ien merece este personaje que nos
detengamos en él y en conocer cómo era la ciudad de Atenas bajo su liderazgo.
En parte por sus propios méritos y en parte por la buena prensa que tuvo entre
los historiadores desde el primer momento -la admiración que Tucídides sentía
por él se hace evidente leyendo su libro-, se ha identificado siempre a
Pericles con el esplendor de Atenas. De ahí que se hable de «la Atenas de
Pericles» o, exagerando todavía más, del «siglo de Pericles», como si hubiese
vivido tantos años como el mítico Argantonio de Tartessos.
Pericles, que nació en torno al año 495, era hijo de Jantipo,
general que mandó la flota ateniense en la victoria de Micale. Descendía del
clan de los Alcmeónidas por parte de su madre Agariste, y el gran reformador
Clístenes era tío abuelo suyo. Recibió la mejor formación intelectual que podía
brindarle su época, cuando la educación, al menos la elemental, empezaba a
extenderse por las capas sociales de la ciudad. Entre sus maestros tuvo al
músico y teórico Damón, el más brillante de su época, y al filósofo y
científico Anaxágoras; en el caso de este último habría que hablar de amigo más
que de maestro, puesto que Pericles era sólo unos años más joven que él, y
ambos mantuvieron una estrecha relación personal.
Es bien conocido el busto de Pericles en que aparece con un casco
corintio echado hacia atrás, al estilo de la diosa Atenea. Se hizo esculpir así
por un compromiso entre el realismo y la coquetería. Tenía la cabeza alargada como
un pepino y no quería que los retratistas lo representaran con ese defecto;
pero, si le hubiesen aplicado una especie de photoshop escultórico para limarle
el colodrillo, los atenienses, que tenían a la vista el modelo, se habrían
burlado de él.
En lo personal, Pericles era un hombre de carácter firme, pero
moderado. En una ocasión un ciudadano estuvo varias horas insultándolo en el
Ágora, en una especie de manifestación de protesta unipersonal. Pericles
aguantó sin inmutarse mientras realizaba las gestiones que le correspondieran
aquel día, y luego se dirigió a su casa. El tipo le fue siguiendo, sin parar de
soltarle lindezas, hasta que llegaron a ella. Entonces, como ya había
oscurecido, le dijo a uno de sus criados que acompañara al insultador a su casa
con una antorcha para que no se tropezara por el camino. Así nos lo cuenta
Plutarco (Perides 5), aunque no puedo dejar de pensar que tal vez Pericles,
harto de aquel sujeto, le dijo en voz baja a su esclavo: «Que parezca un
accidente».
UN PASEO POR ATENAS, LA
CAPITAL DEL NUEVO IMPERIO
La anécdota, verídica o no, ilustra no sólo el carácter de Pericles,
sino cómo eran las calles de la ciudad de Atenas en su época. No estaban
pavimentadas, por lo que en invierno se llenaban de barro y en verano de polvo.
Resulta comprensible que uno de los primeros rituales a los que se sometían los
invitados al llegar a la casa donde se celebraba un banquete era el de lavarse
los pies. Sócrates, que solía andar descalzo, debía llevar los pies tan negros
por la mugre del suelo que la célebre tribu algonquina de ese nombre lo habría
adoptado sin vacilar (al principio de El banquete de Platón, un amigo que se
encuentra con Sócrates comenta que iba «recién bañado y con sandalias, algo
raro en él»).
Además, en algunos puntos las calles eran tan estrechas que cuando
alguien salía de su casa golpeaba con los nudillos en la puerta para avisar de
que iba a abrirla y no aplastarle la nariz a algún transeúnte despistado. El
famoso «¡Agua va!» de Madrid también se estilaba en Atenas. Comentaba un autor
del siglo iIi que cualquier viajero que se encontrara de pronto con aquellas
calles tan estrechas y sinuosas, sin apenas conducción de agua ni
alcantarillado, o viera por dentro las casas tan humildes y poco confortables,
dudaría si en verdad había llegado a la famosa ciudad de los atenienses.'
Pero sus dudas se habrían despejado al llegar al Ágora, amplia y
despejada, con sus hermosos edificios públicos y los plátanos que había he cho
plantar Cimón para que dieran sombra con sus amplias hojas (una buena idea, ya
que en verano el sol aprieta en Atenas tanto como en cualquier ciudad del sur
de España). El Ágora estaba repleta de tenderetes y rodeada de comercios y
talleres, y a media mañana' siempre se llenaba de vendedores, compradores, y
también de vendedoras y compradoras, tanto esclavas como mujeres libres. Pero
éstas solían ser de condición humilde, ya que no estaba bien visto que las
damas casadas salieran a la calle. En el Ágora no faltaban ociosos como
Sócrates, y por doquier se veían corrillos en los que se conversaba de lo
divino y lo humano. Pues si algo les gustaba a los atenienses era discutir,
sobre todo de política.
(En este sentido no deben
haber cambiado tanto. En el año 1990 pasé por la plaza Omonia, «de la
Concordia», y vi lo que a primera vista me pareció una mezcla de manifestación
y pelea callejera. Pero en realidad se trataba de gente -bastante gente- que
discutía animadamente. Aunque parezca mentira, daban más voces que si hubieran
sido españoles).
Las tiendas de la plaza, que debían de ser poco más que barracones
con techo de cañas, se convertían en lugares de reunión para grupos de amigos o
conocidos. En particular, parece que la barbería era el sitio preferido para
charlar, poner a caer de un burro a Pericles y los demás políticos o diseñar
grandes estrategias para vencer a Esparta y dominar Grecia.
Además del Ágora, otro lugar que merecía la pena visitar dentro de
las murallas era la Acrópolis, pero sólo después de las obras que emprendió
Pericles. Por extraño que resulte, después de que los persas arrasaran la
Acrópolis, los atenienses dejaron pasar más de una generación sin construir en
ella. Tal vez querían conservar el recuerdo de lo sucedido, pero más bien
pienso que se hallaban demasiado ocupados levantando murallas para evitar que
futuros invasores hicieran lo mismo que Jerjes.
Por ciertos documentos, sabemos que en el año 450, a propuesta de
Pericles, los atenienses decidieron traspasar 5.000 talentos del tributo
acumulado de la Liga de Delos al tesoro de Atenea, en la Acrópolis. Con esta
ingente suma se financiaron las obras de reconstrucción de la ciudadela
sagrada. El director de todo el proyecto fue Fidias, escultor ateniense que
debía de tener más o menos la misma edad que Pericles y era íntimo amigo suyo.
Los aliados, por supuesto,
criticaron que los fondos de la Liga se emplearan en un fin para el que no
habían sido recaudados. La contestación ateniense fue algo así como: «¿Para qué
pagáis? Para estar protegidos, ¿verdad? Lo cierto es que gracias a nuestra
flota estáis protegidos. Entonces, ¿de qué os quejáis?». Por aquella época, una
vez firmada la paz con los persas, la Liga de Delos era teóricamente
innecesaria; pero Atenas ya la había convertido en un imperio, y todo estado
que intentaba borrarse de la lista sufría represalias casi instantáneas. Ahora
bien, en descargo de los atenienses hay que decir que, mientras los
agricultores o los artesanos de lugares como Metona, Clazómenas o Abdera
atendían sus labrantíos y sus talleres, los atenienses doblaban el lomo en las
infectas bodegas de los trirremes que recorrían el Egeo y lo mantenían libre de
piratas. Alguien tenía que compensarlos por ello.
