindieron. Algo que no era
deshonroso, pues habían resistido hasta el final y no tenían posibilidades de
victoria contra aquella forma de luchar tan cobarde... pero tan eficaz. Era el
triunfo de los humildes ciudadanos atenienses y de los ilotas que los ayudaron-
sobre los orgullosos terratenientes espartanos.
Cleón, acompañado por el siempre competente Demóstenes, había
conseguido un éxito inesperado que acrecentó su reputación. Los vencedores
aparecieron en Atenas con casi 300 prisioneros, entre los que aún quedaban
vivos 120 espartiatas. Para las autoridades lacedemonias, el valor de aquellos
hombres era incalculable; tanto que a partir de aquel momento los espartanos
renunciaron a su acostumbrada excursión veraniega para saquear el Ática. Se
entablaron conversaciones de paz que no llegaron a prosperar, porque los
atenienses estaban todavía más crecidos que antes de desembarcar en Esfacteria.
Sin embargo, en 424 los espartanos lograron arrebatar a los
atenienses Anfipolis, una ciudad situada en el norte del Egeo y vital para los
intereses económicos de Atenas; precisamente Tucídides fue desterrado por no
llegar a tiempo para impedirlo. Dos años después, Cleón, que se había
aficionado al puesto de general, llevó un ejército a Anfipolis para reconquistarla.
En la batalla que se libró junto a los muros de la ciudad, los atenienses
fueron derrotados y Cleón murió.Ya hemos comentado en otro capítulo que los
strategoí griegos combatían en primera fila y muchos de ellos perecían en las
derrotas; pero en este caso, incluso el general victorioso, el espartano
Brásidas, falleció a causa de las heridas recibidas.
Brásidas era un general muy
capaz, y además un diplomático consumado que había conseguido que muchas
ciudades de Tracia, como la misma Anfipolis, se pasaran a su bando. Su muerte
supuso una gran pérdida para los espartanos, mientras que la de Cleón
significaba que el político más agresivo y belicista de Atenas también quedaba
fuera de la circulación. El camino para la paz se abría.
Fue Nicias quien se encargó de tratar con los espartanos, y por eso
la paz que se firmó en 421 llevaba su nombre. Atenas estaba agotada y a punto
de quedarse sin fondos. Esparta quería recuperar a sus prisioneros, y por otra
parte la tregua de treinta años firmada con su archienemiga Argos estaba a
punto de expirar. Argivos y atenienses juntos eran una amenaza contra la que
los espartanos podían enfrentarse, pero preferían no hacerlo.Así que firmaron
un tratado que prácticamente devolvía la situación al estado anterior a la
guerra, una tregua que debía durar nada menos que cincuenta años.
Mas, aunque los atenienses y los espartanos estaban exhaustos, había
aliados de Esparta que no se sentían nada satisfechos con el tratado, pues no
habían ganado nada en él. Mégara, Tebas y, sobre todo, Corinto seguían deseosas
de reanudar las hostilidades.Y en la misma Atenas había un personaje ambicioso
que comprendía que en la paz no podría medrar.
Estamos hablando de Alcibíades, la mayor esperanza y la mayor ruina
de Atenas. Conozcámoslo de cerca.
Mi fascinación por Alcibíades proviene de cuando era niño. En una
enciclopedia de historia universal había una imagen de una (supuesta) estatua
suya. El breve pie de foto no podía tener más de seis líneas, y sin embargo
bastó para convencerme de que allí había todo un personaje.Años más tarde,
cuando llevaba poco tiempo como profesor, tuve la ocasión de traducir unas
cuantas biografiar de Plutarco, entre otras la de Alcibíades. Desde entonces
pensé en escribir una novela sobre él, pero de momento el proyecto ha quedado
sólo en un par de intentonas de poco más de diez páginas y una aparición como
invitado en un libro.
Esa fascinación afectó a los
atenienses de su propia época y de la posteridad. Es patente en los comentarios
que hace Tucídides sobre Alcibíades, al que debió conocer personalmente, y los
detalles que nos ofrece sobre su vida Plutarco demuestran que despertó el
interés de sus contemporáneos y también de las generaciones inmediatamente
posteriores. Como explica Plutarco, «conocemos hasta el nombre de la nodriza de
Alcibíades, una laconia llamada Amiclas, e incluso el de su pedagogo Zopiro»
(Alcibíades 1), cuando de otros personajes ilustres de la época no podemos ni
nombrar a las madres. En nuestros días, se le han dedicado varias monografias,
como una escrita por Jacqueline de Romilly, y el conocido novelista Steven
Pressfield lo convierte en el núcleo principal de su novela Vientos de guerra.
Alcibíades provenía de familia ilustre, por ambas ramas, y su madre
pertencía al clan de las Alcmeónidas.Alcibíades quedó huérfano de padre con
tres años, y se educó a partir de entonces en casa de su tío Pericles. Llegado
el momento, heredó una gran fortuna. Además de otros alardes que realizó
durante toda su vida, consiguió copar los cuatro primeros puestos en los juegos
Olímpicos del año 416. Eso le otorgó un prestigio enorme en Grecia entera y,
sobre todo, en Atenas. Curiosamente, las proezas hípicas reservadas a los
aristócratas despertaban la pasión del pueblo llano, que, si hacemos caso a lo
que nos cuenta Aristófanes en su comedia Las nubes, era muy aficionado a las
carreras de caballos. Que los ciudadanos más humildes de Atenas sintieran a la
vez envidia y admiración por los ricos no es tan raro. Cuando voy a ver un
partido de fútbol, a menudo contemplo admirado cómo muchos forofos increpan a
los que unos minutos antes eran sus ídolos, recriminándoles con auténtico odio
que cobren tantos millones.
La fortuna personal suponía un gran activo para quien intentara
destacar en política. Nicias, que dominaba el panorama político cuando
Alcibíades empezó a destacar, poseía grandes riquezas. Las obtenía sobre todo
de sus inversiones en el Laurión, que eran muy arriesgadas, tal como comenta
Plutarco en su biografia, porque las minas de donde se extraía la plata tendían
a derrumbarse y los esclavos en los que Nicias había invertido su dinero morían
(y si no lo hacían en los túneles, ya lo harían en los hornos donde se fundía
el metal, al absorber los venenosos vapores del plomo). Pero el sufrimiento del
que salía el dinero de Nicias no lo veían los atenienses: tan sólo eran
testigos de sus actos benéficos. Nicias patrocinaba coros de jóvenes, pagaba
los premios para los certámenes gimnásticos, y como corego en las tragedias
(empresario teatral, para entendernos) cosechó numerosos premios que luego
consagró en la llamada Avenida de los Trípodes. Haciendo ofrendas a los dioses
no había nadie más espléndido en Atenas, como demostró en los festivales que se
celebraban en Delos.
¿De verdad impresionaba esto
al pueblo? Sí, porque además salía beneficiado. Los festivales de todo tipo no
eran sólo acontecimientos religiosos y lúdicos, sino que los pobres
aprovechaban muchas de esas ocasiones para llenarse el estómago con manjares
-sobre todo carne- que normalmente no estaban a su alcance. Era una táctica que
los aristócratas adinerados habían aprendido desde hacía tiempo para ganarse al
démos: el evergetismo del que hablamos en relación con Cimón, quien dejaba que
la gente tomara de sus huertos los frutos que quisiera para alimentarse.
La primera aparición de Alcibíades en la vida pública fue para
efectuar una donación de dinero, seguramente una eisphorá o aportación
extraordinaria para la guerra. Pero Alcibíades gozaba de una ventaja sobre
Nicias y el resto de sus rivales, pues a sus riquezas sumaba algo que los
griegos, y los atenienses en particular, apreciaban sobremanera: el atractivo
fisico.Ya de adolescente era tan bello que tuvo infinidad de erastaí,
ciudadanos adultos que le declaraban su amor. Con la edad, supo acompañar y
acrecentar esta belleza con una gran elegancia en el vestir y en los ademanes,
hasta implantar su propio estilo. A tal punto llegaba la atracción y la
admiración que despertaba Alcibíades que muchos jóvenes atenienses imitaban
incluso sus defectos. Al parecer, tenía una especie de ceceo o tartamudeo al
hablar que en él quedaba gracioso, y torcía el cuello de una forma similar a la
de Alejandro.
Según Plutarco (Alcibíades 1), el atractivo de Alcibíades se mantuvo
incluso en la madurez, y debe de ser cierto, porque siguió siendo un
rompecorazones hasta el último momento, cuando ya estaba en la cincuentena o se
acercaba a ella. Entre las víctimas de su encanto se encontraba el mismísimo
Sócrates, que se convirtió en uno de sus admiradores. En este caso, la
admiración era mutua: aunque Sócrates era más feo que un sapo -dicho por él
mismo, no es por faltar-, Alcibíades se sentía atraído por una mente que debía
ser incluso más brillante que la suya, aunque el filósofo nunca la utilizara
como él para medrar en política ni, en general, para asuntos prácticos.
Si hacemos caso de lo que
cuenta el mismo Alcibíades en el Banquete de Platón, la relación entre Sócrates
y él nunca llegó a ser carnal, aunque en una ocasión tendió una trampa al
filósofo para que ambos durmieran en el mismo lecho y bajo el mismo manto. ¡El
jovencito seduciendo al cuarentón! (Sócrates debía de sacarle unos veinte
años).
Se supone que Sócrates era un ejemplo moral para el círculo de
jóvenes que lo acompañaba y bebía sus palabras. Pero en el caso de Alcibíades,
el pupilo le salió rana, pues nunca consiguió que renunciara a su escandaloso
comportamiento privado. Cuando llegó la hora del juicio de Sócrates, no le
ayudó haberse rodeado de personajes como Alcibíades.
UN EJEMPLO DE BATALLA CONVENCIONAL: MANTI N EA
En 420 Alcibíades cumplió treinta años, una edad que en Grecia se
consideraba lo bastante madura como para acceder ya a cargos importantes. En el
mismo año en que él irrumpía como un ciclón en la política, hizo su entrada en
el escenario otra actriz que había permanecido escondida durante todo el primer
acto de la Guerra del Peloponeso: la ciudad de Argos.
