LIBRO octavo
I
Cuando
llegó a Atenas la noticia de aquel fracaso, no hubo casi nadie que lo pudiese
creer; ni aun después que los que habían escapado y llegaron allí lo
testificaron, porque les parecía imposible que tan gran ejército fuese tan
pronto aniquilado. Mas después que la verdad fue sabida, el pueblo comenzó a
enojarse en gran manera contra los oradores que le habían persuadido para que se
realizase aquella empresa, como si él mismo no lo hubiera deliberado, y también
contra los agoreros y adivinos que le habían dado a entender que esta jornada
sería venturosa y que sojuzgarían a toda Sicilia.
Además
del pesar y enojo que tenían por esta pérdida, abrigaban gran temor porque se
veían privados, así en público como en particular, de una gran parte de buenos combatientes
de a pie como de a caballo, y la mayor parte de los mejores hombres y más
jóvenes que tenían.
Tampoco
poseían más naves en sus atarazanas, ni dinero en su tesoro, ni marineros, ni
obreros para hacer nuevos buques, siendo total su desesperación de poder
salvarse, porque pensaban que la armada de los enemigos vendría derechamente a
abordar al puerto de Pireo, habiendo alcanzado gran victoria, y viendo sus
fuerzas dobladas con los amigos y aliados de los atenienses, muchos de los
cuales se habían pasado a los enemigos.
Por
todo esto los atenienses no esperaban sino que los peloponenses los acometerían
por mar y por tierra. Mas ni por eso opinaron mostrarse de poco corazón ni
dejar su empresa, sino antes reunir los más barcos que de todas partes
pudiesen, y haciendo esto por todas vías, allegar dinero y madera para
construir naves, y además asegurar su amistad con los aliados, especialmente
con los de Eubea.
Determinaron
también suprimir y ahorrar el gasto que en las cosas de mantenimientos había en
la ciudad; y crear y elegir un nuevo consejo de los más ancianos con autoridad
y encargo de proveer en todas las cosas sobre todos los otros en lo tocante a
la guerra; resueltos como estaban a hacer todo cuanto pudiera remediar su situación,
como comúnmente vemos hacer a un pueblo en alarma, y poner en ejecución lo que
estaba determinado y deliberado.
Entretanto,
acabó aquel verano.
En el invierno siguiente, casi todos los griegos comenzaron
a cambiar de opiniones por la gran pérdida que habían sufrido los atenienses en
Sicilia. Los que habían sido neutrales en esta guerra opinaban que no debían perseverar
más en aquella neutralidad, sino seguir el partido de los peloponenses, aunque éstos
no lo solicitaran, porque consideraban con justo motivo que si los atenienses
llegasen a alcanzar la victoria en Sicilia, hubieran venido contra ellos. Y por
otra parte, también les parecía que lo restante de la guerra acabaría pronto, y
que de esta manera les honraría grandemente ser partícipes de la victoria.
Respecto
a los que ya estaban declarados por los lacedemonios, se ofrecían con más
entusiasmo que antes, esperando que la victoria los pondría fuera de todo daño
y peligro. Los que eran súbditos de los atenienses estaban más determinados a
rebelarse y hacerles más mal que sus fuerzas permitían; tanta era la ira y mala
voluntad que contra ellos tenían. Y también porque ninguna razón bastaba a
darles a entender que los atenienses pudiesen escapar de ser completamente
desbaratados y destruidos en el verano siguiente.
Por
todas estas cosas la ciudad de Lacedemonia tenía grande esperanza de alcanzar
la victoria contra los atenienses, y especialmente por creer que los
sicilianos, siendo sus aliados y teniendo tan gran número de barcos, así suyos
como de los que habían tomado a los atenienses, vendrían a la primavera en su
ayuda. Alentados de esta manera por las noticias que de todas partes recibían,
determinaron prepararse sin tardanza a la guerra, haciéndose cuenta de que si
esta vez alcanzaban la victoria, para siempre estarían en seguridad y fuera de
todo peligro; que por el contrario, hubiera sido grande para ellos si los
atenienses conquistaran a Sicilia, pues bien claro estaba que de sojuzgarla, se
hubieran hecho señores de toda la Grecia.
Siguiendo,
pues, esta determinación, Agis, rey de los lacedemonios, partió aquel mismo
invierno de Decélea, y fue por mar por las ciudades de los aliados y confederados
para inducirles a que contribuyesen con dinero destinado a hacer barcos nuevos,
y pasando por el golfo Meliaco hizo allí una gran presa por causa de la antigua
enemistad que los lacedemonios tenían con ellos, presa que Agis convirtió en
dinero.
Hecho
esto, obligó a los aqueos, a los de Ftía y otros pueblos comarcanos sujetos a
los tesalios, a que diesen una buena suma de moneda y cierto número de rehenes mal su grado, porque le eran
sospechosos. Los rehenes los envió a Corinto.
Los
lacedemonios ordenaron que entre ellos y sus aliados hicieran cien galeras y
cada uno a prorrata pagase su parte del gasto; ellos veinticinco, los beocios
otras tantas, los focios, locros y corintios, treinta; y los de Arcadia,
peloponenses, sicionios, megarenses, trecenios, epidauros y hermioneses,
veinte. En lo demás hacían provisión de todas las otras cosas con intención de
comenzar la guerra al empezar el verano.
Por
su parte los atenienses aquel mismo invierno, como lo habían deliberado,
pusieron toda diligencia en hacer y proveerse de barcos, y los particulares,
que tenían materiales a propósito para ellos, los daban sin dificultad alguna.
También fortificaron con muralla su puerto de Sunión para que las naves que les
trajesen vituallas pudiesen ir con seguridad y abandonaron los parapetos y
fuertes que habían hecho en Laconia cuando fueron a Sicilia.
En
lo restante, procuraron ahorrar gasto en todo lo que les parecía que sin ello
se podían bien pasar. Pero sobre todas las cosas ponían diligencia en evitar
que sus súbditos y aliados se rebelaran.
II
Mientras
estas cosas se hacían de una parte y de otra, apresuraron lo necesario, como si
la guerra hubiera de comenzar al momento, los eubeos antes que todos los otros
aliados de los atenienses, enviaron mensajeros a Agis diciéndole que querían
unirse a los lacedemonios.
Agis
los recibió benignamente y mandó que fuesen ante él dos de los principales hombres
de lacedemonia para enviarlos a Eubea. Estos eran Alcámenes, hijo de
Esteneledas, y Melanto, los cuales fueron llevando consigo cuatrocientos
libertos o emancipados de esclavitud.
Los
lesbios, que también deseaban rebelarse, enviaron igualmente a pedir a Agis
gente de guarda para ponerla en su ciudad, y Agis, a persuasión de los beocios,
se las otorgó, suspendiendo entretanto la empresa de Eubea y ordenando a
Alcámenes que debía ir allá, fuese a Lesbos con veinte naves, de las cuales
Agis abasteció diez y los beocios otras diez.
Todo
esto lo hizo Agis sin decir cosa alguna a los lacedemonios, porque tenía el
poder y autoridad de enviar gente a donde él quisiese, y de reclutarla también,
y de cobrar el dinero y emplearlo según juzgase necesario todo el tiempo que
estuviese en Decélea, durante cuyo tiempo todos los aliados le obedecían, en
parte más que a los gobernadores de la ciudad de Lacedemonia, porque como tenía
la armada a su voluntad, la mandaba ir donde él quería. Por ello se concertó
con los lesbios, según se ha dicho.
Por
su parte, los de Quío y los de Eritrea, que asimismo querían rebelarse contra
los atenienses, hicieron un tratado con los gobernadores y consejeros de la ciudad de
Lacedemonia sin saberlo Agis; con ellos fue a la misma ciudad Tisafernes, que
era gobernador de la provincia inferior por el rey Darío, hijo de Artajerjes.
Andaba Tisafernes solicitando a los peloponenses para que hiciesen la guerra
contra los atenienses y les prometía proveerles de dinero, de lo cual él tenía
buena suma, a causa de que por mandato del rey su señor, poco tiempo antes
había cobrado un tributo de su provincia, con intención de emplear el dinero
del mismo contra los atenienses, a quienes tenía odio y enemistad porque no
permitieron que pagaran el tributo las ciudades griegas de la provincia y
porque sabía que eran los que le habían impedido que la Grecia le fuese
tributaria. Parecíale a Tisafernes que más fácilmente cobraría el tributo si
viesen que le quería emplear contra los atenienses, y también que de esta
manera lograría la amistad entre los lacedemonios y el rey Darío. Por este
camino esperaba además apoderarse de Amorges, hijo bastardo de Pisutnes, el
cual, siendo por el rey gobernador de la tierra de Caria, se había rebelado
contra él, y recibió orden Tisafernes de hacer lo posible para cogerle vivo o
muerto. Sobre esto, Tisafernes se había concertado con los de Quío.
En
estas circunstancias, Calígito hijo de Laofonte de Mégara, y Timágoras, hijo de
Atenágoras, un ciciquense, ambos desterrados de sus ciudades, fueron a Lacedemonia
de parte de Farnabazo, hijo de Farnaces, que los envió de su tierra con objeto de
demandar a los lacedemonios barcos y llevarlos al Helesponto, ofreciéndoles ha-cer
todo lo posible para ganar las ciudades de su provincia, que estaban por los
atenienses, y deseando también por esta vía hacer amistad entre el rey Darío,
su señor, y ellos.
Al
saberse estas demandas y ofrecimientos de Farnabazo y Tisafernes en Lacedemonia,
sin que los que hacían la una supiesen nada de la otra, hubo discordia entre
los lacedemonios; porque unos eran de opinión que primeramente se debían enviar
los barcos a Jonia y Quío, y otros opinaban que se enviasen al Helesponto; finalmente,
el mayor número fue de opinión que se debía primero aceptar el partido de Quío
y de Tisafernes, en especial por la persuasión de Alcibíades, el cual habitaba
a la sazón en la casa de Endio, que aquel año era tribuno del pueblo y su padre
también había habitado allí, por razón de lo cual se llamaba Endio, y también
por sobrenombre Alcibíades.[1]
Pero
antes de que los lacedemonios enviasen sus barcos a Quío, ordenaron a uno que
era vecino de aquella ciudad, nombrado Frinis, que fuese a espiar y ver si tenían
tan gran número de naves como daban a entender; y también si su ciudad era tan
rica y tan poderosa como decía la fama. Volvió Frinis, y dándoles cuenta de que
todo era conforme a lo que la fama pública aseguraba, hicieron en seguida
alianza y confederación con los de Quío y eritreos, y ordenaron enviar cuarenta
trirremes para reunirlos con otros sesenta que los de Quío decían tener, de los
cuales habían de enviar al principio cuarenta y después otros diez con
Melácridas, su capitán de mar, y en vez de éste eligieron después a Calcídeo,
porque Melácridas murió. De diez naves que había de llevar Calcídeo, no llevó
más que cinco.
Mientras
esto pasaba se acabó el invierno, que fue el decimonono año de la guerra que
Tucídides escribió.
Al
comienzo de la primavera, los de Quío pidieron a los lacedemonios que les
enviasen los barcos que les ha-bían prometido, porque temían mucho que los
atenienses fuesen avisados de los tratos que tenían con ellos, y de los cuales
ninguna cosa habían sabido hasta entonces. Por esta causa enviaron tres
ciudadanos a los de Corinto para avisarles que debían pasar por el istmo todos
los barcos, así los que Agis había dispuesto para enviar a Lesbos, como los
otros de la mar a donde ellos estaban y encaminarlos a Quío, cuyos barcos eran
cuarenta y nueve. Pero porque Calígito y Timágoras no quisieron ir en aquel
viaje, los embajadores de Farnabazo tampoco quisieron dar el dinero que les
había enviado para pagar la armada, que montaba a veinticinco talentos,
deliberando hacer con aquel dinero otra armada y con ella ir a donde tenían
determinado.
Cuando
Agis supo que los lacedemonios habían deliberado enviar primero los barcos a
Quío no quiso ir contra su determinación, y los aliados, habiendo celebrando
consejo en Corinto, opinaron también que Calcídeo fuera primero a Quío, el cual
había armado cinco trirremes en Laconia y tres Alcámenes, a quien Agis había
escogido por capitán para ir a Lesbos, y finalmente que Clearco, hijo de
Ramfias, fuese al Helesponto. Mas ante todas cosas ordenaron que la mitad de
sus buques pasaran con toda diligencia el istmo antes que los atenienses lo supiesen,
temiéndose que éstos diesen sobre ellos y sobre los otros que pasasen después.
En la otra mar, los trirremes de los peloponenses irían descubiertamente sin
ningún temor de los atenienses, porque no veían ni sabían que tuviesen ninguna
armada en parte alguna que fuese bastante para combatirles.
III
Conforme
a esta determinación, los que lo tenían a cargo transportaron veintiún
trirremes por el istmo de Corinto y aunque hicieron grande instancia a los
corintios para que pasasen con ellos, no lo quisieron hacer porque la fiesta
que ellos llaman Ístmica se acercaba y querían celebrarla antes de su partida.
Agis consintió en que no quebrantaran el juramento que habían hecho de treguas
con los atenienses hasta después de pasada aquella fiesta, ofreciéndoles tomar
bajo su responsabilidad y nombre la expedición; mas ellos no quisieron acceder,
y entretanto que debatían sobre esto, advertidos los atenienses de los
conciertos que hacían los de Quío con sus contrarios, enviaron uno de sus
ministros, llamado Aristócrates, para darles a entender que obraban mal. Porque
ellos negaban el hecho, les mandó que enviasen sus naves a Atenas, según
estaban obligados por virtud del tratado de alianza, lo cual no osaron rehusar
y mandaron allá siete trirremes. De esto fueron autores algunos que nada sabían
del otro tratado y los que lo sabían temían les sobreviniera daño si lo
declaraban al pueblo hasta tanto que tuviesen poder y fuerzas para resistir a
los atenienses si quisieran rebelarse contra ellos, no teniendo ya esperanza en
que los peloponenses fueran a ayudarles, puesto que tanto tardaban.
Entretanto,
acabaron los juegos y solemnidades de la Fiesta Ístmica, en la cual se hallaron
los atenienses, porque tenían salvoconducto para ir a ella, y allí, más claramente,
entendieron cómo los de Quío trataban de rebelarse contra ellos.
Por
causa de estas noticias, cuando volvieron a Atenas aparejaron sus trirremes
para guardar la mar de los enemigos y que no pudiesen partir de Cencreas sin
que ellos lo supiesen.
Después
de la fiesta enviaron allá veintiún barcos para que se encontrasen con los
otros veintiuno que Alcámenes había llevado de los peloponenses, y cuando estuvieron
a la vista, procuraron traer a los contrarios mar adentro, fingiendo que se
retiraban, pero los peloponenses, después de seguirles un poco al alcance, se
volvieron atrás, viendo lo cual los atenienses también se retiraron, porque no
se fiaban nada de los siete buques que llevaban de Quío en compañía de los
veintiún trirremes. Mas como después recibieron otra ayuda de treinta y siete
trirremes, siguieron a los enemigos hasta un puerto desierto y desechado que
está en los extremos y fin de la tierra de los epidauros, que ellos llaman
Pirea, dentro de cuyo puerto se habían refugiado todos los barcos peloponenses,
salvo uno que se perdió en alta mar.
En
este puerto fueron los atenienses a darles caza por mar, y también pusieron en
tierra una parte de sus gentes, de manera que les hicieron gran daño, les
destrozaron bastantes trirremes y mataron muchos tripulantes, entre ellos a
Alcámenes. También ellos sufrieron algunas pérdidas.
Los
atenienses se retiraron y, por dejar cercados a los enemigos, dejaron el número
de gente que les pareció en una isla pequeña cerca de allí, donde acamparon y
enviaron a toda prisa un barco mercante a los atenienses para que les enviasen
socorro.
Al
día siguiente acudieron en ayuda de los peloponenses los barcos de los
corintios, y tras ellos los de los otros aliados y confederados, los cuales,
viendo que les sería muy difícil defenderse en aquel desierto lugar, estaban en
gran confusión y trataron primero de quemar sus naves, mas después resolvieron
sacarlas a tierra y que desembarcaran sus gentes para guardarlas hasta que viesen
oportunidad de salvarlas. Advertido de esto Agis, les envió un ciudadano de
Esparta llamado Termón.
Los
lacedemonios sabían ya la partida de los buques del estrecho, porque los
tribunos del pueblo ordenaron a Alcámenes que les avisara cuando partiera; por
esto enviaron con toda diligencia otros cinco trirremes con el capitán Calcídeo
que acompañaba a Alcibíades. Pero al saber después que su gente y sus barcos
habían huido, se asustaron y perdieron ánimo, porque la primera empresa de
guerra que intentaban en el mar de Jonia tuviera tan mala fortuna.
Determinaron, pues, no enviar de su tierra más armada y mandar retirarse la que
primero habían enviado.
Alcibíades
persuadió otra vez a Endio para que no abandonasen los lacedemonios la empresa
de enviar aquella armada a Quío, porque podría arribar allí antes que los
griegos fuesen avisados del mal éxito de los otros barcos, y asegurando que si
él mismo iba a Jonia, lograría fácilmente hacer rebelar y amotinar las ciudades
que tenían el partido de los atenienses, dándoles a entender la flaqueza y
abatimiento de éstos y el poder y fuerzas de los lacedemonios en lo que habían
emprendido. Y a la verdad, Alcibíades tenía gran crédito con ellos.
Además
de esto, Alcibíades daba a entender, a Endio particularmente, que sería glorioso
para ellos y honroso para él ser causa de que la tierra de Jonia se rebelase contra
los atenienses y en favor de los lacedemonios, y que por esta razón llegaría
Endio a ser igual a Agis, rey de los lacedemonios, porque habría hecho esto sin
ayuda ni consejo de Agis, al cual Endio era contrario. Y de tal manera
persuadió Alcibíades a Endio y a los otros tribunos, que le dieron el mando de
cinco trirremes, juntamente con el lacedemonio Calcídeo, para ir a aquella parte
de Quío, cosa que en breve tiempo hicieron.
Aconteció
que al mismo tiempo, volviendo Gilipo después de la victoria de Sicilia a
Grecia con diez y seis trirremes peloponenses, encontró cerca de Léucade veintisiete
de los atenienses, de los cuales era capitán Hipocles, hijo de Menipo, que allí
había sido enviado para encontrar y destrozar los navíos que venían de Sicilia,
el cuál les infundió gran temor y miedo. Mas al fin se le escaparon todos, salvo
uno, y fueron a salir a Corinto.
Entretanto
Calcídeo y Alcibíades, siguiendo su empresa tomaban todos los buques que
encontraban de cual-quier clase que fueran para que de su viaje no dieran aviso,
y después los dejaban ir, antes de llegar al lugar de Corcira, que está en
tierra firme. Y habiendo comunicado con algunos de los de Quío que estaban en
la conspiración les avisaron que no hablasen a persona alguna, lo cual hicieron
y secretamente arribaron a la ciudad de Quío antes que ninguno lo supiese.
Muy
maravillados y asustados los ciudadanos por aquella llegada, fueron por algunos
persuadidos de que se reuniesen en consejo en la ciudad para dar audiencia a
los que allí habían arribado y oír lo que les querían decir. Así lo hicieron, y
Calcídeo y Alcibíades les declararon que tras ellos iba gran número de naves
peloponenses, sin hacerles mención de las que estaban cercadas en Pirea.
Sabido
esto por los de Quío, hicieron alianza con los lacedemonios y apartáronse de la
de los atenienses, y lo mismo aconsejaron hacer después de esto a los eritreos,
y también a los clazomenios, los cuales, todos sin dilación, pasaron a tierra
firme y fundaron allí una pequeña villa para que, si iban a atacarles en la
isla, tener algún lugar para retirarse.
En
efecto, todos los que se habían rebelado procuraban fortificar sus murallas y abastecerse
de todas las cosas para resistir a los atenienses si iban a acometerles.
Cuando
los atenienses supieron la rebelión de los de Quío, tuvieron gran temor de que
los otros confederados, viendo aquella tan grande y poderosa ciudad rebelada,
no hiciesen lo mismo. Por esta causa, no obstante haber depositado mil talentos
para los cien trirremes de que arriba hablamos y hecho un decreto para que
ninguno pudiese hablar ni proponer bajo graves penas cosa alguna para que a
ellos se tocase en todo el tiempo que durase la guerra, por el temor que les
inspiró aquel suceso revocaron su decreto y mandaron que se tomase gran suma de
aquel dinero, con la cual aparejarían gran número de barcos, y de los que
estaban en Pirea mandaron partir ocho al mando de Estrombíquides, hijo de Diotimo, para seguir a los que
Calcídeo y Alcibíades llevaban, y no los pudieron alcanzar porque estaban ya de
vuelta.
Pasado
esto enviaron para aquel mismo efecto otros doce buques al mando de Trasicles,
los cuales también se habían apartado de los que estaban en Pirea, porque
cuando supieron la rebelión de los de Quío se apoderaron de los siete barcos
que tenían suyos en Pirea, y a los esclavos que estaban en ellos les dieron
libertad y los ciudadanos que los tripulaban quedaron prisioneros. En lugar de
los que habían desamparado el cerco fueron enviados otros, abastecidos de todo
lo necesario, y tenían acordado armar otros treinta buques además de éstos. En
lo cual pusieron gran diligencia, porque les parecía que ninguna cosa era
bastante para recobrar a Quío.
