viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos XIII. La Atenas de Pericles

  ien merece este personaje que nos detengamos en él y en conocer cómo era la ciudad de Atenas bajo su liderazgo. En parte por sus propios méritos y en parte por la buena prensa que tuvo entre los historiadores desde el primer momento -la admiración que Tucídides sentía por él se hace evidente leyendo su libro-, se ha identificado siempre a Pericles con el esplendor de Atenas. De ahí que se hable de «la Atenas de Pericles» o, exagerando todavía más, del «siglo de Pericles», como si hubiese vivido tantos años como el mítico Argantonio de Tartessos.
Pericles, que nació en torno al año 495, era hijo de Jantipo, general que mandó la flota ateniense en la victoria de Micale. Descendía del clan de los Alcmeónidas por parte de su madre Agariste, y el gran reformador Clístenes era tío abuelo suyo. Recibió la mejor formación intelectual que podía brindarle su época, cuando la educación, al menos la elemental, empezaba a extenderse por las capas sociales de la ciudad. Entre sus maestros tuvo al músico y teórico Damón, el más brillante de su época, y al filósofo y científico Anaxágoras; en el caso de este último habría que hablar de amigo más que de maestro, puesto que Pericles era sólo unos años más joven que él, y ambos mantuvieron una estrecha relación personal.
Es bien conocido el busto de Pericles en que aparece con un casco corintio echado hacia atrás, al estilo de la diosa Atenea. Se hizo esculpir así por un compromiso entre el realismo y la coquetería. Tenía la cabeza alargada como un pepino y no quería que los retratistas lo representaran con ese defecto; pero, si le hubiesen aplicado una especie de photoshop escultórico para limarle el colodrillo, los atenienses, que tenían a la vista el modelo, se habrían burlado de él.
En lo personal, Pericles era un hombre de carácter firme, pero moderado. En una ocasión un ciudadano estuvo varias horas insultándolo en el Ágora, en una especie de manifestación de protesta unipersonal. Pericles aguantó sin inmutarse mientras realizaba las gestiones que le correspondieran aquel día, y luego se dirigió a su casa. El tipo le fue siguiendo, sin parar de soltarle lindezas, hasta que llegaron a ella. Entonces, como ya había oscurecido, le dijo a uno de sus criados que acompañara al insultador a su casa con una antorcha para que no se tropezara por el camino. Así nos lo cuenta Plutarco (Perides 5), aunque no puedo dejar de pensar que tal vez Pericles, harto de aquel sujeto, le dijo en voz baja a su esclavo: «Que parezca un accidente».
UN PASEO POR ATENAS, LA CAPITAL DEL NUEVO IMPERIO
La anécdota, verídica o no, ilustra no sólo el carácter de Pericles, sino cómo eran las calles de la ciudad de Atenas en su época. No estaban pavimentadas, por lo que en invierno se llenaban de barro y en verano de polvo. Resulta comprensible que uno de los primeros rituales a los que se sometían los invitados al llegar a la casa donde se celebraba un banquete era el de lavarse los pies. Sócrates, que solía andar descalzo, debía llevar los pies tan negros por la mugre del suelo que la célebre tribu algonquina de ese nombre lo habría adoptado sin vacilar (al principio de El banquete de Platón, un amigo que se encuentra con Sócrates comenta que iba «recién bañado y con sandalias, algo raro en él»).
Además, en algunos puntos las calles eran tan estrechas que cuando alguien salía de su casa golpeaba con los nudillos en la puerta para avisar de que iba a abrirla y no aplastarle la nariz a algún transeúnte despistado. El famoso «¡Agua va!» de Madrid también se estilaba en Atenas. Comentaba un autor del siglo iIi que cualquier viajero que se encontrara de pronto con aquellas calles tan estrechas y sinuosas, sin apenas conducción de agua ni alcantarillado, o viera por dentro las casas tan humildes y poco confortables, dudaría si en verdad había llegado a la famosa ciudad de los atenienses.'
Pero sus dudas se habrían despejado al llegar al Ágora, amplia y despejada, con sus hermosos edificios públicos y los plátanos que había he cho plantar Cimón para que dieran sombra con sus amplias hojas (una buena idea, ya que en verano el sol aprieta en Atenas tanto como en cualquier ciudad del sur de España). El Ágora estaba repleta de tenderetes y rodeada de comercios y talleres, y a media mañana' siempre se llenaba de vendedores, compradores, y también de vendedoras y compradoras, tanto esclavas como mujeres libres. Pero éstas solían ser de condición humilde, ya que no estaba bien visto que las damas casadas salieran a la calle. En el Ágora no faltaban ociosos como Sócrates, y por doquier se veían corrillos en los que se conversaba de lo divino y lo humano. Pues si algo les gustaba a los atenienses era discutir, sobre todo de política.
(En este sentido no deben haber cambiado tanto. En el año 1990 pasé por la plaza Omonia, «de la Concordia», y vi lo que a primera vista me pareció una mezcla de manifestación y pelea callejera. Pero en realidad se trataba de gente -bastante gente- que discutía animadamente. Aunque parezca mentira, daban más voces que si hubieran sido españoles).
Las tiendas de la plaza, que debían de ser poco más que barracones con techo de cañas, se convertían en lugares de reunión para grupos de amigos o conocidos. En particular, parece que la barbería era el sitio preferido para charlar, poner a caer de un burro a Pericles y los demás políticos o diseñar grandes estrategias para vencer a Esparta y dominar Grecia.
Además del Ágora, otro lugar que merecía la pena visitar dentro de las murallas era la Acrópolis, pero sólo después de las obras que emprendió Pericles. Por extraño que resulte, después de que los persas arrasaran la Acrópolis, los atenienses dejaron pasar más de una generación sin construir en ella. Tal vez querían conservar el recuerdo de lo sucedido, pero más bien pienso que se hallaban demasiado ocupados levantando murallas para evitar que futuros invasores hicieran lo mismo que Jerjes.
Por ciertos documentos, sabemos que en el año 450, a propuesta de Pericles, los atenienses decidieron traspasar 5.000 talentos del tributo acumulado de la Liga de Delos al tesoro de Atenea, en la Acrópolis. Con esta ingente suma se financiaron las obras de reconstrucción de la ciudadela sagrada. El director de todo el proyecto fue Fidias, escultor ateniense que debía de tener más o menos la misma edad que Pericles y era íntimo amigo suyo.
Los aliados, por supuesto, criticaron que los fondos de la Liga se emplearan en un fin para el que no habían sido recaudados. La contestación ateniense fue algo así como: «¿Para qué pagáis? Para estar protegidos, ¿verdad? Lo cierto es que gracias a nuestra flota estáis protegidos. Entonces, ¿de qué os quejáis?». Por aquella época, una vez firmada la paz con los persas, la Liga de Delos era teóricamente innecesaria; pero Atenas ya la había convertido en un imperio, y todo estado que intentaba borrarse de la lista sufría represalias casi instantáneas. Ahora bien, en descargo de los atenienses hay que decir que, mientras los agricultores o los artesanos de lugares como Metona, Clazómenas o Abdera atendían sus labrantíos y sus talleres, los atenienses doblaban el lomo en las infectas bodegas de los trirremes que recorrían el Egeo y lo mantenían libre de piratas. Alguien tenía que compensarlos por ello.
