viernes, 12 de enero de 2018

Javier Negrete:La Gran Aventura De Los griegos X. Ciudades arcaicas: Atenas

ATENAS Y SU POBLACIÓN
Los atenienses conservaban varias tradiciones sobre su origen más remoto. Al contrario que otros pueblos griegos, estaban convencidos de que habían ocupado siempre el mismo lugar, el Ática. Se trata de una península triangular de unos 2.500 kilómetros cuadrados. El lado este del triángulo está bañado por el Egeo, y el oeste por las aguas del golfo Sarónico -que en realidad también es el Egeo-. Por el norte, las montañas del Parnes y del Citerón la separan de la vecina Beocia.
En el interior del Ática se forma otro triángulo menor, una cuenca delimitada al este por los montes Himeto y Pentélico, célebres por su mármol, y al oeste por el Egáleo. A través de ese triángulo que se abre conforme se acerca al mar corre el río Céfiso, que ha tapado con sus sedimentos aluviales el suelo original de margas. Sobre éstas se levanta un gran bloque de caliza gris, la Acrópolis. Los primeros atenienses ya comprendieron las posibilidades defensivas de aquella mole de roca, y la rodearon con murallas en la época micénica.
Los atenienses siempre se quejaron de que el suelo del Ática no era poco fértil. Platón, en un diálogo en que habla de la Atlántida y las catástrofes del pasado, comparaba el Ática con «el esqueleto de un cuerpo devorado por la enfermedad. El suelo blando y fértil se ha escapado, y a la tierra no le quedan más que la piel y los huesos» (Critias 111 b). En opinión del historiador Tucídides, eso los había salvado de invasiones en los tiempos más antiguos. Puesto que su terreno no era tan apto para los cereales como otros lugares de Grecia, los atenienses dedicaron muchos esfuerzos al olivo. Para ellos era tan importante que le atribuían un origen mítico: en una ocasión, Atenea y Poseidón compitieron por ver quién de los dos había de convertirse en patrón de la ciudad. La diosa clavó su lanza en lo alto de la Acrópolis, y de la herida abierta en la roca brotó un olivo. Poseidón, por su parte, hincó el tridente e hizo surgir un manantial de agua salada. Después, hicieron votar a los ciudadanos por el regalo que consideraban más útil. Obviamente, la gente se decantó por el olivo: ¿para qué iban a querer un pozo de agua, máxime teniendo el mar al lado?'
Quizá se ha tendido a exagerar la pobreza del suelo del Ática. El estudioso Robert Sallares ofrece diversos cálculos sobre la población del Ática y la producción de cereales por hectárea (Sallares, 1991, p. 79). Según la estimación más pesimista, el Ática podía producir grano para alimentar a 84.000 personas, y según la más optimista hasta 124.000. En la época de las Guerras Médicas, Atenas tendría entre 120.000 y 150.000 habitantes, lo que significa que ya se veía obligada a importar del exterior parte de su grano, pero no en tanta cantidad como podría creerse leyendo ciertos libros. El problema mayor era la falta de lluvias. Como ya señalamos, por debajo de 300 milímetros al año la cosecha de trigo se perdía, algo que sucedía como promedio un año de cada cuatro -si es que el clima no ha cambiado demasiado desde la Antigüedad-. Es posible que en esos casos, si los atenienses guardaban excedentes de aceite con los que comerciar, estuvieran más dispuestos a cambiarlos por trigo del exterior que a comer sólo pan de cebada.Y también es lógico pensar que las importaciones de grano se dirigían sobre todo a la ciudad, donde se concentraba mayor número de artesanos especializados que no producían alimentos.
Mi insistencia sobre la población se debe a que, como comprobamos una y otra vez al hablar de las guerras en Grecia, el poder de una polis se basaba sobre todo en un activo: su número de habitantes. En Grecia había más de 700 polis, dejando aparte las regiones más atrasadas, que estaban organizadas en tribus o éthnc.2 Pero la mayoría de estas ciudades estado eran pequeñas, algunas diminutas. Sólo las grandes podían aspirar a la hegemonía sobre las demás. Entre ellas se encontraban Atenas y Esparta, por supuesto. También la comarca de Beocia tenía posibilidades, pero nunca llegó a ser una gran polis unificada como Atenas. Entre otras razones, porque ésta, temiendo que su vecina se hiciera demasiado poderosa, intrigaba constantemente para sembrar el recelo contra Tebas, la principal ciudad de Beocia. Sin embargo, Tebas acabó demostrando su potencial en el siglo Ev, cuando, durante un breve tiempo, se convirtió en la polis hegemónica de Grecia.
Volviendo a Atenas, si la entendemos como el territorio donde vivían todos los ciudadanos atenienses, es decir, como el Ática en su momento de mayor auge -año 431-, tal vez llegó a los 200.000-250.000 habitantes. Pero el ásty, la ciudad propiamente dicha, tenía un tamaño reducido, e incluso en un cálculo optimista no creo que llegara a albergar en ningún momento más de la quinta parte de la población. Los demás habitantes del Ática vivían dispersos por sus 140 demos, la mayoría de ellos dedicados a la agricultura y la ganadería (excluyo los momentos de la Guerra del Peloponeso en que toda la población tuvo que refugiarse hacinada tras las murallas).
Pero todos ellos, moraran o no en el ásty, eran atenienses. No se trataba del mismo caso que el de Beocia, donde una ciudad, Tebas, intentaba predominar sobre las demás. El Ática constituía una gran polis de 2.500 kilómetros cuadrados, y por muy lejos que viviera un ciudadano, eso no significaba que su estatus fuese inferior: no había súbditos ni ilotas en el Ática, y en eso residía buena parte del secreto de su éxito.
¿En qué momento se unificó el Ática? Los atenienses atribuían el sinecismo (literalmente, «cohabitación») al mítico rey Teseo, pero probablemente la unificación se produjo durante la Edad Oscura. En cualquier caso, los atenienses recordaban haber tenido una monarquía en el pasado, y conservaban ese recuerdo en el título de uno de sus magistrados, el llamado «arconte rey».
A principios de la Época Arcaica, dicho arconte compartía el poder con otros dos: el polemarca y el epónimo. El arconte rey había heredado sobre todo funciones religiosas, mientras que el polemarca era en los primeros tiempos jefe del ejército, y el epónimo, que daba nombre al año, debía ocuparse de otras labores administrativas. Estos cargos anuales quedaban reservados a los nobles terratenientes y, además, los magistrados salientes pasaban a formar parte del consejo del Areópago, una especie de senado vitalicio que dominaba la política ateniense. Con el tiempo a esos tres magistrados se les unieron otros seis, los nomotetes o legisladores, pero esos cargos siguieron siendo monopolio de la aristocracia.
Una prueba de que aunque el terreno del Ática no diera el pan más sabroso del mundo, bastaba al principio para alimentar a su población, es que los atenienses no fundaron colonias en la época en que otras ciudades griegas se lanzaron al frenesí explorador. Con todo, en Atenas también aparecieron las tensiones sociales. Muchos campesinos se empobrecían porque sus propiedades eran pequeñas y no podían resistir las malas cosechas, y por el mayorazgo. Por otra parte, en la ciudad se iban reuniendo cada vez más artesanos especializados que prosperaban con el comercio y que querían participar en la toma de decisiones. Pero los nobles atenienses, conocidos con el nombre colectivo de Eupátridas -«los de buenos padres»- se lo impedían.