Estrombíquides
con los ocho barcos se fue a Samos, donde tomando otro que allí halló, se
dirigió a Teos y rogó a los ciudadanos que fuesen constantes y firmes, y no
hiciesen novedad alguna. Pero a este mismo lugar acudió Calcídeo, yendo de Quío
con veintitrés naves y gran número de gentes de a pie que traía así de Eritrea
como de Clazómena. Al saberlo Estrombíquides partió de Teos, y habiendo entrado
en alta mar, al ver tan gran número de trirremes se retiró a Samos, donde se
salvó, aunque los otros le dieron caza.
Viendo
esto los teios, aunque al comienzo rehusaron tener guarnición en su ciudad, la
recibieron después que Estrombíquides huyó y pusieron gentes de a pie de guarnición
eritreos y clazomenios, los cuales, habiendo sabido algunos días antes la
vuelta de Calcídeo que había seguido a Estrombíquides, y viendo que éste no
volvía, derribaron los muros de la villa que los atenienses habían hecho por la
parte de tierra firme, destruyéndolos con ayuda y a persuasión de algunos
bárbaros que, durante esto, allí fueron al mando de Estages, lugarteniente de
Tisafernes.
En
este tiempo Calcídeo y Alcibíades, habiendo dado caza a Estrombíquides hasta el
puerto de Samos, regresaron a Quío y allí dejaron sus marineros y guarnición, a
los cuales armaron como soldados, y pusieron en lugar de ellos dentro de las
naves gentes de aquella tierra. También armaron otros veinte buques y se fueron
a Mileto, pensando hacer rebelar la ciudad, porque Alcibíades, que tenía grande
amistad con muchos de los principales ciudadanos de ella, quería hacer esto
antes que los barcos de los peloponenses que allá se enviaban para este efecto
llegasen, y ganar esta honra tanto para sí como para Calcídeo y los de Quío que
en su compañía iban, y aun también para Endio, que había sido el autor de su
viaje. Deseaba, pues, que por su causa se rebelasen y amotinasen muchas
ciudades del partido de los atenienses.
Navegando
muy de prisa y lo más secretamente que pudieron, arribaron a Mileto poco antes
que Estrombíquides y Trasicles, que allí habían sido enviados por los
atenienses con doce trirremes, y apresuradamente hicieron que la ciudad
siguiese su partido.
Poco
después arribaron diez y nueve buques de los atenienses que seguían tras
aquéllos, los cuales, no siendo recibidos por los de Mileto, se retiraron a una
isla allí cercana, llamada Lada.
Después
de la rebelión de Mileto fue hecha por Tisafernes y Calcídeo la primera alianza
entre el rey Darío y los lacedemonios y sus aliados en esta forma:
Que
las ciudades, tierras, reinos y señoríos que los atenienses tenían se tomasen
para el rey y para los lacedemonios juntamente, cuidando que ninguna cosa de
ellas quedara en provecho de los atenienses.
Que
el rey y los lacedemonios con sus aliados hiciesen la guerra comúnmente contra
los atenienses, y que el uno no pudiese hacer la paz con ellos sin el otro.
Y
que si algunos de los súbditos del rey se rebelasen, los lacedemonios y sus
aliados los tuviesen por enemigos y de igual modo si los súbditos de los
lacedemonios o sus aliados se rebelasen y amotinasen, los tuviese el rey por
enemigos.
Y
esta fue la forma de la alianza entre ellos.
IV
Los de
Quío armaron otros diez navíos, con los cuales se pusieron en camino para ir a
la ciudad de Aneas, así para saber lo que había hecho la ciudad de Mileto, como
para inducir a las otras ciudades que eran del partido de los atenienses a que
lo dejasen. Pero siendo advertidos por Calcídeo de que Amorges iba contra su
ciudad con gran ejército por tierra, regresaron hasta el templo de Zeus, desde
el cual vieron ir diez y seis trirremes atenienses que Diomedonte llevaba;
quien había sido enviado de Atenas después que Trasides, y conociendo que eran
buques atenienses, una parte de los de Quío se fueron a Éfeso y los otros a Teos.
De
estos diez buques los atenienses tomaron cuatro, pero después que los que
estaban dentro habían saltado en tierra, los otros se salvaron en el puerto de
Teos.
Los
atenienses fueron a Samos, mas no por eso los de Quío, habiendo reunido los
otros barcos que escaparon, y también cierto número de gente de a pie, dejaron
de inducir a la ciudad de Lesbos a que dejase el partido de los atenienses, y
después a la de Heras. Hecho esto se retiraron con sus naves y gente de a pie a
sus casas.
Los
diez y seis trirremes de los peloponenses que estaban cercados por otros tantos
atenienses en Pirea, salieron súbitamente sobre éstos y los desbarataron y
vencieron, de tal manera que capturaron cuatro de ellos.
Después
se fueron al puerto de Cencreas, a donde proveyeron sus barcos para desde allí
ir a Quío y a Jonia, a las órdenes de Astíoco, que los lacedemonios les enviaron,
al cual habían dado el mando de toda la armada.
Cuando la gente de a pie que estaba en Teos partió, llegó
Tisafernes, y haciendo derribar lo que quedaba de los muros de los atenienses,
se fue.
Poco después llegó allí Diomedonte con veinte trirremes
atenienses, e hizo tanto con los de la ciudad que se avinieron a recibirle, mas
ningún día se detuvo allí, yendo a Heras con propósito de tomarla por fuerza,
lo que no pudo hacer y por esto se volvió.
Entretanto, el pueblo y la comunidad de Samos se puso en
armas contra los principales, teniendo consigo en ayuda a los atenienses que
habían ido a tomar puerto con tres barcos; mataron doscientos de los más principales
y a los otros doscientos los desterraron, confiscando los bienes, así de los
muertos como de los desterrados, los cuales repartieron entre sí. Con
consentimiento de los atenienses, después que les prometieron perseverar en su
amistad, se pusieron en libertad, y ellos mismos se gobernaban sin dar a los
desterrados, cuyos bienes tenían, cosa alguna para su alimento, antes y
expresamente prohibieron que ninguno pudiese tomar ninguna tierra ni casa de
ellos en arrendamiento, ni tampoco dársela.
Mientras
esto pasaba, los de Quío, que habían determinado declararse contra los
atenienses por cuantos medios podían, no cesaban con todas sus fuerzas, sin
ayuda de los peloponenses, de solicitar y tener negociaciones con las otras
ciudades del partido de los atenienses para apartarlas de él. Lo cual hacían
por muchas causas, y la principal para atraer más gente a participar del mismo
peligro en que ellos estaban. Con este propósito armaron trece naves, con las
cuales fueron contra Lesbos, siguiendo la orden que los lacedemonios habían
dado, conforme a la cual se había dicho que la segunda navegación y guerra
naval se haría en Lesbos y la tercera en el Helesponto; pero la gente de a pie
que allí había ido, así peloponenses como otros a ellos cercanos, fueron a Clazómena
y a Cumas, capitaneándola el espartano Evalas. Diníadas tenía el mando de los
buques, y con esta armada fueron los de Quío primeramente a Metimna y la hicieron
rebelar. Y dejando allí cuatro buques se dirigieron a Mitilene con los otros
que les quedaban, consiguiendo también que se rebelara.
Astíoco,
jefe de la flota de los lacedemonios, partió a Cencreas con tres buques, vino a
Quío y estuvo allí tres días, donde supo que habían arribado a Lesbos Leonte y
Diomedonte con veinticinco barcos atenienses.
Sabido
de cierto, partió aquel mismo día por la tarde con un solo barco de Quío para
ir hacia aquella parte y ver si podría dar algún socorro a los mitilenos, y
aquella noche fue a Pirra y al día siguiente a Eresos, donde supo que los
atenienses en el primer combate habían tomado la ciudad de Mitilene de esta
manera:
De
pronto, y antes de que pudieran apercibirse, llegaron al puerto, donde
capturaron los barcos de los de Quío que allí hallaron. Seguidamente saltaron a
tierra, batiendo a los de la villa que acudieron en su defensa y tomándola por
fuerza.
Sabida,
pues, esta nueva por Astíoco, desistió de ir a Mitilene, y con los barcos de
los eresios y tres de los de Quío, de los que habían sido capturados por los
atenienses en Metimna con Eubolo su capitán, y después en la toma de Mitilene
lograron escaparse, partió a Eresa. Después que hubo puesto buena guarnición en
ella, envió por tierra a Antisa la gente de guerra que había dentro de sus barcos,
al mando de Eteónico, y él con sus naves y tres de las de Quío se dirigió por
el mismo rumbo con esperanza de que los mitilenos, viendo su armada, cobrarían
ánimo para perseverar en su rebelión contra los atenienses. Pero viendo que
todos sus propósitos resultaban al revés en la isla de Lesbos, volvió a
embarcar la gente que había echado a tierra y regresó a Quío, donde repartió la
gente que tenía así de la mar como de tierra, alojándolos en las villas y
lugares hasta que fueran al He-lesponto.
Poco
después llegaron allí seis barcos de los aliados de los peloponenses, de los
que estaban en Cencreas.
Por
su parte los atenienses, habiendo ordenado las cosas de Lesbos, fueron a la
nueva ciudad que los clazomenios habían edificado en tierra firme y la batieron
y arrasaron del todo, y los ciudadanos que se hallaban dentro volvieron a la
antigua ciudad en la isla, excepto los que habían sido autores de la rebelión,
que huyeron a Dáfnunte. Por este hecho de armas volvió Clazómena otra vez a la
obediencia de los atenienses.
En
este mismo verano, los veinte trirremes atenienses que se habían quedado en la
isla de Lada, cerca de Mileto, echando sus tripulantes a tierra, acometieron a
la villa de Panormo, que está en el término de los milesios, y en el combate
fue muerto Calcídeo, capitán de los lacedemonios, el cual había acudido con
pocas tropas para socorrer la villa.
Hecho
esto se fueron y al tercer día hicieron un fuerte que los milesios derribaron
después, diciendo que no debían hacer ninguna fortificación en lugar que ellos
no hubiesen tomado por fuerza.
Por
su parte Leonte y Diomedonte, con los buques que tenían en Lesbos, partieron de
allí y fueron a las islas más cercanas a Quío; haciéndoles de allí guerra a los
de Quío por mar y por tierra con las tropas de a pie bien armadas que habían
hecho organizar a los de Lesbos, según el concierto que con ellos hicieron.
De
esta manera recuperaron las ciudades de Cardamila y de Bolisco y las otras
cercanas a la tierra de Quío, obligándolas a volver a su obediencia, mayormente
después que derrotaron y vencieron a los de Quío en tres batallas que contra
ellos libraron; la primera delante de la ciudad de Bolisco; la segunda delante
de Fanas, y la tercera delante de Leuconión. Después de esta última no osaron
salir más de su ciudad.
Por
esta causa los atenienses quedaron dueños del campo y destruyeron y robaron
toda aquella rica tierra que no había padecido ningún daño de guerra después de
la de los medos.
Eran sus habitantes los más venturosos de cuantos yo haya
conocido, y conforme su ciudad crecía y se aumentaba en riquezas, trabajaban
para hacer en todo las cosas más magníficas y resplandecientes. Jamás
pretendieron rebelarse contra los atenienses hasta que vieron que otras muchas
ciudades poderosas y notables se habían metido en el mismo peligro y que los negocios
de los atenienses iban tan de caída después de la pérdida que sufrieron en
Sicilia, que ellos mismos tenían su estado casi por perdido.
Si en esto incurrieron en error los de Quío, como suele
ocurrir en las cosas humanas, lo mismo sucedió a otras muchas personas
poderosas y sabias, las cuales tenían por cierto que el Estado e Imperio de los
atenienses en breve tiempo desaparecería.
Viéndose, pues, los de Quío apremiados por mar y tierra,
hubo algunos en la ciudad que trataron de entregarla a los atenienses.
Advertidos de ello los principales habitantes, ninguna demostración quisieron
hacer, llamando a Astíoco que estaba en Eritrea para que fuese con cuatro
barcos que tenía, consultando con él la manera más suave de apaciguar los
ánimos, tomando rehenes, o por otro medio que mejor le pareciese.
De esta manera estaban los negocios en Quío.
V
Casi al fin de este mismo verano, mil quinientos hombres
bien armados, atenienses, y mil argivos, la mitad bien armados y la mitad a la
ligera y otros tantos de sus amigos y aliados, juntamente con cuarenta y ocho
naves, aunque había entre ellas algunas barcas para llevar gente, siendo
capitanes Frínico, Onomacles y Escirónides, partieron de Atenas y pasaron por
Samos, y de allí fueron a poner su campamento junto a Mileto.
Contra ellos salieron ochocientos hombres de la ciudad,
bien armados; también los que Calcídeo había traído, y cierto número de
soldados que Tisafernes tenía, que por acaso se halló en este negocio.
Acudieron a la batalla, en la cual los argivos, situados en la extrema derecha,
estaban más esparcidos y desviados de lo que era menester, como si quisieran
cercar a los enemigos, no mirando que los jonios se encontraban a punto para
esperar su ímpetu, y por ello fueron derrotados y puestos en huida, muriendo
unos trescientos.
Los atenienses, que formaban la otra ala, habiendo rechazado
al empezar la batalla a los peloponenses y bárbaros, juntamente con la otra
gente del campo, no combatieron contra los milesios, los cuales, después de dispersar
a los argivos se habían retirado a la ciudad, y como hubiesen ganado la
victoria habían puesto sus tropas junto a los muros, antes de ver que la otra
ala de su ejército estaba vencida. En esta batalla, pues, los jonios de entrambas
alas alcanzaron la victoria contra los dorios; es a saber: los atenienses
contra los peloponenses, y los milesios contra los argivos.
Después
de la batalla, los atenienses levantaron trofeo de victoria y determinaron
cercar de muros la ciudad por el lado de tierra, porque la mayor parte hacia la
mar estaba cercada, teniendo por cierto que si tomaban aquella ciudad las otras
fácilmente vendrían a su obediencia.
Pero
aquel mismo día por la tarde tuvieron noticia de que iban contra ellos
cincuenta y cinco barcos, así de Sicilia como de los peloponenses, que llegaron
muy pronto. Y así era la verdad, porque los siracusanos, a persuasión de
Hermócrates, por quebrantar del todo las fuerzas de los atenienses, habían
determinado enviar socorro a los peloponenses, y les mandaron veinte barcos de
los suyos y dos de Selinunte, los cuales se habían reunido con los de los
peloponenses, que eran veintitrés. Fue encargado el lacedemonio Terimenes de
llevarlos todos a Astíoco, almirante y capitán general de toda la armada, y
primeramente vinieron a tomar puerto a Leros, que es una isla situada frente a
Mileto.
Creyendo
que los atenienses estaban sobre la ciudad de Mileto, fueron al golfo Iasos
para saber más pronto lo que se hacía en Mileto, y estando allí supieron la
batalla librada junto a Mileto por Alcibíades, que se halló en ella, de parte
de los milesios y de Tisafernes, el cual les dio a entender que si no querían
dejar perder toda la Jonia y lo más que quedaba, era necesario que acudiesen a
socorrer la ciudad de Mileto antes que fuese cercada de muros, y que sería gran
daño esperar a que fortificaran el cerco.
Por
estas razones determinaron partir al otro día por la mañana para ir a socorrer
la ciudad. Mas sabiendo Frínico la llegada de esta armada, aunque sus amigos y
compañeros querían esperar para combatir, respondió que nunca consentiría ni
permitiría a otros, si pudiese, que aquello se hiciese, diciéndoles y
persuadiéndoles que antes del combate era necesario saber primero qué cantidad
de barcos tenían los enemigos, y cuántos eran menester para combatirlos.
Además, era necesario espacio y tiempo para ponerse en orden de batalla, según
convenía; añadiendo, que nunca se tuvo por vergüenza ni por cobardía no
quererse aventurar ni exponer a peligro cuando no es menester, por lo cual no
era vergonzoso para los atenienses retirarse con su armada por algún tiempo. Antes
sería mayor vergüenza que aconteciese ser vencidos de cualquier manera que
fuese, y además de la vergüenza, la ciudad de Atenas y su estado quedarían en
gran peligro. Considerando las grandes pérdidas que habían sufrido en poco
tiempo, dijo que no se debía aventurar todo en una batalla, aunque estuviese
segura la victoria y dispuestas todas las cosas necesarias para alcanzarla. Con
mayor motivo no estándolo, ni siendo la batalla necesaria. Por todo lo cual, su
opinión y parecer era embarcar en sus naves toda la gente y juntamente con ella
las municiones, bagajes y bastimentos, solamente lo que habían llevado, y dejar
lo que habían ganado a los enemigos por no cargar demasiado sus barcos. Hecho
esto, retirarse con la mayor diligencia que pudiesen a Samos, y allí, después
de haber reunido sus buques, ir a buscar a los enemigos y acometerles con ventaja.
Este
parecer fue por todos aprobado, así en esto como en otras muchas cosas que
después fueron encargadas a Frínico, siendo siempre elogiado como hombre
prudente y sabio.
De
esta manera los atenienses, sin acabar su empresa, partieron de Mileto a la
hora de vísperas, y llegados a Samos, los argivos que con ellos estaban, de
pesar porque habían sido vencidos, volvieron a sus casas.
Los
peloponenses, siguiendo su determinación, partieron a la mañana siguiente para
ir a buscar a los atenienses a Mileto, y cuando llegaron supieron la partida de
los enemigos. Permanecieron allí un día, tomaron las naves de los de Quío que
Calcídeo había llevado, y deliberaron sobre volver a Tiquiusa para cargar de
nuevo su bagaje, que habían dejado allí cuando partieron.
Cuando
llegaron encontraron a Tisafernes y sus gentes de a pie, quien les aconsejó que
fuesen a Iasos, donde estaba Amorges, hijo del bastardo Pisiontes y enemigo y
rebelde del rey Darío.
Satisfizo
a los peloponenses el consejo y se dirigieron a Iasos con tan grande diligencia,
que Amorges no supo su llegada; antes cuando los vio venir derechos al puerto
pensó que fuesen barcos de Atenas, por cuyo error tomaron el puerto.
Cuando
vieron que eran peloponenses, los que en la villa estaban comenzaron a
defenderse valientemente; mas no pudieron resistir al poder de los enemigos,
especialmente de los siracusanos, que fueron los que mejor lo hicieron en este
día.
En
esta villa fue preso Amorges por los peloponenses, los cuales le entregaron a
Tisafernes, para que, si quería, le enviase al rey, su señor.
El
saco de la villa fue dado a los soldados, los cuales hallaron muchos bienes, y
especialmente plata, porque había estado largo tiempo en paz y en prosperidad.
Los
soldados que Amorges tenía allí, los recibieron los peloponenses a sueldo, y
los repartieron en sus compañías porque había muchos del Peloponeso; y las
otras gentes que hallaron en la villa, como también la misma villa, las entregaron
los lacedemonios a Tisafernes, pagando cada prisionero cien estateros dáricos.
Hecho
esto, volvieron a Mileto y desde allí enviaron a Pedarito, hijo de Leonte, que
los lacedemonios habían mandado de gobernador a Quío, a Eritrea por tierra, con
lo soldados que de Amorges habían adquirido.
En
Mileto dejaron por capitán a Filipo, y en esto se pasó el verano.
V
Al
comienzo del invierno, Tisafernes, después de abastecer muy bien la villa de Iagos,
fue a Mileto y pagó a los soldados que estaban en las naves, según había prometido
a los lacedemonios, dando a cada soldado a razón de una dracma ática por paga,
y declaró allí que, hasta saber la voluntad del rey, no daría en adelante más
de tres óbolos.
Hermócrates,
capitán de los siracusanos, no quiso contentarse con esta paga, aunque
Terimenes, como no era capitán de aquella armada y solamente tenía encargo de
llevarla a Astíoco, no hizo mucha instancia en esto. Y, en efecto, a ruego de
Hermócrates se concertó con Tisafernes que la paga en adelante fuese mayor de
tres óbolos en toda la armada, excepto en cinco barcos, conviniéndose que de
cincuenta y cinco naves que había, cincuenta cobrarían paga entera, y los cinco
a razón de tres óbolos.
En
este invierno, a los atenienses que estaban en Samos les llegó una nueva armada
de treinta y cinco buques al mando de Carmino, Estrombíquides y Euctemón. Y
habiendo además sacado otros trirremes, así de Quío como de otros lugares,
determinaron repartir entre ellos aquellas fuerzas y que una parte de las
tripulaciones fuese a asaltar a Mileto, y las gentes de a pie fuesen por mar a
Quío. Para ejecutar esta determinación, Estrombíquides, Onomacles y Eucteón,
que tenían encargo de ir con treinta naves y parte de los soldados que habían
ido a Mileto, fueron hacia Quío, que les cupo en suerte, y los otros, sus compañeros,
que habían quedado en Samos, partieron con sesenta y cuatro buques hacia
Mileto. Advertido de esto Astíoco, que había ido a Quío para tomar informes de los sospechosos de crimen, cesó de
ejecutar lo que se había propuesto; pero sabiendo que Terimenes iba a llegar
con gran número de naves y que las condiciones de la alianza se cumplían mal,
tomó diez buques peloponenses y otros tantos de los de Quío, y con ellos fue, y
de pasada pensó conquistar la ciudad de Pteleón, mas no pudo y pasó a Clazómena.
