LIBRO
CUARTO
I
Llegado
el verano, al principio del estío,[1]
cuando las mieses comienzan a espigar, diez naves de los siracusanos y otras
diez de los locros, tomaron la ciudad de Mesena en Sicilia, por tratos con los
habitantes, que los habían llamado en su favor, y porque los siracusanos veían
que esta ciudad era muy a propósito a los atenienses para tener entrada en
Sicilia, temiendo que por medio de ella cobrasen más fuerzas, y desde allí los
acometiesen. Los locros ayudaron a esta empresa para poder combatir por dos
partes a los de Reggio, sus enemigos, según lo hicieron poco después, y también
porque no pudiesen los atenienses dar por ella socorro a los de Mesena. Impulsáronles
también algunos ciudadanos de Reggio, desterrados de su ciudad y acogidos por
los locros, porque en Reggio hubo mucho tiempo grandes divisiones que les
impidieron defenderse de los locros, que estimando el momento oportuno fueron
entonces a acometerles, y después de talar y robar la tierra se retiraron a su
provincia por tierra, porque las naves en que fueron habían ido a Mesena a unirse
con las otras que habían de estar allí para hacer la guerra.
En
esta misma sazón, antes que los trigos estuviesen granados, los peloponenses
entraron otra vez en tierra de Atenas, mandados por Agis, hijo de Arquidamo,
rey de Lacedemonia, y la robaron y talaron como de costumbre. Por su parte, los
atenienses enviaron cuarenta barcos para socorro en Sicilia, a las órdenes de
Eurimedonte y de Sófocles, con los otros capitanes que allá estaban, entre
ellos Pitódoro, y les mandaron que en el camino de pasada diesen socorro a los
corcirenses contra sus desterrados, que se habían acogido a los montes y desde
allí les hacían la guerra; y asimismo contra las sesenta naves que los
peloponenses enviaron contra los de Corcira, esperando poderla tomar por
hambre, a causa de que ya había en ella gran falta de vituallas. También
mandaron a Demóstenes, que después de la toma de Acarnania se había quedado en
Atenas sin cargo y deseaba tener alguno, que se aprovechara si quería de estas
cuarenta naves en la costa del Peloponeso.
Llegó
la armada de los atenienses a la costa de Laconia, navegando adelante, por
saber que las diez naves de los peloponenses habían ya aportado al golfo de
Corcira, y fueron de diversos pareceres sus jefes, porque Eurimedonte y Sófocles opinaban ir derechamente a
Corcira, y Demóstenes decía que primero debían ir a tomar a Pilos, y tomada
esta villa pasar a Corcira; viendo que los dos capitanes perseveraban en su
opinión les mandó que así se hiciese. Estando en este debate, sobrevino una
tempestad que les obligó a ir a Pilos. Entonces Demóstenes les mostró que era
necesario cercar la villa de muro, diciendo que ésta era la principal causa
porque había ido con ellos, siendo cosa fácil de hacer, porque allí había mucha
piedra y materiales para acabar pronto la obra, y el sitio del lugar era
fuerte, teniendo mucha tierra desierta, porque desde allí a Esparta había más
de cuatrocientos estadios. Estaba el lugar de Pilos en tierra de los mesenios,
y la llamaban entonces los lacedemonios Corifasión. A estas razones le respondieron
que en torno del Peloponeso había otros muchos promontorios y cabos desiertos,
los cuales si quería también ocupar sería para gastar en esto todo el dinero de
la ciudad de Atenas. Él les replicó que aquel lugar era de más importancia que
los otros, porque tenía muy buen puerto, y además los mesenios, sus aliados,
que otra vez le habían ocupado, volviendo allí podrían hacer gran mal a los
lacedemonios a causa de la comunidad de la lengua, y guardarían el lugar con
toda fidelidad.
Viendo
Demóstenes que no podía persuadir ni a los soldados en general, ni a los
capitanes en particular, con los cuales había debatido la cosa aparte, no habló
más de ello. Mientras estaban allí ociosos esperando que amansase la mar,
ocurrió a los soldados de su propia voluntad ir a cercar el lugar con muro, y
porque no tenían picos y otras herramientas para labrar las piedras, las
tomaban como las hallaban, toscas, las ponían unas sobre otras según cuadraba
mejor, y las pegaban con tierra y lodo. No teniendo cuezos ni otros
instrumentos para llevar la tierra y lodo, la traían encima de las espaldas
yendo cabizbajos, y para que mejor se pudiese tener, ponían las manos juntas a
la espalda. Usaron, pues, de la mayor industria y diligencia que pudieron por
fortificar el lugar por los lados que podía ser tomado antes que le pudiesen
enviar socorro, porque por
algunas otras partes era inexpugnable.
Sucedió
también que los lacedemonios celebraban una fiesta solemne en la ciudad cuando
fueron advertidos del caso, por lo cual no hicieron mucha cuenta de ello,
pareciéndoles que, terminada la fiesta, cuando fuesen a Pilos, huirían los
enemigos, y si se defendían podrían cogerlos sin peligro. Por otra parte les
detuvo también la idea de que tenían aún su armada en la costa de Atenas. Los
atenienses tuvieron, pues, tiempo para fortificar el lugar por la parte de
tierra. Cuando hubieron trabajado seis días en la obra, dejaron allí a
Demóstenes con cinco barcos y con los otros navegaron hacia Corcira y Sicilia.
Entretanto
los peloponenses, que estaban en la costa de Ática, sabida la toma de Pilos,
volvieron de prisa a su tierra, así por parecer a los lacedemonios y a Agis, su
rey, que tenían la guerra dentro de casa estando los enemigos en Pilos, como
porque habían entrado muy temprano en la tierra de Ática, antes que el trigo
estuviese en sazón, y tenían gran falta de vituallas. Además las tempestades y
malos tiempos habían sido mientras allí estuvieron más grandes que la estación
requería, por lo cual los hombres de guerra estaban muy fatigados. De aquí que
si en otros años no habían estado mucho tiempo en aquella tierra, en éste no
estuvieron más de quince días.
En
esta sazón, Simónides, capitán de los atenienses, reuniendo algunas de sus
gentes de guerra de guarnición en Tracia, y gran número de sus aliados
extranjeros, tomó por trato secreto la ciudad de Eión, en tierra de Tracia,
pueblo de los medos, aunque entonces enemigo. Advertidos de ellos los
calcidenses y los beocios fueron en socorro de la ciudad, y le echaron de ella con
gran pérdida de su gente.
De
regreso de Ática los peloponenses, los espartanos[2]
y sus vecinos se juntaron para ir a recobrar el lugar de Pilos, pero los otros
peloponenses no fueron tan pronto, porque acababan de llegar de tierra de
Atenas. Por edicto se mandó en todo el Peloponeso que cada cual debiese enviar
socorro a Pilos, y a las sesenta naves que estaban en torno de Corcira que
fuesen a la parte de Pilos, las cuales, pasando por el estrecho de Léucade
hicieron tan rápido viaje que arribaron a Pilos antes que las de los atenienses
que estaban en Zacinto lo pudiesen sentir, y por la parte de tierra la
infantería de los peloponenses estaba ya dispuesta antes de que llegasen estos
barcos a Pilos. Demóstenes había despachado dos buques con orden a Eurimedonte
y a los otros capitanes atenienses que estaban en Zacinto, de que viniesen a
socorrerle, mostrándoles el gran peligro en que estaba, los cuales al recibir
la noticia se pusieron en camino para ayudarle.
Antes
que los capitanes atenienses llegaran, los peloponenses se prepararon para
combatir el lugar por mar y tierra esperando poderle tomar fácilmente, así
porque el muro estaba recién hecho, como porque tenía muy poca gente de guarda;
pero sospechando que la armada de los atenienses acudiese en socorro,
determinaron, si no podían tomar el lugar antes que viniesen, cerrar la entrada
del puerto para que las naves atenienses no pudieran entrar, pareciéndoles
fácil de hacer, porque frente al cerro donde estaba situada Pilos había una
isleta llamada Esfactería, que se extendía a lo largo del puerto, haciéndole
más fuerte y seguro y las entradas del mar estrechas, de manera que por parte
de la villa donde los atenienses habían hecho los muros no podían entrar más
que dos naves de frente, y de la otra parte ocho o nueve. La isla era toda estéril
y por esto inhabitable, y casi inaccesible, y tenía quince estadios de
contorno. Para impedir la entrada del puerto, pusieron en orden las naves que
les parecieron bastantes para ocuparle todas de frente, con las proas fuera del
puerto y lo demás hacia dentro. Además, temiendo que los atenienses desembarcaran
gente en la isleta, pusieron una parte de la suya en ella, y la otra quedó en
tierra firme a fin que los enemigos no pudiesen desembarcar ni en tierra ni en
la isla, pues no era posible socorrer el lugar por otro lado, porque el mar no
tenía en los demás fondo para abordar
seguramente. Creyeron por tanto que sin combate y sin exponerse a peligro
tomarían aquella plaza en breve tiempo, mayormente estando mal provista de
vituallas y de gente. Ordenaron para defender la isleta desembarcar cierto
número de soldados de todas las compañías, renovando la guardia diariamente, y
los últimos enviados fueron cuatrocientos veinte mandados por Epitadas hijo de
Molobro. Viendo Demóstenes que los peloponenses se disponían a atacar la plaza
por mar y tierra con la infantería, se puso en defensa, y primeramente hizo
retirar a tierra las naves que quedaron a sus órdenes, las cercó con empalizada
y armó los marineros con escudos harto ruines hechos de prisa, la mayor parte
de sauce, porque en un lugar desierto como aquel no se podían hallar armas, y
las que tenían a la sazón las habían ganado en una nave de corsarios y en otra
de los mesenios, que cogieron por acaso con cuarenta hombres de Mesena. Puesta una parte de su gente, armados y desarmados,
en guarda de los lugares que le parecían más seguros por ser
naturalmente inexpugnables, y la otra, que era la mayor, para defensa de la
plaza que había fortificado hacia tierra, les mandó que si la infantería de los
contrarios les acometiese se defendieran y los rechazasen, y él, con sesenta
soldados de los mejores y mejor armados y algún número de ballesteros, salió
fuera de la plaza y se fue por
la parte de mar, por donde presumía que los enemigos intentarían desembarcar y
pasar por las rocas, peñas y lugares difíciles para batir el muro por donde era
más débil, pues no había procurado hacerlo muy fuerte por aquel lado, pensando
que nunca los enemigos serían más poderosos que él por mar, y sabiendo también
que si tenían ventaja para desembarcar por aquel lado, tomarían la plaza.
Salió, pues, con los hombres que arriba dijimos, y poniéndolos en orden de batalla
lo mejor que pudo, les arengó de este modo:
«Varones
atenienses, y vosotros mis compañeros, en esta afrenta ninguno se atreva, por
mostrarse sabio y prudente, a considerar todas las dificultades y peligros en
que al presente estamos. Conviene acometer a nuestros enemigos con gran ánimo y
osadía para poderlos lanzar y escapar de sus manos, porque en los hechos de
necesidad como éste en que nos vemos, no se busca la razón por qué se hace la
cosa, sino que conviene aventurarse de pronto y arriesgar las personas. Aunque,
a la verdad, yo veo en este caso muchas cosas favorables a nosotros si queremos
estar firmes y no dejar el provecho que tenemos entre las manos por temor a la
multitud de enemigos, porque pienso que una parte de esta plaza es inaccesible
si la queremos defender; pero si la desamparamos, por difícil que sea de ganar,
la tomarán.
»Los
enemigos serán más duros de combatir si les acometemos cuando estén fuera de
sus naves, porque viendo que ya no pueden volver atrás sin gran peligro,
pelearán mejor. Mientras estuvieren en sus barcos será más fácil resistirles, y
si saltan en tierra, aunque sean muchos, tampoco son de temer, pues la plaza es
muy difícil de tomar y el lugar donde les será forzoso pelear muy estrecho y
pequeño, por donde, si bajan a tierra, el gran número de gente que traen no les
servirá de nada a causa de la estrechura del sitio, y si se quedan en sus naves
tendrán que pelear en mar, donde hay muchas dificultades para ellos y podemos
contrapesar nuestra falta de gente con estos inconvenientes que ellos tienen.
»Os
ruego, pues, que traigáis a vuestra memoria que sois atenienses de nación, y
por eso muy ejercitados en las cosas de mar y en desembarcos, y que el que no
cede al temor de la mar ni de otro navío que se le acerca, tampoco le moverá de
su estancia la fuerza de sus enemigos ni se apartará de la ordenanza. Estad
firmes y quedos en estas rocas y peñas que tenéis por parapetos, y defendeos
valerosamente de vuestros enemigos para guardar la plaza y con ella vuestras
personas».
Animados
los atenienses con estas breves razones de Demóstenes, se apercibieron para pelear
cada cual por su persona. De la otra parte, los lacedemonios que estaban en
tierra empezaron a combatir los muros, y los que venían en las naves, que eran
cuarenta y tres, al mando de Tasimédidas, hijo del espartano Cratesicles,
acudieron a combatir la estancia donde estaba Demóstenes con sus gentes. Los
atenienses se defendieron valerosamente en ambas partes. Por la de mar, los peloponenses
venían con pocas naves unas tras otras, porque no podían entrar muchas a la
vez, y llegaron al sitio donde estaba Demóstenes con su gente para lanzarlos de
allí si podían. Brasidas, que era capitán de una de las naves, viendo la dificultad
de llegar para abordar, y que por ello los patrones de los barcos no osarían
acercarse a tierra temiendo que se rompiesen los cascos, gritó diciendo: «Gran
vergüenza es para vosotros querer salvar los barcos viendo delante a los
enemigos cercando y fortaleciendo la tierra con muros», y les mandó que remasen
hacia tierra y saliesen de sus navíos a dar sobre los enemigos, y que no les
pesase a los confederados aventurarse a perder sus naves por prestar servicio a
los lacedemonios que tanto bien les habían hecho, sino que antes abordasen con
ellas por cualquier parte que pudiesen, saltaran en tierra y ganasen la plaza.
Diciendo estas palabras, Brasidas obligó al patrón de su galera a que remase
hacia tierra; mas peleando desde el puente de un navío, fue herido por los
atenienses en muchas partes de su cuerpo y cayó muerto en la mar; después las
ondas le llevaron a tierra, cogiendo el cadáver los atenienses y colgándole en
el trofeo que levantaron por esta victoria.
Los
otros lacedemonios hubieran querido saltar en tierra, mas temían el peligro,
así por la dificultad del lugar como por la gran defensa que hacían los
atenienses, que peleaban sin temor de mal ni daño alguno, y fue tal la fortuna
de ambas partes, que los atenienses impedían a los lacedemonios entrar en su
tierra, a saber: en la misma de Laconia, y los lacedemonios se esforzaban por
descender en su propia tierra, entonces en poder de su enemigos, aunque en
aquella sazón los lacedemonios tenían fama de ser los más poderosos y
ejercitados en combatir por tierra, y los atenienses en pelear por mar.
Duró
este combate todo aquel día y una parte del día siguiente, aunque no fue continuado
sino en diversas veces. El tercer día los peloponenses enviaron parte de su
armada a Asina para traer leña y materiales, y hacer un bastión frente al muro
que habían hecho los atenienses junto al puerto para batirle con aparatos,
aunque estaba muy alto, porque se podía combatir por todas partes. Llegó
entretanto la armada de los atenienses en número de sesenta naves, con las que
fueron de Naupacto en ayuda, y cuatro de Quío, y viendo la isla y la tierra cercada
por la infantería de los enemigos, y que sus navíos estaban en el puerto sin
hacer señal de salir, dudaron de lo que harían. Al fin determinaron echar
áncoras cerca de la desierta isla inmediata, y allí estuvieron aquel día. Al
siguiente salieron a alta mar con todas sus naves, puestas en orden de batalla
para combatir con los enemigos si quisiesen salir del puerto, o acometerles
dentro del puerto si no salían; pero ni salieron, ni les cerraron la entrada
del puerto, como determinaron al principio, sino que, permaneciendo en tierra,
armaron de gente sus navíos, que estaban a orillas del mar, y se apercibieron
para combatir con los que entrasen en el puerto, el cual era harto grande.
Viendo esto los atenienses fueron derechamente contra ellos por las dos
entradas del puerto, y embistieron a las naves que estaban más adelante en la mar,
desbaratándolas y poniéndolas en huida, y porque el lugar era estrecho,
destrozaron muchas y tomaron cinco, una con toda la gente que había dentro.
Luego dieron tras las otras que se habían retirado hacia tierra, de las cuales
destrozaron algunas que estaban desarmadas, y las ataron a las suyas, a la
vista de los peloponenses, a quienes pesó en gran manera; y temiendo que los
que estaban en la isla fuesen presos, acudieron a socorrerlos, metiéndose a
pie, armados como estaban, en la mar, y agarrándose a los navíos contrarios con
tan gran corazón, que le parecía a cada cual que todo se perdiese por falta de
él, si no iba. Había gran tumulto y alboroto de ambas partes, mudada la forma
de pelear contra toda manera acostumbrada en el mar, porque los lacedemonios,
por el temor de perder su gente, combatían en torno de las naves como en
tierra, y los atenienses, por el deseo de llevar hasta el fin la victoria,
peleaban también desde sus navíos del mismo modo. Después de largo combate, con
muertos y heridos de ambas partes, se retiraron unos y otros, y los lacedemonios
salvaron todas sus naves vacías, excepto las cinco que fueron tomadas al
principio. Ya en su campo respectivo, los atenienses otorgaron a los contrarios
sus muertos para sepultarlos, y después levantaron trofeo en señal de victoria.
Esto hecho, cercaron con su armada toda la isla, donde estaban los
cuatrocientos veinte lacedemonios que suponían ya vencidos y cautivos. Por su
parte los peloponenses, que de todos lados habían acudido al socorro de Pilos,
tenían la villa cercada por tierra.
Cuando
las nuevas de esta batalla y pérdida llegaron a Esparta, acordó el Consejo que
los gobernadores y oficiales de justicia de la ciudad fuesen al real para ver
por sus propios ojos lo ocurrido, y proveer lo que se debía hacer en adelante,
según tienen por costumbre hacer cuando les sucede alguna gran pérdida. Visto
todo, y considerando que no había medio de socorrer a los que estaban en la
isla, y que corrían peligro de ser presos o muertos de hambre o por fuerza de
armas, opinaron pedir una tregua a los caudillos de los atenienses, durante la
cual pudiesen enviar a Atenas a tratar de paz y concordia, y esperando por este
medio recobrar los suyos. La tregua fue acordada por los atenienses con estas
condiciones: que los lacedemonios les diesen todas las naves con que habían
venido a combatir a Pilos y las que allí se habían juntado de toda la tierra de
Lacedemonia; que no hiciesen daño alguno en los muros y reparos que habían hecho
en Pilos; que a los lacedemonios se les permitiera llevar por mar todos los
días a los que estaban en la isla cercada cierta cantidad de pan y vino y
carne, tanto por cada hombre libre y la mitad para los esclavos, a vista de los
atenienses, sino que les fuese lícito pasar ningún navío a escondidas; que los
atenienses tuviesen sus guardas en torno de la isla, para que ninguno pudiese
salir, con tal de no intentar ni innovar cosa alguna contra el campo de los
peloponenses por mar ni por tierra, y en caso que de una parte u otra hubiese
alguna contravención, por grande o pequeña que fuese, las treguas se entendiesen
rotas, debiendo durar lo más hasta que los embajadores lacedemonios volvieran
de Atenas, a los cuales los atenienses habían de llevar y traer en uno de sus
barcos. Acabada la tregua, los atenienses deberían restituir a los lacedemonios
las naves que les habían dado, en la misma forma y manera que las recibiesen.
Así se convino la tregua, y para su ejecución los lacedemonios entregaron a los
atenienses cerca de sesenta naves, siendo después enviados los embajadores a
Atenas, que hablaron en el Senado de la manera siguiente:
II
«Varones
atenienses, aquí nos han enviado los lacedemonios para tratar con vosotros
sobre aquella su gente de guerra que está cercada, teniendo por cierto que lo
que redundare en su provecho en este caso también redundará en vuestra honra. Y
para esto no usaremos más largas razones de las que tenemos de costumbre:
porque nuestra usanza es no decir muchas palabras cuando no hay gran materia
para ello. Pero si el caso lo requiere y el tiempo da lugar, hablamos un poco
más largo, a saber, cuando es necesario mostrar por palabras lo que conviene
hacer por obra. Os rogamos que si fuéremos un poco largos en hablar, no lo toméis
a mala parte, ni menos penséis que por recomendaros buen consejo sobre lo que
al presente habéis de consultar, os queremos enseñar lo que debéis hacer, como
si os tuviésemos en reputación de hombres tardíos e ignorantes.
»Para
venir al hecho, en vuestra mano está sacar gran provecho de esta buena ventura
que os ocurre al tener a los nuestros en vuestro poder, porque adquiriréis gran
gloria y honra no haciendo lo que hacen muchos, que no tienen experiencia del
bien y del mal; porque éstos, cuando les sucede alguna prosperidad de repente,
ponen pensamientos en cosas muy altas, esperando que la fortuna les ha de ser
siempre favorable. Pero los que muchas veces han experimentado la variedad y
mudanza de los casos humanos, pesan más la razón y la justicia y no se fían tanto
en las prosperidades repentinas; lo cual es muy conveniente a vuestra ciudad y
a la nuestra, por la larga experiencia que tienen de las cosas; y puesto que lo
entendéis muy bien, lo veis mejor en el caso presente.
»Nosotros,
que ahora tenemos el principal mando y autoridad en toda Grecia, venimos aquí
ante vosotros para pediros lo que poco antes estaba en nuestra mano otorgar a
nuestra voluntad. Ni tampoco hemos venido en esta desventura por falta de gente
de guerra, ni por soberbia de nuestras fuerzas y poder, sino por lo que suele
suceder en todos los casos humanos: que nos engañaron nuestros pensamientos,
como a todos sucede en las cosas que dependen de la fortuna. Por eso no
conviene que por la súbita prosperidad y por acrecentamiento de las fuerzas y
poder que tenéis, al presente penséis que os ha de durar para siempre esta
fortuna, que todos los hombres sabios y cuerdos tienen por cierto no haber cosa
tan incierta como la prosperidad, por lo cual siempre son más constantes, y
están más enseñados a sufrir las adversidades.