Volviendo a las obras de la Acrópolis, Fidias empezó construyendo
una estatua enorme, la Atenea Prómacos,3 que medía unos nueve metros de altura
más la lanza que sujetaba en la mano derecha. Según las descripciones, era de
bronce -hueca, lógicamente-, y estaba tan bien situada que los barcos que se
acercaban a Atenas después de doblar el cabo del Sunión veían el reflejo del
sol en la punta de la lanza. La estatua, que fue trasladada a Constantinopla en
época romana, sobrevivió hasta principios del siglo xiii, gracias a lo cual nos
ha llegado una descripción del historiador bizantino Niketas Khoniatas.
Pero la estrella de las obras de la Acrópolis era el Partenón. Su
nombre deriva de parthénos, «virgen», ya que tal era la condición de la diosa
Atenea a la que estaba consagrado. Las obras empezaron en 447 y terminaron en
432, aunque se inauguró oficialmente en 438. Los estudiantes de historia del
arte lo reconocen fácilmente en los temidos exámenes de diapositivas, porque el
Partenón es uno de los escasos templos octástilos, es decir, con un frente de
ocho columnas, cuando lo habitual era construirlos con seis.4
Los templos griegos se hallaban plagados de esculturas. En el
entablamento, la cornisa que descansaba sobre las columnas y sujetaba el
tejado, se alternaban unas placas denominadas triglifos -«tres muescas» con
otras llamadas metopas. Las metopas del Partenón estaban decoradas con
altorrelieves que representaban diversas luchas de la razón y el or den contra
la barbarie y el desorden. Para representar a las fuerzas del orden los
escultores eligieron a los griegos, y en particular a los atenienses, mientras
que en las hordas del caos nos encontramos con centauros, gigantes y, lamento
decirlo, amazonas. Muy feministas no eran estos griegos.
Rodeando la cella, el espacio
interior del templo donde se albergaba la estatua, había un larguísimo friso:
más de 150 metros de bajorrelieve en los que Fidias y los escultores de su
taller plasmaron la procesión de las fiestas Panateneas. Pero las esculturas
mayores se hallaban en ambos frontones, los espacios triangulares que quedaban
entre el entablamento y el tejado a dos aguas. En uno de ellos, el oriental, se
representaba el nacimiento de Atenea. En el occidental, esta misma diosa y
Poseidón disputaban por el dominio del Ática. Las estatuas, bastante
deterioradas, se encuentran en el Museo Británico para desesperación de los
griegos. Aunque suele hablarse de «expolio», el diplomático que las llevó a
Londres, lord Elgin, se las compró al gobierno turco, que por aquel entonces
dominaba Grecia.
EL DESNUDO FEMENINO EN
EL ARTE
El arte griego llevaba representando desnudos de hombres desde hacía
mucho tiempo, pero tenía más pudor con los femeninos, sobre todo si se trataba
de diosas. En ese sentido es revelador comparar las estatuas masculinas de la
Época Arcaica conocidas como koúroi, siempre sin ropa, con las kórai, siempre
vestidas.
Sin embargo, a los escultores les apasionaba tanto la anatomía
humana que no se resistieron mucho tiempo a mostrar el cuerpo de la mujer.A
mediados del siglo v apareció una nueva técnica que se suele considerar
innovación de Fidias, los llamados «paños mojados». Sin embargo, existe un
relieve probablemente anterior, el llamado Trono Ludovisi, en el que aparece
Afrodita saliendo de un estanque con una túnica empapada que no deja mucho a la
imaginación (además, en un lateral de ese supuesto trono se ve una figura
completamente desnuda, una flautista). En las figuras de los frontones del Par
tenón también se aprecia la técnica de los paños mojados, que ya no se dejó de
usar.A finales del siglo v se encuentran otras muestras de semidesnudos femeninos,
como la Nike que se desata una sandalia en el templo de Atenea Nike en la
Acrópolis, o la Nereida encontrada en Janto, en Licia: en este curioso ejemplo,
es el viento el que pega la ropa al cuerpo de la diosa.
Ya bien entrado el siglo iv,
Praxíteles se atrevió a representar a una diosa completamente desnuda, y en
varias ocasiones. Por supuesto, eligió a Afrodita, la divinidad que menos podía
ofenderse con él. Como modelo le sirvió su amante, la célebre cortesana Frine.
Los atenienses llevaron a ésta a juicio por impiedad, ya que se había atrevido
a prestar su cuerpo a una diosa, ¡y en cueros! Como era mujer, no podía
defenderse por sí misma, así que se encargó de ello el orador Hipérides. Bien
fuera porque se había quedado sin argumentos o porque lo tenía ya planeado, en
un momento dado arrancó el manto que cubría a la hermosa hetaira y la dejó
desnuda ante los jueces. «Pero ¿vosotros creéis de verdad que hay algún pecado
en enseñar este cuerpazo?», les dijo, y el jurado la absolvió. Para mí que non
vero, pero hay que reconocer que é ben trovato.
En contra de quienes pudieran pensar en una instrumentalización del
cuerpo de la mujer, la experta Sue Blundell piensa que la introducción del
desnudo femenino en el arte era una señal de que el estatus social de la mujer
estaba mejorando (Blundell, 1995, p. 193). ¿La razón? Los escultores llevaban
mucho tiempo representando hombres desnudos, y es evidente que eso no
menoscababa el estatus masculino, que seguía siendo superior. La desnudez
representaba admiración, no degradación, y esa admiración se transmitió a las
mujeres en una época en que la estricta barrera entre lo masculino y lo
femenino empezaba a agrietarse un poco.
La escultura más espectacular
del Partenón se hallaba en su interior: la colosal estatua de Atenea, armada
con escudo, yelmo y lanza. Medía más de 12 metros y sobre el núcleo de madera
llevaba más de una tonelada de placas de oro, mientras que las partes desnudas
-la piel, los brazos- estaban recubiertas de marfil. Hoy sólo la conocemos por
descripciones y por copias a pequeña escala que no le hacen ninguna justicia.
El Partenón actual está muy
deteriorado. En 1687, mientras los venecianos asediaban Atenas, los turcos
usaron el templo como polvorín, con tan mala suerte que un cañonazo impactó en
él y... El resto lo podemos imaginar.
Quien quiera hacerse una idea del aspecto que tendría el templo en
la época de Pericles puede consultar la página www.nashville.gov/parthenon.
Allí comprobará que en la ciudad de Nashville, capital del Estado de Tennessee,
se construyó en 1897, con motivo de una exposición conmemorativa, una réplica a
escala natural del Partenón. Después, en los años veinte el pabellón se reforzó
con cemento para hacerlo duradero. En el templo hay reproducciones de las
estatuas originales, incluyendo la escultura gigante de la Atenea central, que
en los últimos años se ha decorado con pan de oro para que se parezca lo más
posible al original (en mi opinión, le ha quedado un aire de muñeca de
porcelana que provoca cierto escalofrío). Otro detalle realista del Partenón de
Nashville es que las metopas y los frisos están pintados: los griegos
coloreaban sus estatuas, de tal manera que el conjunto de la Acrópolis o de
cualquier otro santuario, como Olimpia o Delfos, presentaba un aspecto mucho
más alegre y abigarrado del que se suele imaginar.
Además del Partenón, se levantaron en aquella época los Propíleos,
una columnata monumental que daba acceso a la Acrópolis por la parte oeste, y
el Erecteo. Este santuario tenía una forma peculiar, ya que cubría varias zonas
de suelo sagrado que no se podían nivelar: en su interior se hallaban la fuente
de agua salada que había abierto el tridente de Poseidón y la tumba del héroe
Erecteo. La parte más conocida de este templo es el pórtico de las Cariátides,
cuyo techo se sostiene no sobre columnas sino sobre estatuas femeninas a las
que los atenienses llamaban simplemente «las Doncellas». Las que pueden verse
hoy día en el Erecteo son réplicas, ya que los originales -salvo uno que está
en Londres- se encuentran en el Museo de la Acrópolis, para protegerlos de la
intemperie.