Allí envió a decir a los que estaban por los atenienses
que le entregasen la ciudad y que se fuesen a Dáfnunte. Lo mismo les mandó
Tamos, embajador de Jonia, mas no lo quisieron hacer; visto lo cual por Astíoco
les dio un asalto, y pensó tomar la ciudad fácilmente porque ninguna muralla
tenía, mas no pudo y partió.
A los pocos días de navegación le sorprendió un viento tan
grande que dispersó los buques, de manera que él vino a tomar puerto a Focea y
de allí a Cumas, y las otras aportaron a las islas allí cercanas a Clazómena, a
Maratusa, a Pela, a Drimusa, donde hallaron muchos víveres y abastecimientos
que los clazomenios habían reunido en ellas.
Detuviéronse allí ocho días, en los cuales gastaron una
parte de lo que hallaron y el resto lo cargaron en sus naves y partieron para
Focea y Cumas en busca de Astíoco.
Estando allí fueron los embajadores de los lesbios a
tratar con Astíoco de entregarle aquella isla, a lo cual muy fácilmente otorgó.
Pero como viese que los de Corinto y otros confederados no lo querían
consentir, a causa del inconveniente que antes les había ocurrido en dicha
isla, partió derecho a Quío, donde todos los buques se le rindieron.
Finalmente,
otra vez fueron dispersados por las tempestades y el viento los echó a diversos
lugares, donde fue a hallarlos Pedarito, que había quedado en Eritrea, quien
trajo después por tierra a Mileto la gente de a pie que tenía, que eran unos
quinientos hombres; los cuales procedían de las tripulaciones de los cinco
barcos de Calcídeo, que los dejó allí con equipos y armas.
Después
que éstos llegaron, volvieron a ir a Astíoco algunos lesbios, ofreciendo otra
vez entregar la ciudad y la isla, lo cual comunicó a Pedarito y a los quiotas diciéndoles
que esto no podía dejar de servir y aprovechar para su empresa; que si la cosa
en efecto se realizaba, los peloponenses tendrían más amigos, y si no,
resultaría gran daño para los atenienses. Mas como viese que no querían
consentir y que el mismo Pedarito se negaba a darles los buques de los de Quío, tomó consigo los cinco trirremes
corintios y uno de Mégara, además de los suyos que de Laconia había traído,
volvió a Mileto, donde tenía el principal cargo, y muy enojado dijo a los de
Quío que no esperasen de él ayuda alguna en ninguna ocasión en que pudiera
dársela.
Después
fue a tomar puerto a Corico, donde se detuvo algunos días.
Entretanto,
la armada de los atenienses partió de Samos, fue a Quío y se colocó al pie de
un cerro que estaba entre el puerto y ellos, de tal manera que los que estaban
en el puerto no lo advirtieron, ni tampoco los atenienses sabían lo que los
otros hacían.
Mientras
esto sucedía, Astíoco supo por cartas de Pedarito que algunos eritrenses habían
sido presos en Samos y después liberados por los atenienses y enviados a
Eritrea para hacer que su ciudad se rebelase. Inmediatamente se hizo a la vela
para volver allá, y no faltó mucho para que cayese en manos de los atenienses.
Mas al fin llegó en salvo y halló a Pedarito que también había ido por la misma
causa. Ambos hicieron gran pesquisa sobre aquel caso y cogieron a muchos que
eran tenidos por sospechosos. Pero informados de que en aquel hecho ninguna
cosa mala había habido, sino que se había realizado por el bien de la ciudad,
les dieron libertad y se volvieron el uno a Quío y el otro a Mileto.
Durante
esto, los buques atenienses que pasaban de Corico a Argos encontraron tres
naves largas de los de Quío, y al verlas las siguieron y comenzaron a darles caza
hasta su puerto, a donde con grandísimo trabajo se salvaron a causa de la
tormenta que les sobrevino. Tres barcos de los atenienses que los siguieron
hasta dentro del puerto se anegaron y perecieron con todos los que dentro iban.
Los otros buques se retiraron a un puerto que está junto a Mimante, llamado
Fenicunte, y de allí fueron a Lesbos, a donde se rehicieron con nuevas fuerzas
y aprestos.
En
este mismo invierno el lacedemonio Hipócrates, con diez barcos de los turios,
al mando de Dorieo, hijo de Diágoras, uno de los tres capitanes de la armada, y
con otros dos, uno de Laconia y otro de Siracusa, pasó del Peloponeso a Cnido,
cuya ciudad estaba ya rebelada contra Tisafernes.
Cuando
los de Mileto supieron la llegada de aquella armada, enviaron la mitad de sus
buques para guardar la ciudad de Cnido, y para custodiar algunas barcas que
iban de Egipto cargadas de gente, que mandaba Tisafernes, ordenaron que fuesen
los barcos que estaban en la playa de Triopión, que es una roca en el cabo de
la región de Cnido, sobre la cual hay un templo de Apolo.
Sabido
esto por los atenienses que estaban en Samos, capturaron los buques
estacionados en Triopión, que eran seis, aunque las tripulaciones se salvaron
en tierra, y de allí fueron a Cnido. Faltó poco para que los atenienses la
tomasen al llegar, porque ninguna muralla tenía. Pero los de dentro se
defendieron y los lanzaron de allí. No por eso dejaron de acometerles al otro
día, aunque no hicieron más efecto que el primero, porque las gentes que en la
villa estaban habían empleado toda la noche en reparar sus fosos, y la de los
barcos que se habían salvado en Triopión, aquella misma noche fueron allí.
Viendo los atenienses que ninguna cosa podían hacer regresaron a Samos.
En
este tiempo fue Astíoco a Mileto, y halló su armada muy bien aparejada de todo
lo necesario, porque los peloponenses proveían muy bien la paga de la gente de
armas; los cuales además ganaron mucho dinero en el saco que en Iasos hicieron.
Por otra parte, los milesios estaban preparados a hacer todo lo posible.
Pero
porque la última alianza que Calcídeo había hecho con Tisafernes parecía a los
peloponenses poco equitativa y más provechosa a Tisafernes que a ellos, la renovaron
y reformaron, conviniéndola Terimenes de la manera siguiente:
«Artículos,
conciertos y tratados de amistad entre los lacedemonios y sus confederados y
amigos de una parte, y el rey Darío y sus hijos, y Tisafernes, de la otra.
»Primeramente,
todas las ciudades, provincias, tierras y señoríos que al presente pertenecen
al rey Darío, y que fueron de su padre y de sus predecesores, le quedan libres,
de suerte que ni los lacedemonios ni sus amigos confederados puedan ir a ellas
para hacer guerra ni daño alguno, ni tampoco puedan imponer tributo de ninguna
clase.
»Ni
el rey Darío ni ninguno de todos sus súbditos podrán igualmente hacer daño, ni
pedir ni cobrar tributo en las tierras de los lacedemonios y sus confederados.
»En
lo demás, si alguna de las partes pretende algo de la otra, deberá serle
otorgado; de igual modo, la que hubiere recibido algún beneficio, estará
obligada a gratificar a la otra, cuando para tal cosa sea requerida.
»Item,
que la guerra que han comenzado contra los atenienses se acabe comúnmente por
las dichas partes, y que sin voluntad de la una, no la pueda dejar la otra.
»Item,
que toda la gente de guerra que se reclute en la tierra del rey por su orden,
sea pagada de su dinero. Y que si algunas ciudades confederadas invadieran
algunas de las provincias del rey, las otras se lo prohibirán e impedirán con
todo su poder. Por el contrario, si alguno de los vasallos del rey, o alguno de
sus súbditos, fuera a tomar y ocupar alguna de las ciudades confederadas o su
tierra, el rey los estorbará y prohibirá con todo su poder.»
Después
de haber tratado todo esto Terimenes, entregó sus barcos a Astíoco, se fue y
nunca más le vieron.
Encontrándose
las cosas en este estado, los atenienses, que habían ido de Lesbos contra Quío,
teniéndola sitiada por mar y por tierra, determinaron cercar de muro muy grueso
el puerto de Delfinión, que era un lugar muy fuerte por tierra, y tenía un
puerto asaz seguro, no estando muy lejos de Quío. Esto aumentó el temor de los
de Quío, muy asustados ya por las grandes pérdidas y daños que habían sufrido a
causa de la guerra y también porque entre ellos reinaba alguna discordia y se
hallaban muy fatigados y trabajados por otros casos fortuitos que les habían
ocurrido, como el de que Pedarito hubiera muerto al jonio Tideo con toda su
gente por sospechar que tenía inteligencias con los atenienses; por razón de lo
cual, los ciudadanos que quedaban reducidos a muy pequeño número no se fiaban
unos de otros, y les parecía que ni ellos ni los soldados extranjeros que había
traído Pedarito eran bastantes para acometer a sus enemigos. Determinaron,
pues, enviar mensajeros a Astíoco, que estaba en Mileto, suplicándole les
socorriese; y porque no lo quiso hacer, Pedarito escribió a los lacedemonios
cartas contra él, diciendo que obraba en daño de la república.
De
esta suerte tenían los atenienses cercada la ciudad de Quío, y sus buques,
guarecidos en Samos, iban diariamente a acometer a los de sus enemigos en
Mileto. Pero viendo que no querían salir del puerto, se volvían.
VII
En el
invierno siguiente, concluidos ya los negocios de Farnabazo por mano de
Calígito de Mégara y de Timágoras de Bizancio, pasaron veintisiete buques del
Peloponeso a Jonia, cerca del solsticio, al mando del espartano Antístenes. Con él iban doce ciudadanos que los
lacedemonios enviaron a Astíoco para asistirle y ayudarle y darle consejo en
los negocios tocantes a la guerra. Entre ellos, el más principal era Licas,
hijo de Arcesilao. Tenían orden de dar aviso a los lacedemonios cuando llegaran
a Mileto y en todas las cosas proveer de tal manera que todo estuviese como
convenía en tal negocio. Enviarían (si bien les parecía) los buques que habían
llevado, o mayor número, o menos,
como el negocio lo exigiera, al Helesponto a Farnabazo, al mando de Clearco,
hijo de Ramfias, que iba en su compañía.
También
tenían facultades, si les parecía que fuese bueno, para quitar la gobernación y
mando de la armada a Astíoco y dársela a Antístenes, porque tenían sospecha de Astíoco
por las cartas que Pedarito había escrito contra él.
Partieron,
pues, los veintisiete barcos de Melea y hallaron junto a Melos diez buques
atenienses, de los cuales tomaron tres vacíos, que quemaron; y temiendo que los
otros que escaparon diesen aviso de su llegada a los atenienses, que estaban en
Samos (como sucedió), se fueron hacia Creta.
Después
de navegar bastante tiempo, llegaron al puerto de Cauno, en Asia. Pensando
estar en lugar seguro, enviaron a decir a los que estaban en Mileto que no los
fueran a buscar.
Mientras
tanto, los de Quío y Pedarito no cesaban de hacer instancias a Astíoco para que
fuese a socorrerlos, pues sabían que estaban cercados y no debía desamparar la principal
ciudad de Jonia, la cual estaba cercada por la parte de mar y robada por la de
tierra.
Decíanle
además que en aquella ciudad había mayor número de esclavos que en ninguna otra
de Grecia después de Lacedemonia, y por ser tantos, les tenían gran miedo y eran
más ásperamente perseguidos que en otra parte, con lo cual, estando el ejército
de los atenienses junto a la ciudad y habiendo hecho sus fuertes, trincheras y
alojamientos en lugares seguros, muchos de los dichos esclavos huyeron,
pasándose a ellos, y como sabían la tierra, hicieron gran daño a los
ciudadanos.
Con estas razones demostraban los de Quío a Astíoco que les
debía socorrer y, en cuanto pudiera, impedir que acabasen el cerco de
Delfinión, que aún no estaba concluido, porque después que lo estuviese, los
barcos de los enemigos tendrían allí más espacioso lugar para guarecerse.
Viendo
Astíoco las razones que le daban, aunque tenía resuelto no ayudarles como se los
había dicho y afirmado al tiempo que se separó de ellos, determinó socorrerlos.
Pero avisado al mismo tiempo de la llegada de los veintisiete barcos y de los
doce consejeros a Cauno, le pareció que sería cosa muy conveniente dejar todos
los otros negocios para ir a buscar los diez barcos, con los cuales sería dueño
de la mar, y traer los consejeros para que en completa seguridad le dijeran sus
opiniones. Prescindió, pues, de la navegación proyectada a Quío y fue derecho a
Cauno.
Al
pasar cerca de Merópide hizo saltar su gente en tierra y saqueó la villa, la
cual había sido arruinada por causa de un temblor de tierra tan grande, que no
había memoria de otro mayor, y que no solamente derribó los muros de la villa,
sino también la mayor parte de las casas. Los ciudadanos, advirtiendo la
llegada de los enemigos, huyeron, parte de ellos a las montañas y otra parte
por los campos, de tal manera que los peloponenses tomaron todo lo que
quisieron de aquella tierra, llevándolo a sus barcos, excepto los hombres
libres, que dejaron ir.
Desde
allí fue Astíoco a Cnido, en donde al llegar, y cuando ordenaba a su gente
saltar a tierra, le avisaron los de la villa que cerca había veinte naves
atenienses al mando de Carmino, uno de los capitanes de Atenas, que por
entonces estaba en Samos y a quien habían enviado para espiar el paso de los
veintisiete buques que iban del Peloponeso, en busca de los cuales iba también
Astíoco, y le habían dado los otros capitanes comisión de costear el paso de
Sima, de Calca, de Rodas y de Licia, porque ya habían sido advertidos los
atenienses que la armada de los peloponenses estaba en Cauno.
Estando,
pues, Astíoco avisado de esto, quiso ocultar su viaje y caminó hacia Sima por
ver si podía encontrar los dichos veinte buques. Mas sobrevino un tiempo de
aguas tan turbio y oscuro que no los pudo descubrir, ni menos aquella noche guiar
y tener los suyos en orden, de tal manera que al amanecer los que estaban a la
extrema derecha se hallaron a la vista de los enemigos, metidos en alta mar, y
los que estaban a la izquierda iban aún navegando alrededor de la isla.
Cuando
los atenienses los vieron, pensando que fuesen los que habían estado en Cauno y
a los cuales iban espiando, los acometieron con menos de veinte naves. Al
llegar a ellos, al primer encuentro, echaron a pique tres y muchos de los otros
los pusieron fuera de combate, creyendo que tenían ya la victoria segura.
Mas
viendo que había mayor número de buques de los que pensaban y que iban
cercándoles en todas partes comenzaron a huir; en cuya huida perdieron seis de
sus barcos y los otros se salvaron en la isla Teutlusa. De allí se fueron hacia
Halicarnaso. Hecho esto, los peloponenses volvieron a Cnido, y después que se
unieron a los otros veintisiete barcos que estaban en Cauno, fueron todos
juntos a Sima, donde alzaron un trofeo y después volvieron a Cnido.
Los atenienses que estaban en Samos, al saber el combate
ocurrido en Sima, fueron con todo su poder hacia esta parte, y viendo que los
peloponenses que estaban en Cnido no se atrevían a acometerles, ni siquiera a dejarse
ver, tomaron todas las barcas y otros aparejos para navegar que hallaron en
Sima y después volvieron a Samos. En el camino saquearon la villa de Lórimas,
que está en tierra firme.
Los peloponenses, habiendo juntado en Cnido toda su
armada, hicieron reparar y componer lo que era menester, y entretanto los doce
consejeros con Tisafernes fueron a buscarles allí y hablaron de las cosas
pasadas; consultando entre sí si había algo de lo pasado que no fuese bueno, y
la manera de continuar la guerra con la mayor ventaja posible para el bien y
provecho, así de los peloponenses como del rey.
Licas
sostuvo que los artículos de la alianza no habían sido convenientemente hechos,
pues decía no era justo que todas las tierras que el rey o sus predecesores
habían poseído, volvieran a su poder; porque para ello sería menester que todas
las islas, los locros y la tierra
de Tesalia y de Beocia quedaran nuevamente en su dominio, y que los
lacedemonios, por el mismo caso, en lugar de poner a los otros griegos en
libertad, los pusieran bajo la servidumbre de los medos, por lo cual deducía
que era necesario hacer nuevos artículos, o dejar de todo punto su alianza, y
que para obtener esto no era menester que Tisafernes pagase más sueldos.
Al oír Tisafernes esta proposición, quedó muy triste y despechado
y se fue muy enojado y lleno de cólera contra los peloponenses, los cuales,
después de su partida, siendo llamados por algunos de los principales de Rodas,
fueron hacia allá pensando que con aquella ciudad ganarían gran número de gente
de guerra y buques, y que mediante su ayuda y la de sus aliados hallarían
cantidad de dinero para sustentar su armada.
Partieron, pues, aquel invierno de Cnido con noventa y
cuatro naves, y arribaron cerca de Camiro, que está en la isla de Rodas, por lo
cual los de la ciudad y tierra, que no sabían nada de lo que se había tratado,
se asustaron de tal manera que muchos huyeron, dejando la ciudad por no estar
cercada de muros; mas los lacedemonios enviaron por ellos y reunieron a todos,
como también a los de Cnido y a los ialisos, persuadiéndoles para que dejasen
la alianza y amistad de los atenienses.
Por
esta causa la ciudad de Rodas se rebeló y tomó el partido de los peloponenses.
Un
poco antes habían sido advertidos los atenienses que estaban en Samos de que
esta armada se encontraba ya en camino de Rodas y partieron todos juntos, esperando
socorrerla y conservarla antes de que se rebelase. Mas al llegar a la vista de
sus enemigos, conociendo que era ya tarde, se retiraron a Calca y de allí a Samos.
Después
que los peloponenses se fueron a Rodas, los atenienses realizaron incursiones
contra Rodas desde Calca, Cos y Samos.
Los
peloponenses sacaron a la orilla, en el puerto de la ciudad, sus naves y
estuvieron allí ochenta días sin hacer ningún acto de guerra, durante cuyo
tiempo cobraron treinta y dos talentos de los rodios.
VIII
Durante
este tiempo, y antes de la rebelión de Rodas, después de la muerte de Calcídeo
y de la batalla junto a Mileto, los lacedemonios tuvieron gran sospecha de Alcibíades,
de tal manera que escribieron a Astíoco le matase, porque era enemigo de Agis,
su rey, y en lo demás tenido por hombre de poca fe. Advertido de esto Alcibíades
se unió a Tisafernes, con el cual había hablado de cuanto sabía contra los peloponenses,
diciéndole todo lo que pasaba entre ellos, y siendo causa de que éste disminuyera
el sueldo que pagaba a los soldados, y que en lugar de una dracma ática que les
daba cada día, les diese tres óbolos y no más, y aun éstos muchas veces no se
los pagaba, por consejo del mismo Alcibíades, diciendo que los atenienses
entendían mejor lo referente a la mar que ellos, y no pagaban a sus marineros y
pilotos sino éste sueldo, que él no quería dar más, y no lo hacía, tanto por
ahorrar dinero ni por falta que tuviese de él, cuanto por no darles ocasión a
gastarlo mal y emplearlo en malos usos, haciéndose cobardes y afeminados, pues
lo demás de lo que les era necesario para sustentar a los marineros lo
gastarían en cosas superfluas, con lo que llegarían a ser más cobardes y
muelles. Añadía que lo que les suprimía de la paga por algún tiempo, lo hacía para
que no tuviesen intención de irse y dejar los barcos, si no les debían nada, lo
cual no osarían hacer cuando sintiesen que les detenían alguna parte de su
sueldo.
Para
poder persuadir de esto a los peloponenses, ha-bía sobornado Tisafernes, por
consejo de Alcibíades, a todos los pilotos de los buques y a todos los
capitanes de las villas por dinero, excepto al capitán de los siracusanos,
Hermócrates, el único que resistía a todo esto cuanto podía, en nombre de todos
los confederados.
El
mismo Alcibíades vencía con razones, hablando a nombre de Tisafernes a las
ciudades que pedían dinero para guardarse y defenderse. A los de Quío decía que
debían tener vergüenza de pedir dinero, atento que ellos eran los más ricos de
toda Grecia y habían sido puestos en libertad y librados de la sujeción de los
atenienses mediante el favor y ayuda de los peloponenses, no siendo justo
demandar a las otras ciudades que pusieran en peligro sus ciudadanos y sus
haciendas y dineros, por conservar la libertad de dicha ciudad.
En
cuanto a las otras ciudades que se habían rebelado contra los atenienses,
aseguraba que tenían gran culpa en no querer pagar para defensa de su libertad
lo que acostumbraban a dar a los atenienses de impuesto y subsidio. Y aun decía
más: que Tisafernes tenía razón en ahorrar el dinero de aquella manera para
sustentar los gastos de guerra, a lo menos hasta que recibiese nuevas de si el
rey quería que el sueldo fuese pagado por entero o no, y si se lo mandaba pagar
por entero hacerlo así, no habiendo por tanto falta de su parte, prometiendo
recompensar a las ciudades cada una, según su estado y calidad,
Además,
Alcibíades aconsejaba a Tisafernes que procurase no poner fin a la guerra y que
no hiciese venir los buques que estaban dispuestos en Fenicia, ni tampoco los
que había hecho armar en Grecia para juntarlos con los del Peloponeso, porque,
haciendo esto, los peloponenses serían señores de la mar y de la tierra,
siéndole más provechoso que los entretuviese siempre en diferencias y guerras, porque
por esta vía siempre quedaba en su mano poder excitar una parte contra la otra
y vengarse de la que le hubiese ofendido. Pero si permitía que una de las
partes fuese vencida y que la otra tuviese señorío en la mar y en la tierra, no
hallaría quien le ayudase contra ella, si le quería hacer mal, y sería menester
que él mismo, en tal caso, con grande daño y con muy gran gasto, se expusiese
solo al peligro, que más valía con poca costa entretenerlos en diferencias, y
de esta manera mantener su estado con toda seguridad.