»Ninguno
piense que está en su mano hacer la guerra cuando bien le pareciere, sino
cuando la fortuna le guía y se lo permite; y los que no se engríen ni
ensoberbecen por prosperidades que les ocurran, yerran pocas veces, porque la
mayor felicidad no apaga en ellos el temor y recelo. Si vosotros lo hacéis así,
ciertamente os irá bien de ello; y por el contrario, si rechazáis nuestras
ofertas y después os sobreviene alguna desgracia, como puede ocurrir cualquier
día, no penséis en guardar lo que al presente habéis ganado, pudiendo ahora, si
queréis, sin peligro ni daño alguno, dejar perpetua memoria de vuestro poder y
de vuestra prudencia, pues veis que los lacedemonios os convidan a conciertos y
término de la guerra, ofreciéndoos paz y alianza y toda clase de amistad y benevolencia
para lo venidero, en recompensa de las cuales cosas, os demandan tan solamente
los suyos que tenéis en la isla, pareciéndoles que esto es útil y provechoso a
ambas partes, a vosotros para evitar por este medio el peligro que podría ocurrir
si ellos se salvasen por alguna aventura, y si son presos, el de incurrir en
perpetua enemistad que no se apagaría tan fácilmente. Porque cuando una de las
partes que hace la guerra es obligada por la otra más poderosa, que ha llevado
lo mejor de la batalla, a jurar y prometer algún concierto en ventaja del contrario,
no es el convenio tan firme y valedero como cuando el victorioso, estando en su
mano otorgar el concierto que quisiese al contrario, lo hace más bueno o razonable
que esperaba del vencedor el vencido; que quien ve la honra y cortesía que le
han hecho, no procurará contravenir a su promesa, como no haría si fuese forzado,
antes trabajará por guardar y cumplir lo que prometió y tendrá vergüenza de
faltar a ello.
»De
esta bondad y cortesía usan los hombres grandes y magnánimos para con los que
son más poderosos adversarios, antes que con los que lo son menores o iguales.
Por ser cosa natural perdonar fácilmente al que se rinde de buen grado, y
perseguir a los rebeldes y obstinados con peligro de nuestras personas, aunque
antes no pensáramos hacerlo.
»En
cuanto al caso presente, será cosa buena y honrosa para ambas partes hacer una
buena paz y amistad, tal cual jamás fue hecha en tiempo alguno, antes que recibamos
de vosotros algún mal o injuria sin remedio, que nos fuerce a teneros siempre
odio y rencor, así en común como en particular; y antes que perdáis la
posibilidad que tenéis ahora de agradarnos en las cosas que os pedimos. Por
tanto, mientras que el fin de la guerra está en duda, hagamos conciertos
amigables para que vosotros con vuestra gran gloria y vuestra benevolencia
perpetua, y nosotros con una pérdida mediana y tolerable, evitemos la vergüenza
y deshonra. Escogiendo ahora el camino de la paz en vez de la guerra, pondremos
fin a los grandes males y trabajos de toda la Grecia, de los cuales todos
echarán la culpa a vosotros, y os harán cargo de ellos si rehusáis nuestra
demanda, pues hasta ahora los griegos hacen la guerra sin saber quién ha sido
el promovedor de ella, mas cuando fuere hecho este concierto, que por su mayor
parte está en vuestra mano, todos darán a vosotros solos las gracias. Sabiendo
que está en vuestra mano convertir ahora a los lacedemonios en vuestros amigos
y perpetuos aliados, haciéndoles antes bien que mal, mirad cuántos bienes
podrán seguir de ello, pues todos los otros griegos, que como sabéis son
inferiores a nosotros y a vosotros en dignidad, cuando supieren que otorgáis la
paz, la aprobarán y ratificarán, y la habrán por buena».
De
esta manera hablaron los lacedemonios pensando que los atenienses tenían
codicia de paz si hubieran podido alcanzarla de ellos antes, y por esto
aceptarían de buena gana las condiciones de ella y les darían los suyos que
estaban cercados dentro de la isla. Pero los atenienses, considerando que,
cercados aquéllos, podían hacer más ventajoso convenio con los lacedemonios,
querían sacar mejor partido de lo que les ofrecían, mayormente por persuasión
de Cleonte, hijo de Cleéneto, que entonces tenía gran autoridad en el pueblo, y
era muy querido de todos. Por parecer de éste respondieron a los embajadores
que ante todas cosas convenía entregasen los que estaban en la isla con todas
sus armas y fuesen traídos presos a Atenas. Y hecho esto, cuando los
lacedemonios devolviesen a los atenienses las villas de Nisea, Pegas, y Trecén
y toda la tierra de Acaya que no habían perdido por guerra, sino por el postrer
convenio con ellos, siendo obligados por la adversidad a dárselas, les podrían
dar los suyos con más justa causa, y hacer algún buen concierto a voluntad de
ambas partes.
A
esta respuesta no contradijeron los lacedemonios en cosa alguna, pero pidieron
que se designaran algunas personas notables para discutir con ellas el hecho, y
que después se hiciese lo que acordaran en justicia y razón. A esto se opuso
Cleonte, diciendo que debían entender, que ni entonces ni antes traían buena
causa, pues no querían discutir delante de todo el pueblo sino hablar aparte en
presencia de pocos, por lo cual él era de opinión que si tenían alguna cosa que
alegar que fuese justa y razonable, la dijesen delante de todos. Los embajadores
de los lacedemonios rehusaron hacerlo porque sabían que no les era lícito ni
conveniente hablar delante de todo el pueblo, y también porque haciéndolo así,
podría ser que, por tener en cuenta la necesidad y el peligro en que estaban
los suyos, otorgasen alguna cosa injusta, y sabían muy bien que al llegar a
noticia de sus aliados serían culpados, y, por tanto, conociendo que no podían
alcanzar de los ateniense cosa buena ni razonable, partieron de Atenas sin
concluir nada. Al volver con los suyos espiraron las treguas, y pidiendo los
lacedemonios les devolviesen las naves que habían dado al convenirlas con los
atenienses, lo rehusaron éstos, diciendo que los lacedemonios habían
contravenido al convenio queriendo hacer algunas entradas en los fuertes, y
culpándoles de otras cosas fuera de toda razón. Quejáronse los lacedemonios,
demostrando que esto era contra la fe que les habían dado los atenienses, pero
no pudieron alcanzar cosa buena de ellos, por lo cual, de una parte y de otra
se aprestaron a la guerra, determinando emplear todas sus fuerzas y poder en
esta empresa de Pilos, donde los atenienses tenían dos naves de guarda
ordinaria en torno de la isla, que andaban costeándola de día y de noche, menos
cuando hacía gran viento. Además les enviaron otras veinte naves de refresco,
de manera que reunieron setenta.
De
la otra parte, los peloponenses tenían plantado su campo en tierra firme y
hacían sus acometidas a menudo a los fuertes y parapetos del lugar, espiando de
continuo para ver si de alguna manera podían salvar a los que estaban en la
isla.
III
Mientras
que las cosas pasaban en Pilos de la manera que hemos contado, en Sicilia los
siracusanos y sus aliados rehicieron su armada con barcos nuevos y con los que
los mesenios les habían enviado, y guerreaban desde Mesena contra los de Reggio
a instigación de los locros, que por la enemistad con los de Reggio habían ya
entrado en sus términos con todas sus fuerzas por tierra, y parecióles a los
siracusanos que sería bueno probar fortuna por mar y pelear en ella, porque los
atenienses no tenían entonces gran número de naves en Sicilia, aunque era de
creer que cuando supiesen que los siracusanos rehacían su armada para sujetar
toda la isla, les enviarían más naves de socorro. Parecíales que si lograban la
victoria por mar fácilmente, como esperaban, podrían tomar la ciudad de Reggio
antes que el socorro de los atenienses llegase. Teniéndola por suya y estando
situada sobre un cerro o promontorio a la orilla de la mar en la parte de
Italia, y también a Mesena frente a ella, en la isla de Sicilia, podrían
fácilmente estorbar que los atenienses pasasen por el estrecho que separa
Italia de Sicilia, el cual es llamado Caribdis, y dicen que Odiseo lo pasó
cuando volvía de Troya. No sin causa es llamado así, porque corre con gran
ímpetu entre el mar de Sicilia y el mar Tirreno.
Los siracusanos se juntaron allí cerca de la noche con su
armada y la de sus aliados, que formarían treinta naves, para dar la batalla a
los atenienses que tenían suyas diez y seis y otras ocho de los de Reggio, con
las cuales pelearon contra ellos de tal manera que ganaron la victoria, y
pusieron a los siracusanos en huida salvándose cada cual lo mejor que pudo y
acogiéndose a Mesena, sin que hubiese más que un navío de pérdida, porque la noche
los separó.
Pasada
esta victoria, los locros levantaron su campo que tenían delante de Reggio y
volvieron a sus tierras. Mas poco después los siracusanos y sus aliados
juntaron su armada y fueron a la costa de Pelorón, en tierra de Mesena, donde tenían
su infantería y donde también llegaron los atenienses y los de Reggio, y viendo
las naves de los siracusanos vacías las acometieron, mas habiendo embestido con
una y echados sus arpones de hierro la perdieron, aunque la gente que estaba
dentro se salvó a nado. Cuando los siracusanos que habían entrado en ella la
llevaban hacia Mesena, los atenienses volvieron a acometerles para recobrar la
nave, pero al fin fueron rechazados y perdieron otra nave. De esta manera los
siracusanos, vencidos primero, en la segunda batalla se retiraron con honra al
puerto de Mesena sin haber perdido más que los enemigos, y los atenienses se
fueron a Camarina avisados de que un ciudadano llamado Arquías y sus secuaces
querían entregar la ciudad a los siracusanos por traición. Entretanto, todos
los de Mesena salieron por mar y tierra contra la ciudad de Naxos, que está en la
región de Calcida y tierra de los mismos mesenios. Al llegar, salieron los de
Naxos al encuentro por tierra, pero los rechazaron hasta dentro de las puertas
y los siracusanos comenzaron a robar y talar las tierras alrededor de la
ciudad, y después la sitiaron.
Al
día siguiente, los que estaban en la mar abordaron a la ribera de Acesines, la
robaron y talaron. Sabido este mal por los sicilianos que moraban en las
montañas, se reunieron y bajaron a tierra de los mesinenses, y de allí fueron a
socorrer a los de Naxos, que al verles ir en su ayuda cobraron corazón, y animándose
unos a otros, porque eran los leontinos y otros griegos moradores de Sicilia
los que les socorrían, volvieron a salir de la ciudad y de repente dieron en
los contrarios con gran ímpetu, matando más de mil y los otros se salvaron con
gran trabajo, porque los bárbaros y otros naturales de la tierra que salieron a
cortarles el paso por los caminos mataron muchos.
Las
naves que antes se recogieron a Mesena volvieron cada cual a su tierra, por lo
cual los leontinos y sus aliados con los atenienses se esforzaron en poner
cerco a Mesena, sabiendo de cierto que estaban muy trabajados los de dentro.
Fueron, pues, los atenienses por la mar a sitiar al puerto, y los otros por
tierra a sitiar los muros, pero los de Mesena, con una banda de los locros que
había quedado de guarnición al mando de Demóstenes, salieron contra los de tierra
y los desbarataron matando a muchos. Viendo esto, los atenienses de la armada salieron
de sus barcos para socorrerles y cargaron contra los mesinenses, de suerte que
los hicieron entrar en la villa huyendo. Dejaron allí su trofeo puesto en señal
de victoria y se volvieron a Reggio.
Pasado
esto, los griegos que habitan en Sicilia, sin ayuda de los atenienses,
emprendieron la guerra unos contra otros.
IV
Teniendo
los lacedemonios cercado a Pilos, y estando los suyos sitiados por los
atenienses en la isla, según arriba contamos, la armada de los atenienses
estaba en gran necesidad de vituallas y de agua dulce, porque había un solo
pozo situado en lo alto de la villa y era bien pequeño. Veíanse, pues,
obligados a cavar a la orilla del mar en la arena, y sacar de aquélla agua mala
como puede suponerse. Además, el lugar donde tenían su campo era muy estrecho,
y las naves no estaban seguras en la corriente; por lo que unas recorrían la costa
para coger vituallas, y otras se detenían en alta mar echadas sus áncoras. Angustiaba
también a los atenienses que la cosa fuera más larga de lo que al principio
creían, porque parecíales que los que estaban en la isla, no teniendo vituallas
ni agua dulce, no podían estar tanto tiempo como estuvieron por la provisión
que hicieron los lacedemonios para socorrerles, los cuales mandaron pregonar
por edicto público que a cualquiera que llevase a los que estaban dentro de la
isla provisiones de harina, pan, vino, carne u otras vituallas, darían gran
suma de dinero, y si fuese siervo o esclavo alcanzaría libertad; a causa de lo
cual muchos se arriesgaban a llevarlas, principalmente los esclavos por el
deseo que tenían de ser libres, pasando a la isla por todos los medios que
podían, los más de ellos de noche y por alta mar, sobre todo cuando el viento
soplaba de la mar hacia tierra, pues con él iban más seguros sin ser sentidos
de los enemigos que estaban en guarda, por no poder buenamente estar en torno
de la isla cuando reinaba aquel viento más próspero y favorable a los que de alta
mar iban a la isla, porque los llevaba hacia ella. Los que estaban dentro los
recibían con armas, pero todos los que se aventuraron a pasar en tiempo de
bonanza fueron presos. También había muchos nadadores que pasaban buceando
desde el puerto hasta la isla, y con una cuerda tiraban de unos odres que
tenían dentro adormideras molidas con miel y simiente de linaza majada con que
socorrieron a los de la isla muchas veces, antes que los atenienses los
pudiesen sentir; mas haciéndolo a menudo, fueron descubiertos y pusieron
guardas. Cada cual de su parte hacía lo posible, unos para llevar vituallas y
los otros para estorbarlo.
En
este tiempo, los atenienses que estaban en Atenas, sabiendo que los cercados en
Pilos se encontraban en gran apuro, y que los contrarios metidos en la isla a
gran pena podían tener vituallas, sospechando que, al llegar el invierno que se
acercaba, los suyos tuvieran grandes necesidades estando en lugar desierto,
porque en aquel tiempo sería difícil costear el Peloponeso para abastecerles de
vituallas, que no era posible por el poco tiempo que quedaba del verano
proveerles de todas las cosas que les serían necesarias en abundancia, y que
sus naves no tenían puerto ni playa allí donde pudiesen estar seguras; y por
otra parte, que cesando la guarda en torno de la isla, los que estaban allí se
podrían salvar en los mismos navíos que les llevaban provisiones cuando la mar
lo per-mitiera, y sobre todo que los lacedemonios, viéndose con alguna ventaja,
no volverían a pedir la paz, estaban bien arrepentidos de no haberla aceptado
cuando se la ofrecieron. Sabiendo Cleonte que todos opinaban había sido él solo
la causa de estorbarla, dijo que los negocios de la guerra no estaban de la
suerte que les daban a entender, y como los que habían dado cuenta de ellos
pedían que enviasen otros para saber la verdad, si no lo creían, se acordó que
el mismo Cleonte y Teógenes fuesen en persona; pero considerando Cleonte que,
en tal caso, veríase forzado o a referir lo mismo que los primeros, o diciendo
lo contrario, aparecer mentiroso, persuadió al pueblo, que veía muy inclinado a
la guerra, a que enviasen algún socorro de gente más de los que habían determinado
enviar antes, diciendo que más valía hacerlo así que gastar tiempo esperando la
respuesta de los que fueran a saber la verdad, porque entretanto podría llegar
el socorro que enviaban, y dirigiéndose a Nicias, hijo de Nicérato, uno de los
caudillos de la armada que estaba en Pilos, enemigo y competidor suyo, dijo que
con aquel socorro, si los que mandaban en Pilos eran gente de corazón, podrían
fácilmente coger a los que estaban en la isla; y que si él se hallase allí, no
dudaría en salir con la empresa. Entonces Nicias, viendo al pueblo descontento
de Cleonte, considerando que si la cosa era tan fácil a su parecer no rehusaría
ir a la jornada, y también porque el mismo Cleonte le echaba la culpa, le dijo
que pues hallaba la empresa tan segura tomase el cargo de ir con el socorro, que
de buena gana le daba sus veces para ello. Cleonte, pensando al principio que Nicias
no lo decía de veras, sino cuidando que no lo haría aunque lo decía, no curó de
rehusarlo; pero viendo que aquél perseveraba en su propósito, se excusó lo
mejor que pudo diciendo que él no había sido elegido para aquel cargo, sino
Nicias. Cuando el pueblo vio que Nicias no lo decía por fingimiento, sino que
de veras quería dejar su cargo a Cleonte, e insistía en que lo aceptase, el
vulgo, siempre amigo de novedades, mandó a Cleonte que lo desempeñara, y viendo
éste que no podía rehusarlo, pues se había ofrecido a ejercerlo, determinó
aceptarlo, gloriándose de que él no temía a los lacedemonios y quería hacer
aquella jornada sin tomar hombres de Atenas, sino sólo a los soldados de Lemnos
y de Imbros, que a la sazón estaban en la ciudad, todos bien armados, algunos
otros armados sólo de lanza y escudo, que habían sido enviados en ayuda de Eno,
y con éstos algunos flecheros que tomarían de otra parte hasta el número de
cuatrocientos. Con éstos y con los que ya estaban en Pilos se alababa de que
dentro de veinte días traería a los lacedemonios que estaban en la isla presos
a Atenas, o los mataría. De estas vanaglorias y jactancias comenzaron a reírse
los atenienses, y por otra parte se holgaron mucho pensando que ocurriría una
de dos cosas: o que por este medio serían libres de la importunidad de Cleonte,
que ya les era pesado y enojoso, si faltaba en aquello de que se alababa, según
tenía por cierto la mayor parte de ellos, o que, si salía con la empresa,
traería los lacedemonios a sus manos.
Estando
la cosa así determinada en público ayuntamiento del pueblo, por unanimidad fue
nombrado Cleonte capitán de la armada en lugar de Nicias, y Cleonte nombró por
su acompañante a Demóstenes, que estaba en el campo con gente, porque había
entendido que opinaba acometer a los de la isla, y que también los soldados
atenienses, viendo lo mal dispuesto del lugar donde estaban sobre el cerco, y
que les parecía estar más cercados que aquellos a quien cercaban, deseaban ya
aventurar sus personas para esto. También les daba mayor ánimo que la isla
estaba ya descubierta por muchas partes donde habían quemado leña de los montes,
pues al principio, cuando la pusieron cerco, era tan espesa la arboleda que
impedía caminar por ella, lo cual fue causa de que Demóstenes, cuando le
pusieron cerco al principio, temiese entrar, suponiendo que escondidos en el
bosque los enemigos podrían hacer mucho daño a los suyos, sin riesgo, por saber
los senderos y tener donde ocultarse. Además, por mucha gente que tuviese no
podría llegar con toda ella a socorrer de pronto donde fuese menester, porque
se lo estorbarían las espesuras. Sobre todas estas razones que movían a
Demóstenes les infundía más temor pensar la pérdida que sufrieron en Etolia,
ocurrida en parte por causa de las espesuras.
Sucedió
que algunos de los que estaban en la isla, saliendo al extremo de ella donde
hacían la guardia, encendieron fuego para guisar y levantóse tan gran viento
que extendió el fuego, quemándose gran parte del bosque, por lo que Demóstenes
paró mientes en que había muchos más contrarios que él pensaba, y viendo que tenían
más fácil entrada en la isla a causa de aquel fuego, le pareció buen consejo
acometer a los enemigos lo más pronto que pudiese. Preparadas las cosas
necesarias para ha-cerlo y llamados en ayuda los compañeros de guerra y los
vecinos más cercanos, llególe nueva de que se acercaba Cleonte con el socorro
que había pedido a los atenienses, y determinó esperarle.
Cuando
Cleonte llegó, conferenciaron y parecióles bien enviar un heraldo a los
lacedemonios que cercaban a Pilos, para saber si querían mandar que los que
estaban en la isla se rindiesen con sus armas a condición de quedar presos
hasta que se determinase sobre todo el hecho de la guerra; pero al saber la
respuesta que trajo el heraldo de que los lacedemonios no querían aceptar el
partido, descansaron aquel día, y llegada la noche, metieron la mayoría de su
gente de guerra en algunos navíos, desembarcando en la isla al alba por dos
puntos, por la parte del puerto y por la de alta mar, unos ochocientos. En
seguida empezaron a recorrer la tierra hacia donde estaban los centinelas de
los enemigos aquella noche, que serían hasta treinta, porque los otros, o la
mayor parte de ellos, estaban en un lugar descubierto, casi a media legua, cercado
de agua, con Epidatas, su capitán, y otros al cabo de la isla por parte de
Pilos. A éstos no podían acometerles por la mar a causa de que la isla por
aquel lado estaba muy alta y no se podía subir ni entrar, y de la parte de la
villa era mala de entrar por un castillo viejo de piedra tosca que los enemigos
guardaban para su defensa y amparo si perdían los otros puntos. Los que iban
contra las centinelas los hallaron durmiendo, de manera que antes que se
pudiesen armar fueron todos muertos, porque no sospechaban mal ninguno, ni
pensaban que desembarcarían por aquel punto, pues aunque oyeron a las naves
remar a lo largo de la costa, pensaban que eran los que hacían la guarda de
noche, según costumbre.
Pasado esto, cuando fue de día claro, los demás de la
armada, que estaban aún metidos en sus barcos que habían abordado a la isla, en
número de sesenta naves, saltaron en tierra así los que estaban primero en el
cerco como los que trajo Cleonte consigo, excepto los que quedaban en guarda
del campo y de las municiones, que serían entre todos ochocientos flecheros y
otros tantos de lanzas y escudos armados a la ligera. A todos los puso
Demóstenes en orden y los repartió en diversas compañías, una distante de otra,
a doscientos hombres por cada compañía, y en alguna parte había menos, según la
capacidad del lugar donde estaban. Mandóles que fuesen ganando tierra hacia lo
más alto para que llegasen a dar de noche sobre los enemigos y apretarles por todas
partes, de suerte que no supiesen donde irse por la multitud de gente que
cargara sobre ellos por todos lados. Así se hizo, y cercados los lacedemonios,
les acometían por todas partes. De cualquiera que se volvían, eran atacados a retaguardia
por los que iban armados a la ligera, que les alcanzaban pronto, y por los
flecheros que los herían de lejos con flechas, dardos y piedras tiradas con
mano y con honda, de manera que esperándose un poco, caían sobre ellos, porque
éstos tienen la costumbre de vencer cuando parece que van huyendo, pues nunca
cesan de tirar, y cuando los enemigos se vuelven, revuelven sobre ellos por las
espaldas. Este orden guardó Demóstenes en la pelea así al entrar en la isla
como después en todos los combates que hubo en ella.
