Hemos
considerado una serie de testimonios que llevan en dos direcciones distintas:
la una hacia Macedonia y la otra hacia Egipto. Su examen centra, en
cualquier caso, los términos del problema. Primero: ¿pidió verdaderamente
Alejandro en su lecho de muerte ser enterrado en el oasis de Siwa? Y si fue
así, ¿cuál habría sido la razón? Segundo: ¿adónde se dirigió el carro fúnebre,
a
Macedonia o a Egipto?
Tercero: ¿esperaba Ptolomeo en los confines de Siria para hacerse cargo del
cuerpo de Alejandro o se apoderó de él por la fuerza? ¿Estaba Pérdicas a la
cabeza del cortejo, como afirma Estrabón, o había algún otro?
Podemos intentar dar respuestas
verosímiles a estas preguntas.
Según Curcio Rufo y Diodoro, en el
lecho de muerte Alejandro habría pedido a sus compañeros ser enterrado en
Egipto en el santuario de Amón. Se trataba de un templo oracular del dios con
cabeza de carnero, que se encontraba en el oasis de Siwa, en pleno desierto del
Sahara, en los bordes de
la depresión de Qattara, unos cuatrocientos kilómetros al sur del actual El
Alamein. Un lugar mágico, de extraordinaria fascinación, un milagro de la
naturaleza en medio de un mar de arena incandescente, con fuentes termales, un
inmenso palmeral, una vasta laguna, imponentes rocas de caliza blanquísima que
se recortan en las noches de luna contra un cielo azul cobalto. Los grandes
santuarios de la Antigüedad —basta pensar en Delfos— se encuentran siempre en
lugares donde las manifestaciones de la naturaleza son tan espectaculares que
hacen pensar en una presencia física de los dioses.
Diez años antes, Alejandro, en su
primera llegada a Egipto, se dirigió allí en una larga y peligrosa marcha por
el desierto y allí recibió la respuesta que buscaba. El dios le reconoció como
su hijo y esto hacía de él el faraón de Egipto. Como tal sería representado en
las pilastras de los templos y recordado en las inscripciones.
Antes de dirigirse allí había
fundado en el brazo canópico del Nilo, en torno a una rada cerrada por una
larga isla, una ciudad con su nombre, Alejandría, destinada a un futuro de
esplendor y de increíble prosperidad y desarrollo. ¿Es posible que él quisiera
verdaderamente ser enterrado en aquel oasis en pleno desierto? Es posible,
pero no es tan probable. Ni siquiera muerto habría querido Alejandro nada
proveniente de él que no tuviese un sentido concreto. El ser enterrado en Siwa
no habría acarreado ninguna consecuencia apreciable. Tampoco cabe imaginar que
quisiera solamente descansar cerca del padre divino por motivos religiosos. Alejandro era totalmente consciente de que su padre se llamaba
Filipo, y no lo había olvidado jamás. Precisamente en el oráculo de Anión había
preguntado en primer lugar si los asesinos de su padre habían sido todos
exterminados o si alguno había sobrevivido. Además, la crónica que las fuentes
nos transmiten unánimemente de sus últimos días describe a un hombre que,
mientras tiene un poco de energía, sigue celebrando reuniones del Estado Mayor
para su expedición a Arabia, luego cae en un estado de total postración en el
que quizá puede aceptarse que pronunciara, a duras penas, las pocas palabras de
respuesta a las preguntas de Pérdicas. Otros discursos suenan postizos y
añadidos posteriormente. Y si fuera así, sería justo preguntarse por quién y
buscar un cui prodest: a quién beneficiaba.
¿A Ptolomeo?
Es un hecho que Ptolomeo, el más
inteligente de los compañeros de Alejandro, quería Egipto y con esta condición
había reconocido la supremacía de Pérdicas. Nunca había creído que el imperio
pudiera sobrevivir a la muerte de Alejandro y estaba convencido de que lo único
prudente que se podía hacer era repartírselo del modo más sereno posible y que
a él debía corresponderle Egipto, para siempre, como rey, como faraón.