De
esta suerte daba a entender a Tisafernes que la alianza de los atenienses sería
mucho más provechosa al rey que la de los lacedemonios, porque los atenienses
no procuraban dominar por la tierra, y su intención y manera de proceder en la
guerra era mucho más provechosa para el rey que la de los otros, por causa de
que, siendo sus aliados, sojuzgarían por mar y reducirían gran parte de los
griegos a su servidumbre, y los que habría en tierra, habitantes en las
provincias del rey, quedarían vasallos de éste, es decir, lo contrario de lo
que pretendían los lacedemonios, quienes deseaban poner a todos los griegos en libertad,
porque no era de creer que ellos, que procuraban librar a los griegos de la
servidumbre de otros griegos, quisiesen permitir que quedaran en la de los
bárbaros. Por eso harían lo necesario para poner en libertad a todos los que
antes no lo habían estado y que por entonces eran súbditos del rey.
Aconsejábale, pues, que dejase destruir y debilitarse unos
a otros, porque después que los atenienses hubiesen perdido gran parte de sus
fuerzas, los peloponenses tendrían tan pocas, que fácilmente los echaría de
Grecia.
Con estas persuasiones se avenía fácilmente Tisafernes con
Alcibíades, y conocía muy bien que éste decía verdad, porque lo podía
comprender y conocer por las cosas que cada día acontecían.
Siguiendo su consejo, pagó primeramente el sueldo a los
peloponenses, mas no les permitía que hiciesen la guerra, diciéndoles que era
necesario esperar los buques de los de Fenicia, que no tardarían en ir; y hacía
esto cuando los veía muy preparados y resueltos a combatir. De tal manera
esterilizó la empresa y debilitó esta armada, que era muy hermosa y grande,
haciéndola inútil.
En otras ocasiones se declaraba más abiertamente con
palabras, diciendo que de mala gana hacía la guerra en compañía de los aliados;
lo manifestaba así por persuasión de Alcibíades, el cual juzgaba ser esto lo
más acertado y lo aconsejaba tanto al rey como a Tisafernes, cuando se hallaba
a solas con ellos.
Inspiraba esta conducta de Alcibíades principalmente el
deseo que tenía de volver a su tierra, lo cual esperaba alcanzar algún día, si
no quedaba del todo destruida, con tanto más motivo, si llegaba a saberse que
tenía grande amistad con Tisafernes, como se supo, porque cuando los soldados
atenienses que estaban en Samos entendieron su familiaridad con Tisafernes y
que había ya tenido manera de hablar con los más principales de Atenas y de
exponer la conveniencia de que le llamaran a los que tenían más autoridad en la
ciudad, advirtiéndoles que quería reducir la gobernación de ella a oligarquía,
que es el mando de corto número de hombres buenos, y haciéndoles entender que,
por esta vía, Tisafernes estrecharía más la amistad con él, la mayor parte de
los capitanes y pilotos de los barcos, y los otros más principales que estaban
en la armada, que sin excitaciones ajenas aborrecían el mando popular llamado
democracia, celebraron consejo, y después que el asunto fue discutido en el
campamento, al poco tiempo se divulgó en la ciudad de Atenas.
Además de esto, convinieron los que estaban en Samos que
algunos de ellos fuesen a Alcibíades para tratar con él sobre este hecho, como
lo hicieron; el cual les prometió primero que los haría amigos de Tisafernes y
después del rey, con tal de que ellos mudasen la democracia, que es gobernación
popular, y la redujesen a oligarquía, que es el mando y gobierno de pocos
hombres buenos, como arriba se ha dicho. Aseguraba que de esta manera el rey
tendría mayor confianza en ellos.
Los que fueron enviados ante él se lo concedieron fácilmente,
porque les parecía que de esta manera los atenienses podrían alcanzar la
victoria en esta guerra, como también porque ellos mismos, que eran los
principales de la ciudad, esperaban que el gobierno vendría a caer en sus manos
cuanto antes, y porque muchas veces eran perseguidos por la gente popular.
De
vuelta a Samos, después que comunicaron y persuadieron de la cosa a los que
estaban en el campo, se fueron a Atenas y mostraron al pueblo cómo llamando a
Alcibíades y poniendo el gobierno en las manos de pocos buenos, a saber, de los
más principales de la ciudad, tendrían al rey de su parte y les proveería de
dinero para pagar su gente en aquella guerra.
El
pueblo al principio no condescendió; pero por el gasto que tenían con la guerra
y con el pago de las tropas, creyendo que el rey las pagaría, aunque de mala gana,
se vieron obligados a consentirlo.
A
esto ayudaban mucho los que eran apasionados por el cambio, tanto por el amor
que tenían a Alcibíades, como por su provecho particular.
También
daban a entender al pueblo todo lo que Alcibíades les había dicho muy
detalladamente sobre grandes y seguros proyectos.
Mas
Frínico, que aún era capitán de los atenienses, no hallaba cosa buena que
cuadrase a sus propósitos y le parecía que Alcibíades, en la situación en que
se encontraba, no deseaba más la gobernación de los principales que el estado
popular, siendo únicamente su propósito amotinar la ciudad, esperando que por
alguna de las partes sería llamado y restituido en su estado, lo cual Frínico
quería impedir de todas maneras, tanto por su particular provecho, como por
evitar la división que habría en la ciudad.
Además
no comprendía porqué el rey se quería apartar de la amistad de los peloponenses
para aliarse con los atenienses, viendo que los peloponenses eran ya tan prácticos
en la mar y de tanto poder como los atenienses, y tenían muchas ciudades en las
tierras del rey; porque de juntarse con los atenienses, de quienes apenas se
podía fiar, no le habían de suceder sino grandes gastos y trabajos, siéndole
más fácil y conveniente conservar la amistad con los peloponenses que en
ninguna cosa le habían ofendido.
Por otra parte, aseguraba saber que las otras ciudades,
cuando entendiesen que la gobernación de la democracia de Atenas era
transferida del pueblo a poco número de hombres buenos, y que también por el
mismo caso habían ellos de vivir de la misma manera, los que estuvieran ya
rebelados no por eso volverían a la amistad y obediencia de los atenienses, y
los que no lo hubiesen hecho, no dejarían de hacerlo, porque esperando recobrar
su libertad, si los peloponenses conseguían la victoria, no escogerían estar en
la sujeción de los atenienses, de cualquier manera que su estado se gobernase,
ora fuese por el mando del pueblo o por el de los principales ciudadanos.
Por otra parte, los que eran tenidos por nobles y por más
principales, consideraban que no tendrían menos trabajo estando la gobernación
en manos de pocos que cuando estaba en las de todo el pueblo; porque también
serían maltratados por los aficionados a tomar dádivas y a corromperse,
inventores de cosas malas por hacer su provecho particular, temiendo que en el
nuevo estado y bajo la autoridad de los que tendrían este gobierno, pudieran
ser los ciudadanos castigados hasta con la pena de muerte, sin oír sus
descargos y sin el recurso de apelar al pueblo, el cual castigaba tales
violencias.
Esta era la opinión de las otras ciudades sujetas a
obediencia de los atenienses, las cuales lo habían conocido por experiencia; de
todo lo cual decía Frínico estar bien informado, y por esta causa no hallaba
cosa conveniente que cuadrase a lo que Alcibíades había propuesto.
No
obstante todo esto, los que al principio fueron de opinión contraria, no
dejaron de perseverar en ella y ordenaron enviar comisionados a Atenas, entre
los cuales fue Pisandro para proponer al pueblo la restitución de Alcibíades en
su anterior estado y quitar la democracia, es a saber, del estado popular.
Supo
esto Frínico y, conociendo la manera como los mensajeros habían de proponer la
restitución de Alcibíades en su estado, y dudando que el pueblo lo hiciese, y
si lo hiciese que le pudiera sobrevenir algún daño por la resistencia que había
hecho a aquel proyecto teniendo Alcibíades la principal autoridad, acordó usar
de un ardid y fue enviar secretamente uno de sus criados a Astíoco, capitán de
la armada de los peloponenses, que estaba aún en Mileto, al cual avisó por
carta de muchas cosas, y entre otras de cómo Alcibíades dañaba todos los negocios
de los peloponenses y trataba de hacer la alianza entre Tisafernes y los
atenienses. En la carta añadía que debían perdonarle de lo que aconsejaba y
advertía, por ser cosa grandemente perjudicial a su ciudad y patria; pero que
lo hacía para dañar a su enemigo.
Astíoco
no hizo caso de la carta porque ya no tenía poder para castigar a Alcibíades,
puesto que no dependía de él; pero fue donde estaban Tisafernes y Alcibíades,
en la ciudad de Magnesia, y les certificó lo que le habían escrito de Samos,
denunciando a Frínico para congraciarse con Tisafernes, por su provecho
particular, como se sospechaba, y por lo mismo no exigía con apremio la paga de
los soldados que dilataba Tisafernes.
Alcibíades
tomó la carta de Frínico y la envió a los caudillos que estaban en Samos,
requiriéndoles y aconsejándoles que mataran a Frínico.
Avisado
éste, y viendo el peligro en que estaba, escribió otra vez a Astíoco,
quejándose de él por haber descubierto y dado la carta a sus enemigos, y
proponiéndole otro partido, que era poner en su poder todo el ejército que
estaba en Samos para que matase a todos, dándole medios harto fáciles a causa
de que la villa no tenía muro, y se excusaba otra vez con él, diciendo que no
por hacer esto o cosa semejante le habían de tener por malo, pues lo hacía por
evitar el peligro en que estaba su vida, persiguiendo a sus mortales enemigos.
Este
proyecto hízolo saber también Astíoco a Tisafernes y a Alcibíades, por lo cual,
avisado Frínico, suponiendo que en seguida enviaría Alcibíades noticias a Samos
sobre este asunto, se presentó a los otros capitanes y les dijo cómo le habían
advertido que los enemigos, considerando que la ciudad no tenía muro, y que el
puerto era tan pequeño que apenas cabían en él sus barcos, habían concertado
atacar el campamento, por lo cual era de opinión que debían inmediatamente con
gran diligencia construir los muros alrededor de la villa, y en lo restante
hacer buenas centinelas y grandes guardias; añadiendo que por la autoridad que
tenía sobre ellos, como jefe, les ordenaba a hacerlo así. Y lo hicieron de
buena gana, tanto por evitar el peligro que les amenazaba, como también para
poder guardar la ciudad y conservarla en lo porvenir.
Poco
después les llegaron las cartas de Alcibíades a los otros capitanes de la
armada, dándoles aviso de lo que trataba Frínico, y de cómo les quería entregar
a los enemigos, los cuales no tardarían mucho en ir a acometerles. Mas los
capitanes y los otros que lo escucharon dieron a ello poca fe, antes juzgaban
que lo que escribía era por enojo y que calumniaba a Frínico, suponiendo que
tenía inteligencia con lo enemigos, de cuyos proyectos Alcibíades estaba bien
informado, anunciándolos con seguridad de acierto; por esta causa las cartas de
Alcibíades no dañaron a Frínico, antes encubrieron lo que éste había escrito a Astíoco.
No
por eso cesó Alcibíades de persuadir a Tisafernes para que hiciese amistad con
los atenienses, a lo cual con mucha facilidad accedió éste, porque ya le inspiraban temor los lacedemonios por ser más
poderosos en la mar que los atenienses,
No
cesaba, pues, Alcibíades de ganar autoridad con Tisafernes para que le diese
crédito y fe, y mucho más después que entendió la diferencia que había habido entre
los embajadores lacedemonios en Cnido, a causa de los artículos de la alianza
hecha por Terimenes; diferencia ocurrida antes que los peloponenses fueran a
Rodas.
Aun
antes de esto había Alcibíades hablado a Tisafernes de lo que arriba hemos
dicho, dándole a entender que los lacedemonios procuraban poner todas las ciudades
griegas en libertad. Sobrevino después el discurso de Licas a los reunidos en
Cnido, donde dijo que no se debía aceptar, ni mantener, ni guardar el artículo
del tratado de alianza, en que se decía que el rey debía ser puesto en posesión
de todas las ciudades que él y sus predecesores habían dominado; discurso que
confirmaba la opinión de Alcibíades, el cual, como hombre que pretendía grandes
cosas, procuraba por todas las vías posibles mostrarse aficionado a Tisafernes.
En
este tiempo, los mensajeros enviados con Pisandro por los atenienses que
estaban en Samos a la ciudad de Atenas, al llegar allí, propusieron al pueblo
lo que se les había encargado, tocando sumariamente los puntos más principales,
con especialidad el de que, haciendo lo que les demandaban, podrían tener al Rey
de su parte, y con su auxilio alcanzar la victoria contra los peloponenses.
Siendo lo que pedían, como antes se dijo, llamar a Alcibíades y cambiar la
forma de gobierno del pueblo, se opusieron los de la ciudad con grande
instancia, tanto por la afición que tenían al régimen popular como por la
enemistad con Alcibíades, y decían que sería cosa exorbitante restablecer en su
primera autoridad al que había violado las leyes, contra el cual los Eumólpidas
y los Cérices,[2] que
pronunciaban las cosas sagradas, habían llevado el testimonio de la corruptela
y violación de sus ceremonias, y reconociéndose culpable Alcibíades se desterró
voluntariamente. Añadían que después los ciudadanos se habían obligado por sus
votos y ruegos a todas las iras y execraciones de los dioses si le volvían a
llamar.
Viendo
Pisandro la multitud de los que le contradecían iba donde estaba la mayor parte
de ellos, tomándoles por las manos a los unos y a los otros, preguntándoles si
tenían alguna esperanza de victoria contra los peloponenses por otra vía,
puesto que poseían tan numerosa armada como ellos y gran número de las ciudades
de Grecia en su alianza. Además, el Rey y Tisafernes les proveían de dinero,
mientras los atenienses no le tenían ya ni podían esperar tenerlo, sino de
parte del Rey. Todos a quienes preguntaba le respondían que no veían otro
remedio. Entonces él les replicó que esto no se podía hacer si no reformaban el
gobierno y estado de la ciudad y lo entregaban a corto número de hombres
buenos, cosa que el Rey deseaba para estar más seguro de la ciudad.
Por estas razones persuasivas de Pisandro, el pueblo, que
al principio había hallado la mudanza de estado y gobernación cosa extraña,
entendiendo, por lo que proponía Pisandro, que no había otro remedio de salvar
el señorío de la ciudad, unos por temor y otros por esperanza, accedieron a que
la gobernación fuese reducida a mando de pocos ciudadanos buenos.
Hízose
el decreto por el cual el pueblo dio encargo y comisión a Pisandro, en compañía
de otros diez ciudadanos, de presentarse a Tisafernes y Alcibíades para hablar
y acordar con ellos todo lo tocante a esto en la manera que les pareciese ser
más útil para la ciudad.
Por el mismo decreto, Frínico y su compañero Escirónides
fueron privados del mando por causa de Pisandro, que les acusó. En lugar de
ellos fueron elegidos Diomedonte y Leonte, enviados a la armada.
La
acusación de Pisandro contra Frínico consistía en que había entregado y sido
traidor a Amorges, y que le parecía no era suficiente para guiar las cosas que
se habían de tratar con Alcibíades.
Pisandro
organizó el régimen y gobierno como estaba antes que el régimen popular fuese
establecido, así tocante a las cosas de justicia como a los que habían de administrarla,
e hizo tanto, que el pueblo todo junto consintió en quitar la democracia, que
es el régimen popular.
En
lo demás proveyó en todo lo que le pareció ser necesario para el estado de las
cosas presentes y se embarcó con sus diez compañeros
para buscar a Tisafernes.
IX
Al tomar el mando de la armada Diomedonte y Leonte la llevaron contra
Rodas, y viendo que los buques peloponenses estaban en el puerto y lo guardaban
de manera que no
podían entrar, fueron a desembarcar a otro lugar, en el cual salieron sobre
ellos los de Rodas y los rechazaron.
Volvieron
a embarcarse y fueron a Calca, y de allí, y también de Cos, hacían más
ásperamente la guerra a los Rodios y con mucha facilidad podían ver si algunos
barcos peloponenses pasaban por aquellos parajes.
En
este tiempo fue el laconio Jenofóntidas de Quío a Rodas de parte de Pedarito,
diciendo a los lacedemonios que allí estaban que la muralla que los atenienses
habían levantado contra la ciudad de Quío estaba ya acabada, y que si toda la
armada no iba muy pronto en socorro de la ciudad se perdería. Oído esto
determinaron de común acuerdo ir a socorrerla.
Entretanto
Pedarito y los de Quío salieron sobre las trincheras y fuertes que los
atenienses habían hecho alrededor de sus naves, con tanto ímpetu y vigor que
derribaron y rompieron parte de ellas y cogieron algunos barcos, pero acudiendo
los atenienses en socorro de su gente, los de Quío se pusieron inmediatamente
en huida. Pedarito, queriéndolos contener y abandonado de todos los que estaban
cerca de él, fue muerto y gran número de los de Quío con él, cogiendo los atenienses
muchas armaduras.
Con
motivo de esta pérdida fue la ciudad mucho más estrechamente cercada que antes,
así por mar como por tierra, y juntamente con esto tenía grande necesidad de víveres.
Cuando
Pisandro y sus compañeros se reunieron con Tisafernes comenzaron a tratar de la
alianza, porque Tisafernes temía más a los peloponenses que a ellos y quería
(siguiendo el consejo de Alcibíades) que continuara la lucha para debilitar más
las fuerzas de los beligerantes.
Tampoco
estaba seguro del todo Alcibíades de Tisafernes, y para probarlo propuso
condiciones tales que no se pudieran aceptar, lo que a mi parecer deseaba
Tisafernes con diversos fines, pues tenía miedo a los peloponenses y no osaba
buenamente apartarse de ellos.
Alcibíades,
viendo que Tisafernes no tenía deseo de convenir la alianza, tampoco quería dar
a entender a los atenienses que carecía de influencia para hacerle condescender,
antes deseaba hacerles entender que lo tenía ya ganado, pero que ellos eran la
causa de romperse las negociaciones porque le hacían muy cortos ofrecimientos.
Para
lograr su objeto les pidió en nombre de Tisafernes, por el cual hablaba en su
presencia, cosas tan grandes y tan fuera de razón que era imposible otorgarlas,
a fin de que nada se conviniera. Pedía primeramente toda la provincia de Jonia
con todas las islas adyacentes a ella y concediéndolo los atenienses a la
tercera junta que tuvieron, por mostrar que tenían mucha autoridad con el Rey,
les demandó que permitiesen que éste hiciera barcos a su voluntad y con ellos
fuese a sus tierras con el número de gente y tantas veces cuantas quisiese. A
esta exigencia no quisieron los atenienses acceder, pero viendo que les pedían
cosas intolerables y considerándose engañados por Alcibíades, partieron con
grande enojo y despecho y se volvieron a Samos.
Tisafernes
en este invierno fue otra vez a Cauno, con intención de juntarse de nuevo con
los peloponenses y hacer alianza con las condiciones que él pudiese, pagándoles
el sueldo a su voluntad, a fin de que no fuesen sus enemigos y temiendo que si
los peloponenses se veían obligados a dar batalla por mar a los atenienses,
fuesen vencidos por falta de gente, puesto que la mayor parte no había sido
pagada, o no quisieran combatir, desarmando los barcos, consiguiendo de esta
manera los atenienses lo que deseaban, sin su ayuda, o porque sospechaban y temía
que, por cobrar su paga, los soldados peloponenses robasen y saqueasen las
posesiones del Rey que estaban cerca, en tierra firme. Por estas razones y por
conseguir su fin, que era mantener a los beligerantes en igual fuerza, habiendo
hecho ir a los peloponenses, les entregó la paga de la armada y convino el
tercer tratado con ellos en esta forma.
«El
tercer año del reinado del rey Darío, siendo Alexípidas tribuno del pueblo de
Lacedemonia, fue he-cho este tratado en el campo de Meandro entre los lacedemonios
y sus aliados de una parte, y Tisafernes, Hierámenes y los hijos de Farnaces de
la otra, sobre los negocios que interesan a ambas partes.
»Primeramente,
que todo lo que pertenece al Rey en Asia, quede por suyo y pueda disponer a su
voluntad,
»Que
ni los lacedemonios ni sus aliados entrarán en las tierras del Rey para hacer
daño en ellas, ni por consiguiente el Rey en las tierras de los lacedemonios y
sus aliados. Y si alguno de éstos hiciese lo contrario, los otros se lo
prohibirán e impedirán. Lo mismo hará el Rey si alguno de sus súbditos
invadiera las tierras de los confederados.
