sábado, 13 de enero de 2018

Tucidides Guerra del peloponeso Libro cuarto

LIBRO CUARTO

I

Llegado el verano, al principio del estío,[1] cuando las mieses comienzan a espigar, diez naves de los siracusanos y otras diez de los locros, tomaron la ciudad de Mesena en Sicilia, por tratos con los habitantes, que los habían llamado en su favor, y porque los siracusanos veían que esta ciudad era muy a propósito a los atenienses para tener entrada en Sicilia, temiendo que por medio de ella cobrasen más fuerzas, y desde allí los acometiesen. Los locros ayudaron a esta empresa para poder combatir por dos partes a los de Reggio, sus enemigos, según lo hicieron poco después, y también porque no pudiesen los atenienses dar por ella socorro a los de Mesena. Impulsáronles también algunos ciudadanos de Reggio, desterrados de su ciudad y acogidos por los locros, porque en Reggio hubo mucho tiempo grandes divisiones que les impidieron defenderse de los locros, que estimando el momento oportuno fueron entonces a acometerles, y después de talar y robar la tierra se retiraron a su provincia por tierra, porque las naves en que fueron habían ido a Mesena a unirse con las otras que habían de estar allí para hacer la guerra.
En esta misma sazón, antes que los trigos estuviesen granados, los peloponenses entraron otra vez en tierra de Atenas, mandados por Agis, hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y la robaron y talaron como de costumbre. Por su parte, los atenienses enviaron cuarenta barcos para socorro en Sicilia, a las órdenes de Eurimedonte y de Sófocles, con los otros capitanes que allá estaban, entre ellos Pitódoro, y les mandaron que en el camino de pasada diesen socorro a los corcirenses contra sus desterrados, que se habían acogido a los montes y desde allí les hacían la guerra; y asimismo contra las sesenta naves que los peloponenses enviaron contra los de Corcira, esperando poderla tomar por hambre, a causa de que ya había en ella gran falta de vituallas. También mandaron a Demóstenes, que después de la toma de Acarnania se había quedado en Atenas sin cargo y deseaba tener alguno, que se aprovechara si quería de estas cuarenta naves en la costa del Peloponeso.
Llegó la armada de los atenienses a la costa de Laconia, navegando adelante, por saber que las diez naves de los peloponenses habían ya aportado al golfo de Corcira, y fueron de diversos pareceres sus jefes, porque Eurimedonte y Sófocles opinaban ir derechamente a Corcira, y Demóstenes decía que primero debían ir a tomar a Pilos, y tomada esta villa pasar a Corcira; viendo que los dos capitanes perseveraban en su opinión les mandó que así se hiciese. Estando en este debate, sobrevino una tempestad que les obligó a ir a Pilos. Entonces Demóstenes les mostró que era necesario cercar la villa de muro, diciendo que ésta era la principal causa porque había ido con ellos, siendo cosa fácil de hacer, porque allí había mucha piedra y materiales para acabar pronto la obra, y el sitio del lugar era fuerte, teniendo mucha tierra desierta, porque desde allí a Esparta había más de cuatrocientos estadios. Estaba el lugar de Pilos en tierra de los mesenios, y la llamaban entonces los lacedemonios Corifasión. A estas razones le respondieron que en torno del Peloponeso había otros muchos promontorios y cabos desiertos, los cuales si quería también ocupar sería para gastar en esto todo el dinero de la ciudad de Atenas. Él les replicó que aquel lugar era de más importancia que los otros, porque tenía muy buen puerto, y además los mesenios, sus aliados, que otra vez le habían ocupado, volviendo allí podrían hacer gran mal a los lacedemonios a causa de la comunidad de la lengua, y guardarían el lugar con toda fidelidad.
Viendo Demóstenes que no podía persuadir ni a los soldados en general, ni a los capitanes en particular, con los cuales había debatido la cosa aparte, no habló más de ello. Mientras estaban allí ociosos esperando que amansase la mar, ocurrió a los soldados de su propia voluntad ir a cercar el lugar con muro, y porque no tenían picos y otras herramientas para labrar las piedras, las tomaban como las hallaban, toscas, las ponían unas sobre otras según cuadraba mejor, y las pegaban con tierra y lodo. No teniendo cuezos ni otros instrumentos para llevar la tierra y lodo, la traían encima de las espaldas yendo cabizbajos, y para que mejor se pudiese tener, ponían las manos juntas a la espalda. Usaron, pues, de la mayor industria y diligencia que pudieron por fortificar el lugar por los lados que podía ser tomado antes que le pudiesen enviar socorro, porque por algunas otras partes era inexpugnable.
Sucedió también que los lacedemonios celebraban una fiesta solemne en la ciudad cuando fueron advertidos del caso, por lo cual no hicieron mucha cuenta de ello, pareciéndoles que, terminada la fiesta, cuando fuesen a Pilos, huirían los enemigos, y si se defendían podrían cogerlos sin peligro. Por otra parte les detuvo también la idea de que tenían aún su armada en la costa de Atenas. Los atenienses tuvieron, pues, tiempo para fortificar el lugar por la parte de tierra. Cuando hubieron trabajado seis días en la obra, dejaron allí a Demóstenes con cinco barcos y con los otros navegaron hacia Corcira y Sicilia.
Entretanto los peloponenses, que estaban en la costa de Ática, sabida la toma de Pilos, volvieron de prisa a su tierra, así por parecer a los lacedemonios y a Agis, su rey, que tenían la guerra dentro de casa estando los enemigos en Pilos, como porque habían entrado muy temprano en la tierra de Ática, antes que el trigo estuviese en sazón, y tenían gran falta de vituallas. Además las tempestades y malos tiempos habían sido mientras allí estuvieron más grandes que la estación requería, por lo cual los hombres de guerra estaban muy fatigados. De aquí que si en otros años no habían estado mucho tiempo en aquella tierra, en éste no estuvieron más de quince días.
En esta sazón, Simónides, capitán de los atenienses, reuniendo algunas de sus gentes de guerra de guarnición en Tracia, y gran número de sus aliados extranjeros, tomó por trato secreto la ciudad de Eión, en tierra de Tracia, pueblo de los medos, aunque entonces enemigo. Advertidos de ellos los calcidenses y los beocios fueron en socorro de la ciudad, y le echaron de ella con gran pérdida de su gente.
De regreso de Ática los peloponenses, los espartanos[2] y sus vecinos se juntaron para ir a recobrar el lugar de Pilos, pero los otros peloponenses no fueron tan pronto, porque acababan de llegar de tierra de Atenas. Por edicto se mandó en todo el Peloponeso que cada cual debiese enviar socorro a Pilos, y a las sesenta naves que estaban en torno de Corcira que fuesen a la parte de Pilos, las cuales, pasando por el estrecho de Léucade hicieron tan rápido viaje que arribaron a Pilos antes que las de los atenienses que estaban en Zacinto lo pudiesen sentir, y por la parte de tierra la infantería de los peloponenses estaba ya dispuesta antes de que llegasen estos barcos a Pilos. Demóstenes había despachado dos buques con orden a Eurimedonte y a los otros capitanes atenienses que estaban en Zacinto, de que viniesen a socorrerle, mostrándoles el gran peligro en que estaba, los cuales al recibir la noticia se pusieron en camino para ayudarle.
Antes que los capitanes atenienses llegaran, los peloponenses se prepararon para combatir el lugar por mar y tierra esperando poderle tomar fácilmente, así porque el muro estaba recién hecho, como porque tenía muy poca gente de guarda; pero sospechando que la armada de los atenienses acudiese en socorro, determinaron, si no podían tomar el lugar antes que viniesen, cerrar la entrada del puerto para que las naves atenienses no pudieran entrar, pareciéndoles fácil de hacer, porque frente al cerro donde estaba situada Pilos había una isleta llamada Esfactería, que se extendía a lo largo del puerto, haciéndole más fuerte y seguro y las entradas del mar estrechas, de manera que por parte de la villa donde los atenienses habían hecho los muros no podían entrar más que dos naves de frente, y de la otra parte ocho o nueve. La isla era toda estéril y por esto inhabitable, y casi inaccesible, y tenía quince estadios de contorno. Para impedir la entrada del puerto, pusieron en orden las naves que les parecieron bastantes para ocuparle todas de frente, con las proas fuera del puerto y lo demás hacia dentro. Además, temiendo que los atenienses desembarcaran gente en la isleta, pusieron una parte de la suya en ella, y la otra quedó en tierra firme a fin que los enemigos no pudiesen desembarcar ni en tierra ni en la isla, pues no era posible socorrer el lugar por otro lado, porque el mar no tenía en los demás fondo para abordar seguramente. Creyeron por tanto que sin combate y sin exponerse a peligro tomarían aquella plaza en breve tiempo, mayormente estando mal provista de vituallas y de gente. Ordenaron para defender la isleta desembarcar cierto número de soldados de todas las compañías, renovando la guardia diariamente, y los últimos enviados fueron cuatrocientos veinte mandados por Epitadas hijo de Molobro. Viendo Demóstenes que los peloponenses se disponían a atacar la plaza por mar y tierra con la infantería, se puso en defensa, y primeramente hizo retirar a tierra las naves que quedaron a sus órdenes, las cercó con empalizada y armó los marineros con escudos harto ruines hechos de prisa, la mayor parte de sauce, porque en un lugar desierto como aquel no se podían hallar armas, y las que tenían a la sazón las habían ganado en una nave de corsarios y en otra de los mesenios, que cogieron por acaso con cuarenta hombres de Mesena. Puesta una parte de su gente, armados y desarmados, en guarda de los lugares que le parecían más seguros por ser naturalmente inexpugnables, y la otra, que era la mayor, para defensa de la plaza que había fortificado hacia tierra, les mandó que si la infantería de los contrarios les acometiese se defendieran y los rechazasen, y él, con sesenta soldados de los mejores y mejor armados y algún número de ballesteros, salió fuera de la plaza y se fue por la parte de mar, por donde presumía que los enemigos intentarían desembarcar y pasar por las rocas, peñas y lugares difíciles para batir el muro por donde era más débil, pues no había procurado hacerlo muy fuerte por aquel lado, pensando que nunca los enemigos serían más poderosos que él por mar, y sabiendo también que si tenían ventaja para desembarcar por aquel lado, tomarían la plaza. Salió, pues, con los hombres que arriba dijimos, y poniéndolos en orden de batalla lo mejor que pudo, les arengó de este modo:
«Varones atenienses, y vosotros mis compañeros, en esta afrenta ninguno se atreva, por mostrarse sabio y prudente, a considerar todas las dificultades y peligros en que al presente estamos. Conviene acometer a nuestros enemigos con gran ánimo y osadía para poderlos lanzar y escapar de sus manos, porque en los hechos de necesidad como éste en que nos vemos, no se busca la razón por qué se hace la cosa, sino que conviene aventurarse de pronto y arriesgar las personas. Aunque, a la verdad, yo veo en este caso muchas cosas favorables a nosotros si queremos estar firmes y no dejar el provecho que tenemos entre las manos por temor a la multitud de enemigos, porque pienso que una parte de esta plaza es inaccesible si la queremos defender; pero si la desamparamos, por difícil que sea de ganar, la tomarán.
»Los enemigos serán más duros de combatir si les acometemos cuando estén fuera de sus naves, porque viendo que ya no pueden volver atrás sin gran peligro, pelearán mejor. Mientras estuvieren en sus barcos será más fácil resistirles, y si saltan en tierra, aunque sean muchos, tampoco son de temer, pues la plaza es muy difícil de tomar y el lugar donde les será forzoso pelear muy estrecho y pequeño, por donde, si bajan a tierra, el gran número de gente que traen no les servirá de nada a causa de la estrechura del sitio, y si se quedan en sus naves tendrán que pelear en mar, donde hay muchas dificultades para ellos y podemos contrapesar nuestra falta de gente con estos inconvenientes que ellos tienen.
»Os ruego, pues, que traigáis a vuestra memoria que sois atenienses de nación, y por eso muy ejercitados en las cosas de mar y en desembarcos, y que el que no cede al temor de la mar ni de otro navío que se le acerca, tampoco le moverá de su estancia la fuerza de sus enemigos ni se apartará de la ordenanza. Estad firmes y quedos en estas rocas y peñas que tenéis por parapetos, y defendeos valerosamente de vuestros enemigos para guardar la plaza y con ella vuestras personas».
Animados los atenienses con estas breves razones de Demóstenes, se apercibieron para pelear cada cual por su persona. De la otra parte, los lacedemonios que estaban en tierra empezaron a combatir los muros, y los que venían en las naves, que eran cuarenta y tres, al mando de Tasimédidas, hijo del espartano Cratesicles, acudieron a combatir la estancia donde estaba Demóstenes con sus gentes. Los atenienses se defendieron valerosamente en ambas partes. Por la de mar, los peloponenses venían con pocas naves unas tras otras, porque no podían entrar muchas a la vez, y llegaron al sitio donde estaba Demóstenes con su gente para lanzarlos de allí si podían. Brasidas, que era capitán de una de las naves, viendo la dificultad de llegar para abordar, y que por ello los patrones de los barcos no osarían acercarse a tierra temiendo que se rompiesen los cascos, gritó diciendo: «Gran vergüenza es para vosotros querer salvar los barcos viendo delante a los enemigos cercando y fortaleciendo la tierra con muros», y les mandó que remasen hacia tierra y saliesen de sus navíos a dar sobre los enemigos, y que no les pesase a los confederados aventurarse a perder sus naves por prestar servicio a los lacedemonios que tanto bien les habían hecho, sino que antes abordasen con ellas por cualquier parte que pudiesen, saltaran en tierra y ganasen la plaza. Diciendo estas palabras, Brasidas obligó al patrón de su galera a que remase hacia tierra; mas peleando desde el puente de un navío, fue herido por los atenienses en muchas partes de su cuerpo y cayó muerto en la mar; después las ondas le llevaron a tierra, cogiendo el cadáver los atenienses y colgándole en el trofeo que levantaron por esta victoria.
Los otros lacedemonios hubieran querido saltar en tierra, mas temían el peligro, así por la dificultad del lugar como por la gran defensa que hacían los atenienses, que peleaban sin temor de mal ni daño alguno, y fue tal la fortuna de ambas partes, que los atenienses impedían a los lacedemonios entrar en su tierra, a saber: en la misma de Laconia, y los lacedemonios se esforzaban por descender en su propia tierra, entonces en poder de su enemigos, aunque en aquella sazón los lacedemonios tenían fama de ser los más poderosos y ejercitados en combatir por tierra, y los atenienses en pelear por mar.
Duró este combate todo aquel día y una parte del día siguiente, aunque no fue continuado sino en diversas veces. El tercer día los peloponenses enviaron parte de su armada a Asina para traer leña y materiales, y hacer un bastión frente al muro que habían hecho los atenienses junto al puerto para batirle con aparatos, aunque estaba muy alto, porque se podía combatir por todas partes. Llegó entretanto la armada de los atenienses en número de sesenta naves, con las que fueron de Naupacto en ayuda, y cuatro de Quío, y viendo la isla y la tierra cercada por la infantería de los enemigos, y que sus navíos estaban en el puerto sin hacer señal de salir, dudaron de lo que harían. Al fin determinaron echar áncoras cerca de la desierta isla inmediata, y allí estuvieron aquel día. Al siguiente salieron a alta mar con todas sus naves, puestas en orden de batalla para combatir con los enemigos si quisiesen salir del puerto, o acometerles dentro del puerto si no salían; pero ni salieron, ni les cerraron la entrada del puerto, como determinaron al principio, sino que, permaneciendo en tierra, armaron de gente sus navíos, que estaban a orillas del mar, y se apercibieron para combatir con los que entrasen en el puerto, el cual era harto grande. Viendo esto los atenienses fueron derechamente contra ellos por las dos entradas del puerto, y embistieron a las naves que estaban más adelante en la mar, desbaratándolas y poniéndolas en huida, y porque el lugar era estrecho, destrozaron muchas y tomaron cinco, una con toda la gente que había dentro. Luego dieron tras las otras que se habían retirado hacia tierra, de las cuales destrozaron algunas que estaban desarmadas, y las ataron a las suyas, a la vista de los peloponenses, a quienes pesó en gran manera; y temiendo que los que estaban en la isla fuesen presos, acudieron a socorrerlos, metiéndose a pie, armados como estaban, en la mar, y agarrándose a los navíos contrarios con tan gran corazón, que le parecía a cada cual que todo se perdiese por falta de él, si no iba. Había gran tumulto y alboroto de ambas partes, mudada la forma de pelear contra toda manera acostumbrada en el mar, porque los lacedemonios, por el temor de perder su gente, combatían en torno de las naves como en tierra, y los atenienses, por el deseo de llevar hasta el fin la victoria, peleaban también desde sus navíos del mismo modo. Después de largo combate, con muertos y heridos de ambas partes, se retiraron unos y otros, y los lacedemonios salvaron todas sus naves vacías, excepto las cinco que fueron tomadas al principio. Ya en su campo respectivo, los atenienses otorgaron a los contrarios sus muertos para sepultarlos, y después levantaron trofeo en señal de victoria. Esto hecho, cercaron con su armada toda la isla, donde estaban los cuatrocientos veinte lacedemonios que suponían ya vencidos y cautivos. Por su parte los peloponenses, que de todos lados habían acudido al socorro de Pilos, tenían la villa cercada por tierra.
Cuando las nuevas de esta batalla y pérdida llegaron a Esparta, acordó el Consejo que los gobernadores y oficiales de justicia de la ciudad fuesen al real para ver por sus propios ojos lo ocurrido, y proveer lo que se debía hacer en adelante, según tienen por costumbre hacer cuando les sucede alguna gran pérdida. Visto todo, y considerando que no había medio de socorrer a los que estaban en la isla, y que corrían peligro de ser presos o muertos de hambre o por fuerza de armas, opinaron pedir una tregua a los caudillos de los atenienses, durante la cual pudiesen enviar a Atenas a tratar de paz y concordia, y esperando por este medio recobrar los suyos. La tregua fue acordada por los atenienses con estas condiciones: que los lacedemonios les diesen todas las naves con que habían venido a combatir a Pilos y las que allí se habían juntado de toda la tierra de Lacedemonia; que no hiciesen daño alguno en los muros y reparos que habían hecho en Pilos; que a los lacedemonios se les permitiera llevar por mar todos los días a los que estaban en la isla cercada cierta cantidad de pan y vino y carne, tanto por cada hombre libre y la mitad para los esclavos, a vista de los atenienses, sino que les fuese lícito pasar ningún navío a escondidas; que los atenienses tuviesen sus guardas en torno de la isla, para que ninguno pudiese salir, con tal de no intentar ni innovar cosa alguna contra el campo de los peloponenses por mar ni por tierra, y en caso que de una parte u otra hubiese alguna contravención, por grande o pequeña que fuese, las treguas se entendiesen rotas, debiendo durar lo más hasta que los embajadores lacedemonios volvieran de Atenas, a los cuales los atenienses habían de llevar y traer en uno de sus barcos. Acabada la tregua, los atenienses deberían restituir a los lacedemonios las naves que les habían dado, en la misma forma y manera que las recibiesen. Así se convino la tregua, y para su ejecución los lacedemonios entregaron a los atenienses cerca de sesenta naves, siendo después enviados los embajadores a Atenas, que hablaron en el Senado de la manera siguiente:


II

«Varones atenienses, aquí nos han enviado los lacedemonios para tratar con vosotros sobre aquella su gente de guerra que está cercada, teniendo por cierto que lo que redundare en su provecho en este caso también redundará en vuestra honra. Y para esto no usaremos más largas razones de las que tenemos de costumbre: porque nuestra usanza es no decir muchas palabras cuando no hay gran materia para ello. Pero si el caso lo requiere y el tiempo da lugar, hablamos un poco más largo, a saber, cuando es necesario mostrar por palabras lo que conviene hacer por obra. Os rogamos que si fuéremos un poco largos en hablar, no lo toméis a mala parte, ni menos penséis que por recomendaros buen consejo sobre lo que al presente habéis de consultar, os queremos enseñar lo que debéis hacer, como si os tuviésemos en reputación de hombres tardíos e ignorantes.
»Para venir al hecho, en vuestra mano está sacar gran provecho de esta buena ventura que os ocurre al tener a los nuestros en vuestro poder, porque adquiriréis gran gloria y honra no haciendo lo que hacen muchos, que no tienen experiencia del bien y del mal; porque éstos, cuando les sucede alguna prosperidad de repente, ponen pensamientos en cosas muy altas, esperando que la fortuna les ha de ser siempre favorable. Pero los que muchas veces han experimentado la variedad y mudanza de los casos humanos, pesan más la razón y la justicia y no se fían tanto en las prosperidades repentinas; lo cual es muy conveniente a vuestra ciudad y a la nuestra, por la larga experiencia que tienen de las cosas; y puesto que lo entendéis muy bien, lo veis mejor en el caso presente.
»Nosotros, que ahora tenemos el principal mando y autoridad en toda Grecia, venimos aquí ante vosotros para pediros lo que poco antes estaba en nuestra mano otorgar a nuestra voluntad. Ni tampoco hemos venido en esta desventura por falta de gente de guerra, ni por soberbia de nuestras fuerzas y poder, sino por lo que suele suceder en todos los casos humanos: que nos engañaron nuestros pensamientos, como a todos sucede en las cosas que dependen de la fortuna. Por eso no conviene que por la súbita prosperidad y por acrecentamiento de las fuerzas y poder que tenéis, al presente penséis que os ha de durar para siempre esta fortuna, que todos los hombres sabios y cuerdos tienen por cierto no haber cosa tan incierta como la prosperidad, por lo cual siempre son más constantes, y están más enseñados a sufrir las adversidades.
»Ninguno piense que está en su mano hacer la guerra cuando bien le pareciere, sino cuando la fortuna le guía y se lo permite; y los que no se engríen ni ensoberbecen por prosperidades que les ocurran, yerran pocas veces, porque la mayor felicidad no apaga en ellos el temor y recelo. Si vosotros lo hacéis así, ciertamente os irá bien de ello; y por el contrario, si rechazáis nuestras ofertas y después os sobreviene alguna desgracia, como puede ocurrir cualquier día, no penséis en guardar lo que al presente habéis ganado, pudiendo ahora, si queréis, sin peligro ni daño alguno, dejar perpetua memoria de vuestro poder y de vuestra prudencia, pues veis que los lacedemonios os convidan a conciertos y término de la guerra, ofreciéndoos paz y alianza y toda clase de amistad y benevolencia para lo venidero, en recompensa de las cuales cosas, os demandan tan solamente los suyos que tenéis en la isla, pareciéndoles que esto es útil y provechoso a ambas partes, a vosotros para evitar por este medio el peligro que podría ocurrir si ellos se salvasen por alguna aventura, y si son presos, el de incurrir en perpetua enemistad que no se apagaría tan fácilmente. Porque cuando una de las partes que hace la guerra es obligada por la otra más poderosa, que ha llevado lo mejor de la batalla, a jurar y prometer algún concierto en ventaja del contrario, no es el convenio tan firme y valedero como cuando el victorioso, estando en su mano otorgar el concierto que quisiese al contrario, lo hace más bueno o razonable que esperaba del vencedor el vencido; que quien ve la honra y cortesía que le han hecho, no procurará contravenir a su promesa, como no haría si fuese forzado, antes trabajará por guardar y cumplir lo que prometió y tendrá vergüenza de faltar a ello.
»De esta bondad y cortesía usan los hombres grandes y magnánimos para con los que son más poderosos adversarios, antes que con los que lo son menores o iguales. Por ser cosa natural perdonar fácilmente al que se rinde de buen grado, y perseguir a los rebeldes y obstinados con peligro de nuestras personas, aunque antes no pensáramos hacerlo.
»En cuanto al caso presente, será cosa buena y honrosa para ambas partes hacer una buena paz y amistad, tal cual jamás fue hecha en tiempo alguno, antes que recibamos de vosotros algún mal o injuria sin remedio, que nos fuerce a teneros siempre odio y rencor, así en común como en particular; y antes que perdáis la posibilidad que tenéis ahora de agradarnos en las cosas que os pedimos. Por tanto, mientras que el fin de la guerra está en duda, hagamos conciertos amigables para que vosotros con vuestra gran gloria y vuestra benevolencia perpetua, y nosotros con una pérdida mediana y tolerable, evitemos la vergüenza y deshonra. Escogiendo ahora el camino de la paz en vez de la guerra, pondremos fin a los grandes males y trabajos de toda la Grecia, de los cuales todos echarán la culpa a vosotros, y os harán cargo de ellos si rehusáis nuestra demanda, pues hasta ahora los griegos hacen la guerra sin saber quién ha sido el promovedor de ella, mas cuando fuere hecho este concierto, que por su mayor parte está en vuestra mano, todos darán a vosotros solos las gracias. Sabiendo que está en vuestra mano convertir ahora a los lacedemonios en vuestros amigos y perpetuos aliados, haciéndoles antes bien que mal, mirad cuántos bienes podrán seguir de ello, pues todos los otros griegos, que como sabéis son inferiores a nosotros y a vosotros en dignidad, cuando supieren que otorgáis la paz, la aprobarán y ratificarán, y la habrán por buena».
De esta manera hablaron los lacedemonios pensando que los atenienses tenían codicia de paz si hubieran podido alcanzarla de ellos antes, y por esto aceptarían de buena gana las condiciones de ella y les darían los suyos que estaban cercados dentro de la isla. Pero los atenienses, considerando que, cercados aquéllos, podían hacer más ventajoso convenio con los lacedemonios, querían sacar mejor partido de lo que les ofrecían, mayormente por persuasión de Cleonte, hijo de Cleéneto, que entonces tenía gran autoridad en el pueblo, y era muy querido de todos. Por parecer de éste respondieron a los embajadores que ante todas cosas convenía entregasen los que estaban en la isla con todas sus armas y fuesen traídos presos a Atenas. Y hecho esto, cuando los lacedemonios devolviesen a los atenienses las villas de Nisea, Pegas, y Trecén y toda la tierra de Acaya que no habían perdido por guerra, sino por el postrer convenio con ellos, siendo obligados por la adversidad a dárselas, les podrían dar los suyos con más justa causa, y hacer algún buen concierto a voluntad de ambas partes.