Cuando
Epidatas y los que estaban con él, que eran los más en número, vieron que sus
guardas y los del primer fuerte
habían sido rechazados, y que todo el tropel de los enemigos venía contra
ellos, se pusieron en orden de batalla y quisieron marchar contra los atenienses
que venían de frente, mas no pudieron venir a las manos ni mostrar su valentía,
porque los tiradores y flecheros atenienses y los armados a la ligera que iban
por los lados se los estorbaban, por lo cual esperaron a pie firme. Los
atenienses armados a la ligera los apretaban, y fingiendo que huían, se
defendían y trabajaban por guarecerse entre las peñas y lugares ásperos, de
suerte que los lacedemonios, armados de gruesas armas, no los podían seguir.
Así pelearon algún tiempo escaramuzando. Después, viendo los atenienses armados
a la ligera que los lacedemonios estaban cansados de resistirles tanto tiempo,
tomaron más corazón y osadía y se mostraron muchos más en número, porque no
hallaban a los lacedemonios tan valientes ni esforzados como pensaban al
principio cuando entraron en la isla, pues entonces iban con temor contra ellos
por la gran fama de su valentía. Todos a una, con gran ímpetu y con grandes
voces y alaridos, dieron sobre ellos tirándoles flechas, piedras y otros tiros,
lo que cada cual tenía a mano. La grita y esta manera nueva de combatir, dejó a
los lacedemonios, que no estaban acostumbrados, atónitos y espantados. Por otra
parte, el polvo de la ceniza que salía de los lugares donde habían encendido
fuego era tan grande en el aire, que no se podían ver, ni por este medio evitar
los tiros contra ellos, quedando muy perplejos porque sus celadas y morriones
de hierro no los guardaban del tiro, y sus lanzas estaban rotas por las piedras
y otros tiros que les tiraban los contrarios. Además, estando cercados y
acometidos por todas partes, no podían ver a los que les atacaban, ni oír lo
que les mandaban sus capitanes por la gran grita de los enemigos, ni sabían qué
hacer ni veían manera para salvarse. Finalmente, estando ya la mayor parte de
ellos heridos, se retiraron todos hacia un castillo al término de la isla,
donde había una parte de los
suyos. Viendo esto los atenienses armados a la ligera, los apretaron más osadamente
con gran grita y con muchos tiros, y a todos aquellos que veían apartados del
escuadrón los mataban, aunque una gran parte de los lacedemonios se salvaron
por las espesuras y se unieron a los que estaban en guarda del castillo, y
todos se aprestaron para defenderlo por la parte que los pudiesen acometer. Los
atenienses los seguían de más cerca, y viendo que no podían sitiar el lugar por
todos los lados por la dificultad del terreno, se pusieron en un lugar más
alto, de donde, a fuerza de tiros y por cuantos medios pudieron, procuraron
lanzarlos del castillo donde se defendían obstinadamente, y de esta manera duró
el combate la mayor parte del día por lo cual todos, así de una parte como de
la otra, estaban muy trabajados por el sol, la sed y el cansancio.
Estando
las cosas en estos términos, y viendo el capitán de los mesenios que no
llevaban camino de terminar, vino a Cleonte y a Demóstenes, y díjoles que en
balde trabajaban para coger a los enemigos por aquella vía; pero que si le
daban algunos hombres de a pie armados a la ligera y algunos flecheros, procuraría
cogerlos descuidados por la espaldas, entrando por donde mejor pudiese.
Diéronselos, y los llevó lo más encubiertamente que pudo por las rocas, peñas y
otros lugares apartados, rodeando la isla tanto que vino a un lugar donde no
había guarda ni defensa alguna ni les parecía a los lacedemonios que la habían
menester, por ser inaccesible, y con gran trabajo subió hasta la cumbre. Cuando
los lacedemonios se vieron asaltados por la espalda, espantáronse y casi perdieron
la esperanza de poder salvarse, y los atenienses, que los acometían de frente,
se alegraron como quien está seguro de la victoria.
Los
lacedemonios se hallaron cercados, ni más ni menos que como los que peleaban
contra los persas en las Termópilas, si se puede hacer comparación de cosas
grandes a pequeñas, pues así como aquéllos fueron atajados por todas partes por
las sendas estrechas de la montaña, y al fin muertos todos por los persas, así
también éstos, siendo acosados por todos lados y heridos, no se podían
defender; y viendo que peleaban tan pocos contra tantos enemigos, y que estaban
desfallecidos y cansados, y casi muertos de hambre y de sed, no curaban de resistir,
sino que abandonaban muros y defensas, ganando los atenienses todas las
entradas del lugar. Observaron Cleonte y Demóstenes que, mientras menos se
defendían los enemigos morían más, y con el deseo de llevarlos prisioneros a
Atenas si se querían entregar, mandaron retirar a los suyos y pregonar que se
rindieran. Muchos lacedemonios lanzaron sus escudos a tierra y sacudieron las
manos, lo cual era señal que aceptaban el partido, habiendo tregua por corto
tiempo, durante la cual conferenciaron Cleonte y Demóstenes de parte de los
atenienses, y Estifón, hijo de Fóraque, de la de los lacedemonios, porque
Epidatas había muerto en la batalla, y el Hipagreto,[3]
que le sucedió en el mando, estaba herido y en tierra entre los muertos, aunque
vivo aún. Los representantes de los lacedemonios dijeron a Cleonte y Demóstenes
que antes de aceptar el partido, querían saber el parecer de sus caudillos, que
estaban en tierra firme; y viendo que los atenienses no se lo querían otorgar,
llamaron en alta voz a los heraldos de aquéllos hasta tres veces; al fin vino
uno de los heraldos en una barca, y les dijo de parte de los jefes que
aceptasen las condiciones que les pareciesen honrosas; y consultado sobre esto
entre sí, se rindieron con sus armas a merced de los enemigos.
Así
estuvieron toda aquella noche y el día siguiente, guardados como prisioneros, y
al otro día por la mañana los atenienses levantaron trofeo en señal de victoria
en la misma isla, repartieron los prisioneros en cuadrillas y les dieron en
guarda a los trierarcas.[4]
Pasado esto, se prepararon para volver a Atenas y otorgaron a los lacedemonios
los muertos para sepultarlos. De cuatrocientos veinte que había en la isla, se
hallaron prisioneros doscientos ochenta, entre ellos ciento veinte de Esparta;
los demás fueron muertos por los atenienses, no siendo muchos porque no se
luchó cuerpo a cuerpo.
El
tiempo que los lacedemonios estuvieron en la isla cercados desde la primera
batalla naval hasta la postrera, fue setenta y dos días, de los cuales tuvieron
vituallas durante los veinte que los embajadores fueron y vinieron de Atenas
por el convenio hecho; el tiempo restante se mantuvieron con lo que les traían
por mar escondidamente, y aun después de la última batalla se halló en su campo
trigo y otras provisiones, porque Epidatas, su capitán, se las repartía muy
bien según que la necesidad obligaba. De esta manera se separaron los
atenienses y los lacedemonios de Pilos, y volvieron cada cual a su casa, y así
se cumplió la promesa que arriba dijimos había hecho Cleonte a los ateniense al
tiempo de su partida, aunque loca y presuntuosa, porque llevó los enemigos
prisioneros dentro de los veinte días según había prometido.
Esta
fue la primera cosa que sucedió en aquella guerra contra el parecer de todos
los griegos, porque no esperaban que los lacedemonios, por hambre, ni sed, ni
otra necesidad que les ocurriese, se rindieran y entregaran las armas, sino que
pelearían hasta la muerte; y si los que se rindieron hubieran igualado en
esfuerzo a los que murieron peleando, no se entregaran de aquella manera a los
enemigos. De aquí que después que los prisioneros fueron llevados a Atenas,
preguntando uno de ellos a manera de escarnio, por un ateniense, si sus
compañeros muertos en la batalla eran valientes, le respondió de esta manera:
«Mucho sería de estimar un dardo que supiese diferenciar los buenos de los
ruines», queriendo decir que sus compañeros habían sido muertos por pedradas y
flechas que les tiraban de lejos, y no a las manos, por lo que no se podía
juzgar si murieron o no como bravos.
Los atenienses mandaron guardar a los prisioneros hasta
hacer algún convenio con los peloponenses, y si entretanto entraban en su
tierra, matarlos.
En
cuanto a lo demás, los atenienses dejaron guarnición en Pilos, y aun sin esto
los mesenios enviaron desde el puerto de Naupacto algunos de los suyos que les
parecieron más convenientes para estar allí, porque en otro tiempo el lugar de
Pilos solía ser tierra de Mesenia, y los que la habitaban eran corsarios y
ladrones que robaban la costa de Laconia, y hacían muchos males, valiéndose de
que todos hablaban la misma lengua.
Esta
guerra amedrentó a los lacedemonios, por no estar acostumbrados a hacerla de
aquel modo, y porque los ilotas se pasaban a los enemigos. En vista de ello,
enviaron secretamente embajadores a los atenienses para saber si podrían
recobrar a Pilos y a sus prisioneros; pero los atenienses, que tenían los
pensamientos más altos y codiciaban mucho más después de muchas idas y venidas,
los despidieron sin concluir nada. Este fin tuvieron las cosas de Pilos.
V
Pasadas
estas cosas, y en el mismo verano,[5]
los atenienses fueron a hacer la guerra de Corinto con ochenta naves y dos mil
hombres de a pie, todos atenienses, y en otros
barcos bajos para llevar caballos fueron doscientos hombres de caballería;
también iban en su compañía para ayudarles en esta empresa, los de Mileto,
Andros y los caristios, y por general Nicias, hijo de Nicérato, con otros dos
compañeros. Navegando a lo largo de la tierra entre Queronea y Rito, al alba
del día se hallaron frente a un pequeño cerro llamado Soligea, desde donde antiguamente
los dorios guerrearon contra los etolios, que estaban dentro de la ciudad de
Corinto, y hoy día hay en él un castillo que tiene el mismo nombre del cerro.
Dista de la orilla del mar por donde pasan las naves, cerca de doce estadios,
de la ciudad unos sesenta, y del estrecho llamado Istmo, veinte. En este cerro los
corintios, avisados de la llegada de los atenienses, reunieron todo su
ejército, excepto los que habitan fuera del estrecho en la tierra firme, de los
cuales quinientos habían ido a Ambracia y a Léucade para guardarlas. Pero como
los atenienses pasasen de noche delante de ellos sin ser oídos ni vistos,
cuando entendieron por la señal de los que estaban en las atalayas que habían
pasado de Soligea y saltado en tierra, distribuyeron su ejército en dos
cuerpos: el uno se situó en Queronea para socorrer la villa de Cromión si los
atenienses la atacaban, y el otro fue a socorrer a los moradores de la costa
donde los atenienses desembarcaron.
Habían
los corintios nombrado para esta guerra dos capitanes, uno llamado Bato, el
cual con una parte del ejército se metió dentro del castillo de Soligea, que no
era muy fuerte de muros para defenderla, y el otro, llamado Licofrón, salió a
combatir a los atenienses que habían saltado en tierra, y encontró la extrema
derecha de su ejército, en la cual iban los caristios a retaguardia,
acometiéndoles valerosamente y trabando una pelea muy ruda, donde todos venían
a las manos, mas al fin los corintios fueron rechazados hasta la montaña donde
había algunos parapetos de murallas derrocadas. Haciéndose fuertes en este
lugar, que era muy ventajoso para ellos, hicieron retirarse a los enemigos a
fuerza de pedradas.
Cuando vieron los corintios a los enemigos en retirada,
cobraron ánimo, y salieron otra vez contra ellos, empeñándose de nuevo la
batalla, más encarnizada que la primera vez. Estando en lo más recio de ella,
vino en socorro de los corintios una compañía, y con su ayuda rechazaron a los
atenienses hasta la mar, donde se juntaron todos los de Atenas y volvieron a
rechazar a los corintios. Entretanto, la otra gente de guerra peleaba sin cesar
unos contra otros. A saber, el ala derecha de los corintios, en la cual estaba
Licofrón, contra la de los atenienses, temiendo que ésta atacase el castillo de
Soligea, y así duró la batalla largo tiempo, sin que se conociese ventaja de una
ni de otra parte; mas al fin los de a caballo que acudieron en ayuda de los
atenienses dieron sobre los corintios y los dispersaron, retirándose éstos a un
cerro, donde, no siendo perseguidos, se desarmaron y reposaron. En este
encuentro murieron muchos corintios, y entre otros Licofrón, su capitán, los
otros todos se retiraron al cerro y allí se hicieron fuertes, no cuidando los
enemigos de seguirles y retirándose a despojar los muertos. Después levantaron
trofeo en señal de victoria.
Los
corintios que se habían quedado en Queronea no podían ver nada de esta batalla,
porque el monte Oneón, que estaba en medio, lo impedía; más viendo la polvareda
muy espesa, y conociendo por esta señal que había batalla, vinieron con gran
diligencia en socorro de los suyos, y juntamente con ellos los viejos que
habían quedado en la ciudad. Advirtieron los atenienses que iban contra ellos,
y creyendo que eran los vecinos y comarcanos de los corintios, de tierra de
peloponenses que acudían en su socorro, se acogieron a los barcos con los
despojos de los enemigos y los cuerpos de los suyos que perecieron en la
batalla, excepto dos que no pudieron hallar ni reconocer, los cuales recobraron
después por convenio con los corintios. Embarcados, partieron hacia las islas
más cercanas, y hallóse que habían muerto en aquella jornada de los corintios
doscientos veinte, y de los atenienses cerca de cincuenta.
Los
atenienses fueron después a Cromión, que es de tierra de los corintios, y está
apartada de Corinto ciento veinte estadios, y allí estuvieron una noche y un
día saqueándola. Desde Cromión vinieron a Epidauro, y de allí tomaron su
derrota para Metana, que está entre Epidauro y Trecén, ganando el estrecho de
Queronea donde está situada Metana, que fortificaron y guarnecieron con su gente,
la cual después de algún tiempo hizo muchos robos en tierra de Trecén, Halieo y
Epidauro. Hecho esto, los atenienses volvieron a su tierra.
VI
Al
mismo tiempo que pasaban estas cosas, Eurimedonte y Sófocles, capitanes de los
atenienses, partieron con su armada para ir a Sicilia y descendieron en tierra
de Corcira. Estando allí salieron al campo juntamente con los ciudadanos contra
los desterrados que, habiéndose hecho fuertes en el monte de Istona, ocuparon
todas las inmediaciones de la ciudad y hacían gran daño a los que estaban
dentro. Acometiéndoles, les ganaron los parapetos que habían hecho,
obligándoles a huir y a retirarse a un lugar más alto de la montaña, donde,
puestos en gran aprieto, se rindieron con condición de entregar todos los extranjeros
que habían ido en su ayuda a la voluntad de los atenienses y corcirenses y que
los naturales de la ciudad estuviesen en guarda hasta tanto que los atenienses
conociesen de su causa y determinasen lo que querían hacer de ellos, y si
entretanto se hallase que un solo hom-bre de ellos contraviniera a este
convenio o quisiese huir, dejara de aplicarse a todos en general. En cumplimiento
de este contrato fueron llevados a la isla de Ptiquia; pero sospechando los principales
de Corcira que los atenienses por piedad no los mandasen matar como ellos deseaban,
inventaron este engaño. Primeramente enviaron a la isla algunos amigos de los
desterrados que allí estaban, los cuales les hicieron entender que los atenienses
tenían determinado entregarlos a los corcirenses, por lo cual harían bien en
procurar salvarse prometiéndoles navíos para ello. Con este consejo acordaron
escaparse y, embarcados ya, fueron presos por los mismos corcirenses.
Roto
de esta manera el contrato arriba dicho, los capitanes atenienses entregaron
los presos a la voluntad de los corcirenses, aunque primero fueron advertidos
del engaño; mas lo hicieron, porque debiendo partir de allí para Sicilia,
pesábales que otras personas tuviesen la honra de llevar a Atenas a los que
ellos habían vencido. Puestos los prisioneros en manos de los de la ciudad de
Corcira, fueron todos metidos en un gran edificio y después los mandaron sacar
fuera de veinte en veinte atados y pasar por medio de dos hileras de hombres
armados. Al pasar por la calle, antes que llegasen donde estaban los hombres
armados, los que tenían algún odio particular contra alguno de ellos, le
picaban y punzaban y asimismo los verdugos que los llevaban los herían cuando
no se apresuraban; finalmente, al llegar adonde estaban los armados puestos en
orden, fueron muertos y hechos piezas por éstos, y de esta manera en tres
veces, de veinte en veinte, mataron sesenta antes que los otros que quedaban
dentro de la prisión en el edificio supiesen nada, porque pensaban que les
mandaban salir de allí para llevarlos a otra prisión; pero al avisarles lo que
sucedía comenzaron a dar gritos y a llamar a los atenienses, diciendo que querían
ser muertos por éstos si así era su voluntad y que no dejarían a otras personas
entrar en la prisión donde estaban mientras tuviesen aliento. Viendo esto los
corcirenses, no quisieron romper la puerta de la prisión, sino que subieron
encima del edificio y quitaron la techumbre por todas partes y después, con
tejas y piedras, tiraban a los que estaban dentro y los mataban, a pesar que
los prisioneros se escondían lo más que podían y muchos se mataban con sus
propias manos, unos con las flechas que les tiraban sus contrarios
metiéndoselas por la garganta y los otros ahogándose con los lienzos de sus
lechos y con las cuerdas que hacían de sus vestidos, de suerte que entre aquel
día y la noche siguiente fueron todos muertos
Al
otro día por la mañana llevaron sus cuerpos en carretas fuera de la ciudad, y todas
sus mujeres que se hallaban con ellos dentro de la prisión fueron hechas siervas
y esclavas. Así acabaron los desterrados por haberse rebelado en la ciudad de Corcira,
y tuvieron fin aquellos bandos y rebeliones habidas por causa de esta guerra de
que al presente hablamos, porque de las rebeliones anteriores no quedaba raíz
ninguna de que se pudiese tener sospecha por entonces.
VII
Después
de estas cosas, los atenienses arribaron en Sicilia con su armada, y, unidos a
sus aliados, comenzaron la guerra contra sus enemigos comunes. En este mismo verano,
los atenienses y los acarnanios que estaban en Nau-pacto tomaron por traición
la ciudad de Anactorión situada a la entrada del golfo de Ambracia, que es de
los corintios, la cual habitaron después los acarnanios, expulsando a todos los
corintios que en ella moraban. Y en esto pasó el verano.
Al
principio del invierno,[6]
Arístides, hijo de Arquipo, uno de los capitanes de la armada de los atenienses
enviada a cobrar de los aliados la suma de dinero que había de dar para ayuda
de la guerra, encontró en el mar un barco junto al puerto de Eión, en la costa
de Estrimón y en él venía un persa que el rey Artajerjes enviaba a los
lacedemonios, llamado por nombre Artafernes, al que prendió con las cartas que
traía y llevándole a Atenas, donde fueron éstas traducidas de lengua persa al
griego. Entre otras cosas, contenían que el rey se maravillaba mucho de los
lacedemonios y no sabía la causa porque le habían enviado varios mensajes
discordantes, y que si le querían hablar claramente, le enviasen personas con Artafernes,
su embajador, que le diesen a entender su voluntad.
Algunos
días después los atenienses enviaron a Artafernes a Éfeso con embajadores para
el rey Artajerjes, su señor; pero al llegar tuvieron nueva de la muerte de este
rey y volvieron a Atenas.
En
este mismo invierno, los de Quío fueron obligados por los atenienses a derrocar
un muro que habían hecho de nuevo en torno de su ciudad, por sospechar éstos
que quisiesen tramar algunas novedades o revueltas, aunque los de Quío se
disculpaban buenamente, ofreciéndoles dar seguridad bastante de que no
innovarían cosa alguna contra los atenienses. Pasó el invierno, que fue el fin
del séptimo año de la guerra que escribió Tucídides.
Al
comienzo del verano siguiente,[7]
cerca de la nueva luna, hubo eclipse de sol y en este mismo mes en toda Grecia
un gran temblor de tierra. Los desterrados de Mitilene y de la isla de Lesbos,
con gran número de gente de la tierra firme donde se habían acogido y de los
del Peloponeso, tomaron por
fuerza la ciudad de Reteón, aunque pocos días después la devolvieron, sin hacer
en ella daño, por 2.000 estateras de moneda focea que les dieron; de allí se
fueron a la ciudad de Antandro, la cual tomaron por traición, valiéndose de
algunos que estaban dentro e intentaban libertar las otras ciudades llamadas
acteas,[8]
que en otro tiempo habían sido habitadas por los mitilenos y a la sazón las
poseían los atenienses. La causa principal de querer tomar la ciudad de
Antandro era porque les parecía muy a propósito para hacer naves, a causa de la
mucha madera que en ella hay, y en la isla de Ida que está cercana, y también
porque desde allí podían hacer la guerra muy sin peligro a los de la próxima
isla de Lesbos y asimismo tomar y destruir los lugares de los eolos, que
estaban en tierra firme.
En
este mismo verano los atenienses enviaron sesenta naves y en ellas dos mil
hombres de a pie y algunos de a caballo y los aliados milesios y de otros
pueblos, a las órdenes de Nicias, hijo de Nicérato, de Nicóstrato, hijo de
Diítrefes, y de Antocles, hijo de Tolmeo, para hacer la guerra a los de Citera.
Es Citera una isla frente a Laconia, de la parte de Malea, habitada por
lacedemonios, los cuales enviaban allí cada año sus gobernadores y tenían en
ella gente de guarnición para guardarla, pues la apreciaban mucho por ser feria
y mercado para las mercaderías que venían por mar de Egipto y de Libia, y
también porque impedía robar la costa de Laconia, por su situación entre el mar
de Sicilia y el de Creta.
Al
arribar los atenienses a esta isla con diez naves y dos mil milesios, tomaron
una ciudad a la orilla del mar, llamada Escandea. La armada restante fue por la
costa hacia donde está la ciudad de Malea y se dirigió a una ciudad principal,
que está junto al mar, llamada Citera, donde halló a los citerenses todos en
armas esperándoles fuera de la población. Acometiéronles, y después de defenderse
gran rato, les hicieron retirarse a la parte más alta de la ciudad, rindiéndose
en seguida a Nicias y a los otros capitanes atenienses, con condición de que
les salvasen las vidas. Antes de entregarse, algunos conferenciaron con Nicias
para ordenar las cosas que habían de hacer a fin de que el convenio se
ejecutase más pronto y seguramente.
Ganada
la ciudad, los atenienses trasladaron todos los griegos a habitar en otra
parte, porque eran lacedemonios y también porque la isla estaba frente a la
costa de Laconia.
Después
de tomar la ciudad de Escandea, que es puerto de mar, y de poner guarnición en
Citera, navegaron hacia Asina y Helos y otros lugares marítimos, donde saltaron
en tierra e hicieron mucho daño durante siete días.