Argos, cuya historia se remontaba a la época micénica, dominaba la
llanura conocida como Argólide, y se jactaba de haber sido la potencia
hegemónica en el Peloponeso durante el siglo vii gracias a su rey Fidón. Desde
entonces Argos y Esparta habían sido enemigas. Pero si en los primeros
enfrentamientos Argos había llevado las de ganar, a partir del siglo vi no hizo
más que encajar derrotas. El principal casas belli entre ambas ciudades era
Cinuria, una fértil llanura costera situada al sur de Argos y al nordeste de
Esparta. Hacia el año 545,Argos y Esparta se enfrentaron por ella en la llamada
«batalla de los campeones», y los argivos resultaron vencidos como ya contamos
en su momento. Después, a principios del siglo v el rey Cleómenes volvió a
humillar a Argos, que durante mucho tiempo no levantó cabeza.
Desde el año 460 más o menos,
Argos mantenía una democracia, cuyo origen tal vez se debió a las intrigas
políticas del ateniense Temístocles. Esa democracia había firmado en el año 451
una tregua con Esparta, y la observó escrupulosamente. Pero en 421, vencido el
armisticio, Argos se encontraba rodeada por estados que habían participado en
una larga guerra de diez años, mientras que ella había reservado fuerzas y,
probablemente, se había enriquecido comerciando con ambos bandos. Argos llevaba
tiempo preparando un cuerpo de hoplitas de élite, los Mil, en los que
depositaba mucha confianza. Además, el fiasco de los espartanos en Esfacteria
revelaba que no eran invencibles. Estados como Élide, que hasta entonces habían
sido aliados de Esparta, ahora se le subían a las barbas: en los juegos
Olímpicos del año 420 prohibieron a los lacedemonios entrar en el recinto
sagrado de Olimpia, si no pagaban antes una cuantiosa multa de 2.000 minas de
plata por un conflicto anterior.
Alcibíades no albergaba el menor deseo de que la Paz de Nicias, que
llevaba el nombre de su principal rival político, se prolongase más de lo
necesario.Ya había ganado experiencia como soldado sirviendo en el asedio de
Potidea y en la desastrosa batalla de Delio, ocasiones que había compartido con
Sócrates.' Pero ahora que había conseguido que el pueblo lo eligiera general,
su ambición era ejercer el mando en la guerra en lugar de aburrirse en la paz.
De modo que intrigó hasta conseguir que, pese a que Esparta y Atenas habían
jurado un pacto de alianza, los atenienses firmaran en 420 otro pacto con Argos
y los estados también democráticos de Mantinea y Élide.
En el año 418, todas estas maniobras llevaron a un enfrentamiento
abierto. El rey Agis de Esparta, hijo del difunto Arquidamo, se dirigió contra
Argos, que pidió ayuda a sus aliados. Los espartanos luchaban prácticamente
solos en esta ocasión, de modo que Agis tuvo que recurrir a los llamados
neodamodeis, probablemente ilotas emancipados y convertidos en ciudadanos. El
caso es que Agis llevó a la batalla unos 9.000 hombres, de los que menos de la
mitad eran auténticos espartanos.
Contra ellos, los aliados
podrían haber formado a un ejército superior en número. Pero los atenienses,
después de haberse dejado convencer por Alcibíades para firmar un pacto con
Argos y los demás aliados, cambiaron de opinión, decidieron enviar tan sólo
1.000 hombres y, o no renovaron a Alcibíades como general o no le otorgaron
mando en esa campaña. Por otra parte, también fallaron los eleos, que retiraron
a sus 3.000 hoplitas porque los demás aliados no querían hacerles caso y atacar
la ciudad de Lepreo.
Al final, contra los 9.000 soldados de Agis combatieron 8.000
hombres. El hecho de que se atrevieran a enfrentarse contra un ejército
lacedemonio sin disponer de superioridad numérica demuestra por una parte las
ganas que les tenían los argivos a los espartanos y, por otra, que éstos ya no
poseían la reputación de antaño y la gente les había perdido el respeto. ¡Adiós
al terror escénico del Peloponeso!
La batalla fue confusa, pues se produjeron extrañas maniobras en las
que parecía que ambos bandos rivalizaban por ver quién cometía la mayor pifia.
Pero hay que tener en cuenta que en la supuesta llanura había bosques,
elevaciones y todo tipo de obstáculos que entorpecían los movimientos, y que
además en el caso de los aliados combatían tropas de varias ciudades con sus
propios mandos. El relato que hace Tucídides de la batalla es muy interesante,
pues ilustra algunos principios que comenté al hablar de la guerra en Grecia
(traduzco «espartanos» aunque Tucídides utiliza «lacedemonios»):
Al día siguiente, los argivos y sus aliados adoptaron la formación
en que pensaban combatir si se encontraban con el adversario. Los espartanos,
que regresaban desde el agua a su campamento junto al santuario de Heracles,
vieron que sus enemigos estaban cerca, formados en orden de batalla y alejados
de la colina. Según recuerdan los espartanos, aquélla fue la ocasión en que
sintieron más miedo, pues tuvieron que prepararse a toda prisa [...].
Cuando ya estaban a punto de lanzarse al ataque, los generales
arengaron a sus tropas, cada uno a su manera: a los de Mantinea, les dijeron
que la batalla era por su patria y por el poder [...]. A los de Argos, que
combatían por su antigua hegemonía y [...1 por vengarse de las numero sas
ofensas recibidas de los espartanos, que eran sus vecinos a la vez que sus
enemigos.A los atenienses se les dijo que era honroso no quedar detrás de nadie
y [...1 que si vencían a los espartanos en el propio Peloponeso, asegurarían y
expandirían su imperio, y evitarían que nadie más invadiera su país.
En cambio los espartanos se
animaban entre sí por grupos y con sus cantos guerreros, recordándose lo que ya
conocían de sobra como hombres valientes que eran: que un largo entrenamiento
en la guerra es más eficaz para salvar la vida que una arenga improvisada, por
muy bien pronunciada que esté (Tucídides 5, 66-69).
Aquí ya se aprecia una diferencia palmaria entre los espartanos,
soldados casi profesionales, y las milicias de las demás ciudades. Pero el
relato continúa. En su momento, comenté que por la forma de agarrar el escudo,
la parte de éste que sobraba por la izquierda servía para proteger el costado
derecho del compañero de filas. Eso acarreaba consecuencias tácticas.
Todos los ejércitos actúan de la misma forma.Al avanzar hacia el
enemigo se desvían hacia la derecha, de modo que ambos bandos sobrepasan con su
ala derecha el flanco izquierdo del adversario. El motivo es que cada soldado,
por temor, intenta arrimar todo lo que puede su costado descubierto al escudo
del hombre que tiene a su derecha, convencido de que una formación más compacta
es mucho más segura. La culpa de esta maniobra la tiene el primer hombre del
ala derecha, preocupado en todo momento de alejar del enemigo su costado
indefenso. Los demás, llevados por el mismo miedo, lo siguen.
Así, en esta ocasión el ala derecha de los de Mantinea sobrepasó en
mucho el ala izquierda de los esciritas,8 mientras que el ala derecha de
Esparta y Tegea superó aún más a los atenienses, ya que eran superiores en
número (Tucídides 5,71).
O sea, que si les daban suficiente espacio para irse desviando a la
derecha, dos falanges podían llegar a pasar de largo. El impulso de desplazarse
a un lado para agazaparse tras el escudo de otro es más que comprensible. Sólo
hay que ver cómo se mueven los futbolistas en la barrera, buscando a menudo la
protección del cuerpo del compañero.Y lo que viene hacia ellos es un balón de
cuero, no una lanza con punta de hierro.
Agis, al ver que los mantineos
flanqueaban su ala izquierda, temió que la superaran demasiado rápido y, tras
ponerla en fuga, pudieran atacar el corazón de su propio ejército desde un
lado. Para evitarlo, ordenó a las tropas situadas en aquella zona que igualaran
el movimiento de los enemigos y les cerraran el paso desplazándose a la
izquierda, en un movimiento contrario al instinto de los soldados. Eso suponía
abrir un hueco, maniobra peligrosa que había que evitar. Pero como disponía de
cierta superioridad numérica -algo más del diez por ciento-, ordenó a dos
batallones de la zona central que acudieran a rellenar ese boquete.
Quedaba muy poco para el choque, el temido othismós. Los capitanes
de esos batallones, Hiponoides y Aristocles, debieron de pensar que era una
locura cambiar de formación casi en plena batalla: las unidades de hoplitas
griegos no se movían con la misma agilidad que los legionarios romanos ni
podían trasladarse simplemente de un lado a otro como piezas de madera. De modo
que se negaron a obedecer.
Si la maniobra hubiera salido bien, tal vez los historiadores
alabarían la brillante improvisación táctica de Agis. Pero lo cierto es que fue
un desastre y casi todos lo ponen a caer de un centauro. Como el flanco
izquierdo de su ejército sí siguió sus órdenes y se desplazó a la izquierda,
mientras que los dos capitanes rebeldes se hicieron los sordos, se abrió en el
centro el temido hueco. Por él se colaron los de Mantinea y los Mil elegidos de
Argos y empezaron a repartir estopa entre las filas espartanas. Al hacerlo
causaron tal caos que pusieron en fuga a varias unidades y las persiguieron
hasta el campamento, donde mataron a unos cuantos abueletes que montaban
guardia junto a los carros, hablando probablemente de sus batallitas sin
sospechar lo que se les venía encima. «Somos espartanos», pensarían, «¿quién va
a romper nuestra formación?».
Qué momento más dificil para los espartanos. Con las filas rotas, un
rey novato que improvisa órdenes y capitanes que no las obedecen... Si este
libro tuviera un patrocinador, aprovecharía este intermedio para colocar un anuncio.
ESCUDOS CÉFALO MADERA DE ÁLAMOY LÁMINA DE BRONCE BATIDO FABRICADOS EN EL
PIREO LA MEJOR PROTECCIÓN TUS COSTILLAS TE LO AGRADECERÁN
Fin del descanso. Tucídides dice: «Aunque los espartanos fueron
sobrepasados por completo en el aspecto táctico, demostraron que su
superioridad en valor lo compensaba de sobra» (5, 72). Probablemente no fue
sólo cuestión de valor. Si los aliados que habían roto las líneas, en lugar de
seguir hacia los carros, que debían hallarse a cierta distancia, se hubieran
concentrado en atacar a los espartanos desde atrás, quizá otro gallo hubiera
cantado. Es posible que no se tratara sólo de codicia -poco botín podían
arrebatar a los espartanos-, sino también de miedo. «Hemos roto la línea
lacedemonia una vez», pudieron pensar, «No es cuestión de tentar la fortuna una
segunda vez».
