sábado, 13 de enero de 2018

Tucidides Guerra del peloponeso Libro octavo

LIBRO octavo

I

Cuando llegó a Atenas la noticia de aquel fracaso, no hubo casi nadie que lo pudiese creer; ni aun después que los que habían escapado y llegaron allí lo testificaron, porque les parecía imposible que tan gran ejército fuese tan pronto aniquilado. Mas después que la verdad fue sabida, el pueblo comenzó a enojarse en gran manera contra los oradores que le habían persuadido para que se realizase aquella empresa, como si él mismo no lo hubiera deliberado, y también contra los agoreros y adivinos que le habían dado a entender que esta jornada sería venturosa y que sojuzgarían a toda Sicilia.
Además del pesar y enojo que tenían por esta pérdida, abrigaban gran temor porque se veían privados, así en público como en particular, de una gran parte de buenos combatientes de a pie como de a caballo, y la mayor parte de los mejores hombres y más jóvenes que tenían.
Tampoco poseían más naves en sus atarazanas, ni dinero en su tesoro, ni marineros, ni obreros para hacer nuevos buques, siendo total su desesperación de poder salvarse, porque pensaban que la armada de los enemigos vendría derechamente a abordar al puerto de Pireo, habiendo alcanzado gran victoria, y viendo sus fuerzas dobladas con los amigos y aliados de los atenienses, muchos de los cuales se habían pasado a los enemigos.
Por todo esto los atenienses no esperaban sino que los peloponenses los acometerían por mar y por tierra. Mas ni por eso opinaron mostrarse de poco corazón ni dejar su empresa, sino antes reunir los más barcos que de todas partes pudiesen, y haciendo esto por todas vías, allegar dinero y madera para construir naves, y además asegurar su amistad con los aliados, especialmente con los de Eubea.
Determinaron también suprimir y ahorrar el gasto que en las cosas de mantenimientos había en la ciudad; y crear y elegir un nuevo consejo de los más ancianos con autoridad y encargo de proveer en todas las cosas sobre todos los otros en lo tocante a la guerra; resueltos como estaban a hacer todo cuanto pudiera remediar su situación, como comúnmente vemos hacer a un pueblo en alarma, y poner en ejecución lo que estaba determinado y deliberado.
Entretanto, acabó aquel verano.
En el invierno siguiente, casi todos los griegos comenzaron a cambiar de opiniones por la gran pérdida que habían sufrido los atenienses en Sicilia. Los que habían sido neutrales en esta guerra opinaban que no debían perseverar más en aquella neutralidad, sino seguir el partido de los peloponenses, aunque éstos no lo solicitaran, porque consideraban con justo motivo que si los atenienses llegasen a alcanzar la victoria en Sicilia, hubieran venido contra ellos. Y por otra parte, también les parecía que lo restante de la guerra acabaría pronto, y que de esta manera les honraría grandemente ser partícipes de la victoria.
Respecto a los que ya estaban declarados por los lacedemonios, se ofrecían con más entusiasmo que antes, esperando que la victoria los pondría fuera de todo daño y peligro. Los que eran súbditos de los atenienses estaban más determinados a rebelarse y hacerles más mal que sus fuerzas permitían; tanta era la ira y mala voluntad que contra ellos tenían. Y también porque ninguna razón bastaba a darles a entender que los atenienses pudiesen escapar de ser completamente desbaratados y destruidos en el verano siguiente.
Por todas estas cosas la ciudad de Lacedemonia tenía grande esperanza de alcanzar la victoria contra los atenienses, y especialmente por creer que los sicilianos, siendo sus aliados y teniendo tan gran número de barcos, así suyos como de los que habían tomado a los atenienses, vendrían a la primavera en su ayuda. Alentados de esta manera por las noticias que de todas partes recibían, determinaron prepararse sin tardanza a la guerra, haciéndose cuenta de que si esta vez alcanzaban la victoria, para siempre estarían en seguridad y fuera de todo peligro; que por el contrario, hubiera sido grande para ellos si los atenienses conquistaran a Sicilia, pues bien claro estaba que de sojuzgarla, se hubieran hecho señores de toda la Grecia.
Siguiendo, pues, esta determinación, Agis, rey de los lacedemonios, partió aquel mismo invierno de Decélea, y fue por mar por las ciudades de los aliados y confederados para inducirles a que contribuyesen con dinero destinado a hacer barcos nuevos, y pasando por el golfo Meliaco hizo allí una gran presa por causa de la antigua enemistad que los lacedemonios tenían con ellos, presa que Agis convirtió en dinero.
Hecho esto, obligó a los aqueos, a los de Ftía y otros pueblos comarcanos sujetos a los tesalios, a que diesen una buena suma de moneda y cierto número de rehenes mal su grado, porque le eran sospechosos. Los rehenes los envió a Corinto.
Los lacedemonios ordenaron que entre ellos y sus aliados hicieran cien galeras y cada uno a prorrata pagase su parte del gasto; ellos veinticinco, los beocios otras tantas, los focios, locros y corintios, treinta; y los de Arcadia, peloponenses, sicionios, megarenses, trecenios, epidauros y hermioneses, veinte. En lo demás hacían provisión de todas las otras cosas con intención de comenzar la guerra al empezar el verano.
Por su parte los atenienses aquel mismo invierno, como lo habían deliberado, pusieron toda diligencia en hacer y proveerse de barcos, y los particulares, que tenían materiales a propósito para ellos, los daban sin dificultad alguna. También fortificaron con muralla su puerto de Sunión para que las naves que les trajesen vituallas pudiesen ir con seguridad y abandonaron los parapetos y fuertes que habían hecho en Laconia cuando fueron a Sicilia.
En lo restante, procuraron ahorrar gasto en todo lo que les parecía que sin ello se podían bien pasar. Pero sobre todas las cosas ponían diligencia en evitar que sus súbditos y aliados se rebelaran.


II

Mientras estas cosas se hacían de una parte y de otra, apresuraron lo necesario, como si la guerra hubiera de comenzar al momento, los eubeos antes que todos los otros aliados de los atenienses, enviaron mensajeros a Agis diciéndole que querían unirse a los lacedemonios.
Agis los recibió benignamente y mandó que fuesen ante él dos de los principales hombres de lacedemonia para enviarlos a Eubea. Estos eran Alcámenes, hijo de Esteneledas, y Melanto, los cuales fueron llevando consigo cuatrocientos libertos o emancipados de esclavitud.
Los lesbios, que también deseaban rebelarse, enviaron igualmente a pedir a Agis gente de guarda para ponerla en su ciudad, y Agis, a persuasión de los beocios, se las otorgó, suspendiendo entretanto la empresa de Eubea y ordenando a Alcámenes que debía ir allá, fuese a Lesbos con veinte naves, de las cuales Agis abasteció diez y los beocios otras diez.
Todo esto lo hizo Agis sin decir cosa alguna a los lacedemonios, porque tenía el poder y autoridad de enviar gente a donde él quisiese, y de reclutarla también, y de cobrar el dinero y emplearlo según juzgase necesario todo el tiempo que estuviese en Decélea, durante cuyo tiempo todos los aliados le obedecían, en parte más que a los gobernadores de la ciudad de Lacedemonia, porque como tenía la armada a su voluntad, la mandaba ir donde él quería. Por ello se concertó con los lesbios, según se ha dicho.
Por su parte, los de Quío y los de Eritrea, que asimismo querían rebelarse contra los atenienses, hicieron un tratado con los gobernadores y consejeros de la ciudad de Lacedemonia sin saberlo Agis; con ellos fue a la misma ciudad Tisafernes, que era gobernador de la provincia inferior por el rey Darío, hijo de Artajerjes. Andaba Tisafernes solicitando a los peloponenses para que hiciesen la guerra contra los atenienses y les prometía proveerles de dinero, de lo cual él tenía buena suma, a causa de que por mandato del rey su señor, poco tiempo antes había cobrado un tributo de su provincia, con intención de emplear el dinero del mismo contra los atenienses, a quienes tenía odio y enemistad porque no permitieron que pagaran el tributo las ciudades griegas de la provincia y porque sabía que eran los que le habían impedido que la Grecia le fuese tributaria. Parecíale a Tisafernes que más fácilmente cobraría el tributo si viesen que le quería emplear contra los atenienses, y también que de esta manera lograría la amistad entre los lacedemonios y el rey Darío. Por este camino esperaba además apoderarse de Amorges, hijo bastardo de Pisutnes, el cual, siendo por el rey gobernador de la tierra de Caria, se había rebelado contra él, y recibió orden Tisafernes de hacer lo posible para cogerle vivo o muerto. Sobre esto, Tisafernes se había concertado con los de Quío.
En estas circunstancias, Calígito hijo de Laofonte de Mégara, y Timágoras, hijo de Atenágoras, un ciciquense, ambos desterrados de sus ciudades, fueron a Lacedemonia de parte de Farnabazo, hijo de Farnaces, que los envió de su tierra con objeto de demandar a los lacedemonios barcos y llevarlos al Helesponto, ofreciéndoles ha-cer todo lo posible para ganar las ciudades de su provincia, que estaban por los atenienses, y deseando también por esta vía hacer amistad entre el rey Darío, su señor, y ellos.
Al saberse estas demandas y ofrecimientos de Farnabazo y Tisafernes en Lacedemonia, sin que los que hacían la una supiesen nada de la otra, hubo discordia entre los lacedemonios; porque unos eran de opinión que primeramente se debían enviar los barcos a Jonia y Quío, y otros opinaban que se enviasen al Helesponto; finalmente, el mayor número fue de opinión que se debía primero aceptar el partido de Quío y de Tisafernes, en especial por la persuasión de Alcibíades, el cual habitaba a la sazón en la casa de Endio, que aquel año era tribuno del pueblo y su padre también había habitado allí, por razón de lo cual se llamaba Endio, y también por sobrenombre Alcibíades.[1]
Pero antes de que los lacedemonios enviasen sus barcos a Quío, ordenaron a uno que era vecino de aquella ciudad, nombrado Frinis, que fuese a espiar y ver si tenían tan gran número de naves como daban a entender; y también si su ciudad era tan rica y tan poderosa como decía la fama. Volvió Frinis, y dándoles cuenta de que todo era conforme a lo que la fama pública aseguraba, hicieron en seguida alianza y confederación con los de Quío y eritreos, y ordenaron enviar cuarenta trirremes para reunirlos con otros sesenta que los de Quío decían tener, de los cuales habían de enviar al principio cuarenta y después otros diez con Melácridas, su capitán de mar, y en vez de éste eligieron después a Calcídeo, porque Melácridas murió. De diez naves que había de llevar Calcídeo, no llevó más que cinco.
Mientras esto pasaba se acabó el invierno, que fue el decimonono año de la guerra que Tucídides escribió.
Al comienzo de la primavera, los de Quío pidieron a los lacedemonios que les enviasen los barcos que les ha-bían prometido, porque temían mucho que los atenienses fuesen avisados de los tratos que tenían con ellos, y de los cuales ninguna cosa habían sabido hasta entonces. Por esta causa enviaron tres ciudadanos a los de Corinto para avisarles que debían pasar por el istmo todos los barcos, así los que Agis había dispuesto para enviar a Lesbos, como los otros de la mar a donde ellos estaban y encaminarlos a Quío, cuyos barcos eran cuarenta y nueve. Pero porque Calígito y Timágoras no quisieron ir en aquel viaje, los embajadores de Farnabazo tampoco quisieron dar el dinero que les había enviado para pagar la armada, que montaba a veinticinco talentos, deliberando hacer con aquel dinero otra armada y con ella ir a donde tenían determinado.
Cuando Agis supo que los lacedemonios habían deliberado enviar primero los barcos a Quío no quiso ir contra su determinación, y los aliados, habiendo celebrando consejo en Corinto, opinaron también que Calcídeo fuera primero a Quío, el cual había armado cinco trirremes en Laconia y tres Alcámenes, a quien Agis había escogido por capitán para ir a Lesbos, y finalmente que Clearco, hijo de Ramfias, fuese al Helesponto. Mas ante todas cosas ordenaron que la mitad de sus buques pasaran con toda diligencia el istmo antes que los atenienses lo supiesen, temiéndose que éstos diesen sobre ellos y sobre los otros que pasasen después. En la otra mar, los trirremes de los peloponenses irían descubiertamente sin ningún temor de los atenienses, porque no veían ni sabían que tuviesen ninguna armada en parte alguna que fuese bastante para combatirles.


III

Conforme a esta determinación, los que lo tenían a cargo transportaron veintiún trirremes por el istmo de Corinto y aunque hicieron grande instancia a los corintios para que pasasen con ellos, no lo quisieron hacer porque la fiesta que ellos llaman Ístmica se acercaba y querían celebrarla antes de su partida. Agis consintió en que no quebrantaran el juramento que habían hecho de treguas con los atenienses hasta después de pasada aquella fiesta, ofreciéndoles tomar bajo su responsabilidad y nombre la expedición; mas ellos no quisieron acceder, y entretanto que debatían sobre esto, advertidos los atenienses de los conciertos que hacían los de Quío con sus contrarios, enviaron uno de sus ministros, llamado Aristócrates, para darles a entender que obraban mal. Porque ellos negaban el hecho, les mandó que enviasen sus naves a Atenas, según estaban obligados por virtud del tratado de alianza, lo cual no osaron rehusar y mandaron allá siete trirremes. De esto fueron autores algunos que nada sabían del otro tratado y los que lo sabían temían les sobreviniera daño si lo declaraban al pueblo hasta tanto que tuviesen poder y fuerzas para resistir a los atenienses si quisieran rebelarse contra ellos, no teniendo ya esperanza en que los peloponenses fueran a ayudarles, puesto que tanto tardaban.
Entretanto, acabaron los juegos y solemnidades de la Fiesta Ístmica, en la cual se hallaron los atenienses, porque tenían salvoconducto para ir a ella, y allí, más claramente, entendieron cómo los de Quío trataban de rebelarse contra ellos.
Por causa de estas noticias, cuando volvieron a Atenas aparejaron sus trirremes para guardar la mar de los enemigos y que no pudiesen partir de Cencreas sin que ellos lo supiesen.
Después de la fiesta enviaron allá veintiún barcos para que se encontrasen con los otros veintiuno que Alcámenes había llevado de los peloponenses, y cuando estuvieron a la vista, procuraron traer a los contrarios mar adentro, fingiendo que se retiraban, pero los peloponenses, después de seguirles un poco al alcance, se volvieron atrás, viendo lo cual los atenienses también se retiraron, porque no se fiaban nada de los siete buques que llevaban de Quío en compañía de los veintiún trirremes. Mas como después recibieron otra ayuda de treinta y siete trirremes, siguieron a los enemigos hasta un puerto desierto y desechado que está en los extremos y fin de la tierra de los epidauros, que ellos llaman Pirea, dentro de cuyo puerto se habían refugiado todos los barcos peloponenses, salvo uno que se perdió en alta mar.
En este puerto fueron los atenienses a darles caza por mar, y también pusieron en tierra una parte de sus gentes, de manera que les hicieron gran daño, les destrozaron bastantes trirremes y mataron muchos tripulantes, entre ellos a Alcámenes. También ellos sufrieron algunas pérdidas.
Los atenienses se retiraron y, por dejar cercados a los enemigos, dejaron el número de gente que les pareció en una isla pequeña cerca de allí, donde acamparon y enviaron a toda prisa un barco mercante a los atenienses para que les enviasen socorro.
Al día siguiente acudieron en ayuda de los peloponenses los barcos de los corintios, y tras ellos los de los otros aliados y confederados, los cuales, viendo que les sería muy difícil defenderse en aquel desierto lugar, estaban en gran confusión y trataron primero de quemar sus naves, mas después resolvieron sacarlas a tierra y que desembarcaran sus gentes para guardarlas hasta que viesen oportunidad de salvarlas. Advertido de esto Agis, les envió un ciudadano de Esparta llamado Termón.
Los lacedemonios sabían ya la partida de los buques del estrecho, porque los tribunos del pueblo ordenaron a Alcámenes que les avisara cuando partiera; por esto enviaron con toda diligencia otros cinco trirremes con el capitán Calcídeo que acompañaba a Alcibíades. Pero al saber después que su gente y sus barcos habían huido, se asustaron y perdieron ánimo, porque la primera empresa de guerra que intentaban en el mar de Jonia tuviera tan mala fortuna. Determinaron, pues, no enviar de su tierra más armada y mandar retirarse la que primero habían enviado.
Alcibíades persuadió otra vez a Endio para que no abandonasen los lacedemonios la empresa de enviar aquella armada a Quío, porque podría arribar allí antes que los griegos fuesen avisados del mal éxito de los otros barcos, y asegurando que si él mismo iba a Jonia, lograría fácilmente hacer rebelar y amotinar las ciudades que tenían el partido de los atenienses, dándoles a entender la flaqueza y abatimiento de éstos y el poder y fuerzas de los lacedemonios en lo que habían emprendido. Y a la verdad, Alcibíades tenía gran crédito con ellos.
Además de esto, Alcibíades daba a entender, a Endio particularmente, que sería glorioso para ellos y honroso para él ser causa de que la tierra de Jonia se rebelase contra los atenienses y en favor de los lacedemonios, y que por esta razón llegaría Endio a ser igual a Agis, rey de los lacedemonios, porque habría hecho esto sin ayuda ni consejo de Agis, al cual Endio era contrario. Y de tal manera persuadió Alcibíades a Endio y a los otros tribunos, que le dieron el mando de cinco trirremes, juntamente con el lacedemonio Calcídeo, para ir a aquella parte de Quío, cosa que en breve tiempo hicieron.
Aconteció que al mismo tiempo, volviendo Gilipo después de la victoria de Sicilia a Grecia con diez y seis trirremes peloponenses, encontró cerca de Léucade veintisiete de los atenienses, de los cuales era capitán Hipocles, hijo de Menipo, que allí había sido enviado para encontrar y destrozar los navíos que venían de Sicilia, el cuál les infundió gran temor y miedo. Mas al fin se le escaparon todos, salvo uno, y fueron a salir a Corinto.
Entretanto Calcídeo y Alcibíades, siguiendo su empresa tomaban todos los buques que encontraban de cual-quier clase que fueran para que de su viaje no dieran aviso, y después los dejaban ir, antes de llegar al lugar de Corcira, que está en tierra firme. Y habiendo comunicado con algunos de los de Quío que estaban en la conspiración les avisaron que no hablasen a persona alguna, lo cual hicieron y secretamente arribaron a la ciudad de Quío antes que ninguno lo supiese.
Muy maravillados y asustados los ciudadanos por aquella llegada, fueron por algunos persuadidos de que se reuniesen en consejo en la ciudad para dar audiencia a los que allí habían arribado y oír lo que les querían decir. Así lo hicieron, y Calcídeo y Alcibíades les declararon que tras ellos iba gran número de naves peloponenses, sin hacerles mención de las que estaban cercadas en Pirea.
Sabido esto por los de Quío, hicieron alianza con los lacedemonios y apartáronse de la de los atenienses, y lo mismo aconsejaron hacer después de esto a los eritreos, y también a los clazomenios, los cuales, todos sin dilación, pasaron a tierra firme y fundaron allí una pequeña villa para que, si iban a atacarles en la isla, tener algún lugar para retirarse.
En efecto, todos los que se habían rebelado procuraban fortificar sus murallas y abastecerse de todas las cosas para resistir a los atenienses si iban a acometerles.
Cuando los atenienses supieron la rebelión de los de Quío, tuvieron gran temor de que los otros confederados, viendo aquella tan grande y poderosa ciudad rebelada, no hiciesen lo mismo. Por esta causa, no obstante haber depositado mil talentos para los cien trirremes de que arriba hablamos y hecho un decreto para que ninguno pudiese hablar ni proponer bajo graves penas cosa alguna para que a ellos se tocase en todo el tiempo que durase la guerra, por el temor que les inspiró aquel suceso revocaron su decreto y mandaron que se tomase gran suma de aquel dinero, con la cual aparejarían gran número de barcos, y de los que estaban en Pirea mandaron partir ocho al mando de Estrombíquides, hijo de Diotimo, para seguir a los que Calcídeo y Alcibíades llevaban, y no los pudieron alcanzar porque estaban ya de vuelta.
Pasado esto enviaron para aquel mismo efecto otros doce buques al mando de Trasicles, los cuales también se habían apartado de los que estaban en Pirea, porque cuando supieron la rebelión de los de Quío se apoderaron de los siete barcos que tenían suyos en Pirea, y a los esclavos que estaban en ellos les dieron libertad y los ciudadanos que los tripulaban quedaron prisioneros. En lugar de los que habían desamparado el cerco fueron enviados otros, abastecidos de todo lo necesario, y tenían acordado armar otros treinta buques además de éstos. En lo cual pusieron gran diligencia, porque les parecía que ninguna cosa era bastante para recobrar a Quío.
Estrombíquides con los ocho barcos se fue a Samos, donde tomando otro que allí halló, se dirigió a Teos y rogó a los ciudadanos que fuesen constantes y firmes, y no hiciesen novedad alguna. Pero a este mismo lugar acudió Calcídeo, yendo de Quío con veintitrés naves y gran número de gentes de a pie que traía así de Eritrea como de Clazómena. Al saberlo Estrombíquides partió de Teos, y habiendo entrado en alta mar, al ver tan gran número de trirremes se retiró a Samos, donde se salvó, aunque los otros le dieron caza.
Viendo esto los teios, aunque al comienzo rehusaron tener guarnición en su ciudad, la recibieron después que Estrombíquides huyó y pusieron gentes de a pie de guarnición eritreos y clazomenios, los cuales, habiendo sabido algunos días antes la vuelta de Calcídeo que había seguido a Estrombíquides, y viendo que éste no volvía, derribaron los muros de la villa que los atenienses habían hecho por la parte de tierra firme, destruyéndolos con ayuda y a persuasión de algunos bárbaros que, durante esto, allí fueron al mando de Estages, lugarteniente de Tisafernes.
En este tiempo Calcídeo y Alcibíades, habiendo dado caza a Estrombíquides hasta el puerto de Samos, regresaron a Quío y allí dejaron sus marineros y guarnición, a los cuales armaron como soldados, y pusieron en lugar de ellos dentro de las naves gentes de aquella tierra. También armaron otros veinte buques y se fueron a Mileto, pensando hacer rebelar la ciudad, porque Alcibíades, que tenía grande amistad con muchos de los principales ciudadanos de ella, quería hacer esto antes que los barcos de los peloponenses que allá se enviaban para este efecto llegasen, y ganar esta honra tanto para sí como para Calcídeo y los de Quío que en su compañía iban, y aun también para Endio, que había sido el autor de su viaje. Deseaba, pues, que por su causa se rebelasen y amotinasen muchas ciudades del partido de los atenienses.
Navegando muy de prisa y lo más secretamente que pudieron, arribaron a Mileto poco antes que Estrombíquides y Trasicles, que allí habían sido enviados por los atenienses con doce trirremes, y apresuradamente hicieron que la ciudad siguiese su partido.
Poco después arribaron diez y nueve buques de los atenienses que seguían tras aquéllos, los cuales, no siendo recibidos por los de Mileto, se retiraron a una isla allí cercana, llamada Lada.
Después de la rebelión de Mileto fue hecha por Tisafernes y Calcídeo la primera alianza entre el rey Darío y los lacedemonios y sus aliados en esta forma:
Que las ciudades, tierras, reinos y señoríos que los atenienses tenían se tomasen para el rey y para los lacedemonios juntamente, cuidando que ninguna cosa de ellas quedara en provecho de los atenienses.
Que el rey y los lacedemonios con sus aliados hiciesen la guerra comúnmente contra los atenienses, y que el uno no pudiese hacer la paz con ellos sin el otro.
Y que si algunos de los súbditos del rey se rebelasen, los lacedemonios y sus aliados los tuviesen por enemigos y de igual modo si los súbditos de los lacedemonios o sus aliados se rebelasen y amotinasen, los tuviese el rey por enemigos.
Y esta fue la forma de la alianza entre ellos.