Los
lacedemonios, viendo que los atenienses tenían a Citera y temiendo les
acometiesen desde allí, no quisieron enviar gruesa armada a parte alguna contra
sus enemigos, sino que repartieron su gente de guerra en diversos lugares de su
tierra que les pareció tener más necesidad de defensa y también porque algunos
de éstos no se rebelasen considerando la gran pérdida de su gente en la isla
junto a Pilos, la pérdida de Pilos y de Citera y la guerra que les habían
movido por todas partes, cogiéndoles desprovistos. Para esto tomaron a sueldo,
contra su costumbre, trescientos hombres de a caballo y cierto número de
flecheros, y si en algún tiempo fueron perezosos en hacer la guerra, entonces
lo fueron mucho más, excepto en aprestos marítimos, mayormente teniendo que guerrear
con los atenienses, que ninguna cosa les parecía difícil sino lo que no querían
emprender. Tenían además en cuenta muchos sucesos que les habían sido contrarios
por desgracia y contra toda razón, temiendo sufrir alguna otra desventura como
la de Pilos. Por esto no osaban acometer ninguna empresa, creyendo que la
fortuna les era totalmente contraria y que todas aquellas les serían
desdichadas, idea producida por no estar acostumbrados a sufrir adversa
fortuna. Dejaban, pues, a los atenienses robar y destruir los lugares marítimos
de sus tierras, sin moverse ni enviar socorro, dejando la defensa a los que
habían puesto de guarnición y juzgándose por más débiles y flacos que los
atenienses, así en gente de guerra como en el arte y práctica de la mar. Pero
una compañía de su gente que estaba de guarnición en Cotirta y en Afrodisia,
viendo una banda de los enemigos armados a la ligera desordenados, dieron
contra ella y mataron algunos, aunque después fueron éstos socorridos por soldados
de armas gruesas y cogieron bastantes de los contrarios, quitándoles las armas.
Los
atenienses, después de levantar trofeo en señal de victoria en Citera,
navegaron para Epidauro y Limera, y destruyeron y robaron los lugares de la
costa de los epidauros. De allí partieron a Tirea, en la región llamada
Cinuria, que divide la tierra de Laconia de la de Argos. A Tirea la dieron a
poblar y cultivar los lacedemonios a los eginetas echados de su tierra, así por
los beneficios que habían recibido de ellos cuando los terremotos, como también
porque, siendo súbditos de los atenienses, siempre tuvieron el partido de los lacedemonios.
Al
saber los eginetas que los atenienses habían arribado a su puerto, desampararon
el muro que habían he-cho por parte de la mar y retiráronse a lo alto de la
villa, que dista cerca de diez estadios, y con ellos una compañía de
lacedemonios que les habían enviado para guarda de la ciudad y para que les
ayudasen a hacer aquel muro. Esta compañía nunca quiso entrar en la ciudad,
aunque se lo rogaron mucho los eginetas, por parecerle que correría gran
peligro si se encerraba en ella. Viendo que no eran bastantes para resistir a
los enemigos, se retiraron a los lugares más altos y allí estuvieron. Al poco
rato los atenienses fueron con todo su poder a entrar en la ciudad de Tirea, la
tomaron sin resistencia y la saquearon y quemaron, prendiendo a todos los
eginetas que hallaron vivos, entre ellos a Tántalo, hijo de Patrocles, que los
lacedemonios habían enviado por gobernador, aunque estaba muy mal herido, y los
metieron en sus naves para llevarlos a Atenas. También llevaron con ellos
algunos prisioneros que habían hecho en Citera, los cuales después fueron desterrados
a las islas. A los ciudadanos que quedaron en Citera les impusieron un tributo
de cuatro talentos por año; pero a los eginetas, por el odio antiguo que los
atenienses les tenían, los mandaron matar a todos, y a Tántalo le pusieron en
prisión con los otros lacedemonios cogidos en la isla.
VIII
En este
mismo verano,[9] en
Sicilia fueron hechas treguas primeramente entre los habitantes de Camarina y
los de Gela, y poco después todas las ciudades de la isla enviaron embajadores
para hacer convenios, y después de muchos y contrarios pareceres, porque cada
uno defendía su interés particular, quejándose de los agravios que había
recibido de los otros, levantóse Hermócrates, hijo de Hermón, siracusano, que
era el que más les aconsejaba lo que convenía al bien de todos, y les hizo este
razonamiento:
«Varones
sicilianos: Yo soy natural de una ciudad de Sicilia, que ni es de las menores
ni de las más trabajadas por guerras; por ello, lo que os quiero decir no es
porque deba tener más miedo a la guerra que los otros, sino para representaros
lo que me parece cumple al bien de toda esta tierra. Mostrar cuán triste cosa
es la guerra y los males que acarrea consigo, no es fácil expresarlo con palabras,
por muy largo razonamiento que se hiciese. Ninguno por ignorancia o falta de
entendimiento es obligado a emprenderla, ni tampoco veo que haya quien renuncie
a hacerla si piensa ganar en ella, por temor del mal que le pueda venir. Mas
sucede muchas veces a los que la emprenden parecerles alcanzar más provecho que
daño, y los que más consideran los peligros e inconvenientes quieren mejor aventurarse
que perder cosa alguna de los bienes que poseen. Como ni unos ni otros pueden
alcanzar lo que desean sino con el tiempo, me parece que las amonestaciones
para la paz son útiles y provechosas a todos y más a nosotros en este momento
si somos cuerdos, que si antes de ahora cada cual ha emprendido la guerra por
procurar su provecho, ahora, que todos estamos metidos y revueltos en guerras
civiles, debemos intentar volver a la paz, y si por esta vía no pudiere cobrar
cada cual lo suyo, emprenderemos de nuevo la guerra si bien nos pareciere.
Bueno es que entendamos, si somos cuerdos, que este concurso no se hace por
conocer y determinar nuestras cuestiones particulares, sino para consultar en
común si podremos entregar toda Sicilia a los atenienses, los cuales, a mi
parecer, nos traman asechanzas y procuran sujetarnos a todos. Pensad que ellos
mismos son, con su conducta, mejores consejeros de nuestra paz y amistad que
mis palabras y amonestaciones, porque tienen ejército más poderoso que todos
los otros griegos, el cual pasa a su salvo por mar en muy pocas naves cuando
saben nuestras faltas, que están esperando y acechando continuamente y aunque
vienen so color de amistad y alianza, son en verdad nuestros enemigos y sólo
atienden a su interés y provecho.
»Si escogemos la guerra en vez de la paz, y llamamos en
nuestra ayuda a esos atenienses, que aun no siendo llamados vienen a hacernos
la guerra, cuando nos vieren trabajados con disensiones civiles y gastadas
nuestras haciendas, pensarán que todos estos males redundan en provecho y
aumento de su señorío, y estimándonos débiles, vendrán con más fuerzas a
ponernos bajo su mando. Por ello, si somos cautos, mejor será a todos nosotros
llamarlos amigos y confederados para invadir las tierras ajenas que para destruir
las nuestras, sufriendo los peligros y daños consiguientes.
»Debemos considerar que las sediciones y diferencias de
las ciudades de Sicilia, no solamente son dañosas para las mismas ciudades,
sino también para Sicilia y para todos nosotros los moradores de ella, porque
mientras pelean unas con otras, nos traman asechanzas nuestros enemigos.
Teniendo todo esto en cuenta, debemos reconciliarnos y todos trabajar por
salvar y libertar nuestra tierra de Sicilia, sin pensar en que algunos de
nosotros son descendientes de los dorios, enemigos de los atenienses y que los
calcideos, por el antiguo parentesco que tienen con los jonios, les son buenos
amigos; porque los atenienses no emprendieron esta guerra por amistad con alguna
parcialidad de nuestro bando, sino sólo por la codicia de nuestros bienes y
haciendas. Bien se conoce en lo pronto que han acudido en ayuda de los que
entre nosotros somos calcideos de nación, aunque nunca recibieron beneficios de
ellos ni con ellos tuvieron amistad. No censuro a los atenienses porque
procuran aumentar su señorío, mas son dignos de vituperio los que están prontos
a obedecer y someterse a ellos, porque tan natural es querer mandar a los que
se quieren someter como guardarse y recatarse de los que le quieren acometer.
Ninguno de nosotros desconoce esto, y el que no crea que el temor común
determinará común remedio, se engaña en gran manera. Puestos todos de acuerdo,
fácilmente quedaremos libres de este temor, pues los atenienses no nos acometen
desde su tierra, sino desde la nuestra, es decir, desde la tierra de los que los
llaman en su ayuda. Por esta razón, me parece que no podremos apagar una guerra
con otra guerra, sino con una paz general y común, todas nuestras discordias y
diferencias sin dificultad alguna; y llamados por nosotros con justa causa,
viniendo con mala intención, se volverán sir hacer nada.
»Cuanto
os digo respecto a lo atenienses, todos los que os quisieren aconsejar bien lo
hallarán bueno; y en lo que toca a la paz, la cual todos los hombres sensatos estiman
por la mejor cosa del mundo, ¿por qué razón no la estableceremos entre
nosotros? A todos nos conviene la tranquilidad; usar de nuestros bienes en
sosiego y gozar de la paz sin daño ni peligro de nuestras honras y dignidades y
de los otros bienes que se pueden nombrar y contar en largo razonamiento en
lugar de los males que, por el contrario, podríamos tener con la guerra.
»Considerando,
pues, varones sicilianos, todas estas cosas, no menospreciéis mis palabras,
sino que amonestados por ellas cada cual procure mirar por su salud, y si
alguno hay que espera alcanzar cosa alguna por la guerra, con razón o sin ella,
mire bien no se engañe, pues sabido es que muchos, cuidando vengar sus
particulares injurias, o esperando aumentar sus bienes y haciendas confiados en
sus fuerzas, les sucedió todo al contrario, perdiendo unos la vida y otros la
hacienda. Ni la venganza consigue siempre su objeto, aunque se haga con justa
causa, ni las fuerzas y la esperanza son estables ni seguras, antes muchas
veces la temeridad y locura tiene mejor efecto que la razón y aunque sea cosa
en que las gentes las más veces se engañen, todavía cuando sale bien la juzgan
por muy buena. Pero cuando tienen tanto temor los que acometen como los
acometidos, cada cual se recata más y es lo que debemos hacer al presente,
tanto por miedo a las cosas por venir, que pueden ser inciertas, como por el
temor a los atenienses, que nos parecen terribles y espantosos, mirando por
nuestras cosas para el tiempo venidero. Suponiendo cada cual de nosotros que lo
que había pensado hacer se lo impiden estos dos inconvenientes, procuremos
despedir a los enemigos de nuestra tierra. Para hacer mejor esto, ante todo
debemos concluir entre nosotros una paz perpetua, o a lo menos unas treguas muy
largas, remitiendo nuestras discordias y diferencias a otro tiempo.
»Tened
por cierto, si queréis dar crédito a mis razones, que cada cual de nosotros,
por esta vía, poseerá su ciudad en libertad, mediante lo cual estará en nuestra
mano dar a quien nos haga bien o mal el pago merecido. Si no me quisiereis
creer y sí escuchar a los extraños, los victoriosos se verán obligados a ser
amigos de sus mayores enemigos y contrarios de aquéllos que en manera alguna
deberían serlo.
»Como os dije al principio, soy natural de la ciudad más
grande y más poderosa de Sicilia y que antes hace la guerra para acometer a
otras que para defenderse, soy el que os aconseja que nos pongamos todos de
acuerdo, temiendo los peligros venideros; que no procuremos hacer mal cada cual
a su adversario, porque lo hacemos mayor a nosotros mismos y que no seamos tan
locos por nuestras diferencias particulares que pensemos ser señores de nuestro
propio parecer y de la fortuna, a la cual no podemos mandar, sino que la
venzamos con la razón. Ha-gamos esto nosotros mismos sin esperar sufrir a los
enemigos, porque no es vergüenza a un doriense ser vencido por otro dorio, ni
un calcideo por otro calcideo, pues todos somos vecinos y comarcanos, habitantes
de una mis-ma tierra y de una misma isla, y todos sicilianos haremos la guerra
cuando fuere menester y nos concertaremos cuando nos convenga, y si somos
cuerdos, de consuno echaremos a los extraños de nuestra tierra. Cuando fuéremos
injuriados en particular nos defenderemos en general, pues a todos nos amenaza
el peligro y en adelante nos cuidaremos de llamar aliados extraños para que vengan
a reconciliarnos, ni a arreglar nuestras diferencias. Obrando así, haremos dos
grandes bienes a Sicilia: uno de presente y otro venidero, librándola ahora de
los atenienses y de la guerra civil, y poseyéndola en lo porvenir libre y menos
sujeta a las tramas, asechanzas y traiciones que está ahora.».
De esta manera habló Hermócrates, por cuyas razones,
persuadidos los sicilianos, hicieron concierto de paz entre sí con condición de
que cada cual conservase lo que poseía entonces, excepto la ciudad de
Morgantina, que acordaron fuese restituida por los siracusanos a los habitantes
de Camarina, dándoles cierta suma de dinero por ello.
Hecho
esto, los sicilianos aliados de los atenienses, que les habían llamado en su
ayuda, declararon a los capitanes de éstos que habían ajustado la paz y los atenienses
volvieron a Atenas.
Pesó
tanto a los atenienses este suceso, que castigaron a los capitanes, desterrando
a Pitódoro y a Sófocles, y condenando a Eurimedonte que pagase cierta cantidad,
por sospecha de que, por su culpa, no dominaron toda la isla de Sicilia, y que
por dádivas habían sido sobornados e inducidos a volverse. Tanto confiaban
entonces los atenienses en su próspera fortuna, que ninguna cosa tenían por
imposible, antes creían poder realizar las cosas difíciles como las fáciles con
pequeña armada como con grande. Esta presunción y arrogancia las causaba el
buen éxito en muchas cosas sin motivo ni razón que lo justificasen.
IX
En este
verano[10]
los megarenses, fatigados de la guerra con los atenienses, que todos los años
hacían correrías en su tierra, como también de los robos y tropelías de algunos
de sus conciudadanos echados de la ciudad por sus sediciones y refugiados en
Pegas, acordaron llamar a los emigrados para evitar que la ciudad se perdiese
por sus bandos, y viendo los amigos de los desterrados que la cosa se dilataba
y enfriaba, hicieron nueva instancia para que se conferenciase con aquéllos.
Entonces los gobernadores y personas principales de la ciudad, considerando que
el pueblo no estaba para poder sufrir más largo tiempo los males y daños de
estos bandos y sediciones, trataron con los capitanes atenienses, que eran
Hipócrates, hijo de Arifrón, y Demóstenes, hijo de Alcítenes, para entregarles
la ciudad, pensando que les sería menos perjudicial esto que recibir dentro de ella
a los desterrados. Acordaron con los capitanes que primeramente tomasen la gran
muralla que llega desde la ciudad hasta Nisea donde está su puerto, muralla de
ocho estadios de largo, para estorbar desde allí el paso a los peloponenses que
vinieran en socorro desde el punto donde tenían guarnición con este objeto, y
tras esto que ganasen la fortaleza que está en lo alto de Mégara en un cerro,
lo cual les parecía bien fácil de hacer.
Así
acordado, prepararon las cosas necesarias de una parte y de la otra para
ponerlo en ejecución, y los atenienses fueron aquella noche a una isla cercana
a la ciudad, nombrada Minoa, con seiscientos hombres bien armados al mando de
Hipócrates, y de allí a un foso junto al cual estaba un horno donde cocían
ladrillo para reparar los muros de la villa. De la otra parte, Demóstenes se había
emboscado junto al templo de Enialio, que está más cerca de la ciudad, con los
soldados platenses armados a la ligera y otros aventureros, sin que persona lo
supiese excepto los participantes del trato, y antes que fuese de día salieron
los platenses de su emboscada para ejecutar su empresa al abrir las puertas de
la ciudad, lo cual tenían concertado mucho tiempo antes con los ciudadanos que
tramaban la traición. Los ciudadanos tenían costumbre, como gente que vivía de
robos y latrocinios, sacar de noche, con consentimiento de los guardas de
aquella muralla, un barco encima de un carro, el cual echaban en el agua del
foso de la muralla y desde allí salía al mar. Antes que amaneciese y después de
robar en la mar durante la noche lo que habían podido, volvían a meter el barco
por la misma puerta. Hacían esto a fin de que los atenienses que tenían guarnición
en la isla de Minoa no supieran los latrocinios, por no ver ningún navío en su
puerto. Puesto el barco encima del carro y estando la puerta abierta, según
acostumbraban cuando le metían, los atenienses salieron de su celada para apoderarse
de la puerta antes que pudiesen volverla a cerrar, según había sido acordado
con los de la villa cómplices en la traición, y prendieron o mataron a los que
guardaban la puerta. Los platenses y los aventureros que estaban con Demóstenes
fueron los primeros en ganarla y entraron por la parte donde al presente se ve
puesto un trofeo en señal de victoria, echando de allí a la guarnición de los
peloponenses que, oyendo el ruido, había llegado en socorro. Entretanto
acudieron los atenienses, muy bien armados, siendo admitidos por los platenses
sus compañeros. A la entrada, los peloponenses les resistieron con todo su poder
desde lo alto en los muros, aunque por ser menos en número murieron muchos y
los demás se retiraron temiendo ser presos, porque aun no era bien de día y también
porque veían que algunos de la ciudad peleaban contra ellos, los participantes
en la traición, y pensaban que todos los ciudadanos estaban con sus enemigos;
pero más de veras lo creyeron por lo que hizo el heraldo de los atenienses de
propio impulso, y fue pregonar que a todos los megarenses que se quisiesen
rendir a los atenienses y dejaran las armas, les salvarían las vidas y no
recibirían daño alguno en sus haciendas. Al oír los peloponenses este pregón se retiraron todos, huyendo a
Nisea por suponer que los ciudadanos, como los atenienses, iban contra ellos.
Al
poco rato, cerca del alba, tomada la muralla que llega hasta el puerto, hubo
gran tumulto en la ciudad, porque los comprometidos en la traición decían que
convenía abrir las puertas y atacar a los atenienses, en lo cual estaba de
acuerdo el pueblo. La intención de los conspiradores era que los atenienses
entrasen cuando las puertas fuesen abiertas, porque así lo habían acordado, y a
fin de ser conocidos entre los otros y que a la entrada no se les hiciese mal
ninguno, habían concertado que por señal se untarían con aceite. Parecíales muy
provechoso abrir las puertas, porque se hallaban juntos cuatro mil hombres de a
pie muy bien armados y seiscientos caballos atenienses que habían venido la
noche antes y estaban preparados para entrar. Cuando los untados con aceite
acudieron a las puertas para hacerlas abrir, uno de ellos descubrió la traición
a los que nada sabían, produciéndose con esto gran tumulto, juntándose allí de
todas partes de la ciudad y opinando que no se abriesen las puertas, porque
tampoco otras veces lo habían hecho cuando los atenienses se presentaron
delante de la ciudad, aunque entonces los ciudadanos eran más poderosos; porque
no debían poner la ciudad en un peligro tan manifiesto, y que si algunos
querían hacer lo contrario debían desde luego pelear contra aquellos. Decían
esto sin aparentar que supiesen la traición, sino como aviso y buen consejo
para evitar los daños y peligros venideros. Los que así opinaban, que eran los
más, se apoderaron de las puertas e impidieron abrirlas, y por consiguiente,
que los traidores ejecutaran su traición.
Viendo
los atenienses que no les abrían las puertas, pensaron que debía haber algún
impedimento, y conociendo que eran muy pocos para cercar la ciudad fueron
contra el lugar de Nisea y le cercaron de muralla y baluarte, porque les
parecía que, si podían tomarlo antes de ser socorrido, fácilmente después
tomarían la ciudad de Mégara por tratos. Con este propósito hicieron venir a
toda prisa maestros y obreros de Atenas, y hierro y otros materiales necesarios
para la obra, y en muy poco tiempo acabaron el muro comenzándole desde la punta
del que habían tomado de la parte de Mégara, y desde allí le continuaron por
los dos lados de Nisea hasta dentro la mar, cercándole de foso, porque cuando
unos trabajaban en el muro, otros lo hacían en los fosos. Tomaban la piedra, el
ladrillo y la madera para la obra de los arrabales, cortando los árboles del
rededor, y donde había falta de materiales lo henchían de tierra con estacas de
madera. De las casas que estaban fuera de la villa, quitadas las techumbres, se
servían como de torres y almenas. Toda esta obra la hicieron en dos días.
Viendo esto los que estaban dentro de Nisea, y también que
carecían de vituallas para sostener el cerco, por-que las provisiones se las
llevaban de la ciudad diariamente, considerando también que no tenían esperanza
alguna de ser socorridos pronto por los peloponenses, y pensando además que
todos los megarenses estaban contra ellos, capitularon con los atenienses,
entregándoles las armas, yéndose con cierta suma de dinero cada uno y quedando
a merced de aquéllos los lacedemonios y otros extranjeros que se hallaban
dentro del lugar. De esta manera partieron los de Nisea y los atenienses,
habiendo ganado el lugar y roto el muro largo que lo unía a la ciudad de Mégara,
se prepararon a sitiar a ésta.
Sucedió
entonces que Brasidas, hijo del lacedemonio Telide, estaba hacia Corinto y
Sición reuniendo gente de Tracia, el cual, sabida la toma de los muros de Mégara
y sospechando que los lacedemonios de Nisea se viesen en peligro, envió un
mensaje a los beocios con toda diligencia y les mandó que de inmediato se le
unieran con toda la gente que pudiesen en Tripodisco, lugar de tierra de Mégara
junto al monte de Gerania. A este lugar llegó él con dos mil setecientos
hoplitas de Corinto, cuatrocientos de Fliunte y seiscientos de Sición, sin
contar los hombres que ya se habían concentrado. Cuando lo supo en Tripodisco,
antes de que los enemigos fuesen avisados de su estancia, porque había llegado
de noche, partió con cuatrocientos hombres de guerra, los mejores de su ejército,
derechamente a la ciudad de Mégara, fingiendo que quería tomar el lugar de
Nisea; pero su principal intento era entrar en Mégara, si podía, y fortificarla.
Al llegar a las puertas de la ciudad rogó a los megarenses que le dejaran
entrar, dándoles esperanza de cobrar en seguida a Nisea, pero los dos bandos de
los ciudadanos temían su venida, uno por sospechar que volviera a meter a los
desterrados expulsando a ellos; y los amigos de los desterrados por temor de
que los otros, para impedirlo, se armasen contra ellos, y aprovechando sus
diferencias los atenienses que estaban cerca, tomasen la ciudad. Todos opinaron
no recibir en la ciudad a Brasidas, sino esperar a ver quién alcanzaba la
victoria, los atenienses o los peloponenses; porque los parciales de cada parte
se querían declarar por el vencedor.