El Egipto que era la tierra más
rica, más antigua, más prestigiosa y más civilizada, un cofre de tesoros infinitos,
el cuerpo poderoso de una gran civilización autóctona en la que injertar una
cabeza greco-macedonia: la suya .Y la de sus descendientes, que habrían de
llamarse todos como él,
sin excluir a ninguno. «Muerto Alejandro, Ptolomeo se opuso a cuantos querían
confiar el imperio entero a Arrideo, hijo de Filipo, y fue el mayor responsable
de la división de los pueblos en diferentes reinos. Tras viajar a Egipto, dio
muerte a Cleómenes, al que Alejandro había confiado la satrapía [...]» Estas
son las palabras de Pausanias.1
Para llevar a cabo ese plan
necesitaba un símbolo inmortal, un signo que era un cuerpo, el de Alejandro.
Quizá Ptolomeo se puso de acuerdo con el hombre encargado de guiar el cortejo
fúnebre; alguien tuvo que avisarle de que había partido para Babilonia y él
buscó encontrarse con el cortejo a su paso para rendirle honores tal como
refiere Diodoro y luego para tomarlo bajo su custodia obedeciendo las últimas
voluntades del rey desaparecido. Según un fragmento de Arriano2 que
ha llegado hasta nosotros, Pérdicas, enterado de ello, invitó a Átalo a
interceptar el convoy, pero la cosa no tuvo éxito y Ptolomeo llevó el cuerpo de
Alejandro a Egipto.
Una tercera posibilidad, como ya
sabemos, es la referida por Estrabón, según el cual era Pérdicas en persona
quien estaba al mando del convoy, cuyo destino sin embargo no se menciona, y
tenía consigo a los reyes, tanto Filipo Arrideo como Roxana con el pequeño
Alejandro IV. Ptolomeo consiguió sustraerle el cuerpo de Alejandro. Pérdicas invadió
Egipto con la intención de anexionárselo, pero murió posteriormente en el
amotinamiento de sus soldados que lo traspasaron con las sarisas.
EI
hecho de que los reyes
estuviesen con Pérdicas haría pensar que se iba a Macedonia; tanto es así que ellos prosiguieron después de su muerte hacia ese destino.
De ser esto cierto, cabría pensar que Ptolomeo atacó a traición el convoy
apoderándose del cuerpo de Alejandro. Pérdicas le atacó en Egipto, pero resultó
muerto. El cuerpo de Alejandro habría quedado para siempre en tierras del Nilo. Sin embargo, no en Siwa.
Lo que hace pensar que la sustracción de los restos mortales no respondía a la
necesidad de dar cumplimiento a las últimas voluntades del soberano, sino a un
punto muy importante de la agenda de Ptolomeo: el cuerpo del gran conquistador
tenía que ser el símbolo de un nuevo mundo cuyo centro sería Alejandría.
A este respecto también existe otra teoría que
interpreta estos acontecimientos de modo completamente opuesto.3 No
habría sido Ptolomeo quien desvió de su curso el féretro de Alejandro, sino más
bien Pérdicas: el convoy se dirigía según lo previsto a Egipto, en cumplimiento
de la voluntad del soberano difunto aprobada por todos. Tras saber que la reina
Olimpíade le ofrecía por esposa a su hija Cleopatra, o sea, la hermana de Alejandro que había quedado
viuda, Pérdicas habría comprendido que ello podía significar para él la
investidura oficial a la sucesión dinástica y, por tanto, habría cambiado de
idea decidiendo que él conduciría en persona el cuerpo de rey a
Egas, Macedonia. De ahí
el envío de Átalo para detener al convoy con lo que siguió. Es una teoría
interesante, pero el testimonio de Estrabón puede interpretarse perfectamente
en el otro sentido: el carro fúnebre estaba de camino a
Macedonia cuando
Ptolomeo «precedió» o, quizá mejor, «sorprendió» a Pérdicas y se apoderó del
cuerpo. A continuación, o puede que también al mismo tiempo, Ptolomeo habría
hecho correr el rumor de que la última voluntad del soberano era ser enterrado
en Egipto; esta versión de los hechos sería definitivamente consagrada en su
historia de la expedición de Alejandro.
