¿CÓMO CONOCEMOS LAS FECHAS?
Sin cronología, los hechos históricos están tan desordenados como
alimentos arrojados al azar en bolsas opacas dentro del arcón congelador de un
soltero.Y son igual de inútiles. Por eso los profesores seguimos insistiendo en
las fechas históricas. Aunque no se exija a los alumnos hoy día memorizar
listas inmensas de fechas, al menos deben conocer algunas, porque son los
tornillos con los que se monta en sus cabezas la armazón metálica del
conocimiento histórico, un esqueleto que luego tratamos de rellenar con relatos
más enjundiosos.'
Hay una típica prueba de ingenio con trampa que les propongo a mis
alumnos. Es un tanto boba, pero suelen picar. Un aficionado a caminar por el
campo encuentra una moneda de oro con el perfil de un hombre sin barba. Como
nuestro aficionado tiene su cultura, es capaz de leer el nombre en griego:
Aléxandros basileús.Alejandro rey. En la moneda, algo gastada por el tiempo, se
ve una fecha: 330 antes de Cristo. El protagonista de la historieta lleva la
moneda a un museo, pero una vez allí el conservador lo echa con cajas
destempladas y le dice: «Es una falsificación». ¿Por qué?
Tras discutir si Alejandro era rey en esas fechas, si tenía barba o
si existían monedas de oro, por fin algún alumno se pega una palmada en la
frente y dice:
-¿Cómo iban a saber que estaban en el año 330 antes de Cristo si
Cristo no había nacido?
Muy sencillo, pero hay que caer en la cuenta. Estamos tan
acostumbrados a que los años tengan número que damos por supuesto que siempre
ha sido así. Más que número, antes tenían nombre. Así, los atenienses decían
«en el año del arcontado de Temístocles», lo cual, después de comprobar fuentes
y datos, nos informa de que estamos en el año 493 a.C. Los habitantes de Argos
decían «en el séptimo año de la sacerdotisa Críside», refiriéndose a la mujer
que desempeñaba el sacerdocio de la diosa Hera, mientras que los romanos
nombraban los años por sus cónsules.
Los griegos no llegaron a
tener calendarios comunes para todos. Cada ciudad llevaba mejor o peor la
cuenta de sus años, y los nombres de los meses eran distintos según cada polis,
algunos tan sonoros como metagitnión, targelión, hecatompedón, etc.Tampoco
había un acuerdo exacto sobre cuándo empezaba y terminaba cada año: cada
comunidad lo hacía un poco por libre, así que estaban a salvo de creencias
milenaristas sobre el fin del mundo.
Con el tiempo, los griegos se fueron acostumbrando a utilizar una
base común para su datación: los primeros juegos Olímpicos, que
tradicionalmente se sitúan en el año 776 a.C. Aun así, las fechas de esta etapa
tan temprana son muy dudosas. No empiezan a ser realmente fiables hasta el
siglo v.
Gracias a las listas de arcontes, cónsules, etc., y a la datación
olímpica, podemos localizar muchos hechos que nos cuentan los historiadores. Pero
¿qué ocurre con minoicos y micénicos, cuyos documentos no sirven para datar sus
ciudades ni sus palacios? Aquí son los arqueólogos quienes se encargan de
asignar fechas.
El primer principio básico es el de la estratigrafia. Al excavar un
yacimiento, como dicta el sentido común, lo que está debajo es más antiguo y lo
que se halla encima es más moderno, mientras que de dos objetos que se
encuentran en el mismo nivel, dentro del mismo depósito, puede decirse que son
contemporáneos... con muchísimas salvedades, claro. La primera, que el
yacimiento no se haya visto demasiado alterado por la acción del hombre o de la
naturaleza.