Como
Brasidas viese que no había medio de entrar en la ciudad, se retiró uniéndose a
lo restante de su ejército, y el mismo día, antes de que amaneciese, se le
unieron los beocios, quienes antes de recibir las cartas de Brasidas, sabida la
llegada de los atenienses, habían salido con todo su poder a socorrer a los
megarenses, porque tenían el peligro de éstos por común a todos, y cuando, en
tierra de Platea, recibieron la carta de Brasidas, estuvieron más seguros y así
enviaron mil doscientos hombres de a pie y seiscientos de a caballo de socorro
a Brasidas; los demás volvieron cada cual a su casa. Brasidas reunió con ellos
cerca de seis mil hombres.
Los
atenienses estaban puestos en orden de batalla junto a Nisea, excepto los
soldados armados a la ligera, que dispersos en los campos fueron acometidos y
desbaratados por los jinetes beocios, persiguiéndoles hasta la orilla de la
mar, antes que los atenienses supiesen la llegada de los beocios, porque jamás
hasta entonces habían ido en socorro de los megarenses, y no sospecharon que
fuesen.
Cuando
los vieron salieron contra ellos y se trabó una batalla, que duró gran rato
entre los de a caballo sin que se pudiese juzgar quién llevaba lo mejor de
ella, aunque de la parte de los beocios fue muerto el capitán y algunos otros que
se atrevieron a llegar hasta los muros de Nisea. Por esto los atenienses,
después de devolverles los muertos para sepultarlos, levantaron trofeo en señal
de victoria, aunque ésta quedó indecisa, retirándose los beocios a su campo y
los ateniense a Nisea. Pasado esto, Brasidas escogió un lugar muy a su
propósito junto a la mar y cerca de Mégara y allí asentó su campo, esperando
que los atenienses le acometieran, porque le parecía que los de la ciudad estaban
a la mira de quién llevaba lo mejor, y que estando allí tan cerca podrían
pelear desde su campo sin acometer a los enemigos ni ponerse en peligro, y de
esta suerte ganar la victoria. Respecto a los de Mégara, parecíale haber hecho
demasiado, porque, de no llegar tan oportunamente, los ciudadanos no se
hubieran atrevido a combatir a los atenienses, perdiendo la ciudad. Mas viendo
el socorro que les había llegado y que lo atenienses no se atrevían a acometer,
parecía a Brasidas que los megarenses recibirían a él y a su ejército dentro de
la ciudad, y que sin derramamiento de sangre y sin peligro conseguiría el objeto
a que había venido, según después aconteció, porque los atenienses, puestos en
orden de batalla, permanecieron junto a los muros con la misma intención que
los peloponenses de no pelear sin que les acometieran, creyendo que tenían más
razón ellos que los otros para no comenzar la batalla, por haber ganado muchas
victorias antes, y que si aventuraban ésta y la perdían, siendo muchos menos en
número que los enemigos, sucedería, o que tomasen éstos la ciudad, o que los vencidos
perdiesen la mayor parte de su ejército. También tenían por cierto que los peloponenses
comenzarían la batalla, porque eran de diversas ciudades y diferentes en
opiniones, no teniendo la paciencia de esperar como ellos, que eran todos
atenienses. Habiendo esperado algún tiempo unos y otros, se retiraron todos,
los atenienses a Nisea, y los peloponenses al lugar de donde habían partido.
Viendo entonces los megarenses que eran amigos de los desterrados, que los
atenienses no osaban acometer a los lacedemonios, cobraron ánimo y, con los principales
de la ciudad, abrieron las puertas a Brasidas como vencedor, conferenciando con
él, por lo cual los del bando contrario concibieron gran temor.
Poco
tiempo después, la gente de guerra que había acudido en socorro de Brasidas,
por su orden, volvieron cada cual a su tierra, y él se fue a Corinto y también
los atenienses a su patria.
Los
megarenses que habían sido de la conjuración para hacer venir a los atenienses,
al ver que se iban y que estaban descubiertos, partieron secretamente de la ciudad,
y los del bando contrario llamaron a los que estaban desterrados en Pegas, con
juramento de que no conservarían memoria de las injurias pasadas, sino que
todos de acuerdo mirarían por el bien de la ciudad. Pero poco tiempo después,
siendo éstos elegidos gobernadores y jueces, cuando revistaron al pueblo,
reconociendo las armas de los que habían sido principales parciales de los
atenienses, prendieron hasta el número de ciento, y los mandaron matar por
juicio del pueblo, al cual indujeron a que los condenase a muerte. De esta
suerte el gobierno de la ciudad fue convertido en oligarquía, que es mando de
pocos ciudadanos con el favor del pueblo, el cual estado, aunque producto de
sediciones, duró mucho tiempo.
X
En este
verano, habiendo los mitilenos determinado fortificar la ciudad de Antandro,
dos de los tres capitanes que los atenienses enviaron para cobrar el tributo de
las tierras en señorío, Demódoco y Arístides, que a la sazón se hallaban en el
Helesponto, en ausencia de Lámaco, que era el tercero, el cual había partido
hacia la costa del Ponto con diez navíos, celebraron consejo y parecióles que
era cosa de peligro permitir a los mitilenos fortalecer a Antandro, por temer
les ocurriese lo mismo que en Samos, donde los desterrados de la ciudad se
habían reunido, y con ayuda de los peloponenses que les enviaron gente de mar,
hacían grandes daños a los de la ciudad y muchos beneficios a los lacedemonios.
Los dos capitanes partieron con su armada y gente de guerra derechamente contra
Antandro, y habiendo trabado pelea con los de esta ciudad, que salieron contra
ellos, los vencieron y tomaron la plaza,
Poco tiempo después, Lámaco, que partió para la costa de
Ponto, entrando con su armada en el río Calete, que pasa por la tierra de los
heraclenses, por súbita crecida del río que ocasionó una tempestad en las
montañas, perdió todas sus naves y volvió con su gente de guerra por tierra,
atravesando la región de Bitinia y de Tracia, situada en la parte del mar en
Asia, hasta la ciudad de Calcedonia, a la boca del mar de Ponto, que pertenece
a los megarenses.
En este verano Demóstenes, capitán de los atenienses, al
partir de Mégara, fue con
cuarenta naves a Naupacto para dar fin a la empresa que él e Hipócrates habían
determinado hacer, juntamente con algunos beocios, que era reducir el estado y
gobernación de Beocia a señorío, que es mando y gobierno de los del pueblo,
como era el de Atenas, de lo cual fue principal autor Pteodoro, un ciudadano de
Tebas, desterrado, y propuso ejecutarlo de esta manera:
Los beocios entregarían por traición a los atenienses una
villa llamada Sifas, en término de Tespia, en el golfo de Crisa, y otros les
habían de entregar la villa nombrada Queronea, tributaria de los orcomenios,
con ayuda de los desterrados de la ciudad de Orcómeno, que tenían a sueldo
algunos hombres de guerra peloponenses. Queronea está situada en los confines de
Beocia, frente a Fanoteo, en la región de Fócide habitada en parte por focios.
Los atenienses debían tomar el templo de Apolo en Delos, en tierra de Tanagra,
a la parte de Eubea. Todas estas empresas se habían de ejecutar en un día señalado
para que los beocios, al saber la toma de las villas y ciudades, y temiendo por
su seguridad, no acudieran a socorrer a los de Delos, pareciéndoles a los
atenienses que si podían cercar el templo de Delos con fuerte muro, fácilmente
pondrían en peligro todo el Estado de Asia, y si no lo conseguían, a lo menos
con el tiempo, teniendo gente de guarnición en las villas y lugares,
recorrerían y robarían la tierra. Además, teniendo reunidos a los desterrados y
otros naturales de aquella
comarca, podrían enviar mayor socorro a los que allí se acogiesen; y no
contando los beocios con armada bastante para defenderse y resistirles, les
dominarían.
La
empresa se había de poner en ejecución de este modo: Hipócrates, con infantería,
debía salir de Atenas en un día señalado y entrar por tierra de Beocia, y Demóstenes,
que había ido a Naupacto con cuarenta naves para reclutar gente en Acarnania y
otros lugares comarcanos, volvería en el día señalado a Sifas, tomándola por la
traición convenida. Demóstenes reunió gran ejército, así de los eniades como de
los otros acarnanios, y aliados
de los atenienses que habían acudido de todas partes, y con él fue a Salinto y Agrea, donde esperaba
más gente, disponiendo las cosas necesarias para su empresa de Sifas el día
señalado.
Entretanto,
Brasidas, capitán de los lacedemonios, que había partido con mil y quinientos
hombres de a pie para poner orden en las cosas de Tracia, al llegar a Heraclea,
en la región de Traquinia, pidió a sus amigos y confederados que tenía en
Tesalia que le acompañasen en aquel camino para pasar seguro. Acudieron a su
llamamiento Panero de Doria, Hipolóquidas de Torilo y Estrófavo de Cálcide y
algunos otros tesalios, encontrándole en Melitia, en tierra de Acaya, y le
acompañaron. También se halló con ellos Nicónidas de Larisa, pariente de
Perdicas, rey de Macedonia, para auxiliarle, que de otra suerte fuera imposible
a Brasidas pasar por Tesalia más que en ningún otro tiempo, aunque siempre era
peligroso el paso, tanto más yendo en armas, y alarmando a los de la tierra,
que estaban sospechosos, y seguían el partido de los atenienses. Si Brasidas no
fuera acompañado por los principales de esta tierra que tienen por costumbre gobernar
los pueblos más por fuerza y rigor que por justicia y autoridad, nunca hubiera
podido pasar; y aun con todo esto, se vio en harto trabajo con ellos, porque
los que seguían el partido de los atenienses se pusieron delante, junto al río
de Enipeo, para estorbarle el paso, diciendo que les ultrajaba queriendo pasar
sin licencia y salvoconducto; a lo cual, los señores de la tierra que le acompañaban
les respondían que ni Brasidas ni su gente querían pasar por fuerza y contra su
voluntad; sino que habiendo llegado de pronto a donde ellos estaban con sus
amigos, le debían dejar pasar, y también el mismo Brasidas les dijo que él era
su amigo, que pasaba por su tierra no por ofenderles, sino para ir contra los
atenienses enemigos de los lacedemonios; que no sabía por qué entre los
tesalios y lacedemonios debiese haber enemistad alguna que impidiera a los unos
pasar por tierra de los otros; que ni quería ni podría pasar contra su
voluntad, pero que les rogaba no se lo quisiesen estorbar; y al oír estas
palabras le dejaron el paso. Los que le acompañaban le aconsejaron que pasase lo
más pronto posible por la tierra que le quedaba que andar, sin pararse en parte
alguna, a fin de no dar tiempo a los otros vecinos de la tierra para juntarse y
crearle algún obstáculo. Así lo hizo, de suerte que el mismo día que partió de Melita
fue hasta Farsalos, y alojó su ejército junto a la ribera de Apidano. Desde
allí fue a Facio, y después a Perrebia. En este lugar le dejaron los que le
habían acompañado y se despidieron de él. Los perrebios, que son del señorío de
los tesalios, le acompañaron hasta Dión, villa inmediata al monte Olimpo en
Macedonia, a la parte de Tracia, sujeta al rey Perdicas.
De
esta manera pasó Brasidas la tierra de Tracia, antes que ninguno se pudiese
preparar para estorbarle el paso, y se unió al rey Perdicas que estaba en Calcídica,
el cual y los otros tracios se habían apartado de los atenienses porque los
veían prósperos y pujantes por mar y por tierra, pero temiendo ser acometidos
por ellos habían pedido socorro a los peloponenses, y principalmente lo pidieron
los calcideos porque temían fueran primero contra ellos, y también porque entendían
que las otras ciudades comarcanas que no se habían rebelado a los atenienses
les eran hostiles, a causa de haberse ellos rebelado.
Perdicas
no se había declarado entonces del todo enemigo de los atenienses, pero
sospechaba de ellos por sus pasadas enemistades, y por esta causa demandaba
ayuda a los lacedemonios contra ellos, y también contra Arrabeo, rey de los lincestas,
que deseaba sujetar.
También
hubo otro motivo para que saliera el ejército del Peloponeso, y fue que,
considerando los lacedemonios los desastres y desventuras que les habían
ocurrido, y que los atenienses continuaban la guerra a menudo contra ellos en su
tierra, les pareció que no había mejor recurso para apartarlos de estas
empresas que hacer alguna contra sus amigos y confederados, sobre todo habiendo
muchos que se ofrecían a pagar los gastos de la expedición, y otros que sólo
esperaban la llegada de los lacedemonios para rebelarse contra los atenienses.
Además, les impulsaba en gran manera el temor de que por la pérdida en la
jornada de Pilos sus ilotas o esclavos se rebelasen, y para más seguridad, so color
de la guerra, querían sacarlos fuera de su tierra por ser muchos y mancebos.
Sospechando de ellos, mandaron pregonar que los más valientes fuesen escogidos,
y les diesen esperanza de libertad, queriendo conocer sus intenciones. Fueron escogidos
hasta dos mil y llevados en procesión coronados de flores a los templos, según
es costumbre hacer con aquellos a quien quieren dar libertad, y poco después quitaron
las vidas a todos, sin saber cómo ni de qué manera fueron muertos.
Por
este mismo temor dieron a Brasidas setecientos ilotas y todos los soldados que
habían sacado a sueldo del Peloponeso. El mismo Brasidas tenía ambición de
hacer la campaña, y este fue el motivo principal de enviarle, como también
porque los calcideos lo deseaban mucho, pues tenía fama entre todos los de
Esparta de ser hombre sabio, diligente y solícito. En esta empresa adquirió
gran prestigio, porque en todas las partes por donde andaba se mostró tan
sabio, justiciero y político en todas sus cosas, que muchas villas y ciudades se
le entregaron voluntariamente, y algunas otras tomó por su habilidad y
destreza, y por traición. Los lacedemonios consiguieron lo que esperaban, a
saber, recobrar muchas de sus tierras, y rebelar otras de los atenienses,
manteniendo por algún tiempo la guerra fuera del Peloponeso. También después,
en la guerra entre atenienses y peloponenses en Sicilia, su virtud y esfuerzo
fue tan conocido y estimado, así por experiencia como por relación verdadera de
otros, que muchos de ellos que seguían el partido de los atenienses deseaban
dejarlo y tomar el de los peloponenses, porque viendo la rectitud y bondad que
resplandecían en él, presumían que todos los demás lacedemonios le eran
semejantes.
Volviendo
a lo que decíamos, cuando los atenienses supieron la llegada de Brasidas a
Tracia, declararon ene-migo al rey Perdicas, porque tenían por cierto que había
sido el instigador de la expedición, y en adelante cuidaron más de guardar las
tierras de sus confederados.
Al
recibir Perdicas el socorro de los peloponenses, con Brasidas los llevó
juntamente con su ejército a hacer guerra contra Arrabeo hijo de Brómero, rey
de los macedonios lincestas, que era vecino y muy grande enemigo suyo, queriendo
conquistar el reino y echarle de él si pudiese; pero al llegar a los confines
de su tierra, Brasidas le dijo que antes que comenzase la guerra quería
hablarle para saber si por buenas razones le atraía a la amistad de los
lacedemonios, porque el mismo Arrabeo, por un he-raldo, le había declarado que
de las diferencias entre él y Perdicas quería tomarle por mediador, y atenerse
a su árbitro y sentencia. También le movió a esto que los calcideos, que
deseaba llevar consigo Brasidas para sus negocios propios, le amonestaban no se
ocupase en una guerra tan larga y difícil por dar gusto a Perdicas, mayormente
sabiendo que los mensajeros que éste envió a Lacedemonia a pedir socorro habían
prometido de su parte hacer que muchos de sus vecinos se aliaran a los lacedemonios.
Por todo esto Brasidas con justa causa le rogaba que tuviese por mejor arreglar
aquellas diferencias particulares para el bien público de los lacedemonios y el
suyo.
A
Perdicas no le pareció bien, diciendo que no había llamado a Brasidas para que
fuese juez de sus causas y diferencias, sino para que le ayudase a destruir a
sus enemigos, los que él le señalase, y que Brasidas le hacía gran perjuicio
queriendo favorecer a Arrabeo contra él, pues él pagaba la mitad de los gastos
de aquella guerra. No obstante, Brasidas, contra la voluntad de Perdicas, habló
con Arrabeo y le persuadió con buenas razones a que se retirara con su
ejército, por lo cual Perdicas, en adelante, en lugar de pagar la mitad de los
gastos del ejército, pagó sólo la tercera parte, teniendo por cierto que
Brasidas le había ofendido en lo de Arrabeo.
XI
Después de esto, en el mismo verano[11]
antes de las vendimias, Brasidas, con los calcideos que tenía consigo, fue a hacer guerra contra los de la
ciudad de Acanto, colonia y pueblo de los andrios, cuyos ciudadanos tenían
grandes bandos y estaban en gran porfía de si le recibirían o no en la ciudad, los del partido de
los calcideos de una parte, y los del pueblo de otra. Mas por estar los frutos aún por coger en los campos y
por temor de que fuesen destruidos, los del pueblo, a persuasión de Brasidas,
consintieron que entrase en la ciudad solo y hablase lo que quisiese, y que
después de oírlo determinarían lo que bien les pareciese. Entró, fue al Senado, donde los del pueblo estaban
en ayuntamiento, y pronunció delante de todos un discurso muy bueno, como él
sabía hacerlo, por ser lacedemonio sabio y prudente, hablando de esta manera:
«Varones
acantinos, la causa de que yo con este ejército que veis hayamos sido aquí
enviados por los lacedemonios, es la misma que desde el principio dijimos
cuando declaramos la guerra a los atenienses, a saber, librar la Grecia de la
servidumbre de éstos. Si venimos engañados con la esperanza de poderlos vencer
más pronto sin que vosotros os expongáis a peligro, no se nos debe culpar, pues
hasta ahora no habéis recibido daño alguno por nuestra tardanza, y venimos
ahora cuando podemos para, juntamente con vosotros, destruir a los atenienses
con todas nuestras fuerzas y poder. Pero me asusta ver que me cerréis las
puertas donde yo, por el contrario, pensaba ser recibido con alegría, y que en
gran manera desearíais mi venida, pues nosotros los lacedemonios, pensando por
las cosas pasadas que hemos hecho por vosotros, venir aquí como amigos
verdaderos, y que deseaban nuestra venida, tomamos esta jornada sin temor a los
trabajos y peligros que arrostrábamos pasando por tan largos caminos y tierras
extrañas, solamente por mostraros la buena voluntad que os tenemos.
»Si
tenéis otro pensamiento contra nosotros, y queréis resistir a los que procuran
vuestra libertad y la de toda Grecia, haréislo malamente, así porque impediréis
vuestra propia libertad como porque daréis mal ejemplo a los otros para que no
nos quieran acoger en sus tierras, y sería poco honroso a los de esta ciudad,
tenidos por hombres sabios y prudentes, que viniendo yo a ellos primero que a
otros, no quieran recibirme. No puedo imaginar que tengáis motivo o razón para
hacerlo si no es por sospechas de que la libertad que yo os procuro es fingida
y falsa, o que nosotros los lacedemonios no somos bastante poderosos para
defenderos contra los atenienses si os atacan. De esto, a mi ver no debéis
tener ningún temor, pues cuando yo vine en socorro de Nisea con este ejército,
no osaron pelear contra mí, ni es verosímil que puedan enviar ahora aquí tan
gran ejército por tierra como entonces enviaron allí por mar. En cuanto al otro
punto, yo os aseguro que no fui aquí enviado de parte de los lacedemonios para
hacer daño a Grecia sino para darle libertad, habiendo primeramente hecho
juramento solemne en manos de los cónsules y gobernadores de los lacedemonios
de dejar vivir en libertad y seguir sus leyes a todos aquellos que pudiese
atraer a nuestra amistad y alianza. Por tanto, debéis saber que no vine aquí
para atraeros por fuerza o engaño a nuestra parte y devoción, sino antes por el
contrario, para sacaros de la servidumbre de los atenienses y ser nuestros
compañeros en esta guerra contra ellos. Debéis tener, por tanto, confianza en
mí, y fiar en lo que digo de que sólo para defenderos vine con todo el poder
que veis.
»Si
alguien pone dificultad en esto, temiendo que quiera dar el gobierno de la
villa a alguno de vosotros, quiero que tenga más confianza y seguridad que los
demás, porque os certifico que no he venido a provocar sedición o discordia, y
me parecería no poneros en verdadera libertad, si trocando vuestra antigua
forma y costumbre de vivir, quisiese sujetar el pueblo a la dominación de
algunos particulares, o éstos a la sujeción del pueblo, pues sé muy bien que
tal mando os sería más odioso que el de los extraños. Ni a nosotros los lacedemonios
se debería agradecer el trabajo que tomáramos por vosotros, antes en lugar de
la honra y gloria que esperábamos, seríamos acreedores de vituperio, y nos podrían
culpar del mismo vicio de tiranía que imputamos a los atenienses, siendo más
digno de reprensión en nosotros que en ellos, por lo que nos preciamos de la
virtud de no emplear fraude ni engaño como ellos usan. Porque si el vicio del
engaño es cosa fea y torpe en todos los hombres, mucho más lo es en los que
tienen mayor dignidad y mucho más reprensible que la violencia, pues ésta se hace
por virtud del poder que la fortuna da a unos sobre otros, y el engaño procede
de pura malicia y sinrazón, debiendo evitarlo los que tratamos grandes negocios.
»Tampoco
quiero que fiéis tanto en mis juramentos como en lo que está a vuestra vista, y
que las obras correspondan a las palabras según pide la razón, y os dije al
principio. Mas si, habiendo oído este discurso mío, os excusáis diciendo que no
podéis hacer lo que pedimos y que nos pedís como amigos que partamos de vuestra
tierra sin haceros daño, pretendiendo que no gozaréis sin perjuicio esta
libertad que se debe ofrecer a los que la puedan ejercitar sin riesgo, y que
ninguno ha de ser obligado a tomarla por fuerza y contra su voluntad, yo declaro
delante de los dioses patrones de esta ciudad, que, habiendo venido por vuestro
bien, no he podido aprovechar nada con vosotros por buenas razones; que procuraré,
destruyendo vuestras tierras, obligaros a ello por fuerza, teniendo por cierto
que lo hago con buena y justa causa, por dos razones: la primera, por el bien
de los lacedemonios, para que no reciban, por amor a vosotros, si os dejan en
el estado presente, el perjuicio del dinero que dais a los atenienses sus
contrarios; y la segunda, por el bien universal de todos los griegos, a fin de
que, por vosotros solos, no sean impedidos de recobrar su libertad, que si no
fuese por esto, bien sabemos que no deberíamos obligar a nadie a gozar de
libertad. No pretendemos dominio sobre vosotros sino solamente libraros del
yugo de los atenienses. Os ofenderíamos si restituyendo a los otros en su
derecho y libertad, os dejásemos solos obstinados en el mal. Por tanto, varones
acantinos, tomad buen consejo en vuestros negocios y mostrad a los otros
griegos el camino de recobrar su libertad ganando la gloria y honra perpetua de
haber sido los primeros y principales para ello, como para evitar el daño que
sufrirán vuestras haciendas, y también
para dar a esa vuestra ciudad renombre glorioso como es el de independiente y libre».