Se cuenta que a Fidias lo acusaron de escamotear parte del oro
destinado a la estatua de Atenea. Logró salvarse de la acusación gracias a que
las placas de oro se podían desmontar y pesar. Aunque Plutarco dice que murió
en prisión, parece que el escultor simplemente se marchó de Atenas hacia el año
430 y trabajó en otro gran proyecto: la estatua de Zeus en Olimpia. Esta
imagen, también crisoelefantina -de oro y marfil- medía tanto como la Atenea,
con la diferencia de que estaba sentada, y daba la impresión de que si el dios
se ponía en pie podía arrancar el techo con la cabeza. En cierto modo, la cella
que rodeaba a las estatuas de Fidias era demasiado pequeña y seguramente no
dejaba apreciar del todo la belleza de estas obras; pero el propósito era que
las divinidades representadas parecieran aún más imponentes y poderosas, no
buscar un equilibrio de espacios como habría hecho un arquitecto moderno.
El Zeus Olímpico estaba
considerado una de las Siete Maravillas. Como todas las demás, salvo las
pirámides, se perdió hace siglos. En este caso, el culpable fue el emperador
Teodosio, que hizo que cerraran todos los templos paganos a partir del año 391
d.C. La estatua de Zeus fue trasladada a Constantinopla, donde quedó destruida
por un incendio en el siglo siguiente. El mismo destino que seguramente corrió
su hija, la Atenea del Partenón.
EL AMBIENTE INTELECTUAL DE LA ATENAS DE PERICLES
Los problemas que sufrió Fidias se suelen achacar a su amistad con
Pericles: el estadista era casi intocable por el apoyo que recibía de los
votantes, pero sus amigos no. Otro que se vio en apuros fue Anaxágoras. Este
pensador había nacido en la ciudad joma de Clazómenas, situada a medio camino
entre Mileto y Focea. Según algunas fuentes, salió de su patria a raíz de las
Guerras Médicas para dirigirse a esta ciudad, pero otras más fiables parecen
fechar su llegada a Atenas en el año del arcontado de Callas, en 456, cuando
Pericles empezaba a despuntar. De ser así, la influencia que el filósofo
ejerció sobre Pericles no se habría producido durante su juventud, sino ya en
su madurez.
Como ocurre con la mayoría de los llamados filósofos presocráticos,
es muy dificil saber qué pensaba realmente Anaxágoras, ya que sólo nos han
llegado fragmentos de sus textos. Pero es evidente que le atraían los misterios
del firmamento. Se dice que predijo un eclipse de sol, como Tales, y algo
incluso más dificil de vaticinar: la caída de un meteorito en Egospótamos, en
el estrecho de los Dardanelos, en el año 468. De ser verdad, con un equipo
formado por Anaxágoras y Bruce Willis la Tierra tendría más que de sobra para
protegerse de las amenazas del espacio exterior y no haría falta gastarse el
dinero en satélites ni sondas.
Si se relaciona a Anaxágoras
con ese meteorito es porque, llevado por su curiosidad natural, debió de
acercarse a estudiarlo. Tal vez de ese examen extrajo la conclusión de que los
cuerpos celestes se componían de piedra o metal incandescente. También afirmó
que la Luna no emitía luz propia, sino que reflejaba la del Sol, y que se movía
en una órbita más baja, por lo que de vez en cuando se interponía por delante
de éste y provocaba eclipses. No todas sus conjeturas eran correctas: también
aventuró que las corrientes de aire acumuladas en el interior de la tierra
producían terremotos, a modo de colosales ataques de gases.
Las teorías de Anaxágoras sobre la naturaleza se difundieron con
relativa rapidez. Teniendo en cuenta que no existía todavía industria
editorial, por Atenas corría un libro de Anaxágoras que empezaba así: «En el
principio, todas las cosas estaban juntas, y eran infinitas en número y
pequeñez». Después, una inteligencia rectora, llamada Noús en griego, empezó a
remover esta masa amorfa para convertirla en un torbellino que de alguna manera
se autoorganizó por su cuenta, sin necesidad de ulteriores intervenciones del
Noús. El libro se podía comprar por una sola dracma, de modo que no debía de
ser muy extenso.'
A los más retrógrados de entre los atenienses no debió hacerles
ninguna gracia que Anaxágoras relegara a dioses tan importantes como Helios y
Selene al papel de simples pedruscos espaciales, de modo que lo llevaron a
juicio en torno al año 436. Es cierto que la verdadera causa de este proceso
pudo ser su amistad con Pericles, del mismo modo que le había sucedido a
Fidias. Pero no hay que subestimar el conservadurismo religioso de los griegos.
No queda claro si el tribunal desterró a Anaxágoras o él mismo se marchó de
Atenas huyendo de una pena mayor.' El caso es que acabó sus días en la ciudad
de Lámpsaco, situada en la costa asiática de los Dardanelos, donde al menos sus
habitantes lo trataron con la consideración que un sabio de su talla se
merecía.
En estas décadas maravillosas de Atenas, acudieron a ella
intelectuales y artistas de todo el mundo griego, atraídos por el prestigio
creciente de la ciudad, y también por el dinero que se movía en ella. No todos
obtenían la misma consideración. De nuevo me siento obligado a repetir que la
visión que nos transmiten los textos literarios se halla distorsionada por los
prejuicios aristocráticos de sus autores. Basándonos sólo en ellos, uno llega a
pensar que el trabajo manual tenía una pésima reputación entre los griegos,
sobre todo si era remunerado, ya que creían que el hecho de que alguien pagara
a otra persona por su trabajo lo convertía de alguna manera en su amo. Por eso,
incluso escultores de la reputación de Fidias se encontrarían un peldaño por
debajo en la escala social comparados con ociosos aristócratas que no sabían
hacer ni la ómicron con un canuto. Sirva de ejemplo este texto de Plutarco:
Ningún joven de buena familia
que contemple el Zeus de Pisa [el Olímpico] querrá por ello convertirse en
Fidias; ni en Policleto al ver la Hera de Argos; ni en Anacreonte, Filemón o
Arquíloco por más que disfrute con sus poesías. Por el hecho de que se disfrute
con la obra no necesariamente se ha de pensar que el artífice es digno de
estima (Pericles 2).
Es decir, que para las élites dominantes todos estos genios no eran
más que artesanos asalariados con cierto talento de cuya obra se podía
disfrutar, pero sin frecuentar demasiado su compañía. Sin embargo, creo que le
damos demasiada importancia al pensamiento de dichas élites, como si ellas y
sólo ellas constituyeran el cien por cien de la sociedad. Estoy convencido de
que, cuando la gente del pueblo llano veía pasar a Fidias y a sus aprendices de
camino a las obras de la Acrópolis, se oían susurros de admiración. Por otra parte,
los artistas poseían sus propios ideales, se sentían orgullosos de su trabajo y
se admiraban unos a otros.' Lo que ocurre es que, en lugar de reivindicarse por
escrito, lo hicieron dejándonos obras memorables, como las estatuas de Fidias
para el Partenón, el Doríforo de Policleto o el mismísimo Partenón de Ictino y
Calícrates.