LOS PRIMEROS LEGISLADORES: DRAGÓN Y SOLÓN
Sabemos poco de lo que sucedió en los primeros tiempos de Atenas. En el año 632 un aristócrata llamado Cilón intentó dar un golpe de Estado y convertirse en tirano. Para ello contó con la ayuda de su suegro Megacles, tirano de la vecina ciudad de Mégara, que le prestó tropas. Cilón tomó el núcleo sagrado de la ciudad de Atenas, la Acrópolis. Pero si esperaba que el pueblo llano apoyara su intentona, la jugada no le salió bien: debió poder más la xenofobia que el odio a los aristócratas, y la Acrópolis fue asediada.
Cilón y su hermano lograron escapar, pero el resto de sus partidarios quedaron abandonados a su suerte. Los sitiadores aguardaron a que los partidarios de Cilón se rindiesen por hambre. Por fin, el arconte Megacles, miembro del poderoso clan de los Alcmeónidas, subió a la Acrópolis con los suyos y dio muerte a los golpistas, pese a que se habían acogido a la protección de Atenea. En muchos lugares de Grecia, y también en Atenas, se vio aquello como un sacrilegio por el que doscientos años más tarde todavía pedían cuentas a Pericles, que también era Alcmeónida.
Como la agitación social persistía, los atenienses decidieron recurrir a una práctica habitual en aquella época: redactar un código de leyes. Hasta entonces, los jueces se atenían al derecho consuetudinario, basado en las costumbres tradicionales (la palabra griega nómos se traduce «ley» o «cos tumbre» según el contexto). El problema era que la tradición se podía reinterpretar o, directamente, falsear. Y esto solía ocurrir a beneficio de los aristócratas, que ejercían de jueces «devoradores de regalos», como los llamó Hesíodo.
Aunque los atenienses no llegaron a desarrollar una teoría de la división de poderes como Montesquieu, tenían muy claro que todos los ciudadanos debían participar en la administración de la justicia, pues en ello les iban sus intereses económicos y sociales, y a veces su vida. Nosotros pensamos en la democracia aplicada sobre todo al poder legislativo, y a partir de éste al ejecutivo. Pero ya veremos que la democracia ateniense se extendía también a los juzgados.
De redactar este código, o acaso de coordinar su redacción, se encargó un tal Dracón, hacia el año 621.3 En realidad, parece que no inventó nada nuevo, sino que recopiló viejas normas, así que el único avance real era que, por lo menos, los aristócratas ya no podían trampear con ellas. Sabemos poco de estas leyes, salvo que eran tan severas que Plutarco dijo que estaban escritas con sangre. En español todavía conservamos el término «draconiano» aplicado a medidas muy duras. Cualquier hurto se castigaba con la muerte. En cuanto a los homicidios, el código de Dracón superaba el viejo derecho de sangre, pero sólo a medias: para que la familia del homicida se reconciliara con la de la víctima, debían dar su conformidad todos sus miembros. Una ciudad que quisiera elevarse por encima del antiguo nivel de la tribu necesitaba algo más.
De ello se encargó en el año 594 Solón, considerado uno de los Siete Sabios4 de Grecia (los Siete Sabios eran bastantes más, porque había muchas listas, pero Solón aparecía en casi todas). Se le eligió de forma unánime, y no sólo por su prestigio, sino porque la situación en Atenas se agravaba. Los más pobres, como cuenta Aristóteles, se habían sublevado contra los ricos, y éstos, viendo el ejemplo de la cercana Corinto, donde el tirano Periandro había hecho una escabechina entre los aristócratas, debieron pensar que convenía ceder un poco.
Como primera medida, Solón prohibió que en lo sucesivo pudiese esclavizarse a alguien por sus deudas. Esta norma tuvo carácter retroactivo, pues se devolvió la libertad a los que la habían perdido, y el estado ateniense se esforzó por traer de regreso a casa a las personas a las que se ha bía vendido fuera del Ática: el mismo Solón, en sus poemas, consideraba esto uno de sus mayores logros. También abolió parte de las deudas existentes, aunque los detalles no están claros. Por otra parte, Solón se negó a hacer un nuevo reparto de tierras, la reforma agraria que le solicitaban los más desfavorecidos.
Aunque no llegara al extremo de confiscar las tierras de los nobles, por lo que sabemos del espíritu de las leyes de Solón, éstas iban en contra de los intereses aristocráticos. Solón nombró nuevos tribunales de justicia, que podríamos llamar «populares» porque ya no dependían de los nobles del Areópago, y además introdujo el derecho de apelación ante ellos. Se le atribuyen además algunas medidas contra el lujo, sobre todo en los funerales en particular, que también atacaban al orgullo y la ostentación de los nobles.
Otras normas beneficiaron a la naciente clase media, como la reforma y unificación de los pesos y medidas que se usaban en el Ática. De esta manera Solón favorecía el comercio, que era mirado con gran desprecio por los aristócratas, pero del que se enriquecían sus rivales de clase, los artesanos especializados y los mercaderes. Algunos textos le atribuyen también reformas monetarias, pero esto es imposible: ya hemos visto que no se empezaron a acuñar monedas en Atenas hasta mediados del siglo vi. En general, hay que tener precaución con las supuestas medidas solonianas, pues el prestigio de este hombre era tal que los atenienses le acabaron adjudicando leyes y normas que debieron decretarse en época de Pisístrato, o incluso después.
Ahora bien, parece fuera de duda que fue Solón quien ordenó un nuevo censo en el que los ciudadanos se inscribían en cuatro clases según sus propiedades. Fuera casualidad o no, los nombres de estas clases eran cada vez más largos y rimbombantes conforme se ascendía en la escala social. Los asalariados que apenas tenían nada eran los llamados «tetes». Los pequeños propietarios que poseían una yunta de bueyes eran los «zeugitas». ¡Si tiene usted dos bueyes, le ponemos una sílaba más!, parecía decir Solón. Después venían los «triacosiomedimnos» o «caballeros», que acreditaban una renta anual equivalente a más de 300 medimnos de grano (los cálculos sobre la capacidad de un medimno varían, pero podría traducirse en unos 40 kilos de trigo). Por último, los impresionantes y octosi lábicos «pentacosiomedimnos»,5 que ingresaban más de 500 medimnos al año, una cantidad equivalente a unas 20 toneladas de grano.
Las magistraturas superiores, que daban acceso al senado del Areópago, se reservaban para las dos primeras clases, cuyos miembros servían como hoplitas en el ejército. (A veces se dice que los de la segunda lo hacían como jinetes, pero por aquel entonces Atenas no poseía una caballería digna de tal nombre: el título de «caballero» era más bien honorífico). En cuanto a los zeugitas, que también se pagaban sus armas como todo buen hoplita, podían desempeñar cargos administrativos menores. Por último, los humildes tetes de la cuarta clase se conformaban con asistir a la asamblea, y combatían como infantería ligera o, una vez que se creó la flota, como remeros.