IV

Los de Quío armaron otros diez navíos, con los cuales se pusieron en camino para ir a la ciudad de Aneas, así para saber lo que había hecho la ciudad de Mileto, como para inducir a las otras ciudades que eran del partido de los atenienses a que lo dejasen. Pero siendo advertidos por Calcídeo de que Amorges iba contra su ciudad con gran ejército por tierra, regresaron hasta el templo de Zeus, desde el cual vieron ir diez y seis trirremes atenienses que Diomedonte llevaba; quien había sido enviado de Atenas después que Trasides, y conociendo que eran buques atenienses, una parte de los de Quío se fueron a Éfeso y los otros a Teos.
De estos diez buques los atenienses tomaron cuatro, pero después que los que estaban dentro habían saltado en tierra, los otros se salvaron en el puerto de Teos.
Los atenienses fueron a Samos, mas no por eso los de Quío, habiendo reunido los otros barcos que escaparon, y también cierto número de gente de a pie, dejaron de inducir a la ciudad de Lesbos a que dejase el partido de los atenienses, y después a la de Heras. Hecho esto se retiraron con sus naves y gente de a pie a sus casas.
Los diez y seis trirremes de los peloponenses que estaban cercados por otros tantos atenienses en Pirea, salieron súbitamente sobre éstos y los desbarataron y vencieron, de tal manera que capturaron cuatro de ellos.
Después se fueron al puerto de Cencreas, a donde proveyeron sus barcos para desde allí ir a Quío y a Jonia, a las órdenes de Astíoco, que los lacedemonios les enviaron, al cual habían dado el mando de toda la armada.
Cuando la gente de a pie que estaba en Teos partió, llegó Tisafernes, y haciendo derribar lo que quedaba de los muros de los atenienses, se fue.
Poco después llegó allí Diomedonte con veinte trirremes atenienses, e hizo tanto con los de la ciudad que se avinieron a recibirle, mas ningún día se detuvo allí, yendo a Heras con propósito de tomarla por fuerza, lo que no pudo hacer y por esto se volvió.
Entretanto, el pueblo y la comunidad de Samos se puso en armas contra los principales, teniendo consigo en ayuda a los atenienses que habían ido a tomar puerto con tres barcos; mataron doscientos de los más principales y a los otros doscientos los desterraron, confiscando los bienes, así de los muertos como de los desterrados, los cuales repartieron entre sí. Con consentimiento de los atenienses, después que les prometieron perseverar en su amistad, se pusieron en libertad, y ellos mismos se gobernaban sin dar a los desterrados, cuyos bienes tenían, cosa alguna para su alimento, antes y expresamente prohibieron que ninguno pudiese tomar ninguna tierra ni casa de ellos en arrendamiento, ni tampoco dársela.
Mientras esto pasaba, los de Quío, que habían determinado declararse contra los atenienses por cuantos medios podían, no cesaban con todas sus fuerzas, sin ayuda de los peloponenses, de solicitar y tener negociaciones con las otras ciudades del partido de los atenienses para apartarlas de él. Lo cual hacían por muchas causas, y la principal para atraer más gente a participar del mismo peligro en que ellos estaban. Con este propósito armaron trece naves, con las cuales fueron contra Lesbos, siguiendo la orden que los lacedemonios habían dado, conforme a la cual se había dicho que la segunda navegación y guerra naval se haría en Lesbos y la tercera en el Helesponto; pero la gente de a pie que allí había ido, así peloponenses como otros a ellos cercanos, fueron a Clazómena y a Cumas, capitaneándola el espartano Evalas. Diníadas tenía el mando de los buques, y con esta armada fueron los de Quío primeramente a Metimna y la hicieron rebelar. Y dejando allí cuatro buques se dirigieron a Mitilene con los otros que les quedaban, consiguiendo también que se rebelara.
Astíoco, jefe de la flota de los lacedemonios, partió a Cencreas con tres buques, vino a Quío y estuvo allí tres días, donde supo que habían arribado a Lesbos Leonte y Diomedonte con veinticinco barcos atenienses.
Sabido de cierto, partió aquel mismo día por la tarde con un solo barco de Quío para ir hacia aquella parte y ver si podría dar algún socorro a los mitilenos, y aquella noche fue a Pirra y al día siguiente a Eresos, donde supo que los atenienses en el primer combate habían tomado la ciudad de Mitilene de esta manera:
De pronto, y antes de que pudieran apercibirse, llegaron al puerto, donde capturaron los barcos de los de Quío que allí hallaron. Seguidamente saltaron a tierra, batiendo a los de la villa que acudieron en su defensa y tomándola por fuerza.
Sabida, pues, esta nueva por Astíoco, desistió de ir a Mitilene, y con los barcos de los eresios y tres de los de Quío, de los que habían sido capturados por los atenienses en Metimna con Eubolo su capitán, y después en la toma de Mitilene lograron escaparse, partió a Eresa. Después que hubo puesto buena guarnición en ella, envió por tierra a Antisa la gente de guerra que había dentro de sus barcos, al mando de Eteónico, y él con sus naves y tres de las de Quío se dirigió por el mismo rumbo con esperanza de que los mitilenos, viendo su armada, cobrarían ánimo para perseverar en su rebelión contra los atenienses. Pero viendo que todos sus propósitos resultaban al revés en la isla de Lesbos, volvió a embarcar la gente que había echado a tierra y regresó a Quío, donde repartió la gente que tenía así de la mar como de tierra, alojándolos en las villas y lugares hasta que fueran al He-lesponto.
Poco después llegaron allí seis barcos de los aliados de los peloponenses, de los que estaban en Cencreas.
Por su parte los atenienses, habiendo ordenado las cosas de Lesbos, fueron a la nueva ciudad que los clazomenios habían edificado en tierra firme y la batieron y arrasaron del todo, y los ciudadanos que se hallaban dentro volvieron a la antigua ciudad en la isla, excepto los que habían sido autores de la rebelión, que huyeron a Dáfnunte. Por este hecho de armas volvió Clazómena otra vez a la obediencia de los atenienses.
En este mismo verano, los veinte trirremes atenienses que se habían quedado en la isla de Lada, cerca de Mileto, echando sus tripulantes a tierra, acometieron a la villa de Panormo, que está en el término de los milesios, y en el combate fue muerto Calcídeo, capitán de los lacedemonios, el cual había acudido con pocas tropas para socorrer la villa.
Hecho esto se fueron y al tercer día hicieron un fuerte que los milesios derribaron después, diciendo que no debían hacer ninguna fortificación en lugar que ellos no hubiesen tomado por fuerza.
Por su parte Leonte y Diomedonte, con los buques que tenían en Lesbos, partieron de allí y fueron a las islas más cercanas a Quío; haciéndoles de allí guerra a los de Quío por mar y por tierra con las tropas de a pie bien armadas que habían hecho organizar a los de Lesbos, según el concierto que con ellos hicieron.
De esta manera recuperaron las ciudades de Cardamila y de Bolisco y las otras cercanas a la tierra de Quío, obligándolas a volver a su obediencia, mayormente después que derrotaron y vencieron a los de Quío en tres batallas que contra ellos libraron; la primera delante de la ciudad de Bolisco; la segunda delante de Fanas, y la tercera delante de Leuconión. Después de esta última no osaron salir más de su ciudad.
Por esta causa los atenienses quedaron dueños del campo y destruyeron y robaron toda aquella rica tierra que no había padecido ningún daño de guerra después de la de los medos.
Eran sus habitantes los más venturosos de cuantos yo haya conocido, y conforme su ciudad crecía y se aumentaba en riquezas, trabajaban para hacer en todo las cosas más magníficas y resplandecientes. Jamás pretendieron rebelarse contra los atenienses hasta que vieron que otras muchas ciudades poderosas y notables se habían metido en el mismo peligro y que los negocios de los atenienses iban tan de caída después de la pérdida que sufrieron en Sicilia, que ellos mismos tenían su estado casi por perdido.
Si en esto incurrieron en error los de Quío, como suele ocurrir en las cosas humanas, lo mismo sucedió a otras muchas personas poderosas y sabias, las cuales tenían por cierto que el Estado e Imperio de los atenienses en breve tiempo desaparecería.
Viéndose, pues, los de Quío apremiados por mar y tierra, hubo algunos en la ciudad que trataron de entregarla a los atenienses. Advertidos de ello los principales habitantes, ninguna demostración quisieron hacer, llamando a Astíoco que estaba en Eritrea para que fuese con cuatro barcos que tenía, consultando con él la manera más suave de apaciguar los ánimos, tomando rehenes, o por otro medio que mejor le pareciese.
De esta manera estaban los negocios en Quío.


V

Casi al fin de este mismo verano, mil quinientos hombres bien armados, atenienses, y mil argivos, la mitad bien armados y la mitad a la ligera y otros tantos de sus amigos y aliados, juntamente con cuarenta y ocho naves, aunque había entre ellas algunas barcas para llevar gente, siendo capitanes Frínico, Onomacles y Escirónides, partieron de Atenas y pasaron por Samos, y de allí fueron a poner su campamento junto a Mileto.
Contra ellos salieron ochocientos hombres de la ciudad, bien armados; también los que Calcídeo había traído, y cierto número de soldados que Tisafernes tenía, que por acaso se halló en este negocio. Acudieron a la batalla, en la cual los argivos, situados en la extrema derecha, estaban más esparcidos y desviados de lo que era menester, como si quisieran cercar a los enemigos, no mirando que los jonios se encontraban a punto para esperar su ímpetu, y por ello fueron derrotados y puestos en huida, muriendo unos trescientos.
Los atenienses, que formaban la otra ala, habiendo rechazado al empezar la batalla a los peloponenses y bárbaros, juntamente con la otra gente del campo, no combatieron contra los milesios, los cuales, después de dispersar a los argivos se habían retirado a la ciudad, y como hubiesen ganado la victoria habían puesto sus tropas junto a los muros, antes de ver que la otra ala de su ejército estaba vencida. En esta batalla, pues, los jonios de entrambas alas alcanzaron la victoria contra los dorios; es a saber: los atenienses contra los peloponenses, y los milesios contra los argivos.
Después de la batalla, los atenienses levantaron trofeo de victoria y determinaron cercar de muros la ciudad por el lado de tierra, porque la mayor parte hacia la mar estaba cercada, teniendo por cierto que si tomaban aquella ciudad las otras fácilmente vendrían a su obediencia.
Pero aquel mismo día por la tarde tuvieron noticia de que iban contra ellos cincuenta y cinco barcos, así de Sicilia como de los peloponenses, que llegaron muy pronto. Y así era la verdad, porque los siracusanos, a persuasión de Hermócrates, por quebrantar del todo las fuerzas de los atenienses, habían determinado enviar socorro a los peloponenses, y les mandaron veinte barcos de los suyos y dos de Selinunte, los cuales se habían reunido con los de los peloponenses, que eran veintitrés. Fue encargado el lacedemonio Terimenes de llevarlos todos a Astíoco, almirante y capitán general de toda la armada, y primeramente vinieron a tomar puerto a Leros, que es una isla situada frente a Mileto.
Creyendo que los atenienses estaban sobre la ciudad de Mileto, fueron al golfo Iasos para saber más pronto lo que se hacía en Mileto, y estando allí supieron la batalla librada junto a Mileto por Alcibíades, que se halló en ella, de parte de los milesios y de Tisafernes, el cual les dio a entender que si no querían dejar perder toda la Jonia y lo más que quedaba, era necesario que acudiesen a socorrer la ciudad de Mileto antes que fuese cercada de muros, y que sería gran daño esperar a que fortificaran el cerco.
Por estas razones determinaron partir al otro día por la mañana para ir a socorrer la ciudad. Mas sabiendo Frínico la llegada de esta armada, aunque sus amigos y compañeros querían esperar para combatir, respondió que nunca consentiría ni permitiría a otros, si pudiese, que aquello se hiciese, diciéndoles y persuadiéndoles que antes del combate era necesario saber primero qué cantidad de barcos tenían los enemigos, y cuántos eran menester para combatirlos. Además, era necesario espacio y tiempo para ponerse en orden de batalla, según convenía; añadiendo, que nunca se tuvo por vergüenza ni por cobardía no quererse aventurar ni exponer a peligro cuando no es menester, por lo cual no era vergonzoso para los atenienses retirarse con su armada por algún tiempo. Antes sería mayor vergüenza que aconteciese ser vencidos de cualquier manera que fuese, y además de la vergüenza, la ciudad de Atenas y su estado quedarían en gran peligro. Considerando las grandes pérdidas que habían sufrido en poco tiempo, dijo que no se debía aventurar todo en una batalla, aunque estuviese segura la victoria y dispuestas todas las cosas necesarias para alcanzarla. Con mayor motivo no estándolo, ni siendo la batalla necesaria. Por todo lo cual, su opinión y parecer era embarcar en sus naves toda la gente y juntamente con ella las municiones, bagajes y bastimentos, solamente lo que habían llevado, y dejar lo que habían ganado a los enemigos por no cargar demasiado sus barcos. Hecho esto, retirarse con la mayor diligencia que pudiesen a Samos, y allí, después de haber reunido sus buques, ir a buscar a los enemigos y acometerles con ventaja.
Este parecer fue por todos aprobado, así en esto como en otras muchas cosas que después fueron encargadas a Frínico, siendo siempre elogiado como hombre prudente y sabio.
De esta manera los atenienses, sin acabar su empresa, partieron de Mileto a la hora de vísperas, y llegados a Samos, los argivos que con ellos estaban, de pesar porque habían sido vencidos, volvieron a sus casas.
Los peloponenses, siguiendo su determinación, partieron a la mañana siguiente para ir a buscar a los atenienses a Mileto, y cuando llegaron supieron la partida de los enemigos. Permanecieron allí un día, tomaron las naves de los de Quío que Calcídeo había llevado, y deliberaron sobre volver a Tiquiusa para cargar de nuevo su bagaje, que habían dejado allí cuando partieron.
Cuando llegaron encontraron a Tisafernes y sus gentes de a pie, quien les aconsejó que fuesen a Iasos, donde estaba Amorges, hijo del bastardo Pisiontes y enemigo y rebelde del rey Darío.
Satisfizo a los peloponenses el consejo y se dirigieron a Iasos con tan grande diligencia, que Amorges no supo su llegada; antes cuando los vio venir derechos al puerto pensó que fuesen barcos de Atenas, por cuyo error tomaron el puerto.
Cuando vieron que eran peloponenses, los que en la villa estaban comenzaron a defenderse valientemente; mas no pudieron resistir al poder de los enemigos, especialmente de los siracusanos, que fueron los que mejor lo hicieron en este día.
En esta villa fue preso Amorges por los peloponenses, los cuales le entregaron a Tisafernes, para que, si quería, le enviase al rey, su señor.
El saco de la villa fue dado a los soldados, los cuales hallaron muchos bienes, y especialmente plata, porque había estado largo tiempo en paz y en prosperidad.
Los soldados que Amorges tenía allí, los recibieron los peloponenses a sueldo, y los repartieron en sus compañías porque había muchos del Peloponeso; y las otras gentes que hallaron en la villa, como también la misma villa, las entregaron los lacedemonios a Tisafernes, pagando cada prisionero cien estateros dáricos.
Hecho esto, volvieron a Mileto y desde allí enviaron a Pedarito, hijo de Leonte, que los lacedemonios habían mandado de gobernador a Quío, a Eritrea por tierra, con lo soldados que de Amorges habían adquirido.
En Mileto dejaron por capitán a Filipo, y en esto se pasó el verano.