Volviendo a las obras de la Acrópolis, Fidias empezó construyendo una estatua enorme, la Atenea Prómacos,3 que medía unos nueve metros de altura más la lanza que sujetaba en la mano derecha. Según las descripciones, era de bronce -hueca, lógicamente-, y estaba tan bien situada que los barcos que se acercaban a Atenas después de doblar el cabo del Sunión veían el reflejo del sol en la punta de la lanza. La estatua, que fue trasladada a Constantinopla en época romana, sobrevivió hasta principios del siglo xiii, gracias a lo cual nos ha llegado una descripción del historiador bizantino Niketas Khoniatas.
Pero la estrella de las obras de la Acrópolis era el Partenón. Su nombre deriva de parthénos, «virgen», ya que tal era la condición de la diosa Atenea a la que estaba consagrado. Las obras empezaron en 447 y terminaron en 432, aunque se inauguró oficialmente en 438. Los estudiantes de historia del arte lo reconocen fácilmente en los temidos exámenes de diapositivas, porque el Partenón es uno de los escasos templos octástilos, es decir, con un frente de ocho columnas, cuando lo habitual era construirlos con seis.4
Los templos griegos se hallaban plagados de esculturas. En el entablamento, la cornisa que descansaba sobre las columnas y sujetaba el tejado, se alternaban unas placas denominadas triglifos -«tres muescas» con otras llamadas metopas. Las metopas del Partenón estaban decoradas con altorrelieves que representaban diversas luchas de la razón y el or den contra la barbarie y el desorden. Para representar a las fuerzas del orden los escultores eligieron a los griegos, y en particular a los atenienses, mientras que en las hordas del caos nos encontramos con centauros, gigantes y, lamento decirlo, amazonas. Muy feministas no eran estos griegos.
Rodeando la cella, el espacio interior del templo donde se albergaba la estatua, había un larguísimo friso: más de 150 metros de bajorrelieve en los que Fidias y los escultores de su taller plasmaron la procesión de las fiestas Panateneas. Pero las esculturas mayores se hallaban en ambos frontones, los espacios triangulares que quedaban entre el entablamento y el tejado a dos aguas. En uno de ellos, el oriental, se representaba el nacimiento de Atenea. En el occidental, esta misma diosa y Poseidón disputaban por el dominio del Ática. Las estatuas, bastante deterioradas, se encuentran en el Museo Británico para desesperación de los griegos. Aunque suele hablarse de «expolio», el diplomático que las llevó a Londres, lord Elgin, se las compró al gobierno turco, que por aquel entonces dominaba Grecia.
            EL DESNUDO FEMENINO EN EL ARTE

El arte griego llevaba representando desnudos de hombres desde hacía mucho tiempo, pero tenía más pudor con los femeninos, sobre todo si se trataba de diosas. En ese sentido es revelador comparar las estatuas masculinas de la Época Arcaica conocidas como koúroi, siempre sin ropa, con las kórai, siempre vestidas.
Sin embargo, a los escultores les apasionaba tanto la anatomía humana que no se resistieron mucho tiempo a mostrar el cuerpo de la mujer.A mediados del siglo v apareció una nueva técnica que se suele considerar innovación de Fidias, los llamados «paños mojados». Sin embargo, existe un relieve probablemente anterior, el llamado Trono Ludovisi, en el que aparece Afrodita saliendo de un estanque con una túnica empapada que no deja mucho a la imaginación (además, en un lateral de ese supuesto trono se ve una figura completamente desnuda, una flautista). En las figuras de los frontones del Par tenón también se aprecia la técnica de los paños mojados, que ya no se dejó de usar.A finales del siglo v se encuentran otras muestras de semidesnudos femeninos, como la Nike que se desata una sandalia en el templo de Atenea Nike en la Acrópolis, o la Nereida encontrada en Janto, en Licia: en este curioso ejemplo, es el viento el que pega la ropa al cuerpo de la diosa.
Ya bien entrado el siglo iv, Praxíteles se atrevió a representar a una diosa completamente desnuda, y en varias ocasiones. Por supuesto, eligió a Afrodita, la divinidad que menos podía ofenderse con él. Como modelo le sirvió su amante, la célebre cortesana Frine. Los atenienses llevaron a ésta a juicio por impiedad, ya que se había atrevido a prestar su cuerpo a una diosa, ¡y en cueros! Como era mujer, no podía defenderse por sí misma, así que se encargó de ello el orador Hipérides. Bien fuera porque se había quedado sin argumentos o porque lo tenía ya planeado, en un momento dado arrancó el manto que cubría a la hermosa hetaira y la dejó desnuda ante los jueces. «Pero ¿vosotros creéis de verdad que hay algún pecado en enseñar este cuerpazo?», les dijo, y el jurado la absolvió. Para mí que non vero, pero hay que reconocer que é ben trovato.
En contra de quienes pudieran pensar en una instrumentalización del cuerpo de la mujer, la experta Sue Blundell piensa que la introducción del desnudo femenino en el arte era una señal de que el estatus social de la mujer estaba mejorando (Blundell, 1995, p. 193). ¿La razón? Los escultores llevaban mucho tiempo representando hombres desnudos, y es evidente que eso no menoscababa el estatus masculino, que seguía siendo superior. La desnudez representaba admiración, no degradación, y esa admiración se transmitió a las mujeres en una época en que la estricta barrera entre lo masculino y lo femenino empezaba a agrietarse un poco.
La escultura más espectacular del Partenón se hallaba en su interior: la colosal estatua de Atenea, armada con escudo, yelmo y lanza. Medía más de 12 metros y sobre el núcleo de madera llevaba más de una tonelada de placas de oro, mientras que las partes desnudas -la piel, los brazos- estaban recubiertas de marfil. Hoy sólo la conocemos por descripciones y por copias a pequeña escala que no le hacen ninguna justicia.
El Partenón actual está muy deteriorado. En 1687, mientras los venecianos asediaban Atenas, los turcos usaron el templo como polvorín, con tan mala suerte que un cañonazo impactó en él y... El resto lo podemos imaginar.
Quien quiera hacerse una idea del aspecto que tendría el templo en la época de Pericles puede consultar la página www.nashville.gov/parthenon. Allí comprobará que en la ciudad de Nashville, capital del Estado de Tennessee, se construyó en 1897, con motivo de una exposición conmemorativa, una réplica a escala natural del Partenón. Después, en los años veinte el pabellón se reforzó con cemento para hacerlo duradero. En el templo hay reproducciones de las estatuas originales, incluyendo la escultura gigante de la Atenea central, que en los últimos años se ha decorado con pan de oro para que se parezca lo más posible al original (en mi opinión, le ha quedado un aire de muñeca de porcelana que provoca cierto escalofrío). Otro detalle realista del Partenón de Nashville es que las metopas y los frisos están pintados: los griegos coloreaban sus estatuas, de tal manera que el conjunto de la Acrópolis o de cualquier otro santuario, como Olimpia o Delfos, presentaba un aspecto mucho más alegre y abigarrado del que se suele imaginar.
Además del Partenón, se levantaron en aquella época los Propíleos, una columnata monumental que daba acceso a la Acrópolis por la parte oeste, y el Erecteo. Este santuario tenía una forma peculiar, ya que cubría varias zonas de suelo sagrado que no se podían nivelar: en su interior se hallaban la fuente de agua salada que había abierto el tridente de Poseidón y la tumba del héroe Erecteo. La parte más conocida de este templo es el pórtico de las Cariátides, cuyo techo se sostiene no sobre columnas sino sobre estatuas femeninas a las que los atenienses llamaban simplemente «las Doncellas». Las que pueden verse hoy día en el Erecteo son réplicas, ya que los originales -salvo uno que está en Londres- se encuentran en el Museo de la Acrópolis, para protegerlos de la intemperie.