El caso es que los espartanos se sobrepusieron a la adversidad y
consiguieron derrotar al ala izquierda de sus adversarios. Entre éstos se
hallaban los atenienses, que perdieron a 200 hombres, incluidos sus dos
generales. Los demás huyeron, y los espartanos no pusieron ningún empeño en
perseguirlos. Del mismo modo que Atenas no se había comprometido realmente en
la batalla, los espartanos no se emplearon a fondo para aniquilar a los hombres
que había enviado. Fue una constante de la Guerra del Peloponeso. Atenienses y
espartanos se hacían la guerra, pero con cierto respeto mutuo -salvo el
comportamiento de Lisandro, que veremos más adelante-. El odio mayor lo sentían
los argivos por los espartanos, o los tebanos y siracusanos por los atenienses.
Aunque mucho más intenso era el aborrecimiento que sentían entre sí las
facciones democráticas y oligárquicas de una misma ciudad cuando llegaba el
momento de enfrentarse.
Tras vencer en su ala derecha, Agis pudo concentrarse en el flanco
izquierdo, donde estaban pasando los mayores apuros. En realidad, la táctica
que se seguía en las batallas clásicas era ésa: ambos bandos procuraban poner
sus mejores tropas en la derecha y las peores en la izquierda. Sa biendo que
cada flanco derecho iba a ganar a cada flanco izquierdo, la clave era quién
conseguía hacerlo antes para acudir en auxilio de su zona en apuros. En esta
ocasión, y como era habitual en ellos, los espartanos consiguieron adelantarse
pese al desbarajuste que se había organizado en el engarce entre su ala
izquierda y su centro.'
Curiosamente, cuando los
espartanos de clase A cayeron sobre los mejores hombres de la alianza, acabaron
con casi todos los soldados de Mantinea, mientras que los Mil de Argos se
salvaron. He dicho «curiosamente», pero tal vez debería haber escrito
«sospechosamente». Los mantineos que perecieron en la batalla eran demócratas,
mientras que los guerreros de élite de Argos pertenecían a la clase superior de
su ciudad, más partidarios de la oligarquía que de la democracia que ahora
tenían que sufrir. ¿Había un pacto entre ellos y los espartanos para dar un
golpe de Estado en su ciudad, llegado el momento? No olvidemos que Esparta
siempre favorecía regímenes oligárquicos, y que en la Guerra del Peloponeso
muchas veces los intereses de clase prevalecieron sobre los instintos
patrióticos.`
Pasado el suspense inicial, los espartanos habían vencido. Pese a
tener un entrenador novato y algunos jugadores rebeldes en el centro del campo,
el veterano campeón de Grecia había demostrado que los que lo consideraban un
equipo acabado se habían precipitado bastante. Los derrotados se dejaron 1.100
hombres en la batalla, mientras que los vencedores perdieron como mucho 300.
Durante el resto de la guerra, a nadie se le ocurrió enfrentarse otra vez con
los espartanos en una batalla campal.
En su regreso a Esparta, los dos capitanes desobedientes fueron
juzgados y desterrados. De haber perdido la batalla, tal vez el encausado
habría sido Agis.Ya sabemos por otros casos que los espartanos no sentían el
menor empacho en juzgar a sus reyes. Además, Agis había dado muestras de
inseguridad en vísperas de la batalla, cuando lanzó a sus hombres en una carga
cuesta arriba contra el enemigo, y tan sólo los detuvo cuando un soldado
veterano le recriminó a gritos que aquello era una locura. Pero el éxito lo
justifica todo, y para Agis quedó la fama de haber conseguido la victoria más
gloriosa de la Guerra del Peloponeso. Hubo otras mayores, sin duda. Pero en Mantinea
se respetaron las reglas, los vencedores no trataron con crueldad a los
vencidos y ganaron honor para su ciudad.
Cuando los atenienses
derrotados llegaron de vuelta a la ciudad, Alcibíades debió menear la cabeza,
desesperado. Si Atenas se hubiese involucrado de verdad en la campaña contra
Esparta y enviado 4.000 o 5.000 hoplitas en vez de un millar, y con él como
general, las cosas podrían haber sido distintas.Y si los eleos no hubieran
traicionado a los demás aliados... Haciendo historia-ficción,Alcibíades podía
imaginarse a un ejército de 15.000 hombres bajo sus órdenes. Si los espartanos
habían pasado apuros ante 8.000, contra casi el doble sin duda habrían sido
derrotados. Después, el ejército de la coalición, liderado por Alcibíades,
habría bajado hacia el sur por el valle del Taigeto hasta llegar a Esparta. Sin
murallas, la ciudad no habría podido resistir, y además los ilotas de Mesenia
no habrían necesitado mucha más excusa para sublevarse de nuevo y unirse al
ataque.
Dejemos las ucronías. Los aliados podrían haber desplegado a 15.000
hoplitas, pero no lo hicieron. El apoyo de los atenienses a la alianza fue muy
tibio. Si alguien les hubiera enseñado en una bola de cristal lo que iba a
sucederles dieciséis años después, seguramente habrían enviado a todos sus
hombres disponibles para aplastar de una vez a su renqueante enemigo. Pero en
esta ocasión los oráculos se quedaron mudos.Y Esparta recuperó en un solo día
todo el prestigio que había perdido por el error de Esfacteria.
LA CAMPAÑA DE SICILIA
De momento, espartanos y atenienses no volvieron a chocar de forma
directa. Pero sus relaciones tampoco mejoraron precisamente. En el año 416, los
atenienses decidieron apoderarse de la isla de Melos, que aun formando parte de
las Cícladas era doria y no pertenecía a su alianza marítima. Con mucha
prudencia, los habitantes de Melos se habían abstenido de tomar partido por
Esparta y trataban con total neutralidad a ambos bandos. Así se lo intentaron
explicar a los embajadores atenienses, en un diálogo que Tucídides recrea como
una pequeña obra de teatro y donde los personajes colectivos, melios y
atenienses, se convierten casi en abstracciones que defienden por un lado la
justicia y la moral y por otro la lógica del más fuerte. Lamento decir que este
último papel les correspon de a los atenienses. Aquí Tucídides llega a otra de
sus cimas como literato y como historiador, en una pieza del más puro estilo
maquiavélico (o habría que decir que El príncipe de Maquiavelo es una pieza del
más puro estilo tucidídeo).
De nada les valieron a los
melios sus argumentos. Tras siete meses de asedio, los atenienses se apoderaron
de la isla, mataron a todos los varones y esclavizaron a las mujeres y a los
niños. Plutarco asegura que Alcibíades fue el defensor del decreto que ordenó
este genocidio (Alcibíades 16), pero leyendo a Tucídides parece que en aquel
momento estaba ocupado en otra campaña. El posible error de Plutarco tiene su
lógica, pues de todos los personajes de su época Alcibíades era uno de los más
conocidos por la posteridad, y dada su reputación no es raro que con el tiempo
le fueran adjudicando a él todas las tropelías cometidas por otros atenienses.
Aunque tampoco me atrevería a meter la mano en el fuego por su inocencia.
En ese mismo año, llegaron a Atenas emisarios de una ciudad de
Sicilia, Egesta, que estaba en guerra contra Selinunte y su aliada, la poderosa
Siracusa. A Alcibíades, después de haber visto cómo fracasaban sus ambiciosos
planes en el Peloponeso, se le encendieron los ojos. Para los griegos del
continente, y para los atenienses en particular, Sicilia era como Eldorado. Se
imaginaban que hallarían allí más riquezas de las que probablemente había y
menos resistencia de la que al final se encontraron. De esa manera, como cuenta
Plutarco:
[...] alimentaron grandes esperanzas mientras él [Alcibíades]
concebía proyectos aún mayores: en sus planes, Sicilia era el punto de partida
de la campaña, y no el final como creían los demás [...]. Alcibíades soñaba con
Cartago y Libia, tras cuya conquista se apoderaría de Italia y del Peloponeso;
y prácticamente consideraba Sicilia como la fuente de recursos para esta
guerra. A los jóvenes ya los tenía encandilados con sus esperanzas pues,
además, los viejos les contaban maravillas de aquella expedición. Hasta tal
punto se llegó que muchos se sentaban en las palestras y en sus lugares de
reunión y dibujaban el mapa de la isla y la situación de Libia y Cartago
(Alcibíades 17).
Alcibíades, por lo que se ve, tenía madera de conquistador, un
carisma similar al de Alejandro y tan pocos escrúpulos como julio César. Lás
tima para él que su ciudad no dispusiera de tantos recursos como la Macedonia
del siglo iv o la Roma del siglo i, y que además fuese una democracia en la que
las decisiones se tomaban por mayorías que podían cambiar de un día para otro.
Cuando se reunió la asamblea,
Alcibíades defendió la intervención militar en Sicilia. En aquel momento, su
prestigio volvía a encontrarse en lo más alto, pues era el mismo verano en que
sus caballos habían copado los cuatro primeros puestos en las Olimpiadas. Tras
su discurso, Alcibíades consiguió que los atenienses votaran el envío de 60
barcos. Nicias, siempre cauteloso, se opuso a aquella aventura, pero cometió un
error dialéctico al dejar un resquicio: «Contra una fuerza militar semejante
[la de Siracusa] se necesitan no una flota ni un ejército normales, sino que
deberíamos embarcar muchas tropas de infantería» (Tucídides 6, 21). Si un
político se opone a las medidas propuestas por otro, debe hacerlo frontalmente
y sin dudas: como dicen los asesores de imagen, hay que vender sólo un mensaje,
sin ambigüedades ni vacilaciones.
Alguien de la asamblea preguntó a Nicias cuántas fuerzas habría que
mandar a Sicilia. El veterano general debió pensar que, si hinchaba las cifras,
los atenienses se asustarían ante la enormidad de la empresa, de modo que habló
de más de 100 barcos, de 5.000 hoplitas y de arqueros, honderos y otras tropas
de infantería ligera en proporción similar. Para su sorpresa, los atenienses se
mostraron de acuerdo y votaron un ingente presupuesto para la campaña, 3.000
talentos de plata.Y no sólo eso, sino que eligieron a Nicias como general,
junto con Alcibíades y Lámaco, un militar al que los atenienses solían votar
por su pericia en el mando a pesar de que era un hombre relativamente pobre.