El prejuicio noble contra los que cobraban por su trabajo se
extendía a la enseñanza. Por aquel entonces, muchos niños atenienses recibían
una mínima instrucción primaria con el maestro llamado grammatistés, que les
enseñaba a leer, escribir y unas cuantas reglas aritméticas. Pero estos
docentes estaban entonces peor considerados incluso que ahora (que ya es
decir). Sin embargo, había otros maestros de cultura que sí eran más apreciados,
y que también acudieron en tropel a la Atenas de Pericles: los sofistas.
Como ya señalé en una nota,
«sofista» significaba algo así como «persona que se dedica profesionalmente a
la sabiduría». Las enseñanzas de los sofistas eran muy variadas: astronomía,
cálculo, música, incluso etimología (errónea casi siempre). Pero los más
apreciados se dedicaban a la retórica, y cobraban sus lecciones a precio de
oro, sobre todo en Atenas. Era pura cuestión de oferta y demanda: para triunfar
ante la asamblea y para sobrevivir en los constantes pleitos en que se veían
envueltos los ciudadanos, sobre todo si eran ricos, resultaba imprescindible
dominar el arte de la palabra. La retórica era una ciencia nueva en la que
había pocos expertos, así que, lógicamente, estaban muy cotizados. Los más
valorados de estos sofistas eran Gorgias de Leontinos y Protágoras de Abdera.
Hay una escena al principio del diálogo Protágoras de Platón en que
Sócrates y su joven amigo Hipócrates llegan a casa del rico Callas, donde se aloja
Protágoras en su visita a Atenas. Reparemos en ello: un hombre que realizaba un
trabajo remunerado y al que, sin embargo, invitaban en los hogares de la alta
sociedad como si fuese el príncipe de una potencia extranjera. El respeto que
sentían todos por Protágoras queda de manifiesto cuando, en una escena
impagable, vemos al sofista pasear mientras diserta, seguido por decenas de
personas ávidas de oír sus palabras. De pronto, Protágoras se da la vuelta. En
ese momento, el coro que le sigue se abre en dos para dejarle el camino libre,
y todos esperan a que haya pasado para volver a caminar junto a él, pero
siempre detrás y sin estorbarle el paso.
La moraleja, para mí, está clara: el trabajo asalariado entre los
griegos estaba mal visto, a menos que el salario fuese muy alto. En ese
sentido, no hay tanta diferencia con lo que ocurre en nuestros días.
La época de Pericles fue también la edad de oro del teatro clásico.
Además, los atenienses podían enorgullecerse de que, a diferencia de los
sofistas, tanto los tres grandes trágicos como el comediógrafo Aristófanes eran
conciudadanos suyos.
Esquilo, que había participado en la batalla de Maratón, murió en
Sicilia -fuera de un tortugazo o por causas naturales- por las mismas fe chas
en que Pericles saltó a la palestra política. Pero Sófocles se hallaba en su
plenitud; una plenitud que, por cierto, se extendió durante bastantes décadas.
Vivió hasta los noventa años, casi hasta el final de la Guerra del Peloponeso,
aunque al menos se ahorró ver su triste final. Cuando era anciano, sus
parientes intentaron declararlo incapaz para manejar su hacienda. Para
demostrar que no chocheaba, Sófocles leyó ante el jurado unos fragmentos de su
última tragedia, Edipo en Colono, y logró conmover tanto a los jueces que aquello
se convirtió en una llantina general y prácticamente lo sacaron del tribunal a
hombros como si estuviera en las Ventas. Por supuesto, lo absolvieron y
multaron a sus hijos.
También por aquel entonces
empezaba a despuntar Eurípides, que representaba el espíritu de los nuevos
tiempos. Si Esquilo y Sófocles defendían la fe tradicional, cada uno a su
manera, leyendo a Eurípides es fácil darse cuenta de que, si no era un
descreído total, al menos no aceptaba la religión de los dioses olímpicos tal
como se había entendido hasta entonces. Este trágico, cuyo pensamiento se
relaciona con el de los sofistas o el del mismo Anaxágoras, se hallaba en la
vanguardia de su tiempo. Pero que en Atenas hubiese pensadores tan avanzados no
significaba que sus ideas fuesen populares entre la gente, como demuestran el
proceso contra Anaxágoras o las carcajadas que despertaban las puyas del
conservador Aristófanes contra Sócrates... por ideas que éste, en realidad, no
defendía.' Este panorama explica que Eurípides no fuera demasiado apreciado en
su tiempo. Así lo demuestra que sólo ganara cuatro veces el premio a la mejor
tragedia en las fiestas Dionisias, mientras que Esquilo lo había conseguido
trece veces y Sófocles nada menos que dieciocho.
El público posterior fue más benévolo o más justo con Eurípides, ya
que sus ideas, sus tramas y la psicología tan desarrollada de sus personajes
-especialmente los femeninos- eran más del gusto de la Época Helenística. Por
tal motivo, sus obras se copiaban más a menudo, de modo que han llegado hasta
nuestros días dieciocho tragedias suyas y un drama satírico. 'A cambio, se
conservan sólo siete obras de Esquilo y otras tantas de Sófocles. Me pregunto:
¿el hecho de que la posteridad le diera la razón compensaría a Eurípides de
tener tan poco éxito en vida? Como escritor, prefiero no contestarme.
HISTORIAS DE MATRIMONIO Y
MORAL
Bajemos de las alturas artísticas e intelectuales para pisar el
suelo de la vida cotidiana. Pericles, nuestro estadista, se divorció de su
primera mujer, con la que había tenido dos hijos, para irse a vivir con la
célebre Aspasia. Ésta había nacido en Mileto hacia el año 470, por lo que era
unos veinticinco años más joven que Pericles. Antes de que nos lancemos a
criticarlo -el típico hombre poderoso que, cuando le entra la crisis de la
mediana edad, deja tirada a su esposa y se larga con una Lolita-, pensemos que,
si Pericles había seguido las costumbres típicas de su ciudad, su primera mujer
también sería bastante más joven que él, casi quince años.Además, él mismo se
encargó de dejarlo todo bien atado buscándole un marido.
Desde el punto de vista práctico, puede decirse que Aspasia era la
esposa de Temístocles. Desde el legal, ya resulta más dudoso. En aquella época,
y por iniciativa del mismo Pericles, se habían aprobado leyes de ciudadanía más
restrictivas que habrían dejado fuera del censo a personajes tan distinguidos
como Temístocles y Cimón. Para que alguien pudiera inscribirse en el registro
como ciudadano, tanto su padre como su madre tenían que ser atenienses. Los
hijos de matrimonios mixtos entre atenienses y extranjeros recibían la misma
consideración que los hijos ilegítimos, por lo que se puede afirmar que dichas
uniones tenían tanta validez como si ambos miembros de la pareja estuvieran
simplemente arrejuntados, por usar un término castizo.
Al final de sus días, Pericles tuvo ocasión de arrepentirse de esta
ley. Sus dos vástagos mayores, Jantipo y Paralo, murieron por una epidemia. Tan
sólo le quedaba vivo Pericles Jr., el hijo que había tenido con Aspasia. Pero
no podía ser su heredero legal, pues no era ciudadano. Sin embargo, los
ciudadanos, teniendo en cuenta los servicios de Pericles a la ciudad, hicieron
una excepción y permitieron que su hijo fuera inscrito en el censo.