La segunda salvedad también es fácil de comprender.A veces un objeto
ya es antiguo cuando queda enterrado. Si hay un cataclismo que hunde mi casa
junto con el resto de la civilización, ya que nos ponemos a ello-, y unos
arqueólogos la excavan dentro de un par de milenios, podrían encontrar juntos
los siguientes objetos: una pipa de espuma de mar que era de mi padre; el viejo
arcón de roble de mi bisabuela, que tiene cien años; una pequeña ánfora griega
del año 500 a.C. -en realidad la compré en una colección de quiosco, pero
imaginemos que yo comprara antigüedades de verdad-; y una consola inalámbrica
de videojuegos cuyo nombre no mencionaré por no hacer publicidad. Si para los
arqueólogos futuros todos esos objetos fueran desconocidos, podrían deducir que
pertenecen a una misma época y una misma cultura.
Un problema que se da con
ciertos hallazgos arqueológicos es que se han extraído sin ningún cuidado, sin
anotar dónde estaban. Recuerdo una excavación en la cueva del Pendo a la que me
invitó su codirector, mi amigo Juan Sanguino. Los arqueólogos, en posiciones
incómodas y a veces inverosímiles para no echar abajo las paredes de los pozos
que abrían, iban marcándolas meticulosamente con chinchetas de colores, y cada
fragmento que hallaban -un hueso, una piedra tallada, un diente- lo introducían
en una bolsa etiquetada, de modo que se supiera perfectamente en qué posición y
a qué profundidad estaba cuando lo encontraron.
Cuando un objeto no se puede relacionar con otros ni con un estrato
determinado, se dice que está fuera de contexto. Puede ser una pieza
maravillosa labrada en marfil, por ejemplo, pero su valor arqueológico es
próximo a cero, pues se ignora a qué época pertenece y con qué cultura
relacionarla. Por eso la mayoría de los arqueólogos no le tienen demasiado
cariño a Schliemann, ya que a veces sus métodos se parecían a los de un
elefante en una cacharrería. (Prometo dejar en paz a Schliemann a partir de
ahora).
¿Qué hay de la datación absoluta? Uno de los objetos encontrados en
la excavación de mi casa, el arcón de roble, podría fecharse así, siempre que
no se pudriera.Y ello por dos razones: por ser de madera y por ser orgánico.
En el primer caso, se trata de la dendrocronología, que proviene de
la palabra griega déndron, «árbol». A lo largo de su vida, un árbol produce
anillos de crecimiento a razón de uno por año, como se puede apreciar
observando un tocón. Los anillos varían en su anchura: según las zonas, un año
más húmedo -o más soleado, o más cálido, depende de la especieprovocará más
crecimiento del árbol, y por tanto un anillo más grueso, mientras que un año
con las condiciones contrarias nos deparará un anillo más fino.
Esa sucesión de anillos de
diversos grosores forma un patrón similar al de un código de barras, y al igual
que éste identifica el libro que el lector tiene entre sus manos, los anillos
pueden servir para identificar a un árbol. Árboles de la misma especie y la
misma región, por ejemplo robles irlandeses, muestran un «código de barras»
similar, dependiendo de su edad. Podemos hacer corresponderse el código de
barras de un árbol vivo con el de otro cien años más viejo, éste con el de un
roble muerto y aún más antiguo, y así sucesivamente... hasta llegar, en el caso
del mencionado roble irlandés, nada menos que a 5300 a.C.
¿En qué casos sirve la dendrocronología? En el ejemplo que
comentábamos antes, si el roble del arcón pertenece a una serie que se ha datado,
podría saberse que fue talado en 1900. Otra cosa es averiguar durante cuánto
tiempo se utilizó.
La dendrocronología griega ha avanzado mucho en los últimos años.
Por ejemplo, para el primer milenio antes de Cristo hay unas secuencias
bastante completas de cedro, pino, enebro y roble. Aun así, su utilidad depende
de que se encuentren en los yacimientos restos de madera lo bastante bien
conservados para estudiar sus anillos; algo que no siempre sucede, porque la
madera, como otros restos orgánicos, tiene la mala costumbre de pudrirse.