V

Al comienzo del invierno, Tisafernes, después de abastecer muy bien la villa de Iagos, fue a Mileto y pagó a los soldados que estaban en las naves, según había prometido a los lacedemonios, dando a cada soldado a razón de una dracma ática por paga, y declaró allí que, hasta saber la voluntad del rey, no daría en adelante más de tres óbolos.
Hermócrates, capitán de los siracusanos, no quiso contentarse con esta paga, aunque Terimenes, como no era capitán de aquella armada y solamente tenía encargo de llevarla a Astíoco, no hizo mucha instancia en esto. Y, en efecto, a ruego de Hermócrates se concertó con Tisafernes que la paga en adelante fuese mayor de tres óbolos en toda la armada, excepto en cinco barcos, conviniéndose que de cincuenta y cinco naves que había, cincuenta cobrarían paga entera, y los cinco a razón de tres óbolos.
En este invierno, a los atenienses que estaban en Samos les llegó una nueva armada de treinta y cinco buques al mando de Carmino, Estrombíquides y Euctemón. Y habiendo además sacado otros trirremes, así de Quío como de otros lugares, determinaron repartir entre ellos aquellas fuerzas y que una parte de las tripulaciones fuese a asaltar a Mileto, y las gentes de a pie fuesen por mar a Quío. Para ejecutar esta determinación, Estrombíquides, Onomacles y Eucteón, que tenían encargo de ir con treinta naves y parte de los soldados que habían ido a Mileto, fueron hacia Quío, que les cupo en suerte, y los otros, sus compañeros, que habían quedado en Samos, partieron con sesenta y cuatro buques hacia Mileto. Advertido de esto Astíoco, que había ido a Quío para tomar informes de los sospechosos de crimen, cesó de ejecutar lo que se había propuesto; pero sabiendo que Terimenes iba a llegar con gran número de naves y que las condiciones de la alianza se cumplían mal, tomó diez buques peloponenses y otros tantos de los de Quío, y con ellos fue, y de pasada pensó conquistar la ciudad de Pteleón, mas no pudo y pasó a Clazómena.
Allí envió a decir a los que estaban por los atenienses que le entregasen la ciudad y que se fuesen a Dáfnunte. Lo mismo les mandó Tamos, embajador de Jonia, mas no lo quisieron hacer; visto lo cual por Astíoco les dio un asalto, y pensó tomar la ciudad fácilmente porque ninguna muralla tenía, mas no pudo y partió.
A los pocos días de navegación le sorprendió un viento tan grande que dispersó los buques, de manera que él vino a tomar puerto a Focea y de allí a Cumas, y las otras aportaron a las islas allí cercanas a Clazómena, a Maratusa, a Pela, a Drimusa, donde hallaron muchos víveres y abastecimientos que los clazomenios habían reunido en ellas.
Detuviéronse allí ocho días, en los cuales gastaron una parte de lo que hallaron y el resto lo cargaron en sus naves y partieron para Focea y Cumas en busca de Astíoco.
Estando allí fueron los embajadores de los lesbios a tratar con Astíoco de entregarle aquella isla, a lo cual muy fácilmente otorgó. Pero como viese que los de Corinto y otros confederados no lo querían consentir, a causa del inconveniente que antes les había ocurrido en dicha isla, partió derecho a Quío, donde todos los buques se le rindieron.
Finalmente, otra vez fueron dispersados por las tempestades y el viento los echó a diversos lugares, donde fue a hallarlos Pedarito, que había quedado en Eritrea, quien trajo después por tierra a Mileto la gente de a pie que tenía, que eran unos quinientos hombres; los cuales procedían de las tripulaciones de los cinco barcos de Calcídeo, que los dejó allí con equipos y armas.
Después que éstos llegaron, volvieron a ir a Astíoco algunos lesbios, ofreciendo otra vez entregar la ciudad y la isla, lo cual comunicó a Pedarito y a los quiotas diciéndoles que esto no podía dejar de servir y aprovechar para su empresa; que si la cosa en efecto se realizaba, los peloponenses tendrían más amigos, y si no, resultaría gran daño para los atenienses. Mas como viese que no querían consentir y que el mismo Pedarito se negaba a darles los buques de los de Quío, tomó consigo los cinco trirremes corintios y uno de Mégara, además de los suyos que de Laconia había traído, volvió a Mileto, donde tenía el principal cargo, y muy enojado dijo a los de Quío que no esperasen de él ayuda alguna en ninguna ocasión en que pudiera dársela.
Después fue a tomar puerto a Corico, donde se detuvo algunos días.
Entretanto, la armada de los atenienses partió de Samos, fue a Quío y se colocó al pie de un cerro que estaba entre el puerto y ellos, de tal manera que los que estaban en el puerto no lo advirtieron, ni tampoco los atenienses sabían lo que los otros hacían.
Mientras esto sucedía, Astíoco supo por cartas de Pedarito que algunos eritrenses habían sido presos en Samos y después liberados por los atenienses y enviados a Eritrea para hacer que su ciudad se rebelase. Inmediatamente se hizo a la vela para volver allá, y no faltó mucho para que cayese en manos de los atenienses. Mas al fin llegó en salvo y halló a Pedarito que también había ido por la misma causa. Ambos hicieron gran pesquisa sobre aquel caso y cogieron a muchos que eran tenidos por sospechosos. Pero informados de que en aquel hecho ninguna cosa mala había habido, sino que se había realizado por el bien de la ciudad, les dieron libertad y se volvieron el uno a Quío y el otro a Mileto.
Durante esto, los buques atenienses que pasaban de Corico a Argos encontraron tres naves largas de los de Quío, y al verlas las siguieron y comenzaron a darles caza hasta su puerto, a donde con grandísimo trabajo se salvaron a causa de la tormenta que les sobrevino. Tres barcos de los atenienses que los siguieron hasta dentro del puerto se anegaron y perecieron con todos los que dentro iban. Los otros buques se retiraron a un puerto que está junto a Mimante, llamado Fenicunte, y de allí fueron a Lesbos, a donde se rehicieron con nuevas fuerzas y aprestos.
En este mismo invierno el lacedemonio Hipócrates, con diez barcos de los turios, al mando de Dorieo, hijo de Diágoras, uno de los tres capitanes de la armada, y con otros dos, uno de Laconia y otro de Siracusa, pasó del Peloponeso a Cnido, cuya ciudad estaba ya rebelada contra Tisafernes.
Cuando los de Mileto supieron la llegada de aquella armada, enviaron la mitad de sus buques para guardar la ciudad de Cnido, y para custodiar algunas barcas que iban de Egipto cargadas de gente, que mandaba Tisafernes, ordenaron que fuesen los barcos que estaban en la playa de Triopión, que es una roca en el cabo de la región de Cnido, sobre la cual hay un templo de Apolo.
Sabido esto por los atenienses que estaban en Samos, capturaron los buques estacionados en Triopión, que eran seis, aunque las tripulaciones se salvaron en tierra, y de allí fueron a Cnido. Faltó poco para que los atenienses la tomasen al llegar, porque ninguna muralla tenía. Pero los de dentro se defendieron y los lanzaron de allí. No por eso dejaron de acometerles al otro día, aunque no hicieron más efecto que el primero, porque las gentes que en la villa estaban habían empleado toda la noche en reparar sus fosos, y la de los barcos que se habían salvado en Triopión, aquella misma noche fueron allí. Viendo los atenienses que ninguna cosa podían hacer regresaron a Samos.
En este tiempo fue Astíoco a Mileto, y halló su armada muy bien aparejada de todo lo necesario, porque los peloponenses proveían muy bien la paga de la gente de armas; los cuales además ganaron mucho dinero en el saco que en Iasos hicieron. Por otra parte, los milesios estaban preparados a hacer todo lo posible.
Pero porque la última alianza que Calcídeo había hecho con Tisafernes parecía a los peloponenses poco equitativa y más provechosa a Tisafernes que a ellos, la renovaron y reformaron, conviniéndola Terimenes de la manera siguiente:
«Artículos, conciertos y tratados de amistad entre los lacedemonios y sus confederados y amigos de una parte, y el rey Darío y sus hijos, y Tisafernes, de la otra.
»Primeramente, todas las ciudades, provincias, tierras y señoríos que al presente pertenecen al rey Darío, y que fueron de su padre y de sus predecesores, le quedan libres, de suerte que ni los lacedemonios ni sus amigos confederados puedan ir a ellas para hacer guerra ni daño alguno, ni tampoco puedan imponer tributo de ninguna clase.
»Ni el rey Darío ni ninguno de todos sus súbditos podrán igualmente hacer daño, ni pedir ni cobrar tributo en las tierras de los lacedemonios y sus confederados.
»En lo demás, si alguna de las partes pretende algo de la otra, deberá serle otorgado; de igual modo, la que hubiere recibido algún beneficio, estará obligada a gratificar a la otra, cuando para tal cosa sea requerida.
»Item, que la guerra que han comenzado contra los atenienses se acabe comúnmente por las dichas partes, y que sin voluntad de la una, no la pueda dejar la otra.
»Item, que toda la gente de guerra que se reclute en la tierra del rey por su orden, sea pagada de su dinero. Y que si algunas ciudades confederadas invadieran algunas de las provincias del rey, las otras se lo prohibirán e impedirán con todo su poder. Por el contrario, si alguno de los vasallos del rey, o alguno de sus súbditos, fuera a tomar y ocupar alguna de las ciudades confederadas o su tierra, el rey los estorbará y prohibirá con todo su poder.»
Después de haber tratado todo esto Terimenes, entregó sus barcos a Astíoco, se fue y nunca más le vieron.
Encontrándose las cosas en este estado, los atenienses, que habían ido de Lesbos contra Quío, teniéndola sitiada por mar y por tierra, determinaron cercar de muro muy grueso el puerto de Delfinión, que era un lugar muy fuerte por tierra, y tenía un puerto asaz seguro, no estando muy lejos de Quío. Esto aumentó el temor de los de Quío, muy asustados ya por las grandes pérdidas y daños que habían sufrido a causa de la guerra y también porque entre ellos reinaba alguna discordia y se hallaban muy fatigados y trabajados por otros casos fortuitos que les habían ocurrido, como el de que Pedarito hubiera muerto al jonio Tideo con toda su gente por sospechar que tenía inteligencias con los atenienses; por razón de lo cual, los ciudadanos que quedaban reducidos a muy pequeño número no se fiaban unos de otros, y les parecía que ni ellos ni los soldados extranjeros que había traído Pedarito eran bastantes para acometer a sus enemigos. Determinaron, pues, enviar mensajeros a Astíoco, que estaba en Mileto, suplicándole les socorriese; y porque no lo quiso hacer, Pedarito escribió a los lacedemonios cartas contra él, diciendo que obraba en daño de la república.
De esta suerte tenían los atenienses cercada la ciudad de Quío, y sus buques, guarecidos en Samos, iban diariamente a acometer a los de sus enemigos en Mileto. Pero viendo que no querían salir del puerto, se volvían.


VII

En el invierno siguiente, concluidos ya los negocios de Farnabazo por mano de Calígito de Mégara y de Timágoras de Bizancio, pasaron veintisiete buques del Peloponeso a Jonia, cerca del solsticio, al mando del espartano Antístenes. Con él iban doce ciudadanos que los lacedemonios enviaron a Astíoco para asistirle y ayudarle y darle consejo en los negocios tocantes a la guerra. Entre ellos, el más principal era Licas, hijo de Arcesilao. Tenían orden de dar aviso a los lacedemonios cuando llegaran a Mileto y en todas las cosas proveer de tal manera que todo estuviese como convenía en tal negocio. Enviarían (si bien les parecía) los buques que habían llevado, o mayor número, o menos, como el negocio lo exigiera, al Helesponto a Farnabazo, al mando de Clearco, hijo de Ramfias, que iba en su compañía.
También tenían facultades, si les parecía que fuese bueno, para quitar la gobernación y mando de la armada a Astíoco y dársela a Antístenes, porque tenían sospecha de Astíoco por las cartas que Pedarito había escrito contra él.
Partieron, pues, los veintisiete barcos de Melea y hallaron junto a Melos diez buques atenienses, de los cuales tomaron tres vacíos, que quemaron; y temiendo que los otros que escaparon diesen aviso de su llegada a los atenienses, que estaban en Samos (como sucedió), se fueron hacia Creta.
Después de navegar bastante tiempo, llegaron al puerto de Cauno, en Asia. Pensando estar en lugar seguro, enviaron a decir a los que estaban en Mileto que no los fueran a buscar.
Mientras tanto, los de Quío y Pedarito no cesaban de hacer instancias a Astíoco para que fuese a socorrerlos, pues sabían que estaban cercados y no debía desamparar la principal ciudad de Jonia, la cual estaba cercada por la parte de mar y robada por la de tierra.
Decíanle además que en aquella ciudad había mayor número de esclavos que en ninguna otra de Grecia después de Lacedemonia, y por ser tantos, les tenían gran miedo y eran más ásperamente perseguidos que en otra parte, con lo cual, estando el ejército de los atenienses junto a la ciudad y habiendo hecho sus fuertes, trincheras y alojamientos en lugares seguros, muchos de los dichos esclavos huyeron, pasándose a ellos, y como sabían la tierra, hicieron gran daño a los ciudadanos.
Con estas razones demostraban los de Quío a Astíoco que les debía socorrer y, en cuanto pudiera, impedir que acabasen el cerco de Delfinión, que aún no estaba concluido, porque después que lo estuviese, los barcos de los enemigos tendrían allí más espacioso lugar para guarecerse.
Viendo Astíoco las razones que le daban, aunque tenía resuelto no ayudarles como se los había dicho y afirmado al tiempo que se separó de ellos, determinó socorrerlos. Pero avisado al mismo tiempo de la llegada de los veintisiete barcos y de los doce consejeros a Cauno, le pareció que sería cosa muy conveniente dejar todos los otros negocios para ir a buscar los diez barcos, con los cuales sería dueño de la mar, y traer los consejeros para que en completa seguridad le dijeran sus opiniones. Prescindió, pues, de la navegación proyectada a Quío y fue derecho a Cauno.
Al pasar cerca de Merópide hizo saltar su gente en tierra y saqueó la villa, la cual había sido arruinada por causa de un temblor de tierra tan grande, que no había memoria de otro mayor, y que no solamente derribó los muros de la villa, sino también la mayor parte de las casas. Los ciudadanos, advirtiendo la llegada de los enemigos, huyeron, parte de ellos a las montañas y otra parte por los campos, de tal manera que los peloponenses tomaron todo lo que quisieron de aquella tierra, llevándolo a sus barcos, excepto los hombres libres, que dejaron ir.
Desde allí fue Astíoco a Cnido, en donde al llegar, y cuando ordenaba a su gente saltar a tierra, le avisaron los de la villa que cerca había veinte naves atenienses al mando de Carmino, uno de los capitanes de Atenas, que por entonces estaba en Samos y a quien habían enviado para espiar el paso de los veintisiete buques que iban del Peloponeso, en busca de los cuales iba también Astíoco, y le habían dado los otros capitanes comisión de costear el paso de Sima, de Calca, de Rodas y de Licia, porque ya habían sido advertidos los atenienses que la armada de los peloponenses estaba en Cauno.
Estando, pues, Astíoco avisado de esto, quiso ocultar su viaje y caminó hacia Sima por ver si podía encontrar los dichos veinte buques. Mas sobrevino un tiempo de aguas tan turbio y oscuro que no los pudo descubrir, ni menos aquella noche guiar y tener los suyos en orden, de tal manera que al amanecer los que estaban a la extrema derecha se hallaron a la vista de los enemigos, metidos en alta mar, y los que estaban a la izquierda iban aún navegando alrededor de la isla.
Cuando los atenienses los vieron, pensando que fuesen los que habían estado en Cauno y a los cuales iban espiando, los acometieron con menos de veinte naves. Al llegar a ellos, al primer encuentro, echaron a pique tres y muchos de los otros los pusieron fuera de combate, creyendo que tenían ya la victoria segura.
Mas viendo que había mayor número de buques de los que pensaban y que iban cercándoles en todas partes comenzaron a huir; en cuya huida perdieron seis de sus barcos y los otros se salvaron en la isla Teutlusa. De allí se fueron hacia Halicarnaso. Hecho esto, los peloponenses volvieron a Cnido, y después que se unieron a los otros veintisiete barcos que estaban en Cauno, fueron todos juntos a Sima, donde alzaron un trofeo y después volvieron a Cnido.
Los atenienses que estaban en Samos, al saber el combate ocurrido en Sima, fueron con todo su poder hacia esta parte, y viendo que los peloponenses que estaban en Cnido no se atrevían a acometerles, ni siquiera a dejarse ver, tomaron todas las barcas y otros aparejos para navegar que hallaron en Sima y después volvieron a Samos. En el camino saquearon la villa de Lórimas, que está en tierra firme.
Los peloponenses, habiendo juntado en Cnido toda su armada, hicieron reparar y componer lo que era menester, y entretanto los doce consejeros con Tisafernes fueron a buscarles allí y hablaron de las cosas pasadas; consultando entre sí si había algo de lo pasado que no fuese bueno, y la manera de continuar la guerra con la mayor ventaja posible para el bien y provecho, así de los peloponenses como del rey.
Licas sostuvo que los artículos de la alianza no habían sido convenientemente hechos, pues decía no era justo que todas las tierras que el rey o sus predecesores habían poseído, volvieran a su poder; porque para ello sería menester que todas las islas, los locros y la tierra de Tesalia y de Beocia quedaran nuevamente en su dominio, y que los lacedemonios, por el mismo caso, en lugar de poner a los otros griegos en libertad, los pusieran bajo la servidumbre de los medos, por lo cual deducía que era necesario hacer nuevos artículos, o dejar de todo punto su alianza, y que para obtener esto no era menester que Tisafernes pagase más sueldos.
Al oír Tisafernes esta proposición, quedó muy triste y despechado y se fue muy enojado y lleno de cólera contra los peloponenses, los cuales, después de su partida, siendo llamados por algunos de los principales de Rodas, fueron hacia allá pensando que con aquella ciudad ganarían gran número de gente de guerra y buques, y que mediante su ayuda y la de sus aliados hallarían cantidad de dinero para sustentar su armada.
Partieron, pues, aquel invierno de Cnido con noventa y cuatro naves, y arribaron cerca de Camiro, que está en la isla de Rodas, por lo cual los de la ciudad y tierra, que no sabían nada de lo que se había tratado, se asustaron de tal manera que muchos huyeron, dejando la ciudad por no estar cercada de muros; mas los lacedemonios enviaron por ellos y reunieron a todos, como también a los de Cnido y a los ialisos, persuadiéndoles para que dejasen la alianza y amistad de los atenienses.
Por esta causa la ciudad de Rodas se rebeló y tomó el partido de los peloponenses.
Un poco antes habían sido advertidos los atenienses que estaban en Samos de que esta armada se encontraba ya en camino de Rodas y partieron todos juntos, esperando socorrerla y conservarla antes de que se rebelase. Mas al llegar a la vista de sus enemigos, conociendo que era ya tarde, se retiraron a Calca y de allí a Samos.
Después que los peloponenses se fueron a Rodas, los atenienses realizaron incursiones contra Rodas desde Calca, Cos y Samos.
Los peloponenses sacaron a la orilla, en el puerto de la ciudad, sus naves y estuvieron allí ochenta días sin hacer ningún acto de guerra, durante cuyo tiempo cobraron treinta y dos talentos de los rodios.