Clasificar a la gente por su patrimonio puede parecernos hoy una idea aborrecible que muchos, con la sutileza de conceptos propias de nuestra época, tildarían de fascista. Pero se trataba de un gran progreso, porque hasta entonces los cargos políticos eran monopolio de unas cuantas familias aristocráticas y se hallaban vetados a todos los demás, fuesen ricos o pobres. El siguiente avance, que se produjo durante el siglo v, consistió en conceder igualdad de derechos a las cuatro clases.
Las leyes de Solón encerraban el germen de futuros cambios, pero se suele decir que no satisficieron a nadie. No estoy del todo de acuerdo: sin duda, los aristócratas que veían peligrar sus privilegios y los pequeños campesinos que habían soñado con un nuevo reparto de tierras estaban descontentos. Pero la clase media, que ahora engrosaba las filas de los zeugitas, los triacosiomedimnos y, en algunos casos, de los pentacosiomedimnos, se sentiría mucho más complacida. Gracias a esas leyes, los mercaderes y profesionales podían participar en la política de Atenas de forma decisiva.
Pero la gente importunaba mucho a Solón con sus reformas.Yo vivo en Plasencia, una ciudad de unos 40.000 habitantes, y he comprobado cómo los vecinos se acercan a los concejales o incluso al alcalde de turno -alcaldesa en el momento en que escribo esto- para decirles: «Pero ¿cómo se os ocurre extender la zona azul? ¿Os dais cuenta de cuánto habéis subido el recibo del agua? Pero ¿es que tenéis que hacer obra justo en mi calle? ¿Cómo me quitáis el coche con la grúa, si sólo había bajado para recoger a los críos del cole?». Esa cercanía, que en el núcleo urbano de Atenas debía de ser aún más íntima, acarrea ventajas, pero también inconvenientes. Solón, harto de que le solicitaran cambios en sus leyes, dijo a los atenienses que iba a ausentarse durante diez años, y les hizo prometer que durante ese tiempo no modificarían ni una coma de sus leyes (es un decir; ya he comentado que no tenían todavía signos de puntuación). Su idea era que los atenienses se acabarían acostumbrando a ellas y, pasada esa década, ya no le incordiarían con sus sugerencias.
Durante esos diez años, se cuenta que Solón visitó Egipto, donde unos sacerdotes le narraron el mito de la Atlántida. Supuestamente, Solón decidió escribir un poema épico sobre el tema, pero se dio cuenta de que la empresa superaba su capacidad. Vuelvo a insistir en «supuestamente», porque la única fuente que tenemos para toda esta historia es Platón. También se le atribuye a Solón un viaje al próspero país de los lidios, inventores de la moneda. Allí conoció a su rey, Creso, ocasión que inmortalizó Heródoto. Hay muchas probabilidades de que este encuentro también sea apócrifo, porque Solón y Creso dificilmente pudieron coincidir en el tiempo, pero en cualquier caso lo contaré con más detalle en el capítulo sobre las Guerras Médicas.
LA TIRANÍA DE PISÍSTRATO
Las reformas de Solón aliviaron las tensiones y evitaron una sangrienta guerra civil. Pero no acabaron con los conflictos entre las diversas facciones. Durante el siglo vi, si atendemos a fuentes como Aristóteles, los intereses de los diversos grupos se polarizaron alrededor de tres grupos: la Llanura, que comprendía a los aristócratas más conservadores y dueños de las mejores tierras del Ática, las llanuras aluviales; la Montaña -que más bien sería un piedemonte-, con los pequeños propietarios, insatisfechos porque Solón no había hecho un nuevo reparto de tierras; y la Costa, que aglutinaba a los mercaderes y los artesanos especializados, o sea, la clase media recién enriquecida.
Es posible que estas denominaciones, aunque no sean muy exactas, signifiquen que los intereses políticos en aquel momento eran sobre todo locales. Aunque el Ática era una ciudad estado de tamaño desmesurado, da la impresión de que los aristócratas controlaban parcelas de poder en las aldeas y los campos, a modo de auténticos caciques. Más tarde, veremos cómo Clístenes, el gran reformador de Atenas, trató de luchar contra estos intereses locales. Pero mucho antes que él apareció un personaje ambicioso, dispuesto a cambiar la faz de Atenas: Pisístrato.
Pisístrato ganó mucho prestigio durante la guerra contra Mégara en que los atenienses conquistaron -o reconquistaron, según ellos- la isla de Salamina, que tan importante sería para su futuro. Cuando Salamina estuvo en su poder, los atenienses fundaron en ella un tipo de colonia especial llamada «cleruquía». La colonia normal, la apoikía, era una ciudad independiente de la metrópolis a todos los efectos, salvo ciertos vínculos religiosos y afectivos. En cambio, la cleruquía estaba poblada por atenienses que mantenían su ciudadanía, seguían gobernándose por sus leyes y sus magistrados, y, llegado el momento, empuñaban las armas con los demás para defender Atenas.
Al igual que había hecho Periandro en Corinto, Pisístrato procuró rodearse de una pequeña tropa de guardaespaldas. Pero él consiguió hacerlo antes de convertirse en tirano, lo cual tiene su mérito: parece que dotes de persuasión nunca le faltaron. La excusa fue que sus adversarios políticos, los Eupátridas más conservadores -en el sentido de que querían conservar lo suyo- intentaban asesinarlo.
Gracias a su pequeño ejército privado, Pisístrato se apoderó de la Acrópolis en el año 560. Con más éxito que Cilón, pues se convirtió en tirano de la ciudad. Sin embargo, en 554 las familias nobles se aliaron entre ellas y lo expulsaron de Atenas. Pisístrato no tardó en regresar, y se convirtió de nuevo en tirano recurriendo a un ardid que despertó el escepticismo incluso de Heródoto, habitualmente bastante ingenuo. Como un antiguo señor micénico, Pisístrato entró en la ciudad montado en un carro de guerra y escoltado por la mismísima Atenea. Se trataba de una mujer a la que habían elegido por su estatura y su gran belleza, y debía de ser todo un espectáculo cubierta con el yelmo y armada con la lanza. Si todo ocurrió así (cuando las fuentes antiguas nos cuentan algo con detalles tan concretos, tiendo a creer que hay algo de verdad detrás), es posible que algunos se dejaran engañar, y que otros, simplemente, pensaran que Pisístrato sabía hacer entradas dramáticas y aplaudieran su astucia.
El tirano había vuelto a Atenas, entre otros motivos, porque se había aliado con los poderosos Alcmeónidas, y en particular con Megacles, que era el jefe del clan en aquel momento. Para ello, se había casado con su hija. Pero luego no debió de darle a su suegro tanta participación en el poder como él quería, y los Alcmeónidas se volvieron de nuevo contra él. Por segunda vez, Pisístrato recibió la tarjeta roja en 556.