Si puede parecernos que no era un gran ejército, tengamos en cuenta
que estas cifras son reales -se han encontrado decretos grabados en piedra que
lo demuestran-, y no las fantasías habituales en los relatos de otros historiadores
de la Antigüedad. Además, que los atenienses se disponían a enviar sus barcos y
sus hombres a 800 kilómetros de distancia a vuelo de pájaro, que en la travesía
se convertían en más de 1.500. Con los frágiles barcos de la época, nadie se
arriesgaba a navegar directamente desde el Peloponeso a Sicilia, sino que
viraban hacia el norte, hasta llegar a Corcira, y desde allí cruzaban hasta el
tacón de la bota italiana.
De nuevo, como había ocurrido
con la epidemia, el imprevisto sacudió a los atenienses. En esta ocasión no se
trató del azar, sino de una acción premeditada de un pequeño grupo que quería
boicotear la expedición. Cuando la partida era inminente, a principios del
verano de 415, la ciudad de Atenas se despertó conmocionada al saber que todas
las hermas de la ciudad habían aparecido destrozadas. Dichas hermas eran
bloques cuadrangulares de piedra tallados con los rasgos del dios Hermes, y
también con penes erectos -había muchos elementos fálicos en los rituales
agrarios griegos-, y solían estar delante de las casas y los templos, como los
buzones que vemos en las barriadas de las series americanas. Los autores de
aquel desaguisado habían mutilado todo lo que sobresalía de las hermas.
Pudorosamente, Tucídides habla de los rostros, pero es fácil imaginar que los
vándalos no perdonaron lo más llamativo de aquellas toscas imágenes y las
caparon sin conmiseración ninguna.
El escándalo cundió por la ciudad, y también el desánimo, pues los
atenienses temían el castigo de los dioses y sospechaban que se trataba de un
complot oligárquico para derrocar la democracia. Por aquel entonces estaban muy
de moda en Atenas las llamadas «hetairías».11 Si la palabra recuerda a
«hetaira», «compañera», no es por casualidad, pues esas hetairías eran clubes
privados de compañeros. Sus miembros solían ser jóvenes de las familias de
clase alta que, como suele suceder en esos casos, se divertían dando escape a
sus tendencias subversivas. En el caso de Atenas, sus ansias de revolución iban
dirigidas contra el régimen imperante, que era la democracia, y lo hacían en
nombre de otro que admiraban y sin embargo desconocían, el de Esparta (si
cambiamos Esparta por la Unión soviética estalinista, podríamos encontrar
curiosos paralelos en épocas no muy lejanas). Estas hetairías también eran
conocidas como synomosías, grupos unidos por un juramento común, y parece que
llegaron a convertirse en una especie de grupos paramilitares cuyas actividades
terroristas prepararon los golpes oligárquicos que se produjeron en 411 y en
404.
Pronto las miradas recayeron sobre Alcibíades. Su conducta
licenciosa e irreverente le convertía en el sospechoso perfecto.Todo el mundo
sabía que aquel hombre no respetaba nada ni a nadie. Se decía de él que, por
una apuesta, le había pegado un puñetazo a su futuro suegro, y tam bién que le
había cortado el rabo a un perro que valía 7.000 dracmas para que los
atenienses tuvieran algo que criticarle (o el perro sabía hacer más cosas que
ése de los anuncios al que le toca la lotería, o no me creo que costara tanto).
Su esposa, Hipareta, harta de que anduviera todo el tiempo con cortesanas y las
metiera en casa, se marchó un día y presentó una petición de divorcio. Pero
cuando ella tenía que comparecer ante el arconte, Alcibíades la cogió en brazos
y se la llevó de vuelta al hogar. Conociendo al personaje y el influjo casi
demoníaco que ejercía sobre los demás, me imagino a Hipareta como en las
películas clásicas, dándole puñetacitos en el pecho y rindiéndose finalmente a
su encanto.
Por si la forma de ser de
Alcibíades no le atrajera bastantes críticos y enemigos, aparecieron
testimonios de que en su casa se habían parodiado los Misterios. Este ritual se
celebraba al final del verano en la villa de Eleusis, situada casi en la
frontera con Mégara. Mientras que los sacrificios habituales que se realizaban
al aire libre delante de los templos buscaban el bien colectivo de la polis,
los cultos mistéricos estaban destinados a conseguir la salvación personal -un
rinconcito más agradable en el deprimente Hades- y la comunión con el resto de
los iniciados.
Los Misterios de Eleusis, en concreto, eran un ritual muy antiguo
que se basaba en el mito de Deméter y su hija Core-Perséfone. Esta última había
sido raptada por su tío Hades, que no conseguía esposa de otro modo; lo cual no
suena extraño, ya que vivir bajo tierra y convertirse en soberana de los
muertos no debía resultar un plan muy atractivo para ninguna chica (todavía no
se había puesto de moda la estética gótica). Cuando Core desapareció, Deméter
se disgustó tanto que se declaró en huelga y, como era la diosa de los
cultivos, la tierra quedó estéril.
Zeus tuvo que tomar cartas en el asunto y decirle a Hades que
devolviera a la novia y se buscara otra. Pero Core había comido unas pepitas de
granada en el inframundo. Según el imaginario griego, compartir la comida o la
bebida de un sitio originaba un vínculo con dicho lugar y sus moradores -en eso
se basaban las reglas de la hospitalidad-, de modo que Core se encadenó a sí
misma al infierno al probar la granada. Para solucionar el conflicto, Zeus
ordenó que la joven diosa permaneciera una tercera parte del año con Hades y
las otras dos con su madre. Cuando Core bajaba al inframundo con el nombre de
Perséfone, «la destructora», Deméter se deprimía de nuevo y el invierno caía
sobre la tierra. Pero cuando regresaba a la tierra al principio de la
primavera, Deméter permitía que todo germinase de nuevo.
Este mito no sólo explicaba el
ciclo de los campos, sino que ofrecía a los fieles ciertas esperanzas de
resurrección, o al menos de una vida más dichosa en el más allá si renacían
como lo hacía todos los años la diosa Core, eternamente joven. Los Misterios se
celebraban en dos fases, la primera en invierno, dedicada a Perséfone, y la
segunda entre agosto y septiembre. Esta última era conocida como los Misterios
Mayores, y en ella los participantes peregrinaban al santuario de Eleusis.
Algunos de los rituales que celebraban son más o menos conocidos, como cuando
al grito de «¡iniciados al mar!» se lanzaban al agua, cada uno con un cochinillo
que después sacrificaba.' Pero de lo que ocurría en el edificio conocido como
Telesterión no se conoce gran cosa, pues estaba castigado con la muerte revelar
los Misterios. Los griegos debían tomarse muy en serio este ritual: a pesar de
que se celebró durante siglos, y de que participaron en él miles de personas
-incluso los extranjeros y los esclavos podían iniciarse en Eleusis-, lo único
que se sabe es que se dividía en «lo dicho», «lo hecho» y «lo revelado».
Con tanto respeto por los Misterios, es comprensible que los
atenienses se enfurecieran con Alcibíades por parodiarlos en su casa. No se
sabe si tuvo algo que ver con todos estos hechos sacrilegos. Mi opinión es que
no se hallaba involucrado en la mutilación de las hermas, pues no podía cobijar
interés ninguno en gafar la expedición de la que él mismo era general. En
cuanto a la parodia de los Misterios, es posible que hubiese algo de verdad en
ello, que Alcibíades y ciertos amigos los hubiesen celebrado a su manera como
una especie de secta satánica de la época. Si en verdad ocurrió así, el asunto
salió a la luz en el momento más inoportuno.
Alcibíades dijo que, si los ciudadanos sospechaban de él, lo mejor
era que lo juzgaran cuanto antes o le quitaran el mando de la expedición. Pero
la asamblea se negó, y la espléndida flota partió en el día señalado dirigida
por sus tres generales.
Mientras la armada costeaba Grecia y se dirigía a Corcira para
cruzar hasta Italia, en Atenas empezaron a salir pruebas contra Alcibíades
hasta de debajo de las setas. Era obvio que tenía enemigos poderosos en la
ciudad, aunque no es fácil saber quiénes eran: quizá los oligarcas se
coaligaron con algunos demagogos radicales que sentían envidia por la
influencia que Alcibíades tenía ante el pueblo. Se desató una especie de
histeria colectiva, con acusados que delataban a otros para conseguir
impunidad, mientras el nombre de Alcibíades sonaba por todas partes.
Entretanto, la flota llegó por
fin a Sicilia. Pronto empezaron las discrepancias entre los tres generales.
Lámaco proponía atacar directamente Siracusa, la ciudad más poderosa de la
isla, pero Nicias, con su prudencia habitual, se oponía. El plan de Alcibíades
era atraerse primero a otras ciudades de Sicilia y después marchar contra
Siracusa. Sin embargo, sus negociaciones no alcanzaron demasiado éxito, y sólo
una polis, la de Naxos, se sumó a Atenas.
En estas indecisiones andaban los generales cuando apareció la
Salaminia, una de las naves oficiales de Atenas. El recado que traía la veloz
Salaminia era que Alcibíades y otros soldados implicados en la celebración de
los Misterios debían presentarse en la ciudad para ser juzgados. Pero los
funcionarios no se atrevieron a detenerlo por la fuerza, pues en el ejército
expedicionario había muchos partidarios de Alcibíades, sobre todo entre los
aliados de Argos y Mantinea, y temían que desertaran si veían maltratado a su
líder natural. De modo que se permitió que los acusados siguieran a la
Salaminia en su propia nave. Al llegar al puerto de Turios, en el sur de
Italia, Alcibíades y los demás desembarcaron y se escondieron, algo que era
lógico esperar conociendo al personaje. No creo que se tratara de una confesión
de culpabilidad, sino de pura previsión. Alcibíades sabía de sobra cómo habían
acabado antes otros generales, y él ni siquiera podía defenderse ante el pueblo
alardeando de triunfos como los de Milcíades o Temístocles, pues todavía no los
había obtenido.