Después
que Brasidas pronunció este discurso al pueblo, todos los acantinos discutieron
largamente sobre la materia, y al fin dieron sus votos secretos, siendo la mayor
parte de opinión que se debían apartar de la alianza con los atenienses, así
por las razones y persuasiones de Brasidas, como por temor de perder los bienes
y ha-ciendas que tenían en los campos. Habiendo recibido primeramente juramento
a Brasidas de que tenía comisión de los lacedemonios de poner en libertad a
todos los que se le rindiesen y dejarles vivir conforme a sus leyes y
costumbres, admitieron a él y a su ejército dentro de la ciudad, y lo mismo
hicieron pocos días después los de Estagira, que es otra ciudad de los andrios.
Estas
cosas fueron hechas en aquel verano.
XII
Al
principio del invierno siguiente,[12]
Hipócrates y Demóstenes, capitanes de los atenienses, acordaron seguir su
empresa contra los beocios, yendo Demóstenes con su armada al puerto de Sifas,
e Hipócrates con el ejército de Delión, según antes dijimos. Por error de
cuenta en los días no llegaron el señalado a estos lugares, arribando
Demóstenes a Sifas el primero con muchas naves de los acarnanios y otros
aliados. Descubrió su empresa un focio de Fanoteo, llamado Nicómaco, que dio
aviso a los lacedemonios, y éstos advirtieron a los beocios, todos los cuales
se pusieron en armas, y antes que Hipócrates hi-ciese daño alguno en la tierra,
acudieron al socorro de Sifas y Queronea. Viendo los moradores de las ciudades
que habían hecho los tratos con los atenienses que la conspiración estaba descubierta,
no se atrevieron a innovar cosa alguna.
Después
que los beocios volvieron a sus casas, Hipócrates armó a todos los ciudadanos y
moradores de Atenas y a los extranjeros que en ella había; fue directamente a
Delos y puso cerco al templo de Apolo de esta manera. Primeramente hizo un gran
foso en torno del circuito del templo, y un baluarte de tierra a manera de muro,
plantando en él muchas estacas; además del muro construyó reparos alrededor, de
ladrillo y piedra, que tomaban de las casas más cercanas. Bajo de los reparos
hicieron sus torres y bastiones, de modo que no quedó nada del templo sin
cercar, porque no había otro edificio alguno en torno de él, pues un claustro
que antiguamente allí estaba se arruinó poco tiempo antes. El cerco lo hicieron
en dos días y medio, no tardando en llegar más de tres días.
Hecho
esto, el ejército se retiró ocho estadios más adentro de la tierra, como si
volviera al punto de partida; los soldados armados a la ligera, que eran
muchos, salieron del campamento, y todos los otros se desarmaron y estuvieron
reposando en los lugares cercanos. Demóstenes con alguna gente de guerra se
quedó en Delos para guardar los parapetos
y acabar lo que quedaba de la obra.
En
estos mismos días los beocios se juntaron en Tanagra, y dudaban si acometerían o
no a los atenienses, porque de once gobernadores de la tierra que eran, diez
decían que no lo debían hacer, a causa de que los atenienses aún no habían
entrado en Beocia, pues el lugar donde descansaban desarmados estaba en los
confines de Oropia. Pero el tebano Pagondas, uno de los gobernadores, y
Ariántidas, hijo de Lisímaco, que era el principal de aquel ayuntamiento y
caudillo de toda la gente de guerra, fueron de contraria opinión, sobre todo
Pagondas, el cual, juzgando que era mejor probar fortuna combatiendo que
esperar, arengó a todas las compañías de los beocios para que no dejasen las
armas, sino que fuesen contra los atenienses y les presentaran batalla, pronunciando
al efecto el siguiente
discurso:
«Varones
beocios, no me parece conveniente a ninguno de los que tenéis mando y gobierno
pensar de veras que no debamos pelear con los atenienses si no los hallamos
dentro de nuestra tierra, porque habiendo hecho sus fuertes y preparado sus
municiones y reparos en Beocia, y partiendo de los lugares cercanos con
intención de asolarla, no hay
duda de que les debemos tener por enemigos en cualquier parte que los hallemos,
pues de cualquiera que vengan declaran serlo ellos nuestros en las obras que
realizan.
»Si
alguno de vosotros ha opinado antes que no debemos pelear contra ellos, mude de
opinión, pues se debe guardar igual respeto a los que tienen lo suyo y quieren
ocupar lo ajeno, por codicia de tener más, como a los que quieren acometer a
otros y les toman su tierra; y si habéis aprendido de vuestros mayores a lanzar
a los enemigos de vuestra tierra de cerca o de lejos, mejor lo debéis hacer
ahora contra los atenienses, que son vuestros vecinos por ser iguales a ellos,
que contra los más lejanos. Que si estos atenienses procuran y trabajan por
sujetar a servidumbre aun a los que están lejos de ellos, razón tenemos para exponernos
a todo peligro hasta el último extremo contra los que son nuestros enemigos tan
cercanos, poniendo ante los ojos el ejemplo de los eubeenses y de una parte de
la Grecia, viendo cómo a todos éstos han sujetado, y considerando que si los
otros vecinos contienden sobre los límites y términos, para nosotros, si somos
vencidos, no habrá término ni lindero alguno en toda nuestra tierra, que si
entran en ella por fuerza hay peligro de que toda la ocupen mejor que la de los
otros vecinos, por ser más cercanos. La costumbre de los que confiados en sus
fuerzas hacen guerra a sus vecinos como al presente los atenienses, es acometer
antes a los que están en reposo y sólo procuran defender su tierra, que a los
que son bastantes para oponérseles cuando les quieren atacar, y también si ven
ocasión para ello comenzar la guerra, según lo sabemos por experiencia, porque
después que los vencimos en la jornada de Queronea, cuando ocupaban nuestro
país por nuestra sediciones y discordias, siempre hemos poseído esta tierra de
Beocia segura y en paz. De ello debemos tener memoria los que somos de aquel
tiempo; siendo ahora como entonces, y los más jóvenes, hijos y descendientes de
aquellos varones buenos y esforzados, procurar corresponder a sus virtudes y no
dejar perder la gloria y honra que ganaron sus antepasados.
»Tengamos
además confianza en que nos será propicio el dios cuyo templo con gran desacato
han cercado, y consideremos que los sacrificios hechos nos dan esperanza cierta
de victoria. Trabajemos, pues, para demostrar a los atenienses que si han
ganado por fuerza alguna cosa de las que codiciaban, fue contra gente que no
sabía ni podía defenderse; mas cuando emprendieron algo contra los que están
acostumbrados por su virtud y esfuerzo a defender su tierra y libertad, y a no
querer quitar injustamente la libertad a los otros, no lo han logrado sin pelear.»
Con
estas razones persuadió Pagondas a los beocios para que fuesen contra los
atenienses, y en seguida levantó su campo yendo en su busca, aunque era
avanzado el día, y asentó el real cerca del campo enemigo junto a un pequeño
cerro que estaba en medio e impedía se vieran unos a otros; allí puso su gente
en orden de batalla para combatir a los atenienses.
Volvamos
a Hipócrates que había quedado en Delos y que, avisado de que los beocios
habían salido con gran ímpetu del pueblo, mandó a los suyos que saliesen al
campo, se armasen y tuviesen todo dispuesto. Poco después llegó él con toda su
gente, excepto trescientos hombres de armas que dejó en Delos para guarda de
los reparos y para que acudiesen en socorro del otro ejército, si fuese
menester, al tiempo de la batalla.
Los
beocios enviaron delante algunos corredores para perturbar el orden de los atenienses,
subieron a lo alto de la montaña y pusiéronse a vista de todos ellos, apercibidos
al combate. Eran en junto siete mil hoplitas bien armados de gruesas armas, más
de diez mil armados a la ligera y cerca de mil quinientos de a caballo. Tenían
ordenadas sus tropas de esta manera: la infantería, a saber, los tebanos y sus
aliados en la derecha, en medio estaban las gentes de Haliarto, Coronea, Copais
y otros ribereños del lago. Los soldados de Tespias, Tanagra y Orcómeno
ocupaban la izquierda, y en ambos extremos los de a caballo de los soldados
armados a la ligera con lanza y escudo, en cada ala veinticinco, y los
restantes, según se hallaron por suerte.
Los
atenienses tenían puesta su gente en este orden: los hombres de a pie, bien
armados, en lo cual eran iguales a los enemigos, hicieron un escuadrón espeso
de ocho hombres por hileras, y con ellos venían los de a caballo, pues soldados
armados a la ligera no los tenían por entonces ni en su ejército ni en la
ciudad; porque los que al principio fueron con ellos en esta empresa, que eran
mucho más en número que los contrarios, aunque gran parte sin armas, por ser
los más labradores cogidos en el campo y extranjeros, volvieron pronto a sus
casas y no se hallaron en el campo sino muy pocos.
Puestos
todos en orden de batalla de ambas partes y esperando la señal para el ataque,
Hipócrates, capitán de los atenienses que llegó en aquel momento, arengó a los
suyos de esta manera:
«Varones
atenienses, para hombres esforzados y ani-mosos como vosotros, no hay necesidad
de largo discurso, sino que bastan pocas palabras, más por traeros a la memoria
quién sois, que por mandaros lo que habéis de hacer. No imaginéis que con causa
injusta venís a poneros en peligro en tierra ajena; porque la guerra que ha-cemos
en ésta es por seguridad de la nuestra, y si somos vencedores, no volverán jamás
los peloponenses a acometernos en nuestro territorio, viéndose sin caballería,
de que siempre los proveen estos beocios. Así, pues, ganando con una batalla
esta tierra, libraréis la vuestra de males y daños en adelante. Entrad con
esforzado ánimo en la batalla como es digno y conveniente a la patria que cada
cual de vosotros se gloría y alaba de que sea la señora de toda Grecia,
imitando la virtud y el valor de vuestros antepasados que antaño desafiaron con
Mirónides a estos mismos enemigos en Enófita y se apoderaron de Beocia.»
Con
estas razones iba Hipócrates amonestando a su gente, rodeándolos conforme iban
puestos en orden y apercibidos para pelear, hasta que llegó en medio de ellos.
Los
beocios, por orden de Pagondas, dieron la señal para comenzar la batalla
tocando sus trompetas y clarines, y en tropel descendieron todos de la montaña
con grande ímpetu. Al ver el ataque Hipócrates, hizo también marchar a los
suyos y que les saliesen delante a buen trote, siendo los primeros en el
encuentro. Y aunque los postreros no pudieron llegar tan pronto a herir, fueron
tan trabajados como los otros por causa de los arroyos que tenían que pasar.
Trabada la batalla, todos peleaban fuertemente, defendiéndose a pie quedo,
amparados con sus escudos y rodelas; la izquierda de los beocios fue rota y
dispersada por los atenienses, hasta los del centro pasaron adelante para batir
a los tespios que estaban enfrente de ellos, y del primer encuentro mataron
muchos. Quedaron todos cerrados en un escuadrón, unos contra otros, hiriendo y
matando a los tespios, que se defendían valerosamente. En este encuentro
resultaron muchos atenienses muertos por sus mismos compañeros, porque, queriendo
cercar y atajar a los enemigos, se metían en medio de ellos y se mezclaban los
unos con los otros, de manera que no se podían conocer. La izquierda de los
beocios fue, pues, vencida y desbaratada por los atenienses, y los que se
salvaron se acogieron a la derecha, en la cual venían los tebanos que peleaban
valerosamente, de tal manera, que rompieron a los atenienses dispersándolos y siguiéndoles
al alcance por algún rato. En esta situación, aconteció que dos compañías de
gente de a caballo que Pagondas había enviado en ayuda de la izquierda, cargaron,
cubiertas por un cerro, con gran furia, y cuando llegaron a vista de los
atenienses que seguían al alcance de los fugitivos, creyendo éstos que aquel
era nuevo socorro que acudía a los beocios, cobraron tanto miedo que se pusieron
en huida, y lo mismo hicieron los otros atenienses, así de una parte como de la
otra, unos hacia la mar por la parte de Delos, otros hacia tierra de Oropo,
otros hacia el monte Parnete y otros a diversos lugares donde esperaban poderse
salvar. Muchos de ellos fueron muertos por los beocios, sobre todo por los de a
caballo, así de la gente de la tierra como de los locros, que al tiempo de la
batalla acudieron en su ayuda hasta que llegó la noche que los separó, siendo
ésta causa de que se salvaran muchos.
Al
día siguiente, los que llegaron a Oropo y Delos dejaron allí gente de
guarnición, y volvieron por mar a sus casas.
Los
beocios, por memoria de esta victoria, levantaron un trofeo en el mismo lugar
donde había sido la batalla. Después enterraron sus muertos, despojaron a los
enemigos, y, dejando allí alguna gente de guarda, partieron para Tanagra, donde
dispusieron las cosas necesarias para ir en busca de los atenienses que estaban
en Delos, a los cuales enviaron primero un heraldo, quien encontrando en el
camino al de los atenienses, que iba a pedir sus muertos, le dijo que no pasase
adelante y fuera con él, porque no harían nada de lo que iba a pedir hasta que
él volviera, y así lo hizo. Al llegar el heraldo de los beocios donde estaban
los atenienses, díjoles el mensaje que traía, que era asegurarles que habían
obrado injustamente y traspasado las leyes humanas de los griegos, por las
cuales está prohibido a todos los que entran en la tierra de otros tocar los
templos; que no obstante esto, los atenienses habían cercado el templo de
Delos, y metido dentro su gente de guerra, violándolo y haciendo en él todas
las profanaciones que se acostumbraban a hacer fuera de él; que habían tomado
el agua consagrada, no siendo lícito tocarla a otros que a los sacerdotes para
los sacrificios, y la empleaban y se servían de ella para otros usos, por lo cual
les requerían, así de parte del dios Apolo como de la suya, llamando e
invocando para esto todos los dioses que tienen en guarda aquel lugar, y principalmente
tomando al dios Apolo por testigo, que partiesen de aquel sitio con todo su
bagaje.
Los
atenienses dijeron a esto que darían la respuesta a los beocios por medio del
heraldo que les enviarían. Éste les respondió de su parte que no habían hecho
cosa ilícita ni profana en el templo, ni la harían en adelante, si no fuesen
obligados a ello, porque no habían ido con tal intención sino para hacer guerra
contra los que quisiesen ofender al templo, lo que les era lícito por las leyes
de Grecia conforme a las cuales es permitido que los que tienen el mando y
señorío de alguna tierra, sea grande o pequeña, tengan asimismo en su poder los
templos para hacer continuar los sacrificios y ceremonias acostumbradas en
cuanto fuere posible; y que siguiendo estas leyes, los mismos beocios y los
otros griegos cuando han ganado alguna tierra o lugar por guerra, y echando de
ella a los moradores, tienen los templos que antes eran de los habitantes por
suyos propios; por tanto, los atenienses ejercerían este derecho en aquella
tierra que deseaban poseer como suya. En cuanto a lo del agua del templo,
dijeron que si la habían tomado, no fue por desacato a la religión, sino que,
yendo allí para vengarse de los que les habían talado su tierra, fueron
obligados por necesidad a tomar el agua para los usos necesarios, y que, por
derecho de guerra, a los que se ven en algún apuro es justo y conveniente que
Dios les perdone lo que hacen, porque en tal caso hay recurso a los dioses y a
sus aras para alcanzar perdón de los yerros que no se cometen voluntariamente,
y son estimados por malos y pecadores a los dioses los que yerran y pecan por
su voluntad y a sabiendas, no los que hacen alguna cosa por necesidad. Decían
también que eran mucho más impíos y malos para con los dioses los que por dar
los cuerpos de los muertos quieren adquirir los templos, que los que forzados
contra su voluntad toman de éstos las cosas necesarias para sus usos, siendo
lícito tomarlas. Asimismo, les declararon que no partirían de la tierra de
Beocia porque pretendían estar donde estaban con buen derecho, y no por fuerza;
por tanto, pedían mandasen darles sus muertos, según su derecho y costumbre de
Grecia.
A
esta demanda respondieron los beocios que si los atenienses entendían estar en
tierra de Beocia, partiesen en paz de ella con todas sus cosas; y si pretendían
estar en su propia tierra, ellos sabían bien lo que habían de hacer, pues la
tierra de Oropo, donde habían sido muertos, era de la jurisdicción de los
atenienses, por lo cual, no teniendo los beocios sus muertos contra su
voluntad, no estaban obligados a devolvérselos; antes era más razonable que
partiesen de su tierra, y entonces les darían lo que demandaban. Con esta
respuesta partió el heraldo de los atenienses, sin convenir cosa alguna.
Poco
después los beocios mandaron ir del seno de Melide algunos tiradores y honderos
con dos mil infantes muy buenos, que los corintios les habían enviado después de
la batalla, y alguna otra gente de socorro de los peloponenses, que era la que
había vuelto de Nisea con los megarenses. Con este ejército partieron de allí y
asentaron su campo delante de Delos, donde trabajaron por combatir los fuertes y
reparos de los atenienses con diversos ingenios y artefactos de guerra y, entre
otros, con uno que fue causa de la toma de Delos, el cual estaba hecho de esta
manera.
Aserraron
por la mitad a lo largo una viga, la acanalaron por dentro de manera que,
juntas, formaban hueco como flauta; de uno de los extremos salía un hierro hueco
y vuelto hacia abajo como pico, y de éste estaba colgado de unas cadenas un
caldero de cobre lleno de brasas, de pez y de azufre. Llevando sobre ruedas
esta máquina, la juntaron con el muro por la parte que casi todo estaba formado
con madera y sarmientos. Puesta allí, y soplando con grandes fuelles, por el
agujero del otro extremo de la viga pasó el aire por el hueco, y volviendo por
el pico de hierro soplaba en el caldero, de manera que la llama grande que
salía de él incendió el muro de tal modo, que no pudiendo estar en él los que le
defendían, huyeron, y tomadas las defensas, entraron los beocios en la ciudad,
prendieron cerca de doscientos de los que la defendían y mataron a muchos; los
demás se salvaron acogiéndose a las nave que estaban en el puerto. Así
recobraron el templo de Delos diez y siete días después de la batalla. Poco
tiempo después volvió el heraldo de los atenienses, que no sabía nada de esta
presa, para pedirles a los beocios los muertos, y se los dieron, sin hablarle
más de lo que le habían dicho la primera vez.
Fueron
los que hallaron muertos, así en la batalla como en la toma de Delos de parte
de los beocios cerca de quinientos y, de la de los atenienses cerca de mil, y
entre otros Hipócrates, uno de sus capitanes, sin los soldados armados a la
ligera y la gente de servicio de campo, que murieron en gran número. Después de
esta batalla, Demóstenes, que había partido por mar para tomar Sifas, viendo
que no podía salir con la empresa, sacó de sus naves hasta cuatrocientos
hombres, así de los agrios y acarnanios como de los atenienses que tenía consigo,
y con ellos arribó a tierra de Escione; mas antes que pudiesen desembarcar
todos, los esciones, que se habían reunido para defender su patria, les
acometieron y dispersaron e hicieron huir hasta meterlos dentro de sus naves,
matando y prendiendo a muchos.
XIII
Al
tiempo que pasaron estas cosas en Delos, Sitalces, rey de los odrisios, murió
en una batalla contra los tribalos, a quienes había declarado la guerra, y le
sucedió Seutes, hijo de Esparadoco, su hermano, tanto en el reino de los
odrisios como en las otras tierras y señoríos que tenían en la región de
Tracia.
En
ese mismo invierno, Brasidas, con los aliados y los lacedemonios que tenía en
Tracia, declaró la guerra a los de la ciudad de Anfípolis, situada en la ribera
del río de Estrimonia, porque era colonia de los atenienses, la cual, antes que
la poblasen, fue habitada por el mileto Aristágoras cuando vino huyendo de la
persecución del rey Darío. Después fue echado de ella por los edones, y los
atenienses, treinta y dos años más tarde, enviaron diez mil hombres de guerra,
así de los suyos como de otros que llegaron de todas partes, los cuales fueron
vencidos y dispersados por los tracios junto al lugar de Drabesco. Veintinueve
años después los atenienses enviaron de nuevo su gente de guerra al mando de Hagnón,
hijo de Nicias, y expulsaron a los edones, fundando la ciudad como está al
presente. Llamábase antes los Nueve Caminos. El punto de partida de los atenienses
con Hagnón, fue una villa que tenían en la boca del río Gión, en la cual hacían
su feria y mercado. Llamáronla Anfípolis por estar cercada por dos partes de
aquel río de Estrimonia, e hicieron una muralla que llegaba desde un brazo del
río al otro, puesta en un lugar alto, donde tiene muy linda vista a la mar y a
la tierra.
Estando
Brasidas en el lugar de Arnas, ciudad de Calcídica, partió con todo su ejército
y llegó a la puesta del sol a Aulón y a Bromisco por la parte en que el lago de
Bolba entra en la mar, y después de cenar se puso en camino, aunque la noche
era muy oscura y nevaba, caminando de manera que llegó delante de la ciudad sin
que lo supieran los que estaban dentro, excepto algunos de aquellos con quien
él tenía inteligencias, que eran los argilios, naturales de Andros, que habían
ido a morar allí, y de otros que fueron inducidos, así por Perdicas como por
los calcideos; pero los principales en estas inteligencias eran los argilios,
enemigos siempre de los atenienses, y por tanto deseosos de que los
peloponenses tomaran la ciudad. Tramada por éstos la traición con Brasidas, con
el consentimiento de los que por entonces tenían el gobierno de la ciudad, le
franquearon la entrada, y aquella misma noche, rebelándose a los atenienses, se
unieron al ejército de Brasidas junto al puente que está sobre el río a muy
poco trecho de la ciudad, la cual no estaba por entonces cercada de muralla
como está ahora, y aunque había algunos soldados de guardia en el puente, por
ser de noche, por el mal tiempo y por su rápida llegada, los rechazó
fácilmente, ganó el puente y prendió a los ciudadanos que moraban en el
arrabal, excepto unos pocos que, huyendo, se salvaron metiéndose en la ciudad.