»Que
Tisafernes pague el sueldo a las tripulaciones de los buques que están al
presente aparejados, esperando que los del Rey vengan, y entonces los
lacedemonios y sus aliados paguen los suyos a su costa si quisieren y, si
tienen por mejor que Tisafernes haga el gasto, estará obligado a prestarles el
dinero, que le será devuelto una vez terminada la guerra, por los mismos
aliados y confederados.
»Que
cuando los barcos del Rey lleguen, se junten con los de los aliados y todos
hagan la guerra contra los atenienses el tiempo que le pareciese bien a
Tisafernes y a los lacedemonios y a sus confederados. Si creyeran mejor
apartarse de la empresa, que lo hagan de común acuerdo y no de otra manera.»
Tales
fueron los artículos del tratado, después de lo cual Tisafernes procuró con
gran diligencia hacer ir los barcos de Fenicia y cumplir todas las otras cosas
que había prometido.
Casi
en el fin del invierno los beocios tomaron la villa de Oropo y con ella la
guarnición de atenienses que estaba dentro, logrando esto con acuerdo de los de
la villa y de algunos de Eritrea, y con esperanza de que después harían rebelar
la villa de Eubea, porque estando Oropo en tierras de Eritrea que tenían los
atenienses, necesariamente la pérdida de ella había de ocasionar gran daño y
perjuicio a la ciudad de Eritrea y a toda la isla de Eubea.
Después
de esto los eritrianos enviaron mensaje a los peloponenses que estaban en
Rodas, para hacerles ir a Eubea; pero porque el negocio de Quío les parecía más
urgente y necesario, por apuro en que la villa estaba, no acudieron a esta empresa
y partieron de allí para socorrer a Quío.
Al
pasar cerca de Oropo vieron los trirremes de los atenienses que habían partido
de Calca y que estaban en alta mar, pero por ir a diversos viajes no acudieron
los unos contra los otros, siguiendo cada cual su rumbo, a saber: los
atenienses a Samos, y los peloponenses a Mileto, pues conocieron muy bien que
no podían socorrer a Quío sin batalla.
Entretanto
llegó el fin del invierno y el de los veinte años de la guerra que Tucídides ha
escrito.
Al
comienzo de la primavera, el espartano Dercílidas fue enviado con pequeño
número de tropas al Helesponto para hacer rebelar la villa de Abido contra los
atenienses, la cual es colonia de Mileto.
Por
otra parte, los de Quío, viendo que Astíoco tardaba tanto en ir a socorrerles,
viéronse obligados a combatir por mar con los atenienses, yendo a las órdenes
del espartano Leonte, que eligieron por capitán después de la muerte de
Pedarito, en el tiempo en que estaba Astíoco en Rodas, a donde fue con
Antístenes desde Mileto.
Tenían
doce buques extranjeros que fueron en su socorro, cinco de los turios, cuatro
de los siracusanos, uno de Aneas, otro de Mileto, otro de Leonte, y treinta y
seis de los suyos.
Salieron
todos los que eran para pelear y fueron a acometer la armada de los atenienses
animosamente, ha-biendo escogido un lugar muy ventajoso para ellos,
Fue el combate áspero y peligroso, de una parte y de otra,
en el cual los de Quío no llevaron lo peor, mas sobrevino la noche separándolos
y volvieron los quiotas dentro de la villa.
En este tiempo, cuando Dercílidas llegó a Helesponto, la
villa de Abido se le rindió y la entregó a Farnabazo. Dos días después la
ciudad de Lampsaco hizo lo mismo, de lo cual advertido Estrombíquides, que
estaba delante de Quío, fue de súbito con veinticuatro naves atenienses para socorrer
y guardar aquel paraje; entre estos barcos había algunos construidos para
transporte de tropas, en los que iban hombres de armas. Llegado a Lampsaco y
habiendo vencido a los habitantes que salieron contra él, tomó en seguida la
villa por no estar amurallada y después de haber restablecido a los hombres
libres fue a Abido. Mas viendo que no tenía esperanza de tomarla ni aprestos
para cercarla, se dirigió desde allí a la ciudad de Sesto, situada en la tierra
de Quersoneso, enfrente de Abido, la cual los medos habían poseído algún tiempo
y en ella puso numerosa guarnición para defensa de toda la tierra de
Helesponto.
Por
causa de la partida de Estrombíquides, los de Quío se hallaron más dueños de la
mar con los milesios y, sabiendo Astíoco el combate naval que estos de Quío
habían librado contra los atenienses y el viaje de Estrombíquides, mostróse tan
animado y seguro que fue con sólo dos naves a Quío, donde tomó todas las que
halló llevándolas consigo. De allí se dirigió a Samos, y viendo que los enemigos
no querían salir a combatir, porque no se fiaban mucho los unos de los otros,
volvió a Mileto.
X
Las
cuestiones entre los atenienses empezaron entonces por el cambio de gobierno en
la ciudad que privó del mando al pueblo, dándolo a cierto número de hombres
buenos.
Cuando
Pisandro y sus compañeros volvieron a Samos, pusieron el ejército que allí
estaba a sus órdenes y muchos de los samios amonestaban a los más principales
de la villa para que tomasen la gobernación de ella en su nombre, pero muchos
otros querían mantener el estado y mando popular, por lo cual sobrevinieron
grandes divisiones y escándalos entre ellos.
También
los atenienses que estaban en el ejército, habiendo consultado el negocio entre
ellos y viendo que Alcibíades no tomaba la cosa a pecho, determinaron dejarle y
que no le volvieran a llamar, porque les parecía que cuando fuera a la ciudad
no sería suficiente ni bastante para tratar los negocios bajo el régimen de la
aristocracia, que es gobernación de pocos buenos, antes era cosa conveniente
que los que estaban allí, puesto que de su estado se trataba, dijeran la manera
como se había de guiar este negocio, especialmente cómo se proveería sobre el
hecho de la guerra.
Para
esto cada cual, liberalmente, se ofrecía a contribuir con su propio dinero y
con otras cosas necesarias, conociendo que ya no trabajaban por el común
provecho sino por el interés particular.
Por
esta causa enviaron a Pisandro y la mitad de los embajadores que habían
negociado con Tisafernes a Atenas, para ordenar allí en los negocios, y les
dieron comisión de que por todas las ciudades por donde pasasen de las que
obedecían a los atenienses pusiesen el gobierno de la aristocracia, que es el
de poco número de los mejores y principales.
La
otra mitad de los embajadores se esparció y fueron cada uno a diversos lugares
para hacer lo mismo. Ordenaron a Diítrefes, que estaba entonces en el cerco de
Quío, fuese a la provincia de Tracia, que le había sido dada para ser
gobernador de ella.
Partió
éste del cerco, y al pasar por Tasos quitó la democracia, es decir, el régimen
popular, y entregó la gobernación a pocos hombres buenos; pero cuando se
ausentó de la ciudad, la mayor parte de los tasios, ha-biendo cercado su villa
de muros, poco más de un mes después de la partida de Diítrefes, se
persuadieron unos a otros, diciendo que no tenían necesidad de gobernarse por
el mando de los que los atenienses les habían enviado, ni de vivir sometidos a
lo que éstos ordenaran, antes esperaban que dentro de muy poco tiempo volverían
a su prístina libertad con el favor de los lacedemonios, porque los ciudadanos
que habían sido desterrados de su ciudad se refugiaron en Lacedemonia y
procuraban con todo su poder que enviasen los lacedemonios sus barcos de guerra
y que la villa se rebelase.
Sucedióles de la misma manera que lo tenían previsto y
deseado: la ciudad sin daño alguno fue puesta en su libertad, y la gente
popular que les había sido contraria fue sin escándalo privada del gobierno. A
los que eran del partido de los atenienses, a quienes Diítrefes había dado la
gobernación, ocurrió todo lo contrario de lo que pensaban.
Lo
mismo sucedió en muchas otras ciudades sujetas a los atenienses, considerando,
a mi parecer, que ya no había para qué tener miedo de los atenienses, y que aquella
manera de vivir bajo su obediencia, so color de buena policía, no era a la
verdad sino una servidumbre encubierta, dando a entender que la verdadera
libertad consistía en el régimen democrático.
Cuanto
a lo de Pisandro y sus compañeros que habían ido con él, pusieron la
gobernación de las ciudades por donde pasaron en mano de pocos buenos a su
voluntad, y de algunas tomaron hombres de armas que llevaron con ellos a
Atenas, donde hallaron que sus cómplices y amigos habían procurado y aun hecho
muchas cosas conformes a su intención para quitar el estado popular.
Un
tal Androcles, que tenía grande autoridad en el pueblo y había sido de los
primeros en pedir la expulsión de Alcibíades, fue muerto por conspiración
secreta de algunos mancebos de la ciudad, y por dos causas: la primera, por su
grande influencia en el pueblo; y la segunda, por ganar y alcanzar gracia y
amistad con Alcibíades; pues pensaban que sería restituido en su autoridad, esperando
que traería a Tisafernes al bando ateniense. Con iguales fines y de la misma
manera hicieron matar a algunos que les parecían ser contrarios a este negocio.
También
hicieron entender al pueblo con arengas y discursos elocuentes que por ninguna
vía se había de dar sueldo sino a los que servían en la guerra, y que, en la
gobernación de los negocios comunes, no habían de entender más de quinientos
hombres, y éstos de los que eran poderosos para servir en las cosas públicas
con sus personas y bienes.
Al
mayor número parecía muy honrosa esta mudanza, y aun los mismos que habían sido
causa de restablecer en su ser y estado el gobierno popular, esperaban por este
cambio tener autoridad, porque aún quedaba la costumbre antigua de juntarse el
pueblo y el Senado del haba[3]
en todos los negocios, y de oír la opinión de todos, y de seguir la mejor y más
autorizada; pero ninguna se podía proponer sin la deliberación del pequeño consejo
que ejercía la autoridad. En este consejo consultaban aparte todo lo que se
debía proponer, conforme a sus intentos; y cuando exponía su opinión, ninguno
osaba contradecirla por el temor que tenían, viendo el grande número y autoridad
de los gobernadores.
Cuando
alguno les contradecía, buscaban manera para matarle, y no se perseguía ni
encausaba a los homicidas, por lo cual el pueblo estaba en tanto peligro y tenía
tanto miedo, que ninguno osaba hablar, y a todos les parecía que ganaban mucho
callando, si no recibían otra incomodidad o violencia.
Tanto
mayor era su tribulación cuanto que imaginaban ser más grande el número de los
comprometidos en la conspiración de los que en realidad había, porque huían de
saber cuáles eran los conjurados y cómplices de esta secta por lo difícil de
conocerse todos en una población numerosa, y también porque unos no sabían la intención
de otros, y no osaban quejarse uno a otro, ni descubrir su secreto, ni tratar
de vengarse secretamente.
La
sospecha y desconfianza era, pues, tan grande en el pueblo, que no osaban
confiarse a sus conocidos y amigos, dudando que fuesen de la conspiración,
porque había en ella hombres de quienes jamás se creyera. Por esta razón no se
sabía de quién fiarse en el pueblo, y la mayor seguridad de los conjurados
consistía principalmente en esta general desconfianza.
Llegando,
pues, Pisandro y sus compañeros en esta época de turbación, acabaron muy a su
placer y en poco tiempo su empresa. Primeramente les hicieron consentir que se
eligiesen diez secretarios, los cuales tuviesen plena autoridad para manifestar
al pueblo lo que acordaran poner en consulta por el bien de la ciudad en un día
determinado. Llegado el día, y reunido el pueblo en un campo donde estaba
edificado el templo de Posidón, a diez estadios de la ciudad, no propusieron
otra cosa los dichos decemviros sino que era muy necesario respetar la libre
opinión de los atenienses donde quiera que la expusieran, y que cualquiera que
impidiese, injuriase o estorbase esta libertad, sería con todo rigor castigado.
Después
fue pronunciado el siguiente decreto:
Que
todos los magistrados de nombramiento popular fuesen quitados, no pagándoles
sus sueldos y que se eligiesen cinco presidentes, los cuales nombrarían después
cien hombres, y cada uno de ellos escogería otros tres que serían, en suma,
cuatrocientos; los cuales, cuando se reunieran en consejo o ayuntamiento, tendrían amplia y cumplida
autoridad de ordenar y ejecutar lo que viesen que era para el bien y provecho
de la república. Además reunirían los cinco mil ciudadanos cuando bien les pareciese.
Este
decreto lo pronunció Pisandro, el cual así en esto como en las otras cosas,
hacía de buena gana todo lo que entendía que aprovechaba a suprimir y abrogar
el gobierno popular. Pero el decreto había sido mucho tiempo antes imaginado y
consultado por Antifón, persona de gran crédito, pues no había en aquel tiempo
ninguna otra en la ciudad que le excediese en virtud, y que además era muy
avisado y prudente para hallar y aconsejar expedientes en los negocios comunes.
Junto con esto tenía mucha gracia y elocuencia en decir y proponer, y con todo
ello jamás iba a la junta del pueblo ni a otra congregación contenciosa si no
le llamaban. Por eso el pueblo no tenía de él sospecha, estimándole a pesar de
la eficacia y elegancia de sus palabras, hasta el punto de que no queriendo
entremeterse en los negocios, cualquier hombre que tuviese necesidad de él, ora
fuese en materia judicial, o con la asamblea del pueblo, se tenía por dichoso y
muy favorecido si podía contar con su consejo y defensa.
Cuando el régimen de los cuatrocientos fue quitado, y se
procedió contra los que habían sido principales autores, siendo acusado como los
demás, defendió su causa, y respondió a mi parecer mejor que nunca lo hizo hombre
alguno, de que yo me acuerde.
A este régimen popular se mostraba también muy favorable
Frínico, por el miedo que tenía a Alcibíades, que había sabido todo lo que él
trató con Astíoco, estando en Samos, y le parecía que no volvería a Atenas en
tanto que la gobernación de los cuatrocientos durase; Frínico era estimado por
hombre constante y esforzado en las grandes adversidades, porque habían visto
por experiencia que nunca se mostró falto de esfuerzo y corazón.
También
Teramenes, hijo de Hagnón, fue de los prin-cipales en acabar con el régimen
popular; y era hombre asaz suficiente, así en palabras como en hechos.
Estando,
pues, la obra dirigida por tan gran número de gentes de entendimiento y
autoridad, no es de maravillar que fuese llevada a cabo, aunque por otra parte
pareciese, y fuese a la verdad cosa muy difícil privar al pueblo de Atenas de
la libertad que había tenido, en la cual había estado casi cien años, después
que los tiranos fueron expulsados.[4]
Y no tan solamente había estado fuera de la sujeción de cualquier otro pueblo
extranjero, sino que aun más de la mitad de este tiempo había dominado a otros
pueblos.
Estando
la junta del pueblo disuelta, después que aprobó este decreto, los
cuatrocientos gobernadores fueron introducidos en el Senado de esta manera.
Los
atenienses, por hallarse los enemigos situados en Decélea, estaban de continuo
en armas, unos en la guarda de las murallas y otros en la de las puertas y otros
lugares, según donde les destinaban. Cuando llegó el día señalado para realizar
el acto, dejaron ir a su casa, como era de costumbre, a los que no estaban en
la conjuración, y a los que estaban en ella se les ordenó que quedasen, mas no
en el lugar donde hacían la centinela y donde tenían sus armas, sino en otra
parte cercana, y que si viesen que alguno quería impedir o estorbar lo que se hiciese,
lo resistieran con sus armas si necesario fuese.
Los
que recibieron orden para esto eran gentes de Andros, Tenos, trescientos de
Caristos y los de la ciudad de Egina, que los atenienses habían hecho habitar
allí.
Arregladas así las cosas, los cuatrocientos elegidos para
la gobernación, trayendo cada uno de ellos una daga escondida debajo de sus
hábitos, y con ellos ciento veinte mancebos para ayudarles y hacerse fuertes si
fuese menester, entraron todos juntos dentro del palacio donde se reunía el
Senado o el Consejo; cercaron a los senadores que estaban en consejo, los
cuales, según costumbre, daban sus votos con habas blancas y negras, y les
dijeron que tomasen sus pagas por el tiempo que habían servido en aquel oficio
y se fuesen, cuyas pagas llevaban los cuatrocientos, y conforme salían de la
Cámara del Consejo, les daban a cada uno lo que se le debía.
De esta manera se fueron del tribunal sin hacer resistencia
alguna y sin que el público que quedaba allí se moviese.
Entonces los cuatrocientos entraron y eligieron entre
ellos tesoreros y receptores; y hecho esto, sacrificaron solemnemente por la
creación de los nuevos oficiales.
De tal manera fue totalmente mudado el régimen popular y
revocado gran parte de lo que había sido hecho el tiempo que duró, excepto no
llamar a los desterrados por encontrarse en el número de ellos Alcibíades.
En lo demás, los nuevos gobernadores hacían todas las
cosas a su voluntad, y entre otras, mataron a algunos ciudadanos, no muchos,
porque les estorbaban y juzgaban prudente deshacerse de ellos; a algunos otros
metieron en prisión y a otros los desterraron.
Hecho esto, enviaron a Agis, rey de los lacedemonios, que
estaba en Decélea, un mensajero, dándole aviso de que querían reconciliarse con
los lacedemonios y ha-ciéndoles entender que podría tener más seguridad y confianza
en ellos que en el pueblo variable e inconstante. Mas pensando Agis que la
ciudad no podía estar sin gran alboroto y que el pueblo no era tan sumiso que
se dejase quitar fácilmente su autoridad y más si viese algún grande ejército
de lacedemonios delante de la ciudad; teniendo además en cuenta que el gobierno
de los cuatrocientos no era tan sólido y fuerte que se pudiese consolidar, no
les dio respuesta alguna tocante a su petición, antes hizo juntar en pocos días
gran número de gente de guerra en tierra del Peloponeso, y con ellos y los que
tenía en Decélea avanzó hasta los muros de la ciudad de Atenas, esperando que
se rendirían a su voluntad, así por la discordia que había entre ellos, dentro
y fuera de la ciudad, como por el miedo, viendo tan gran poder a sus puertas; y
si no lo quisiesen hacer, le parecía que fácilmente podría tomar los grandes
muros por fuerza, por estar muy apartados y ser difícil su guarda y defensa.
Pero
no se realizó lo que pensaba, porque los atenienses no promovieron tumulto ni
movimiento entre ellos, antes hicieron salir su gente de a caballo y parte de
los de a pie, bien armados y a la ligera, los cuales rechazaron inmediatamente
a los que se habían acercado más a los muros y mataron muchos, cuyos despojos
llevaron a la ciudad.
Viendo
Agis que su empresa no había salido bien, volvió a Decélea; y pasados algunos
días, mandó volver los soldados extranjeros que había hecho venir para esta
empresa, y detuvo los que tenía primero.
No
obstante todo lo pasado, los cuatrocientos le enviaron otra vez comisionados
para ajustar un convenio y les dio buena respuesta; de tal manera, que les
persuadió para que enviasen embajadores a Lacedemonia a fin de tratar de la paz
conforme deseaban.
Por
otra parte enviaron diez ciudadanos de su bando a los que estaban en Samos,
para darles a entender en contestación a otros muchos cargos que éstos hacían,
que lo que había sido hecho al mudar el estado popular no era en perjuicio de
la ciudad, sino para la salud de ella; y que la autoridad no estaba en las
manos de los cuatrocientos solamente, sino también en la de cinco mil
ciudadanos y, por consiguiente, como antes, en manos del pueblo, pues nunca en
ningún negocio que hubiese sido tratado en la ciudad así doméstico y dentro de
la misma tierra, como fuera, se había reunido para ello número tan grande como
el de cinco mil hombres.[5]
Esta embajada la enviaron los cuatrocientos a Samos desde
el principio, dudando que los que estaban allá de la armada no quisieran tener
por agradable esta mudanza, ni obedecer a su gobernación; y que el daño y la
discordia comenzase allá, siguiendo después en la ciudad como sucedió, porque
cuando se hizo este cambio en Atenas, se había levantado cierto alboroto o
sedición en la ciudad de Samos por la misma causa y de esta manera.
Algunos samios, partidarios del gobierno democrático que
había entonces en la ciudad, por defenderlo, se sublevaron, y puestos en armas
contra los principales de la ciudad que querían usurpar la gobernación, habían
después mudado de opinión por persuasión de Pisandro cuando llegó allí, y de
los otros sus secuaces y cómplices atenienses que allí se hallaron, y queriendo
derrocar este régimen popular se habían juntado hasta cuatrocientos, todos
determinados a abolirlo y a echar a los que ejercían el mando, pretendiendo ser
ellos, y representar a todo el pueblo. Mataron al principio un mal hombre y de
mala vida, un ateniense llamado Hipérbolo, el cual había sido desterrado de
Atenas, no por sospecha ni miedo de su poder ni de su autoridad, sino por delito
y porque deshonraba a la ciudad.[6]
Hicieron esto a excitación de un capitán de los atenienses llamado Carmio, y de
algunos otros atenienses que estaban en su compañía, por consejo de los cuales
se gobernaban, y deliberaron proceder más adelante en favor de la oligarquía.
Los
ciudadanos partidarios del gobierno democrático descubrieron esta conjuración,
principalmente a algunos capitanes que estaban al mando de Diomedonte y de Leonte,
generales de los atenienses, muy estimados y honrados por el pueblo, y opuestos
a que la autoridad pasara a manos de una oligarquía.