A esta respuesta no contradijeron los lacedemonios en cosa alguna, pero pidieron que se designaran algunas personas notables para discutir con ellas el hecho, y que después se hiciese lo que acordaran en justicia y razón. A esto se opuso Cleonte, diciendo que debían entender, que ni entonces ni antes traían buena causa, pues no querían discutir delante de todo el pueblo sino hablar aparte en presencia de pocos, por lo cual él era de opinión que si tenían alguna cosa que alegar que fuese justa y razonable, la dijesen delante de todos. Los embajadores de los lacedemonios rehusaron hacerlo porque sabían que no les era lícito ni conveniente hablar delante de todo el pueblo, y también porque haciéndolo así, podría ser que, por tener en cuenta la necesidad y el peligro en que estaban los suyos, otorgasen alguna cosa injusta, y sabían muy bien que al llegar a noticia de sus aliados serían culpados, y, por tanto, conociendo que no podían alcanzar de los ateniense cosa buena ni razonable, partieron de Atenas sin concluir nada. Al volver con los suyos espiraron las treguas, y pidiendo los lacedemonios les devolviesen las naves que habían dado al convenirlas con los atenienses, lo rehusaron éstos, diciendo que los lacedemonios habían contravenido al convenio queriendo hacer algunas entradas en los fuertes, y culpándoles de otras cosas fuera de toda razón. Quejáronse los lacedemonios, demostrando que esto era contra la fe que les habían dado los atenienses, pero no pudieron alcanzar cosa buena de ellos, por lo cual, de una parte y de otra se aprestaron a la guerra, determinando emplear todas sus fuerzas y poder en esta empresa de Pilos, donde los atenienses tenían dos naves de guarda ordinaria en torno de la isla, que andaban costeándola de día y de noche, menos cuando hacía gran viento. Además les enviaron otras veinte naves de refresco, de manera que reunieron setenta.
De la otra parte, los peloponenses tenían plantado su campo en tierra firme y hacían sus acometidas a menudo a los fuertes y parapetos del lugar, espiando de continuo para ver si de alguna manera podían salvar a los que estaban en la isla.


III

Mientras que las cosas pasaban en Pilos de la manera que hemos contado, en Sicilia los siracusanos y sus aliados rehicieron su armada con barcos nuevos y con los que los mesenios les habían enviado, y guerreaban desde Mesena contra los de Reggio a instigación de los locros, que por la enemistad con los de Reggio habían ya entrado en sus términos con todas sus fuerzas por tierra, y parecióles a los siracusanos que sería bueno probar fortuna por mar y pelear en ella, porque los atenienses no tenían entonces gran número de naves en Sicilia, aunque era de creer que cuando supiesen que los siracusanos rehacían su armada para sujetar toda la isla, les enviarían más naves de socorro. Parecíales que si lograban la victoria por mar fácilmente, como esperaban, podrían tomar la ciudad de Reggio antes que el socorro de los atenienses llegase. Teniéndola por suya y estando situada sobre un cerro o promontorio a la orilla de la mar en la parte de Italia, y también a Mesena frente a ella, en la isla de Sicilia, podrían fácilmente estorbar que los atenienses pasasen por el estrecho que separa Italia de Sicilia, el cual es llamado Caribdis, y dicen que Odiseo lo pasó cuando volvía de Troya. No sin causa es llamado así, porque corre con gran ímpetu entre el mar de Sicilia y el mar Tirreno.
Los siracusanos se juntaron allí cerca de la noche con su armada y la de sus aliados, que formarían treinta naves, para dar la batalla a los atenienses que tenían suyas diez y seis y otras ocho de los de Reggio, con las cuales pelearon contra ellos de tal manera que ganaron la victoria, y pusieron a los siracusanos en huida salvándose cada cual lo mejor que pudo y acogiéndose a Mesena, sin que hubiese más que un navío de pérdida, porque la noche los separó.
Pasada esta victoria, los locros levantaron su campo que tenían delante de Reggio y volvieron a sus tierras. Mas poco después los siracusanos y sus aliados juntaron su armada y fueron a la costa de Pelorón, en tierra de Mesena, donde tenían su infantería y donde también llegaron los atenienses y los de Reggio, y viendo las naves de los siracusanos vacías las acometieron, mas habiendo embestido con una y echados sus arpones de hierro la perdieron, aunque la gente que estaba dentro se salvó a nado. Cuando los siracusanos que habían entrado en ella la llevaban hacia Mesena, los atenienses volvieron a acometerles para recobrar la nave, pero al fin fueron rechazados y perdieron otra nave. De esta manera los siracusanos, vencidos primero, en la segunda batalla se retiraron con honra al puerto de Mesena sin haber perdido más que los enemigos, y los atenienses se fueron a Camarina avisados de que un ciudadano llamado Arquías y sus secuaces querían entregar la ciudad a los siracusanos por traición. Entretanto, todos los de Mesena salieron por mar y tierra contra la ciudad de Naxos, que está en la región de Calcida y tierra de los mismos mesenios. Al llegar, salieron los de Naxos al encuentro por tierra, pero los rechazaron hasta dentro de las puertas y los siracusanos comenzaron a robar y talar las tierras alrededor de la ciudad, y después la sitiaron.
Al día siguiente, los que estaban en la mar abordaron a la ribera de Acesines, la robaron y talaron. Sabido este mal por los sicilianos que moraban en las montañas, se reunieron y bajaron a tierra de los mesinenses, y de allí fueron a socorrer a los de Naxos, que al verles ir en su ayuda cobraron corazón, y animándose unos a otros, porque eran los leontinos y otros griegos moradores de Sicilia los que les socorrían, volvieron a salir de la ciudad y de repente dieron en los contrarios con gran ímpetu, matando más de mil y los otros se salvaron con gran trabajo, porque los bárbaros y otros naturales de la tierra que salieron a cortarles el paso por los caminos mataron muchos.
Las naves que antes se recogieron a Mesena volvieron cada cual a su tierra, por lo cual los leontinos y sus aliados con los atenienses se esforzaron en poner cerco a Mesena, sabiendo de cierto que estaban muy trabajados los de dentro. Fueron, pues, los atenienses por la mar a sitiar al puerto, y los otros por tierra a sitiar los muros, pero los de Mesena, con una banda de los locros que había quedado de guarnición al mando de Demóstenes, salieron contra los de tierra y los desbarataron matando a muchos. Viendo esto, los atenienses de la armada salieron de sus barcos para socorrerles y cargaron contra los mesinenses, de suerte que los hicieron entrar en la villa huyendo. Dejaron allí su trofeo puesto en señal de victoria y se volvieron a Reggio.
Pasado esto, los griegos que habitan en Sicilia, sin ayuda de los atenienses, emprendieron la guerra unos contra otros.