Cuando los funcionarios de la Salaminia se aburrieron de esperar,
regresaron a Atenas. Allí se celebró el juicio, y el jurado condenó a muerte a
Alcibíades en ausencia. Cuando le llegó la noticia, declaró: «Pues les voy a
demostrar que sigo vivo» .Y sin duda lo hizo, pues cruzó al Peloponeso y, tras
una estancia en Argos, se dirigió a la mismísima Esparta, donde ofreció sus
servicios al enemigo como asesor militar. Aunque entendemos que Alcibíades
estuviera resentido, podría haber hecho como Tucídides, que aprovechó su
destierro para escribir un libro. Pero se ve que él era más hombre de acción que
de estudio, por desgracia para sus compatriotas.
La expedición se quedó en
Sicilia sin su principal promotor, como pasó con aquel célebre capitán Araña
que los embarcó a todos y se quedó en tierra. En invierno, los atenienses
atacaron por fin la ciudad de Siracusa. Tras un primer asalto, la asediaron y
empezaron a construir murallas para aislarla del resto de la isla, mientras que
la flota bloqueaba el puerto. Los siracusanos intentaron varias salidas para
romper el cerco, siempre en vano, aunque en una de ellas mataron al general
Lámaco. El dubitativo Nicias quedó, por tanto, como jefe supremo de la
expedición. Para colmo, sufría de cólicos renales que no le ayudaban
precisamente a desempeñar con acierto su función.
Fuera por consejo de Alcibíades o por decisión propia, los
espartanos enviaron a Siracusa un asesor militar llamado Gilipo (sus padres no
podían saber que su nombre daría lugar a chistes fáciles en español). El tal
Gilipo logró burlar el bloqueo y colarse con refuerzos en la ciudad. Después, hizo
construir un muro perpendicular a las fortificaciones de los atenienses, con lo
que impidió que éstos concluyeran el perímetro de bloqueo. La situación
empezaba a ponerse fea para los sitiadores.
En la metrópolis, las cosas no iban mejor. También por consejo de
Alcibíades, los espartanos rompieron la presunta tregua y ocuparon de forma
permanente el fuerte de Decelia, al norte de Atenas. Desde ese momento, ya no
pudieron llegar más provisiones a la ciudad desde la costa de Eubea, la amenaza
sobre los campos del Ática se hizo permanente y en las minas del Laurión se
produjeron fugas masivas de esclavos que huían a Decelia. Durante un tiempo, ni
siquiera fue posible celebrar la peregrinación anual a Eleusis, sino que los
iniciados en los Misterios debían viajar por mar hasta el santuario.
Los atenienses decidieron que había que rematar la campaña de
Sicilia. Para ello, eligieron como general a Demóstenes, el mismo que había
conseguido vencer a los espartanos en la isla de Esfacteria, y le asignaron más
de 70 barcos con 5.000 hoplitas y tropas ligeras. Llegó a Siracusa en el verano
de 413, y con su iniciativa habitual decidió pasar a la ofensiva cuanto antes.
Por desgracia, se le ocurrió la desafortunada idea de lanzar un ataque
nocturno. Las maniobras de noche, como ya comentamos en la batalla de Platea,
no eran la especialidad de los griegos. Aquello acabó en desastre, con soldados
atenienses matándose entre ellos y otros despeñándose por las Epípolas -las
alturas que dominaban Siracusa por el nortemientras los jinetes sicilianos les
daban caza.
La situación del ejército
ateniense empezaba a ser desesperada, pues de sitiados habían pasado a
sitiadores, hacinados en la bahía contigua a Siracusa. Como no tenían sitio ni
tiempo para secar los barcos, sus trirremes pesaban cada vez más debido al agua
que impregnaba la madera y empezaban a pudrirse. Demóstenes sugirió que
reconocieran la derrota y abandonaran la isla, pero Nicias, indeciso como
siempre, postergó la evacuación (parece que influyó en ello el eclipse de luna
del 23 de agosto, pues Nicias era extremadamente supersticioso).
Cuando quisieron darse cuenta, los sitiadores se vieron también
cercados en la bahía por la flota de los siracusanos y aliados. Los atenienses
trataron de romper el bloqueo con 110 trirremes; los demás no tenían remos, lo
que indica el lamentable estado en que se encontraba el ejército de Nicias. En
otras batallas similares los atenienses habían demostrado su superioridad en el
mar. Pero ahora muchos de sus barcos no se hallaban en condiciones de navegar,
y además el reducido espacio de la ensenada favorecía a sus enemigos. En cierto
modo, se toparon con su propia Salamina,13 y tuvieron que luchar como menos les
gustaba, a la «antigua usanza».
Tras perder 50 barcos y muchísimos hombres, los atenienses se dieron
cuenta de que por mar no podían salir de allí. Con nuevos retrasos, Nicias y
Demóstenes decidieron intentar la huida por tierra y dirigirse a la ciudad de
Camarina. Dejaron atrás a los heridos y enfermos, lo que da muestras de lo baja
que andaba su moral, y emprendieron la retirada. Durante días sufrieron el
acoso de los enemigos, que contaban con una magnífica caballería.14 Primero
fueron capturados Demóstenes y sus hombres. Después, cuando la vanguardia
ateniense mandada por Nicias llegó a las orillas del río Asinaro, las tropas de
Gilipo cayeron sobre ellos. La escena que nos describe Tucídides es
escalofriante. Mientras los atenienses, atormentados por la sed, se
apelotonaban en el agua para beber, los siracusanos les disparaban flechas
desde la otra orilla y los espartanos se dedicaban a de gollarlos.Aun así, los
atenienses seguían bebiendo el agua enlodada y ensangrentada, y ni se
molestaban en defenderse.
Los siracusanos no tuvieron la
menor compasión de aquellos hombres que los habían asediado casi dos años. A
Nicias y Demóstenes los ajusticiaron pese a la intercesión del espartano
Gilipo. En cuanto a los demás, los hacinaron en unas canteras de piedra, las
llamadas Latomías. Allí los retuvieron más de dos meses en condiciones
infrahumanas, repartiéndoles una ración de agua y comida muy inferior a la que
los atenienses habían consentido para los espartanos cercados en Esfacteria. A
los que sobrevivieron pasado ese tiempo los vendieron como esclavos tras
marcarles la frente con hierros candentes; salvo a los atenienses, a los que
dejaron allí. Se cuenta que tan sólo aquellos que sabían recitar pasajes de
Eurípides obtuvieron algo de clemencia, pues en Sicilia existía una gran
afición por sus obras. Es posible que algunos atenienses se arrepintieran de no
haber prestado suficiente atención a aquél cuando tuvieron ocasión.
El desastre costó a Atenas y sus aliados 200 barcos y cerca de
40.000 bajas entre muertos, esclavizados y desaparecidos. No es fácil precisar
cuántos atenienses murieron. Si los refuerzos que llegaron con Demóstenes
mantenían la misma proporción que la primera expedición, pudieron perder a unos
3.000 hoplitas y a muchos remeros más. La ciudad, que se había recobrado poco a
poco tras la gran epidemia, había vuelto a sufrir otro golpe terrible, y su
tesoro se hallaba casi vacío. Cualquier otro estado habría abandonado la
guerra, pero Atenas todavía combatió nueve años más.
LA GUERRA EN EL EGEO
Uno de los causantes de los males atenienses se encontraba en Esparta.
Para sorpresa de todo el mundo, Alcibíades, aquel dandi ateniense acostumbrado
al lujo más refinado, se adaptó de maravilla a la vida lacedemonia: se dejó el
pelo largo, comía áspero pan de cebada mojado en caldo negro y se bañaba con
agua fría. Aunque tal vez se ha exagerado la importancia militar de los
consejos que dio a los espartanos, es obvio que su presencia entre ellos no
benefició en nada a Atenas.
Pero Alcibíades no pudo seguir
mucho tiempo en Esparta. Como cuenta Plutarco, le convenía el dicho de «es la
misma mujer de antes» o, como diríamos nosotros, «la cabra tira al monte».
Haciendo gala de su atractivo fisico y su labia, consiguió seducir nada menos
que a Timea, la esposa del rey Agis. Ésta quedó embarazada y dio a luz a un
niño llamado Leotíquidas. Pero se cuenta que en privado lo llamaba Alcibíades,
mientras éste presumía ante los más íntimos de que no se había acostado con
Timea por vicio, sino por prestar sus estupendos genes -o término equivalente
de la época- a la casa real de los Euripóntidas. Si ésa era su intención, no lo
consiguió. Leotíquidas nunca llegó a reinar, ya que su presunto padre no lo
reconoció como hijo.Agis llevaba más de diez meses sin acostarse con su esposa
por culpa de un terremoto que lo había hecho saltar de su cama -qué excusas más
peregrinas buscan algunos para no cumplir sus deberes conyugales-, así que
cuando le enseñaron al bebé no le salieron las cuentas (Plutarco, Alcibíades
23).
Por más liberales que fueran los espartanos con sus esposas, aquello
fue demasiado para Agis, quien dio órdenes de que asesinaran a Alcibíades. Éste
se hallaba en Jonia, rindiendo un nuevo servicio a su patria: había convencido
a los espartanos de que debían volcarse en la guerra marítima para derrotar de
una vez a Atenas, y él en persona se dedicaba a organizar revueltas entre los
integrantes de la Liga de Delos. De este modo, miembros tan importantes como
Mileto y Rodas desertaron de la alianza. Pero, cuando Alcibíades supo que Agis
lo miraba con tan malos ojos, abandonó a los espartanos y se refugió con
Tisafernes, el sátrapa de Sardes.
Tisafernes y el otro gobernador persa de Asia Menor, Farnabazo, ya
se habían puesto en contacto con los espartanos. Éstos, con tal de ganarles la
guerra a los atenienses, aceptaron no interferir más en la política Aqueménida
en la costa oriental del Egeo. En resumen, a cambio del oro persa Esparta
vendió a los griegos de Asia Menor. Pero enseguida empezó a cobrar réditos por
su traición: gracias a los fondos del Gran Rey -que era por aquel entonces
Darío II-, los espartanos pudieron pagar más a los remeros de su flota que los
atenienses, así que pronto consiguieron equipar barcos suficientes para
proseguir la guerra en el mar.
A los atenienses les iban muy
mal las cosas. En Sicilia no sólo habían perdido vidas y barcos, sino también
montañas de dinero. Por consejo de Pericles, al principio de la guerra habían
reservado un fondo de 1.000 talentos para emergencias extraordinarias. Ahora
recurrieron a ese dinero, así como a fundir estatuas de oro para financiar la
guerra.