También la descubrieron a Trasíbulo y a Trasilo, capitán
aquél de un trirreme, y éste de la gente de tierra que había en él, y también a
los hombres de guerra que conocían como partidarios del estado popular,
rogándoles y requiriéndoles que no los quisiesen dejar maltratar por los
conjurados que habían jurado su muerte, ni tampoco desamparasen en tal negocio
a la ciudad de Samos, la cual perdería la buena voluntad que tenía a los
atenienses si los conjurados lograban mudar la forma de gobernarse que habían
tenido hasta entonces.
Hechas
estas declaraciones a los caudillos y capitanes, hablaron particularmente a los
soldados, persuadiéndoles para que no permitiesen que la conjuración tuviera
efecto. Primeramente trataron con la compañía de los enienses que tripulaban el
buque Páralos, que eran
todos hombres libres y opuestos siempre a la oligarquía, aun antes de que se
tratara de establecerla, estando en buena reputación con Diomedonte y Leonte,
de tal manera, que cuando éstos hacían algún viaje por mar les daban de buena
voluntad el cargo y la guarda de algunos trirremes.
Reuniéndose,
pues, todos estos con los de la villa que eran del partido democrático,
dispersaron a los trescientos conjurados que se habían alzado, de los cuales
mataron treinta, y de los principales autores desterraron a tres, perdonando a
los otros y restableciendo el estado popular desde entonces en su primera
autoridad.
Ejecutado
esto, los samios y los soldados atenienses que estaban allí enviaron
inmediatamente el trirreme Páralos
y al capitán del mismo, llamado Quereas, hijo de Arquelasteo, que les
había ayudado en este negocio, para advertir a los atenienses lo que se había
hecho allí, no sabiendo aún que la gobernación de la ciudad de Atenas se
encontraba ya en manos de los cuatrocientos, quienes al saber la llegada de
aquel barco hicieron prender a dos o tres de sus tripulantes y a los demás los
metieron en otros barcos, enviándoles a ciertos lugares de Eubea, de donde no
podrían escapar. Quereas, sabiendo a tiempo lo que querían hacer, se escondió y
se salvó. Después volvió a Samos y contó a los que estaban allí todo lo ocurrido
en Atenas, dándoles a entender ser las cosas mucho más graves de lo que eran.
Díjoles
Quereas que a todos los hombres partidarios del pueblo los maltrataban y
ultrajaban sin que hubiese persona que osase abrir la boca contra los
gobernadores; que no ultrajaban solamente a los hombres, sino también a las
mujeres y niños, y que además estaban resueltos a hacer lo mismo con cuantos
había en el armada de Samos que discrepasen de su voluntad, tomando sus hijos,
mujeres y parientes próximos, y haciéndoles morir si éstos no cedían a su
voluntad.
Muchas
otras cosas les dijo Quereas, que eran falsedades; pero, al oírlas los
soldados, fueron tan despechados e inflamados de ira, que opinaron matar, no
solamente a los que habían hecho el cambio de régimen en Samos, sino también a
todos los que lo habían consentido; pero poniéndoles algunos de manifiesto, con
objeto de apaciguarles, que, haciendo esto, pondrían la ciudad en gran peligro
de caer en manos de los enemigos, que eran muy numerosos sobre el mar y querían acometerles, dejaron de
realizarlo.
No
obstante todo esto, queriendo establecer abiertamente el estado popular en la
ciudad, Trasíbulo y Trasilo, que eran los caudillos y principales autores de
esta empresa, obligaron a todos los atenienses que estaban en la armada, y
asimismo a los que desempeñaban el gobierno oligárquico, a ayudar con todo su poder
a la defensa del régimen popular y a seguir tocante a esto lo que aquellos capitanes
determinasen, y al mismo tiempo defender la ciudad de Samos contra los
peloponenses, tener a los cuatrocientos nuevos gobernadores de Atenas por enemigos,
y no hacer ningún tratado ni tregua con ellos.
El
mismo juramento hicieron todos los samios que estaban en edad para llevar
armas, a los cuales los hombres de armas juraron también vivir y morir con
ellos en una misma fortuna, teniendo por cierto que no había esperanza de
salud, ni para ellos ni para los de la ciudad; antes se tenían todos por perdidos
si el estado de los cuatrocientos continuaba en Atenas, o si los peloponenses
tomaban la ciudad de Samos por fuerza.
En
estos debates perdieron mucho tiempo, queriendo los soldados atenienses que
estaban en el ejército de Samos restablecer en Atenas el régimen popular, y los
que tenían el gobierno en Atenas obligar a los de Samos a que hiciesen lo mismo
que ellos.
Siendo
todos los soldados de la misma opinión sobre esta materia, destituyeron a los
capitanes y a otros que ejercían cargo en la armada y eran sospechosos de favorecer
el estado de los cuatrocientos, y en su lugar pusieron otros.
De
este número fueron Trasíbulo y Trasilo, los cuales exhortaban uno en pos de
otro a los soldados a ser constantes en este propósito, por muchas razones que
les mostraron, aunque la ciudad de Atenas hubiese condescendido en la
gobernación de los cuatrocientos.
Entre
otras cosas, les decían que ellos que estaban en el ejército eran en mayor
número que los que se habían quedado en la ciudad, y tenían más abundancia y facultad
de todas las cosas que éstos. Por tanto que, teniendo los barcos en sus manos y
toda la armada de mar, podían obligar a todas las ciudades súbditas y
confederadas a contribuir con dinero. Y si los echasen de Atenas, tenían
aquella ciudad de Samos, que no era pequeña, ni de escaso poder, mientras que
quitadas a la ciudad de Atenas las fuerzas de la mar, en las cuales pretendía
exceder a todas las otras, ellos eran harto poderosos para rechazar a los
peloponenses sus enemigos, si les fueran a acometer a Samos, como lo habían
hecho otra vez.
Y
aun para resistir a los que estaban en Atenas, porque teniendo los barcos en
sus manos, por medio de ellos podrían adquirir provisiones en abundancia,
mientras los de Atenas carecerían de ellas, pues las que habían tenido hasta
entonces, que llevaban y desembarcaban en el puerto de Pireo, debíanlas a la
ayuda de la armada que estaba en Samos, de la que no podrían valerse en adelante
si rehusaban restablecer el gobierno de la ciudad en manos del pueblo. Además,
los que estaban allí podrían estorbar mejor el uso de la mar a los que estaban
en la ciudad de Atenas, que no los de la ciudad a ellos. Lo que la ciudad podía
dar de sí misma para resistir a los enemigos era la menor parte que se esperaba
tener, y perdiendo esto no perdían nada, puesto que no había más dinero en la
ciudad que les pudiesen enviar, viéndose obligados los soldados a servir a su
costa.
No
tenían en los de Atenas buen consejo, que es la única cosa que obliga a
guardarle obediencia a los ejércitos que están fuera; antes habían grandemente
errado, violando y corrompiendo sus leyes antiguas; mientras ellos, que estaban
en Samos, las querían conservar y obligar a los otros a guardarlas, porque no
era de creer que los que entre ellos habían sido autores de mejor consejo y
opinión en este asunto que los de la ciudad, fuesen en otros negocios menos
avisados.
Por
otra parte, si ellos querían ofrecer a Alcibíades la restitución de su estado y
llamarlo, él haría de buena voluntad la alianza y amistad entre ellos y el Rey.
Y aun cuando todos los recursos faltasen, teniendo tan grande armada podrían ir
a cualquier parte donde les pareciese y hallasen ciudades, y ocupar tierras
para habitar.
Con
estas razones y persuasiones se exhortaban unos a los otros, y no cesaban de
preparar con toda diligencia las cosas pertenecientes a la guerra.
Entendiendo
los diez embajadores enviados allí por los cuatrocientos que todas las cosas se
habían divulgado entre el pueblo, callaron, y no dieron cuenta del encargo que
llevaban.
XI
Los
marinos peloponenses que estaban en Mileto murmuraban públicamente contra
Astíoco y contra Tisafernes, diciendo que lo echaban todo a perder; Astíoco, porque
no había querido combatir con su armada estando debilitada en fuerzas la de los
contrarios, y además cuando tenían gran disensión entre sí y sus barcos estaban
diseminados en muchas partes, no les quería acometer, antes malgastaba el
tiempo con pretexto de esperar las naves que habían de ir de Fenicia,
entreteniéndoles con palabras y queriendo de esta manera arruinarles con grandes
gastos. Añadían a esto que no pagaba por completo ni de continuo a la armada,
perdiendo con ello su crédito.
Decían, pues, que no eran necesarias más dilaciones, sino
ir a acometer a los atenienses, lo cual apoyaban los siracusanos con la mayor
instancia.
Advertido Astíoco y los caudillos que estaban allí por las
ciudades confederadas de estas murmuraciones, determinaron combatir, sabiendo
además que ya había gran revuelta en Samos. Reunieron todos los buques que tenían,
que resultáronles ciento veinte, y dos en Mícala; y de allí avisaron y mandaron
llamar a los que estaban en Mileto, ordenándoles que marchasen por tierra. Los
barcos de los atenienses eran ochenta y dos que habían ido de Samos a la playa
de Glauca en tierra de Mícala.
Téngase
en cuenta que Samos está un poco lejos del continente por la parte de Mícala.
Al
ver los barcos de los peloponenses venir contra ellos se retiraron a Samos,
porque les parecía no ser bastante poderosos para aventurar una batalla, de la
cual dependería toda su fortuna, y porque tenían entendido que los enemigos
iban con grande voluntad de combatir.
Además
esperaban a Estrombíquides, que estaba en el Helesponto, y había de ir allí con las naves que
había traído de Quío a Abido; cosa que mandaron hacer desde que se retiraron a
Samos, y los peloponenses vinieron a Mícala.
En
este punto establecieron aquel día su campo, así con las gentes que habían
sacado de los barcos como con los procedentes de Mileto, y también con gentes
de la tierra.
Al día siguiente, de mañana, habían determinado ir en
busca de sus enemigos a Samos, pero avisados de la llegada de Estrombíquides se
volvieron a Mileto.
Los atenienses deliberaron sobre ir a presentarles la
batalla en dicho punto, después de reforzados con los buques que llevaba
Estrombíquides, porque se reunieron entre todos ciento ocho, y así lo
acordaron.
Después de su partida, los peloponenses, aun con tan
hermosa y fuerte armada, no se tenían por bastantes para combatir con los enemigos;
y no sabían, por lo demás, cómo podrían sustentar las tripulaciones, viendo que
Tisafernes no pagaba bien; por lo cual enviaron a Clearco, hijo de Ramfias,
capitán de cuarenta naves, para que lo notificara a Farnabazo, atendiéndose a lo
que les había sido mandado en el Peloponeso; y porque Farnabazo les prometió
pagar la armada.
Por
otra parte, entendían que si iban a Bizancio la ciudad se rebelaría en su favor,
por lo cual se puso Clearco a la vela con sus cuarenta buques, saliendo a alta
mar para no ser descubierto de sus enemigos, pero le sorprendió una gran
tormenta, de tal manera que sus buques fueron dispersados, parte de ellos, que
seguían a Clearco, llegaron a Delos, y los otros se volvieron a Mileto y
después se reunieron con Clearco, que fue por tierra al Helesponto. Pero diez
naves que habían llegado antes al Helesponto, hicieron sublevar la ciudad a su
voluntad.
Siendo
después avisados los atenienses que estaban en Samos, enviaron un número de
buques para guardar el Helesponto, los cuales libraron una pequeña batalla delante
de Bizancio, a saber: ocho naves de ellos contra otras tantas de los
peloponenses.
Entretanto,
los que eran caudillos de la armada de los atenienses, principalmente
Trasíbulo, el cual había siempre sido de parecer que debían llamar a Alcibíades;
aun después que el régimen de Atenas fue mudado, en parte por intrigas de éste;
continuaba más firme en dicho propósito y lo mostró por tal manera y persuadió
de tal suerte a los soldados que allí estaban, para que acordasen todos la
vuelta de Alcibíades, que fue el decreto concluido y escrito, perdonando a
Alcibíades y llamándole a la ciudad.
Publicado
este decreto, Trasíbulo fue a donde estaba Tisafernes, y llevó a Alcibíades,
que se encontraba con éste, a Samos, esperando por su medio atraer a Tisafernes
a la amistad de los atenienses.
Estando
Alcibíades en Samos, hizo juntar el pueblo y expuso ante él las grandes
pérdidas y daños que había sufrido en su destierro. Después habló muy
animosamente de los negocios de la república, de suerte que les infundió grande
esperanza de recobrar el antiguo poder, encareciéndoles en gran manera la
influencia que tenía con Tisafernes, a fin de que los que ejercían autoridad y
mando en Atenas tuviesen temor de él, y por esta vía sus conjuraciones e
inteligencias se deshicieran y amenguasen. También lo hizo para ganar con los
que estaban en Samos autoridad y prestigio, y para que, aumentando su
reputación, a los enemigos les inspirara más desconfianza Tisafernes y
perdieran la esperanza de que les ayudase.
Decía
a los atenienses que estaban en Samos, que Tisafernes le había prometido dar el
sueldo de los soldados, aunque hubiera de vender cuanto tuviese, si podía tener
seguridad de ellos hasta el fin de la guerra, y que haría ir en su socorro los
barcos fenicios que ya estaban en Aspendo, en lugar de enviarlos a los
peloponenses. Añadía que para tener seguridad de ellos no les demandaba sino
que recibiesen a Alcibíades.
Habiéndose
expresado en tales o semejantes palabras, los capitanes y soldados le pusieron
en el número de los caudillos de la armada, y le dieron autoridad para mandar y
ordenar en todas las cosas; y en efecto, adquirieron tan grande confianza y
esperanza en él, que ya no dudaban de su salvación, ni de la caída de los
cuatrocientos, estando todos dispuestos desde entonces, bajo la confianza de lo
que les había dicho, a ir a Pireo, sin cuidarse de los enemigos que encontraban
tan cerca de allí. Muchos pedían esto con grande instancia, pero no lo quiso consentir
Alcibíades, diciendo que no era cosa conveniente, teniendo próximos los
enemigos, ir a Pireo, y que pues le habían dado la dirección de la guerra y
elegido por caudillo, proveería con Tisafernes en todo; volvió al partir de
esta junta a donde Tisafernes se encontraba para mostrarles que quería consultar
todas las cosas con él, y al mismo Tisafernes dio a entender que tenía grande
autoridad entre los atenienses, y que era su caudillo, para que fuese más
estimado de él y entendiese por esta vía que le podría ayudar o perjudicar. Y
sucedió, en efecto, lo que pretendía, porque, por el favor con Tisafernes, fue
después muy temido de los atenienses, y del mismo Tisafernes por el temor que a
éstos tenía.
Cuando
los peloponenses que estaban en Mileto supieron el llamamiento de Alcibíades,
teniendo ya grande sospecha, comenzaron a hablar mal de Tisafernes públicamente.
Y a la verdad, porque rehusaron de ir contra la armada que les presentó la
batalla frente a Mileto, se había enfriado Tisafernes para pagar el sueldo a la
armada; juntamente con esto Alcibíades trabajaba de tiempo atrás por hacerle
quedar mal con los peloponenses.
Esparcido
este rumor entonces, los soldados que estaban en Mileto comenzaron a juntarse
por escuadras como habían hecho antes, y a producir grande alboroto, de tal
manera que algunos de entre ellos, hombres de autoridad, diciendo que nunca
habían cobrado la paga entera, y que la poca que les daban nunca había sido de
continuo, amenazaban, si no los llevaban a alguna parte para combatir o para
arriesgar la vida, con dejar los buques. De todo esto culpaban a Astíoco que, por
su particular provecho, había querido complacer a Tisafernes.
A
esta murmuración y motín siguió una gran perturbación contra Astíoco, porque
los marineros de los siracusanos y de los turios, estando menos sujetos que los
otros, hicieron mayor instancia y con palabras más sueltas para que les dieran
su paga, a los cuales Astíoco dio alguna áspera respuesta y, queriendo
Hermócrates tomar la voz por su gente y sustentar su querella, alzó un palo que
tenía para darle.
Al
ver esto los marineros y soldados siracusanos, corrieron con gran ímpetu contra
Astíoco, el cual se libró de ellos metiéndose en un templo cercano, y de esta manera
se salvó. Después, al salir de allí, le prendieron.
Además
de esto los milesios atacaron un castillo o baluarte que Tisafernes había hecho
allí, el cual tomaron echando a las gentes que él había puesto de guarda, cosa
que fue muy agradable a los otros aliados, y también a los siracusanos.
A
Licas le pesó, diciendo que los milesios y los otros que estaban bajo el mando
del Rey debían obedecer y complacer a Tisafernes en las cosas que eran
razonables, hasta que los negocios de la guerra estuvieran en mejor orden. Por
esta opinión y por otras muchas pruebas semejantes, los milesios concibieron
tan grande indignación contra él, que habiendo después muerto de enfermedad, no
quisieron consentir que su cuerpo fuese enterrado en el lugar que los
lacedemonios, que allí estaban, habían ordenado.
Durante
estas alteraciones, y estando en tales diferencias las gentes de armas,
Tisafernes y Astíoco, llegó a Mileto Míndaro, nombrado general de la armada por
los lacedemonios en lugar de Astíoco, quien, después que dejó su cargo a
Míndaro, volvió a Lacedemonia, y con él envió Tisafernes por embajador uno de
sus familiares, natural de Caria, llamado Gaulites, que sabía bien hablar las
dos lenguas griega y persa, así para quejarse del ultraje que los milesios
habían hecho a él y a su gente, como también para excusarse de lo que él sabía
que le acusaban, habiendo enviado mensajeros a Lacedemonia sobre esto, con los
cuales fue Hermócrates. Éste afirmaba que Tisafernes y Alcibíades estaban de
acuerdo para destruir el poder de los peloponenses, porque tenía de mucho
tiempo atrás grande enemistad con Tisafernes, a causa de la paga, y también
porque, al llegar a Mileto, los otros tres caudillos de los buques siracusanos
a saber, Potámide, Miscón y Demarco, Tisafernes le había hecho cargos en
presencia de ellos y en malos términos de muchas cosas, y, entre otras, la de
que el rencor que tenía contra él era porque no quiso darle cierta suma de
dinero que le había pedido. Por esta causa se fueron Astíoco y los mensajeros
de los milesios y Hermócrates, de Mileto a Lacedemonia.
Alcibíades
volvió de donde estaba Tisafernes a Samos, a donde también llegaron mensajeros
de Delos, que los cuatrocientos gobernadores de Atenas habían enviado allí para
aplacar y apaciguar a los que estaban en Samos.
Mas
al principio, siendo por ellos reunido el pueblo, los hombres de armas hicieron
instancia para que no les diesen audiencia, antes con grandes voces aseguraban
que debían hacer pedazos a tales hombres, pues querían destruir el régimen
popular. A pesar de esto y después de muchas palabras, con gran dificultad les
oyeron en silencio.
Éstos
mostraron cómo la mudanza de régimen que había sido hecha, no era en manera
alguna para abatimiento de la ciudad, como daban a entender; antes para su
salvación y a fin de que no cayese en poder de los enemigos, los cuales ya
habían ido hasta junto a los muros de Atenas. Por esto se había creído
necesario elegir los cuatrocientos, para ordenar la defensa y los demás
negocios de la ciudad con los otros cinco mil, los cuales eran todos
participantes en la resolución de toda clase de asuntos; añadieron que no era
verdad lo que Quereas aseguró, por envidia, de que habían desterrado y maltratado
a los hijos, parientes y amigos de los que estaban fuera, pues al contrario,
les dejaban todos sus bienes y casas, y en la misma libertad que gozaban antes.
Después
de estas disculpas y demostraciones, queriendo pasar adelante, se lo impidieron
los atenienses que allí estaban, a los cuales parecía mal lo que decían, y comenzaron
a expresar muchas y diversas opiniones.
El
mayor número era de parecer que debían ir por mar a Pireo.
En
esta discordia Alcibíades se mostró tanto o más amigo de la patria que otro
alguno. Porque viendo que los atenienses que estaban allí querían ir contra los
de Atenas, y conociendo que si aquello se realizaba ocasionaría que los
enemigos tomasen toda la tierra de Jonia y del Helesponto, no lo quiso permitir,
antes lo contradijo con más vigor y energía que ningún otro y por su autoridad
impidió esta navegación e hizo callar a los que habían dado voces contra los
mensajeros públicamente.
Después
les ordenó volver a Atenas con esta respuesta: que en lo que toca a los cinco
mil hombres que se habían nombrado para ayuda de la gobernación de la ciudad, no
era de opinión que les privasen de estas facultades, mas los cuatrocientos
quería que se suprimiesen y que fuese restablecido el Consejo de quinientos en
la forma que estaba antes. Y en lo tocante a lo que había sido hecho por los
cuatrocientos, de disminuir los gastos de la ciudad para atender a la paga de
los hombres de armas, lo hallaba muy bueno, y les exhortaba proveyesen bien en
los otros negocios de la ciudad y que no permitieran cayese en poder de los
enemigos; dándoles buena esperanza de aplacar las diferencias, quedando la
ciudad en su ser, sin que viniesen a las armas unos contra otros, para lo cual
era necesario que todos tuviesen gran prudencia, porque si llegaban a la lucha
los que estaban en la ciudad contra los que estaban en Samos, cualquiera de
ellos que alcanzara la victoria no encontraría ya persona con quien hacer
tratos o conciertos.