Su entrada alarmó a los ciudadanos, porque sospechaban unos de otros; y dicen
que si Brasidas intentara tomar la ciudad, antes de dejar a su gente que se
entretuviese en robar los arrabales, la tomara sin duda alguna.
Pero
mientras los suyos se ocuparon en robar, los de la ciudad se aseguraron y
pusieron en resistencia, de manera que Brasidas no osó proseguir su empresa,
mayormente viendo que sus parciales no se alzaban por él en la ciudad ni lo
podían hacer, porque los ciudadanos, que se hallaron en mayor número,
impidieron que las puertas fuesen abiertas, y por consejo de Eucles, capitán de
los atenienses, enviaron con toda diligencia a llamar a Tucídides, hijo de
Oloro, el mismo que escribió esta historia, el cual a la sazón gobernaba por
los atenienses en la isla de Tasos, colonia de Paros, distante de Anfípolis un
día de camino, para que les socorriese. Sabido por Tucídides se preparó a
escape, y con siete naves que por ventura estaban en el puerto, partió con
intención de socorrer a Anfípolis, si no había sido tomada, y si lo había sido tomar
a Eión.
Entretanto,
Brasidas, que temía el socorro que fuera de Tasos por mar, y sospechaba que
Tucídides, que tenía en aquel paraje a su cargo las minas de donde sacaban el
oro y la plata para la moneda, por cuya causa tenía gran autoridad y amistad
con los principales de la tierra, reuniese mucha gente, determinó hacer lo
posible por ganar la ciudad por tratos y conciertos antes que los ciudadanos
pudiesen recibir este socorro; por tanto, mandó pregonar a son de trompeta que
todos los que estaban en la ciudad, fuesen ciudadanos o atenienses,
permanecerían si quisiesen en su estado y libertad como antes, ni más ni menos
que los del Peloponeso, y, los que no lo quisieran, pudiesen salir con sus
haciendas en el término de cinco días. Oído este pregón, los más de los
principales ciudadanos mudaron de parecer, entendiendo que por tal medio venían
a estar en libertad, porque entonces gobernaban los atenienses la menor parte
de la ciudad. Lo mismo pensaron los ciudadanos cuyos parientes y amigos fueron
presos en los arrabales, que eran en gran número, temiendo que si esto no se
aceptaba, sus parientes y amigos serían maltratados. También los atenienses,
viendo que sin peligro podían salir con su bagaje, y que no esperaban socorro
en breve, y todos los demás del pueblo, porque por este concierto quedaban
fuera de peligro y se ponían en libertad de común acuerdo, aceptaron el partido
a persuasión de los que tenían inteligencias con Brasidas, no pudiéndose
recabar otra cosa de ellos, por más que el gobernador que entonces había allí
por los atenienses les quisiese persuadir de lo contrario; de esta manera se
entregó la ciudad a Brasidas.
En
la noche de aquel día arribó Tucídides con sus naves a Eión, estando ya
Brasidas dentro de Anfípolis, el cual hubiera ganado también la villa de Eión
si la noche no sobreviniera, y aun también la tomara al amanecer del día
siguiente si no hubiese llegado aquel socorro de las naves. Tucídides ordenó
las cosas necesarias para defender la villa si Brasidas quisiese entrar, y
también para poder acoger los de tierra firme que quisieran juntarse con él. De
aquí provino que Brasidas, que había llegado a la costa con buen número de
naves junto a Eión, ha-biéndose esforzado por ganar un cerro que está a la boca
del río junto a la villa, para poder después tomarla por la parte de tierra,
fue rechazado por mar y tierra y obligado a volver a Anfípolis para ordenar las
cosas necesarias en la ciudad.
Poco
tiempo después se le rindió la ciudad de Mircino, que está en tierra de los
edones, porque Pitaco, rey de los edones, murió a manos de su mujer y de los
hijos de Goaxis. A los pocos días se le rindieron Galepso y Esima, dos pueblos
de Tasos, por intercesión de Perdicas, que llegó a la ciudad poco después de
tomada.
Cuando
los atenienses supieron la pérdida de la ciudad de Anfípolis se apesadumbraron
mucho, porque les era muy útil, así por razón del dinero que sacaban de ella y
de la madera que allí cortaban para hacer naves, como también porque, teniendo
los lacedemonios el paso para ir contra los aliados de los atenienses hasta el
río de Estrimón, llevados por los tesalios, que eran de su partido, no podían
pasar el río a vado, porque era muy hondo, ni tampoco con barcas, porque los
atenienses vigilaban el río; pero habiendo los lacedemonios ganado la ciudad, y
por consiguiente, el puente del río, les era fácil atravesarlo, por lo cual los
atenienses temían que sus amigos y aliados se pasasen a los lacedemonios, tanto
más que Brasidas, no sólo se mostraba en todas sus cosas cortés y afable, sino
que publicaba en todas partes que había ido para poner a toda la Grecia en
libertad, por lo cual las otras ciudades y villas del partido de los
atenienses, sabido el buen tratamiento que Brasidas hacía a los de Anfípolis y
que ofrecía libertad, estaban inclinadas a apartarse de la obediencia de los
atenienses, enviándole secretamente embajadores y mensajeros para hacer
conciertos y tratos con él, procurando cada cual ser el primero, y pensando que
nada debían temer de los atenienses, porque hacía largo tiempo que no tenían
guarnición en aquellas partes y no sospechaban que su poder fuese tan grande
como después conocieron por experiencia, y también porque estos tracios son
gente que acostumbra a guiar sus cosas más por afición desordenada que por
prudencia y razón, ponen toda su esperanza en lo que desean sin motivo alguno y
lo que no quieren lo reprueban so color de razón. También fundaban su intento
en la derrota que los atenienses habían sufrido en Beocia, pareciéndoles que no
podrían tan pronto enviar gente de socorro a aquellas partes; pero mucho más
les movían las persuasiones de Brasidas, quien les daba a entender que los atenienses
no habían osado pelear con él junto Nisea, aunque no tenía entonces mayor
ejército que el que ahora mandaba. Por estas razones y otras semejantes estaban
muy alegres de verse en libertad bajo la protección y amparo de los
lacedemonios, que por haber llegado entonces a hacer la guerra en aquella
región, resolvieron seguirles y ayudarles con todo su poder.
Sabido
esto por los atenienses, y considerando el peligro en que allí estaban sus
cosas, enviaron apresuradamente socorro a aquellas partes para defensa y guarda
de sus tierras, aunque era en tiempo de invierno. También Brasidas había
escrito a los lacedemonios que le enviasen gente de socorro, y que entretanto
mandaría hacer el mayor número de barcos que pudiese en el río Estrimón; pero los
lacedemonios no le enviaron socorro alguno por la discordia que sobre este
punto había entre los principales de la ciudad, y porque los del pueblo en
general deseaban recobrar los prisioneros en Pilos y hacer treguas o paz antes
que continuar la guerra.
XIV
En este
invierno, los megarenses volvieron a tomar el largo muro que los atenienses les
habían ganado primero y les derribaron.
Brasidas,
después de la toma de Anfípolis, partió con su ejército hacia una villa llamada
Acta, que está en una montaña nombrada Atos, y en la que comienza el canal Real.
La montaña se prolonga hasta el mar Egeo, a la costa del cual están asentadas
muchas ciudades, como son Sana, colonia de Andros, y situada junto al Canal, en
la parte de la mar, enfrente de Eubea, Tiso, Cleonas, Acrotoos, Olofixo y Dión,
habitadas por gentes de diversas naciones, bárbaros que usan dos lenguas, y en
parte de calcideos, más principalmente de pelasgos y tirsenos que antes
habitaron en Lemnos y en Atenas, y también de bisaltas, crestones y edones que
moran en algunos lugares de aquella región. Todas estas ciudades se rindieron a
Brasidas. Porque Sana y Dión le hicieron resistencia, robó y taló su tierra, y
viendo que no las podía sujetar, partió de allí y fue derechamente contra la
ciudad de Torona, en tierra de Calcídica, que tenía el partido de los
atenienses; esto hizo a solicitud de algunos ciudadanos con quien tenía
inteligencias, y que le habían prometido facilitarle la entrada. Caminó toda la
noche, de manera que antes que amaneciese llegó al templo de Cástor y Polideuces,
que dista de la ciudad cerca de tres estadios, sin que ningún ateniense de los
que estaban dentro para guarda de ella lo pudiese sentir, ni menos los
ciudadanos, excepto los que estaban en la conspiración, de los cuales, algunos,
seguros de su venida, metieron en la ciudad siete soldados de los suyos, que no
llevaban otras armas sino sus espadas; estos siete no temieron entrar sin sus
compañeros, que serían hasta veinte, a quien Brasidas había encargado este
hecho bajo el mando de Olinto Lisístrato. Metidos estos siete soldados en la
ciudad por la muralla que está hacia la mar, subieron de pronto a una alta
torre asentada sobre un collado, mataron a los que estaban para guarda de ella,
y rompieron un postigo situado a la parte de Canastrón.
Entretanto,
Brasidas, con su ejército, se iba acercando más a la ciudad, y para esperar el
éxito de esta sorpresa envió delante cien soldados muy bien armados que estuviesen
dispuestos a entrar tan pronto como viesen alguna de las puertas de la ciudad
abierta, y la señal que los de dentro les habían de dar. Llegaron éstos secretamente
hasta cerca de los muros, y entretanto los conspiradores de la ciudad se
prepararon para, con los siete soldados, poder ganarla y que les abriesen una
puerta del mercado, rompiendo las troncas. Oyendo esto los cien soldados que
estaban cerca, mandaron a algunos de ellos dar una vuelta a las murallas, y
metiéronlos dentro por el postigo que primero fue roto a fin de que los que no
sabían nada de esta empresa, viéndose acometer súbitamente por delante y por
las espaldas, fuesen más turbados, y después hicieron la señal de fuego que
habían concertado con Brasidas, metiendo los que quedaban de los cien soldados
por la puerta del mercado.
Cuando
Brasidas vio la señal, caminó con lo restante de su ejército lo más
apresuradamente que pudo hacia la ciudad, haciendo gran ruido para espantar más
a los habitantes, entrando unos por las
puertas que hallaron abiertas y subiendo otros por los andamios apoyados al
muro, por una parte que estaba arruinado y en reparación. Cuando estuvieron
todos dentro, Brasidas se dirigió a lo más alto de la ciudad, y de allí por
todas las plazas y calles a fin de apoderarse de toda ella.
Viendo
esto los ciudadanos que no conspiraban, procuraron salvarse lo mejor que
podían, más los participantes en las inteligencias se unieron a los
lacedemonios. De los atenienses que estaban en el mercado por guarda de la
ciudad, que serían cincuenta soldados, unos fueron muertos estando durmiendo;
otros, oyendo el ruido, se salvaron por tierra, y otros dentro de dos naves que
estaban en el puerto para guarda de él, huyendo a Lecito, donde había otra
guarnición de atenienses, y de pasada tomaron el castillo de una ciudad
marítima que estaba en un seno del istmo o estrecho. Con ellos partieron muchos
ciudadanos de Torona, los que eran más afectos a los atenienses.
Amaneció
estando toda la ciudad por Brasidas, quien mandó pregonar a son de trompeta que
todos los que se habían retirado con los atenienses pudiesen volver seguros,
recobrar sus bienes y haciendas, y usar
y gozar del derecho de ciudadanos como antes. Por otra parte, mandó a los
atenienses que estaban en Lecito que saliesen, porque aquella villa pertenecía
a los calcideos, permitiéndoles salir salvos con su bagaje. Pero respondieron
que no saldrían, y demandaron a Brasidas un día de término para sacar sus
muertos, el cual les otorgó dos, durante los cuales fortificó sus fuerzas y
también los atenienses las suyas. Además, mandó reunir los ciudadanos de Torona,
y les dijo casi lo mismo que a los de Acanto, a saber: que no era razón que los
que habían tenido con él conciertos para meterle en la ciudad, fuesen reputados
por malos ni traidores, pues que no lo habían hecho por dádivas ni dineros, ni
por poner la ciudad en servidumbre sino en libertad, y por el bien y procomún
de todos los ciudadanos, y asimismo que no era razón que los que no habían sido
participantes de estos tratos y conciertos, fuesen por eso privados de sus
bienes y haciendas, porque no había ido allí para destruir la ciudad ni
perjudicar a ningún ciudadano, sino por librarles de servidumbre, y por ello
había mandado decir a los que se fueron con los atenienses que podían volver a
gozar como antes de sus haberes, para que todos supiesen que la amistad de los
lacedemonios, cuando la probaran, no era de peor condición que la de los
atenienses, y se aficionaran a seguir su partido, hallándolo por experiencia
más justo y conforme a razón. Y que si al principio tenían algún temor por no
haber aún experimentado la naturaleza y condiciones de los lacedemonios, ahora
les rogaba fuesen en adelante sus amigos y confederados buenos y leales, porque
si, después de esta amonestación, cometían alguna falta o yerro, serían
culpables y dignos de castigo, lo cual no habían sido hasta entonces, sino
aquellos que por fuerza les tenían en sujeción por ser más poderosos que ellos,
y que si hasta la hora presente habían sido adversarios de los lacedemonios, la
razón obligaba a perdonarles.
Con
estas y otras palabras semejantes amonestó Brasidas a los toronenses, y cuando
los dos días de las treguas pasaron, fue contra Lecito, creyendo tomarla por
asalto, porque los muros eran muy flacos y en alguna parte labrados de madera;
mas los atenienses se defendieron valientemente el primer día e hicieron
retirar a los lacedemonios. Al siguiente, Brasidas mandó acercar un aparato para
lanzar fuego dentro de la villa, cerca del muro que era de madera, y viendo esto
los atenienses construyeron en seguida una torre de madera sobre el muro frente
al aparato, y pusieron en ella muchos toneles llenos de agua con instrumentos
para echarla, y también muchas piedras, mas por el gran número de gente que
subía a la torre cayó súbitamente a tierra, y del ruido que hizo al caer, los
atenienses que estaban cerca tuvieron más pesar que espanto; pero los que
estaban más lejos, creyendo que la villa fuese ya tomada, huyeron hacia la mar
para meterse en los navíos anclados en el puerto. Entonces Brasidas, viendo que
habían desamparado el muro, les combatió por aquella parte y tomó la ciudad sin
gran dificultad, matando a todos los que salieron al encuentro, aunque una
parte de los atenienses se salvó dentro de los navíos y fueron a Palene.
Brasidas
había mandado pregonar, antes del asalto a son de trompeta, que daría treinta
minas de plata al primero que subiese al muro. Mas conociendo que la ciudad
había sido tomada antes por gracia divina que por fuerzas humanas, ofreció
aquella suma al templo de la diosa Palas, que estaba en aquella ciudad, y con este
dinero fue reparado el templo destruido cuando se tomó la villa, con los
edificios que después Brasidas reedificó. Lo restante de aquel invierno lo
ocupó en fortificar las plazas que tenía y guardarlas de los enemigos.
Con
el invierno, terminó el octavo año de esta guerra.
XV
A la
primavera[13] los
atenienses hicieron tregua con los lacedemonios por un año, pensando que
durante este tiempo Brasidas no curaría de tener tratos ni inteligencias con
los aliados de sus tierras para que se les revelasen, y entretanto ellos las
fortificarían, y también que en este plazo podrían tratar de una paz final si
les fuera conveniente.
Los
lacedemonios tenían por cierto que los atenienses temiesen los inconvenientes
arriba dichos, como era verdad, y que teniendo por medio de la tregua reposo y
descanso de los trabajos pasados, serían más inclinados a la paz. Los de Atenas
devolvieron los prisioneros que era lo que más deseaban los lacedemonios, y
esperaban poder alcanzar haciendo la tregua durante el tiempo que Brasidas
andaba próspero, porque mientras él continuaba la guerra y prevalecía sobre sus
enemigos, no esperaban que los suyos reposasen. La tregua fue concluida en esta
forma. Los atenienses presentaron por escrito los artículos que demandaban, y
los lacedemonios respondieron a ellos de la manera siguiente:
«Primeramente,
en cuanto al templo y Oráculo del dios Apolo, en Pitio, demandamos sea lícito a
todos los que quisieren de una y otra parte ir a él sin fraude ni temor alguno
para pedir consejo al Oráculo en la manera acostumbrada».
Este
artículo fue aprobado por los lacedemonios y por los diputados de sus aliados
que allí se hallaron, los cuales prometieron hacer su deber para que los
beocios y los focios le aprobasen, y que para ello les enviarían mensajeros.
«Tocante
al dinero del templo de Apolo que fue robado, queremos que se proceda contra
los culpados por rigor de justicia para castigarlos según su merecido y como se
acostumbra a hacer en tal caso, y que nosotros y vosotros y todos aquellos que
quisiesen ser comprendidos en la tregua guardarán las ordenanzas y costumbres
antiguas respecto a este artículo».
A
esto respondieron los lacedemonios y sus aliados, que si la paz se hace, cada
una de las partes se deba contentar con su tierra según que la posee al presente,
a saber: que los términos y límites de los lacedemonios sean en los confines de
Corifasión, entre Búrrade y Tomeo, y los de los atenienses en Citera, sin
inmiscuirse ninguno de ellos en las alianzas de los otros.
«Item,
que los de Nisea y Minoa no pasasen por el camino que va desde Pilos hasta el
templo de Posidón, y desde el templo hasta el puente que va a Minoa, por cuyo
camino tampoco los megarenses puedan pasar, ni menos los que están en la isla
que los atenienses nuevamente han tomado.
»Item,
que los unos no tengan comercio alguno de mercaderías ni otra cosa con los
otros.
»Item,
que los atenienses puedan usar y gozar de todo lo que poseen al presente en la
ciudad de Trecén, y todas otras tierras que les quedaron por contrato a su voluntad.
»Item,
que puedan ir por mar a sus tierras y a las de sus amigos y aliados a su
voluntad, y que los lacedemonios no puedan navegar con naves largas a
vela, sino con barcos a remo de porte de 500 talentos.
»Item,
que todos los embajadores puedan ir sin impedimento ni estorbo alguno con la
compañía que quisieren, así por los dominios de los peloponenses como por los
de los atenienses, por mar como por tierra, para tratar de conciertos.
»Item,
que no pueda ser recibido ni acogido ningún tránsfuga, siervo o libre, que se
pasara de una parte a la otra.
»Item,
que las diferencias que ocurriesen durante la tregua se sometan a juicio como
antes de la guerra, terminando por sentencia y no por guerra».
Respondieron
los lacedemonios y sus aliados que otorgaban y aprobaban todos estos artículos.
«Item,
si viereis que hay alguna cosa más justa o mejor que lo que arriba es dicho,
cuando volváis a Lacedemonia debáis advertírnoslo, porque los atenienses no
rehusarán hacer todo lo que fuere justo
y razonable».
A
esto respondieron los lacedemonios y sus aliados que los embajadores que fuesen allá tendrían poder para
tratar de esta materia con el cargo y autoridad
que los atenienses para ello les dieren.
«Item,
que estas treguas durarán un año. La firma
era: Acordado por el pueblo, presidiendo la tribu acramántide; por
escribano Fenipo; Nicíades asistente; Laques relator de estas treguas, las
cuales sean en buen hora para el bien y pro de los atenienses, según que los
lacedemonios las otorgaran, y prometen
las partes guardarlas por espacio de un año entero, que comenzará a correr
desde hoy, día de la fecha, a 14 del mes Elafebolión;[14]
que durante estas treguas los embajadores puedan ir y venir de una parte a la otra, y hablar y tratar medios para dar fin a la guerra; que los
jueces y sus lugartenientes a su requerimiento puedan juntar el Senado y los del pueblo para este efecto, y que los atenienses sean los primeros
que envíen embajadores para tratar de este asunto, y a su vuelta lleven la aprobación y ratificación del pueblo de Atenas, obligándose a guardar y cumplir
la tregua durante este año».
Fue
tratado y acordado entre los
atenienses y lacedemonios y sus
aliados, y después aprobado y ratificado en Lacedemonia a doce
días del mes Gerastio. Autores y componedores de estas treguas fueron: de parte de los lacedemonios,
Tauro, hijo de Equetímidas; Ateneo, hijo de Periclidas, y Filócridas, hijo de
Erixíladas; de la de los corintios, Eneas, hijo de Ocito, y Eufámidas, hijo de Aristónimo; de
la de los sicionios, Damotino, hijo de Náucrates, y Onásimo, hijo de
Menécrates; de la de los de Mégara, Nicaso, hijo de Céfalo, y Menécrates, hijo de Anfidoro; de la
de los atenienses, Nicostrato, hijo de Diítrefes, que era juez; Nicias, hijo de
Nicérato, y Autocles, hijo de Tolmeo. Así se ajustaron estas treguas, durante
las cuales hubo muchas negociaciones por ambas partes para la paz.
XVI
En
estos días, mientras se trataba de la tregua y se ratificaba el convenio, la
ciudad de Escione, asentada cerca de Palene, se rebeló a los atenienses y se
entregó a Brasidas, so color de que los siciones decían ser de Palene, naturales
de la tierra del Peloponeso, y que sus antepasados, cuando volvieron de la
guerra de Troya por mar, una tempestad les arrojó a aquellas partes y allí
pararon y habitaron la tierra. Al saber Brasidas su rebelión, partió hacia
ellos de noche, en un barco ligero, mandando ir por delante una nave grande, a
fin de que si encontraba algún navío de guerra de enemigos más poderoso que el
suyo, la nave grande le pudiese socorrer, y si se encontraba con alguna que no
fuese mayor que ésta, probablemente acometería antes al barco grande que al
pequeño, y durante el combate él se salvaría en el barco pequeño. Con este
propósito arribó a Escione, sin encontrar ningún barco y, al llegar, reunió a los
del pueblo y hablóles en la misma forma y sustancia que lo había hecho a los de
Acanto y de Torona, elogiándoles mucho más que a los otros; porque aunque los
atenienses hubiesen tomado a la sazón la ciudad de Palene y el estrecho del
Peloponeso, y tuviesen la de Potidea y los siciones fuesen isleños, tenían, sin
embargo, propósitos de ponerse en libertad y fuera de la servidumbre de los
atenienses por su propias fuerzas, y sin esperar que la necesidad les diese a
conocer su propio bien; por cuya osadía y magnanimidad les juzgaba hombres
buenos, esforzados y suficientes para emprender otro mayor hecho que aquél, si
ocurriese. Manifestó esperanzas de que serían siempre buenos y leales amigos de
los lacedemonios, y siempre honrados y apreciados por éstos.
Con
estas palabras y otras semejantes, alentados los de Escione cobraron más ánimo,
de tal manera, que todos de un acuerdo, así los que al principio les parecía la
cosa mal, como los que la hallaban buena, determinaron soportar la guerra
contra los atenienses en caso que se las hicieran; y además de otras muchas
honras que hicieron a Brasidas, le pusieron una corona de oro en la cabeza como
a libertador de Grecia, y como a hombre privado y su amigo y bienhechor, le
dieron una guirnalda de flores, y le visitaban en su residencia, cual hacen con
los vencedores en alguna batalla.