Lo sorprendente es que Atenas aguantó. La comparación que hace en
este punto el historiador ruso Vassili Struve se antoja muy oportuna. En el año
425, bastó que poco más de 200 ciudadanos espartanos quedaran cercados en la
isla de Esfacteria para que su ciudad ofreciera la paz. En cambio, la
democracia ateniense, después del desastre sufrido en Sicilia, aún tuvo el
coraje para seguir luchando contra Esparta, la Liga del Peloponeso, los aliados
que se rebelaban y la poderosa Persia (Struve, 1984, tomo 2, p. 126).
Fue en aquellos años cuando Aristófanes escribió Lisístrata. En esta
obra, las mujeres de toda Grecia se declaran en huelga sexual para que sus
maridos firmen la paz. En Lisístrata, que por otra parte es muy divertida e
increíblemente obscena, se ha visto a menudo una obra feminista y pacifista, y
por tanto, siguiendo con la rima, progresista. Es lícito que Aristófanes
defendiera la paz, sin duda y no entraré ahora en la polémica de si era más o
menos reaccionario, pues, como buen cómico, disparaba contra todo lo que se
movía. Pero tampoco debemos señalar con el dedo a los atenienses por no hacer
caso a sus proclamas. La única paz posible en aquel momento habría sido la paz
persa y espartana: oligarquías en las ciudades de Grecia, y sometimiento al
Gran Rey en las de Asia Menor. Los atenienses, a veces crueles y siempre
testarudos, no se habían rendido a Jerjes ni se rendirían ahora ante todos los
enemigos que los rodeaban.
Al menos, mientras les quedaran barcos.
En el año 411, la flota ateniense se estableció en la isla de Samos,
desde donde podía controlar mejor la situación en la costa de Jonia.Alcibíades
mandó un mensaje a sus oficiales, ofreciéndoles la alianza de Tisafernes, con
quien aseguraba tener una magnífica relación. A cambio, dichos oficiales
deberían promover un golpe en Atenas, pues estaba dispuesto a regresar con una
oligarquía, pero nunca bajo un régimen de «vileza ni de democracia» como el que
lo había desterrado (Tucídides 8, 47).
Tras una serie de complicadísimas intrigas en las que Alcibíades
debía sentirse como pez en el agua, un oficial llamado Pisandro partió de Samos
para llevar su propuesta. Mientras éste llegaba a la ciudad, los partidarios de
la oligarquía, apoyados por las hetairías secretas, desataron el terror
aprovechando que buena parte de los elementos más democráticos de Atenas, los
tetes, se hallaban con la flota en Samos.
El relato de Tucídides es
revelador: si alguien se oponía a los oligarcas, moría «de cualquier forma
adecuada» sin que nadie buscara a los autores del crimen. La ley del silencio
se apoderó de la ciudad, y «todos los miembros de la facción del pueblo se
relacionaban entre sí con sospecha» (8, 66).Valerio Manfredi ha comparado esta
situación con la que impone la mafia en el sur de Italia, y el periodista
estadounidense 1. E Stone con los batallones de la muerte de Sudamérica.15 Se
me ocurren otros ejemplos más cercanos para la ley del silencio y el terror que
instauraron los oligarcas, como la que practican ETA y su entorno.
En este clima, le fue fácil a Pisandro llevar a cabo sus planes. El
consejo fue abolido y se suprimieron las dietas que había aprobado Temístocles.
Un nuevo consejo llamado «de los Cuatrocientos» tomó el poder.
Pero los miembros de la flota fondeada en Samos no aceptaron al
nuevo régimen y se proclamaron a sí mismos defensores de la democracia. En
aquel momento, Atenas tenía dos gobiernos paralelos: el oligárquico en la
ciudad y el democrático en Samos.Y quien proseguía la guerra era este último.
Por eso los espartanos no se molestaron en pactar con los oligarcas, ya que
sabían que en aquel momento el verdadero poder de Atenas se hallaba en Samos,
con su flota.
A pesar de todo, la ayuda persa prometida por Alcibíades no se
materializó, pues Tisafernes siguió entregando dinero a los espartanos. Pero
eso no arredró a Alcibíades: después de haber promovido el golpe oligárquico,
ahora ofreció sus servicios a los demócratas de Samos. Éstos aceptaron, lo
nombraron general y le pidieron que los llevase a Atenas para aplastar a los
oligarcas. Con buen criterio,Alcibíades calmó los ánimos para evitar una guerra
civil. El consejo de los Cuatrocientos estaba haciendo tan mal las cosas en la
ciudad que pronto perdió apoyos, y tras un paréntesis de oligarquía moderada,
la democracia se restauró.
En el Egeo, una vez conseguido el mando de la flota, Alcibíades pudo
por fin demostrar su valía.A estas alturas tenía unos cuarenta años y todavía
no había realizado hazañas de consideración como militar, pues ni en Mantinea
ni en Sicilia, las empresas promovidas por él, se le había permitido dirigir a
las tropas. Ahora Alcibíades empezó a derrotar a las flotas enemigas una y otra
vez. En 410 logró vencer a los espartanos y a sus aliados en Cízico y
reconquistó la ciudad. Después, en 408, recuperó Bizancio, con lo que aseguró
de nuevo la región de los estrechos y el suministro de trigo para Atenas. Sin
embargo, la situación seguía siendo complicada para los atenienses, sobre todo
en lo económico: después de cada victoria, la flota debía separarse por
escuadras para recaudar dinero por las buenas o por las malas, pues había que
pagar a los remeros.
Poco después de la toma de
Bizancio,Alcibíades se decidió por fin a regresar a su patria, lo que levantó
la moral de los atenienses, que hacía tiempo que no recibían a una armada
victoriosa. Según Plutarco, entre barcos apresados al enemigo y mascarones
arrancados a los trirremes que había echado a pique, traía nada menos que 200.
El pueblo perdonó a Alcibíades y Alcibíades perdonó al pueblo. Lo nombraron
general plenipotenciario y le restituyeron su hacienda. Para demostrar que
había cambiado -a quien se lo quisiera creer, claro está-, Alcibíades decidió
que ese año la peregrinación a Eleusis volvería a celebrarse por tierra. Él
mismo escoltó a los iniciados con tropas de infantería, y el ritual de los
Misterios recobró su antiguo esplendor. De este modo, compensaba a Deméter y
Core por la parodia que, presuntamente, se había celebrado en su casa.
Pero en el otro bando habían aparecido dos nuevos enemigos, ambos de
temer. Por un lado, llegó a las costas de Jonia el hijo menor de Darío, Ciro el
joven, al que su padre había concedido autoridad sobre toda la región. O al
menos eso contaba él: Ciro era un aventurero al que le gustaba actuar por su
cuenta.` Traía 500 talentos en efectivo y la promesa de más dinero para pagar a
los remeros de Esparta y sus aliados.
El otro personaje era Lisandro, recién nombrado navarca o almirante
de la flota espartana. Ni era rey ni pertenecía al reducido círculo de familias
selectas que dominaban la ciudad, sino que había ascendido por sus propios
méritos. Era, rápido para decidir y actuar, buen diplomático y, sobre todo,
implacable. Pronto se convirtió en amigo personal de Ciro y, gracias a sus
fondos, pudo subir la paga de los remeros de tres a cuatro óbolos. ¿Competencia
desleal o ley de mercado? Como fuere, muchos remeros bien adiestrados que hasta
entonces habían servido en la flota ateniense se pasaron al enemigo. Por
primera vez en la guerra, los lacedemonios se encontraron con una armada digna
de tal nombre y preparada para enfrentarse en paridad de condiciones con la
ateniense.Y algo mucho mejor para ellos: los que remaban en aquellos barcos ni
siquiera eran espartanos de verdad, tan sólo carne de espolón.
En cambio,Alcibíades pasaba
apuros para recaudar los tres óbolos que seguía pagando Atenas. En la primavera
del año 406 la flota ateniense se hallaba de nuevo junto a las costas de Jonia,
dispuesta a reanudar las operaciones. Pero Alcibíades tuvo que abandonarla
momentáneamente para navegar a Caria y recolectar dinero. Dejó el grueso de la
flota griega al mando de un tal Antíoco (de quien decían que era su compañero
habitual de juergas), no sin darle instrucciones de que no se le ocurriera
entrar en combate. Pero el deseo de emular a su amigo y conseguir gloria se
apoderó de Antíoco, que retó a la flota de Lisandro, anclada en Éfeso. En la
batalla que se libró en Notio, muy cerca de allí, Lisandro hundió o capturó 15
trirremes, y Antíoco pereció.
Los abundantes enemigos que Alcibíades tenía en Atenas aprovecharon
este fracaso para echarle la culpa. La misma asamblea que había concedido
plenos poderes a Alcibíades no se los renovó, y ni siquiera lo eligió entre los
diez generales. Frustrado, y también temeroso de que volvieran a llevarlo a
juicio por cualquier causa, Alcibíades abandonó la flota y se dirigió a la zona
europea de los Dardanelos, donde poseía varios castillos.Aún volveremos a
encontrarlo en una última aparición.
Los atenienses todavía conservaban posibilidades de ganar la guerra
o, al menos, de conseguir una paz honrosa. Para el año siguiente, los éforos
sustituyeron a Lisandro por Calicrátidas, un almirante de ideas más
tradicionales. Aun así, al principio demostró su valía al bloquear a la flota
ateniense en la ciudad de Mitilene, en Lesbos. Pero el general cercado en el
puerto, Conón, consiguió pedir refuerzos a Atenas gracias a una nave que burló
el bloqueo.
La asamblea decidió realizar un esfuerzo extraordinario. No se
trataba sólo de rescatar los 40 barcos que todavía conservaba Conón (había
perdido 30, aunque sus tripulaciones se habían salvado), sino también de
mantener Lesbos, una base estratégica vital. Pero las mejores tripulaciones
estaban en Mitilene, encerradas en el puerto junto con Conón, el más capacitado
de los almirantes atenienses. La situación era tan desesperada que, como cuenta
Jenofonte," se llegó al extremo de reclutar a esclavos que automáticamente
obtuvieron la libertad y la ciudadanía por servir a Atenas. Además, entre los
ciudadanos no sólo había tetes, sino también miembros de la clase hoplítica:
los triacosiomedimnos o caballeros, como queramos llamarlos, se tragaron su
orgullo y se sentaron en las sentinas de los trirremes con un taparrabos y un
cojín engrasado (que aun así, no impediría que a sus traseros, poco
acostumbrados al roce del banco, les salieran ampollas).