Esta vez Pisístrato estuvo más años apartado del poder, diez nada menos. Durante ese tiempo, se instaló en Tracia, junto al monte Pangeo, y se enriqueció gracias a las minas de metales preciosos, como demuestra el hecho de que acuñara allí monedas de cuatro dracmas. Para su siguiente entrada en Atenas no recurrió a la ayuda de los dioses, sino de hombres armados, incluyendo mercenarios de la ciudad de Argos. Pasó primero por la isla de Eubea, y luego desembarcó en Maratón, donde debía tener muchos partidarios. Desde allí se dirigió a la ciudad, dispuesto a combatir a sus rivales si era necesario. Durante el camino se le fueron sumando más y más partidarios, hasta que, cuando se enfrentó a sus adversarios en la llamada batalla de Palene, no hubo color. Pisístrato entró victorioso en la ciudad, que se entregó a él y, como se suele decir, a la tercera fue la vencida.
El gobierno de Pisístrato -fundiremos sus tres tiranías en una- fue un periodo decisivo para la historia de Atenas.Ya hemos visto que otros tiranos, como Periandro en Corinto o Polícrates en Samos, engrandecieron sus ciudades. Lo mismo procuró hacer Pisístrato. En primer lugar, se esforzó en conseguirlo desde el punto de vista fisico. Mejoró las conducciones de agua de la ciudad y la red de caminos en general, con lo que convirtió de verdad al Ática en una polis gigante. También construyó un gran templo de Atenea en la Acrópolis, y empezó a levantar otro en honor de Zeus.
Pisístrato no sólo se ocupó de la religión material colocando piedras, sino que también se preocupó por el espíritu, para lo cual otorgó mayor esplendor a las fiestas tradicionales. Éstas, por cierto, eran muy numerosas, mucho más que las nuestras. Pero no vayamos a pensar que los atenienses o el resto de los griegos no trabajaban: a cambio, no tenían una semana con descansos fijos como nosotros.
La preocupación de Pisístrato por los festivales no era ninguna tontería, pues sabía bien que, con su combinación de elementos religiosos y de diversión, servían para descargar tensiones y unir a los ciudadanos. Las principales fiestas se celebraban en la ciudad, que con sus templos nuevos y sus edificios embellecidos se convirtió en un centro de atracción para aquellos habitantes del Ática que vivían más apartados. Lo que pretendía Pisístrato era crear vínculos afectivos con el núcleo urbano de Atenas, de modo que los campesinos de Eleusis, los leñadores y carboneros de Acarnas o los mineros de Laurión sintieran que esa ciudad era suya.
Es evidente que no le asustaba el «reverso oscuro» dionisíaco: Pisístrato tuvo el buen tino de hacerlo oficial y así, de alguna manera, lo domó. Había numerosas fiestas en honor de Dioniso, pero las principales eran las Leneas, las Dionisias Rurales y las Dionisias Urbanas. Si estas tres son más conocidas es porque en ellas se celebraban certámenes poéticos y corales de los que en poco tiempo surgió la tragedia, y algo más tarde la comedia.
¿Cómo apareció el teatro en Grecia? Se cuenta que un tal Tespis sacó a un solista del coro para enfrentarlo con el resto en una especie de duelo o conflicto verbal llamado en griego agón (recordemos que la base del teatro, y después de la novela y del cine, es el conflicto). Al ser el primero -prótos- en este agón, dicho solista recibiría el nombre de protagonistés. Es evidente qué palabra española proviene de ahí. Con el tiempo, a este actor se le añadieron compañeros: un segundo en tiempos de Esquilo y un tercero con Sófocles.
Pisístrato también reorganizó las Panateneas, en honor de la diosa Atenea (casi era innecesario decirlo). Cada cuatro años se festejaban con gran esplendor y se conocían como las Grandes Panateneas, una ocasión especial para estrechar lazos entre los atenienses. Durante estas fiestas, que se celebraban en pleno verano, había concursos de recitación entre los aedos. Para darles mayor prestigio, Pisístrato ordenó que se copiaran los textos de Homero. Según el filólogo Signes Codoñer (Signes, 2004), no es que se recopilaran diversas versiones escritas de la Ilíada y la Odisea para ponerlas de acuerdo entre sí y conseguir un texto oficial: él cree que, posiblemente, fue la primera vez que se pusieron por escrito. Personalmente, me convence su teoría. No parece verosímil que durante el siglo viii, cuando el arte de la escritura era todavía tan rudimentario, pudieran copiarse enteras unas obras de dimensiones tan monumentales.
Codoñer añade que el propio Pisístrato puso algo de su cosecha en la redacción definitiva de la Ilíada. Encender los ánimos de los atenienses con una epopeya asiática venía bien cuando la intención del tirano era emprender una política exterior muy activa. Precisamente, el campo de combate de aqueos y troyanos se hallaba en el estrecho de los Dardanelos, que interesaba sobremanera a Pisístrato. Durante su destierro, había estado en las tierras del norte del Egeo y sabía que allí había grandes riquezas, como el oro del monte Pangeo.
Ya hemos dicho antes que se tiende a exagerar cuando se dice que Atenas dependía por completo de las importaciones de cereales. Aun así, si Pisístrato era un hombre previsor, que parece que lo era, comprendería que, si sus medidas políticas y económicas traían más prosperidad al Ática, la población debía aumentar por fuerza. No sólo porque las condiciones de vida de los atenienses iban a mejorar, sino también porque Atenas se convertiría en un centro de atracción para emigrantes de otros lugares. Eso significaba que necesitarían más grano para alimentar al excedente de población. No era posible expandir más los cultivos, y además en esto Pisístrato siguió las directrices de Solón y decidió concentrarse sobre todo en el olivo, pues las exportaciones de aceite reforzaban también otra importante industria de Atenas, la cerámica.'
De modo que convenía controlar las rutas marítimas, y en particular la que llevaba al mar Negro. Para asegurarse de dominar el lado asiático del estrecho de los Dardanelos, Pisístrato arrebató la ciudad de Sigeo a los habitantes de Mitilene, y nombró como gobernador a su hijo Hegesístrato.
En cuanto al lado europeo, en esta misma época un ateniense de la prestigiosa familia de los Filaidas se apoderó del Quersoneso, la península alargada que cierra ese estrecho. Se trataba de Milcíades, tío de otro Milcíades al que conoceremos en Maratón. Se suele decir que esta maniobra también formaba parte de la política exterior de Pisístrato, pero no se puede descartar que la toma del Quersoneso fuese una aventura personal de Milcíades, que se convirtió en tirano, emparentó con las élites tracias locales y fundó su propia dinastía. En cualquier caso, seguía manteniendo relaciones con Atenas, a la que le vino muy bien tener un aliado al otro lado del estrecho.
Pisístrato no introdujo grandes reformas legales. Era un hombre eminentemente práctico, y no consta que abusara de su poder en ningún momento: una vez establecido definitivamente en la tiranía, ni siquiera entró en grandes conflictos con los aristócratas. Su gobierno fue especialmente positivo para los campesinos, a los que benefició con préstamos a cuenta del erario público para que no se endeudaran de nuevo con los terratenientes.También creó unos tribunales de justicia locales, de modo que los habitantes de los demos no se trasladaran a Atenas cada vez que debían solventar un pleito. Esto parece contradecir su interés por vincular a todos los ciudadanos del Ática con el centro urbano, pero tiene una explicación. Su medida era más práctica y ahorraba muchas jornadas de trabajo, que luego repercutían positivamente en el gobierno del propio Pisístrato, pues cobraba un cinco por ciento de los ingresos agrarios. (Una tasa muy moderada, dicho sea de paso. Bien es cierto que el Estado ateniense no ofrecía las prestaciones del nuestro, pero tampoco tenía televisiones públicas, asesores a millares, subvenciones para los amigos, etcétera). Además, sospecho que Pisístrato quería atraer a la gente a la ciudad para todo lo que significara concordia y unidad, como las fiestas Panateneas, y no le interesaba que los atenienses identificaran «ciudad = jueces, conflictos y pleitos».