Se cuenta que a Fidias lo acusaron de escamotear parte del oro destinado a la estatua de Atenea. Logró salvarse de la acusación gracias a que las placas de oro se podían desmontar y pesar. Aunque Plutarco dice que murió en prisión, parece que el escultor simplemente se marchó de Atenas hacia el año 430 y trabajó en otro gran proyecto: la estatua de Zeus en Olimpia. Esta imagen, también crisoelefantina -de oro y marfil- medía tanto como la Atenea, con la diferencia de que estaba sentada, y daba la impresión de que si el dios se ponía en pie podía arrancar el techo con la cabeza. En cierto modo, la cella que rodeaba a las estatuas de Fidias era demasiado pequeña y seguramente no dejaba apreciar del todo la belleza de estas obras; pero el propósito era que las divinidades representadas parecieran aún más imponentes y poderosas, no buscar un equilibrio de espacios como habría hecho un arquitecto moderno.
El Zeus Olímpico estaba considerado una de las Siete Maravillas. Como todas las demás, salvo las pirámides, se perdió hace siglos. En este caso, el culpable fue el emperador Teodosio, que hizo que cerraran todos los templos paganos a partir del año 391 d.C. La estatua de Zeus fue trasladada a Constantinopla, donde quedó destruida por un incendio en el siglo siguiente. El mismo destino que seguramente corrió su hija, la Atenea del Partenón.
EL AMBIENTE INTELECTUAL DE LA ATENAS DE PERICLES
Los problemas que sufrió Fidias se suelen achacar a su amistad con Pericles: el estadista era casi intocable por el apoyo que recibía de los votantes, pero sus amigos no. Otro que se vio en apuros fue Anaxágoras. Este pensador había nacido en la ciudad joma de Clazómenas, situada a medio camino entre Mileto y Focea. Según algunas fuentes, salió de su patria a raíz de las Guerras Médicas para dirigirse a esta ciudad, pero otras más fiables parecen fechar su llegada a Atenas en el año del arcontado de Callas, en 456, cuando Pericles empezaba a despuntar. De ser así, la influencia que el filósofo ejerció sobre Pericles no se habría producido durante su juventud, sino ya en su madurez.
Como ocurre con la mayoría de los llamados filósofos presocráticos, es muy dificil saber qué pensaba realmente Anaxágoras, ya que sólo nos han llegado fragmentos de sus textos. Pero es evidente que le atraían los misterios del firmamento. Se dice que predijo un eclipse de sol, como Tales, y algo incluso más dificil de vaticinar: la caída de un meteorito en Egospótamos, en el estrecho de los Dardanelos, en el año 468. De ser verdad, con un equipo formado por Anaxágoras y Bruce Willis la Tierra tendría más que de sobra para protegerse de las amenazas del espacio exterior y no haría falta gastarse el dinero en satélites ni sondas.
Si se relaciona a Anaxágoras con ese meteorito es porque, llevado por su curiosidad natural, debió de acercarse a estudiarlo. Tal vez de ese examen extrajo la conclusión de que los cuerpos celestes se componían de piedra o metal incandescente. También afirmó que la Luna no emitía luz propia, sino que reflejaba la del Sol, y que se movía en una órbita más baja, por lo que de vez en cuando se interponía por delante de éste y provocaba eclipses. No todas sus conjeturas eran correctas: también aventuró que las corrientes de aire acumuladas en el interior de la tierra producían terremotos, a modo de colosales ataques de gases.
Las teorías de Anaxágoras sobre la naturaleza se difundieron con relativa rapidez. Teniendo en cuenta que no existía todavía industria editorial, por Atenas corría un libro de Anaxágoras que empezaba así: «En el principio, todas las cosas estaban juntas, y eran infinitas en número y pequeñez». Después, una inteligencia rectora, llamada Noús en griego, empezó a remover esta masa amorfa para convertirla en un torbellino que de alguna manera se autoorganizó por su cuenta, sin necesidad de ulteriores intervenciones del Noús. El libro se podía comprar por una sola dracma, de modo que no debía de ser muy extenso.'
A los más retrógrados de entre los atenienses no debió hacerles ninguna gracia que Anaxágoras relegara a dioses tan importantes como Helios y Selene al papel de simples pedruscos espaciales, de modo que lo llevaron a juicio en torno al año 436. Es cierto que la verdadera causa de este proceso pudo ser su amistad con Pericles, del mismo modo que le había sucedido a Fidias. Pero no hay que subestimar el conservadurismo religioso de los griegos. No queda claro si el tribunal desterró a Anaxágoras o él mismo se marchó de Atenas huyendo de una pena mayor.' El caso es que acabó sus días en la ciudad de Lámpsaco, situada en la costa asiática de los Dardanelos, donde al menos sus habitantes lo trataron con la consideración que un sabio de su talla se merecía.
En estas décadas maravillosas de Atenas, acudieron a ella intelectuales y artistas de todo el mundo griego, atraídos por el prestigio creciente de la ciudad, y también por el dinero que se movía en ella. No todos obtenían la misma consideración. De nuevo me siento obligado a repetir que la visión que nos transmiten los textos literarios se halla distorsionada por los prejuicios aristocráticos de sus autores. Basándonos sólo en ellos, uno llega a pensar que el trabajo manual tenía una pésima reputación entre los griegos, sobre todo si era remunerado, ya que creían que el hecho de que alguien pagara a otra persona por su trabajo lo convertía de alguna manera en su amo. Por eso, incluso escultores de la reputación de Fidias se encontrarían un peldaño por debajo en la escala social comparados con ociosos aristócratas que no sabían hacer ni la ómicron con un canuto. Sirva de ejemplo este texto de Plutarco:
Ningún joven de buena familia que contemple el Zeus de Pisa [el Olímpico] querrá por ello convertirse en Fidias; ni en Policleto al ver la Hera de Argos; ni en Anacreonte, Filemón o Arquíloco por más que disfrute con sus poesías. Por el hecho de que se disfrute con la obra no necesariamente se ha de pensar que el artífice es digno de estima (Pericles 2).
Es decir, que para las élites dominantes todos estos genios no eran más que artesanos asalariados con cierto talento de cuya obra se podía disfrutar, pero sin frecuentar demasiado su compañía. Sin embargo, creo que le damos demasiada importancia al pensamiento de dichas élites, como si ellas y sólo ellas constituyeran el cien por cien de la sociedad. Estoy convencido de que, cuando la gente del pueblo llano veía pasar a Fidias y a sus aprendices de camino a las obras de la Acrópolis, se oían susurros de admiración. Por otra parte, los artistas poseían sus propios ideales, se sentían orgullosos de su trabajo y se admiraban unos a otros.' Lo que ocurre es que, en lugar de reivindicarse por escrito, lo hicieron dejándonos obras memorables, como las estatuas de Fidias para el Partenón, el Doríforo de Policleto o el mismísimo Partenón de Ictino y Calícrates.
El prejuicio noble contra los que cobraban por su trabajo se extendía a la enseñanza. Por aquel entonces, muchos niños atenienses recibían una mínima instrucción primaria con el maestro llamado grammatistés, que les enseñaba a leer, escribir y unas cuantas reglas aritméticas. Pero estos docentes estaban entonces peor considerados incluso que ahora (que ya es decir). Sin embargo, había otros maestros de cultura que sí eran más apreciados, y que también acudieron en tropel a la Atenas de Pericles: los sofistas.