De Aspasia se decía que era una hetaira, literalmente «compañera»,
nombre que recibían las cortesanas. La definición del DRAE de cortesana, «mujer
de costumbres libres», es en cierto modo correcta, pese al tufillo a naftalina
que desprende. Pues aunque el diccionario usa «libres» en el sentido de
«licenciosas» o «indecentes», estas hetairas gozaban de más li bertad en muchos
aspectos que las damas casadas. Solían ser mujeres de gran belleza, o al menos
lo bastante atractivas para conseguir amantes adinerados y poderosos, y
recibían una educación esmerada en música, poesía y otras disciplinas, de tal
modo que sus «salones» se convertían en lugares de animadas conversaciones
culturales. Algunas de las cortesanas más célebres mantuvieron relaciones con
artistas o políticos destacados, como Tais, que acompañó a Alejandro Magno en
su expedición a Asia y luego se convirtió en amante de su general Ptolomeo,
futuro rey de Egipto. De Sócrates se cuenta que conversaba de temas elevados
con la cortesana Teodota mientras ésta posaba para un pintor. Debía de ser una
escena algo surrealista: la hermosa Teodota tan desnuda como Afrodita al salir
de las aguas y conversando sobre temas filosóficos con uno de los hombres más
feos de Atenas.
Otra anécdota célebre tiene
que ver con la hetaira Frine, de quien ya hemos visto que sirvió como modelo
para las Afroditas de Praxíteles. Éste le ofreció como regalo una estatua, la
que ella quisiera, pero se negó a decirle cuál de todas las que había esculpido
era la que él mismo prefería. Poco después, un esclavo de Frine entró corriendo
y avisó a Praxíteles de que su estudio se había incendiado y casi todas sus
obras habían quedado destruidas, salvo dos o tres. Praxíteles salió corriendo,
mientras gritaba que si el Eros y el Sátiro se habían salvado, no todo estaba
perdido. Entonces Frine le confesó que todo había sido un ardid suyo, y le
pidió que le regalara su Eros, a lo que Praxíteles no tuvo más remedio que
acceder.
Es posible que Aspasia fuese una cortesana, pero también que dicha
nominación se tratara de una calumnia de los enemigos políticos de Pericles. En
realidad, existían ocasiones en que las fronteras se hacían borrosas. Como
Aspasia era extranjera, su matrimonio no tenía validez legal, por lo que su
situación era similar a la de una concubina o a la de una hetaira con un solo
cliente. Por otra parte, Aspasia venía de Jonia, donde las mujeres poseían más
libertad que en Atenas, y al no estar legalmente casada no sufría las
restricciones de las esposas atenienses. La impresión que nos da es que, cuando
Pericles traía invitados masculinos a cenar, Aspasia no salía corriendo para
esconderse en el gineceo, sino que compartía con ellos el banquete y las
conversaciones sobre cuestiones políticas e intelectuales.Todo ello, aunque su
relación con Pericles fuera estrictamente mo nógama, le habría dado la
reputación de hetaira, que algunos exageraron todavía más difundiendo el rumor
de que regentaba un burdel.
LA CASA GRIEGA
Las viviendas griegas seguían el típico modelo meridional, un patio
interior rodeado por habitaciones. Las estancias recibían la luz de este patio
interior, pues apenas había ventanas, y si las había eran muy pequeñas, de modo
que el interior de la casa no se veía desde el exterior.
Normalmente, las casas eran rectangulares, con el lado más estrecho
orientado hacia la calle. Si la vivienda era más lujosa, podía tener dos
patios. En tal caso, alrededor del primero estaban las habitaciones de los
hombres, mientras que las estancias femeninas (el gineceo) se hallaban junto al
segundo patio, o en el piso superior si lo había. El gineceo estaba siempre lo
más lejos posible de la entrada, y separado del resto de la casa por una puerta
con su propia llave. Sólo los varones de la familia podían entrar en estas
habitaciones, y cuando había visita las mujeres se retiraban discretamente a
estos aposentos. Los objetos de valor y el dinero se guardaban en el gineceo.
En cierto modo, las viviendas griegas eran como fortalezas donde los hombres
custodiaban sus bienes y sus mujeres: muchas casas rurales, y también algunas
urbanas, tenían torres que servían a la vez para vigilancia y protección.
Las paredes eran de adobe, o de barro y cascotes sostenidos por
encofrados. Lógicamente, había que efectuar reparaciones constantes por la
humedad, y cuando se producía un terremoto todo se venía abajo. Sufrían también
otro problema: era tan fácil agujerearlas que los ladrones, en lugar de forzar
las puertas, horadaban los muros de las casas. Por dentro las paredes se
enlucían con yeso y se pintaban. El color rojo era el más popular, a veces solo
y a veces combinado con otros en franjas variadas. También se han encontrado
paredes con molduras de yeso imitando sillares de piedra.
Los suelos eran de tierra batida, salvo en algunas estancias, como
los baños o el andrón. Esta habitación, como su nombre indica, era la de los
hombres. En los lados del andrón solía haber una especie de tarima elevada
donde se colocaban los divanes para que los invitados se reclinaran. (Los
varones griegos comían recostados, como los romanos. Entre las mujeres, sólo
las hetairas lo hacían). En las casas más ricas la parte central del suelo, más
baja que la tarima, se decoraba con mosaicos.
No parece que existiera una
habitación dedicada específicamente a la cocina: se preparaba la comida sobre
cualquier fuego, en trípodes o rejillas dispuestas a tal efecto. En algunas
casas había baños, con bañeras de asiento fabricadas en terracota. Para otras
necesidades, se servían de cubos cuyo contenido se vaciaba luego en la calle,
al menos en Atenas. En la ciudad de Olinto se han encontrado letrinas con
tuberías de terracota que conducen los desperdicios fuera de la casa.
En los hogares griegos no se veían demasiados muebles. Las sillas,
camas y divanes eran de madera, con asientos de correas entrelazadas. Había
ánforas de diversos tipos, que servían para contener agua, vino o aceite al
mismo tiempo que como decoración. Para guardar la ropa y otros objetos tenían
grandes arcones de madera, en los que metían membrillos o flores secas para
perfumarlos. Se calentaban con braseros, y se iluminaban con lámparas de metal
o de cerámica que sujetaban con trípodes o que colgaban del techo con cadenas o
cordeles. El combustible más habitual para estas lámparas era el aceite de
oliva.
En el afán de criticar a esta
pareja, muchos atenienses llegaron a censurar a Pericles porque cuando salía y
entraba de casa le daba un beso a Aspasia. ¡Qué indecencia! Y eso que estamos
hablando de un casto beso en la mejilla. (Bien es cierto que el beso en la
mejilla no siempre ha sido tan casto. En un manual de teología moral para
seglares con el que nos daban clase de Religión se decía algo así como: «El
beso en la mejilla entre novios no pasará de pecado venial si se hace sin ánimo
lascivo», etc.10 La cursiva es mía, por supuesto).
Curiosamente, cuando Pericles pronunció el elogio de los caídos en
el primer año de la Guerra del Peloponeso, dijo que las mujeres debían procurar
que se hablara de ellas entre los hombres lo menos posible (Tucídides 2, 45).
Tal vez Pericles mantenía un doble discurso, porque sabía que sus oyentes no
aprobaban su forma de vivir con Aspasia. Para que nos hagamos idea de lo que
pensaban los atenienses, según el orador Hipérides las mujeres casadas no
debían salir a la calle hasta llegar a una edad tal que la gente no se
preguntara: «¿Quién será su marido?», sino «¿Quiénes serán sus hijos?». Si un
hombre acudía con una mujer a un banquete en casa de algún amigo, se daba por
supuesto que era una cortesana o prostituta. También es cierto que, si dicha cortesana
era una hetaira célebre, el prestigio de su acompañante masculino subía muchos
puntos entre los demás.