En general, los atenienses de épocas posteriores consideraban que la tiranía de Pisístrato había supuesto un momento de esplendor, una especie de edad de oro regida por un Cronos benévolo.' Gracias a Pisístrato Atenas ganó influencia en el exterior y se convirtió en un importante centro cultural, que desde entonces sería lugar de paso obligado para poetas, filósofos e intelectuales en general. La ciudad también se embelleció, sobre todo en el Ágora y la Acrópolis: el resto de los distritos siguieron siendo un pequeño caos. La futura democracia ateniense le debería buena parte de su grandeza a Pisístrato, que murió en el año 527. Como epitafio para el tirano, sirva este texto de Aristóteles: «Por lo general, [Pisístrato] era humanitario, educado e indulgente con los que cometían errores. Además, prestaba dinero a los pobres para su trabajo, de modo que pudieran mantenerse como campesinos» (Const. Atenas 16).
LA CAÍDA DE LA TIRANÍA
A Pisístrato lo sucedió su hijo Hipias. Hiparco, su hermano, tuvo que colaborar con él, y parece que la relación de ambos era muy buena. Tal vez por eso se ha dicho que los dos reinaron juntos como tiranos, pero se habría tratado de una rara excepción en el funcionamiento habitual de este régimen. Seguramente la razón de que se considere también gobernante a Hiparco es que así se adornaba con un halo revolucionario y casi romántico la caída de la tiranía. A Hiparco le correspondía el papel más amable dentro del dúo, pues ejerció como un mecenas siguiendo la política cultural de su padre. Mientras, Hipias se encargaba de los asuntos prácticos, también respetando el legado de Pisístrato.
Pero todo cambió en el año 514. Los detalles no están nada claros. Sabemos que dos ciudadanos, Harmodio y Aristogitón, atentaron contra Hiparco durante las fiestas Panateneas. El hecho de que lo eligieran a él, y no a Hipias, hace pensar que Hiparco no gozaba de la misma protección que su hermano y que, en realidad, llamarlo tirano también es impropio. Como fuere, lo mataron. Los guardias de Hipias actuaron rápidamente y acabaron allí mismo con Harmodio (mis dedos han tecleado solos «rápidamente», y luego mi cerebro les ha recordado que, si hubiesen sido tan rápidos, habrían impedido también la muerte de Hiparco). A Aristogitón lo apresaron, lo torturaron para que confesara si tenía cómplices y finalmente lo ejecutaron.
¿Por qué he dicho que los detalles no están claros? La tradición posterior vendió el asesinato de Hiparco como una revolución frustrada, y a Harmodio y Aristogitón se les erigieron sendas estatuas en el Ágora, conocidas como «los tiranicidas». Eso implicaría que eran la punta de lanza de una conspiración destinada a acabar con los dos tiranos, y que sólo la mala suerte impidió que tuvieran éxito. Pero Tucídides asegura que el atentado iba dirigido tan sólo contra Hiparco, y la razón no era realmente política, sino una disputa privada. Harmodio era un bello adolescente, el erómenos o amado de Aristogitón, pero Hiparco también estaba encaprichado de él. Esta rivalidad amorosa habría sido la verdadera razón de lo que se conoció como «tiranicidio», aunque, como insiste Tucídides, el verdadero gobernante era Hipias, y no Hiparco (Tucídides y y ss.).
Aunque Hiparco no fuese el tirano, su muerte provocó que Hipias se volviera más receloso y endureciera su gobierno, algo comprensible.
Mientras tanto, los Alcmeónidas, que habían sido desterrados por Pisístrato, conspiraban en el exterior dirigidos por el actual jefe de su clan, Clístenes, hijo de Megacles.8 Para ello Clístenes utilizó el lobby de opinión más poderoso de su tiempo: el oráculo de Delfos. Tiempo atrás, en el año 548, el templo de Apolo se había incendiado. Un accidente habitual en un lugar donde ardían tantos fuegos -pebeteros, antorchas, sacrificios-, máxime si tenemos en cuenta que los primitivos templos tenían más madera que piedra. Clístenes y los Alcmeónidas patrocinaron la reconstrucción del templo. Seguramente no se encargaron de la obra, que ya debía de estar en marcha desde hacía tiempo, ni fueron los únicos promotores. Pero se había estipulado que los revestimientos iban a ser de toba, una piedra porosa, y ellos la sustituyeron por mármol de Paros, de más calidad y mucho más elegante, pero también más caro. Indudablemente, el dios Apolo se sintió muy satisfecho con la mejora en los materiales.
Gracias a la influencia así obtenida por de Clístenes, cada vez que un espartano aparecía por Delfos pidiendo un oráculo para su ciudad, lo primero que les decía la Pitia era que debían liberar a los atenienses de la tiranía. Según Heródoto, la sacerdotisa lo hacía porque la habían sobornado; pero, si los Alcmeónidas habían empleado parte de su fortuna en la reconstrucción del templo, no creo que sea necesario buscar más soborno que éste.
¿Qué interés podían tener los espartanos en «liberar» Atenas? En el capítulo anterior ya vimos que su constitución no era un modelo de democracia. Sin embargo, tampoco les gustaban las tiranías, pues éstas favorecían a las clases medias, que en Esparta prácticamente no existían. Su régimen favorito era la oligarquía aristocrática, y era el que preferían instalar en todas las ciudades. Lo que deseaban los espartanos era congelar la situación de las demás polis griegas tal como estaban al principio de la Época Arcaica y acabar de una vez por todas con aquella peligrosa enfermedad de las tiranías.
Los espartanos, tras un primer intento fallido por mar, enviaron en el año 510 un poderoso ejército mandado por Cleómenes, el más activo y carismático de los dos reyes que gobernaban la ciudad. Ante la amenaza, Hipias hizo lo mismo que todos los que querían protegerse en Atenas: se refugió en la Acrópolis. Tal vez habría aguantado allí, porque a los espartanos no les gustaban los asedios: lo que se les daba bien era liarse a mam porros en el campo de batalla, y no tenían demasiada paciencia. (Muchos años después, pedirían la ayuda de los atenienses para someter a los ilotas que se habían refugiado en el monte Itome). Pero cuando los partidarios de Hipias intentaban sacar en secreto a sus hijos de la ciudad, los sitiadores los pillaron. Al ver a sus hijos convertidos en rehenes, Hipias no tuvo más remedio que rendirse. Le otorgaron un salvoconducto para salir de la ciudad, y se retiró a Sigeo, la ciudad que gobernaba su hermano Hegesístrato en el estrecho de los Dardanelos.