Como ya señalé en una nota, «sofista» significaba algo así como «persona que se dedica profesionalmente a la sabiduría». Las enseñanzas de los sofistas eran muy variadas: astronomía, cálculo, música, incluso etimología (errónea casi siempre). Pero los más apreciados se dedicaban a la retórica, y cobraban sus lecciones a precio de oro, sobre todo en Atenas. Era pura cuestión de oferta y demanda: para triunfar ante la asamblea y para sobrevivir en los constantes pleitos en que se veían envueltos los ciudadanos, sobre todo si eran ricos, resultaba imprescindible dominar el arte de la palabra. La retórica era una ciencia nueva en la que había pocos expertos, así que, lógicamente, estaban muy cotizados. Los más valorados de estos sofistas eran Gorgias de Leontinos y Protágoras de Abdera.
Hay una escena al principio del diálogo Protágoras de Platón en que Sócrates y su joven amigo Hipócrates llegan a casa del rico Callas, donde se aloja Protágoras en su visita a Atenas. Reparemos en ello: un hombre que realizaba un trabajo remunerado y al que, sin embargo, invitaban en los hogares de la alta sociedad como si fuese el príncipe de una potencia extranjera. El respeto que sentían todos por Protágoras queda de manifiesto cuando, en una escena impagable, vemos al sofista pasear mientras diserta, seguido por decenas de personas ávidas de oír sus palabras. De pronto, Protágoras se da la vuelta. En ese momento, el coro que le sigue se abre en dos para dejarle el camino libre, y todos esperan a que haya pasado para volver a caminar junto a él, pero siempre detrás y sin estorbarle el paso.
La moraleja, para mí, está clara: el trabajo asalariado entre los griegos estaba mal visto, a menos que el salario fuese muy alto. En ese sentido, no hay tanta diferencia con lo que ocurre en nuestros días.
La época de Pericles fue también la edad de oro del teatro clásico. Además, los atenienses podían enorgullecerse de que, a diferencia de los sofistas, tanto los tres grandes trágicos como el comediógrafo Aristófanes eran conciudadanos suyos.
Esquilo, que había participado en la batalla de Maratón, murió en Sicilia -fuera de un tortugazo o por causas naturales- por las mismas fe chas en que Pericles saltó a la palestra política. Pero Sófocles se hallaba en su plenitud; una plenitud que, por cierto, se extendió durante bastantes décadas. Vivió hasta los noventa años, casi hasta el final de la Guerra del Peloponeso, aunque al menos se ahorró ver su triste final. Cuando era anciano, sus parientes intentaron declararlo incapaz para manejar su hacienda. Para demostrar que no chocheaba, Sófocles leyó ante el jurado unos fragmentos de su última tragedia, Edipo en Colono, y logró conmover tanto a los jueces que aquello se convirtió en una llantina general y prácticamente lo sacaron del tribunal a hombros como si estuviera en las Ventas. Por supuesto, lo absolvieron y multaron a sus hijos.
También por aquel entonces empezaba a despuntar Eurípides, que representaba el espíritu de los nuevos tiempos. Si Esquilo y Sófocles defendían la fe tradicional, cada uno a su manera, leyendo a Eurípides es fácil darse cuenta de que, si no era un descreído total, al menos no aceptaba la religión de los dioses olímpicos tal como se había entendido hasta entonces. Este trágico, cuyo pensamiento se relaciona con el de los sofistas o el del mismo Anaxágoras, se hallaba en la vanguardia de su tiempo. Pero que en Atenas hubiese pensadores tan avanzados no significaba que sus ideas fuesen populares entre la gente, como demuestran el proceso contra Anaxágoras o las carcajadas que despertaban las puyas del conservador Aristófanes contra Sócrates... por ideas que éste, en realidad, no defendía.' Este panorama explica que Eurípides no fuera demasiado apreciado en su tiempo. Así lo demuestra que sólo ganara cuatro veces el premio a la mejor tragedia en las fiestas Dionisias, mientras que Esquilo lo había conseguido trece veces y Sófocles nada menos que dieciocho.
El público posterior fue más benévolo o más justo con Eurípides, ya que sus ideas, sus tramas y la psicología tan desarrollada de sus personajes -especialmente los femeninos- eran más del gusto de la Época Helenística. Por tal motivo, sus obras se copiaban más a menudo, de modo que han llegado hasta nuestros días dieciocho tragedias suyas y un drama satírico. 'A cambio, se conservan sólo siete obras de Esquilo y otras tantas de Sófocles. Me pregunto: ¿el hecho de que la posteridad le diera la razón compensaría a Eurípides de tener tan poco éxito en vida? Como escritor, prefiero no contestarme.
HISTORIAS DE MATRIMONIO Y MORAL
Bajemos de las alturas artísticas e intelectuales para pisar el suelo de la vida cotidiana. Pericles, nuestro estadista, se divorció de su primera mujer, con la que había tenido dos hijos, para irse a vivir con la célebre Aspasia. Ésta había nacido en Mileto hacia el año 470, por lo que era unos veinticinco años más joven que Pericles. Antes de que nos lancemos a criticarlo -el típico hombre poderoso que, cuando le entra la crisis de la mediana edad, deja tirada a su esposa y se larga con una Lolita-, pensemos que, si Pericles había seguido las costumbres típicas de su ciudad, su primera mujer también sería bastante más joven que él, casi quince años.Además, él mismo se encargó de dejarlo todo bien atado buscándole un marido.
Desde el punto de vista práctico, puede decirse que Aspasia era la esposa de Temístocles. Desde el legal, ya resulta más dudoso. En aquella época, y por iniciativa del mismo Pericles, se habían aprobado leyes de ciudadanía más restrictivas que habrían dejado fuera del censo a personajes tan distinguidos como Temístocles y Cimón. Para que alguien pudiera inscribirse en el registro como ciudadano, tanto su padre como su madre tenían que ser atenienses. Los hijos de matrimonios mixtos entre atenienses y extranjeros recibían la misma consideración que los hijos ilegítimos, por lo que se puede afirmar que dichas uniones tenían tanta validez como si ambos miembros de la pareja estuvieran simplemente arrejuntados, por usar un término castizo.
Al final de sus días, Pericles tuvo ocasión de arrepentirse de esta ley. Sus dos vástagos mayores, Jantipo y Paralo, murieron por una epidemia. Tan sólo le quedaba vivo Pericles Jr., el hijo que había tenido con Aspasia. Pero no podía ser su heredero legal, pues no era ciudadano. Sin embargo, los ciudadanos, teniendo en cuenta los servicios de Pericles a la ciudad, hicieron una excepción y permitieron que su hijo fuera inscrito en el censo.