Los astilleros funcionaron a
toda velocidad construyendo y reparando barcos, que se pagaron recurriendo a medidas
de emergencia, como fundir las estatuas de la diosa Nike que había en la
Acrópolis para convertirlas en monedas. De este modo consiguieron reunir una
flota de 110 trirremes. Para demostrar la importancia que se concedía a esta
expedición, la asamblea le asignó nada menos que ocho generales. La armada se
dirigió a Lesbos, y por el camino se sumaron a ella más barcos aliados, hasta
llegar a un total de 150 naves.
Al saber que venía una flota de socorro, Calicrátidas zarpó a su
encuentro con 120 barcos y dejó a los demás bloqueando a Conón. El encuentro se
produjo cerca de las Arginusas, tres pequeñas islas situadas cerca de Lesbos.
Según Jenofonte, las naves espartanas eran más rápidas. Esto suponía una
novedad, pero en los trirremes atenienses faltaban bastantes remeros y muchos
de los que había carecían de experiencia. Además, algunas naves ya habían
pasado de largo la edad de la jubilación y otras se habían construido de forma
apresurada.
Así, en julio del año 406, se libró la mayor batalla naval entre
griegos de la historia. Pese a que lo tenían todo en contra salvo el número, la
victoria de los atenienses fue espectacular. Perdieron 25 naves, una cifra
considerable, pero a cambio echaron a pique a 70.Todo eso habla de un combate
increíblemente violento, que parecía dejar claro de una vez por todas quién
mandaba en el mar.
Atenas había demostrado estár a la altura de las circunstancias,
pero enseguida lo echó todo a perder. ¿Cuál fue el problema?
Como señala Victor Hanson (2005, p. 235 y ss.), la guerra naval
resultaba mucho más brutal y mortífera que la terrestre. Los porcentajes de
muertes en los ejércitos de hoplitas eran limitados, y las bajas se contaban
por decenas o centenares. Pero en las grandes naumaquias había que sumar un
cero más, pues se llegaba a miles de muertos.
Las batallas navales se
libraban cerca de la costa, como había ocurrido en Salamina, en el puerto de
Siracusa o en las Arginusas, que estaban protegidas entre Lesbos y el litoral
de Jonia. Se hacía así porque las complicadas maniobras que llevaban a cabo los
trirremes, e incluso el esfuerzo de coordinar las paladas de tres filas de
remos, se volvían imposibles en cuanto el mar se picaba un poco. Debido a esto,
los tripulantes de los barcos que zozobraban podían llegar a nado a la costa.
Al menos en teoría.
Pero en la práctica había muchas posibilidades de morir antes. Los
infantes de cubierta, si habían sobrevivido a las flechas, piedras y jabalinas
del enemigo, tenían que librarse cuanto antes de sus armas defensivas para que
no los arrastraran al fondo como un yunque. Es de suponer que estaban
entrenados, por la cuenta que les traía, para despojarse de la coraza y las
grebas -si es que las llevaban- a toda velocidad y, por supuesto, arrojar el
escudo. Los marineros de cubierta eran quienes más fácil tenían saltar al agua
y alejarse nadando. Después, los remeros de la primera fila, los tranitas,
intentarían salir por las puertas de la bodega o incluso por las aberturas del
pescante en el que remaban... si es que no las habían cubierto con pantallas de
cuero para que el agua no les salpicara y para protegerse de los proyectiles
enemigos. En cuanto al destino de las dos filas inferiores de remeros que se
sentaban en las tripas del barco, imaginemos el caos que se organizaría allí
después de la brutal embestida de un espolón enemigo. Mientras el agua entraba
a chorros, los infortunados talamitas tratarían de salir de allí entre los
cuerpos de sus compañeros, los pies de los hipozigitas que se sentaban sobre
ellos, los mangos de los remos y las vigas que cruzaban la bodega. Me temo que
muchos barcos se convertían rápidamente en ataúdes flotantes.
Los que lograban salir de la nave se agarraban a remos, maderos, o
se acercaban al mismo casco del trirreme, semisumergido, para aferrarse y
aguardar el rescate, ya que no todo el mundo tenía las fuerzas necesarias para
nadar mil metros o más hasta la orilla. Ahora bien, si los barcos que pasaban
cerca eran enemigos, la situación de los náufragos se complicaba. A algunos los
rescataban para venderlos como esclavos, pero lo más nor mal era dispararles
flechas, ensartarlos con lanzas como si fueran atunes o abrirles la cabeza con
los remos. Incluso los que sobrevivían nadando tenían que hacerlo en la
dirección correcta: si llegaban a una playa dominada por el enemigo, desnudos e
inermes, eran presa fácil para los hoplitas que aguardaban en la orilla.
En el caso de las Arginusas,
13 barcos atenienses se perdieron sin esperanza de rescate. Pero había otros 12
cuyos supervivientes, aferrados a los pecios, podían concebir esperanzas de que
los rescataran, ya que su flota había ganado la batalla. Los generales
encargaron a dos trierarcas que también habían sido strategoí en años
anteriores, Trasibulo yTerámenes, que organizaran la recogida de los náufragos
con 47 barcos: había cuatro por cada nave siniestrada, lo que habría sido más
que suficiente. Mientras, los demás se dirigieron a Mitilene para rematar a la
flota espartana anclada allí.
Pero en aquel momento se levantó una tempestad, como había ocurrido
la noche anterior (aquel año debió salir un verano de esos que tanto temen
nuestros hosteleros). Los barcos que iban a combatir a Mitilene se vieron
obligados a refugiarse en la costa y, lo que fue mucho peor, los que habían de
recoger a los náufragos también. En teoría, podrían haber muerto hasta 5.000
personas, pero es más razonable reducir la cifra a 3.000, pues las naves no
debían de llevar sus dotaciones al completo y además algunos náufragos se
salvaron.
Pese a las bajas, la flota había conseguido un gran triunfo, el
mayor de toda la Guerra del Peloponeso. Atenas había vuelto a vencer en
circunstancias extremas. Después de las Arginusas, las pérdidas de barcos de
los espartanos y sus aliados en los últimos años se acercaban a los 300
trirremes. Sin embargo, había una diferencia: gracias al oro persa, Esparta
podía seguir construyendo barcos y contratando tripulaciones a las que ofrecía
mejor paga. Por el contrario, en el momento en que Atenas sufriera un revés de
consideración estaría perdida, pues andaba jugando al límite de sus fuerzas.
Y sin embargo siguió malgastando sus recursos humanos. Con su mando
colectivo -un hecho sin precedentes- los ocho generales consiguieron para
Atenas una victoria espectacular. Pero, cuando la flota regresó a Atenas, se
acusó a esos mismos generales de haber abandonado a los náufragos y de no haber
recogido a los muertos para darles un entie rro apropiado. Dos de los strategoí
ni siquiera aparecieron por Atenas, temiéndose lo peor. A los otros seis se los
juzgó en una asamblea más tumultuosa que las de algunos clubes de fútbol. Allí
incluso apareció un superviviente que se había salvado en un tonel de harina y
acusó a los generales de negligencia.
Algunos oradores se levantaron
para decir que era ilegal juzgar en bloque a los seis generales, pues había que
hacerlo de forma individual. Tampoco parecía muy regular el procedimiento de
voto, ya que se habían plantado dos urnas a la vista, una para la condena y
otra para la absolución. ¿Dónde estaba el voto secreto?, preguntaron aquellos
oradores. Pero los ánimos se hallaban tan caldeados que un tal Licisco propuso
que quienes se oponían al juicio colectivo también fueran juzgados y la
asamblea apoyó a voces su moción, con lo cual los pocos que se oponían a
aquella arbitrariedad se echaron atrás. Entre los miembros de la pritanía, la
comisión permanente que presidía la asamblea, también se amilanaron todos salvo
uno. Sócrates, que ya tenía por aquel entonces más de sesenta años, se levantó,
dijo que se negaba a cometer un acto ilegal y se marchó a casa. Aquel día sus
admiradores lo admiraron más, pero a cambio sus enemigos también lo
aborrecieron más.
Los generales fueron condenados y ejecutados. Entre ellos se hallaba
Pericles, hijo de Aspasia, al que los atenienses habían concedido la ciudadanía
pese a ser hijo de una extranjera. Poco después, los atenienses se
arrepintieron de lo que habían hecho con los generales de las Arginusas, y el
principal responsable de aquella caza de brujas, un tal Calíxeno, acabó
muriendo de hambre, rechazado por todos sus conciudadanos.
UN FINAL POCO GLORIOSO
Tras las Arginusas, los espartanos volvieron a ofrecer la paz a los
atenienses, que la rechazaron. Antes de acusarles de nuevo por testarudos, me
apresuro a añadir que la única fuente es un pasaje de La constitución deAtenas
de Aristóteles. Aunque ciertos expertos creen que esta oferta existió (Kagan,
1991, p. 377), yo albergo dudas. En cualquier caso, la guerra prosiguió.
El año siguiente las
operaciones navales se centraron en el Helesponto. Los espartanos, que habían
entrado en razón, volvieron a concederle el mando de la flota al eficaz
Lisandro, aunque de modo extraoficial, pues la ley no permitía ser navarca dos
veces a la misma persona. Lisandro sitió la ciudad de Lámpsaco, en la orilla
asiática del estrecho de los Dardanelos. Los atenienses enviaron el grueso de
su flota, 180 barcos, para recordarle que eran ellos quienes volvían a mandar
en los mares. El lugar donde vararon su armada se llamaba Egospótamos, «el río
de la cabra». Nombre de infausto recuerdo a partir de entonces.
Cada día, los barcos atenienses cruzaban el estrecho, se plantaban a
poca distancia de la orilla asiática y desafiaban a combatir a Lisandro. Éste
no aceptaba y mantenía sus trirremes en el puerto, al mismo tiempo que sujetaba
a sus hombres con una disciplina férrea: todas las tripulaciones permanecían en
sus puestos, con los hoplitas armados en cubierta y los remeros sentados en las
bodegas. Incluso ordenó mantener las pantallas de cuero que cerraban las
aberturas del pescante, de modo que el interior de aquellos barcos inmóviles
debía convertirse en una sauna bajo el sol de septiembre.Y así pasaban horas y
horas.