Así terminó la tiranía en Atenas. Pero no fue el fin de Hipias, que aún tendría algunas cosas que decir.
CLÍSTENES Y EL GERMEN DE LA DEMOCRACIA
Democracia: doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. Predominio del pueblo en el gobierno político de un estado.
Así la define el Diccionario de la Lengua Española. Pero vamos a intentarlo de nuevo.
Democracia: el poder del pueblo.
Esto ya suena más griego. Nada de «predominio» o «intervención». La palabra griega krátos, segundo elemento del compuesto, implica fuerza, poder, dominio, soberanía efectiva. ¿Cómo se llegó a ella?
Tras la caída de Hipias, los Alcmeónidas, encabezados por Clístenes, regresaron a Atenas, y las luchas entre los clanes de la aristocracia se renovaron. Entonces, en palabras de Aristóteles, «Clístenes se ganó al pueblo, entregando el gobierno a la mayoría» (Const. Atenas 20).
¿Por qué hizo tal cosa Clístenes? ¿En qué estaba pensando cuando dio el poder a toda la masa de ciudadanos atenienses? Podemos pensar que era un visionario de ideas avanzadas. O bien que se trataba de un político calculador y un tanto cínico, y que al ver que iba perdiendo en la lucha de poder contra Iságoras, caudillo de las principales facciones aristocráticas, decidió vencerlo por la pura fuerza del número.
Personalmente, no sé si era altruista, cínico o ambas cosas a la vez, pues se trata de rasgos aparentemente contradictorios que, sin embargo, se funden en muchos políticos. Pero Clístenes tenía un plan en mente, y de bía de saber por fuerza que las cosas no volverían a ser iguales. Se demuestra en su principal reforma, la más farragosa de entender para nosotros, pero que acarreó enormes consecuencias.
Hasta entonces, como otros pueblos jonios, los atenienses se dividían en cuatro phylaí,9 término que suele traducirse por «tribus». Estas tribus, de origen ancestral, aglutinaban a los diversos clanes, pero además tenían una base territorial y estaban controladas por las aristocracias locales. En cada tribu existían una serie de fratrías o hermandades en las que se inscribían los ciudadanos, dominadas también por los nobles terratenientes de cada pequeña localidad -los caciques, para entendernos-, de tal modo que eran ellos los que decidían a quién se inscribía en la fratría y en la tribu y a quién no, que era como decir quién se convertía en ciudadano ateniense y quién se quedaba fuera. Antes de registrar a alguien se investigaba a conciencia quiénes eran sus antepasados, pero el procedimiento permitía muchas arbitrariedades: todo ateniense que incordiara al cacique local podía tener problemas para inscribir a sus hijos en las listas, o incluso ver cómo lo borraban a él mismo.
Clístenes realizó un censo completamente nuevo. La base era el demo, una especie de distrito o pequeño municipio. Donde había poblaciones mayores, como Acarnas o el centro urbano de Atenas, Clístenes las fraccionó en demos más reducidos. Los ciudadanos se inscribieron en el censo de tal manera que a su nombre lo acompañaba el del demo, que era el mismo para pobres y ricos, para jornaleros y aristócratas.Así, en vez de verse juntos Pericles elAlcmeónida, con todas las connotaciones que tenía un nombre tan ilustre, y Dinarco el donnadie, que no pertenecía a ningún clan del que jactarse, ahora eran simplemente Pericles del demo de Colargo y Dinarco del demo de Colargo, convecinos. La vecindad, y no el parentesco tribal, fuera real o ficticio, se convertía en la base del censo.` Los Corleones y Sopranos del Ática empezaban a perder influencia (las fratrías y los clanes siguieron existiendo, pero ahora sólo como instituciones religiosas y sociales, sin influir para nada en la política).
En ese censo entró mucha gente nueva, y también se volvió a inscribir a quienes habían sido borrados de los anteriores registros con la excusa de que eran hijos de supuestos esclavos o extranjeros. Pero los demos seguían teniendo base local, mientras que lo que pretendía Clístenes era crear vínculos de unión en toda el Ática. Ésta tenía, recordemos, 2.500 kilómetros cuadrados, una extensión superior a la de la provincia deVizcaya, y las distancias se recorrían casi siempre a pie, por lo que en la práctica había lugares separados por más de una jornada de camino.
Clístenes empezó por abolir las cuatro tribus tradicionales y crear diez nuevas. Los atenienses propusieron cien nombres de héroes locales que se enviaron al oráculo de Delfos, y la Pitia eligió los diez que se convirtieron en oficiales." Estas tribus eran arbitrarias, no tenían nada que ver con viejos parentescos, y había que «rellenarlas» de ciudadanos. ¿Cómo lo hizo Clístenes?
Tras crear las tribus, organizó los demos en tres grandes grupos según su situación geográfica: la Ciudad (que comprendía Atenas y alrededores), la Costa y el Interior. Dentro de cada una de esas tres zonas estableció diez subdivisiones, a las que llamó trittyes.A cada trittys le asignó cierto número de demos, según su tamaño, de 1 a 10. Así tenía repartidos los demos en 30 grupos o trittyes, 10 de cada zona geográfica.
¿Qué tiene esto que ver con las tribus? Clístenes tomó una trittys de cada zona para rellenar cada tribu. Es decir, una tribu como la Ayántide constaba de una trittys de la Ciudad -formada por el demo de Falero-, otra tryttys de la Costa -con los demos de Maratón, Énoe, Ramnunte y Tricorinto-, y una tercera trittys del Interior -con el demo de Afidna-. He elegido para este ejemplo la tribu Ayántide porque tenía menos demos que otras.
Me imagino que cuando Clístenes le explicó todo esto al pueblo ateniense, se levantó más de un dolor de cabeza. En suma, lo que tenemos hasta ahora son diez tribus artificiales en las que se mezclan habitantes de municipios pertenecientes a diversas zonas del Ática.Ahora bien, aunque las tribus fuesen artificiales en su creación, a partir de ese momento funcionaron como auténticas entidades políticas. Los miembros de cada tribu tenían que reunirse para tomar una serie de decisiones conjuntas: los soldados se alistaban en batallones por tribus, elegían a los diez generales del ejército ateniense por tribus, y hacían lo mismo con los miembros del consejo.
Con esto se acabó de desintegrar el poder de los clanes locales. Si los Corleone de turno poseían mucha influencia en la zona de la bahía de Maratón, por ejemplo, esa influencia quedaba en nada cuando tenían que reunirse con sus compañeros de tribu que provenían de Afidna, a unos 10 kilómetros, y de Falero, que estaba a más de 40. De esta manera, en sus deliberaciones los miembros de las tribus no tomaban ya en cuenta tanto los intereses locales como los del Ática en su conjunto.
Puede parecer que este embrollado sistema tiene poco que ver con la democracia. Pero no es así: servía para crear vínculos de unión entre todos los atenienses, como ya he dicho, y para acostumbrarlos a trabajar juntos en un gran proyecto común llamado Atenas, olvidándose de tribus perdidas de la Edad Oscura. (¡Ay, si algunos hicieran lo mismo hoy día!). Era un gran paso para convertirlos en iguales, al menos en su condición de ciudadanos.