De Aspasia se decía que era una hetaira, literalmente «compañera», nombre que recibían las cortesanas. La definición del DRAE de cortesana, «mujer de costumbres libres», es en cierto modo correcta, pese al tufillo a naftalina que desprende. Pues aunque el diccionario usa «libres» en el sentido de «licenciosas» o «indecentes», estas hetairas gozaban de más li bertad en muchos aspectos que las damas casadas. Solían ser mujeres de gran belleza, o al menos lo bastante atractivas para conseguir amantes adinerados y poderosos, y recibían una educación esmerada en música, poesía y otras disciplinas, de tal modo que sus «salones» se convertían en lugares de animadas conversaciones culturales. Algunas de las cortesanas más célebres mantuvieron relaciones con artistas o políticos destacados, como Tais, que acompañó a Alejandro Magno en su expedición a Asia y luego se convirtió en amante de su general Ptolomeo, futuro rey de Egipto. De Sócrates se cuenta que conversaba de temas elevados con la cortesana Teodota mientras ésta posaba para un pintor. Debía de ser una escena algo surrealista: la hermosa Teodota tan desnuda como Afrodita al salir de las aguas y conversando sobre temas filosóficos con uno de los hombres más feos de Atenas.
Otra anécdota célebre tiene que ver con la hetaira Frine, de quien ya hemos visto que sirvió como modelo para las Afroditas de Praxíteles. Éste le ofreció como regalo una estatua, la que ella quisiera, pero se negó a decirle cuál de todas las que había esculpido era la que él mismo prefería. Poco después, un esclavo de Frine entró corriendo y avisó a Praxíteles de que su estudio se había incendiado y casi todas sus obras habían quedado destruidas, salvo dos o tres. Praxíteles salió corriendo, mientras gritaba que si el Eros y el Sátiro se habían salvado, no todo estaba perdido. Entonces Frine le confesó que todo había sido un ardid suyo, y le pidió que le regalara su Eros, a lo que Praxíteles no tuvo más remedio que acceder.
Es posible que Aspasia fuese una cortesana, pero también que dicha nominación se tratara de una calumnia de los enemigos políticos de Pericles. En realidad, existían ocasiones en que las fronteras se hacían borrosas. Como Aspasia era extranjera, su matrimonio no tenía validez legal, por lo que su situación era similar a la de una concubina o a la de una hetaira con un solo cliente. Por otra parte, Aspasia venía de Jonia, donde las mujeres poseían más libertad que en Atenas, y al no estar legalmente casada no sufría las restricciones de las esposas atenienses. La impresión que nos da es que, cuando Pericles traía invitados masculinos a cenar, Aspasia no salía corriendo para esconderse en el gineceo, sino que compartía con ellos el banquete y las conversaciones sobre cuestiones políticas e intelectuales.Todo ello, aunque su relación con Pericles fuera estrictamente mo nógama, le habría dado la reputación de hetaira, que algunos exageraron todavía más difundiendo el rumor de que regentaba un burdel.
LA CASA GRIEGA

Las viviendas griegas seguían el típico modelo meridional, un patio interior rodeado por habitaciones. Las estancias recibían la luz de este patio interior, pues apenas había ventanas, y si las había eran muy pequeñas, de modo que el interior de la casa no se veía desde el exterior.
Normalmente, las casas eran rectangulares, con el lado más estrecho orientado hacia la calle. Si la vivienda era más lujosa, podía tener dos patios. En tal caso, alrededor del primero estaban las habitaciones de los hombres, mientras que las estancias femeninas (el gineceo) se hallaban junto al segundo patio, o en el piso superior si lo había. El gineceo estaba siempre lo más lejos posible de la entrada, y separado del resto de la casa por una puerta con su propia llave. Sólo los varones de la familia podían entrar en estas habitaciones, y cuando había visita las mujeres se retiraban discretamente a estos aposentos. Los objetos de valor y el dinero se guardaban en el gineceo. En cierto modo, las viviendas griegas eran como fortalezas donde los hombres custodiaban sus bienes y sus mujeres: muchas casas rurales, y también algunas urbanas, tenían torres que servían a la vez para vigilancia y protección.
Las paredes eran de adobe, o de barro y cascotes sostenidos por encofrados. Lógicamente, había que efectuar reparaciones constantes por la humedad, y cuando se producía un terremoto todo se venía abajo. Sufrían también otro problema: era tan fácil agujerearlas que los ladrones, en lugar de forzar las puertas, horadaban los muros de las casas. Por dentro las paredes se enlucían con yeso y se pintaban. El color rojo era el más popular, a veces solo y a veces combinado con otros en franjas variadas. También se han encontrado paredes con molduras de yeso imitando sillares de piedra.
Los suelos eran de tierra batida, salvo en algunas estancias, como los baños o el andrón. Esta habitación, como su nombre indica, era la de los hombres. En los lados del andrón solía haber una especie de tarima elevada donde se colocaban los divanes para que los invitados se reclinaran. (Los varones griegos comían recostados, como los romanos. Entre las mujeres, sólo las hetairas lo hacían). En las casas más ricas la parte central del suelo, más baja que la tarima, se decoraba con mosaicos.
No parece que existiera una habitación dedicada específicamente a la cocina: se preparaba la comida sobre cualquier fuego, en trípodes o rejillas dispuestas a tal efecto. En algunas casas había baños, con bañeras de asiento fabricadas en terracota. Para otras necesidades, se servían de cubos cuyo contenido se vaciaba luego en la calle, al menos en Atenas. En la ciudad de Olinto se han encontrado letrinas con tuberías de terracota que conducen los desperdicios fuera de la casa.
En los hogares griegos no se veían demasiados muebles. Las sillas, camas y divanes eran de madera, con asientos de correas entrelazadas. Había ánforas de diversos tipos, que servían para contener agua, vino o aceite al mismo tiempo que como decoración. Para guardar la ropa y otros objetos tenían grandes arcones de madera, en los que metían membrillos o flores secas para perfumarlos. Se calentaban con braseros, y se iluminaban con lámparas de metal o de cerámica que sujetaban con trípodes o que colgaban del techo con cadenas o cordeles. El combustible más habitual para estas lámparas era el aceite de oliva.
En el afán de criticar a esta pareja, muchos atenienses llegaron a censurar a Pericles porque cuando salía y entraba de casa le daba un beso a Aspasia. ¡Qué indecencia! Y eso que estamos hablando de un casto beso en la mejilla. (Bien es cierto que el beso en la mejilla no siempre ha sido tan casto. En un manual de teología moral para seglares con el que nos daban clase de Religión se decía algo así como: «El beso en la mejilla entre novios no pasará de pecado venial si se hace sin ánimo lascivo», etc.10 La cursiva es mía, por supuesto).
Curiosamente, cuando Pericles pronunció el elogio de los caídos en el primer año de la Guerra del Peloponeso, dijo que las mujeres debían procurar que se hablara de ellas entre los hombres lo menos posible (Tucídides 2, 45). Tal vez Pericles mantenía un doble discurso, porque sabía que sus oyentes no aprobaban su forma de vivir con Aspasia. Para que nos hagamos idea de lo que pensaban los atenienses, según el orador Hipérides las mujeres casadas no debían salir a la calle hasta llegar a una edad tal que la gente no se preguntara: «¿Quién será su marido?», sino «¿Quiénes serán sus hijos?». Si un hombre acudía con una mujer a un banquete en casa de algún amigo, se daba por supuesto que era una cortesana o prostituta. También es cierto que, si dicha cortesana era una hetaira célebre, el prestigio de su acompañante masculino subía muchos puntos entre los demás.