En cambio, cuando los atenienses volvían a Egospótamos, que no era
más que una playa muy larga, varaban las naves en la arena y la mayoría de las
tripulaciones se dispersaban, pues para buscar comida y agua potable tenían que
ir a Sestos, a unos 20 kilómetros de allí. Egospótamos no era un buen sitio
para la flota, y así lo señaló Alcibíades, que se acercó a caballo desde una de
las fortalezas que tenía en la costa tracia. «Será mejor que os trasladéis a
Sestos», les dijo a los generales. Ellos lo despidieron con cajas destempladas,
y aquí nos despedimos nosotros también de Alcibíades, que no vuelve a
intervenir en esta historia.''
Puede disculparse a los generales atenienses por empeñarse en seguir
en Egospótamos, puesto que así controlaban de cerca los movimientos de
Lisandro. El problema fue que se confiaron y relajaron cada vez más la
disciplina.
Al quinto día, los atenienses, después de las bravatas habituales
para provocar a la flota espartana, volvieron a varar los barcos en la orilla y
se dispersaron de nuevo para buscarse las habichuelas. Lisandro, que todos los
días enviaba tras ellos naves rápidas para que le informaran de los mo
vimientos de los atenienses, ordenó a su flota zarpar y cruzó el estrecho en un
suspiro para abalanzarse sobre los trirremes encallados. El general ateniense
Conón logró equipar 9 barcos a tiempo y huir con ellos. Los demás, tras un
breve combate en la orilla, cayeron en manos de los espartanos: 170 trirremes,
prácticamente toda la flota ateniense. Un triste final para la armada que había
dominado los mares desde la gran victoria de Salamina.
Lisandro perdonó la vida a las
tripulaciones aliadas y a los esclavos, pero fue implacable con los prisioneros
atenienses, de los que ejecutó casi a 4.000. Después, con una gran flota que
sumaba más de 200 trirremes entre los barcos espartanos y otros capturados a
los atenienses, fue barriendo el Egeo. Allá por donde pasaba, Lisandro
instauraba oligarquías y eliminaba fisicamente a los elementos democráticos. En
cuanto a los soldados atenienses que se encontraba de guarnición en las ciudades
y las islas, los dejaba escapar, pero arreándolos hacia Atenas como un pastor
hace con sus ovejas. Su intención era que todos se congregaran en la ciudad,
para rendirla lo antes posible por hambre.
El general superviviente, Conón, había enviado a la Páralos, otra de
las naves oficiales del Estado, para que llevara la noticia a la ciudad. «En
Atenas se anunció la desgracia de noche al llegar la Páralos. Un gran gemido
corrió desde el Pireo y subió hasta la ciudad por los Muros Largos, pues unos
se lo comunicaban a otros. Nadie durmió esa noche, pues no lloraban sólo a los
que habían perdido, sino que lo hacían sobre todo por sí mismos, pensando que
iban a sufrir el mismo destino que ellos habían hecho sufrir a los de Melos,
que eran colonos de los espartanos, después de derrotarlos en el asedio, y
también a los de Histiea, Escíone, Torone y Egina, y a muchos otros griegos»
(Jenofonte, Helénicas 2, 2, 3).
La ciudad sufrió el asedio por mar de Lisandro y por tierra de los
dos reyes juntos, Agis y Pausanias. Los lobos olían ya la sangre de su presa.
Como se temían los atenienses, Corinto y Tebas pidieron que la ciudad fuera
arrasada y que se ejecutara o vendiera como esclavos a todos sus habitantes.
Por la forma de ser que había demostrado Lisandro, sospecho que se mostró de
acuerdo con aquella atrocidad. Pero los demás espartanos se negaron, recordando
el juramento que habían hecho antes de la batalla de Platea: «Jamás destruiré
Atenas, Esparta, Platea ni ciudad alguna que haya luchado entre nuestros
aliados, ni consentiré que se les haga pasar hambre ni se les corte el agua,
estemos en guerra o seamos amigos». Platea ya había sido aniquilada, y durante
los seis meses de asedio los atenienses pasaron hambre. Pero ahora Esparta tomó
una decisión honorable y se negó a destruir Atenas.
La ciudad se entregó en la
primavera del año 404. Para que la Liga del Peloponeso perdonara la vida y la
libertad de sus habitantes, Atenas hubo de hacer muchas concesiones. Renunció a
su imperio y su flota quedó reducida a 12 barcos para labores de patrulla.
También tuvo que demoler los Muros Largos y las fortificaciones del Pireo.
Además, entró a formar parte de la Liga del Peloponeso, sometida a Esparta, y
readmitió a todos los exiliados de tendencias antidemocráticas. Por último, se
vio obligada a instaurar un régimen oligárquico, en el que un consejo formado
por 30 ciudadanos destacados -ya sabemos lo que quería decir esto siempre:
aristócratas de familias poderosas- redactaría unas nuevas leyes más
respetuosas con las tradiciones.
Después de veintisiete años, la Guerra del Peloponeso había
terminado.
2 Con lo que no contó Pericles fue con que el
Imperio persa, mucho más rico que Atenas, acabaría entrando en la guerra en su
fase final.
3 La cifra de los 13.000 hoplitas es fiable,
pero no tanto la de los otros 16.000 posibles soldados <Jóvenes y
veteranos». Para Alfred French, podría ser una forma convencional de referirse
a tropas ligeras de alta calidad, que habrían bastado para defender fuertes y
murallas (French, 1993, p. 45). Sin embargo, el especialista en la Guerra del
Peloponeso Donald Kagan acepta las cifras de Tucídides tal cual (Kagan, 1990,
p. 27).
señala
una paradoja. Los campesinos podían enfurecerse viendo desde el parapeto cómo
los peloponesios destruían -o intentaban destruirsus cultivos, pero a cambio
estaban a salvo: en ningún momento salieron a luchar, y tampoco parece que los
enemigos se acercaran demasiado a las murallas de Atenas, pues tan sólo habrían
conseguido que los acribillaran a flechazos desde arriba. En cambio, los tetes,
supuestos beneficiarios y partidarios de la guerra, eran los que arriesgaban
sus vidas remando en la flota para causar devastación en las costas del
Peloponeso.
s Hay
candidatos más exóticos, como la tularemia, el ergotismo, el ántrax o el virus
Ébola (este último en Scarrow, 1988, con una detallada tabla de síntomas).
Reconozco que de las dos primeras enfermedades he tenido la primera noticia en
mi vida mientras rebuscaba en la bibliografia, y eso que no me pierdo un
episodio de House.
6 Tampoco puede decirse que toda Lesbos
desertara de la Liga. La ciudad de Metimna, donde dominaban los demócratas,
siguió siendo fiel a Atenas. Cuando se critica a ésta por su imperialismo, a
veces se olvida que quienes más se oponían a dicho imperialismo eran las
oligarquías locales, como ocurría en Mitilene. Pero los regímenes democráticos
solían apoyar a Atenas, lo que significa que el «terrible» Imperio ateniense no
debía de explotar tanto a los habitantes de la Liga.
' En la primera,Alcibíades resultó herido y
Sócrates lo protegió con su escudo. En la segunda,Alcibíades servía en la
caballería, pero cuando se produjo la desbandada ante los tebanos, se rezagó
para ayudar a Sócrates, que se retiraba con la infantería.
s Una unidad aliada del ejército espartano.
' Unas cuantas décadas más tarde, el general
tebano Epaminondas se atrevió a cambiar esta tradición. Hablaremos de él en su
momento.
10 De hecho, los Mil de Argos dieron un golpe
de Estado poco más tarde. Los demócratas no tardaron en desquitarse derrocando
a los oligarcas y llamando en su auxilio a Alcibíades, quien les convenció de
que construyeran una muralla para unir su ciudad al mar, igual que la de
Atenas.
11 La transcripción más correcta sería
«heterías» y «heteras». Pero ya que utilizo «hetaira», cuyo uso se ha
popularizado en español, prefiero mantener también «hetairía».
12 El baño ritual era todavía en Atenas, antes
de salir para Eleusis el día 19 del mes de boedromión.
13 Recomiendo a los lectores aficionados a
temas militares que acudan a la descripción de esta batalla en Tiempos de
guerra, de Steven Pressfield. Espectacular.
14 Para Victor Hanson, la principal razón de la
derrota ateniense en Sicilia fue que no tenían suficiente caballería (Hanson,
2005, p. 231).
15 Stone, 1988, p. 155 y Manfredi, 2000, p.
252.
16 Como demostró años después, cuando intentó
derrocar a su hermano Artajeijes con la ayuda de 10.000 mercenarios griegos. El
espléndido relato de esta campaña se encuentra en la Anábasis de Jenofonte, que
participó en ella como oficial.
`
Helénicas 1, 6, 24. La Historia de Tucídides se interrumpe en el año 411. A
partir de ese momento, debemos recurrir a su continuación, las Helénicas de
Jenofonte, mucho más condensada y menos rigurosa, y complementarla con Diodoro
y con las biografias correspondientes de Plutarco.
18 No me resisto a la tentación de contar su
final, aunque sea en una nota. «Lisandro, el general espartano, mandó al
sátrapa persa Farnabazo la orden de llevar a cabo esta tarea [la muerte de
Alcibíades]. Por aquel entonces Alcibídes estaba viviendo en una aldea frigia
con la cortesana Timandra. Los hombres enviados contra él, que no se atrevían a
entrar, rodearon e incendiaron la casa. Alcibíades, al darse cuenta, juntó casi
todas sus mantas y colchas y las echó sobre el fuego; se rodeó la mano
izquierda con el manto y, desenvainando la espada con la diestra, atravesó las
llamas incólume antes de que el manto llegara a prenderse. Los bárbaros se
dispersaron nada más verlo aparecer y, en vez de aguantar su acometida o llegar
a las manos con él, empezaron a dispararle flechas y dardos desde lejos. De
esta manera cayó Alcibíades. Después de que los bárbaros se hubieran
alejado,Timandra recogió su cadáver, lo envolvió y cubrió con sus ropas y
celebró, dentro de sus posibilidades, un funeral espléndido y honroso»
(Plutarco Alcibíades, 39).
No hay comentarios:
Publicar un comentario