En
esto llegaron embajadores de parte de los argivos, que ofrecieron a los
atenienses que allí estaban ayuda y socorro contra los cuatrocientos, para la
defensa del régimen popular, a los cuales Alcibíades agradeció mucho sus buenos
ofrecimientos, y después de haberles preguntado a ruego de quién iban con esta
embajada y respondido ellos que de nadie, les despidió amablemente.
Y
a la verdad, no habían sido requeridos para ir. Pero enviados algunos de los
marinos del trirreme Páralos por los cuatrocientos en un buque de guerra,
para ver lo que se hacía en Eubea y también para llevar tres embajadores que
estos cuatrocientos enviaban a Lacedemonia, y que eran Lespodias, Aristofonte y
Melasias, los tripulantes, cuando llegaron a Argos, entregaron los embajadores
presos a los argivos, acusándoles de que habían sido los principales autores y
cómplices para quitar el régimen popular en Atenas, y después no volvieron a Atenas
sino que embarcaron a los embajadores de los argivos y los llevaron en su buque
a Samos.
En
ese mismo verano, Tisafernes, conociendo que los peloponenses tenían mala
opinión de él por algunas causas, entre ellas la restitución de Alcibíades y
porque presumían tomaba el partido de los atenienses, para disculparse ante
ellos de esta sospecha, se preparó a recibir a los barcos fenicios que habían
de ir; y para salirles al encuentro, pues estaban en el puerto de Aspendo,
mandó a Licas que fuese con él. Mientras hacía el viaje dejó por su
lugarteniente a Tamos, uno de sus capitanes, al cual dio encargo, según decía,
de pagar el sueldo a los marineros peloponenses.
Creyóse
después que no había ido a Aspendo con el referido objeto, porque no hizo ir
las naves, siendo cierto que entonces había allí ciento quince todas
aparejadas. Y aunque no se supiese en verdad la causa de este viaje, porque no
ordenó que se unieran a los peloponenses aquellos barcos, no dejaron de
formarse diversos juicios.
Unos
presumían que hizo aquello por entretener los negocios de los peloponenses, con
esperanza de su vuelta, porque Tamos, al cual había dejado para reemplazarle,
no pagó mejor que él lo había hecho, sino peor. Otros, juzgaron que había ido a
cobrar el dinero necesario para pagar el sueldo de los fenicios al enviarlos.
Otros presumían que su objeto era borrar la mala opinión que los peloponenses
tenían de él, mostrándoles que deseaba sinceramente ayudarles, pues iba por la
armada, la cual ya se sabía que estaba aparejada.
Cuanto
a mí, tengo por muy cierto, y la cosa es muy evidente, que no quiso llevar los
barcos, sino que lo fingió en este viaje, para que, esperando su venida, los negocios
de los griegos llegaran a la mayor confusión, y no dando ayuda a ninguna de
ambas partes, sino faltando a entrambas, quedasen iguales y débiles. Porque es
muy claro que si quisiera unirse de buena voluntad con los lacedemonios, éstos
hubieran entonces alcanzado la victoria, pues en aquella sazón estaban tan poderosos
por mar como los atenienses.
La
excusa que dio de no haber llevado los barcos, puso de manifiesto su malicia y
engaño, pues dijo que era porque los fenicios no habían dado el número de
buques que les había pedido a nombre del Rey; de creer es que hubiera
satisfecho a éste conseguir el mismo objeto con menos número y a menos coste.
Cualquiera
que fuese su intención, los peloponenses enviaron por su parte dos trirremes
con él cuando fue al lugar de Aspendo, de los cuales era caudillo un lacedemonio
llamado Filipo.
Al
saber Alcibíades la ida de Tisafernes, tomó trece trirremes de los que estaban
en Samos, y se fue hacia aquella parte, haciendo entender a los atenienses de Samos
que su ida aprovecharía en grande manera, porque haría tanto que la armada que
estaba en Aspendo vendría en socorro, o no iría en ayuda de los lacedemonios, y
se los aseguraba conociendo, como era de creer, los deseos de Tisafernes por la
larga comunicación que había tenido con él, que eran no enviar la armada a los
peloponenses.
También
lo decía con la intención de hacer al mismo Tisafernes más sospechoso a los
peloponenses, a fin de que después fuese obligado a ponerse de parte de los atenienses;
fue, pues, hacia donde estaba, manteniéndose siempre en alta mar hacia la parte
de Fasélide y de Cauno.
XII
En este
tiempo, los embajadores que los cuatrocientos habían enviado a Samos, de vuelta
en Atenas, dieron cuenta del encargo que Alcibíades les había dado, y que
consistía en que ellos procurasen guardar la ciudad y defenderse de los
enemigos, que él tenía esperanza de reconciliar a los que estaban en la armada
de Samos y de vencer a los peloponenses, cuyas palabras infundieron grande
ánimo a muchos de los cuatrocientos, que ya estaban enfadados y enojados de
aquella forma de gobierno, y de buena voluntad la hubieran dejado, de poderlo
hacer sin peligro.
Al
saber los deseos de Alcibíades, todos de común acuerdo tomaron a su cargo los
negocios, nombrando a los dos hombres más principales y más poderosos de la
ciudad por sus caudillos, que eran Teramenes, hijo de Hagnón, y Aristócrates,
hijo de Escelias, y además de éstos, muchos otros de los más a propósito de los
cuatrocientos, los cuales se excusaban de haber enviado embajadores a los
lacedemonios diciendo que lo habían hecho por el temor que tenían a Alcibíades
y a los otros que estaban en Samos, para que la ciudad no fuese ofendida.
Parecíales
que se podría evitar que la gobernación cayera en manos de pocos en número, si
procuraban que los cinco mil que habían sido nombrados por los cuatrocientos
tuviesen el mando y la autoridad efectivos y no de palabra, y que de esta
manera el régimen se podría reformar para el bien de la ciudad, del cual,
aunque hiciesen siempre mención en sus juntas, la mayor parte de ellos tiraba a
su particular derecho y a la ambición de su autoridad, esperando que, si
destruían la gobernación de los cuatrocientos, no quedarían solamente iguales a
los otros, sino superiores.
Además,
en el régimen de gobierno popular, cada uno sufre mejor una derrota de sus
aspiraciones, porque los oficios se dan por elección del pueblo y le parece no
haber sido desechado por sus iguales, cuando se hace por todo el pueblo.
Y
a la verdad, la autoridad que Alcibíades tenía con los que estaban en Samos dio
grande esfuerzo a éstos, y les parecía como que el estado de los cuatrocientos
no podía durar; cada uno de ellos se esforzaba en adquirir entre el pueblo el
mayor crédito que podía, para ser el mayor en autoridad.
Los
que eran principales entre los cuatrocientos trabajaban en sentido contrario
cuanto podían y principalmente Frínico, el cual, siendo el caudillo de los que
estaban en Samos, había sido contrario a Alcibíades; también Aristarco, que
había sido siempre enemigo del régimen popular, y lo mismo Pisandro, Antifón y
los otros que eran de los más poderosos de la ciudad, los cuales, desde el
tiempo que habían tomado el cargo y aun después de la mudanza y revuelta que
había habido en Samos, enviaron embajadores propios a Lacedemonia, procurando
mantener la gobernación de la oligarquía con todo su poder, y hacían levantar y
disponer la muralla de Eetionea.
Después
de la vuelta de los embajadores que habían enviado a Samos, viendo que muchos
de su partido mudaban de opinión, aunque los habían tenido por muy constantes y
determinados en el negocio, enviaron de nuevo e inmediatamente a Antifón y a
Frínico con diez de su bando a los lacedemonios, y les dieron comisión de hacer
algún concierto con ellos lo mejor que pudiesen, con tal que fuese tolerable.
Hicieron esto por el temor que tenían, así de los que estaban en Atenas, como
de los que se encontraban en Samos.
Cuanto
a lo de la muralla que alzaban y reparaban en Eetionea, lo hacían como lo decía
Teramenes y los que estaban con él, no tanto por estorbar que los que estaban
en Samos pudiesen entrar en el puerto de Pireo, como por recibir el ejército de
mar y de tierra de los enemigos cuando quisiesen; por
cuanto el lugar de Eetionea está a la entrada del puerto de Pireo en figura o
forma de media luna.
La muralla que hacían por la parte de la tierra hacia el lugar era de tal
manera fuerte, que con poca gente que estuviese en ella podían a su voluntad
dejar entrar los barcos o impedirlo, porque el lugar se juntaba con la otra
tierra del puerto, que tiene la entrada harto estrecha.
Además de estas
obras que hicieron en Eetionea, repararon la muralla vieja que estaba fuera de
Pireo, del lado de tierra, y edificaron otra nueva por dentro a la parte de la
mar, y entre las dos hicieron grandes trojes paneras, dentro de las cuales
obligaron a todos los de la villa a traer y meter el trigo que tenían en sus
casas, y también todo lo que traían por mar lo hacían allí descargar, y los que
querían comprar necesitaban ir a hacerlo allí.
Estas
cosas que los cuatrocientos hacían, a saber, las reparaciones y provisiones
para recibir a los enemigos, lo divulgaba ya Teramenes antes que los postreros
embajadores fuesen de parte de los cuatrocientos a Lacedemonia. Mas después que
volvieron sin conseguir nada, él decía y publicaba más abiertamente que la
muralla que habían hecho sería causa de poner el estado de la ciudad en
peligro.
Porque
en este mismo tiempo llegaron allí cuarenta y dos barcos de los enemigos, de
los cuales una parte eran italianos y sicilianos que venían del Peloponeso, de
los que habían enviado a Eubea, y algunos de los otros eran de los que dejaron
en el puerto de La, en tierra de Laconia, de los cuales era capitán Hegesándridas,
hijo del espartano Hegesandro, de lo cual deducía Teramenes que ellos no habían
llegado allí tanto por ir a Eubea, como por ayudar a los que construían la
dicha muralla de Eetionea, y que si no se hacía buena guarda habría gran
peligro de que tomasen a Pireo en llegando. Esto que decían Teramenes y los que
estaban con él no era del todo mentira, ni dicho por envidia; porque a la
verdad, los que ejercían la oligarquía en Atenas bien quisieran, si pudieran,
gobernar la ciudad en libertad y bajo su autoridad y poder mandar a los demás
como representantes de la cosa pública; pero si no pudiesen mantener y defender
su autoridad, estaban resueltos, teniendo el puerto, los buques y la fortaleza
de Pireo en sus manos, a vivir allí con seguridad, temiendo que si el pueblo
recuperaba el poder que tenía en el régimen democrático fuesen ellos de las
primeras víctimas.
Y
si no pudieran defenderse allí, antes de caer en las manos del pueblo
deliberaban meter dentro de Pireo a los enemigos, pero sin darles los buques y
fortalezas, y capitular con ellos en los negocios de la ciudad lo mejor que
pudiesen, con tal de que sus personas fuesen salvas.
Por
estas causas y razones tenían buenas guardas en las murallas y a las puertas; y
en lo demás activaban cuanto podían la fortificación de los lugares por donde
los enemigos podían tener entrada y salida, temiendo que los tomaran por
sorpresa.
Todos
estos proyectos y deliberaciones se hacían y comunicaban primeramente entre
pocos hombres. Mas después Frínico, vuelto de Lacedemonia, fue herido en la
plaza del mercado por uno de los que hacían la centinela, de cuya herida murió
al llegar a su casa, y el que le hirió huyó. Un argivo, su cómplice, fue por
orden de los cuatrocientos preso y sometido a tormento, a pesar del cual no nombró
a nadie como autor del asesinato, y dijo no saber otra cosa sino que en casa
del capitán de la guardia y de otros muchos ciudadanos se juntaban a menudo muchas
personas. Teramenes y Aristócrates, y los que estaban en inteligencia con
ellos, así de los cuatrocientos como otros, continuaron con más calor su
empresa. Cuanto más que la armada enemiga que estaba en La, habiendo tomado puerto
y refresco en Epidauro, hacía muchas salidas y robos en la tierra de Egina, por
lo cual Teramenes decía que no era de creer que si la armada quisiese ir a
Eubea, viniera a recorrer hasta el golfo de Egina para después volver a
Epidauro, sino que había sido llamada por los que tenían y fortificaban a
Pireo, como siempre aseguró.
Por
esta causa, después de muchas demostraciones hechas al pueblo para amotinarle
contra ellos, fue determinado ir a tomar a La por fuerza.
Cumpliendo
su determinación los soldados que trabajaban en la fortificación de Eetionea,
de los cuales era capitán Aristócrates, prendieron a uno de los cuatrocientos
que era del partido contrario, llamado Alexicles y le pusieron guardas en su
propia casa. Después prendieron también a muchos, y entre otros a uno de los
capitanes que tenían la guarda de Muniquia, llamado Hermón. Esto fue hecho con
consentimiento de la mayor parte de los soldados.
Sabido
esto por los cuatrocientos, que entonces se encontraban en el palacio de la
ciudad, excepto aquellos a quienes el régimen oligárquico no agradaba, determinaron
ponerse en armas contra Teramenes y los que estaban con él. Mas él se excusaba
diciendo que estaba preparado y dispuesto para ir a La a prender a los que
hacían tales novedades. Llevando consigo uno de los capitanes que era de su
opinión se fue a Pireo, ayudándole Aristarco y la gente de a caballo.
Con
este motivo levantóse grande alboroto y tumulto, porque los que estaban en la
ciudad decían públicamente que Pireo había sido tomado ya, y muertos los que lo
defendían, y los que estaban dentro de Pireo pensaban que todos los de la
ciudad iban contra ellos.
Tan
grande fue el alboroto, que los ancianos de la ciudad tuvieron harto que hacer
deteniendo a los ciudadanos para que no se pusieran todos en armas.
En
esto trabajó grandemente con ellos Tucídides de Farsalia; el cual, habiendo
tenido grande amistad y conversando con muchos de ellos, los iba apaciguando
con dulces palabras, demostrando y requiriéndoles que no quisiesen poner la ciudad
en peligro de perdición, teniendo tan cerca a los enemigos que los estaban aguardando.
Con estas razones el furor fue aplacado y se retiraron todos a sus casas.
Teramenes,
que era del gobierno con los demás cuatrocientos, al llegar a Pireo aparentó estar
enojado contra los soldados, pero Aristarco y los de su parte, que eran del
bando contrario, estaban, a la verdad, muy mal con ellos; los cuales no por eso
dejaban de trabajar en su obra, hasta que algunos demandaron a Teramenes si le
parecía mejor acabar la muralla o derribarla.
Respondióles que si querían derrocarla a él no le pesaría. Inmediatamente todos
los que trabajaban y muchos otros de los que estaban en Pireo subieron sobre el
muro y en poco tiempo lo arrasaron.
Hicieron
esto para atraer el pueblo a su opinión, diciendo en alta voz a los que estaban
allí estas palabras:
«Quienes
deseen que los cinco mil gobiernen y no los cuatrocientos, deben ayudar a hacer
lo que nosotros ha-cemos.»
Decían
esto por no atreverse a declarar que pretendían restaurar el régimen popular;
antes fingían estar contentos con que los cinco mil gobernasen, temiendo
nombrar a alguno, por error, de los que pretendían ejercer mando en el régimen
popular y no fiándose unos de los otros, cosa que admiraba a los cuatrocientos,
quienes no querían que los cinco mil tuviesen la autoridad, ni tampoco deseaban
que fuesen depuestos, porque haciendo esto era necesario volver al régimen
popular; y dándoles autoridad era casi lo mismo, ejerciendo el poder tan gran
número de hombres. Por esto no querían declarar que los cinco mil no habían
sido nombrados y este silencio tenía a las gente con temor y sospecha, así de una
parte como de otra.
Al día siguiente los cuatrocientos, aunque algo turbados,
se juntaron en palacio.
De la otra parte, los que estaban en armas en Pireo,
habiendo derribado la muralla y soltado a Alexicles, que tenían preso, fueron
al teatro de Dióniso en Muniquia, dentro de Pireo, y allí tuvieron su consejo.
Después de debatido sobre lo que debían de hacer, acordaron ir a la ciudad y
dejar sus armas donde tenían por costumbre; lo cual hicieron. Viéndoles
desarmados fueron a ellos muchos ciudadanos secretamente de parte de los cuatrocientos,
acercándose a los que conocían por ser más tratables, rogándoles que se
mantuviesen en paz sin hacer alboroto ni tumulto en la ciudad, e impidiendo que
los otros lo hiciesen.
Dijéronles
que podían nombrar todos juntos lo cinco mil que debían ejercer la gobernación,
y meter en este número a los cuatrocientos, con el cargo y autoridad que a
ellos pareciere, para no poner la ciudad en peligro de venir a manos de los
enemigos.
Con
tales recomendaciones y consejos, que se hacían por diversas personas en
distintos lugares, y a diferentes hombres, el pueblo que estaba en armas se
apaciguó mucho, temiendo que su discordia fuese para ruina y perdición de la
ciudad, y en efecto, fue acordado por todos que en cierto día se había de
verificar la junta general del pueblo en el templo de Baco.
XIII
Estando
en el día señalado el pueblo junto en el templo de Dióniso, antes que se
propusiese alguna cosa, llegaron noticias de que habían partido cuarenta y dos
naves de Mégara para ir a Salamina al mando de Hegesándridas, lo cual pareció
al pueblo ser en efecto lo que Teramenes y los que le seguían habían dicho
antes, que la armada de los enemigos vendría derecha a la muralla que se edificaba,
y que por esta causa era conveniente derribarla.
Sospechaban
que Hegesándridas se detendría de intento alrededor de Epidauro y de los
lugares circunvecinos, sabiendo la agitación en que estaban los atenienses a
fin de poner en ejecución alguna buena empresa si veía oportunidad para ello.
Los
atenienses al saber estas noticias corrieron a Pireo, temiendo la guerra
delante de su puerto más que si estuviera en otra parte lejana. Por esta causa
unos se lanzaron dentro de los barcos que estaban aparejados en el puerto,
otros aparejaban los que no estaban a punto, y otros subían sobre los muros que
estaban a la entrada del puerto para defenderle.
Pero
los buques peloponenses, habiendo pasado de Sunión, tomaron su camino entre
Tórico y Pracias, y fueron a anclar en Oropo.
Los atenienses reclutaron inmediatamente los marineros que
hallaron dispuestos, como se acostumbra hacer en una ciudad que está en guerras
civiles, para impedir el gran peligro de los enemigos. Porque todo el socorro
que ellos recibían entonces era de Eubea.
Estando el lado de la tierra ya ocupado por los enemigos,
enviaron a Timócrates, con los buques que pudieron entonces armar, a Eretria. Al
llegar allí, teniendo en todo treinta y seis trirremes con los que estaban antes
en Eubea, viose obligado a combatir. Porque Hegesándridas, habiendo ya comido,
partió de Oropo y venía la vuelta de Eretria, que dista de Oropo sesenta estadios
por mar.
Viendo, pues, los atenienses que llegaba la armada de los
enemigos en orden de batalla contra ellos, enviaron inmediatamente sus naves,
pensando que los soldados les seguirían en seguida, pero éstos estaban
esparcidos por toda la villa para hacer provisión de vituallas, porque los
ciudadanos habían maliciosamente encontrado manera de que no llegasen
provisiones para vender en la plaza, a fin de que los soldados, ocupados en
buscar provisiones por la villa, no pudiesen embarcarse a tiempo y los enemigos
les cogieran descuidados. Además habían convenido con los enemigos hacerles
señal cuando viesen la oportunidad de acometer los buques atenienses, lo cual
hicieron. No obstante todo esto, los atenienses, que estaban en los barcos
dentro del puerto, contuvieron un buen rato la fuerza de los enemigos, mas al
fin les fue forzoso huir, siguiéndoles los enemigos hasta la orilla del mar,
donde los que se refugiaron dentro de la villa, como en tierra de amigos,
fueron por los ciudadanos malamente muertos, mas los que se retiraron a los
lugares fuertes que los atenienses tenían se salvaron, y lo mismo los de los
barcos que pudieron ir hasta Cálcide, mas los que no pudieron, que eran
veintidós, fueron capturados con todos los que estaban dentro, marineros y
tripulantes, siendo unos muertos y otros presos.
Por
razón de esta victoria los peloponenses alzaron allí un trofeo, y muy poco
tiempo después pusieron toda la isla de Eubea en su obediencia, excepto a Oreo
que la poseían los atenienses,
y ordenaron su dominación en todos los lugares comarcanos.
Cuando
la noticia de esta derrota llegó a Atenas, todo el pueblo se asustó tanto y más
que del mayor infortunio que antes les hubiese ocurrido, porque aun cuando la
pérdida que habían sufrido en Sicilia fuese de grande importancia, y muchas
otras que les habían ocurrido en diversos tiempos, habiéndose rebelado el
ejército que tenían en Samos y no contando con otros buques ni gente para salir
al campo, estando ellos mismos por otra parte tan airados unos contra otros en
la ciudad que sólo esperaban la hora de acometerse, y habiendo, después de tantas
calamidades y malandanzas, perdido de un golpe toda la isla de Eubea, de la
cual les llegaba más socorro que de su propia tierra de Atenas, fuera cosa muy
extraña no espantarse de ello.