¿A qué se debía esta doble moral? El temor que sentían los atenienses por convertirse en cuclillos y criar los hijos de otros hombres, tal como le había pasado a Anfitrión con Heracles, rondaba lo patológico. Por eso encerraban a sus mujeres bajo llave en el rincón más recóndito de la casa. O eso nos querían hacer creer: también había muchas anécdotas sobre mujeres que dominaban a sus maridos, o que prácticamente les pegaban con el rodillo en la cabeza. El mal genio de Jantipa, la mujer de Sócrates, era proverbial. Aunque nadie votaría por Sócrates como el marido ideal (desde luego, mucho dinero no llevaba a casa).Y, si hacemos caso a las comedias de Aristófanes, con la excusa de ir a casa de la vecina a pedir una cebolla o aceite para las lámparas, las mujeres casadas se montaban sus propias fiestecitas particulares, en las que se achispaban un poco con vino y se lo pasaban en grande. ¡Bien por ellas!
En cualquier caso, hay que tener en cuenta el gran número de mujeres, esclavas o de clase humilde, que salían de sus casas para trabajar, y que no debían de ver eso forzosamente como una liberación: lavanderas, comadronas, vendimiadoras, nodrizas, vendedoras en el mercado. Se encontraban también, aunque no fuese la norma, mujeres que pintaban cerámica y otras que practicaban la medicina, entre otras actividades tradicionalmente restringidas a los hombres." No obstante, el trabajo más habitual para las mujeres debía de ser confeccionar ropa en casa, ya fuera para vestir a los miembros de la familia, lo que se consideraba una ocupación perfectamente digna incluso para mujeres nobles (motivo por el cual Alejandro Magno ofendió sin querer a la madre de Darío cuando le ofreció lana para que no se aburriera en su cautiverio), o para vender la ropa fuera de casa, algo que estaba peor visto.
Hay un caso judicial, el primero de la colección de Lisias, que nos ilustra sobre ciertos detalles de la vida cotidiana de un matrimonio ateniense. Aunque se redactó hacia el año 400, habría valido perfectamente para unas décadas antes. Se trata de un discurso de defensa en el que un ciudadano llamado Eufileto cuenta la historia de su matrimonio. Cuando se casó, al principio no confiaba en su mujer, «como era natural» -esto lo dice delante de cientos de jurados, lo que significa que ellos debían de pensar lo mismo-. Después, una vez que el matrimonio tuvo al primer hijo, Eufileto se quedó más tranquilo: después de la concienzuda vigilancia a la que había sometido a su esposa, estaba convencido de que en el ADN de la criatura no había genes extraños. Así que le entregó las llaves de la casa y empezó a relajarse un poco más. Su mujer era una esposa excelente: ahorradora y buena organizadora. El término griego exacto es oikonómos, «administradora del hogar», de donde procede el término «economía». Lo que nos demuestra que las casas eran, de hecho, el reino de las mujeres.
El matrimonio había llegado a un arreglo curioso. La casa tenía dos pisos y, como era natural, los aposentos de las mujeres estaban en el de arriba, separados del resto por una puerta con llave. Pero cuando nació el bebé, Eufileto se mudó al piso superior y dejó a las mujeres el de abajo, de modo que su esposa no corriera peligro cada vez que tenía que bajar la escalera para lavar al niño.
Eufileto, como tantos atenienses que vivían en la ciudad, poseía pequeñas fincas en el campo y a veces se ausentaba uno o varios días para atenderlas. Una noche terminó de darle al arado antes de tiempo y regresó de improviso en lugar de quedarse a dormir en el campo. Después de cenar, la pareja iba a acostarse cuando el niño empezó a llorar en el piso de abajo. Luego descubrió Eufileto que una criada estaba pellizcando al bebé para que llorara; pero de momento, sin sospechar nada, le dijo a su mujer que bajara a darle el pecho. «Sí, te voy a dejar solo aquí arriba para que te tires a la chica, como hiciste la última vez que te emborrachaste», respondió ella, y Eufileto se rio (la traducción «tirarse» es prácticamente literal). Que los maridos se acostasen con esclavas no se consideraba legalmente adulterio, aunque no creo que a las esposas les hiciera demasiada gracia. Como de broma, al salir de los aposentos ella cerró la puerta con llave. Eufileto, que llegaba cansado del campo, no dijo nada y se durmió como un tronco, pero en plena noche sintió que se abrían y cerraban las puertas que comunicaban las habitaciones con el patio y el patio con la calle. Al día siguiente, su mujer le dijo que se le había apagado la lámpara que tenía junto al niño y que había ido a casa de los vecinos a pedir fuego.
Pocos días después, una anciana se acercó a Eufileto y le transmitió un recado de parte de otra mujer. Ésta era amante de un tal Eratóstenes, pero estaba despechada porque el sujeto en cuestión se acostaba también con la esposa de Eufileto y con muchas otras. «Interroga a la esclava que os hace la compra en el Ágora», le aconsejó, «ella está en el ajo».
Con amenazas de azotarla y ponerla a trabajar en el campo como una mula, Eufileto consiguió que la esclava involucrada en el asunto lo confesara todo. Así supo que Eratóstenes había visto por primera vez a su esposa durante un entierro -una de las escasas ocasiones en que una mujer casada de clase alta salía a la calle, y se había encaprichado de ella, por lo que empezó a mandarle notas por medio de la esclava. A los pocos días, la esposa se dejó seducir, y a partir de ese momento, aprovechando las ausencias de Eufileto, permitió que Eratóstenes entrara en la casa a menudo.
Para demostrar un adulterio había que pillar a los culpables en flagrante delito. Unos días después, cuando Eufileto dormía en el piso de arriba, la esclava que lo había cantado todo vino a decirle que el seductor estaba ya dentro del dormitorio. Eufileto salió de la casa casi de puntillas y buscó a unos cuantos vecinos y conocidos para que le sirvieran de testigos. Después recogieron antorchas en la tienda más cercana y entraron en su casa. Tras empujar la puerta de la alcoba, irrumpieron en ella, y «los primeros en entrar todavía pudimos verlo acostado con mi mujer, y los últimos ya lo encontraron desnudo y de pie sobre la cama» (Lisias 1, 24).
A continuación, Eufileto le dio un puñetazo al interfecto, lo tiró al suelo y le ató las manos a la espalda. Qué estaba haciendo la mujer entretanto, lo ignoramos, pero supongo que se enrollaría una manta para taparse y saldría a toda prisa de la habitación, y tal vez hasta de la ciudad. Eratóstenes suplicó a Eufileto que no lo matara, y que aceptara una in demnización, como era habitual en esos casos: sabemos por algún otro discurso judicial que se pagaban hasta 30 minas, lo que equivalía a 3.000 dracmas, más o menos lo que habría ganado un ciudadano humilde trabajando sin parar más de quince años. ¡El cuerno se vendía, literalmente, a precio de oro!
Pero Eufileto, que estaba muy furioso, mató allí mismo al individuo que le había adornado la testa. Precisamente de ese homicidio respondía ante el tribunal frente al que pronunciaba el discurso," por lo que se ahorró precisar los detalles exactos de la muerte: las explicaciones sobre si había sido al quinto o al sexto garrotazo cuando le reventó el bazo a Eratóstenes no le habrían ganado la benevolencia de los jurados. Es de suponer que, si lo que contaba era cierto, Eufileto quedó absuelto. Existía una antigua ley de Dracón por la que, si el marido sorprendía a su esposa con otro hombre y mataba a éste, no se consideraba un asesinato.13
¿Qué ocurrió con la esposa, cuyo nombre jamás se menciona en el discurso? Lo ignoramos. Según la costumbre, Eufileto debió divorciarse de ella. A partir de aquel momento quedaría apartada de las fiestas y sacrificios públicos para no corromper a las demás mujeres, y se le prohibiría llevar adornos para que no volviera a atraer a otros hombres: cualquiera que la viera contraviniendo estas normas podía romperle el manto, arrancarle las joyas y abofetearla (Esquines 1, 183).