IV

Teniendo los lacedemonios cercado a Pilos, y estando los suyos sitiados por los atenienses en la isla, según arriba contamos, la armada de los atenienses estaba en gran necesidad de vituallas y de agua dulce, porque había un solo pozo situado en lo alto de la villa y era bien pequeño. Veíanse, pues, obligados a cavar a la orilla del mar en la arena, y sacar de aquélla agua mala como puede suponerse. Además, el lugar donde tenían su campo era muy estrecho, y las naves no estaban seguras en la corriente; por lo que unas recorrían la costa para coger vituallas, y otras se detenían en alta mar echadas sus áncoras. Angustiaba también a los atenienses que la cosa fuera más larga de lo que al principio creían, porque parecíales que los que estaban en la isla, no teniendo vituallas ni agua dulce, no podían estar tanto tiempo como estuvieron por la provisión que hicieron los lacedemonios para socorrerles, los cuales mandaron pregonar por edicto público que a cualquiera que llevase a los que estaban dentro de la isla provisiones de harina, pan, vino, carne u otras vituallas, darían gran suma de dinero, y si fuese siervo o esclavo alcanzaría libertad; a causa de lo cual muchos se arriesgaban a llevarlas, principalmente los esclavos por el deseo que tenían de ser libres, pasando a la isla por todos los medios que podían, los más de ellos de noche y por alta mar, sobre todo cuando el viento soplaba de la mar hacia tierra, pues con él iban más seguros sin ser sentidos de los enemigos que estaban en guarda, por no poder buenamente estar en torno de la isla cuando reinaba aquel viento más próspero y favorable a los que de alta mar iban a la isla, porque los llevaba hacia ella. Los que estaban dentro los recibían con armas, pero todos los que se aventuraron a pasar en tiempo de bonanza fueron presos. También había muchos nadadores que pasaban buceando desde el puerto hasta la isla, y con una cuerda tiraban de unos odres que tenían dentro adormideras molidas con miel y simiente de linaza majada con que socorrieron a los de la isla muchas veces, antes que los atenienses los pudiesen sentir; mas haciéndolo a menudo, fueron descubiertos y pusieron guardas. Cada cual de su parte hacía lo posible, unos para llevar vituallas y los otros para estorbarlo.
En este tiempo, los atenienses que estaban en Atenas, sabiendo que los cercados en Pilos se encontraban en gran apuro, y que los contrarios metidos en la isla a gran pena podían tener vituallas, sospechando que, al llegar el invierno que se acercaba, los suyos tuvieran grandes necesidades estando en lugar desierto, porque en aquel tiempo sería difícil costear el Peloponeso para abastecerles de vituallas, que no era posible por el poco tiempo que quedaba del verano proveerles de todas las cosas que les serían necesarias en abundancia, y que sus naves no tenían puerto ni playa allí donde pudiesen estar seguras; y por otra parte, que cesando la guarda en torno de la isla, los que estaban allí se podrían salvar en los mismos navíos que les llevaban provisiones cuando la mar lo per-mitiera, y sobre todo que los lacedemonios, viéndose con alguna ventaja, no volverían a pedir la paz, estaban bien arrepentidos de no haberla aceptado cuando se la ofrecieron. Sabiendo Cleonte que todos opinaban había sido él solo la causa de estorbarla, dijo que los negocios de la guerra no estaban de la suerte que les daban a entender, y como los que habían dado cuenta de ellos pedían que enviasen otros para saber la verdad, si no lo creían, se acordó que el mismo Cleonte y Teógenes fuesen en persona; pero considerando Cleonte que, en tal caso, veríase forzado o a referir lo mismo que los primeros, o diciendo lo contrario, aparecer mentiroso, persuadió al pueblo, que veía muy inclinado a la guerra, a que enviasen algún socorro de gente más de los que habían determinado enviar antes, diciendo que más valía hacerlo así que gastar tiempo esperando la respuesta de los que fueran a saber la verdad, porque entretanto podría llegar el socorro que enviaban, y dirigiéndose a Nicias, hijo de Nicérato, uno de los caudillos de la armada que estaba en Pilos, enemigo y competidor suyo, dijo que con aquel socorro, si los que mandaban en Pilos eran gente de corazón, podrían fácilmente coger a los que estaban en la isla; y que si él se hallase allí, no dudaría en salir con la empresa. Entonces Nicias, viendo al pueblo descontento de Cleonte, considerando que si la cosa era tan fácil a su parecer no rehusaría ir a la jornada, y también porque el mismo Cleonte le echaba la culpa, le dijo que pues hallaba la empresa tan segura tomase el cargo de ir con el socorro, que de buena gana le daba sus veces para ello. Cleonte, pensando al principio que Nicias no lo decía de veras, sino cuidando que no lo haría aunque lo decía, no curó de rehusarlo; pero viendo que aquél perseveraba en su propósito, se excusó lo mejor que pudo diciendo que él no había sido elegido para aquel cargo, sino Nicias. Cuando el pueblo vio que Nicias no lo decía por fingimiento, sino que de veras quería dejar su cargo a Cleonte, e insistía en que lo aceptase, el vulgo, siempre amigo de novedades, mandó a Cleonte que lo desempeñara, y viendo éste que no podía rehusarlo, pues se había ofrecido a ejercerlo, determinó aceptarlo, gloriándose de que él no temía a los lacedemonios y quería hacer aquella jornada sin tomar hombres de Atenas, sino sólo a los soldados de Lemnos y de Imbros, que a la sazón estaban en la ciudad, todos bien armados, algunos otros armados sólo de lanza y escudo, que habían sido enviados en ayuda de Eno, y con éstos algunos flecheros que tomarían de otra parte hasta el número de cuatrocientos. Con éstos y con los que ya estaban en Pilos se alababa de que dentro de veinte días traería a los lacedemonios que estaban en la isla presos a Atenas, o los mataría. De estas vanaglorias y jactancias comenzaron a reírse los atenienses, y por otra parte se holgaron mucho pensando que ocurriría una de dos cosas: o que por este medio serían libres de la importunidad de Cleonte, que ya les era pesado y enojoso, si faltaba en aquello de que se alababa, según tenía por cierto la mayor parte de ellos, o que, si salía con la empresa, traería los lacedemonios a sus manos.