VIII

Durante este tiempo, y antes de la rebelión de Rodas, después de la muerte de Calcídeo y de la batalla junto a Mileto, los lacedemonios tuvieron gran sospecha de Alcibíades, de tal manera que escribieron a Astíoco le matase, porque era enemigo de Agis, su rey, y en lo demás tenido por hombre de poca fe. Advertido de esto Alcibíades se unió a Tisafernes, con el cual había hablado de cuanto sabía contra los peloponenses, diciéndole todo lo que pasaba entre ellos, y siendo causa de que éste disminuyera el sueldo que pagaba a los soldados, y que en lugar de una dracma ática que les daba cada día, les diese tres óbolos y no más, y aun éstos muchas veces no se los pagaba, por consejo del mismo Alcibíades, diciendo que los atenienses entendían mejor lo referente a la mar que ellos, y no pagaban a sus marineros y pilotos sino éste sueldo, que él no quería dar más, y no lo hacía, tanto por ahorrar dinero ni por falta que tuviese de él, cuanto por no darles ocasión a gastarlo mal y emplearlo en malos usos, haciéndose cobardes y afeminados, pues lo demás de lo que les era necesario para sustentar a los marineros lo gastarían en cosas superfluas, con lo que llegarían a ser más cobardes y muelles. Añadía que lo que les suprimía de la paga por algún tiempo, lo hacía para que no tuviesen intención de irse y dejar los barcos, si no les debían nada, lo cual no osarían hacer cuando sintiesen que les detenían alguna parte de su sueldo.
Para poder persuadir de esto a los peloponenses, ha-bía sobornado Tisafernes, por consejo de Alcibíades, a todos los pilotos de los buques y a todos los capitanes de las villas por dinero, excepto al capitán de los siracusanos, Hermócrates, el único que resistía a todo esto cuanto podía, en nombre de todos los confederados.
El mismo Alcibíades vencía con razones, hablando a nombre de Tisafernes a las ciudades que pedían dinero para guardarse y defenderse. A los de Quío decía que debían tener vergüenza de pedir dinero, atento que ellos eran los más ricos de toda Grecia y habían sido puestos en libertad y librados de la sujeción de los atenienses mediante el favor y ayuda de los peloponenses, no siendo justo demandar a las otras ciudades que pusieran en peligro sus ciudadanos y sus haciendas y dineros, por conservar la libertad de dicha ciudad.
En cuanto a las otras ciudades que se habían rebelado contra los atenienses, aseguraba que tenían gran culpa en no querer pagar para defensa de su libertad lo que acostumbraban a dar a los atenienses de impuesto y subsidio. Y aun decía más: que Tisafernes tenía razón en ahorrar el dinero de aquella manera para sustentar los gastos de guerra, a lo menos hasta que recibiese nuevas de si el rey quería que el sueldo fuese pagado por entero o no, y si se lo mandaba pagar por entero hacerlo así, no habiendo por tanto falta de su parte, prometiendo recompensar a las ciudades cada una, según su estado y calidad,
Además, Alcibíades aconsejaba a Tisafernes que procurase no poner fin a la guerra y que no hiciese venir los buques que estaban dispuestos en Fenicia, ni tampoco los que había hecho armar en Grecia para juntarlos con los del Peloponeso, porque, haciendo esto, los peloponenses serían señores de la mar y de la tierra, siéndole más provechoso que los entretuviese siempre en diferencias y guerras, porque por esta vía siempre quedaba en su mano poder excitar una parte contra la otra y vengarse de la que le hubiese ofendido. Pero si permitía que una de las partes fuese vencida y que la otra tuviese señorío en la mar y en la tierra, no hallaría quien le ayudase contra ella, si le quería hacer mal, y sería menester que él mismo, en tal caso, con grande daño y con muy gran gasto, se expusiese solo al peligro, que más valía con poca costa entretenerlos en diferencias, y de esta manera mantener su estado con toda seguridad.
De esta suerte daba a entender a Tisafernes que la alianza de los atenienses sería mucho más provechosa al rey que la de los lacedemonios, porque los atenienses no procuraban dominar por la tierra, y su intención y manera de proceder en la guerra era mucho más provechosa para el rey que la de los otros, por causa de que, siendo sus aliados, sojuzgarían por mar y reducirían gran parte de los griegos a su servidumbre, y los que habría en tierra, habitantes en las provincias del rey, quedarían vasallos de éste, es decir, lo contrario de lo que pretendían los lacedemonios, quienes deseaban poner a todos los griegos en libertad, porque no era de creer que ellos, que procuraban librar a los griegos de la servidumbre de otros griegos, quisiesen permitir que quedaran en la de los bárbaros. Por eso harían lo necesario para poner en libertad a todos los que antes no lo habían estado y que por entonces eran súbditos del rey.
Aconsejábale, pues, que dejase destruir y debilitarse unos a otros, porque después que los atenienses hubiesen perdido gran parte de sus fuerzas, los peloponenses tendrían tan pocas, que fácilmente los echaría de Grecia.
Con estas persuasiones se avenía fácilmente Tisafernes con Alcibíades, y conocía muy bien que éste decía verdad, porque lo podía comprender y conocer por las cosas que cada día acontecían.
Siguiendo su consejo, pagó primeramente el sueldo a los peloponenses, mas no les permitía que hiciesen la guerra, diciéndoles que era necesario esperar los buques de los de Fenicia, que no tardarían en ir; y hacía esto cuando los veía muy preparados y resueltos a combatir. De tal manera esterilizó la empresa y debilitó esta armada, que era muy hermosa y grande, haciéndola inútil.
En otras ocasiones se declaraba más abiertamente con palabras, diciendo que de mala gana hacía la guerra en compañía de los aliados; lo manifestaba así por persuasión de Alcibíades, el cual juzgaba ser esto lo más acertado y lo aconsejaba tanto al rey como a Tisafernes, cuando se hallaba a solas con ellos.
Inspiraba esta conducta de Alcibíades principalmente el deseo que tenía de volver a su tierra, lo cual esperaba alcanzar algún día, si no quedaba del todo destruida, con tanto más motivo, si llegaba a saberse que tenía grande amistad con Tisafernes, como se supo, porque cuando los soldados atenienses que estaban en Samos entendieron su familiaridad con Tisafernes y que había ya tenido manera de hablar con los más principales de Atenas y de exponer la conveniencia de que le llamaran a los que tenían más autoridad en la ciudad, advirtiéndoles que quería reducir la gobernación de ella a oligarquía, que es el mando de corto número de hombres buenos, y haciéndoles entender que, por esta vía, Tisafernes estrecharía más la amistad con él, la mayor parte de los capitanes y pilotos de los barcos, y los otros más principales que estaban en la armada, que sin excitaciones ajenas aborrecían el mando popular llamado democracia, celebraron consejo, y después que el asunto fue discutido en el campamento, al poco tiempo se divulgó en la ciudad de Atenas.
Además de esto, convinieron los que estaban en Samos que algunos de ellos fuesen a Alcibíades para tratar con él sobre este hecho, como lo hicieron; el cual les prometió primero que los haría amigos de Tisafernes y después del rey, con tal de que ellos mudasen la democracia, que es gobernación popular, y la redujesen a oligarquía, que es el mando y gobierno de pocos hombres buenos, como arriba se ha dicho. Aseguraba que de esta manera el rey tendría mayor confianza en ellos.
Los que fueron enviados ante él se lo concedieron fácilmente, porque les parecía que de esta manera los atenienses podrían alcanzar la victoria en esta guerra, como también porque ellos mismos, que eran los principales de la ciudad, esperaban que el gobierno vendría a caer en sus manos cuanto antes, y porque muchas veces eran perseguidos por la gente popular.
De vuelta a Samos, después que comunicaron y persuadieron de la cosa a los que estaban en el campo, se fueron a Atenas y mostraron al pueblo cómo llamando a Alcibíades y poniendo el gobierno en las manos de pocos buenos, a saber, de los más principales de la ciudad, tendrían al rey de su parte y les proveería de dinero para pagar su gente en aquella guerra.
El pueblo al principio no condescendió; pero por el gasto que tenían con la guerra y con el pago de las tropas, creyendo que el rey las pagaría, aunque de mala gana, se vieron obligados a consentirlo.
A esto ayudaban mucho los que eran apasionados por el cambio, tanto por el amor que tenían a Alcibíades, como por su provecho particular.
También daban a entender al pueblo todo lo que Alcibíades les había dicho muy detalladamente sobre grandes y seguros proyectos.
Mas Frínico, que aún era capitán de los atenienses, no hallaba cosa buena que cuadrase a sus propósitos y le parecía que Alcibíades, en la situación en que se encontraba, no deseaba más la gobernación de los principales que el estado popular, siendo únicamente su propósito amotinar la ciudad, esperando que por alguna de las partes sería llamado y restituido en su estado, lo cual Frínico quería impedir de todas maneras, tanto por su particular provecho, como por evitar la división que habría en la ciudad.
Además no comprendía porqué el rey se quería apartar de la amistad de los peloponenses para aliarse con los atenienses, viendo que los peloponenses eran ya tan prácticos en la mar y de tanto poder como los atenienses, y tenían muchas ciudades en las tierras del rey; porque de juntarse con los atenienses, de quienes apenas se podía fiar, no le habían de suceder sino grandes gastos y trabajos, siéndole más fácil y conveniente conservar la amistad con los peloponenses que en ninguna cosa le habían ofendido.
Por otra parte, aseguraba saber que las otras ciudades, cuando entendiesen que la gobernación de la democracia de Atenas era transferida del pueblo a poco número de hombres buenos, y que también por el mismo caso habían ellos de vivir de la misma manera, los que estuvieran ya rebelados no por eso volverían a la amistad y obediencia de los atenienses, y los que no lo hubiesen hecho, no dejarían de hacerlo, porque esperando recobrar su libertad, si los peloponenses conseguían la victoria, no escogerían estar en la sujeción de los atenienses, de cualquier manera que su estado se gobernase, ora fuese por el mando del pueblo o por el de los principales ciudadanos.
Por otra parte, los que eran tenidos por nobles y por más principales, consideraban que no tendrían menos trabajo estando la gobernación en manos de pocos que cuando estaba en las de todo el pueblo; porque también serían maltratados por los aficionados a tomar dádivas y a corromperse, inventores de cosas malas por hacer su provecho particular, temiendo que en el nuevo estado y bajo la autoridad de los que tendrían este gobierno, pudieran ser los ciudadanos castigados hasta con la pena de muerte, sin oír sus descargos y sin el recurso de apelar al pueblo, el cual castigaba tales violencias.
Esta era la opinión de las otras ciudades sujetas a obediencia de los atenienses, las cuales lo habían conocido por experiencia; de todo lo cual decía Frínico estar bien informado, y por esta causa no hallaba cosa conveniente que cuadrase a lo que Alcibíades había propuesto.
No obstante todo esto, los que al principio fueron de opinión contraria, no dejaron de perseverar en ella y ordenaron enviar comisionados a Atenas, entre los cuales fue Pisandro para proponer al pueblo la restitución de Alcibíades en su anterior estado y quitar la democracia, es a saber, del estado popular.
Supo esto Frínico y, conociendo la manera como los mensajeros habían de proponer la restitución de Alcibíades en su estado, y dudando que el pueblo lo hiciese, y si lo hiciese que le pudiera sobrevenir algún daño por la resistencia que había hecho a aquel proyecto teniendo Alcibíades la principal autoridad, acordó usar de un ardid y fue enviar secretamente uno de sus criados a Astíoco, capitán de la armada de los peloponenses, que estaba aún en Mileto, al cual avisó por carta de muchas cosas, y entre otras de cómo Alcibíades dañaba todos los negocios de los peloponenses y trataba de hacer la alianza entre Tisafernes y los atenienses. En la carta añadía que debían perdonarle de lo que aconsejaba y advertía, por ser cosa grandemente perjudicial a su ciudad y patria; pero que lo hacía para dañar a su enemigo.
Astíoco no hizo caso de la carta porque ya no tenía poder para castigar a Alcibíades, puesto que no dependía de él; pero fue donde estaban Tisafernes y Alcibíades, en la ciudad de Magnesia, y les certificó lo que le habían escrito de Samos, denunciando a Frínico para congraciarse con Tisafernes, por su provecho particular, como se sospechaba, y por lo mismo no exigía con apremio la paga de los soldados que dilataba Tisafernes.
Alcibíades tomó la carta de Frínico y la envió a los caudillos que estaban en Samos, requiriéndoles y aconsejándoles que mataran a Frínico.
Avisado éste, y viendo el peligro en que estaba, escribió otra vez a Astíoco, quejándose de él por haber descubierto y dado la carta a sus enemigos, y proponiéndole otro partido, que era poner en su poder todo el ejército que estaba en Samos para que matase a todos, dándole medios harto fáciles a causa de que la villa no tenía muro, y se excusaba otra vez con él, diciendo que no por hacer esto o cosa semejante le habían de tener por malo, pues lo hacía por evitar el peligro en que estaba su vida, persiguiendo a sus mortales enemigos.
Este proyecto hízolo saber también Astíoco a Tisafernes y a Alcibíades, por lo cual, avisado Frínico, suponiendo que en seguida enviaría Alcibíades noticias a Samos sobre este asunto, se presentó a los otros capitanes y les dijo cómo le habían advertido que los enemigos, considerando que la ciudad no tenía muro, y que el puerto era tan pequeño que apenas cabían en él sus barcos, habían concertado atacar el campamento, por lo cual era de opinión que debían inmediatamente con gran diligencia construir los muros alrededor de la villa, y en lo restante hacer buenas centinelas y grandes guardias; añadiendo que por la autoridad que tenía sobre ellos, como jefe, les ordenaba a hacerlo así. Y lo hicieron de buena gana, tanto por evitar el peligro que les amenazaba, como también para poder guardar la ciudad y conservarla en lo porvenir.
Poco después les llegaron las cartas de Alcibíades a los otros capitanes de la armada, dándoles aviso de lo que trataba Frínico, y de cómo les quería entregar a los enemigos, los cuales no tardarían mucho en ir a acometerles. Mas los capitanes y los otros que lo escucharon dieron a ello poca fe, antes juzgaban que lo que escribía era por enojo y que calumniaba a Frínico, suponiendo que tenía inteligencia con lo enemigos, de cuyos proyectos Alcibíades estaba bien informado, anunciándolos con seguridad de acierto; por esta causa las cartas de Alcibíades no dañaron a Frínico, antes encubrieron lo que éste había escrito a Astíoco.
No por eso cesó Alcibíades de persuadir a Tisafernes para que hiciese amistad con los atenienses, a lo cual con mucha facilidad accedió éste, porque ya le inspiraban temor los lacedemonios por ser más poderosos en la mar que los atenienses,
No cesaba, pues, Alcibíades de ganar autoridad con Tisafernes para que le diese crédito y fe, y mucho más después que entendió la diferencia que había habido entre los embajadores lacedemonios en Cnido, a causa de los artículos de la alianza hecha por Terimenes; diferencia ocurrida antes que los peloponenses fueran a Rodas.
Aun antes de esto había Alcibíades hablado a Tisafernes de lo que arriba hemos dicho, dándole a entender que los lacedemonios procuraban poner todas las ciudades griegas en libertad. Sobrevino después el discurso de Licas a los reunidos en Cnido, donde dijo que no se debía aceptar, ni mantener, ni guardar el artículo del tratado de alianza, en que se decía que el rey debía ser puesto en posesión de todas las ciudades que él y sus predecesores habían dominado; discurso que confirmaba la opinión de Alcibíades, el cual, como hombre que pretendía grandes cosas, procuraba por todas las vías posibles mostrarse aficionado a Tisafernes.
En este tiempo, los mensajeros enviados con Pisandro por los atenienses que estaban en Samos a la ciudad de Atenas, al llegar allí, propusieron al pueblo lo que se les había encargado, tocando sumariamente los puntos más principales, con especialidad el de que, haciendo lo que les demandaban, podrían tener al Rey de su parte, y con su auxilio alcanzar la victoria contra los peloponenses. Siendo lo que pedían, como antes se dijo, llamar a Alcibíades y cambiar la forma de gobierno del pueblo, se opusieron los de la ciudad con grande instancia, tanto por la afición que tenían al régimen popular como por la enemistad con Alcibíades, y decían que sería cosa exorbitante restablecer en su primera autoridad al que había violado las leyes, contra el cual los Eumólpidas y los Cérices,[2] que pronunciaban las cosas sagradas, habían llevado el testimonio de la corruptela y violación de sus ceremonias, y reconociéndose culpable Alcibíades se desterró voluntariamente. Añadían que después los ciudadanos se habían obligado por sus votos y ruegos a todas las iras y execraciones de los dioses si le volvían a llamar.
Viendo Pisandro la multitud de los que le contradecían iba donde estaba la mayor parte de ellos, tomándoles por las manos a los unos y a los otros, preguntándoles si tenían alguna esperanza de victoria contra los peloponenses por otra vía, puesto que poseían tan numerosa armada como ellos y gran número de las ciudades de Grecia en su alianza. Además, el Rey y Tisafernes les proveían de dinero, mientras los atenienses no le tenían ya ni podían esperar tenerlo, sino de parte del Rey. Todos a quienes preguntaba le respondían que no veían otro remedio. Entonces él les replicó que esto no se podía hacer si no reformaban el gobierno y estado de la ciudad y lo entregaban a corto número de hombres buenos, cosa que el Rey deseaba para estar más seguro de la ciudad.
Por estas razones persuasivas de Pisandro, el pueblo, que al principio había hallado la mudanza de estado y gobernación cosa extraña, entendiendo, por lo que proponía Pisandro, que no había otro remedio de salvar el señorío de la ciudad, unos por temor y otros por esperanza, accedieron a que la gobernación fuese reducida a mando de pocos ciudadanos buenos.
Hízose el decreto por el cual el pueblo dio encargo y comisión a Pisandro, en compañía de otros diez ciudadanos, de presentarse a Tisafernes y Alcibíades para hablar y acordar con ellos todo lo tocante a esto en la manera que les pareciese ser más útil para la ciudad.
Por el mismo decreto, Frínico y su compañero Escirónides fueron privados del mando por causa de Pisandro, que les acusó. En lugar de ellos fueron elegidos Diomedonte y Leonte, enviados a la armada.
La acusación de Pisandro contra Frínico consistía en que había entregado y sido traidor a Amorges, y que le parecía no era suficiente para guiar las cosas que se habían de tratar con Alcibíades.
Pisandro organizó el régimen y gobierno como estaba antes que el régimen popular fuese establecido, así tocante a las cosas de justicia como a los que habían de administrarla, e hizo tanto, que el pueblo todo junto consintió en quitar la democracia, que es el régimen popular.
En lo demás proveyó en todo lo que le pareció ser necesario para el estado de las cosas presentes y se embarcó con sus diez compañeros para buscar a Tisafernes.


IX

Al tomar el mando de la armada Diomedonte y Leonte la llevaron contra Rodas, y viendo que los buques peloponenses estaban en el puerto y lo guardaban de manera que no podían entrar, fueron a desembarcar a otro lugar, en el cual salieron sobre ellos los de Rodas y los rechazaron.
Volvieron a embarcarse y fueron a Calca, y de allí, y también de Cos, hacían más ásperamente la guerra a los Rodios y con mucha facilidad podían ver si algunos barcos peloponenses pasaban por aquellos parajes.
En este tiempo fue el laconio Jenofóntidas de Quío a Rodas de parte de Pedarito, diciendo a los lacedemonios que allí estaban que la muralla que los atenienses habían levantado contra la ciudad de Quío estaba ya acabada, y que si toda la armada no iba muy pronto en socorro de la ciudad se perdería. Oído esto determinaron de común acuerdo ir a socorrerla.
Entretanto Pedarito y los de Quío salieron sobre las trincheras y fuertes que los atenienses habían hecho alrededor de sus naves, con tanto ímpetu y vigor que derribaron y rompieron parte de ellas y cogieron algunos barcos, pero acudiendo los atenienses en socorro de su gente, los de Quío se pusieron inmediatamente en huida. Pedarito, queriéndolos contener y abandonado de todos los que estaban cerca de él, fue muerto y gran número de los de Quío con él, cogiendo los atenienses muchas armaduras.
Con motivo de esta pérdida fue la ciudad mucho más estrechamente cercada que antes, así por mar como por tierra, y juntamente con esto tenía grande necesidad de víveres.
Cuando Pisandro y sus compañeros se reunieron con Tisafernes comenzaron a tratar de la alianza, porque Tisafernes temía más a los peloponenses que a ellos y quería (siguiendo el consejo de Alcibíades) que continuara la lucha para debilitar más las fuerzas de los beligerantes.
Tampoco estaba seguro del todo Alcibíades de Tisafernes, y para probarlo propuso condiciones tales que no se pudieran aceptar, lo que a mi parecer deseaba Tisafernes con diversos fines, pues tenía miedo a los peloponenses y no osaba buenamente apartarse de ellos.
Alcibíades, viendo que Tisafernes no tenía deseo de convenir la alianza, tampoco quería dar a entender a los atenienses que carecía de influencia para hacerle condescender, antes deseaba hacerles entender que lo tenía ya ganado, pero que ellos eran la causa de romperse las negociaciones porque le hacían muy cortos ofrecimientos.
Para lograr su objeto les pidió en nombre de Tisafernes, por el cual hablaba en su presencia, cosas tan grandes y tan fuera de razón que era imposible otorgarlas, a fin de que nada se conviniera. Pedía primeramente toda la provincia de Jonia con todas las islas adyacentes a ella y concediéndolo los atenienses a la tercera junta que tuvieron, por mostrar que tenían mucha autoridad con el Rey, les demandó que permitiesen que éste hiciera barcos a su voluntad y con ellos fuese a sus tierras con el número de gente y tantas veces cuantas quisiese. A esta exigencia no quisieron los atenienses acceder, pero viendo que les pedían cosas intolerables y considerándose engañados por Alcibíades, partieron con grande enojo y despecho y se volvieron a Samos.
Tisafernes en este invierno fue otra vez a Cauno, con intención de juntarse de nuevo con los peloponenses y hacer alianza con las condiciones que él pudiese, pagándoles el sueldo a su voluntad, a fin de que no fuesen sus enemigos y temiendo que si los peloponenses se veían obligados a dar batalla por mar a los atenienses, fuesen vencidos por falta de gente, puesto que la mayor parte no había sido pagada, o no quisieran combatir, desarmando los barcos, consiguiendo de esta manera los atenienses lo que deseaban, sin su ayuda, o porque sospechaban y temía que, por cobrar su paga, los soldados peloponenses robasen y saqueasen las posesiones del Rey que estaban cerca, en tierra firme. Por estas razones y por conseguir su fin, que era mantener a los beligerantes en igual fuerza, habiendo hecho ir a los peloponenses, les entregó la paga de la armada y convino el tercer tratado con ellos en esta forma.
«El tercer año del reinado del rey Darío, siendo Alexípidas tribuno del pueblo de Lacedemonia, fue he-cho este tratado en el campo de Meandro entre los lacedemonios y sus aliados de una parte, y Tisafernes, Hierámenes y los hijos de Farnaces de la otra, sobre los negocios que interesan a ambas partes.
»Primeramente, que todo lo que pertenece al Rey en Asia, quede por suyo y pueda disponer a su voluntad,
»Que ni los lacedemonios ni sus aliados entrarán en las tierras del Rey para hacer daño en ellas, ni por consiguiente el Rey en las tierras de los lacedemonios y sus aliados. Y si alguno de éstos hiciese lo contrario, los otros se lo prohibirán e impedirán. Lo mismo hará el Rey si alguno de sus súbditos invadiera las tierras de los confederados.
»Que Tisafernes pague el sueldo a las tripulaciones de los buques que están al presente aparejados, esperando que los del Rey vengan, y entonces los lacedemonios y sus aliados paguen los suyos a su costa si quisieren y, si tienen por mejor que Tisafernes haga el gasto, estará obligado a prestarles el dinero, que le será devuelto una vez terminada la guerra, por los mismos aliados y confederados.
»Que cuando los barcos del Rey lleguen, se junten con los de los aliados y todos hagan la guerra contra los atenienses el tiempo que le pareciese bien a Tisafernes y a los lacedemonios y a sus confederados. Si creyeran mejor apartarse de la empresa, que lo hagan de común acuerdo y no de otra manera.»
Tales fueron los artículos del tratado, después de lo cual Tisafernes procuró con gran diligencia hacer ir los barcos de Fenicia y cumplir todas las otras cosas que había prometido.
Casi en el fin del invierno los beocios tomaron la villa de Oropo y con ella la guarnición de atenienses que estaba dentro, logrando esto con acuerdo de los de la villa y de algunos de Eritrea, y con esperanza de que después harían rebelar la villa de Eubea, porque estando Oropo en tierras de Eritrea que tenían los atenienses, necesariamente la pérdida de ella había de ocasionar gran daño y perjuicio a la ciudad de Eritrea y a toda la isla de Eubea.
Después de esto los eritrianos enviaron mensaje a los peloponenses que estaban en Rodas, para hacerles ir a Eubea; pero porque el negocio de Quío les parecía más urgente y necesario, por apuro en que la villa estaba, no acudieron a esta empresa y partieron de allí para socorrer a Quío.
Al pasar cerca de Oropo vieron los trirremes de los atenienses que habían partido de Calca y que estaban en alta mar, pero por ir a diversos viajes no acudieron los unos contra los otros, siguiendo cada cual su rumbo, a saber: los atenienses a Samos, y los peloponenses a Mileto, pues conocieron muy bien que no podían socorrer a Quío sin batalla.
Entretanto llegó el fin del invierno y el de los veinte años de la guerra que Tucídides ha escrito.
Al comienzo de la primavera, el espartano Dercílidas fue enviado con pequeño número de tropas al Helesponto para hacer rebelar la villa de Abido contra los atenienses, la cual es colonia de Mileto.
Por otra parte, los de Quío, viendo que Astíoco tardaba tanto en ir a socorrerles, viéronse obligados a combatir por mar con los atenienses, yendo a las órdenes del espartano Leonte, que eligieron por capitán después de la muerte de Pedarito, en el tiempo en que estaba Astíoco en Rodas, a donde fue con Antístenes desde Mileto.
Tenían doce buques extranjeros que fueron en su socorro, cinco de los turios, cuatro de los siracusanos, uno de Aneas, otro de Mileto, otro de Leonte, y treinta y seis de los suyos.
Salieron todos los que eran para pelear y fueron a acometer la armada de los atenienses animosamente, ha-biendo escogido un lugar muy ventajoso para ellos,
Fue el combate áspero y peligroso, de una parte y de otra, en el cual los de Quío no llevaron lo peor, mas sobrevino la noche separándolos y volvieron los quiotas dentro de la villa.
En este tiempo, cuando Dercílidas llegó a Helesponto, la villa de Abido se le rindió y la entregó a Farnabazo. Dos días después la ciudad de Lampsaco hizo lo mismo, de lo cual advertido Estrombíquides, que estaba delante de Quío, fue de súbito con veinticuatro naves atenienses para socorrer y guardar aquel paraje; entre estos barcos había algunos construidos para transporte de tropas, en los que iban hombres de armas. Llegado a Lampsaco y habiendo vencido a los habitantes que salieron contra él, tomó en seguida la villa por no estar amurallada y después de haber restablecido a los hombres libres fue a Abido. Mas viendo que no tenía esperanza de tomarla ni aprestos para cercarla, se dirigió desde allí a la ciudad de Sesto, situada en la tierra de Quersoneso, enfrente de Abido, la cual los medos habían poseído algún tiempo y en ella puso numerosa guarnición para defensa de toda la tierra de Helesponto.
Por causa de la partida de Estrombíquides, los de Quío se hallaron más dueños de la mar con los milesios y, sabiendo Astíoco el combate naval que estos de Quío habían librado contra los atenienses y el viaje de Estrombíquides, mostróse tan animado y seguro que fue con sólo dos naves a Quío, donde tomó todas las que halló llevándolas consigo. De allí se dirigió a Samos, y viendo que los enemigos no querían salir a combatir, porque no se fiaban mucho los unos de los otros, volvió a Mileto.