No caeré en el error de, por criticar el machismo de los griegos, cargar las tintas contra el tal Eufileto, al que no conocemos lo suficiente para saber si era buen o mal marido, o mejor o peor persona. Pero no sería raro que, una vez que había nacido su hijo, se abstuviera de tocar a su mujer para no dejarla embarazada de nuevo y satisficiera sus deseos sexuales con esclavas o con prostitutas. Ella no tendría tan siquiera veinte años, probablemente quince menos que su marido. Por mucho que las costumbres lo dictaran así, es natural que pudiera sentirse atraída por un hombre más joven y, es de suponer, bastante apuesto. En fin, corramos un velo sobre este caso que, como señala su traductor, Manuel Fernández-Galiano, «nos ofrece, además, un precioso testimonio para el conocimiento de la vida doméstica de la clase media ateniense».14
LA DEMOCRACIA RADICAL
Dejamos las calles y las casas de Atenas para volver a la colina de la Pnix, donde se reunía la asamblea del pueblo. Allí Pericles fue el amo indiscutible durante cerca de veinte años. ¿En qué basaba su poder?
Pericles no era un general excepcional, y nunca obtuvo victorias tan espectaculares como las de Cimón. Tampoco cosechó grandes fracasos, porque en las campañas militares procuraba actuar siempre sobre seguro. Por ejemplo, cuando la isla de Sarros se quiso apartar de la Liga de Delos, en lugar de combatir en batalla abierta contra los saurios «los cercó con un muro, pues prefería tomar la ciudad con gasto de dinero y tiempo que poniendo a sus conciudadanos en peligro de ser heridos o muertos» (Plutarco, Pendes 27). Pericles conocía bien con qué recursos humanos y materiales contaba y los aplicaba con prudencia. Por eso, cuando llegó el momento de enfrentarse a Esparta explicó detalladamente a los atenienses de cuántos fondos disponían y cuántos eran necesarios para llevar adelante la guerra, y conociendo las limitaciones de su ejército les aconsejó que no cometieran la temeridad de combatir contra los espartanos en campo abierto.
Aparte de los éxitos militares, otra forma de ganar influencia entre los ciudadanos era el evergetismo, la beneficencia de la que tan bien se supo servir Cimón. Según Plutarco, Pericles intentó imitarle al principio de su vida política, pero pronto renunció a ello porque se veía incapaz de competir con el hijo de Milcíades.Ahora bien, que no diese grandes banquetes como Cimón no significa que no gastara su fortuna, como todos los atenienses adinerados, en los servicios públicos denominados «liturgias». En realidad, no le quedaba otro remedio, porque así lo mandaba la ley.
Las liturgias eran una forma de impuestos. En lugar de recaudar un porcentaje de los ingresos de los ciudadanos más pudientes y dedicarlo a actividades culturales, sociales o militares, el Estado encargaba directamente a los miembros de las clases superiores que las pagaran y organizaran ellos mismos. De este modo, cada año se sorteaba quiénes habían de servir como trierarcas o patrocinar las festividades.
Un trierarca tenía que encargarse durante un año entero de mantener el trirreme que se le asignaba. El Estado ponía el barco y el equipo básico, las piezas de madera que se guardaban junto al trirreme en el astillero -remos, mástil, escaleras, etc.- y además pagaba los sueldos de la tripulación. Por su parte, el trierarca se encargaba de los aparejos y de que el barco estuviese en buenas condiciones. Pero además, con aquel talante competitivo tan propio de los helenos, los trierarcas rivalizaban entre sí por tener las naves más vistosas, para lo cual a veces adquirían sus propios remos y palos en vez de usar los que les suministraba la ciudad (que supongo que a veces se caían a trozos).También procuraban conseguir a los mejores pilotos y remeros, y los incentivaban pagándoles sobresueldos de su propio bolsillo.
Los encargados de las liturgias de festividades elegían, adiestraban y pagaban a los equipos participantes en los diversos certámenes que se celebraban en las fiestas religiosas. Como éstas eran numerosas, había cerca de cien liturgias que se sorteaban al año. La más prestigiosa era la de corego en los festivales dramáticos. Mientras que la ciudad pagaba a los poetas que escribían las tragedias y las comedias, y también a los actores, los coregos se encargaban de los gastos del coro, que era bastante nutrido: los coros cómicos constaban de un máximo de 25 miembros, y los trágicos de 15.
Por los abundantes discursos judiciales que nos han llegado, sabemos que tanto acusadores como acusados trataban de ganarse el favor del jurado -en el que predominaban, por pura estadística, los ciudadanos humildes- recordando cuánto dinero se habían gastado como trierarcas o coregos. Servir a la ciudad suponía un motivo de orgullo para los miembros de las clases superiores, y de paso una forma provechosa de canalizar sus instintos competitivos. Pero también era una buena defensa para evitar que la envidia natural de los que tenían menos se volviera contra ellos. Era preferible gastarse de buen grado el dinero en las liturgias y quedar bien con el démos que arriesgarse a ser denunciados por cualquier minucia y acabar pagando cuantiosas multas o, peor todavía, viendo confiscados todos sus bienes.
Pericles desempeñó sus liturgias como el que más. Además, empezó haciéndolo desde muy joven: fue corego de Los persas de Esquilo en 472, y la obra ganó el premio de aquel año. Pero cuando entró en la política se dio cuenta de que había otra forma mejor de bienquistarse al pueblo que luciéndose como corego o imitando a Cimón. En vez de repartir sus bienes como éste, «recurrió al reparto de los bienes públicos [...].Tras haber sobornado al pueblo con dietas por hacer de jurados y para asistir a los espectáculos y con otros honorarios y gastos, no tardó en volverlo contra el consejo del Areópago» (Plutarco, Pendes 9).
La cronología de Plutarco no es correcta. Fue Efialtes quien acabó con las prerrogativas del Areópago, puesto que Pericles aún permanecía agazapado en la segunda fila de la política. O, más que agazapado, invirtiendo en su futuro de líder, cosa que hizo proponiendo medidas como pagar dietas a los ciudadanos que eran elegidos para el jurado. Tan sólo eran dos óbolos al día, una especie de salario mínimo interprofesional, pero permitían a los más humildes participar en la administración de la justicia sin perder dinero. Lo cual tenía su importancia: todos los años salían elegidos por sorteo 6.000 jurados, de los que luego, a su vez, se sorteaban los que debían juzgar cada caso en concreto.` Las probabilidades de que un ciudadano cualquiera entrara tarde o temprano en la lista de los jurados eran prácticamente del cien por cien.
También se instituyó por aquel entonces el theorikón, una subvención para que los ciudadanos pobres pudieran asistir al teatro. No se trataba de una propina para divertirse, como la paga que damos a los adolescentes para el fin de semana. El teatro era un rito religioso y social, y las obras trataban a menudo cuestiones políticas de actualidad, ya fuera con cierto disimulo, como en las tragedias, o con todo descaro, como en las comedias: en éstas se ponía como hoja de perejil a los principales líderes políticos, como Pericles, Alcibíades o el demagogo Cleón, que no tenían más remedio que sonreír aunque a veces se dijeran auténticas atrocidades de ellos. En cierto modo, Pericles era afortunado de tener la cabeza en forma de pepino, pues esa broma fácil le ahorraba otras más groseras, como las que se hacían sobre la anchura del conducto rectal de Alcibíades.