Cuanto
más, que estando la isla tan próxima a la ciudad, temían en gran manera que los
enemigos, con el aliento que les daba aquella victoria, viniesen entonces a
Pireo, cuyo puerto, totalmente desprovisto de naves, lo podían muy bien tomar si
tuvieran ánimo para ello, e igualmente acometer la ciudad, o a lo menos
cercarla, la cual por esta vía cayera en mayor desorden.
Si
hacían esto, los que estaban en la armada de los atenienses en Jonia, aunque
fuesen contrarios a la gobernación de los cuatrocientos, se verían obligados
por su interés particular y por la salud de su ciudad a abandonar la tierra de
Jonia para ir en socorro de su patria, de esta manera toda la tierra de Jonia y
del Helesponto, y las islas que están en aquel mar alrededor de Eubea, es
decir, todo el imperio y señorío de los atenienses, quedaría en poder de los
enemigos.
Mas
los lacedemonios, en esto y en muchas otras cosas, fueron ciertamente útiles a
los atenienses, por la multitud y diversidad de las gentes que tenían en su compañía,
muy diferentes en voluntad y manera de vivir, porque unos eran activos y
diligentes, y otros tardíos y descuidados, unos esforzados y otros temerosos.
Especialmente para los combates por mar estaban muchas veces en grande
discordia, lo cual resultó en provecho de los atenienses. Esto se pudo bien
conocer por los siracusanos, que siendo todos de un acuerdo y de una voluntad
hicieron grandes cosas y tuvieron señaladas victorias.
Volviendo
a nuestra historia, los atenienses, habiendo sabido estas nuevas, en vista de
aquella gran necesidad y temor, armaron veinte navíos e inmediatamente se juntaron
en el lugar de Pnix,[7]
donde otras veces habían acostumbrado a juntarse, y en aquellas reuniones
acordaron destituir a los cuatrocientos y que la autoridad quedase en manos de
los cinco mil, de cuyo número fuesen todos los que pudieran llevar armas y
quisiesen servir de soldados sin sueldo ni ventaja, y que cualquiera que lo hi-ciese
de otra manera fuese maldito y abominable. Muchas otras reuniones hubo después,
en las cuales fueron hechas diversas leyes tocantes a la administración de la
república y nombrados nomotetas,[8]
de esta suerte me parece que hicieron muchas cosas para el régimen de sus
negocios y por el bien de la ciudad, acabando las cuestiones que había entre
ellos, a causa de la gobernación popular, y estableciendo un orden moderado que
fue causa de que cesasen muchas y muy malas cosas que se hacían en la ciudad.
Ordenaron en lo demás que Alcibíades y los otros que estaban con él fuesen llamados,
y que lo mismo se hiciera con los de Samos, a fin de que viniesen para ayudar a
poner en orden los negocios de la ciudad.
Entretanto
Pisandro, Alexicles y algunos otros de los cuatrocientos, se refugiaron a
Decélea; mas Aristarco, que era su caudillo, sin otra compañía tomó cierto número
de arqueros que estaban allí de los bárbaros,[9]
y fue a Enoa, castillo que los atenienses tenían en las fronteras de la Beocia,
y que los corintios habían cercado a causa de algunos homicidios que los del
castillo habían hecho en sus gentes. Con los corintios había algunos beocios que
servían como voluntarios.
Al
llegar allí Aristarco trató con los corintios y beocios para hacer rendirse a los
defensores. Habló con los que estaban dentro, haciéndoles entender que se
habían convenido todas las otras cuestiones entre los lacedemonios y los
atenienses, entre ellas la de que rindiesen el castillo a los beocios.
Al
oír estas palabras y razones los que estaban dentro, que no sabían lo que se
había tratado, como hombres que estaban cercados, les dieron fe, por ser como
era Astiarco el principal de los cuatrocientos, y se rindieron.
De
esta manera cesó en Atenas la oligarquía; es, a saber, la gobernación a cargo
de pocos escogidos, y con ella la sedición y división de los ciudadanos.
XIV
En esta
misma época, los peloponenses que estaban en Mileto conocieron claramente que
eran engañados por Tisafernes, porque ninguno de aquellos a quien él había mandado,
cuando partió para ir a Aspendo, que pagasen a los peloponenses su sueldo, les
había dado nada, y además no había noticia alguna de la vuelta de Tisafernes ni
de los barcos que prometía traer de Fenicia; por el contrario, Filipo, que
había ido con él, escribía a Míndaro, capitán de la armada, que no tuviese
esperanza en los buques, y lo mismo había escrito un espartano llamado Hipócrates
que estaba en Fasélide.
Por esta causa, siendo los soldados solicitados o sobornados,
y apremiados por Farnabazo, el cual deseaba con el favor de la armada de los
peloponenses hacer rebelar todas las villas que tenían los atenienses en su provincia,
como lo había hecho Tisafernes, Míndaro, capitán de la armada, hizo liga con
él, esperando que le iría mejor que con Tisafernes.
Para hacer esto más secretamente, antes que los atenienses
que estaban en Samos lo supieran, con la mayor diligencia que pudo partió de
Mileto con setenta y tres trirremes e hizo rumbo hacia el Helesponto, a donde
aquel mismo verano habían ido otros doce, los cuales ejecutaron muchos asaltos
y robos en una parte del Quersoneso.
Estando en el golfo de Quersoneso, sobrevino una tormenta
que le obligó a acogerse a Icaria y allí estuvo esperando que la mar se
sosegase para después ir a Quío.
En este tiempo Trasilo, que estaba en Samos, fue avisado
de que Míndaro había partido de Mileto, e inmediatamente partió con cincuenta
buques a toda vela para llegar el primero al Helesponto. Mas sabiendo después
que la armada de los enemigos estaba en Quío, y pensando que se detendría allí
algunos días para tomar provisiones, metió sus espías en la isla de Lesbos, y
también en la tierra firme que está enfrente de la isla, para que los enemigos no
pudiesen pasar sin ser de ello advertido; y él, con el resto de la armada fue a
Metimna, donde hizo tomar harina y otras vituallas para ir de Lesbos a Quío si
los enemigos se detuviesen allí algún tiempo.
También
quería ir a la ciudad de Ereso para recobrarla si pudiese, porque se había
rebelado contra los lesbios por intrigas de algunos desterrados de Metimna, que
eran de los principales de la ciudad, los cuales, habiendo llamado de la ciudad
de Cimas hasta cincuenta buenos hombres de sus amigos y aliados, y pagados
trescientos soldados de tierra firme al mando de un ciudadano de Tebas que
ellos habían escogido por la amistad y alianza que tenía con los tebanos,
fueron por mar derechos a Metimna pensando entrar por fuerza; pero su empresa
no tuvo efecto, porque habiendo entrado allí los atenienses que estaban en
Mitilene de guarnición, acudieron súbitamente en socorro de los ciudadanos, y
combatiendo contra estos desterrados les obligaron otra vez a salir de la
ciudad de noche, yéndose a Ereso, donde hicieron por fuerza que les recibiesen
y se rebelasen contra los mitilenos.
Llegado
allí Trasilo con toda su armada, se preparaba para acometer la villa; por su
parte Trasíbulo, que había sido avisado en Samos de la ida de los desterrados a
Ereso, llegó también con cincuenta naves, y además habían ido otros dos buques
que estaban en Metimna, reuniéndose en número de sesenta y siete, que llevaban
gente e ingenios para tomar a Ereso.
En
tanto que esto pasaba, Míndaro, con los buques peloponenses, habiendo hecho
provisión de vituallas por espacio de dos días en Quío y recibido la paga de
sus soldados, que les dieron los de la villa; es a saber, cuarenta y tres
dracmas por cada uno, tres días después desplegó velas y por temor de encontrar
los barcos que estaban en Ereso, salió a alta mar, dejando la isla de Lesbos a
mano izquierda, y navegando cerca de tierra firme hasta llegar a la villa de
Carterias, que está en tierra de Focea, donde comió con su gente.
Después
de comer pasaron a lo largo de la tierra de Cimas y fueron a cenar a la villa
de Arginusa, que está en tierra firme enfrente de Mitilene. Cuando hubieron cenado,
navegaron la mayor parte de la noche, de tal manera que llegaron casi a mediodía
a Armatonte, villa en tierra firme frente a Metimna, donde comieron
apresuradamente.
Después
de comer, pasando cerca de Lecteón, de Larisa y de Amáxito y de otros lugares
de esta región, llegó a Reteón, donde comienza el Helesponto, casi a media
noche, con parte de la armada, y la otra parte a Sigeón y a los otros puertos
vecinos.
Los atenienses que estaban en Sesto con diez y ocho
buques, viendo que sus atalayas les hacían señales con fuegos, y lo mismo otros
muchos fuegos que hacían a la orilla de la mar, conocieron que los peloponenses
habían entrado en el golfo de Helesponto, y embarcáronse aquella misma noche,
dirigiéndose por el Quersoneso hacia Eleunte, pensando por esta vía evitar y
desviarse de la armada de los enemigos y salir a alta mar; y en efecto, pasaron
con tanta diligencia que los diez y seis buques que estaban en Abido no los
vieron, aunque tenían orden de los otros peloponenses para que los atenienses
no pasasen sin que ellos lo supieran.
Cuando apareció el alba, vieron los barcos de Míndaro, y
sin pérdida de momento se pusieron en huida, no saliendo todos a alta mar,
antes parte de ellos se refugiaron en tierra firme y algunos otros en Lemnos.
Cuatro de ellos que quedaron de los últimos fueron presos cerca de Eleunte con
las gentes que estaban dentro, porque encallaron junto al templo de Protesilao.
También cogieron dos buques vacíos, porque los que estaban dentro se salvaron,
y quemaron otro vacío, que también habían preso.
Hecho
esto, y habiendo juntado, así de Abido como de otros lugares, hasta ochenta y
seis trirremes, fueron derechos a Eleunte, pensando tomarla por la fuerza; mas
viendo que no había esperanza de ello, se dirigieron a Abido.
En
este tiempo los atenienses, pensando que la armada de los enemigos no podría
pasar sin que lo supiesen, estaban siempre delante de Ereso, y hacían sus preparativos para atacar
la muralla. Mas cuando supieron que los otros habían pasado abandonaron el
cerco, se fueron con toda
diligencia hacia el Helesponto para socorrer a sus gentes, y encontraron dos
buques peloponenses que ha-bían seguido con demasiado empeño a los otros atenienses,
los cuales tomaron.
Al día siguiente de mañana llegaron a Eleunte, donde
recogieron los otros buques que habían escapado del encuentro de Imbros
refugiándose allí, y por
espacio de cinco días hicieron sus aprestos para el combate; después de lo cual
libraron la batalla en la forma siguiente:
XV
La
armada de los atenienses desfilaba en dos hileras y se extendía de la parte de
Sesto hacia tierra firme. De la otra parte la de los peloponenses, viéndola venir,
partió de Abido para encontrarla, y desde que se vieron, advirtiendo una y otra
que les convenía combatir, se extendieron en la mar, a saber: los lacedemonios,
que tenían sesenta y ocho trirremes, se ensancharon desde Abido hasta Dárdano.
En la extrema derecha fueron los siracusanos, y a la izquierda, donde estaban
los barcos más ligeros, la mandaba Míndaro.
Los
atenienses se extendieron junto al Quersoneso, desde Ídaco hasta el país de los
arrianos, contando entre todos noventa y seis trirremes, a cuya extrema
izquierda estaba Trasilo, y a la derecha Trasíbulo, y los otros capitanes cada
uno en el lugar que les fue dado.
Adelantáronse
los peloponenses para combatir y aco-meter los primeros por encerrar con su
extrema izquierda la derecha de los atenienses si podían, de tal manera que no se
pudiesen ensanchar más en la mar, y que los otros buques que ocupaban el centro
fuesen obligados a replegarse hacia tierra, que no estaba muy lejos.
Conociendo
los atenienses que los enemigos los querían encerrar, les acometieron con
grande ánimo, y ha-biendo tomado el largo de la mar, navegaban con más velocidad
y presteza que los otros.
Por otra parte, su extrema izquierda había ya pasado el
promontorio o cabo que llaman Cinosema, por lo cual los barcos que tenían en el
centro de la batalla quedaron desamparados de los de las puntas, corriendo
mayor peligro por tener allí los enemigos mayor número de buques, mejor armados
y de más gente. Además el promontorio de Cinosema se extendía a lo largo dentro
en la mar, de suerte que los que estaban en el golfo y seno de él, no veían
nada de lo que se hacía fuera. Por esta causa, viendo los peloponenses a dichos
barcos desamparados, de tal manera cargaron sobre ellos que los rechazaron
hasta la tierra; y creyendo segura la victoria, saltaron en gran número en
tierra para ir al alcance de los atenienses que no podían ser socorridos por su
gente, es decir, por los que estaban a la extrema derecha con Trasíbulo, a
causa de que los enemigos los apuraban mucho por ser en gran cantidad mayor que
los suyos el número de barcos que ellos tenían.
Tampoco de los que estaban a la izquierda con Trasilo les
protegían, porque no podían ver lo que éstos hacían, a causa del promontorio
que estaba entre ellos, y también porque tenían harto que hacer resistiendo a
los trirremes siracusanos y gran número de otros que los atacaban, hasta que
los peloponenses, viendo suya la victoria, comenzaron a ponerse en desorden
para seguir los buques de los enemigos cuando se apartaban.
Entonces Trasíbulo, viendo a sus enemigos desordenados,
sin costear más con los que estaban delante de él, embistió con grande ánimo y
esfuerzo contra ellos, de tal manera que los puso en huida; y hallando a los
que le habían roto el centro de su línea de batalla, les infundió tan gran
pavor que muchos de ellos, sin esperar más, empezaron a huir; visto lo cual por
los siracusanos y los que estaban con ellos, a quienes tenía ya en grande aprieto
Trasilo, hicieron lo mismo que los otros.
Toda la armada de los peloponenses se retiró de esta
manera huyendo hacia el río Pidio, y de allí a Abido. Y aunque los atenienses
no cogieron muchos barcos de los enemigos, la victoria les vino muy a punto,
porque tenían gran temor a los peloponenses en el mar, a causa de las muchas
pérdidas que habían sufrido en la guerra naval y en otros muchos lugares contra
ellos, sobre todo aquella de Sicilia.
Después de esta victoria cesó el temor que tenían a los
peloponenses en guerra marítima, y el miedo a la murmuración que había en su
pueblo a causa de esto.
Los
trirremes que cogieron a los enemigos fueron los siguientes: ocho de Quío,
cinco de los corintios, dos de los ambraciotas y otros dos de los beocios. De
los de Léucade, de Lacedemonia, de Siracusa y de Palene, de cada uno, uno; y de
los suyos perdieron quince.
Después
de la batalla recogieron los náufragos y los muertos, dando a los enemigos los
suyos por acuerdo que hubo entre ellos, y levantando el trofeo en señal de victoria
sobre el promontorio de Cinosema, enviaron un buque mercante para hacer saber a
los atenienses este triunfo.
Los
ciudadanos que estaban en gran desesperación a causa de los males que les
habían sucedido, así en Eubea como en la misma ciudad con las sediciones, se
tranquilizaron y tomaron en gran manera ánimo con esta noticia, esperando poder
aún alcanzar la victoria contra sus enemigos, si sus negocios fuesen bien y con
diligencia guiados.
Cuatro
días después de aquella batalla, después de reparar con gran diligencia sus
naves, que quedaron muy destrozadas en Sesto, partieron para ir a recobrar la
ciudad de Cícico, que se había rebelado contra ellos, y por el camino vieron
ocho navíos peloponenses en el puerto de Harpagión y de Príapo, que habían
partido de Bizancio, a los que acometieron y capturaron.
De
allí fueron a Cícico, la tomaron fácilmente por no tener murallas, y de los
ciudadanos sacaron gran suma de dinero.
En este tiempo los peloponenses fueron de Abido a Eleánte,
y tomaron de las naves que tenían allí de los enemigos las que hallaron enteras,
porque los de la villa habían quemado gran cantidad. Además enviaron a Hi-pócrates
y a Epicles a Eubea, para llevar otras que allí estaban.
En esta misma sazón Alcibíades partió de Cauno y de
Fasélide con catorce barcos y vino a Samos, haciendo entender a los atenienses
que allí estaban que él había sido causa de que los barcos fenicios no hubieran
ido en ayuda de los peloponenses, habiendo atraído a Tisafernes a la amistad y
confederación de los atenienses muchos más que antes.
Después, uniendo a los buques que llevaba otros nue-ve que
halló allí, fue a Halicarnaso, de donde sacó gran cantidad de dinero, cercó la
villa de muralla y volvió a Samos, casi en el principio del otoño.
Al saber Tisafernes que la armada de los peloponenses
había partido de Mileto para ir al Helesponto, salió de Aspendo, dirigiéndose a
Jonia.
Entretanto, estando los peloponenses ocupados en los
negocios del Helesponto, los ciudadanos de Antandro (que es una villa de los
eolios), tomaron consigo cierto número de soldados en Abido, los hicieron pasar
por el monte Ida de noche, los metieron dentro de la villa y echaron de ella a
los del persa Arsaces, el cual estaba allí como capitán, puesto por Tisafernes,
y trataba mal a los de la ciudad. Además del mal trato, teníanle mucho miedo
por la crueldad que había usado contra los habitantes de Delos; los cuales,
cuando les echaron de la isla de Delos los atenienses, se refugiaron, por
motivos de religión y amistad, en una villa cerca de Antandro, llamada
Atramitión, y este Arsaces, que les tenía algún rencor disimuló el enojo y
fingió con los más principales quererse servir de ellos en la guerra y darles
sueldo. Por esta vía los hizo salir al campo un día, estando comiendo los cerco
con su gente y mató a todos cruelmente a flechazos.
Por
estas causas, y por no poder sufrir los tributos que les ponían, las gentes de
Antandro echaron a los persas de la villa, y Tisafernes se sintió en gran
manera ofendido, con tanto más motivo estándolo ya por lo que habían hecho los
peloponenses en Mileto y en Cnido, expulsando de ambas poblaciones a los soldados
del jefe persa. Y temiendo que le sucediese peor, y sobre todo que Farnabazo los
recibiese a su sueldo y con su ayuda hiciese con menos gasto y en menos tiempo
más efecto que había podido hacer él contra los atenienses, determinó ir al Helesponto
para quejarse ante los peloponenses de los ultrajes que le habían sido hechos.
También
iba por excusarse y descargarse de lo que le culpaban, principalmente en lo de
las naves de los fenicios. Púsose en camino, y llegado a Éfeso, hizo su sacrificio
en el templo de Ártemis.
En
el invierno venidero, después de este verano, finaliza el año veintiuno de esta
guerra.
[1] El nombre de Alcibíades era
lacedemonio y así se llamó el padre de Endio. Uno de los abuelos del célebre
Alcibíades lo adoptó por amistad con un lacedemonio que así se llamaba y que
era un huésped suyo.
[2] Dos familias sacerdotales. Los
eumólpidas descendían del tracio Eumolpo, que fundó misterios y ritos; y los
cérices de Cérix, que se consideraba hijo de Hermes.
[3] El Senado o Consejo de los
Quinientos, que se llamaba también el alto Senado, nombrábanle Senado del haba,
porque los miembros de este consejo eran elegidos con habas. Los nombres de los
candidatos se depositaban en una urna, y las habas negras y blancas en otra. A
medida que se sacaba un nombre se sacaba también un haba, y aquél cuyo nombre salía
al mismo tiempo que un haba blanca era senador.
[4] Hacía noventa y ocho años de la
expulsión de Hipias, ocurrida el tercer año de la 67ª Olimpiada (510 a.C.)
[5] Los atenienses, muy adictos a la
democracia, eran, sin embargo, perezosos para acudir a las asambleas. Por ello,
aunque la república contaba más de veinte mil ciudadanos, dice Tucídides que
jamás se habían reunido en número de cinco mil. Esta indolencia favorecía a los
intrigantes, llamados demagogos, agitadores del pueblo.
[6] El decreto de ostracismo o de
destierro no infamaba al desterrado. Dictábase para alejar del territorio de la
república a los hombres que por la fama de sus virtudes o de su talento podían
perjudicar a la igualdad democrática y ejercer sobre sus conciudadanos una
superioridad peligrosa. Cuando Hipérbolo fue condenado a ostracismo, el ostracismo
se envileció y cayó en desuso.
[7] Pnix, sitio próximo a la
ciudadela. Después de todas las reformas hechas para embellecer a Atenas, el
Pnix conservó su antigua sencillez.
[8] Había mil nomotetas, elegidos por
su suerte entre los que desempeñaron antes cargo de juez. Aunque el nombre de
nomoteta parece significar legislador, es preciso entenderlo en el sentido de
examinador de las leyes, porque no se podían hacer leyes sino con la aprobación
del Senado y la confirmación del pueblo. Los nomotetas examinaban las leyes
antiguas, y si las encontraban inútiles o perjudiciales, procuraban hacerlas
abrogar por medio de un plebiscito.
[9] Los atenienses tenía arqueros de
Escitia, que sabían muy mal la lengua griega. Esta ignorancia era muy útil a
los designios de Aristarco. Imposible le hubiera sido contar con tropas griegas
que comprendiesen sus proyectos y supieran el estado de los asuntos públicos de
Atenas.
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