X

Las cuestiones entre los atenienses empezaron entonces por el cambio de gobierno en la ciudad que privó del mando al pueblo, dándolo a cierto número de hombres buenos.
Cuando Pisandro y sus compañeros volvieron a Samos, pusieron el ejército que allí estaba a sus órdenes y muchos de los samios amonestaban a los más principales de la villa para que tomasen la gobernación de ella en su nombre, pero muchos otros querían mantener el estado y mando popular, por lo cual sobrevinieron grandes divisiones y escándalos entre ellos.
También los atenienses que estaban en el ejército, habiendo consultado el negocio entre ellos y viendo que Alcibíades no tomaba la cosa a pecho, determinaron dejarle y que no le volvieran a llamar, porque les parecía que cuando fuera a la ciudad no sería suficiente ni bastante para tratar los negocios bajo el régimen de la aristocracia, que es gobernación de pocos buenos, antes era cosa conveniente que los que estaban allí, puesto que de su estado se trataba, dijeran la manera como se había de guiar este negocio, especialmente cómo se proveería sobre el hecho de la guerra.
Para esto cada cual, liberalmente, se ofrecía a contribuir con su propio dinero y con otras cosas necesarias, conociendo que ya no trabajaban por el común provecho sino por el interés particular.
Por esta causa enviaron a Pisandro y la mitad de los embajadores que habían negociado con Tisafernes a Atenas, para ordenar allí en los negocios, y les dieron comisión de que por todas las ciudades por donde pasasen de las que obedecían a los atenienses pusiesen el gobierno de la aristocracia, que es el de poco número de los mejores y principales.
La otra mitad de los embajadores se esparció y fueron cada uno a diversos lugares para hacer lo mismo. Ordenaron a Diítrefes, que estaba entonces en el cerco de Quío, fuese a la provincia de Tracia, que le había sido dada para ser gobernador de ella.
Partió éste del cerco, y al pasar por Tasos quitó la democracia, es decir, el régimen popular, y entregó la gobernación a pocos hombres buenos; pero cuando se ausentó de la ciudad, la mayor parte de los tasios, ha-biendo cercado su villa de muros, poco más de un mes después de la partida de Diítrefes, se persuadieron unos a otros, diciendo que no tenían necesidad de gobernarse por el mando de los que los atenienses les habían enviado, ni de vivir sometidos a lo que éstos ordenaran, antes esperaban que dentro de muy poco tiempo volverían a su prístina libertad con el favor de los lacedemonios, porque los ciudadanos que habían sido desterrados de su ciudad se refugiaron en Lacedemonia y procuraban con todo su poder que enviasen los lacedemonios sus barcos de guerra y que la villa se rebelase.
Sucedióles de la misma manera que lo tenían previsto y deseado: la ciudad sin daño alguno fue puesta en su libertad, y la gente popular que les había sido contraria fue sin escándalo privada del gobierno. A los que eran del partido de los atenienses, a quienes Diítrefes había dado la gobernación, ocurrió todo lo contrario de lo que pensaban.
Lo mismo sucedió en muchas otras ciudades sujetas a los atenienses, considerando, a mi parecer, que ya no había para qué tener miedo de los atenienses, y que aquella manera de vivir bajo su obediencia, so color de buena policía, no era a la verdad sino una servidumbre encubierta, dando a entender que la verdadera libertad consistía en el régimen democrático.
Cuanto a lo de Pisandro y sus compañeros que habían ido con él, pusieron la gobernación de las ciudades por donde pasaron en mano de pocos buenos a su voluntad, y de algunas tomaron hombres de armas que llevaron con ellos a Atenas, donde hallaron que sus cómplices y amigos habían procurado y aun hecho muchas cosas conformes a su intención para quitar el estado popular.
Un tal Androcles, que tenía grande autoridad en el pueblo y había sido de los primeros en pedir la expulsión de Alcibíades, fue muerto por conspiración secreta de algunos mancebos de la ciudad, y por dos causas: la primera, por su grande influencia en el pueblo; y la segunda, por ganar y alcanzar gracia y amistad con Alcibíades; pues pensaban que sería restituido en su autoridad, esperando que traería a Tisafernes al bando ateniense. Con iguales fines y de la misma manera hicieron matar a algunos que les parecían ser contrarios a este negocio.
También hicieron entender al pueblo con arengas y discursos elocuentes que por ninguna vía se había de dar sueldo sino a los que servían en la guerra, y que, en la gobernación de los negocios comunes, no habían de entender más de quinientos hombres, y éstos de los que eran poderosos para servir en las cosas públicas con sus personas y bienes.
Al mayor número parecía muy honrosa esta mudanza, y aun los mismos que habían sido causa de restablecer en su ser y estado el gobierno popular, esperaban por este cambio tener autoridad, porque aún quedaba la costumbre antigua de juntarse el pueblo y el Senado del haba[3] en todos los negocios, y de oír la opinión de todos, y de seguir la mejor y más autorizada; pero ninguna se podía proponer sin la deliberación del pequeño consejo que ejercía la autoridad. En este consejo consultaban aparte todo lo que se debía proponer, conforme a sus intentos; y cuando exponía su opinión, ninguno osaba contradecirla por el temor que tenían, viendo el grande número y autoridad de los gobernadores.
Cuando alguno les contradecía, buscaban manera para matarle, y no se perseguía ni encausaba a los homicidas, por lo cual el pueblo estaba en tanto peligro y tenía tanto miedo, que ninguno osaba hablar, y a todos les parecía que ganaban mucho callando, si no recibían otra incomodidad o violencia.
Tanto mayor era su tribulación cuanto que imaginaban ser más grande el número de los comprometidos en la conspiración de los que en realidad había, porque huían de saber cuáles eran los conjurados y cómplices de esta secta por lo difícil de conocerse todos en una población numerosa, y también porque unos no sabían la intención de otros, y no osaban quejarse uno a otro, ni descubrir su secreto, ni tratar de vengarse secretamente.
La sospecha y desconfianza era, pues, tan grande en el pueblo, que no osaban confiarse a sus conocidos y amigos, dudando que fuesen de la conspiración, porque había en ella hombres de quienes jamás se creyera. Por esta razón no se sabía de quién fiarse en el pueblo, y la mayor seguridad de los conjurados consistía principalmente en esta general desconfianza.
Llegando, pues, Pisandro y sus compañeros en esta época de turbación, acabaron muy a su placer y en poco tiempo su empresa. Primeramente les hicieron consentir que se eligiesen diez secretarios, los cuales tuviesen plena autoridad para manifestar al pueblo lo que acordaran poner en consulta por el bien de la ciudad en un día determinado. Llegado el día, y reunido el pueblo en un campo donde estaba edificado el templo de Posidón, a diez estadios de la ciudad, no propusieron otra cosa los dichos decemviros sino que era muy necesario respetar la libre opinión de los atenienses donde quiera que la expusieran, y que cualquiera que impidiese, injuriase o estorbase esta libertad, sería con todo rigor castigado.
Después fue pronunciado el siguiente decreto:
Que todos los magistrados de nombramiento popular fuesen quitados, no pagándoles sus sueldos y que se eligiesen cinco presidentes, los cuales nombrarían después cien hombres, y cada uno de ellos escogería otros tres que serían, en suma, cuatrocientos; los cuales, cuando se reunieran en consejo o ayuntamiento, tendrían amplia y cumplida autoridad de ordenar y ejecutar lo que viesen que era para el bien y provecho de la república. Además reunirían los cinco mil ciudadanos cuando bien les pareciese.
Este decreto lo pronunció Pisandro, el cual así en esto como en las otras cosas, hacía de buena gana todo lo que entendía que aprovechaba a suprimir y abrogar el gobierno popular. Pero el decreto había sido mucho tiempo antes imaginado y consultado por Antifón, persona de gran crédito, pues no había en aquel tiempo ninguna otra en la ciudad que le excediese en virtud, y que además era muy avisado y prudente para hallar y aconsejar expedientes en los negocios comunes. Junto con esto tenía mucha gracia y elocuencia en decir y proponer, y con todo ello jamás iba a la junta del pueblo ni a otra congregación contenciosa si no le llamaban. Por eso el pueblo no tenía de él sospecha, estimándole a pesar de la eficacia y elegancia de sus palabras, hasta el punto de que no queriendo entremeterse en los negocios, cualquier hombre que tuviese necesidad de él, ora fuese en materia judicial, o con la asamblea del pueblo, se tenía por dichoso y muy favorecido si podía contar con su consejo y defensa.
Cuando el régimen de los cuatrocientos fue quitado, y se procedió contra los que habían sido principales autores, siendo acusado como los demás, defendió su causa, y respondió a mi parecer mejor que nunca lo hizo hombre alguno, de que yo me acuerde.
A este régimen popular se mostraba también muy favorable Frínico, por el miedo que tenía a Alcibíades, que había sabido todo lo que él trató con Astíoco, estando en Samos, y le parecía que no volvería a Atenas en tanto que la gobernación de los cuatrocientos durase; Frínico era estimado por hombre constante y esforzado en las grandes adversidades, porque habían visto por experiencia que nunca se mostró falto de esfuerzo y corazón.
También Teramenes, hijo de Hagnón, fue de los prin-cipales en acabar con el régimen popular; y era hombre asaz suficiente, así en palabras como en hechos.
Estando, pues, la obra dirigida por tan gran número de gentes de entendimiento y autoridad, no es de maravillar que fuese llevada a cabo, aunque por otra parte pareciese, y fuese a la verdad cosa muy difícil privar al pueblo de Atenas de la libertad que había tenido, en la cual había estado casi cien años, después que los tiranos fueron expulsados.[4] Y no tan solamente había estado fuera de la sujeción de cualquier otro pueblo extranjero, sino que aun más de la mitad de este tiempo había dominado a otros pueblos.
Estando la junta del pueblo disuelta, después que aprobó este decreto, los cuatrocientos gobernadores fueron introducidos en el Senado de esta manera.
Los atenienses, por hallarse los enemigos situados en Decélea, estaban de continuo en armas, unos en la guarda de las murallas y otros en la de las puertas y otros lugares, según donde les destinaban. Cuando llegó el día señalado para realizar el acto, dejaron ir a su casa, como era de costumbre, a los que no estaban en la conjuración, y a los que estaban en ella se les ordenó que quedasen, mas no en el lugar donde hacían la centinela y donde tenían sus armas, sino en otra parte cercana, y que si viesen que alguno quería impedir o estorbar lo que se hiciese, lo resistieran con sus armas si necesario fuese.
Los que recibieron orden para esto eran gentes de Andros, Tenos, trescientos de Caristos y los de la ciudad de Egina, que los atenienses habían hecho habitar allí.
Arregladas así las cosas, los cuatrocientos elegidos para la gobernación, trayendo cada uno de ellos una daga escondida debajo de sus hábitos, y con ellos ciento veinte mancebos para ayudarles y hacerse fuertes si fuese menester, entraron todos juntos dentro del palacio donde se reunía el Senado o el Consejo; cercaron a los senadores que estaban en consejo, los cuales, según costumbre, daban sus votos con habas blancas y negras, y les dijeron que tomasen sus pagas por el tiempo que habían servido en aquel oficio y se fuesen, cuyas pagas llevaban los cuatrocientos, y conforme salían de la Cámara del Consejo, les daban a cada uno lo que se le debía.
De esta manera se fueron del tribunal sin hacer resistencia alguna y sin que el público que quedaba allí se moviese.
Entonces los cuatrocientos entraron y eligieron entre ellos tesoreros y receptores; y hecho esto, sacrificaron solemnemente por la creación de los nuevos oficiales.
De tal manera fue totalmente mudado el régimen popular y revocado gran parte de lo que había sido hecho el tiempo que duró, excepto no llamar a los desterrados por encontrarse en el número de ellos Alcibíades.
En lo demás, los nuevos gobernadores hacían todas las cosas a su voluntad, y entre otras, mataron a algunos ciudadanos, no muchos, porque les estorbaban y juzgaban prudente deshacerse de ellos; a algunos otros metieron en prisión y a otros los desterraron.
Hecho esto, enviaron a Agis, rey de los lacedemonios, que estaba en Decélea, un mensajero, dándole aviso de que querían reconciliarse con los lacedemonios y ha-ciéndoles entender que podría tener más seguridad y confianza en ellos que en el pueblo variable e inconstante. Mas pensando Agis que la ciudad no podía estar sin gran alboroto y que el pueblo no era tan sumiso que se dejase quitar fácilmente su autoridad y más si viese algún grande ejército de lacedemonios delante de la ciudad; teniendo además en cuenta que el gobierno de los cuatrocientos no era tan sólido y fuerte que se pudiese consolidar, no les dio respuesta alguna tocante a su petición, antes hizo juntar en pocos días gran número de gente de guerra en tierra del Peloponeso, y con ellos y los que tenía en Decélea avanzó hasta los muros de la ciudad de Atenas, esperando que se rendirían a su voluntad, así por la discordia que había entre ellos, dentro y fuera de la ciudad, como por el miedo, viendo tan gran poder a sus puertas; y si no lo quisiesen hacer, le parecía que fácilmente podría tomar los grandes muros por fuerza, por estar muy apartados y ser difícil su guarda y defensa.
Pero no se realizó lo que pensaba, porque los atenienses no promovieron tumulto ni movimiento entre ellos, antes hicieron salir su gente de a caballo y parte de los de a pie, bien armados y a la ligera, los cuales rechazaron inmediatamente a los que se habían acercado más a los muros y mataron muchos, cuyos despojos llevaron a la ciudad.
Viendo Agis que su empresa no había salido bien, volvió a Decélea; y pasados algunos días, mandó volver los soldados extranjeros que había hecho venir para esta empresa, y detuvo los que tenía primero.
No obstante todo lo pasado, los cuatrocientos le enviaron otra vez comisionados para ajustar un convenio y les dio buena respuesta; de tal manera, que les persuadió para que enviasen embajadores a Lacedemonia a fin de tratar de la paz conforme deseaban.
Por otra parte enviaron diez ciudadanos de su bando a los que estaban en Samos, para darles a entender en contestación a otros muchos cargos que éstos hacían, que lo que había sido hecho al mudar el estado popular no era en perjuicio de la ciudad, sino para la salud de ella; y que la autoridad no estaba en las manos de los cuatrocientos solamente, sino también en la de cinco mil ciudadanos y, por consiguiente, como antes, en manos del pueblo, pues nunca en ningún negocio que hubiese sido tratado en la ciudad así doméstico y dentro de la misma tierra, como fuera, se había reunido para ello número tan grande como el de cinco mil hombres.[5]
Esta embajada la enviaron los cuatrocientos a Samos desde el principio, dudando que los que estaban allá de la armada no quisieran tener por agradable esta mudanza, ni obedecer a su gobernación; y que el daño y la discordia comenzase allá, siguiendo después en la ciudad como sucedió, porque cuando se hizo este cambio en Atenas, se había levantado cierto alboroto o sedición en la ciudad de Samos por la misma causa y de esta manera.
Algunos samios, partidarios del gobierno democrático que había entonces en la ciudad, por defenderlo, se sublevaron, y puestos en armas contra los principales de la ciudad que querían usurpar la gobernación, habían después mudado de opinión por persuasión de Pisandro cuando llegó allí, y de los otros sus secuaces y cómplices atenienses que allí se hallaron, y queriendo derrocar este régimen popular se habían juntado hasta cuatrocientos, todos determinados a abolirlo y a echar a los que ejercían el mando, pretendiendo ser ellos, y representar a todo el pueblo. Mataron al principio un mal hombre y de mala vida, un ateniense llamado Hipérbolo, el cual había sido desterrado de Atenas, no por sospecha ni miedo de su poder ni de su autoridad, sino por delito y porque deshonraba a la ciudad.[6] Hicieron esto a excitación de un capitán de los atenienses llamado Carmio, y de algunos otros atenienses que estaban en su compañía, por consejo de los cuales se gobernaban, y deliberaron proceder más adelante en favor de la oligarquía.
Los ciudadanos partidarios del gobierno democrático descubrieron esta conjuración, principalmente a algunos capitanes que estaban al mando de Diomedonte y de Leonte, generales de los atenienses, muy estimados y honrados por el pueblo, y opuestos a que la autoridad pasara a manos de una oligarquía.
También la descubrieron a Trasíbulo y a Trasilo, capitán aquél de un trirreme, y éste de la gente de tierra que había en él, y también a los hombres de guerra que conocían como partidarios del estado popular, rogándoles y requiriéndoles que no los quisiesen dejar maltratar por los conjurados que habían jurado su muerte, ni tampoco desamparasen en tal negocio a la ciudad de Samos, la cual perdería la buena voluntad que tenía a los atenienses si los conjurados lograban mudar la forma de gobernarse que habían tenido hasta entonces.
Hechas estas declaraciones a los caudillos y capitanes, hablaron particularmente a los soldados, persuadiéndoles para que no permitiesen que la conjuración tuviera efecto. Primeramente trataron con la compañía de los enienses que tripulaban el buque Páralos, que eran todos hombres libres y opuestos siempre a la oligarquía, aun antes de que se tratara de establecerla, estando en buena reputación con Diomedonte y Leonte, de tal manera, que cuando éstos hacían algún viaje por mar les daban de buena voluntad el cargo y la guarda de algunos trirremes.
Reuniéndose, pues, todos estos con los de la villa que eran del partido democrático, dispersaron a los trescientos conjurados que se habían alzado, de los cuales mataron treinta, y de los principales autores desterraron a tres, perdonando a los otros y restableciendo el estado popular desde entonces en su primera autoridad.
Ejecutado esto, los samios y los soldados atenienses que estaban allí enviaron inmediatamente el trirreme Páralos y al capitán del mismo, llamado Quereas, hijo de Arquelasteo, que les había ayudado en este negocio, para advertir a los atenienses lo que se había hecho allí, no sabiendo aún que la gobernación de la ciudad de Atenas se encontraba ya en manos de los cuatrocientos, quienes al saber la llegada de aquel barco hicieron prender a dos o tres de sus tripulantes y a los demás los metieron en otros barcos, enviándoles a ciertos lugares de Eubea, de donde no podrían escapar. Quereas, sabiendo a tiempo lo que querían hacer, se escondió y se salvó. Después volvió a Samos y contó a los que estaban allí todo lo ocurrido en Atenas, dándoles a entender ser las cosas mucho más graves de lo que eran.
Díjoles Quereas que a todos los hombres partidarios del pueblo los maltrataban y ultrajaban sin que hubiese persona que osase abrir la boca contra los gobernadores; que no ultrajaban solamente a los hombres, sino también a las mujeres y niños, y que además estaban resueltos a hacer lo mismo con cuantos había en el armada de Samos que discrepasen de su voluntad, tomando sus hijos, mujeres y parientes próximos, y haciéndoles morir si éstos no cedían a su voluntad.
Muchas otras cosas les dijo Quereas, que eran falsedades; pero, al oírlas los soldados, fueron tan despechados e inflamados de ira, que opinaron matar, no solamente a los que habían hecho el cambio de régimen en Samos, sino también a todos los que lo habían consentido; pero poniéndoles algunos de manifiesto, con objeto de apaciguarles, que, haciendo esto, pondrían la ciudad en gran peligro de caer en manos de los enemigos, que eran muy numerosos sobre el mar y querían acometerles, dejaron de realizarlo.
No obstante todo esto, queriendo establecer abiertamente el estado popular en la ciudad, Trasíbulo y Trasilo, que eran los caudillos y principales autores de esta empresa, obligaron a todos los atenienses que estaban en la armada, y asimismo a los que desempeñaban el gobierno oligárquico, a ayudar con todo su poder a la defensa del régimen popular y a seguir tocante a esto lo que aquellos capitanes determinasen, y al mismo tiempo defender la ciudad de Samos contra los peloponenses, tener a los cuatrocientos nuevos gobernadores de Atenas por enemigos, y no hacer ningún tratado ni tregua con ellos.
El mismo juramento hicieron todos los samios que estaban en edad para llevar armas, a los cuales los hombres de armas juraron también vivir y morir con ellos en una misma fortuna, teniendo por cierto que no había esperanza de salud, ni para ellos ni para los de la ciudad; antes se tenían todos por perdidos si el estado de los cuatrocientos continuaba en Atenas, o si los peloponenses tomaban la ciudad de Samos por fuerza.
En estos debates perdieron mucho tiempo, queriendo los soldados atenienses que estaban en el ejército de Samos restablecer en Atenas el régimen popular, y los que tenían el gobierno en Atenas obligar a los de Samos a que hiciesen lo mismo que ellos.
Siendo todos los soldados de la misma opinión sobre esta materia, destituyeron a los capitanes y a otros que ejercían cargo en la armada y eran sospechosos de favorecer el estado de los cuatrocientos, y en su lugar pusieron otros.
De este número fueron Trasíbulo y Trasilo, los cuales exhortaban uno en pos de otro a los soldados a ser constantes en este propósito, por muchas razones que les mostraron, aunque la ciudad de Atenas hubiese condescendido en la gobernación de los cuatrocientos.
Entre otras cosas, les decían que ellos que estaban en el ejército eran en mayor número que los que se habían quedado en la ciudad, y tenían más abundancia y facultad de todas las cosas que éstos. Por tanto que, teniendo los barcos en sus manos y toda la armada de mar, podían obligar a todas las ciudades súbditas y confederadas a contribuir con dinero. Y si los echasen de Atenas, tenían aquella ciudad de Samos, que no era pequeña, ni de escaso poder, mientras que quitadas a la ciudad de Atenas las fuerzas de la mar, en las cuales pretendía exceder a todas las otras, ellos eran harto poderosos para rechazar a los peloponenses sus enemigos, si les fueran a acometer a Samos, como lo habían hecho otra vez.
Y aun para resistir a los que estaban en Atenas, porque teniendo los barcos en sus manos, por medio de ellos podrían adquirir provisiones en abundancia, mientras los de Atenas carecerían de ellas, pues las que habían tenido hasta entonces, que llevaban y desembarcaban en el puerto de Pireo, debíanlas a la ayuda de la armada que estaba en Samos, de la que no podrían valerse en adelante si rehusaban restablecer el gobierno de la ciudad en manos del pueblo. Además, los que estaban allí podrían estorbar mejor el uso de la mar a los que estaban en la ciudad de Atenas, que no los de la ciudad a ellos. Lo que la ciudad podía dar de sí misma para resistir a los enemigos era la menor parte que se esperaba tener, y perdiendo esto no perdían nada, puesto que no había más dinero en la ciudad que les pudiesen enviar, viéndose obligados los soldados a servir a su costa.
No tenían en los de Atenas buen consejo, que es la única cosa que obliga a guardarle obediencia a los ejércitos que están fuera; antes habían grandemente errado, violando y corrompiendo sus leyes antiguas; mientras ellos, que estaban en Samos, las querían conservar y obligar a los otros a guardarlas, porque no era de creer que los que entre ellos habían sido autores de mejor consejo y opinión en este asunto que los de la ciudad, fuesen en otros negocios menos avisados.
Por otra parte, si ellos querían ofrecer a Alcibíades la restitución de su estado y llamarlo, él haría de buena voluntad la alianza y amistad entre ellos y el Rey. Y aun cuando todos los recursos faltasen, teniendo tan grande armada podrían ir a cualquier parte donde les pareciese y hallasen ciudades, y ocupar tierras para habitar.
Con estas razones y persuasiones se exhortaban unos a los otros, y no cesaban de preparar con toda diligencia las cosas pertenecientes a la guerra.
Entendiendo los diez embajadores enviados allí por los cuatrocientos que todas las cosas se habían divulgado entre el pueblo, callaron, y no dieron cuenta del encargo que llevaban.