Pero aún se dieron más pasos. En las ciudades griegas solía haber un consejo denominado boulé que se encargaba del gobierno día a día. En los estados gobernados por los aristócratas, sólo ellos podían formar parte de este organismo. Clístenes creó un nuevo consejo de quinientos miembros, cincuenta por cada una de las tribus. Los miembros eran elegidos en los demos por sorteo, pues se consideraba que cualquier ciudadano estaba capacitado para ser consejero siempre que tuviera más de treinta años; la única limitación era que no se podía formar parte del consejo más de dos veces en la vida.
Al principio, sólo los miembros de las tres clases superiores podían pertenecer a la boulé, pero durante el siglo v los tetes también entraron en el sorteo: la prueba es que con el tiempo se instituyó una paga para los consejeros, mucho más necesaria para los miembros de la cuarta clase que para los demás, que tenían el riñón bien cubierto.
Para ser más operativo, el consejo se dividía en diez grupos llamados «pritanías», uno por tribu. Cada pritanía se convertía en una especie de comisión permanente durante un periodo de 36 días. Además, todos los días se elegía por sorteo a un presidente para la pritanía, llamado epistátes. Como en cada pritanía había 50 consejeros y 36 días, las probabilidades de salir elegido tarde o temprano eran muy altas.
El epistátes presidía la reunión de su pritanía, y también del consejo o de la asamblea si tocaba sesión.Además, estaba de guardia las veinticuatro horas en un edificio público llamado thólos,12 encargado de guardar el sello oficial de la ciudad y de las llaves del tesoro y de los archivos. Si llegaban embaja dores, cartas de otras ciudades, mensajes de ejércitos enviados fuera de Atenas, etc., todo pasaba por manos del epistátes. Se ha calculado que la mitad o más de los ciudadanos del Ática desfilaron por este cargo, que equivalía en cierto modo a ser el presidente de la república de Atenas... por un día.
La principal función del consejo era preparar el orden del día para la asamblea, verdadera sede del poder popular. En ella se reunían los atenienses y votaban las cuestiones que les interesaban directamente, sin necesidad de representantes: era, así pues, una democracia directa. Clístenes garantizó que todos los ciudadanos pudieran asistir a sus reuniones, que solían celebrarse en la colina de la Pnix, al suroeste de la Acrópolis. Había al menos cuarenta sesiones de la asamblea al año, más algunas extraordinarias. Los ciudadanos no se limitaban a votar, sino que cualquiera podía hablar en público para proponer un decreto o bien oponerse a él. Obviamente, había que tener preparación y cierto valor para encaramarse a la tribuna, así que en la práctica los que hablaban casi siempre eran los mismos (como ocurre ahora en las reuniones de vecinos, los claustros de profesores y cualquier otro tipo de asambleas). Eran conocidos colectivamente como rhétores, «los oradores», y solían representar a grupos de opinión. Puesto que era importante tener una voz potente y saber estructurar el discurso para convencer a los votantes, no es extraño que con el tiempo se desarrollara el arte de la retórica, y que los maestros que la enseñaban estuviesen muy cotizados.
Todo esto tenía un «pero». Las reuniones se convocaban en la ciudad de Atenas. Para los ciudadanos de los demos alejados, ir a la ciudad suponía una buena caminata en el mejor de los casos, y en el peor suponía pernoctar durante el viaje. Como es lógico, a las asambleas asistía más gente de la zona de la Ciudad, donde Clístenes tenía su principal clientela política. Entre otros motivos, porque era donde se había naturalizado a más ciudadanos de procedencia dudosa -el puerto y la ciudad actuaban como focos de atracción para los emigrantes- que, lógicamente, le estaban agradecidos a Clístenes por haberlos convertido en atenienses.
El caso es que, aunque el número de ciudadanos atenienses osciló durante los siglos v y iv entre 20.000 y 40.000, la cifra media de asistentes a la asamblea era de unos 6.000. Con el tiempo se introdujeron iniciativas para fomentar la asistencia, como una pequeña paga diaria. Alguna otra medida era tan curiosa como el cordel teñido de rojo con que los ar queros escitas que ejercían de policía «pastoreaban» a los ciudadanos que andaban zanganeando por el Ágora y se los llevaban hasta la Pnix: la gente, parece, se dejaba llevar para que no le mancharan el manto. Así, al menos, lo cuenta Aristófanes en su comedia Los acarnienses.
En cualquier caso, uno de los inconvenientes de este sistema era que si los intereses de la zona urbana del Ática chocaban con los del campo, éste perdía siempre. Así ocurrió, por ejemplo, en la Guerra del Peloponeso, que perjudicó sobre todo a los agricultores y terratenientes atenienses. Pero también es cierto que la zona más dinámica era la de la ciudad, donde las ideas volaban y se comunicaban a toda prisa.
INTENTOS DE DERROCAR EL NUEVO RÉGIMEN
No todo lo que he contado apareció de golpe en tiempos de Clístenes, sino que fue evolucionando hasta llegar a la llamada «democracia radical» de Efialtes y Pericles, que acabó definitivamente con las competencias del Areópago, el último reducto de poder aristocrático. Al principio, el régimen no se llamaba democracia, nombre que se empezó a usar ya a mediados del siglo v. Pero Clístenes, como ya he dicho, sentó las bases del sistema, y además garantizó los principios de fisonomía, «igualdad ante la ley», e isegoría, «libertad de palabra».
Mientras Clístenes llevaba a cabo sus medidas se produjeron diversos sobresaltos. Iságoras, su rival político, recurrió a Esparta. Cleómenes debió de pensar que él no había echado al tirano Hipias para que los atenienses eligieran un gobierno aún más revolucionario. De modo que exigió el destierro de Clístenes y el resto de los Alcmeónidas por el viejo asunto del sacrilegio cometido por su antepasado Megacles, y después se dirigió a Atenas con un pequeño contingente de tropas. Clístenes se exilió, pensando que ya le llegaría la ocasión de volver. Cleómenes, nada más entrar en Atenas, expulsó a las 700 familias que le indicó Iságoras. Éste, por su parte, trató de instaurar un gobierno oligárquico de 300 aristócratas. Pero el pueblo ateniense se rebeló, y Cleómenes e Iságoras se vieron de pronto encerrados en la Acrópolis. Paradójicamente, el mismo rey espartano que había sitiado a Hipias se convertía ahora en el asediado.
Pasados un par de días, Cleómenes e Iságoras consiguieron un salvoconducto para marcharse del Ática con el rabo entre las piernas, mientras que muchos de sus partidarios fueron ejecutados. Clístenes, que no tardó en regresar a la ciudad, envió embajadores a Persia para solicitar una alianza por temor a las represalias de Esparta. La cosa quedó en agua de borrajas, pero siempre se echó en cara a los Alcmeónidas ser «medizantes», es decir, partidarios de los persas.