Poco a poco se fueron aprobando pagas para los miembros del consejo, con lo que sus reuniones se hicieron más frecuentes, y también para los demás magistrados. Con el tiempo se llegaría incluso a sufragar a los ciudadanos que asistían a la asamblea.
Para los adversarios de la democracia todo esto suponía un soborno. Es cierto que nos puede recordar al mercado persa que se organiza hoy día en los meses anteriores a las elecciones gratis si me votan!»- y que Pericles debió de ganar muchos partidarios al proponer es tas medidas. Pero una vez aprobadas, daba igual que siguiera o no siguiera en el poder: los ciudadanos continuarían cobrando sus dietas por participar en el gobierno de la ciudad, sin tener que agradecérselo ni a Pericles en concreto ni a ningún otro aristócrata. Ese dinero se lo pagaba la ciudad de Atenas por cumplir con su deber de ciudadanos, y no se lo debían al evergetismo de Cimón ni de nadie más. De modo que, al contrario de lo que sugiere Plutarco, las medidas de Pericles no aumentaron el clientelismo político, sino que lo redujeron, ya que las dietas no dependían de un benefactor concreto sino de la ley. Consciente de ello, el pueblo se mostraba cada vez más orgulloso y soberano, para lo bueno y para lo malo. Porque tomar las decisiones por mayoría no evitaba que se cometieran errores, e incluso en ocasiones auténticas barbaridades, como veremos al hablar de la Guerra del Peloponeso y los casos de Lesbos y Melos.
De esta manera, convirtiéndose en el paladín de la democracia radical -aunque él personalmente era de ideas moderadas-, Pericles llegó a ser el hombre más influyente de Atenas durante cerca de veinte años. Como dijo de él Tucídides, «de nombre era una democracia, pero en realidad se trataba del gobierno del primer ciudadano» (Tucídides 2, 65). Pero no pensemos que Pericles se mantuvo en el poder concediendo subvenciones y prebendas al pueblo llano. Sus principales virtudes eran la inteligencia, el sentido común -que no siempre son lo mismo- y el don de la persuasión. Si tenía que llevar la contraria a la mayoría de la asamblea, lo hacía, y si creía que debía regañar a los atenienses, no se privaba de ello.
Sin embargo, este hombre admirable que llevó a la democracia ateniense a su apogeo fue el mismo que involucró a su ciudad en el conflicto más desastroso de su historia. Antes de hacerlo, Pericles realizó minuciosos cálculos logísticos, económicos y psicológicos. Estaba convencido de que en una guerra contra Esparta, a la larga, los recursos superiores de Atenas le darían la victoria siempre que no cometieran ninguno de estos dos errores: enfrentarse a los espartanos en campo abierto o tratar de aumentar su imperio. Lo que no podía prever Pericles era que el azar, en forma de unos microorganismos de cuya existencia no sospechaban ni siquiera los sabios como Anaxágoras, daría al traste con todos sus cálculos. Ni que la gloriosa Atenas, recién embarcada en la larga travesía de la Guerra del Peloponeso, se quedaría sin timonel al poco tiempo de salir del puerto.

  
 1 En cambio, las calles del Pireo eran más anchas y se cortaban en ángulos rectos, porque hacia el año 450 las remodeló el arquitecto Hipodamo de Mileto, el primer urbanista griego. Durante la segunda mitad del siglo v el Pireo se convirtió en el principal puerto del Egeo y casi en una ciudad por derecho propio. Era allí donde vivían más metecos -extranjeros domiciliados-, donde se llevaban a cabo las principales transacciones comerciales y donde actuaban los cambistas y banqueros en sus puestos conocidos como trápezai, «mesas».
2 Para los atenienses, las doce de la mañana más o menos era «la hora a la que se llena el mercado». Con una referencia tan vaga la puntualidad no podía ser precisamente suiza. El ritmo de vida en Atenas y el resto de Grecia, más parecido al de un país de Oriente Medio, nos habría sacado de quicio a los estresados occidentales de hoy, esclavos del reloj.
 da nombre al único grupo de reconstrucción histórica de hoplitas que, por el momento, hay en España: Athena Promakhos.
4 Existe otro templo octástilo en la ciudad de Selinunte, pero nunca se terminó, y además se encuentra en un estado aún más ruinoso que el Partenón.
5 Para consultar los textos de Anaxágoras y otros filósofos de la época recomiendo Los filóso os presocráticos, de Kirk y Raven, publicado por Gredos en 1981.
e En realidad, ni siquiera queda tan claro que llegara a producirse ese juicio.
' Una excepción sería Sócrates. Su padre Sofronisco era escultor, y él mismo había empezado en ese oficio. Pero pronto lo dejó por considerarlo servil... o porque tal vez no tenía demasiado talento. Aunque se llamaba a sí mismo pobre, poseía suficiente patrimonio (sospecho que heredado del trabajo de su padre) para servir como hoplita y vivir de las rentas que recibía al año. Trabajar, lo que se dice trabajar, no debió de hacerlo prácticamente en su vida. De alguna manera renegaba de la clase media a la que pertenecía y buscaba más la compañía de los aristócratas, algo que no le debieron de perdonar sus conciudadanos.
8 El Sócrates de Las nubes de Aristófanes da clases a sus discípulos en un lugar llamado «Pensadero», colgado de una cesta, mientras los alumnos se sientan en otras similares para que sus ideas se eleven sobre este mundo. Lo que enseña este pseudo-Sócrates es a estudiar los cuerpos celestes, como si fuera Anaxágoras, o a convertir lo blanco en negro y lo negro en blanco utilizando la esgrima verbal, algo típico de los sofistas. El verdadero Sócrates no se dedicaba a eso.
9 También la suerte jugó a su favor. Ocho de esas obras se han transmitido sólo en dos manuscritos medievales, por lo que parecen remontarse a un único volumen que sobrevivió casi por azar.
`Alguien se preguntará por qué pongo como modelo de ultrapuritanismo un manual católico de los años cincuenta en vez de criticar ejemplos sangrantes de moral machista que se ven hoy día en otras religiones. La razón es evidente. Resulta más fácil meterse con los curas y los obispos porque no suelen dictarfatwas contra los escritores.
" Cf. Blundell, 1995, p. 145, donde la autora nos da los nombres de dos posibles médicas, Fanóstrata y Hagnódice.
12 Aunque el discurso se lo había escrito el logógrafo Lisias, Eufileto tenía que leerlo en persona, pues tanto los acusados como los acusadores se representaban a sí mismos.
13 También si ese hombre seducía a su madre, su hermana, su hija, o incluso su concubina en caso de que estuviera con ella para engendrar hijos libres (MacDowell, 1986, p. 124). La seducción se consideraba más grave que la violación, porque implicaba corromper la moral de una mujer libre.
14 Tomo 1 de los discursos de Lisias, editados por Alma Mater en 1953.
15 El sorteo se realizaba a diario por medio de una máquina bastante ingeniosa, y se hacía justo antes del juicio, para evitar que los encausados tuvieran tiempo de sobornar a los miembros del jurado. Había juicios especialmente graves que se resolvían en asamblea, como el de los generales que mandaban en la batalla de las Arginusas y que fueron acusados de no recoger a los náufragos atenienses.

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