XI

Los marinos peloponenses que estaban en Mileto murmuraban públicamente contra Astíoco y contra Tisafernes, diciendo que lo echaban todo a perder; Astíoco, porque no había querido combatir con su armada estando debilitada en fuerzas la de los contrarios, y además cuando tenían gran disensión entre sí y sus barcos estaban diseminados en muchas partes, no les quería acometer, antes malgastaba el tiempo con pretexto de esperar las naves que habían de ir de Fenicia, entreteniéndoles con palabras y queriendo de esta manera arruinarles con grandes gastos. Añadían a esto que no pagaba por completo ni de continuo a la armada, perdiendo con ello su crédito.
Decían, pues, que no eran necesarias más dilaciones, sino ir a acometer a los atenienses, lo cual apoyaban los siracusanos con la mayor instancia.
Advertido Astíoco y los caudillos que estaban allí por las ciudades confederadas de estas murmuraciones, determinaron combatir, sabiendo además que ya había gran revuelta en Samos. Reunieron todos los buques que tenían, que resultáronles ciento veinte, y dos en Mícala; y de allí avisaron y mandaron llamar a los que estaban en Mileto, ordenándoles que marchasen por tierra. Los barcos de los atenienses eran ochenta y dos que habían ido de Samos a la playa de Glauca en tierra de Mícala.
Téngase en cuenta que Samos está un poco lejos del continente por la parte de Mícala.
Al ver los barcos de los peloponenses venir contra ellos se retiraron a Samos, porque les parecía no ser bastante poderosos para aventurar una batalla, de la cual dependería toda su fortuna, y porque tenían entendido que los enemigos iban con grande voluntad de combatir.
Además esperaban a Estrombíquides, que estaba en el Helesponto, y había de ir allí con las naves que había traído de Quío a Abido; cosa que mandaron hacer desde que se retiraron a Samos, y los peloponenses vinieron a Mícala.
En este punto establecieron aquel día su campo, así con las gentes que habían sacado de los barcos como con los procedentes de Mileto, y también con gentes de la tierra.
Al día siguiente, de mañana, habían determinado ir en busca de sus enemigos a Samos, pero avisados de la llegada de Estrombíquides se volvieron a Mileto.
Los atenienses deliberaron sobre ir a presentarles la batalla en dicho punto, después de reforzados con los buques que llevaba Estrombíquides, porque se reunieron entre todos ciento ocho, y así lo acordaron.
Después de su partida, los peloponenses, aun con tan hermosa y fuerte armada, no se tenían por bastantes para combatir con los enemigos; y no sabían, por lo demás, cómo podrían sustentar las tripulaciones, viendo que Tisafernes no pagaba bien; por lo cual enviaron a Clearco, hijo de Ramfias, capitán de cuarenta naves, para que lo notificara a Farnabazo, atendiéndose a lo que les había sido mandado en el Peloponeso; y porque Farnabazo les prometió pagar la armada.
Por otra parte, entendían que si iban a Bizancio la ciudad se rebelaría en su favor, por lo cual se puso Clearco a la vela con sus cuarenta buques, saliendo a alta mar para no ser descubierto de sus enemigos, pero le sorprendió una gran tormenta, de tal manera que sus buques fueron dispersados, parte de ellos, que seguían a Clearco, llegaron a Delos, y los otros se volvieron a Mileto y después se reunieron con Clearco, que fue por tierra al Helesponto. Pero diez naves que habían llegado antes al Helesponto, hicieron sublevar la ciudad a su voluntad.
Siendo después avisados los atenienses que estaban en Samos, enviaron un número de buques para guardar el Helesponto, los cuales libraron una pequeña batalla delante de Bizancio, a saber: ocho naves de ellos contra otras tantas de los peloponenses.
Entretanto, los que eran caudillos de la armada de los atenienses, principalmente Trasíbulo, el cual había siempre sido de parecer que debían llamar a Alcibíades; aun después que el régimen de Atenas fue mudado, en parte por intrigas de éste; continuaba más firme en dicho propósito y lo mostró por tal manera y persuadió de tal suerte a los soldados que allí estaban, para que acordasen todos la vuelta de Alcibíades, que fue el decreto concluido y escrito, perdonando a Alcibíades y llamándole a la ciudad.
Publicado este decreto, Trasíbulo fue a donde estaba Tisafernes, y llevó a Alcibíades, que se encontraba con éste, a Samos, esperando por su medio atraer a Tisafernes a la amistad de los atenienses.
Estando Alcibíades en Samos, hizo juntar el pueblo y expuso ante él las grandes pérdidas y daños que había sufrido en su destierro. Después habló muy animosamente de los negocios de la república, de suerte que les infundió grande esperanza de recobrar el antiguo poder, encareciéndoles en gran manera la influencia que tenía con Tisafernes, a fin de que los que ejercían autoridad y mando en Atenas tuviesen temor de él, y por esta vía sus conjuraciones e inteligencias se deshicieran y amenguasen. También lo hizo para ganar con los que estaban en Samos autoridad y prestigio, y para que, aumentando su reputación, a los enemigos les inspirara más desconfianza Tisafernes y perdieran la esperanza de que les ayudase.
Decía a los atenienses que estaban en Samos, que Tisafernes le había prometido dar el sueldo de los soldados, aunque hubiera de vender cuanto tuviese, si podía tener seguridad de ellos hasta el fin de la guerra, y que haría ir en su socorro los barcos fenicios que ya estaban en Aspendo, en lugar de enviarlos a los peloponenses. Añadía que para tener seguridad de ellos no les demandaba sino que recibiesen a Alcibíades.
Habiéndose expresado en tales o semejantes palabras, los capitanes y soldados le pusieron en el número de los caudillos de la armada, y le dieron autoridad para mandar y ordenar en todas las cosas; y en efecto, adquirieron tan grande confianza y esperanza en él, que ya no dudaban de su salvación, ni de la caída de los cuatrocientos, estando todos dispuestos desde entonces, bajo la confianza de lo que les había dicho, a ir a Pireo, sin cuidarse de los enemigos que encontraban tan cerca de allí. Muchos pedían esto con grande instancia, pero no lo quiso consentir Alcibíades, diciendo que no era cosa conveniente, teniendo próximos los enemigos, ir a Pireo, y que pues le habían dado la dirección de la guerra y elegido por caudillo, proveería con Tisafernes en todo; volvió al partir de esta junta a donde Tisafernes se encontraba para mostrarles que quería consultar todas las cosas con él, y al mismo Tisafernes dio a entender que tenía grande autoridad entre los atenienses, y que era su caudillo, para que fuese más estimado de él y entendiese por esta vía que le podría ayudar o perjudicar. Y sucedió, en efecto, lo que pretendía, porque, por el favor con Tisafernes, fue después muy temido de los atenienses, y del mismo Tisafernes por el temor que a éstos tenía.
Cuando los peloponenses que estaban en Mileto supieron el llamamiento de Alcibíades, teniendo ya grande sospecha, comenzaron a hablar mal de Tisafernes públicamente. Y a la verdad, porque rehusaron de ir contra la armada que les presentó la batalla frente a Mileto, se había enfriado Tisafernes para pagar el sueldo a la armada; juntamente con esto Alcibíades trabajaba de tiempo atrás por hacerle quedar mal con los peloponenses.
Esparcido este rumor entonces, los soldados que estaban en Mileto comenzaron a juntarse por escuadras como habían hecho antes, y a producir grande alboroto, de tal manera que algunos de entre ellos, hombres de autoridad, diciendo que nunca habían cobrado la paga entera, y que la poca que les daban nunca había sido de continuo, amenazaban, si no los llevaban a alguna parte para combatir o para arriesgar la vida, con dejar los buques. De todo esto culpaban a Astíoco que, por su particular provecho, había querido complacer a Tisafernes.
A esta murmuración y motín siguió una gran perturbación contra Astíoco, porque los marineros de los siracusanos y de los turios, estando menos sujetos que los otros, hicieron mayor instancia y con palabras más sueltas para que les dieran su paga, a los cuales Astíoco dio alguna áspera respuesta y, queriendo Hermócrates tomar la voz por su gente y sustentar su querella, alzó un palo que tenía para darle.
Al ver esto los marineros y soldados siracusanos, corrieron con gran ímpetu contra Astíoco, el cual se libró de ellos metiéndose en un templo cercano, y de esta manera se salvó. Después, al salir de allí, le prendieron.
Además de esto los milesios atacaron un castillo o baluarte que Tisafernes había hecho allí, el cual tomaron echando a las gentes que él había puesto de guarda, cosa que fue muy agradable a los otros aliados, y también a los siracusanos.
A Licas le pesó, diciendo que los milesios y los otros que estaban bajo el mando del Rey debían obedecer y complacer a Tisafernes en las cosas que eran razonables, hasta que los negocios de la guerra estuvieran en mejor orden. Por esta opinión y por otras muchas pruebas semejantes, los milesios concibieron tan grande indignación contra él, que habiendo después muerto de enfermedad, no quisieron consentir que su cuerpo fuese enterrado en el lugar que los lacedemonios, que allí estaban, habían ordenado.
Durante estas alteraciones, y estando en tales diferencias las gentes de armas, Tisafernes y Astíoco, llegó a Mileto Míndaro, nombrado general de la armada por los lacedemonios en lugar de Astíoco, quien, después que dejó su cargo a Míndaro, volvió a Lacedemonia, y con él envió Tisafernes por embajador uno de sus familiares, natural de Caria, llamado Gaulites, que sabía bien hablar las dos lenguas griega y persa, así para quejarse del ultraje que los milesios habían hecho a él y a su gente, como también para excusarse de lo que él sabía que le acusaban, habiendo enviado mensajeros a Lacedemonia sobre esto, con los cuales fue Hermócrates. Éste afirmaba que Tisafernes y Alcibíades estaban de acuerdo para destruir el poder de los peloponenses, porque tenía de mucho tiempo atrás grande enemistad con Tisafernes, a causa de la paga, y también porque, al llegar a Mileto, los otros tres caudillos de los buques siracusanos a saber, Potámide, Miscón y Demarco, Tisafernes le había hecho cargos en presencia de ellos y en malos términos de muchas cosas, y, entre otras, la de que el rencor que tenía contra él era porque no quiso darle cierta suma de dinero que le había pedido. Por esta causa se fueron Astíoco y los mensajeros de los milesios y Hermócrates, de Mileto a Lacedemonia.
Alcibíades volvió de donde estaba Tisafernes a Samos, a donde también llegaron mensajeros de Delos, que los cuatrocientos gobernadores de Atenas habían enviado allí para aplacar y apaciguar a los que estaban en Samos.
Mas al principio, siendo por ellos reunido el pueblo, los hombres de armas hicieron instancia para que no les diesen audiencia, antes con grandes voces aseguraban que debían hacer pedazos a tales hombres, pues querían destruir el régimen popular. A pesar de esto y después de muchas palabras, con gran dificultad les oyeron en silencio.
Éstos mostraron cómo la mudanza de régimen que había sido hecha, no era en manera alguna para abatimiento de la ciudad, como daban a entender; antes para su salvación y a fin de que no cayese en poder de los enemigos, los cuales ya habían ido hasta junto a los muros de Atenas. Por esto se había creído necesario elegir los cuatrocientos, para ordenar la defensa y los demás negocios de la ciudad con los otros cinco mil, los cuales eran todos participantes en la resolución de toda clase de asuntos; añadieron que no era verdad lo que Quereas aseguró, por envidia, de que habían desterrado y maltratado a los hijos, parientes y amigos de los que estaban fuera, pues al contrario, les dejaban todos sus bienes y casas, y en la misma libertad que gozaban antes.
Después de estas disculpas y demostraciones, queriendo pasar adelante, se lo impidieron los atenienses que allí estaban, a los cuales parecía mal lo que decían, y comenzaron a expresar muchas y diversas opiniones.
El mayor número era de parecer que debían ir por mar a Pireo.
En esta discordia Alcibíades se mostró tanto o más amigo de la patria que otro alguno. Porque viendo que los atenienses que estaban allí querían ir contra los de Atenas, y conociendo que si aquello se realizaba ocasionaría que los enemigos tomasen toda la tierra de Jonia y del Helesponto, no lo quiso permitir, antes lo contradijo con más vigor y energía que ningún otro y por su autoridad impidió esta navegación e hizo callar a los que habían dado voces contra los mensajeros públicamente.
Después les ordenó volver a Atenas con esta respuesta: que en lo que toca a los cinco mil hombres que se habían nombrado para ayuda de la gobernación de la ciudad, no era de opinión que les privasen de estas facultades, mas los cuatrocientos quería que se suprimiesen y que fuese restablecido el Consejo de quinientos en la forma que estaba antes. Y en lo tocante a lo que había sido hecho por los cuatrocientos, de disminuir los gastos de la ciudad para atender a la paga de los hombres de armas, lo hallaba muy bueno, y les exhortaba proveyesen bien en los otros negocios de la ciudad y que no permitieran cayese en poder de los enemigos; dándoles buena esperanza de aplacar las diferencias, quedando la ciudad en su ser, sin que viniesen a las armas unos contra otros, para lo cual era necesario que todos tuviesen gran prudencia, porque si llegaban a la lucha los que estaban en la ciudad contra los que estaban en Samos, cualquiera de ellos que alcanzara la victoria no encontraría ya persona con quien hacer tratos o conciertos.
En esto llegaron embajadores de parte de los argivos, que ofrecieron a los atenienses que allí estaban ayuda y socorro contra los cuatrocientos, para la defensa del régimen popular, a los cuales Alcibíades agradeció mucho sus buenos ofrecimientos, y después de haberles preguntado a ruego de quién iban con esta embajada y respondido ellos que de nadie, les despidió amablemente.
Y a la verdad, no habían sido requeridos para ir. Pero enviados algunos de los marinos del trirreme Páralos por los cuatrocientos en un buque de guerra, para ver lo que se hacía en Eubea y también para llevar tres embajadores que estos cuatrocientos enviaban a Lacedemonia, y que eran Lespodias, Aristofonte y Melasias, los tripulantes, cuando llegaron a Argos, entregaron los embajadores presos a los argivos, acusándoles de que habían sido los principales autores y cómplices para quitar el régimen popular en Atenas, y después no volvieron a Atenas sino que embarcaron a los embajadores de los argivos y los llevaron en su buque a Samos.
En ese mismo verano, Tisafernes, conociendo que los peloponenses tenían mala opinión de él por algunas causas, entre ellas la restitución de Alcibíades y porque presumían tomaba el partido de los atenienses, para disculparse ante ellos de esta sospecha, se preparó a recibir a los barcos fenicios que habían de ir; y para salirles al encuentro, pues estaban en el puerto de Aspendo, mandó a Licas que fuese con él. Mientras hacía el viaje dejó por su lugarteniente a Tamos, uno de sus capitanes, al cual dio encargo, según decía, de pagar el sueldo a los marineros peloponenses.
Creyóse después que no había ido a Aspendo con el referido objeto, porque no hizo ir las naves, siendo cierto que entonces había allí ciento quince todas aparejadas. Y aunque no se supiese en verdad la causa de este viaje, porque no ordenó que se unieran a los peloponenses aquellos barcos, no dejaron de formarse diversos juicios.
Unos presumían que hizo aquello por entretener los negocios de los peloponenses, con esperanza de su vuelta, porque Tamos, al cual había dejado para reemplazarle, no pagó mejor que él lo había hecho, sino peor. Otros, juzgaron que había ido a cobrar el dinero necesario para pagar el sueldo de los fenicios al enviarlos. Otros presumían que su objeto era borrar la mala opinión que los peloponenses tenían de él, mostrándoles que deseaba sinceramente ayudarles, pues iba por la armada, la cual ya se sabía que estaba aparejada.
Cuanto a mí, tengo por muy cierto, y la cosa es muy evidente, que no quiso llevar los barcos, sino que lo fingió en este viaje, para que, esperando su venida, los negocios de los griegos llegaran a la mayor confusión, y no dando ayuda a ninguna de ambas partes, sino faltando a entrambas, quedasen iguales y débiles. Porque es muy claro que si quisiera unirse de buena voluntad con los lacedemonios, éstos hubieran entonces alcanzado la victoria, pues en aquella sazón estaban tan poderosos por mar como los atenienses.
La excusa que dio de no haber llevado los barcos, puso de manifiesto su malicia y engaño, pues dijo que era porque los fenicios no habían dado el número de buques que les había pedido a nombre del Rey; de creer es que hubiera satisfecho a éste conseguir el mismo objeto con menos número y a menos coste.
Cualquiera que fuese su intención, los peloponenses enviaron por su parte dos trirremes con él cuando fue al lugar de Aspendo, de los cuales era caudillo un lacedemonio llamado Filipo.
Al saber Alcibíades la ida de Tisafernes, tomó trece trirremes de los que estaban en Samos, y se fue hacia aquella parte, haciendo entender a los atenienses de Samos que su ida aprovecharía en grande manera, porque haría tanto que la armada que estaba en Aspendo vendría en socorro, o no iría en ayuda de los lacedemonios, y se los aseguraba conociendo, como era de creer, los deseos de Tisafernes por la larga comunicación que había tenido con él, que eran no enviar la armada a los peloponenses.
También lo decía con la intención de hacer al mismo Tisafernes más sospechoso a los peloponenses, a fin de que después fuese obligado a ponerse de parte de los atenienses; fue, pues, hacia donde estaba, manteniéndose siempre en alta mar hacia la parte de Fasélide y de Cauno.