Brasidas
no paró mucho allí; dejándoles pequeña guarnición, volvió al punto de donde había
partido, y a los pocos días fue con más grueso ejército, con intención de ganar
si podía, con la ayuda de los siciones, las ciudades de Menda y Potidea antes
que los atenienses fueran a socorrerlas, como sospechaba que harían. Mas
habiendo ya comenzado los tratos e inteligencias para ello, antes de ponerlas
en ejecución, llegaron a él en una galera, Aristónimo de parte de los
atenienses, y Ateneo de la de los lacedemonios, que le notificaron la tregua,
por lo cual Brasidas volvió a Torona, y los embajadores con él, y en este lugar
le declararon más cumplidamente el tenor del tratado de las treguas, que fue
aceptado y aprobado por todos los aliados y confederados que moraban en la Tracia.
Aristónimo, aunque aprobase el contrato en todo y por todo, decía que los de
Escione no estaban comprendidos en él, porque se habían rebelado después de la
fecha de las treguas, lo cual contradecía Brasidas, queriendo sostener que lo
hicieron antes y, en efecto, dijo que no devolvería aquella ciudad, quedando la
cuestión en suspenso. Cuando Aristónimo volvió a Atenas y dijo todo lo
ocurrido, los atenienses fueron de opinión de comenzar la guerra contra los
siciones, y para ello dispusieron las cosas necesarias. Sabido esto por los
lacedemonios, enviáronles un embajador para demostrarles que faltaban a las
treguas, y que sin razón querían recobrar la ciudad de Escione, por lo que les
decía Brasidas, su capitán, y que si atacaban a la ciudad, los lacedemonios y
sus aliados la defenderían; pero si querían someter la cuestión a juicio, lo
aceptarían satisfechos. A esto respondieron los atenienses que no querían
aventurar su estado en contienda de juicio, y que estaban resueltos a ir contra
los siciones lo más pronto que pudiesen, sabiendo que si los de las islas se
querían rebelar, los lacedemonios no les podrían socorrer por tierra; y a la
verdad, los atenienses tenían razón en este asunto, porque era cierto que la
rebelión de los siciones había sido dos días después de la conclusión del
tratado de treguas; por lo tanto, la mayoría del pueblo fue de opinión,
siguiendo el parecer de Cleonte, de decretar la toma de la ciudad de Escione y
matar a los habitantes, preparándose todos para ejecutarlo.
Entretanto,
la ciudad de Menda se rebeló también a los atenienses. Esta ciudad está en
tierra de Palene, habitada y fundada por los eretrienses, la cual Brasidas recibió
también en amistad como las otras, persuadiéndose que lo podía hacer con buen
derecho, aunque se hubiese rebelado durante el término de la tregua, pues los
atenienses faltaban a ella.
La razón porque los de Menda se animaron a rebelarse, fue
porque conocían la voluntad de Brasidas, tomando por ejemplo y experiencia a
los siciones, a quienes no había
querido desamparar, y considerando que los que habían tramado aquella rebelión,
pocos en número al empezar a realizarla, habían ganado la voluntad de los más,
aunque no pensaban poderlo hacer. Sabedores los atenienses de esta rebelión, se
enfurecieron mucho más y preparáronse para ir a destruir ambas ciudades
rebeldes; pero mientras tanto, Brasidas mandó sacar las mujeres y los niños de
las ciudades y los hizo pasar a la de Olinto, en tierra de Calcídica, dejando
para guarda de las ciudades quinientos soldados peloponenses y otros tantos calcideos,
todos bien armados, al mando de Polidámidas, los cuales, esperando a los
atenienses, trabajaban en fortificar las dos ciudades lo mejor que pudiesen.
XVII
Entretanto,
Brasidas y Perdicas partieron a la guerra contra Arrabeo a tierra de Lincestro;
Perdicas con un ejército de macedonios y otros griegos que habitan aquella tierra,
y Brasidas con los demás peloponenses que tenía consigo, algunos calcideos y
acantos, y otros de las ciudades confederadas; de manera que de gente de a pie
tenían todos hasta tres mil hombres y de a caballo, entre macedonios y calcideos,
cerca de mil, sin un gran número de bárbaros que les seguían.
Al
llegar a los dominios de Arrabeo y saber que los lincestas habían establecido
su campamento, hicieron ellos lo mismo y plantaron su campo enfrente de los contrarios,
cada cual en un cerro. La infantería estaba en lo alto y la caballería en lo
llano, y los caballos salieron primero a escaramuzar en un raso que estaba
entre los dos cerros, comenzando el combate. Sin tardar, Brasidas y Perdicas
hicieron bajar su infantería a que se uniera a la caballería para combatir a
los enemigos. Viendo esto los lincestas, hicieron lo mismo y se trabó una
empeñada lucha que duró gran rato, mas los lincestas fueron al fin batidos y se
pusieron en huída. Muchos murieron en el combate y todos los demás se acogieron
a la montaña.
Brasidas
y Perdicas levantaron después trofeo en señal de victoria, y estuvieron en el
campo dos o tres días esperando a los ilirios que Perdicas había cogido a sueldo
para que le ayudasen. Transcurrido este término, Perdicas quería que caminasen
adelante para tomar las ciudades y villas de Arrabeo; mas Brasidas, que
sospechaba que la armada de los atenienses llegara entretanto y venciese a los
de Menda, y viendo asimismo que los ilirios tardaban en llegar, opinó volverse.
Estando en esta diferencia, tuvieron nuevas de que los ilirios les habían burlado,
pasando al servicio de Arrabeo; por lo cual, temiendo su llegada porque era
gente belicosa, opinaron ambos volver atrás, aunque no de acuerdo en el camino
que habían de tomar; de manera que, venida la noche, se apartaron uno de otro
sin resolver lo que debían de hacer. Perdicas se retiró a su campo, que estaba
un poco apartado del real de Brasidas. En la noche siguiente, los macedonios y
los bárbaros que estaban en el campo de Perdicas, por temor a la llegada de los
ilirios, cuya fama de valientes era mucho mayor que la cosa, según suele suceder
en los grandes ejércitos, partieron del campo sin pedir licencia y ocultamente,
volviendo a sus casas. Aunque Perdicas al principio no supo nada de su propósito,
después de determinado fueron a él y le obligaron a que partiese con ellos
antes de verse con Brasidas, que tenía el campo bien lejos del suyo. Cuando
Brasidas, al día siguiente por la mañana, supo que los macedonios se habían ido
y que los ilirios y los de Arrabeo iban con su ejército contra él, ordenó el
suyo en forma de escuadrón cuadrado, encerró a los soldados armados a la ligera
en medio del escuadrón y así les mandó caminar con intención de irse retirando,
y él, con trescientos infantes,
los más mozos y valientes de todos, se quedó en la retaguardia para sostener el
ímpetu de los corredores del campo enemigo que fuesen a dar sobre él,
entretenerlos y ganar tiempo mientras la otra banda de su ejército caminaba
adelante con determinación de retirarse a la postre todos; y antes que los
enemigos llegasen, habló a los suyos para animarles con este breve
razonamiento:
«Varones
peloponenses: Si no sospechase que estáis temerosos de ver que nuestros
compañeros de guerra nos han dejado solos y desamparados, y que los bárbaros,
nuestros enemigos, vienen contra nosotros en gran multitud, no curaría de
amonestaros y de enseñar lo que os cumple hacer, como lo hago al presente; mas
porque veo que por estas dos cosas, que son grandes e importantes, estáis algo
turbados, os diré brevemente lo que me parece en este caso, y es que, ante
todas las cosas, os conviene mostraros valientes y animosos, no confiando tanto
en la ayuda de vuestros amigos y aliados cuanto en vuestra sola virtud y
esfuerzo. Y no os espante la multitud de los enemigos, pues sois nacidos y
criados en una ciudad donde pocos mandan a muchos y no muchos a pocos, y el
mando y autoridad lo han adquirido venciendo muchas veces en la guerra. En
cuanto a estos bárbaros, que teméis por no haberlos experimentado, sabed que no
son tan terribles como pensáis, lo cual podéis muy bien conocer por la prueba
que hicisteis en aquellos contra quien habéis combatido en favor de los
macedonios y también por la fama que comúnmente hay de ellos, y por lo que yo
puedo entender por conjeturas.
»Los
que piensan que aquellos contra quienes van son más fuertes y mejores guerreros
que ellos, cuando conocen la verdad por experiencia, van con mayor ánimo y osadía
contra ellos; por consiguiente, si los enemigos tienen alguna virtud o esfuerzo
encubierto de que no seamos advertidos, les acometeremos más fuertemente y con
más osadía, pero los que vienen contra nosotros podrían poner temor a gente que
no los conociese, por ser tan gran multitud espantosa de ver y más horrible de
oír por el ruido que hacen y los alaridos que dan y el menear y sacudir las
armas, que todas son maneras de amenazas. Mas cuando vienen a combatir contra
gente que no se espanta de esto no se muestran tales como parecen, pues no
tienen por afrenta huir cuando se ven en aprieto como nosotros, ni saben
guardar la ordenanza. Tienen por tanta honra huir como acometer, por lo cual no
se debe estimar en nada su osadía, que quien tiene en su mano combatir o evitar
el combate, siempre halla alguna buena excusa para salvarse. Si estos bárbaros
creen más seguro espantarnos de lejos con sus voces y alaridos sin exponerse a
peligro de batalla, que venir con nosotros a las manos, porque de otra suerte
antes vendrían al combate que hacer todas esas amenazas, juzgad el temor que se
les puede tener, grande de ver y oír, pero muy pequeño al pelear. Si sostenéis
su ímpetu cuando acometan y os retiráis paso a paso en buen orden, muy pronto
estaréis a salvo en lugar seguro y conoceréis por experiencia, para lo
venidero, que la natural condición de estos bárbaros es dar de lejos grandes
alaridos y amenazar, pero que mostrando osadía los que están dispuestos a
recibirlos cuando se les acercan y combaten a la par, muestran su valentía en
los pies más que en las manos, procurando huir lo más que pueden para
salvarse.»
Cuando
Brasidas arengó a su gente con este breve razonamiento, les mandó caminar
puestos en orden de batalla y retirándose poco a poco. Viendo esto los
bárbaros, les siguieron a toda prisa haciendo gran ruido y con grandes alaridos
según su costumbre, pensando que huirían sus contrarios por este medio y
esperando atacarles en el camino y dispersarlos. Mas cuando vieron que a sus
corredores que iban a escaramuzar delante de cualquier parte del ejército, los
griegos les hacían buena resistencia y que Brasidas con la banda de soldados
escogidos sostenía el ímpetu de los otros que cargaban sobre ellos, se asustaron
grandemente. Habiendo los griegos resistido el primer ímpetu rechazaron más
fácilmente los otros, y cuando los bárbaros cesaban de acometerles iban retirándose
poco a poco hacia la montaña, de tal manera, que cuando Brasidas y los que
venían con él llegaron a lo llano, la banda de los bárbaros encargada de seguirles
se halló atrás bien lejos de ellos, porque los otros bárbaros iban en
persecución de los macedonios rezagados del ejército de Perdicas que huía y a
todos los que alcanzaban fuera del tropel los mataban sin ninguna misericordia.
Entonces
Brasidas, viendo que no se podían salvar sino por un paso estrecho que estaba a
la entrada de la tierra de Arrabeo entre dos cerros, determinó tomarlo y los
bárbaros acudieron a ocupar la entrada pensando atajarle y encerrarle allí. Mas
como Brasidas comprendiese su designio, mandó a los trescientos soldados que
con él estaban, que lo más pronto que pudiesen sin guardar orden, fuesen hacia
uno de los cerros, el que le pareció más fuerte, y procurasen tomarlo antes que
los enemigos se pudiesen reunir allí en mayor número y señorearse de él. Hiciéronlo
así los soldados tan valerosamente y tan pronto, que al llegar lanzaron de él a
los bárbaros que habían ya ganado la cumbre, y por este medio el resto del
ejército de Brasidas pudo fácilmente ganar el paso, porque los bárbaros, viendo
huir a los suyos arrojados del cerro y también que los griegos habían ya ganado
el paso para salvarse, no cuidaron de seguirles más adelante.
Aquel
mismo día llegó Brasidas a la ciudad de Arnisa, que era del señorío de
Perdicas, y los de su ejército por despecho e ira que tenían de que los
macedonios de Perdicas fueron los primeros en partir desamparándoles, al
encontrar alguna yunta de bueyes o carruaje dejado en el camino, como sucede
cuando se va huyendo, mayormente si es de noche, los desuncían y los mataban y
tomaban lo que les parecía del bagaje.
Perdicas
pudo conocer en ello que Brasidas le era enemigo, y desde entonces mudó la
voluntad y afición que tenía a los lacedemonios, aunque no lo mostró del todo
por temor a los atenienses, y en adelante procuró, por todos los medios que pudo,
tratar con éstos y apartarse de
la amistad de los peloponenses.
XVIII
Al volver
Brasidas de Macedonia a Torona halló que los atenienses habían ya tomado la
ciudad de Menda, y considerando que no tenía fuerzas para defender a Palene si
los enemigos la combatían, quedó en Torona para guardar de ella, porque durante
el tiempo que estuvo con Perdicas los atenienses habían salido para ir en ayuda
de los lincestas contra Menda y Escione. Iban con cincuenta naves muy bien
dispuestas, entre ellas diez de Quío, y llevaban mil hombres bien armados de su
tierra, seiscientos flecheros de Tracia, otros mil soldados extranjeros y algún
número de soldados armados a la ligera, siendo capitanes Nicias, hijo de
Nicéstrato y Nicostrato, hijo de Diítrifes.
Partidos
de Potidea, cuando llegaron cerca del templo de Posidón tomaron la vuelta de
Menda. Los de la ciudad al saberlo salieron armados al campo con trescientos
hombres de Escione y la gente de guarnición de los peloponenses, que serían en
todos hasta setecientos, al mando de Polidámidas, y asentaron su campo sobre
una montaña que les parecía lugar bien seguro. Aunque Nicias con ciento veinte
soldados de Metona, sesenta atenienses de los más escogidos y todos los
flecheros hizo lo posible para desalojarlos, pensando subir por algunos
senderos de la montaña, fue tan maltratado a golpes que tuvo que retirarse, y
Nicostrato, que también quiso subir por otra parte con el resto del ejército,
fue puesto en tanto desorden que poco faltó para ser vencido y deshecho aquel
día todo el ejército de los atenienses. Viendo que no habían podido rechazar a los
de Menda se retiraron a su campamento que tenían delante de la ciudad, y los de
Menda se refugiaron durante la noche en la ciudad.
Al
día siguiente los atenienses fueron a correr la tierra de Escione, robaron
todos los lugares y destruyeron los catales que había en el campo en torno de
la ciudad mientras duró el día, sin que los de dentro osasen salir porque había
alguna discordia entre ellos.
A
la noche siguiente, los trescientos hombres de Escione que estaban dentro de
Menda volvieron a sus casas. Venido el día, Nicias, con la mitad de su
ejército, volvió a recorrer la tierra de Escione y Nicostrato, con lo restante,
se alojó ante las puertas de la ciudad. Polidámidas reunió a los ciudadanos y
cierto número de soldados peloponenses; arengó su gente de guerra y la puso en
orden de batalla para salir contra los atenienses, mas uno de los de la ciudad
le contradijo, diciendo que no había necesidad de salir ni combatir con ellos,
lo cual excitó la ira de Polidámidas, que le hirió malamente. Viendo esto, los
de la ciudad no lo pudieron sufrir más y tomaron las armas contra los
peloponenses y contra los que estaban con ellos, y éstos, viendo la furia de
los ciudadanos, empezaron a huir, así por temor de aquellos como de los
atenienses, a quienes abrieron las puertas. Dudando los peloponenses que fuese
por trato entre ellos, se retiraron los que pudieron al castillo de que se
habían apoderado antes. Los atenienses entraron en la ciudad, porque Nicias
había ya vuelto de su correría, y la saquearon, pretendiendo que no les habían
abierto las puertas por común acuerdo y determinación de todos, sino por acaso
de fortuna, o por inteligencias particulares, y aun con todo esto tuvieron los
capitanes harto que hacer en impedir a los soldados que matasen a todos los que
hallaban dentro. Apaciguado este ruido, los capitanes mandaron a los ciudadanos
que volvieran a tomar el gobierno de la villa según antes lo tenían y que
hiciesen justicia de los que habían sido causa de la rebelión.
Pasado
esto, fueron a cercar a los que se habían acogido al castillo, y para ello
hicieron unos muros que llegaban hasta la mar por todos lados, poniendo allí su
gente de guarda para que no pudiesen salir, y después partieron con el resto
del ejército hacia Escione, pero los de la ciudad les salieron al encuentro con
los soldados peloponenses que tenían consigo y se alojaron sobre un cerro cerca
de la muralla, porque sin tomar éste no podían buenamente poner cerco a Escione.
Los atenienses les acometieron tan denodadamente que hicieron desalojar el
cerro, y por esto levantaron trofeo allí en señal de victoria, después
reconocieron la ciudad por todas partes con determinación de cercarla, pero
estando ocupados en la obra, los peloponenses sitiados en el castillo de Menda
salieron de él de noche y a pesar de los que les tenían cercados, pasaron por
la parte de la mar y los más vinieron por medio del campo de los atenienses, de
tal manera que se metieron en Escione. Entretanto, Perdicas, por despecho
contra Brasidas, hizo tratos de paz con los capitanes atenienses, según tenía
determinado desde la hora en que Brasidas partió del país de los lincestas y
con una banda de tesalios que tenía consigo, de la que se había servido en la
guerra pasada, porque Nicias, capitán de los atenienses, le rogó que al
declararse amigo de éstos les hiciese algún servicio señalado, intentó vedar a
los peloponenses la entrada en su tierra y rehusó dar paso a Iscágoras, capitán
lacedemonio que traía el ejército de los peloponenses por tierra para unirse a
Brasidas. Además le vedó que cogiese a sueldo ningún soldado tesalio; no
obstante esto, Iscágoras, Aminias y Aristeo, enviados por los lacedemonios a
Brasidas para saber el estado en que estaban sus cosas, pasaron por Tesalia y
se unieron a éste con toda la gente que traían, y aunque por ordenanzas de la
ciudad estaba prohibido que los que tienen cargo de guardar alguna plaza no la
encomienden a otra persona, dieron la guarda de Anfípolis a Cleáridas, hijo de
Cleónimo, y la de Torona a Pasitélidas, hijo de Hegesandro.
En
aquel verano los tebanos derribaron el muro de Tespias, acriminándoles que
tenían tratos e inteligencia con los atenienses, y aunque mucho tiempo antes lo
tenían determinado, entonces les fue más fácil hacerlo, porque en la batalla
que habían tenido contra los atenienses murieron casi todos los jóvenes de
Tespias.
En
el mismo verano se quemó el templo de la diosa Hera, en la ciudad de Argos, por
culpa de Crisis, su sacerdotisa, la cual, yendo a encender una lámpara que estaba
junto a la corona de la diosa, se adormeció de tal manera, que antes que
recordase fue todo abrasado; por razón de lo cual, temiendo que los argivos le
hiciesen algún mal, huyó de noche a Fliunte, y los argivos, siguiendo sus leyes
y ordenanzas, la privaron del cargo, poniendo en su lugar otra sacerdotisa
llamada Faínide, aunque Crisis había presidido en aquel templo los ocho años y
medio que duraba la guerra.
Al
terminar el verano, habiendo los atenienses cercado a Escione de muros por
todas partes, pusieron buena guarnición en ellos y volvieron a Atenas.
El
invierno siguiente pasó en paz entre atenienses y lacedemonios por causa de las
treguas, mas los de Mantinea y Tegea, teniendo cada cual sus amigos y aliados
en su ayuda, libraron empeñada batalla junto a Laodoción, en tierra de
Oréstide, siendo la victoria incierta, porque el ala derecha de los de la una
parte y de la otra fue desbaratada y puesta en fuga, por lo cual ambas partes
levantaron trofeo en señal de victoria y enviaron a ofrecer los despojos que
habían ganado al templo de Delfos. Hubo muchos muertos de unos y otros, y antes
que se pudiese conocer quien llevaba la mejor parte, los separó la noche,
quedando los de Tegea en el campo y levantando trofeo en el mismo lugar y
retirándose los de Mantinea a Bucolión, levantando también su trofeo frente del
de sus contrarios.
Al
fin del invierno, Brasidas intentó tomar por traición la ciudad de Potidea,
teniendo algunas inteligencias con los de dentro, y llegando de noche hasta la
muralla preparó sus escalas para subir antes que los ciudadanos lo pudiesen
oír, porque sus espías le dijeron que cuando se mudasen los centinelas, al que
le cabía la guarda frente a la muralla partiría de allí para ir a otro lado, lo
cual había de entender Brasidas por el sonido de una campanilla que tocaría el
que estaba en guarda al mudar los centinelas. Así se hizo antes de llegar el
nuevo centinela y fueron puestas las escalas, mas en el momento de escalar les
oyeron los de dentro, viéndose forzados a retirarse con sus tropas aquella
misma noche.
Esto
ocurrió el invierno de aquel año, que fue el noveno de la guerra que escribió
Tucídides.
[1] Séptimo año de la guerra del
Peloponeso; tercero de la 88ª Olimpiada; 426 a.C., después del 1º de abril.
[2] Tucídides hace aquí una
distinción entre espartanos y lacedemonios. Eran los primeros los ciudadanos de
Esparta, donde a nadie se concedía derecho de ciudadanía, por lo cual nunca fue
su número considerable y disminuía cada año.
[3] En lacedemonia había tres
oficiales llamados hipagretos,
elegidos por los arcontes, y cuyo trabajo consistía en reunir a la caballería.
[4] Trierarca se llamaba el que
mandaba un trirreme o barco de guerra.
[5] Durante el mes de agosto.
[6] Después del 24 de septiembre.
[7] Octavo año de la guerra del
Peloponeso; cuarto de la 88ª Olimpiada; 425 a.C.
[8] Llamábanse ciudades acteas las
que estaban en la costa de mar.
[9] 16 de julio.
[10] Octavo año de la guerra del
Peloponeso; primero de la 89ª Olimpiada; 424 a.C., después del 17 de julio.
[11] En el mes de agosto.
[12] Después del 13 de octubre.
[13] Noveno año de la guerra del
Peloponeso; primero de la 89ª Olimpiada, 424 a.C., después del 24 de marzo.
[14] Diciembre.
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