¿A qué se debía esta doble
moral? El temor que sentían los atenienses por convertirse en cuclillos y criar
los hijos de otros hombres, tal como le había pasado a Anfitrión con Heracles,
rondaba lo patológico. Por eso encerraban a sus mujeres bajo llave en el rincón
más recóndito de la casa. O eso nos querían hacer creer: también había muchas
anécdotas sobre mujeres que dominaban a sus maridos, o que prácticamente les
pegaban con el rodillo en la cabeza. El mal genio de Jantipa, la mujer de
Sócrates, era proverbial. Aunque nadie votaría por Sócrates como el marido
ideal (desde luego, mucho dinero no llevaba a casa).Y, si hacemos caso a las
comedias de Aristófanes, con la excusa de ir a casa de la vecina a pedir una
cebolla o aceite para las lámparas, las mujeres casadas se montaban sus propias
fiestecitas particulares, en las que se achispaban un poco con vino y se lo
pasaban en grande. ¡Bien por ellas!
En cualquier caso, hay que tener en cuenta el gran número de
mujeres, esclavas o de clase humilde, que salían de sus casas para trabajar, y
que no debían de ver eso forzosamente como una liberación: lavanderas,
comadronas, vendimiadoras, nodrizas, vendedoras en el mercado. Se encontraban
también, aunque no fuese la norma, mujeres que pintaban cerámica y otras que
practicaban la medicina, entre otras actividades tradicionalmente restringidas
a los hombres." No obstante, el trabajo más habitual para las mujeres
debía de ser confeccionar ropa en casa, ya fuera para vestir a los miembros de
la familia, lo que se consideraba una ocupación perfectamente digna incluso
para mujeres nobles (motivo por el cual Alejandro Magno ofendió sin querer a la
madre de Darío cuando le ofreció lana para que no se aburriera en su
cautiverio), o para vender la ropa fuera de casa, algo que estaba peor visto.
Hay un caso judicial, el
primero de la colección de Lisias, que nos ilustra sobre ciertos detalles de la
vida cotidiana de un matrimonio ateniense. Aunque se redactó hacia el año 400,
habría valido perfectamente para unas décadas antes. Se trata de un discurso de
defensa en el que un ciudadano llamado Eufileto cuenta la historia de su
matrimonio. Cuando se casó, al principio no confiaba en su mujer, «como era
natural» -esto lo dice delante de cientos de jurados, lo que significa que
ellos debían de pensar lo mismo-. Después, una vez que el matrimonio tuvo al
primer hijo, Eufileto se quedó más tranquilo: después de la concienzuda
vigilancia a la que había sometido a su esposa, estaba convencido de que en el
ADN de la criatura no había genes extraños. Así que le entregó las llaves de la
casa y empezó a relajarse un poco más. Su mujer era una esposa excelente:
ahorradora y buena organizadora. El término griego exacto es oikonómos,
«administradora del hogar», de donde procede el término «economía». Lo que nos
demuestra que las casas eran, de hecho, el reino de las mujeres.
El matrimonio había llegado a un arreglo curioso. La casa tenía dos
pisos y, como era natural, los aposentos de las mujeres estaban en el de
arriba, separados del resto por una puerta con llave. Pero cuando nació el
bebé, Eufileto se mudó al piso superior y dejó a las mujeres el de abajo, de
modo que su esposa no corriera peligro cada vez que tenía que bajar la escalera
para lavar al niño.
Eufileto, como tantos atenienses que vivían en la ciudad, poseía
pequeñas fincas en el campo y a veces se ausentaba uno o varios días para
atenderlas. Una noche terminó de darle al arado antes de tiempo y regresó de
improviso en lugar de quedarse a dormir en el campo. Después de cenar, la
pareja iba a acostarse cuando el niño empezó a llorar en el piso de abajo.
Luego descubrió Eufileto que una criada estaba pellizcando al bebé para que
llorara; pero de momento, sin sospechar nada, le dijo a su mujer que bajara a
darle el pecho. «Sí, te voy a dejar solo aquí arriba para que te tires a la
chica, como hiciste la última vez que te emborrachaste», respondió ella, y
Eufileto se rio (la traducción «tirarse» es prácticamente literal). Que los
maridos se acostasen con esclavas no se consideraba legalmente adulterio,
aunque no creo que a las esposas les hiciera demasiada gracia. Como de broma,
al salir de los aposentos ella cerró la puerta con llave. Eufileto, que llegaba
cansado del campo, no dijo nada y se durmió como un tronco, pero en plena noche
sintió que se abrían y cerraban las puertas que comunicaban las habitaciones
con el patio y el patio con la calle. Al día siguiente, su mujer le dijo que se
le había apagado la lámpara que tenía junto al niño y que había ido a casa de
los vecinos a pedir fuego.
Pocos días después, una
anciana se acercó a Eufileto y le transmitió un recado de parte de otra mujer.
Ésta era amante de un tal Eratóstenes, pero estaba despechada porque el sujeto
en cuestión se acostaba también con la esposa de Eufileto y con muchas otras.
«Interroga a la esclava que os hace la compra en el Ágora», le aconsejó, «ella
está en el ajo».
Con amenazas de azotarla y ponerla a trabajar en el campo como una
mula, Eufileto consiguió que la esclava involucrada en el asunto lo confesara
todo. Así supo que Eratóstenes había visto por primera vez a su esposa durante
un entierro -una de las escasas ocasiones en que una mujer casada de clase alta
salía a la calle, y se había encaprichado de ella, por lo que empezó a mandarle
notas por medio de la esclava. A los pocos días, la esposa se dejó seducir, y a
partir de ese momento, aprovechando las ausencias de Eufileto, permitió que
Eratóstenes entrara en la casa a menudo.
Para demostrar un adulterio había que pillar a los culpables en
flagrante delito. Unos días después, cuando Eufileto dormía en el piso de
arriba, la esclava que lo había cantado todo vino a decirle que el seductor
estaba ya dentro del dormitorio. Eufileto salió de la casa casi de puntillas y
buscó a unos cuantos vecinos y conocidos para que le sirvieran de testigos.
Después recogieron antorchas en la tienda más cercana y entraron en su casa.
Tras empujar la puerta de la alcoba, irrumpieron en ella, y «los primeros en
entrar todavía pudimos verlo acostado con mi mujer, y los últimos ya lo
encontraron desnudo y de pie sobre la cama» (Lisias 1, 24).
A continuación, Eufileto le dio un puñetazo al interfecto, lo tiró
al suelo y le ató las manos a la espalda. Qué estaba haciendo la mujer
entretanto, lo ignoramos, pero supongo que se enrollaría una manta para taparse
y saldría a toda prisa de la habitación, y tal vez hasta de la ciudad.
Eratóstenes suplicó a Eufileto que no lo matara, y que aceptara una in
demnización, como era habitual en esos casos: sabemos por algún otro discurso
judicial que se pagaban hasta 30 minas, lo que equivalía a 3.000 dracmas, más o
menos lo que habría ganado un ciudadano humilde trabajando sin parar más de
quince años. ¡El cuerno se vendía, literalmente, a precio de oro!
Pero Eufileto, que estaba muy
furioso, mató allí mismo al individuo que le había adornado la testa.
Precisamente de ese homicidio respondía ante el tribunal frente al que
pronunciaba el discurso," por lo que se ahorró precisar los detalles
exactos de la muerte: las explicaciones sobre si había sido al quinto o al
sexto garrotazo cuando le reventó el bazo a Eratóstenes no le habrían ganado la
benevolencia de los jurados. Es de suponer que, si lo que contaba era cierto,
Eufileto quedó absuelto. Existía una antigua ley de Dracón por la que, si el
marido sorprendía a su esposa con otro hombre y mataba a éste, no se
consideraba un asesinato.13
¿Qué ocurrió con la esposa, cuyo nombre jamás se menciona en el
discurso? Lo ignoramos. Según la costumbre, Eufileto debió divorciarse de ella.