Estando la cosa así determinada en público ayuntamiento del pueblo, por unanimidad fue nombrado Cleonte capitán de la armada en lugar de Nicias, y Cleonte nombró por su acompañante a Demóstenes, que estaba en el campo con gente, porque había entendido que opinaba acometer a los de la isla, y que también los soldados atenienses, viendo lo mal dispuesto del lugar donde estaban sobre el cerco, y que les parecía estar más cercados que aquellos a quien cercaban, deseaban ya aventurar sus personas para esto. También les daba mayor ánimo que la isla estaba ya descubierta por muchas partes donde habían quemado leña de los montes, pues al principio, cuando la pusieron cerco, era tan espesa la arboleda que impedía caminar por ella, lo cual fue causa de que Demóstenes, cuando le pusieron cerco al principio, temiese entrar, suponiendo que escondidos en el bosque los enemigos podrían hacer mucho daño a los suyos, sin riesgo, por saber los senderos y tener donde ocultarse. Además, por mucha gente que tuviese no podría llegar con toda ella a socorrer de pronto donde fuese menester, porque se lo estorbarían las espesuras. Sobre todas estas razones que movían a Demóstenes les infundía más temor pensar la pérdida que sufrieron en Etolia, ocurrida en parte por causa de las espesuras.
Sucedió que algunos de los que estaban en la isla, saliendo al extremo de ella donde hacían la guardia, encendieron fuego para guisar y levantóse tan gran viento que extendió el fuego, quemándose gran parte del bosque, por lo que Demóstenes paró mientes en que había muchos más contrarios que él pensaba, y viendo que tenían más fácil entrada en la isla a causa de aquel fuego, le pareció buen consejo acometer a los enemigos lo más pronto que pudiese. Preparadas las cosas necesarias para ha-cerlo y llamados en ayuda los compañeros de guerra y los vecinos más cercanos, llególe nueva de que se acercaba Cleonte con el socorro que había pedido a los atenienses, y determinó esperarle.
Cuando Cleonte llegó, conferenciaron y parecióles bien enviar un heraldo a los lacedemonios que cercaban a Pilos, para saber si querían mandar que los que estaban en la isla se rindiesen con sus armas a condición de quedar presos hasta que se determinase sobre todo el hecho de la guerra; pero al saber la respuesta que trajo el heraldo de que los lacedemonios no querían aceptar el partido, descansaron aquel día, y llegada la noche, metieron la mayoría de su gente de guerra en algunos navíos, desembarcando en la isla al alba por dos puntos, por la parte del puerto y por la de alta mar, unos ochocientos. En seguida empezaron a recorrer la tierra hacia donde estaban los centinelas de los enemigos aquella noche, que serían hasta treinta, porque los otros, o la mayor parte de ellos, estaban en un lugar descubierto, casi a media legua, cercado de agua, con Epidatas, su capitán, y otros al cabo de la isla por parte de Pilos. A éstos no podían acometerles por la mar a causa de que la isla por aquel lado estaba muy alta y no se podía subir ni entrar, y de la parte de la villa era mala de entrar por un castillo viejo de piedra tosca que los enemigos guardaban para su defensa y amparo si perdían los otros puntos. Los que iban contra las centinelas los hallaron durmiendo, de manera que antes que se pudiesen armar fueron todos muertos, porque no sospechaban mal ninguno, ni pensaban que desembarcarían por aquel punto, pues aunque oyeron a las naves remar a lo largo de la costa, pensaban que eran los que hacían la guarda de noche, según costumbre.
Pasado esto, cuando fue de día claro, los demás de la armada, que estaban aún metidos en sus barcos que habían abordado a la isla, en número de sesenta naves, saltaron en tierra así los que estaban primero en el cerco como los que trajo Cleonte consigo, excepto los que quedaban en guarda del campo y de las municiones, que serían entre todos ochocientos flecheros y otros tantos de lanzas y escudos armados a la ligera. A todos los puso Demóstenes en orden y los repartió en diversas compañías, una distante de otra, a doscientos hombres por cada compañía, y en alguna parte había menos, según la capacidad del lugar donde estaban. Mandóles que fuesen ganando tierra hacia lo más alto para que llegasen a dar de noche sobre los enemigos y apretarles por todas partes, de suerte que no supiesen donde irse por la multitud de gente que cargara sobre ellos por todos lados. Así se hizo, y cercados los lacedemonios, les acometían por todas partes. De cualquiera que se volvían, eran atacados a retaguardia por los que iban armados a la ligera, que les alcanzaban pronto, y por los flecheros que los herían de lejos con flechas, dardos y piedras tiradas con mano y con honda, de manera que esperándose un poco, caían sobre ellos, porque éstos tienen la costumbre de vencer cuando parece que van huyendo, pues nunca cesan de tirar, y cuando los enemigos se vuelven, revuelven sobre ellos por las espaldas. Este orden guardó Demóstenes en la pelea así al entrar en la isla como después en todos los combates que hubo en ella.
Cuando Epidatas y los que estaban con él, que eran los más en número, vieron que sus guardas y los del primer fuerte habían sido rechazados, y que todo el tropel de los enemigos venía contra ellos, se pusieron en orden de batalla y quisieron marchar contra los atenienses que venían de frente, mas no pudieron venir a las manos ni mostrar su valentía, porque los tiradores y flecheros atenienses y los armados a la ligera que iban por los lados se los estorbaban, por lo cual esperaron a pie firme. Los atenienses armados a la ligera los apretaban, y fingiendo que huían, se defendían y trabajaban por guarecerse entre las peñas y lugares ásperos, de suerte que los lacedemonios, armados de gruesas armas, no los podían seguir. Así pelearon algún tiempo escaramuzando. Después, viendo los atenienses armados a la ligera que los lacedemonios estaban cansados de resistirles tanto tiempo, tomaron más corazón y osadía y se mostraron muchos más en número, porque no hallaban a los lacedemonios tan valientes ni esforzados como pensaban al principio cuando entraron en la isla, pues entonces iban con temor contra ellos por la gran fama de su valentía. Todos a una, con gran ímpetu y con grandes voces y alaridos, dieron sobre ellos tirándoles flechas, piedras y otros tiros, lo que cada cual tenía a mano. La grita y esta manera nueva de combatir, dejó a los lacedemonios, que no estaban acostumbrados, atónitos y espantados. Por otra parte, el polvo de la ceniza que salía de los lugares donde habían encendido fuego era tan grande en el aire, que no se podían ver, ni por este medio evitar los tiros contra ellos, quedando muy perplejos porque sus celadas y morriones de hierro no los guardaban del tiro, y sus lanzas estaban rotas por las piedras y otros tiros que les tiraban los contrarios. Además, estando cercados y acometidos por todas partes, no podían ver a los que les atacaban, ni oír lo que les mandaban sus capitanes por la gran grita de los enemigos, ni sabían qué hacer ni veían manera para salvarse. Finalmente, estando ya la mayor parte de ellos heridos, se retiraron todos hacia un castillo al término de la isla, donde había una parte de los suyos. Viendo esto los atenienses armados a la ligera, los apretaron más osadamente con gran grita y con muchos tiros, y a todos aquellos que veían apartados del escuadrón los mataban, aunque una gran parte de los lacedemonios se salvaron por las espesuras y se unieron a los que estaban en guarda del castillo, y todos se aprestaron para defenderlo por la parte que los pudiesen acometer. Los atenienses los seguían de más cerca, y viendo que no podían sitiar el lugar por todos los lados por la dificultad del terreno, se pusieron en un lugar más alto, de donde, a fuerza de tiros y por cuantos medios pudieron, procuraron lanzarlos del castillo donde se defendían obstinadamente, y de esta manera duró el combate la mayor parte del día por lo cual todos, así de una parte como de la otra, estaban muy trabajados por el sol, la sed y el cansancio.