Otro mecanismo utilizado para datar de forma absoluta restos del
pasado es el reloj radiactivo. El más conocido de ellos, y el más apropiado
para estudiar restos orgánicos de la época que nos interesa, es el Carbono 14.
Se trata de un isótopo del carbono que, en lugar de tener seis protones y seis
neutrones en su núcleo, posee seis protones y ocho neutrones, lo que lo hace
más pesado. El Carbono 14, como todas las materias radiactivas, es inestable.
Pasado un tiempo, uno de los ocho neutrones se convierte en protón, emitiendo
en el proceso un electrón y una débil radiación beta. El resultado es que el
antiguo átomo de Carbono 14 se convierte en otro de nitrógeno, con siete
protones y siete neutrones.
Este proceso ocurre con cierta lentitud y obedece a criterios
estadísticos, como todos los procesos cuánticos. Pasados algo más de 5.700
años, la mitad de los átomos de C14 presentes en un cuerpo se convierten en
nitrógeno. Transcurridos otros 5.700 años, se desintegra otra mitad de la
muestra, y así sucesivamente, hasta que, pasados algo más de cuarenta mil años,
los restos son tan insignificantes que el método empieza a perder validez
(aunque los espectrómetros más modernos permiten estudiar muestras cada vez más
reducidas).
¿Cómo se aplica esto a la
arqueología? Dado que la proporción de C14 en la atmósfera se mantiene
constante y que los seres vivos lo absorbemos y renovamos por medio del famoso
C02 que tantas discusiones suscita últimamente, la proporción de C14 que
tenemos en nuestro organismo también es constante. Pero al morir dejamos de
absorber dióxido de carbono -y cualquier otra cosa, obviamente-. Los isótopos
inestables de C14 de nuestro cuerpo empiezan poco a poco a desintegrarse sin
que haya renovación posible hasta que, pasados suficientes millares de años,
apenas quedarán en nuestros restos. Midiendo la proporción entre C14 y carbono
normal en, por ejemplo, un fémur humano, se puede conocer la fecha aproximada
en que murió su propietario. La regla es sencilla: cuanto menos C14 haya, más
antiguo es ese hueso.
Este procedimiento tiene sus problemas. Los arqueólogos no llevan en
el bolsillo un pequeño medidor de isótopos que les diga: «El dueño de este
cráneo murió el 3 de enero de 1203 antes de Cristo por la mañana». Es un
procedimiento caro al que no se puede recurrir siempre que se quiere. En España
existen algunos laboratorios que practican la prueba para muestras grandes, y
hace poco el Centro Nacional de Aceleradores de Sevilla ha empezado a hacer
pruebas con un espectrómetro. Pero normalmente hay que enviar las muestras
pequeñas a laboratorios internacionales que, obviamente, cobran un ojo de la
cara.
Además, se da un grado de holgura en los resultados, ya que todos
los procesos cuánticos están sometidos a una cierta incertidumbre (perdón por
el oxímoron). Una desviación de más menos cien años puede ser aceptable
estudiando un yacimiento neolítico en Inglaterra, pero cuando se trata de
determinar la fecha exacta de la guerra de Troya resulta un inconveniente bastante
grave.
Y eso por no añadir otra pega. Decíamos antes: «Dado que la
proporción de C14 en la atmósfera se mantiene constante...». Por desgracia, se
ha demostrado que antes del año 1000 a.C. la proporción de C14 en la atmósfera
era mayor que ahora, por lo que ha habido que modifi car o, como dicen los
arqueólogos, recalibrar los datos, poniéndolos de acuerdo con las secuencias de
anillos arbóreos mejor estudiadas. Un proceso que no es tan sencillo y sobre el
que aún existen serias discrepancias.
Todo esto quiere decir que,
cuando tratamos de establecer fechas para nuestra «Edad de las Brumas», se
recurre más a la datación relativa que a la absoluta. La idea es que si sabemos
que tal faraón reinó a la vez que tal rey hitita, y a su vez este rey hitita le
escribió una carta a un gobernante de Troya, el gobernante de Troya y el faraón
deben ser contemporáneos, al menos parcialmente. Si conocemos las fechas
exactas de alguno de estos individuos, podríamos datar al resto.