A partir de aquel momento quedaría apartada de las fiestas y sacrificios
públicos para no corromper a las demás mujeres, y se le prohibiría llevar
adornos para que no volviera a atraer a otros hombres: cualquiera que la viera
contraviniendo estas normas podía romperle el manto, arrancarle las joyas y
abofetearla (Esquines 1, 183).
No caeré en el error de, por criticar el machismo de los griegos,
cargar las tintas contra el tal Eufileto, al que no conocemos lo suficiente
para saber si era buen o mal marido, o mejor o peor persona. Pero no sería raro
que, una vez que había nacido su hijo, se abstuviera de tocar a su mujer para
no dejarla embarazada de nuevo y satisficiera sus deseos sexuales con esclavas
o con prostitutas. Ella no tendría tan siquiera veinte años, probablemente
quince menos que su marido. Por mucho que las costumbres lo dictaran así, es
natural que pudiera sentirse atraída por un hombre más joven y, es de suponer,
bastante apuesto. En fin, corramos un velo sobre este caso que, como señala su
traductor, Manuel Fernández-Galiano, «nos ofrece, además, un precioso
testimonio para el conocimiento de la vida doméstica de la clase media
ateniense».14
LA DEMOCRACIA RADICAL
Dejamos las calles y las casas de Atenas para volver a la colina de
la Pnix, donde se reunía la asamblea del pueblo. Allí Pericles fue el amo
indiscutible durante cerca de veinte años. ¿En qué basaba su poder?
Pericles no era un general excepcional, y nunca obtuvo victorias tan
espectaculares como las de Cimón. Tampoco cosechó grandes fracasos, porque en
las campañas militares procuraba actuar siempre sobre seguro. Por ejemplo,
cuando la isla de Sarros se quiso apartar de la Liga de Delos, en lugar de
combatir en batalla abierta contra los saurios «los cercó con un muro, pues
prefería tomar la ciudad con gasto de dinero y tiempo que poniendo a sus
conciudadanos en peligro de ser heridos o muertos» (Plutarco, Pendes 27).
Pericles conocía bien con qué recursos humanos y materiales contaba y los
aplicaba con prudencia. Por eso, cuando llegó el momento de enfrentarse a
Esparta explicó detalladamente a los atenienses de cuántos fondos disponían y
cuántos eran necesarios para llevar adelante la guerra, y conociendo las
limitaciones de su ejército les aconsejó que no cometieran la temeridad de
combatir contra los espartanos en campo abierto.
Aparte de los éxitos militares, otra forma de ganar influencia entre
los ciudadanos era el evergetismo, la beneficencia de la que tan bien se supo
servir Cimón. Según Plutarco, Pericles intentó imitarle al principio de su vida
política, pero pronto renunció a ello porque se veía incapaz de competir con el
hijo de Milcíades.Ahora bien, que no diese grandes banquetes como Cimón no
significa que no gastara su fortuna, como todos los atenienses adinerados, en
los servicios públicos denominados «liturgias». En realidad, no le quedaba otro
remedio, porque así lo mandaba la ley.
Las liturgias eran una forma de impuestos. En lugar de recaudar un
porcentaje de los ingresos de los ciudadanos más pudientes y dedicarlo a
actividades culturales, sociales o militares, el Estado encargaba directamente
a los miembros de las clases superiores que las pagaran y organizaran ellos
mismos. De este modo, cada año se sorteaba quiénes habían de servir como
trierarcas o patrocinar las festividades.
Un trierarca tenía que encargarse durante un año entero de mantener
el trirreme que se le asignaba. El Estado ponía el barco y el equipo básico,
las piezas de madera que se guardaban junto al trirreme en el astillero -remos,
mástil, escaleras, etc.- y además pagaba los sueldos de la tripulación. Por su
parte, el trierarca se encargaba de los aparejos y de que el barco estuviese en
buenas condiciones. Pero además, con aquel talante competitivo tan propio de
los helenos, los trierarcas rivalizaban entre sí por tener las naves más
vistosas, para lo cual a veces adquirían sus propios remos y palos en vez de
usar los que les suministraba la ciudad (que supongo que a veces se caían a
trozos).También procuraban conseguir a los mejores pilotos y remeros, y los
incentivaban pagándoles sobresueldos de su propio bolsillo.
Los encargados de las
liturgias de festividades elegían, adiestraban y pagaban a los equipos
participantes en los diversos certámenes que se celebraban en las fiestas
religiosas. Como éstas eran numerosas, había cerca de cien liturgias que se
sorteaban al año. La más prestigiosa era la de corego en los festivales
dramáticos. Mientras que la ciudad pagaba a los poetas que escribían las
tragedias y las comedias, y también a los actores, los coregos se encargaban de
los gastos del coro, que era bastante nutrido: los coros cómicos constaban de
un máximo de 25 miembros, y los trágicos de 15.
Por los abundantes discursos judiciales que nos han llegado, sabemos
que tanto acusadores como acusados trataban de ganarse el favor del jurado -en
el que predominaban, por pura estadística, los ciudadanos humildes- recordando
cuánto dinero se habían gastado como trierarcas o coregos. Servir a la ciudad
suponía un motivo de orgullo para los miembros de las clases superiores, y de
paso una forma provechosa de canalizar sus instintos competitivos. Pero también
era una buena defensa para evitar que la envidia natural de los que tenían
menos se volviera contra ellos. Era preferible gastarse de buen grado el dinero
en las liturgias y quedar bien con el démos que arriesgarse a ser denunciados
por cualquier minucia y acabar pagando cuantiosas multas o, peor todavía,
viendo confiscados todos sus bienes.
Pericles desempeñó sus liturgias como el que más. Además, empezó
haciéndolo desde muy joven: fue corego de Los persas de Esquilo en 472, y la
obra ganó el premio de aquel año. Pero cuando entró en la política se dio
cuenta de que había otra forma mejor de bienquistarse al pueblo que luciéndose
como corego o imitando a Cimón. En vez de repartir sus bienes como éste,
«recurrió al reparto de los bienes públicos [...].Tras haber sobornado al
pueblo con dietas por hacer de jurados y para asistir a los espectáculos y con
otros honorarios y gastos, no tardó en volverlo contra el consejo del Areópago»
(Plutarco, Pendes 9).
La cronología de Plutarco no
es correcta. Fue Efialtes quien acabó con las prerrogativas del Areópago,
puesto que Pericles aún permanecía agazapado en la segunda fila de la política.
O, más que agazapado, invirtiendo en su futuro de líder, cosa que hizo
proponiendo medidas como pagar dietas a los ciudadanos que eran elegidos para
el jurado. Tan sólo eran dos óbolos al día, una especie de salario mínimo
interprofesional, pero permitían a los más humildes participar en la
administración de la justicia sin perder dinero. Lo cual tenía su importancia:
todos los años salían elegidos por sorteo 6.000 jurados, de los que luego, a su
vez, se sorteaban los que debían juzgar cada caso en concreto.` Las
probabilidades de que un ciudadano cualquiera entrara tarde o temprano en la
lista de los jurados eran prácticamente del cien por cien.