Estando las cosas en estos términos, y viendo el capitán de los mesenios que no llevaban camino de terminar, vino a Cleonte y a Demóstenes, y díjoles que en balde trabajaban para coger a los enemigos por aquella vía; pero que si le daban algunos hombres de a pie armados a la ligera y algunos flecheros, procuraría cogerlos descuidados por la espaldas, entrando por donde mejor pudiese. Diéronselos, y los llevó lo más encubiertamente que pudo por las rocas, peñas y otros lugares apartados, rodeando la isla tanto que vino a un lugar donde no había guarda ni defensa alguna ni les parecía a los lacedemonios que la habían menester, por ser inaccesible, y con gran trabajo subió hasta la cumbre. Cuando los lacedemonios se vieron asaltados por la espalda, espantáronse y casi perdieron la esperanza de poder salvarse, y los atenienses, que los acometían de frente, se alegraron como quien está seguro de la victoria.
Los lacedemonios se hallaron cercados, ni más ni menos que como los que peleaban contra los persas en las Termópilas, si se puede hacer comparación de cosas grandes a pequeñas, pues así como aquéllos fueron atajados por todas partes por las sendas estrechas de la montaña, y al fin muertos todos por los persas, así también éstos, siendo acosados por todos lados y heridos, no se podían defender; y viendo que peleaban tan pocos contra tantos enemigos, y que estaban desfallecidos y cansados, y casi muertos de hambre y de sed, no curaban de resistir, sino que abandonaban muros y defensas, ganando los atenienses todas las entradas del lugar. Observaron Cleonte y Demóstenes que, mientras menos se defendían los enemigos morían más, y con el deseo de llevarlos prisioneros a Atenas si se querían entregar, mandaron retirar a los suyos y pregonar que se rindieran. Muchos lacedemonios lanzaron sus escudos a tierra y sacudieron las manos, lo cual era señal que aceptaban el partido, habiendo tregua por corto tiempo, durante la cual conferenciaron Cleonte y Demóstenes de parte de los atenienses, y Estifón, hijo de Fóraque, de la de los lacedemonios, porque Epidatas había muerto en la batalla, y el Hipagreto,[3] que le sucedió en el mando, estaba herido y en tierra entre los muertos, aunque vivo aún. Los representantes de los lacedemonios dijeron a Cleonte y Demóstenes que antes de aceptar el partido, querían saber el parecer de sus caudillos, que estaban en tierra firme; y viendo que los atenienses no se lo querían otorgar, llamaron en alta voz a los heraldos de aquéllos hasta tres veces; al fin vino uno de los heraldos en una barca, y les dijo de parte de los jefes que aceptasen las condiciones que les pareciesen honrosas; y consultado sobre esto entre sí, se rindieron con sus armas a merced de los enemigos.
Así estuvieron toda aquella noche y el día siguiente, guardados como prisioneros, y al otro día por la mañana los atenienses levantaron trofeo en señal de victoria en la misma isla, repartieron los prisioneros en cuadrillas y les dieron en guarda a los trierarcas.[4] Pasado esto, se prepararon para volver a Atenas y otorgaron a los lacedemonios los muertos para sepultarlos. De cuatrocientos veinte que había en la isla, se hallaron prisioneros doscientos ochenta, entre ellos ciento veinte de Esparta; los demás fueron muertos por los atenienses, no siendo muchos porque no se luchó cuerpo a cuerpo.
El tiempo que los lacedemonios estuvieron en la isla cercados desde la primera batalla naval hasta la postrera, fue setenta y dos días, de los cuales tuvieron vituallas durante los veinte que los embajadores fueron y vinieron de Atenas por el convenio hecho; el tiempo restante se mantuvieron con lo que les traían por mar escondidamente, y aun después de la última batalla se halló en su campo trigo y otras provisiones, porque Epidatas, su capitán, se las repartía muy bien según que la necesidad obligaba. De esta manera se separaron los atenienses y los lacedemonios de Pilos, y volvieron cada cual a su casa, y así se cumplió la promesa que arriba dijimos había hecho Cleonte a los ateniense al tiempo de su partida, aunque loca y presuntuosa, porque llevó los enemigos prisioneros dentro de los veinte días según había prometido.
Esta fue la primera cosa que sucedió en aquella guerra contra el parecer de todos los griegos, porque no esperaban que los lacedemonios, por hambre, ni sed, ni otra necesidad que les ocurriese, se rindieran y entregaran las armas, sino que pelearían hasta la muerte; y si los que se rindieron hubieran igualado en esfuerzo a los que murieron peleando, no se entregaran de aquella manera a los enemigos. De aquí que después que los prisioneros fueron llevados a Atenas, preguntando uno de ellos a manera de escarnio, por un ateniense, si sus compañeros muertos en la batalla eran valientes, le respondió de esta manera: «Mucho sería de estimar un dardo que supiese diferenciar los buenos de los ruines», queriendo decir que sus compañeros habían sido muertos por pedradas y flechas que les tiraban de lejos, y no a las manos, por lo que no se podía juzgar si murieron o no como bravos.
Los atenienses mandaron guardar a los prisioneros hasta hacer algún convenio con los peloponenses, y si entretanto entraban en su tierra, matarlos.
En cuanto a lo demás, los atenienses dejaron guarnición en Pilos, y aun sin esto los mesenios enviaron desde el puerto de Naupacto algunos de los suyos que les parecieron más convenientes para estar allí, porque en otro tiempo el lugar de Pilos solía ser tierra de Mesenia, y los que la habitaban eran corsarios y ladrones que robaban la costa de Laconia, y hacían muchos males, valiéndose de que todos hablaban la misma lengua.
Esta guerra amedrentó a los lacedemonios, por no estar acostumbrados a hacerla de aquel modo, y porque los ilotas se pasaban a los enemigos. En vista de ello, enviaron secretamente embajadores a los atenienses para saber si podrían recobrar a Pilos y a sus prisioneros; pero los atenienses, que tenían los pensamientos más altos y codiciaban mucho más después de muchas idas y venidas, los despidieron sin concluir nada. Este fin tuvieron las cosas de Pilos.