Cleómenes no era hombre al que se pudiera humillar así como así. En el año 506 reunió un ejército mucho más numeroso recurriendo a los aliados forzosos de la Liga del Peloponeso, y además se puso de acuerdo con los vecinos de Atenas para lanzar una ofensiva desde tres puntos a la vez: los espartanos atacarían por el este, los tebanos por el noroeste y los de Calcis por la costa nordeste (tanto tebanos como calcidios guardaban viejas cuentas que saldar con Atenas). Ante un ataque así, a los atenienses sólo les quedaba rendirse, pues no tenían murallas o, si las tenían, no se hallaban en condiciones de resistir a una invasión de tal magnitud. Sin embargo, decidieron formar el ejército y salir al paso del atacante más peligroso: la coalición de Esparta y los demás estados del Peloponeso.
Parecía que el nuevo régimen iba a gozar de una vida muy breve, pues los atenienses no tenían la menor posibilidad de superar a un ejército superior en número y que, además, contaba con un núcleo de espartanos de élite. Pero ocurrió algo inesperado. Cuando las tropas del Peloponeso entraban en el Ática y empezaban a causar daños en el demo de Eleusis, los corintios, que en aquel momento se llevaban bien con los atenienses -luego se convertirían en enemigos acérrimos-, se retiraron. Cleómenes los había convocado para la expedición, sin explicarles los verdaderos motivos, que a los corintios no les parecieron justificados. Tras la retirada de Corinto, el otro rey de Esparta, Damarato, manifestó que tampoco estaba de acuerdo con su colega al mando, y al oírlo el resto de los aliados se dispersaron. Cleómenes se la juró a Damarato y no dejó de intrigar hasta que consiguió deponerlo del cargo, pero por el momento no le quedó más remedio que tragarse la humillación y volver a Esparta.
Sin perder tiempo, los atenienses se dirigieron hacia el este para marchar contra los calcidios. Los beocios acudieron en ayuda de sus aliados al estrecho del Euripo, que separa la isla de Eubea de las costas del Ática, pero lo que consiguieron fue que el ejército ateniense se volviera primero contra ellos. No conocemos los detalles de la batalla, pero fue una gran victoria de los atenienses, que mataron a muchos enemigos e hicieron 700 prisioneros, lo que debía representar más del diez por ciento del ejército beocio. Mientras, los calcidios, que no debían de traer un ejército muy numeroso, decidieron que aquel lío no iba con ellos y cruzaron el estrecho, confiados a la protección de su isla. Pero los atenienses fueron tras ellos, pasaron a Eubea -estaba tan cerca que, aun sin tener muchos barcos, con unos cuantos viajes de ida y vuelta bastaba para cruzar-, y en el mismo día en que habían vencido a los beocios, si creemos a Heródoto, infligieron una estrepitosa derrota a los calcidios.
Aquella jornada de gloria les valió a los atenienses el elogio del historiador, que también hace una alabanza de la democracia: «Salta a la vista [...] que la igualdad de derechos políticos es un bien muy valioso, si consideramos que los atenienses, mientras los gobernó una tiranía, no destacaban sobre sus vecinos en lo militar, pero cuando se libraron de sus tiranos consiguieron una evidente superioridad en ese terreno» (Heródoto 5, 78).
Después de aquello, los atenienses arrebataron a los oligarcas de Calcis una amplia llanura donde fundaron una cleruquía como la de Salamina e instalaron, según Heródoto, a 4.000 ciudadanos como colonos. Una cifra inverosímil, tanto por la extensión de esa llanura como por el ro de ciudadanos que había en Atenas: como mucho, serían 4.000 personas en total, incluyendo familias y esclavos, e incluso así no creo que llegaran a tal número.
Por cada prisionero, los atenienses cobraron 200 dracmas, casi un kilo de plata. Como ofrenda a los dioses, colgaron en la Acrópolis los grilletes con los que habían mantenido prisioneros a los enemigos, y usaron la décima parte del dinero que les habían pagado beocios y calcidios para forjar una cuadriga de bronce que también consagraron.
La joven democracia, que ni siquiera tenía ese nombre, había entrado pisando fuerte en la historia. Pero se acercaba una amenaza mucho peor que aquellas tres invasiones juntas, y su origen se hallaba a miles de kilómetros, en las altiplanicies de Persia.

   1          otra versión del mito, los atenienses varones votaron por Poseidón y las mujeres por Atenea. Como éstas vencieron por un voto, Atenea se convirtió en patrona de la ciudad. Pero los hombres, para vengarse de su derrota, les retiraron el derecho a votar.
2 Eran sobre todo las tierras situadas al noroeste, donde se hablaban dialectos emparentados con el dorio: las comarcas de Acarnania, Etolia y el Epiro. Aquellos lugares gozaban un clima más húmedo y fresco que el resto de Grecia, y sus bosques eran más densos. Sus pobladores se dedicaban sobre todo a la ganadería trashumante, por lo que no se agrupaban en polis. Esta organización tribal habría sido la que tenían todos los griegos antes de asentarse en los territorios de la Grecia central y del Peloponeso.
s Ni siquiera está muy claro que este personaje, cuyo nombre significa «dragón», no sea más legendario que histórico, como sucede con el legislador de Esparta, Licurgo.
 era un sophós, un sabio natural, una persona a la que los dioses habían otorgado sentido común y ecuanimidad, y también el don de la inspiración, pues era un gran poeta. Algo distinto era un philósophos, «buscador o amante de la sabiduría», palabra que parece que acuñó Pitágoras. Tampoco era lo mismo un sofista o sophistés, con una terminación -tes que solía aplicarse a ocupaciones: los sofistas, por así decirlo, se dedicaban profesionalmente a la sabiduría. De hecho, cobraban por ejercerla.
 me he equivocado contando sílabas. En griego, si-o no era diptongo, así que había dos sílabas.
 la década de 560, las exportaciones de cerámica ateniense de figuras negras superaban ya a las de su vecina Corinto, que en el pasado había dominado ese mercado. En cerámica se suele hablar de «figuras negras» y «figuras rojas», estilos muy fáciles de distinguir. En las figuras negras el artista deja el fondo con el color natural de la arcilla, rojizo, mientras que rellena con esmalte negro a los personajes, y los trazos interiores los realza con líneas blancas. En la técnica de figura rojas, que apareció hacia el año 525, el pintor esmalta de negro el fondo y deja el interior de las figuras sin rellenar, salvo las líneas negras que representan los músculos, la ropa, etcétera.
 puede parecer contradictorio, pues hemos visto a un Cronos violento, castrapadres y devorahijos. Pero en la mitología griega convivían muchas versiones distintas, pues los griegos eran gente ahorradora que no tiraba nada a la basura, ni costumbres ni leyes ni rituales religiosos. Existía una tradición según la cual el reinado de Cronos había sido una época de felicidad, una especie de edad de oro como la que menciona Hesíodo en Trabajos y días.
8 La forma completa de nombrar a un ateniense era añadir el nombre de su padre, y más tarde de su demo.
9 Los dorios, en cambio, se organizaban en tres tribus.
 curioso es que una vez hecho este primer censo, los descendientes de quien se hubiera inscrito en el demo de Colargo seguían registrados en él, aunque vivieran a 20 kilómetros de distancia o en una colonia del Egeo.
" Erectea, Egea, Pandionisia, Leóntide,Acamántide, Enea, Cecropia, Hipotóntide,Ayántide y Antióquide, nombradas según el orden oficial.
12 Aquí adelanto acontecimientos, pues el thólos se construyó después del año 470.

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