La cronología mejor establecida es la de Egipto, y gracias a ella se
pueden reconstruir todas las demás. Pero... Sí, tenemos un pero, como
siempre.Veamos cuál.
AHORA, LA HIPÓTESIS PROVOCADORA
En 1991 apareció un libro titulado Ages ofDarkness, que aquí se
tradujo en 1993 como Siglos de oscuridad. Desafio a la cronología tradicional
del mundo antiguo. Su autor principal es Peter James, arqueólogo especializado
en el mundo Egeo. James es aficionado a publicar libros polémicos y sobre temas
que a primera vista pueden hacer pensar que se trata de un autor
sensacionalista. Así, ha escrito un estudio sobre la Atlántida, y también,
junto con Nick Thorpe, un libro dedicado a misterios antiguos como la
construcción de las pirámides de Egipto o las líneas de Nazca. Pero al leer
esos libros uno se encuentra ante un científico serio y escéptico que rechaza
de plano las teorías sobre extraterrestres influyendo en la historia o
civilizaciones ultra desarrolladas y asentadas en la Antártida.
¿Cuál es la teoría de Siglos de oscuridad? Que la Edad Oscura, ese «atrasado
letargo del que Grecia tardaría varios siglos en despertar» que acabamos de
mencionar no existió en realidad. El problema es de fechas. Aunque a veces se
ha comparado con un castillo de naipes, la cronología antigua es más bien como
una construcción de dominó que me enseñó un marino cuando yo era niño, y que se
sostenía sobre una única ficha. Si esa ficha se quita o tan sólo se tambalea,
la construcción entera se viene abajo.
En nuestro caso, ¿cuál es la
pieza de dominó?Ya lo hemos anticipado: Egipto. En su cronología se basan, por
comparación, las fechas de la Grecia micénica, la Creta minoica, el imperio
hitita y muchos otros pueblos y culturas. Si modificáramos las fechas de la
historia de Egipto, tendríamos que hacer lo mismo con todas las demás.
Las fechas egipcias se basan en el ciclo anual de Sirio, la estrella
más brillante del firmamento, y en su orto helíaco. Reconozco que, si me
dijeran en la consulta del médico que tengo un «orto helíaco», me llevaría un
buen susto. En realidad, este término astronómico se refiere al momento en que
un astro, en este caso Sirio, se levanta por el horizonte justo antes que el
Sol, de tal manera que si saliera sólo unos instantes después ya no podría
verse. Para la astronomía moderna una medición así no es el colmo de la
precisión, pero a los antiguos les bastaba, y los egipcios basaban en eso su
calendario y, sobre todo, preveían la crecida del Nilo, tan beneficiosa para
sus campos.
Aunque los egipcios conocían con gran precisión la duración del año,
nunca introdujeron en su calendario civil un año bisiesto. Como el año dura más
o menos 365 días y un cuarto, eso quiere decir que cada cuatro años el
calendario civil egipcio se desfasaba un día con respecto al astronómico.
¿Cuándo volvía a coincidir? Multipliquemos esos cuatro años por los 365 días
que habría que «recorrer» para volver a ponerse en fase, y tenemos 1.460 años,
un lapso de tiempo que los egipcios conocían y al que denominaban «ciclo
sotíaco» por Sotis, nombre griego de Sirio.
Censorino, un autor latino del siglo iii d.C., dejó escrito que en
el año 139 d.C. el orto helíaco de Sirio coincidió con el día de Año Nuevo. ¿De
qué sirve eso? Si restamos de esa fecha los 1.460 años del ciclo sotíaco, nos
sale que el orto helíaco de Sirio había coincidido con el Año Nuevo también en
el año 1321 a.C. Este año en concreto es nuestra pieza de dominó, la fecha en
la que se basan las demás de la cronología egipcia, sobre todo para la parte
final de la Edad de Bronce.