XII

En este tiempo, los embajadores que los cuatrocientos habían enviado a Samos, de vuelta en Atenas, dieron cuenta del encargo que Alcibíades les había dado, y que consistía en que ellos procurasen guardar la ciudad y defenderse de los enemigos, que él tenía esperanza de reconciliar a los que estaban en la armada de Samos y de vencer a los peloponenses, cuyas palabras infundieron grande ánimo a muchos de los cuatrocientos, que ya estaban enfadados y enojados de aquella forma de gobierno, y de buena voluntad la hubieran dejado, de poderlo hacer sin peligro.
Al saber los deseos de Alcibíades, todos de común acuerdo tomaron a su cargo los negocios, nombrando a los dos hombres más principales y más poderosos de la ciudad por sus caudillos, que eran Teramenes, hijo de Hagnón, y Aristócrates, hijo de Escelias, y además de éstos, muchos otros de los más a propósito de los cuatrocientos, los cuales se excusaban de haber enviado embajadores a los lacedemonios diciendo que lo habían hecho por el temor que tenían a Alcibíades y a los otros que estaban en Samos, para que la ciudad no fuese ofendida.
Parecíales que se podría evitar que la gobernación cayera en manos de pocos en número, si procuraban que los cinco mil que habían sido nombrados por los cuatrocientos tuviesen el mando y la autoridad efectivos y no de palabra, y que de esta manera el régimen se podría reformar para el bien de la ciudad, del cual, aunque hiciesen siempre mención en sus juntas, la mayor parte de ellos tiraba a su particular derecho y a la ambición de su autoridad, esperando que, si destruían la gobernación de los cuatrocientos, no quedarían solamente iguales a los otros, sino superiores.
Además, en el régimen de gobierno popular, cada uno sufre mejor una derrota de sus aspiraciones, porque los oficios se dan por elección del pueblo y le parece no haber sido desechado por sus iguales, cuando se hace por todo el pueblo.
Y a la verdad, la autoridad que Alcibíades tenía con los que estaban en Samos dio grande esfuerzo a éstos, y les parecía como que el estado de los cuatrocientos no podía durar; cada uno de ellos se esforzaba en adquirir entre el pueblo el mayor crédito que podía, para ser el mayor en autoridad.
Los que eran principales entre los cuatrocientos trabajaban en sentido contrario cuanto podían y principalmente Frínico, el cual, siendo el caudillo de los que estaban en Samos, había sido contrario a Alcibíades; también Aristarco, que había sido siempre enemigo del régimen popular, y lo mismo Pisandro, Antifón y los otros que eran de los más poderosos de la ciudad, los cuales, desde el tiempo que habían tomado el cargo y aun después de la mudanza y revuelta que había habido en Samos, enviaron embajadores propios a Lacedemonia, procurando mantener la gobernación de la oligarquía con todo su poder, y hacían levantar y disponer la muralla de Eetionea.
Después de la vuelta de los embajadores que habían enviado a Samos, viendo que muchos de su partido mudaban de opinión, aunque los habían tenido por muy constantes y determinados en el negocio, enviaron de nuevo e inmediatamente a Antifón y a Frínico con diez de su bando a los lacedemonios, y les dieron comisión de hacer algún concierto con ellos lo mejor que pudiesen, con tal que fuese tolerable. Hicieron esto por el temor que tenían, así de los que estaban en Atenas, como de los que se encontraban en Samos.
Cuanto a lo de la muralla que alzaban y reparaban en Eetionea, lo hacían como lo decía Teramenes y los que estaban con él, no tanto por estorbar que los que estaban en Samos pudiesen entrar en el puerto de Pireo, como por recibir el ejército de mar y de tierra de los enemigos cuando quisiesen; por cuanto el lugar de Eetionea está a la entrada del puerto de Pireo en figura o forma de media luna.
La muralla que hacían por la parte de la tierra hacia el lugar era de tal manera fuerte, que con poca gente que estuviese en ella podían a su voluntad dejar entrar los barcos o impedirlo, porque el lugar se juntaba con la otra tierra del puerto, que tiene la entrada harto estrecha.
Además de estas obras que hicieron en Eetionea, repararon la muralla vieja que estaba fuera de Pireo, del lado de tierra, y edificaron otra nueva por dentro a la parte de la mar, y entre las dos hicieron grandes trojes paneras, dentro de las cuales obligaron a todos los de la villa a traer y meter el trigo que tenían en sus casas, y también todo lo que traían por mar lo hacían allí descargar, y los que querían comprar necesitaban ir a hacerlo allí.
Estas cosas que los cuatrocientos hacían, a saber, las reparaciones y provisiones para recibir a los enemigos, lo divulgaba ya Teramenes antes que los postreros embajadores fuesen de parte de los cuatrocientos a Lacedemonia. Mas después que volvieron sin conseguir nada, él decía y publicaba más abiertamente que la muralla que habían hecho sería causa de poner el estado de la ciudad en peligro.
Porque en este mismo tiempo llegaron allí cuarenta y dos barcos de los enemigos, de los cuales una parte eran italianos y sicilianos que venían del Peloponeso, de los que habían enviado a Eubea, y algunos de los otros eran de los que dejaron en el puerto de La, en tierra de Laconia, de los cuales era capitán Hegesándridas, hijo del espartano Hegesandro, de lo cual deducía Teramenes que ellos no habían llegado allí tanto por ir a Eubea, como por ayudar a los que construían la dicha muralla de Eetionea, y que si no se hacía buena guarda habría gran peligro de que tomasen a Pireo en llegando. Esto que decían Teramenes y los que estaban con él no era del todo mentira, ni dicho por envidia; porque a la verdad, los que ejercían la oligarquía en Atenas bien quisieran, si pudieran, gobernar la ciudad en libertad y bajo su autoridad y poder mandar a los demás como representantes de la cosa pública; pero si no pudiesen mantener y defender su autoridad, estaban resueltos, teniendo el puerto, los buques y la fortaleza de Pireo en sus manos, a vivir allí con seguridad, temiendo que si el pueblo recuperaba el poder que tenía en el régimen democrático fuesen ellos de las primeras víctimas.
Y si no pudieran defenderse allí, antes de caer en las manos del pueblo deliberaban meter dentro de Pireo a los enemigos, pero sin darles los buques y fortalezas, y capitular con ellos en los negocios de la ciudad lo mejor que pudiesen, con tal de que sus personas fuesen salvas.
Por estas causas y razones tenían buenas guardas en las murallas y a las puertas; y en lo demás activaban cuanto podían la fortificación de los lugares por donde los enemigos podían tener entrada y salida, temiendo que los tomaran por sorpresa.
Todos estos proyectos y deliberaciones se hacían y comunicaban primeramente entre pocos hombres. Mas después Frínico, vuelto de Lacedemonia, fue herido en la plaza del mercado por uno de los que hacían la centinela, de cuya herida murió al llegar a su casa, y el que le hirió huyó. Un argivo, su cómplice, fue por orden de los cuatrocientos preso y sometido a tormento, a pesar del cual no nombró a nadie como autor del asesinato, y dijo no saber otra cosa sino que en casa del capitán de la guardia y de otros muchos ciudadanos se juntaban a menudo muchas personas. Teramenes y Aristócrates, y los que estaban en inteligencia con ellos, así de los cuatrocientos como otros, continuaron con más calor su empresa. Cuanto más que la armada enemiga que estaba en La, habiendo tomado puerto y refresco en Epidauro, hacía muchas salidas y robos en la tierra de Egina, por lo cual Teramenes decía que no era de creer que si la armada quisiese ir a Eubea, viniera a recorrer hasta el golfo de Egina para después volver a Epidauro, sino que había sido llamada por los que tenían y fortificaban a Pireo, como siempre aseguró.
Por esta causa, después de muchas demostraciones hechas al pueblo para amotinarle contra ellos, fue determinado ir a tomar a La por fuerza.
Cumpliendo su determinación los soldados que trabajaban en la fortificación de Eetionea, de los cuales era capitán Aristócrates, prendieron a uno de los cuatrocientos que era del partido contrario, llamado Alexicles y le pusieron guardas en su propia casa. Después prendieron también a muchos, y entre otros a uno de los capitanes que tenían la guarda de Muniquia, llamado Hermón. Esto fue hecho con consentimiento de la mayor parte de los soldados.
Sabido esto por los cuatrocientos, que entonces se encontraban en el palacio de la ciudad, excepto aquellos a quienes el régimen oligárquico no agradaba, determinaron ponerse en armas contra Teramenes y los que estaban con él. Mas él se excusaba diciendo que estaba preparado y dispuesto para ir a La a prender a los que hacían tales novedades. Llevando consigo uno de los capitanes que era de su opinión se fue a Pireo, ayudándole Aristarco y la gente de a caballo.
Con este motivo levantóse grande alboroto y tumulto, porque los que estaban en la ciudad decían públicamente que Pireo había sido tomado ya, y muertos los que lo defendían, y los que estaban dentro de Pireo pensaban que todos los de la ciudad iban contra ellos.
Tan grande fue el alboroto, que los ancianos de la ciudad tuvieron harto que hacer deteniendo a los ciudadanos para que no se pusieran todos en armas.
En esto trabajó grandemente con ellos Tucídides de Farsalia; el cual, habiendo tenido grande amistad y conversando con muchos de ellos, los iba apaciguando con dulces palabras, demostrando y requiriéndoles que no quisiesen poner la ciudad en peligro de perdición, teniendo tan cerca a los enemigos que los estaban aguardando. Con estas razones el furor fue aplacado y se retiraron todos a sus casas.
Teramenes, que era del gobierno con los demás cuatrocientos, al llegar a Pireo aparentó estar enojado contra los soldados, pero Aristarco y los de su parte, que eran del bando contrario, estaban, a la verdad, muy mal con ellos; los cuales no por eso dejaban de trabajar en su obra, hasta que algunos demandaron a Teramenes si le parecía mejor acabar la muralla o derribarla. Respondióles que si querían derrocarla a él no le pesaría. Inmediatamente todos los que trabajaban y muchos otros de los que estaban en Pireo subieron sobre el muro y en poco tiempo lo arrasaron.
Hicieron esto para atraer el pueblo a su opinión, diciendo en alta voz a los que estaban allí estas palabras:
«Quienes deseen que los cinco mil gobiernen y no los cuatrocientos, deben ayudar a hacer lo que nosotros ha-cemos.»
Decían esto por no atreverse a declarar que pretendían restaurar el régimen popular; antes fingían estar contentos con que los cinco mil gobernasen, temiendo nombrar a alguno, por error, de los que pretendían ejercer mando en el régimen popular y no fiándose unos de los otros, cosa que admiraba a los cuatrocientos, quienes no querían que los cinco mil tuviesen la autoridad, ni tampoco deseaban que fuesen depuestos, porque haciendo esto era necesario volver al régimen popular; y dándoles autoridad era casi lo mismo, ejerciendo el poder tan gran número de hombres. Por esto no querían declarar que los cinco mil no habían sido nombrados y este silencio tenía a las gente con temor y sospecha, así de una parte como de otra.
Al día siguiente los cuatrocientos, aunque algo turbados, se juntaron en palacio.
De la otra parte, los que estaban en armas en Pireo, habiendo derribado la muralla y soltado a Alexicles, que tenían preso, fueron al teatro de Dióniso en Muniquia, dentro de Pireo, y allí tuvieron su consejo. Después de debatido sobre lo que debían de hacer, acordaron ir a la ciudad y dejar sus armas donde tenían por costumbre; lo cual hicieron. Viéndoles desarmados fueron a ellos muchos ciudadanos secretamente de parte de los cuatrocientos, acercándose a los que conocían por ser más tratables, rogándoles que se mantuviesen en paz sin hacer alboroto ni tumulto en la ciudad, e impidiendo que los otros lo hiciesen.
Dijéronles que podían nombrar todos juntos lo cinco mil que debían ejercer la gobernación, y meter en este número a los cuatrocientos, con el cargo y autoridad que a ellos pareciere, para no poner la ciudad en peligro de venir a manos de los enemigos.
Con tales recomendaciones y consejos, que se hacían por diversas personas en distintos lugares, y a diferentes hombres, el pueblo que estaba en armas se apaciguó mucho, temiendo que su discordia fuese para ruina y perdición de la ciudad, y en efecto, fue acordado por todos que en cierto día se había de verificar la junta general del pueblo en el templo de Baco.


XIII

Estando en el día señalado el pueblo junto en el templo de Dióniso, antes que se propusiese alguna cosa, llegaron noticias de que habían partido cuarenta y dos naves de Mégara para ir a Salamina al mando de Hegesándridas, lo cual pareció al pueblo ser en efecto lo que Teramenes y los que le seguían habían dicho antes, que la armada de los enemigos vendría derecha a la muralla que se edificaba, y que por esta causa era conveniente derribarla.
Sospechaban que Hegesándridas se detendría de intento alrededor de Epidauro y de los lugares circunvecinos, sabiendo la agitación en que estaban los atenienses a fin de poner en ejecución alguna buena empresa si veía oportunidad para ello.
Los atenienses al saber estas noticias corrieron a Pireo, temiendo la guerra delante de su puerto más que si estuviera en otra parte lejana. Por esta causa unos se lanzaron dentro de los barcos que estaban aparejados en el puerto, otros aparejaban los que no estaban a punto, y otros subían sobre los muros que estaban a la entrada del puerto para defenderle.
Pero los buques peloponenses, habiendo pasado de Sunión, tomaron su camino entre Tórico y Pracias, y fueron a anclar en Oropo.
Los atenienses reclutaron inmediatamente los marineros que hallaron dispuestos, como se acostumbra hacer en una ciudad que está en guerras civiles, para impedir el gran peligro de los enemigos. Porque todo el socorro que ellos recibían entonces era de Eubea.
Estando el lado de la tierra ya ocupado por los enemigos, enviaron a Timócrates, con los buques que pudieron entonces armar, a Eretria. Al llegar allí, teniendo en todo treinta y seis trirremes con los que estaban antes en Eubea, viose obligado a combatir. Porque Hegesándridas, habiendo ya comido, partió de Oropo y venía la vuelta de Eretria, que dista de Oropo sesenta estadios por mar.
Viendo, pues, los atenienses que llegaba la armada de los enemigos en orden de batalla contra ellos, enviaron inmediatamente sus naves, pensando que los soldados les seguirían en seguida, pero éstos estaban esparcidos por toda la villa para hacer provisión de vituallas, porque los ciudadanos habían maliciosamente encontrado manera de que no llegasen provisiones para vender en la plaza, a fin de que los soldados, ocupados en buscar provisiones por la villa, no pudiesen embarcarse a tiempo y los enemigos les cogieran descuidados. Además habían convenido con los enemigos hacerles señal cuando viesen la oportunidad de acometer los buques atenienses, lo cual hicieron. No obstante todo esto, los atenienses, que estaban en los barcos dentro del puerto, contuvieron un buen rato la fuerza de los enemigos, mas al fin les fue forzoso huir, siguiéndoles los enemigos hasta la orilla del mar, donde los que se refugiaron dentro de la villa, como en tierra de amigos, fueron por los ciudadanos malamente muertos, mas los que se retiraron a los lugares fuertes que los atenienses tenían se salvaron, y lo mismo los de los barcos que pudieron ir hasta Cálcide, mas los que no pudieron, que eran veintidós, fueron capturados con todos los que estaban dentro, marineros y tripulantes, siendo unos muertos y otros presos.
Por razón de esta victoria los peloponenses alzaron allí un trofeo, y muy poco tiempo después pusieron toda la isla de Eubea en su obediencia, excepto a Oreo que la poseían los atenienses, y ordenaron su dominación en todos los lugares comarcanos.
Cuando la noticia de esta derrota llegó a Atenas, todo el pueblo se asustó tanto y más que del mayor infortunio que antes les hubiese ocurrido, porque aun cuando la pérdida que habían sufrido en Sicilia fuese de grande importancia, y muchas otras que les habían ocurrido en diversos tiempos, habiéndose rebelado el ejército que tenían en Samos y no contando con otros buques ni gente para salir al campo, estando ellos mismos por otra parte tan airados unos contra otros en la ciudad que sólo esperaban la hora de acometerse, y habiendo, después de tantas calamidades y malandanzas, perdido de un golpe toda la isla de Eubea, de la cual les llegaba más socorro que de su propia tierra de Atenas, fuera cosa muy extraña no espantarse de ello.
Cuanto más, que estando la isla tan próxima a la ciudad, temían en gran manera que los enemigos, con el aliento que les daba aquella victoria, viniesen entonces a Pireo, cuyo puerto, totalmente desprovisto de naves, lo podían muy bien tomar si tuvieran ánimo para ello, e igualmente acometer la ciudad, o a lo menos cercarla, la cual por esta vía cayera en mayor desorden.
Si hacían esto, los que estaban en la armada de los atenienses en Jonia, aunque fuesen contrarios a la gobernación de los cuatrocientos, se verían obligados por su interés particular y por la salud de su ciudad a abandonar la tierra de Jonia para ir en socorro de su patria, de esta manera toda la tierra de Jonia y del Helesponto, y las islas que están en aquel mar alrededor de Eubea, es decir, todo el imperio y señorío de los atenienses, quedaría en poder de los enemigos.
Mas los lacedemonios, en esto y en muchas otras cosas, fueron ciertamente útiles a los atenienses, por la multitud y diversidad de las gentes que tenían en su compañía, muy diferentes en voluntad y manera de vivir, porque unos eran activos y diligentes, y otros tardíos y descuidados, unos esforzados y otros temerosos. Especialmente para los combates por mar estaban muchas veces en grande discordia, lo cual resultó en provecho de los atenienses. Esto se pudo bien conocer por los siracusanos, que siendo todos de un acuerdo y de una voluntad hicieron grandes cosas y tuvieron señaladas victorias.
Volviendo a nuestra historia, los atenienses, habiendo sabido estas nuevas, en vista de aquella gran necesidad y temor, armaron veinte navíos e inmediatamente se juntaron en el lugar de Pnix,[7] donde otras veces habían acostumbrado a juntarse, y en aquellas reuniones acordaron destituir a los cuatrocientos y que la autoridad quedase en manos de los cinco mil, de cuyo número fuesen todos los que pudieran llevar armas y quisiesen servir de soldados sin sueldo ni ventaja, y que cualquiera que lo hi-ciese de otra manera fuese maldito y abominable. Muchas otras reuniones hubo después, en las cuales fueron hechas diversas leyes tocantes a la administración de la república y nombrados nomotetas,[8] de esta suerte me parece que hicieron muchas cosas para el régimen de sus negocios y por el bien de la ciudad, acabando las cuestiones que había entre ellos, a causa de la gobernación popular, y estableciendo un orden moderado que fue causa de que cesasen muchas y muy malas cosas que se hacían en la ciudad. Ordenaron en lo demás que Alcibíades y los otros que estaban con él fuesen llamados, y que lo mismo se hiciera con los de Samos, a fin de que viniesen para ayudar a poner en orden los negocios de la ciudad.
Entretanto Pisandro, Alexicles y algunos otros de los cuatrocientos, se refugiaron a Decélea; mas Aristarco, que era su caudillo, sin otra compañía tomó cierto número de arqueros que estaban allí de los bárbaros,[9] y fue a Enoa, castillo que los atenienses tenían en las fronteras de la Beocia, y que los corintios habían cercado a causa de algunos homicidios que los del castillo habían hecho en sus gentes. Con los corintios había algunos beocios que servían como voluntarios.
Al llegar allí Aristarco trató con los corintios y beocios para hacer rendirse a los defensores. Habló con los que estaban dentro, haciéndoles entender que se habían convenido todas las otras cuestiones entre los lacedemonios y los atenienses, entre ellas la de que rindiesen el castillo a los beocios.
Al oír estas palabras y razones los que estaban dentro, que no sabían lo que se había tratado, como hombres que estaban cercados, les dieron fe, por ser como era Astiarco el principal de los cuatrocientos, y se rindieron.
De esta manera cesó en Atenas la oligarquía; es, a saber, la gobernación a cargo de pocos escogidos, y con ella la sedición y división de los ciudadanos.