Por otra parte, parece extraño que
Arriano, generalmente muy próximo a Ptolomeo, se aparte de él precisamente en
este punto, si no fuera porque no cree en su versión de los hechos. Asimismo,
Diodoro declara que Ptolomeo, para honrar a Alejandro, salió al encuentro del
féretro con un ejército (8ijva|a,i<;) y los ejércitos sirven antes que nada
para combatir.4 Para hacer los honores, una escolta como la que
acompañaba el féretro habría sido suficiente.
Como ya hemos adelantado en parte,
el cuerpo del rey no fue transportado a Siwa de acuerdo con su supuesta
voluntad, sino primero a Menfis y luego, de forma definitiva, a Alejandría. Y
también esto ratifica el hecho de que no se estaba respetando la voluntad del
difunto, sino la de Ptolomeo. Otra habladuría mencionada por Pausanias,5
y con toda probabilidad difundida por la propaganda alejandrina en el ámbito de
la misma operación ideológica, refiere que Ptolomeo no era en absoluto hijo de
Lagos más que nominalmente. Su madre, en efecto, habría sido dada como mujer a
Lagos por Filipo II cuando estaba ya embarazada de él. Este elemento
ulterior nos hace comprender que Ptolomeo, pese a considerar que era imposible mantener unido políticamente un imperio que
se extendía desde el Danubio hasta el Indo, desde el Adriático
hasta el golfo Pérsico y que no
estaba en absoluto estabilizado, aspiraba en cualquier caso a una especie de
liderazgo que podríamos calificar como
moral y cultural; un liderazgo que habría estado representado por Alejandría
como la capital propiamente dicha del nuevo mundo nacido
del encuentro
entre Oriente y Occidente y por la presencia del cuerpo-símbolo de Alejandro,
que había creado ese mundo sin, por otra parte, poder ver su evolución. Y, por
último, por la Gran Biblioteca y el Museo
que encarnaban su excelencia cultural.
A los dos destinos antagónicos de
ese cuerpo, Egas v Siwa, hay que añadir un tercero, el de Babilonia, a la que al
parecer Alejandro pensaba hacer capital de su imperio. Era una elección lógica,
ya que la metrópolis mesopotámica estaba en una posición central respecto .1
las extremas provincias indias y a la ancestral y periférica Macedonia.
De hecho es muy probable
que fuera erigida una tumba en Babilonia durante los dos años que se
requirieron para preparar el carro fúnebre, o mejor, para estabilizar el
acuerdo entre los compañeros del rey, y durante esos dos años quizá los persas
presionaron para que se hiciese la tumba del soberano, para siempre. Sin
éxito. La historia del carro parece, en cualquier caso, un pretexto. Puesto
que se trataba de una estructura armable, dividiendo cada una de sus partes
entre un número adecuado de artesanos se habría podido realizar en pocos
meses. A menos que no se hubiese discutido largo y tendido acerca de cómo tenía que ser ese carro.
Si Babilonia interesaba a los persas y a los
caldeos, no podía interesar a Pérdicas, que nunca había comprendido la idea
universal de Alejandro y que defendía la unidad del imperio tan solo porque
había sido creado por el rey de los macedonios y el rey era uno. Mucho menos
importaba a Ptolomeo. La sepultura babilónica, si la hubo, debía de tener un
carácter provisional.