Por ejemplo, sabemos que en 1274 los carros de guerra del faraón
Ramsés II se enfrentaron contra los del rey hitita Muwatali II en la batalla de
Kadesh. Eso nos da un anclaje para desarrollar la cronología de los reyes
hititas: tras Muwatali vienen Uri-Teshub y Hattusili III. Este último tiene a su
vez anclajes con el rey asirio Salmanasar, etc.
Se trata de construir un
complicado andamiaje en el que se relacionan Egipto, Asiria, Babilonia, el
imperio hitita... y la Grecia micénica.Y todo ese andamiaje depende de las
fechas astronómicas establecidas, como hemos dicho, según el calendario
sotíaco.
¿Qué dicen Peter James y sus compañeros de libro? Que entre 1321
a.C. y 139 d.C., y concretamente en la época anterior a la dinastía macedonia
de los Ptolomeos, se llevaron a cabo unos ajustes en el calendario egipcio.
Esos ajustes echarían por tierra todos los cálculos que podamos hacer sobre
fechas anteriores basándonos en el ciclo de Sirio 0 Sotis.
A partir de ahí, Peter James y sus colaboradores estudian cada una
de las culturas implicadas en la catástrofe. En resumen, los autores de AoD
-como es conocido en círculos anglosajones el libro- proponen cambiar las
fechas de los faraones egipcios de las postrimerías del Bronce, acercándolas
más a nuestro tiempo. Eso supone recortar la cronología entera del mundo
antiguo. Hemos hablado en todo momento de un final calamitoso de la Edad de
Bronce hacia el año 1200 a.C. Para Peter James, sería mejor cambiar la fecha al
año 950 a.C. Estamos hablando de 250 años: ¡por mucho menos me suspendían en el
colegio!
¿Cómo afecta la teoría de AoD a Grecia? La Catástrofe no habría sido
tan sumamente grave, pues las sociedades del Egeo no habrían tardado tanto
tiempo en recuperarse. Los siglos de caos, atraso y oscuridad se recortarían
mucho. Las tradiciones mitológicas de los griegos podrían resultar más fiables
de lo que se cree: cuando Hesíodo cuenta el mito de las edades y del final de
los hombres de bronce, ya no se referiría a hechos acaecidos quinientos años
antes, sino tan sólo -es un decirdoscientos cincuenta. Los poemas homéricos
relatarían una guerra más cercana en el tiempo. Grecia no habría estado tantos
siglos sumida en el analfabetismo: a lo sumo, unos doscientos años.Y, sobre
todo, existiría más continuidad entre la civilización micénica y su heredera,
la cultura griega que conocemos.
La hipótesis de AoD resulta fascinante y está muy bien argumentada,
aunque sus críticos han contraatacado con argumentos también muy só lidos, como
suele ocurrir en estas disputas académicas.' Desde el punto de vista «oficial»,
seguiré hablando de la Edad Oscura y del año 1200 a.C. como fecha más probable
para esa Catástrofe que sigue haciendo correr ríos de tinta.Y con esos siglos
oscuros, sean cuatro y medio o tan sólo dos, corremos el telón sobre la Grecia
más antigua. Cuando lo descubramos de nuevo, el panorama que encontremos nos
resultará mucho más familiar.
1 La verdad es que, tal como está el panorama
educativo, a menudo nos conformamos con que no se equivoquen por más de dos siglos.
2 El propio prologuista de la obra, Colin
Renfrew, dice que sí, que es una teoría muy interesante..., pero que sus
argumentos no le impresionan, y que en realidad no hay que adelantar la
cronología, como proponen sus autores, sino «atrasarla» mucho más. Está claro
que cuando se encarga el prólogo o la presentación de un libro, hay que tener
mucho cuidado con quién se elige para evitar las puñaladas traperas.
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