XIV

En esta misma época, los peloponenses que estaban en Mileto conocieron claramente que eran engañados por Tisafernes, porque ninguno de aquellos a quien él había mandado, cuando partió para ir a Aspendo, que pagasen a los peloponenses su sueldo, les había dado nada, y además no había noticia alguna de la vuelta de Tisafernes ni de los barcos que prometía traer de Fenicia; por el contrario, Filipo, que había ido con él, escribía a Míndaro, capitán de la armada, que no tuviese esperanza en los buques, y lo mismo había escrito un espartano llamado Hipócrates que estaba en Fasélide.
Por esta causa, siendo los soldados solicitados o sobornados, y apremiados por Farnabazo, el cual deseaba con el favor de la armada de los peloponenses hacer rebelar todas las villas que tenían los atenienses en su provincia, como lo había hecho Tisafernes, Míndaro, capitán de la armada, hizo liga con él, esperando que le iría mejor que con Tisafernes.
Para hacer esto más secretamente, antes que los atenienses que estaban en Samos lo supieran, con la mayor diligencia que pudo partió de Mileto con setenta y tres trirremes e hizo rumbo hacia el Helesponto, a donde aquel mismo verano habían ido otros doce, los cuales ejecutaron muchos asaltos y robos en una parte del Quersoneso.
Estando en el golfo de Quersoneso, sobrevino una tormenta que le obligó a acogerse a Icaria y allí estuvo esperando que la mar se sosegase para después ir a Quío.
En este tiempo Trasilo, que estaba en Samos, fue avisado de que Míndaro había partido de Mileto, e inmediatamente partió con cincuenta buques a toda vela para llegar el primero al Helesponto. Mas sabiendo después que la armada de los enemigos estaba en Quío, y pensando que se detendría allí algunos días para tomar provisiones, metió sus espías en la isla de Lesbos, y también en la tierra firme que está enfrente de la isla, para que los enemigos no pudiesen pasar sin ser de ello advertido; y él, con el resto de la armada fue a Metimna, donde hizo tomar harina y otras vituallas para ir de Lesbos a Quío si los enemigos se detuviesen allí algún tiempo.
También quería ir a la ciudad de Ereso para recobrarla si pudiese, porque se había rebelado contra los lesbios por intrigas de algunos desterrados de Metimna, que eran de los principales de la ciudad, los cuales, habiendo llamado de la ciudad de Cimas hasta cincuenta buenos hombres de sus amigos y aliados, y pagados trescientos soldados de tierra firme al mando de un ciudadano de Tebas que ellos habían escogido por la amistad y alianza que tenía con los tebanos, fueron por mar derechos a Metimna pensando entrar por fuerza; pero su empresa no tuvo efecto, porque habiendo entrado allí los atenienses que estaban en Mitilene de guarnición, acudieron súbitamente en socorro de los ciudadanos, y combatiendo contra estos desterrados les obligaron otra vez a salir de la ciudad de noche, yéndose a Ereso, donde hicieron por fuerza que les recibiesen y se rebelasen contra los mitilenos.
Llegado allí Trasilo con toda su armada, se preparaba para acometer la villa; por su parte Trasíbulo, que había sido avisado en Samos de la ida de los desterrados a Ereso, llegó también con cincuenta naves, y además habían ido otros dos buques que estaban en Metimna, reuniéndose en número de sesenta y siete, que llevaban gente e ingenios para tomar a Ereso.
En tanto que esto pasaba, Míndaro, con los buques peloponenses, habiendo hecho provisión de vituallas por espacio de dos días en Quío y recibido la paga de sus soldados, que les dieron los de la villa; es a saber, cuarenta y tres dracmas por cada uno, tres días después desplegó velas y por temor de encontrar los barcos que estaban en Ereso, salió a alta mar, dejando la isla de Lesbos a mano izquierda, y navegando cerca de tierra firme hasta llegar a la villa de Carterias, que está en tierra de Focea, donde comió con su gente.
Después de comer pasaron a lo largo de la tierra de Cimas y fueron a cenar a la villa de Arginusa, que está en tierra firme enfrente de Mitilene. Cuando hubieron cenado, navegaron la mayor parte de la noche, de tal manera que llegaron casi a mediodía a Armatonte, villa en tierra firme frente a Metimna, donde comieron apresuradamente.
Después de comer, pasando cerca de Lecteón, de Larisa y de Amáxito y de otros lugares de esta región, llegó a Reteón, donde comienza el Helesponto, casi a media noche, con parte de la armada, y la otra parte a Sigeón y a los otros puertos vecinos.
Los atenienses que estaban en Sesto con diez y ocho buques, viendo que sus atalayas les hacían señales con fuegos, y lo mismo otros muchos fuegos que hacían a la orilla de la mar, conocieron que los peloponenses habían entrado en el golfo de Helesponto, y embarcáronse aquella misma noche, dirigiéndose por el Quersoneso hacia Eleunte, pensando por esta vía evitar y desviarse de la armada de los enemigos y salir a alta mar; y en efecto, pasaron con tanta diligencia que los diez y seis buques que estaban en Abido no los vieron, aunque tenían orden de los otros peloponenses para que los atenienses no pasasen sin que ellos lo supieran.
Cuando apareció el alba, vieron los barcos de Míndaro, y sin pérdida de momento se pusieron en huida, no saliendo todos a alta mar, antes parte de ellos se refugiaron en tierra firme y algunos otros en Lemnos. Cuatro de ellos que quedaron de los últimos fueron presos cerca de Eleunte con las gentes que estaban dentro, porque encallaron junto al templo de Protesilao. También cogieron dos buques vacíos, porque los que estaban dentro se salvaron, y quemaron otro vacío, que también habían preso.
Hecho esto, y habiendo juntado, así de Abido como de otros lugares, hasta ochenta y seis trirremes, fueron derechos a Eleunte, pensando tomarla por la fuerza; mas viendo que no había esperanza de ello, se dirigieron a Abido.
En este tiempo los atenienses, pensando que la armada de los enemigos no podría pasar sin que lo supiesen, estaban siempre delante de Ereso, y hacían sus preparativos para atacar la muralla. Mas cuando supieron que los otros habían pasado abandonaron el cerco, se fueron con toda diligencia hacia el Helesponto para socorrer a sus gentes, y encontraron dos buques peloponenses que ha-bían seguido con demasiado empeño a los otros atenienses, los cuales tomaron.
Al día siguiente de mañana llegaron a Eleunte, donde recogieron los otros buques que habían escapado del encuentro de Imbros refugiándose allí, y por espacio de cinco días hicieron sus aprestos para el combate; después de lo cual libraron la batalla en la forma siguiente:


XV

La armada de los atenienses desfilaba en dos hileras y se extendía de la parte de Sesto hacia tierra firme. De la otra parte la de los peloponenses, viéndola venir, partió de Abido para encontrarla, y desde que se vieron, advirtiendo una y otra que les convenía combatir, se extendieron en la mar, a saber: los lacedemonios, que tenían sesenta y ocho trirremes, se ensancharon desde Abido hasta Dárdano. En la extrema derecha fueron los siracusanos, y a la izquierda, donde estaban los barcos más ligeros, la mandaba Míndaro.
Los atenienses se extendieron junto al Quersoneso, desde Ídaco hasta el país de los arrianos, contando entre todos noventa y seis trirremes, a cuya extrema izquierda estaba Trasilo, y a la derecha Trasíbulo, y los otros capitanes cada uno en el lugar que les fue dado.
Adelantáronse los peloponenses para combatir y aco-meter los primeros por encerrar con su extrema izquierda la derecha de los atenienses si podían, de tal manera que no se pudiesen ensanchar más en la mar, y que los otros buques que ocupaban el centro fuesen obligados a replegarse hacia tierra, que no estaba muy lejos.
Conociendo los atenienses que los enemigos los querían encerrar, les acometieron con grande ánimo, y ha-biendo tomado el largo de la mar, navegaban con más velocidad y presteza que los otros.
Por otra parte, su extrema izquierda había ya pasado el promontorio o cabo que llaman Cinosema, por lo cual los barcos que tenían en el centro de la batalla quedaron desamparados de los de las puntas, corriendo mayor peligro por tener allí los enemigos mayor número de buques, mejor armados y de más gente. Además el promontorio de Cinosema se extendía a lo largo dentro en la mar, de suerte que los que estaban en el golfo y seno de él, no veían nada de lo que se hacía fuera. Por esta causa, viendo los peloponenses a dichos barcos desamparados, de tal manera cargaron sobre ellos que los rechazaron hasta la tierra; y creyendo segura la victoria, saltaron en gran número en tierra para ir al alcance de los atenienses que no podían ser socorridos por su gente, es decir, por los que estaban a la extrema derecha con Trasíbulo, a causa de que los enemigos los apuraban mucho por ser en gran cantidad mayor que los suyos el número de barcos que ellos tenían.
Tampoco de los que estaban a la izquierda con Trasilo les protegían, porque no podían ver lo que éstos hacían, a causa del promontorio que estaba entre ellos, y también porque tenían harto que hacer resistiendo a los trirremes siracusanos y gran número de otros que los atacaban, hasta que los peloponenses, viendo suya la victoria, comenzaron a ponerse en desorden para seguir los buques de los enemigos cuando se apartaban.
Entonces Trasíbulo, viendo a sus enemigos desordenados, sin costear más con los que estaban delante de él, embistió con grande ánimo y esfuerzo contra ellos, de tal manera que los puso en huida; y hallando a los que le habían roto el centro de su línea de batalla, les infundió tan gran pavor que muchos de ellos, sin esperar más, empezaron a huir; visto lo cual por los siracusanos y los que estaban con ellos, a quienes tenía ya en grande aprieto Trasilo, hicieron lo mismo que los otros.
Toda la armada de los peloponenses se retiró de esta manera huyendo hacia el río Pidio, y de allí a Abido. Y aunque los atenienses no cogieron muchos barcos de los enemigos, la victoria les vino muy a punto, porque tenían gran temor a los peloponenses en el mar, a causa de las muchas pérdidas que habían sufrido en la guerra naval y en otros muchos lugares contra ellos, sobre todo aquella de Sicilia.
Después de esta victoria cesó el temor que tenían a los peloponenses en guerra marítima, y el miedo a la murmuración que había en su pueblo a causa de esto.
Los trirremes que cogieron a los enemigos fueron los siguientes: ocho de Quío, cinco de los corintios, dos de los ambraciotas y otros dos de los beocios. De los de Léucade, de Lacedemonia, de Siracusa y de Palene, de cada uno, uno; y de los suyos perdieron quince.
Después de la batalla recogieron los náufragos y los muertos, dando a los enemigos los suyos por acuerdo que hubo entre ellos, y levantando el trofeo en señal de victoria sobre el promontorio de Cinosema, enviaron un buque mercante para hacer saber a los atenienses este triunfo.
Los ciudadanos que estaban en gran desesperación a causa de los males que les habían sucedido, así en Eubea como en la misma ciudad con las sediciones, se tranquilizaron y tomaron en gran manera ánimo con esta noticia, esperando poder aún alcanzar la victoria contra sus enemigos, si sus negocios fuesen bien y con diligencia guiados.
Cuatro días después de aquella batalla, después de reparar con gran diligencia sus naves, que quedaron muy destrozadas en Sesto, partieron para ir a recobrar la ciudad de Cícico, que se había rebelado contra ellos, y por el camino vieron ocho navíos peloponenses en el puerto de Harpagión y de Príapo, que habían partido de Bizancio, a los que acometieron y capturaron.
De allí fueron a Cícico, la tomaron fácilmente por no tener murallas, y de los ciudadanos sacaron gran suma de dinero.
En este tiempo los peloponenses fueron de Abido a Eleánte, y tomaron de las naves que tenían allí de los enemigos las que hallaron enteras, porque los de la villa habían quemado gran cantidad. Además enviaron a Hi-pócrates y a Epicles a Eubea, para llevar otras que allí estaban.
En esta misma sazón Alcibíades partió de Cauno y de Fasélide con catorce barcos y vino a Samos, haciendo entender a los atenienses que allí estaban que él había sido causa de que los barcos fenicios no hubieran ido en ayuda de los peloponenses, habiendo atraído a Tisafernes a la amistad y confederación de los atenienses muchos más que antes.
Después, uniendo a los buques que llevaba otros nue-ve que halló allí, fue a Halicarnaso, de donde sacó gran cantidad de dinero, cercó la villa de muralla y volvió a Samos, casi en el principio del otoño.
Al saber Tisafernes que la armada de los peloponenses había partido de Mileto para ir al Helesponto, salió de Aspendo, dirigiéndose a Jonia.
Entretanto, estando los peloponenses ocupados en los negocios del Helesponto, los ciudadanos de Antandro (que es una villa de los eolios), tomaron consigo cierto número de soldados en Abido, los hicieron pasar por el monte Ida de noche, los metieron dentro de la villa y echaron de ella a los del persa Arsaces, el cual estaba allí como capitán, puesto por Tisafernes, y trataba mal a los de la ciudad. Además del mal trato, teníanle mucho miedo por la crueldad que había usado contra los habitantes de Delos; los cuales, cuando les echaron de la isla de Delos los atenienses, se refugiaron, por motivos de religión y amistad, en una villa cerca de Antandro, llamada Atramitión, y este Arsaces, que les tenía algún rencor disimuló el enojo y fingió con los más principales quererse servir de ellos en la guerra y darles sueldo. Por esta vía los hizo salir al campo un día, estando comiendo los cerco con su gente y mató a todos cruelmente a flechazos.
Por estas causas, y por no poder sufrir los tributos que les ponían, las gentes de Antandro echaron a los persas de la villa, y Tisafernes se sintió en gran manera ofendido, con tanto más motivo estándolo ya por lo que habían hecho los peloponenses en Mileto y en Cnido, expulsando de ambas poblaciones a los soldados del jefe persa. Y temiendo que le sucediese peor, y sobre todo que Farnabazo los recibiese a su sueldo y con su ayuda hiciese con menos gasto y en menos tiempo más efecto que había podido hacer él contra los atenienses, determinó ir al Helesponto para quejarse ante los peloponenses de los ultrajes que le habían sido hechos.
También iba por excusarse y descargarse de lo que le culpaban, principalmente en lo de las naves de los fenicios. Púsose en camino, y llegado a Éfeso, hizo su sacrificio en el templo de Ártemis.
En el invierno venidero, después de este verano, finaliza el año veintiuno de esta guerra.



[1] El nombre de Alcibíades era lacedemonio y así se llamó el padre de Endio. Uno de los abuelos del célebre Alcibíades lo adoptó por amistad con un lacedemonio que así se llamaba y que era un huésped suyo.
[2] Dos familias sacerdotales. Los eumólpidas descendían del tracio Eumolpo, que fundó misterios y ritos; y los cérices de Cérix, que se consideraba hijo de Hermes.
[3] El Senado o Consejo de los Quinientos, que se llamaba también el alto Senado, nombrábanle Senado del haba, porque los miembros de este consejo eran elegidos con habas. Los nombres de los candidatos se depositaban en una urna, y las habas negras y blancas en otra. A medida que se sacaba un nombre se sacaba también un haba, y aquél cuyo nombre salía al mismo tiempo que un haba blanca era senador.
[4] Hacía noventa y ocho años de la expulsión de Hipias, ocurrida el tercer año de la 67ª Olimpiada (510 a.C.)
[5] Los atenienses, muy adictos a la democracia, eran, sin embargo, perezosos para acudir a las asambleas. Por ello, aunque la república contaba más de veinte mil ciudadanos, dice Tucídides que jamás se habían reunido en número de cinco mil. Esta indolencia favorecía a los intrigantes, llamados demagogos, agitadores del pueblo.
[6] El decreto de ostracismo o de destierro no infamaba al desterrado. Dictábase para alejar del territorio de la república a los hombres que por la fama de sus virtudes o de su talento podían perjudicar a la igualdad democrática y ejercer sobre sus conciudadanos una superioridad peligrosa. Cuando Hipérbolo fue condenado a ostracismo, el ostracismo se envileció y cayó en desuso.
[7] Pnix, sitio próximo a la ciudadela. Después de todas las reformas hechas para embellecer a Atenas, el Pnix conservó su antigua sencillez.
[8] Había mil nomotetas, elegidos por su suerte entre los que desempeñaron antes cargo de juez. Aunque el nombre de nomoteta parece significar legislador, es preciso entenderlo en el sentido de examinador de las leyes, porque no se podían hacer leyes sino con la aprobación del Senado y la confirmación del pueblo. Los nomotetas examinaban las leyes antiguas, y si las encontraban inútiles o perjudiciales, procuraban hacerlas abrogar por medio de un plebiscito.
[9] Los atenienses tenía arqueros de Escitia, que sabían muy mal la lengua griega. Esta ignorancia era muy útil a los designios de Aristarco. Imposible le hubiera sido contar con tropas griegas que comprendiesen sus proyectos y supieran el estado de los asuntos públicos de Atenas.

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