También se instituyó por aquel entonces el theorikón, una subvención
para que los ciudadanos pobres pudieran asistir al teatro. No se trataba de una
propina para divertirse, como la paga que damos a los adolescentes para el fin
de semana. El teatro era un rito religioso y social, y las obras trataban a
menudo cuestiones políticas de actualidad, ya fuera con cierto disimulo, como
en las tragedias, o con todo descaro, como en las comedias: en éstas se ponía
como hoja de perejil a los principales líderes políticos, como Pericles,
Alcibíades o el demagogo Cleón, que no tenían más remedio que sonreír aunque a
veces se dijeran auténticas atrocidades de ellos. En cierto modo, Pericles era
afortunado de tener la cabeza en forma de pepino, pues esa broma fácil le
ahorraba otras más groseras, como las que se hacían sobre la anchura del
conducto rectal de Alcibíades.
Poco a poco se fueron aprobando pagas para los miembros del consejo,
con lo que sus reuniones se hicieron más frecuentes, y también para los demás
magistrados. Con el tiempo se llegaría incluso a sufragar a los ciudadanos que
asistían a la asamblea.
Para los adversarios de la democracia todo esto suponía un soborno.
Es cierto que nos puede recordar al mercado persa que se organiza hoy día en
los meses anteriores a las elecciones gratis si me votan!»- y que Pericles
debió de ganar muchos partidarios al proponer es tas medidas. Pero una vez
aprobadas, daba igual que siguiera o no siguiera en el poder: los ciudadanos
continuarían cobrando sus dietas por participar en el gobierno de la ciudad,
sin tener que agradecérselo ni a Pericles en concreto ni a ningún otro
aristócrata. Ese dinero se lo pagaba la ciudad de Atenas por cumplir con su
deber de ciudadanos, y no se lo debían al evergetismo de Cimón ni de nadie más.
De modo que, al contrario de lo que sugiere Plutarco, las medidas de Pericles
no aumentaron el clientelismo político, sino que lo redujeron, ya que las
dietas no dependían de un benefactor concreto sino de la ley. Consciente de
ello, el pueblo se mostraba cada vez más orgulloso y soberano, para lo bueno y
para lo malo. Porque tomar las decisiones por mayoría no evitaba que se
cometieran errores, e incluso en ocasiones auténticas barbaridades, como
veremos al hablar de la Guerra del Peloponeso y los casos de Lesbos y Melos.
De esta manera, convirtiéndose
en el paladín de la democracia radical -aunque él personalmente era de ideas
moderadas-, Pericles llegó a ser el hombre más influyente de Atenas durante
cerca de veinte años. Como dijo de él Tucídides, «de nombre era una democracia,
pero en realidad se trataba del gobierno del primer ciudadano» (Tucídides 2,
65). Pero no pensemos que Pericles se mantuvo en el poder concediendo
subvenciones y prebendas al pueblo llano. Sus principales virtudes eran la
inteligencia, el sentido común -que no siempre son lo mismo- y el don de la
persuasión. Si tenía que llevar la contraria a la mayoría de la asamblea, lo
hacía, y si creía que debía regañar a los atenienses, no se privaba de ello.
Sin embargo, este hombre admirable que llevó a la democracia
ateniense a su apogeo fue el mismo que involucró a su ciudad en el conflicto
más desastroso de su historia. Antes de hacerlo, Pericles realizó minuciosos
cálculos logísticos, económicos y psicológicos. Estaba convencido de que en una
guerra contra Esparta, a la larga, los recursos superiores de Atenas le darían
la victoria siempre que no cometieran ninguno de estos dos errores: enfrentarse
a los espartanos en campo abierto o tratar de aumentar su imperio. Lo que no
podía prever Pericles era que el azar, en forma de unos microorganismos de cuya
existencia no sospechaban ni siquiera los sabios como Anaxágoras, daría al
traste con todos sus cálculos. Ni que la gloriosa Atenas, recién embarcada en
la larga travesía de la Guerra del Peloponeso, se quedaría sin timonel al poco
tiempo de salir del puerto.
2 Para los atenienses, las doce de la mañana
más o menos era «la hora a la que se llena el mercado». Con una referencia tan
vaga la puntualidad no podía ser precisamente suiza. El ritmo de vida en Atenas
y el resto de Grecia, más parecido al de un país de Oriente Medio, nos habría
sacado de quicio a los estresados occidentales de hoy, esclavos del reloj.
da
nombre al único grupo de reconstrucción histórica de hoplitas que, por el
momento, hay en España: Athena Promakhos.
4 Existe otro templo octástilo en la ciudad de
Selinunte, pero nunca se terminó, y además se encuentra en un estado aún más
ruinoso que el Partenón.
5 Para consultar los textos de Anaxágoras y
otros filósofos de la época recomiendo Los filóso os presocráticos, de Kirk y
Raven, publicado por Gredos en 1981.
e En realidad, ni siquiera queda tan claro que
llegara a producirse ese juicio.
' Una excepción sería Sócrates. Su padre
Sofronisco era escultor, y él mismo había empezado en ese oficio. Pero pronto
lo dejó por considerarlo servil... o porque tal vez no tenía demasiado talento.
Aunque se llamaba a sí mismo pobre, poseía suficiente patrimonio (sospecho que
heredado del trabajo de su padre) para servir como hoplita y vivir de las
rentas que recibía al año. Trabajar, lo que se dice trabajar, no debió de
hacerlo prácticamente en su vida. De alguna manera renegaba de la clase media a
la que pertenecía y buscaba más la compañía de los aristócratas, algo que no le
debieron de perdonar sus conciudadanos.
8 El Sócrates de Las nubes de Aristófanes da
clases a sus discípulos en un lugar llamado «Pensadero», colgado de una cesta,
mientras los alumnos se sientan en otras similares para que sus ideas se eleven
sobre este mundo. Lo que enseña este pseudo-Sócrates es a estudiar los cuerpos
celestes, como si fuera Anaxágoras, o a convertir lo blanco en negro y lo negro
en blanco utilizando la esgrima verbal, algo típico de los sofistas. El
verdadero Sócrates no se dedicaba a eso.
9 También la suerte jugó a su favor. Ocho de
esas obras se han transmitido sólo en dos manuscritos medievales, por lo que
parecen remontarse a un único volumen que sobrevivió casi por azar.
`Alguien
se preguntará por qué pongo como modelo de ultrapuritanismo un manual católico
de los años cincuenta en vez de criticar ejemplos sangrantes de moral machista
que se ven hoy día en otras religiones. La razón es evidente. Resulta más fácil
meterse con los curas y los obispos porque no suelen dictarfatwas contra los
escritores.
" Cf. Blundell, 1995, p. 145, donde la
autora nos da los nombres de dos posibles médicas, Fanóstrata y Hagnódice.
12 Aunque el discurso se lo había escrito el
logógrafo Lisias, Eufileto tenía que leerlo en persona, pues tanto los acusados
como los acusadores se representaban a sí mismos.
13 También si ese hombre seducía a su madre, su
hermana, su hija, o incluso su concubina en caso de que estuviera con ella para
engendrar hijos libres (MacDowell, 1986, p. 124). La seducción se consideraba
más grave que la violación, porque implicaba corromper la moral de una mujer
libre.
14 Tomo 1 de los discursos de Lisias, editados
por Alma Mater en 1953.
15 El sorteo se realizaba a diario por medio de
una máquina bastante ingeniosa, y se hacía justo antes del juicio, para evitar
que los encausados tuvieran tiempo de sobornar a los miembros del jurado. Había
juicios especialmente graves que se resolvían en asamblea, como el de los
generales que mandaban en la batalla de las Arginusas y que fueron acusados de
no recoger a los náufragos atenienses.
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