Un episodio mencionado por Claudio
Eliano, aunque tenga un carácter evidente de anécdota que lo hace poco creíble
para el propio autor («Si hemos de creer en la historia»), es sin embargo
interesante y, a su modo, significativo. Vale la pena citar su conclusión:
«[Aristrando], pues, dijo que
Alejandro había sido el más afortunado de todos los reyes de la Historia, tanto
en su vida como en su muerte. Los dioses le habían revelado que la tierra que
había recibido su cuerpo, la primera sede de su alma, gozaría de la más grande
fortuna y sería invencible a través de los siglos.»6
En aquel punto los presentes
comenzaron a disputarse el cuerpo que hasta ese momento había sido desatendido
queriendo conquistar ese privilegio, pero Ptolomeo lo arrebató y se lo llevó a
toda prisa a Alejandría, en Egipto. Pérdicas se lanzó en su persecución y
cuando los dos ejércitos entraron en contacto se libró una gran batalla por los
restos del rey. Al final se impuso Pérdicas, pero no tardó en darse cuenta de
que Ptolomeo le había engañado colocando sobre un carro persa maravillosamente
ornamentado con oro, plata y marfil un maniquí ataviado y maquillado como
Alejandro, mientras que el verdadero cuerpo estaba ya lejos. Cuando Pérdicas se
dio cuenta del engaño ya era demasiado tarde.
Es probable que nos encontremos frente a una amena
historia elaborada en un ambiente egipcio para poner en contraste la astucia de
Ptolomeo y la simpleza de Pérdicas. El aspecto interesante es que se habla de
un combate, de un enfrentamiento violento que tuvo lugar por la posesión de los
restos de Alejandro, y esta podría ser, en cualquier caso, la memoria de un
hecho realmente sucedido.
Ptolomeo llevó luego el cuerpo a
Menfis tal como atestiguan Curcio Rufo y Pausanias.7 Curcio cuenta
que, cuando finalmente los compañeros de Alejandro en Babilonia habían decidido
ocuparse de sus restos, los egipcios y los caldeos habían recibido la orden de
preparar el cadáver a su manera, lo que haría pensar que había sido
embalsamado con la técnica de las momias egipcias, pero la relación de Curcio
se vale de elementos mezclados de la tradición, como el hecho de que el
sarcófago fue llenado de especias y sustancias aromáticas para conservar y
perfumar el cadáver.
La elección de Menfis, capital del
Antiguo Reino, como veremos fue provisional pero no obstante prestigiosa,
siendo probablemente ubicada no lejos de las pirámides de Guiza. En cualquier
caso, Pausanias8 añade que el rey fue enterrado según la costumbre
macedonia, lo que podría significar «según el ritual macedonio», o bien en una
tumba de tipo macedonio, es decir, de cámara rematada de un túmulo. La noticia de la sepultura
en Menfis es confirmada por un breve pasaje del Marmor Parium, una
inscripción en mármol procedente de la isla de Paros que reproduce la tabla
cronológica de los acontecimientos de la historia de los griegos desde el
mítico rey Cecropes hasta mediados aproximadamente del siglo ni a.C. En una
fecha correspondiente a los años 321-320 a .C. se dice que «Alejandro fue dejado en
Menfis, y Pérdicas, tras haber mandado una expedición contra Egipto, murió».
1. Pausanias, I, 6, 2-3.
2.
Véase capítulo 4, nota 10.
3.
Chugg, 2007, p. 48.
4. Claudio Eliano, Varia Historia, XII,
64, habla explícitamente
de un enfrentamiento entre Ptolomeo y Pérdicas: «Cuando interceptó a Ptolomeo
hubo una violenta lucha por el cuerpo [de Alejandro]».
5. Pausanias, I, 6, 2.
6. Claudio Eliano, Varia Historia, ibid.
7.
Curcio Rufo,
X, 10,10. Pausanias, I, 6, 3.
8. Pausanias, I, 6, 3: nomw twn Makedonwn.
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