V

Pasadas estas cosas, y en el mismo verano,[5] los atenienses fueron a hacer la guerra de Corinto con ochenta naves y dos mil hombres de a pie, todos atenienses, y en otros barcos bajos para llevar caballos fueron doscientos hombres de caballería; también iban en su compañía para ayudarles en esta empresa, los de Mileto, Andros y los caristios, y por general Nicias, hijo de Nicérato, con otros dos compañeros. Navegando a lo largo de la tierra entre Queronea y Rito, al alba del día se hallaron frente a un pequeño cerro llamado Soligea, desde donde antiguamente los dorios guerrearon contra los etolios, que estaban dentro de la ciudad de Corinto, y hoy día hay en él un castillo que tiene el mismo nombre del cerro. Dista de la orilla del mar por donde pasan las naves, cerca de doce estadios, de la ciudad unos sesenta, y del estrecho llamado Istmo, veinte. En este cerro los corintios, avisados de la llegada de los atenienses, reunieron todo su ejército, excepto los que habitan fuera del estrecho en la tierra firme, de los cuales quinientos habían ido a Ambracia y a Léucade para guardarlas. Pero como los atenienses pasasen de noche delante de ellos sin ser oídos ni vistos, cuando entendieron por la señal de los que estaban en las atalayas que habían pasado de Soligea y saltado en tierra, distribuyeron su ejército en dos cuerpos: el uno se situó en Queronea para socorrer la villa de Cromión si los atenienses la atacaban, y el otro fue a socorrer a los moradores de la costa donde los atenienses desembarcaron.
Habían los corintios nombrado para esta guerra dos capitanes, uno llamado Bato, el cual con una parte del ejército se metió dentro del castillo de Soligea, que no era muy fuerte de muros para defenderla, y el otro, llamado Licofrón, salió a combatir a los atenienses que habían saltado en tierra, y encontró la extrema derecha de su ejército, en la cual iban los caristios a retaguardia, acometiéndoles valerosamente y trabando una pelea muy ruda, donde todos venían a las manos, mas al fin los corintios fueron rechazados hasta la montaña donde había algunos parapetos de murallas derrocadas. Haciéndose fuertes en este lugar, que era muy ventajoso para ellos, hicieron retirarse a los enemigos a fuerza de pedradas.
Cuando vieron los corintios a los enemigos en retirada, cobraron ánimo, y salieron otra vez contra ellos, empeñándose de nuevo la batalla, más encarnizada que la primera vez. Estando en lo más recio de ella, vino en socorro de los corintios una compañía, y con su ayuda rechazaron a los atenienses hasta la mar, donde se juntaron todos los de Atenas y volvieron a rechazar a los corintios. Entretanto, la otra gente de guerra peleaba sin cesar unos contra otros. A saber, el ala derecha de los corintios, en la cual estaba Licofrón, contra la de los atenienses, temiendo que ésta atacase el castillo de Soligea, y así duró la batalla largo tiempo, sin que se conociese ventaja de una ni de otra parte; mas al fin los de a caballo que acudieron en ayuda de los atenienses dieron sobre los corintios y los dispersaron, retirándose éstos a un cerro, donde, no siendo perseguidos, se desarmaron y reposaron. En este encuentro murieron muchos corintios, y entre otros Licofrón, su capitán, los otros todos se retiraron al cerro y allí se hicieron fuertes, no cuidando los enemigos de seguirles y retirándose a despojar los muertos. Después levantaron trofeo en señal de victoria.
Los corintios que se habían quedado en Queronea no podían ver nada de esta batalla, porque el monte Oneón, que estaba en medio, lo impedía; más viendo la polvareda muy espesa, y conociendo por esta señal que había batalla, vinieron con gran diligencia en socorro de los suyos, y juntamente con ellos los viejos que habían quedado en la ciudad. Advirtieron los atenienses que iban contra ellos, y creyendo que eran los vecinos y comarcanos de los corintios, de tierra de peloponenses que acudían en su socorro, se acogieron a los barcos con los despojos de los enemigos y los cuerpos de los suyos que perecieron en la batalla, excepto dos que no pudieron hallar ni reconocer, los cuales recobraron después por convenio con los corintios. Embarcados, partieron hacia las islas más cercanas, y hallóse que habían muerto en aquella jornada de los corintios doscientos veinte, y de los atenienses cerca de cincuenta.
Los atenienses fueron después a Cromión, que es de tierra de los corintios, y está apartada de Corinto ciento veinte estadios, y allí estuvieron una noche y un día saqueándola. Desde Cromión vinieron a Epidauro, y de allí tomaron su derrota para Metana, que está entre Epidauro y Trecén, ganando el estrecho de Queronea donde está situada Metana, que fortificaron y guarnecieron con su gente, la cual después de algún tiempo hizo muchos robos en tierra de Trecén, Halieo y Epidauro. Hecho esto, los atenienses volvieron a su tierra.



VI

Al mismo tiempo que pasaban estas cosas, Eurimedonte y Sófocles, capitanes de los atenienses, partieron con su armada para ir a Sicilia y descendieron en tierra de Corcira. Estando allí salieron al campo juntamente con los ciudadanos contra los desterrados que, habiéndose hecho fuertes en el monte de Istona, ocuparon todas las inmediaciones de la ciudad y hacían gran daño a los que estaban dentro. Acometiéndoles, les ganaron los parapetos que habían hecho, obligándoles a huir y a retirarse a un lugar más alto de la montaña, donde, puestos en gran aprieto, se rindieron con condición de entregar todos los extranjeros que habían ido en su ayuda a la voluntad de los atenienses y corcirenses y que los naturales de la ciudad estuviesen en guarda hasta tanto que los atenienses conociesen de su causa y determinasen lo que querían hacer de ellos, y si entretanto se hallase que un solo hom-bre de ellos contraviniera a este convenio o quisiese huir, dejara de aplicarse a todos en general. En cumplimiento de este contrato fueron llevados a la isla de Ptiquia; pero sospechando los principales de Corcira que los atenienses por piedad no los mandasen matar como ellos deseaban, inventaron este engaño. Primeramente enviaron a la isla algunos amigos de los desterrados que allí estaban, los cuales les hicieron entender que los atenienses tenían determinado entregarlos a los corcirenses, por lo cual harían bien en procurar salvarse prometiéndoles navíos para ello. Con este consejo acordaron escaparse y, embarcados ya, fueron presos por los mismos corcirenses.
Roto de esta manera el contrato arriba dicho, los capitanes atenienses entregaron los presos a la voluntad de los corcirenses, aunque primero fueron advertidos del engaño; mas lo hicieron, porque debiendo partir de allí para Sicilia, pesábales que otras personas tuviesen la honra de llevar a Atenas a los que ellos habían vencido. Puestos los prisioneros en manos de los de la ciudad de Corcira, fueron todos metidos en un gran edificio y después los mandaron sacar fuera de veinte en veinte atados y pasar por medio de dos hileras de hombres armados. Al pasar por la calle, antes que llegasen donde estaban los hombres armados, los que tenían algún odio particular contra alguno de ellos, le picaban y punzaban y asimismo los verdugos que los llevaban los herían cuando no se apresuraban; finalmente, al llegar adonde estaban los armados puestos en orden, fueron muertos y hechos piezas por éstos, y de esta manera en tres veces, de veinte en veinte, mataron sesenta antes que los otros que quedaban dentro de la prisión en el edificio supiesen nada, porque pensaban que les mandaban salir de allí para llevarlos a otra prisión; pero al avisarles lo que sucedía comenzaron a dar gritos y a llamar a los atenienses, diciendo que querían ser muertos por éstos si así era su voluntad y que no dejarían a otras personas entrar en la prisión donde estaban mientras tuviesen aliento. Viendo esto los corcirenses, no quisieron romper la puerta de la prisión, sino que subieron encima del edificio y quitaron la techumbre por todas partes y después, con tejas y piedras, tiraban a los que estaban dentro y los mataban, a pesar que los prisioneros se escondían lo más que podían y muchos se mataban con sus propias manos, unos con las flechas que les tiraban sus contrarios metiéndoselas por la garganta y los otros ahogándose con los lienzos de sus lechos y con las cuerdas que hacían de sus vestidos, de suerte que entre aquel día y la noche siguiente fueron todos muertos
Al otro día por la mañana llevaron sus cuerpos en carretas fuera de la ciudad, y todas sus mujeres que se hallaban con ellos dentro de la prisión fueron hechas siervas y esclavas. Así acabaron los desterrados por haberse rebelado en la ciudad de Corcira, y tuvieron fin aquellos bandos y rebeliones habidas por causa de esta guerra de que al presente hablamos, porque de las rebeliones anteriores no quedaba raíz ninguna de que se pudiese tener sospecha por entonces.


VII

Después de estas cosas, los atenienses arribaron en Sicilia con su armada, y, unidos a sus aliados, comenzaron la guerra contra sus enemigos comunes. En este mismo verano, los atenienses y los acarnanios que estaban en Nau-pacto tomaron por traición la ciudad de Anactorión situada a la entrada del golfo de Ambracia, que es de los corintios, la cual habitaron después los acarnanios, expulsando a todos los corintios que en ella moraban. Y en esto pasó el verano.
Al principio del invierno,[6] Arístides, hijo de Arquipo, uno de los capitanes de la armada de los atenienses enviada a cobrar de los aliados la suma de dinero que había de dar para ayuda de la guerra, encontró en el mar un barco junto al puerto de Eión, en la costa de Estrimón y en él venía un persa que el rey Artajerjes enviaba a los lacedemonios, llamado por nombre Artafernes, al que prendió con las cartas que traía y llevándole a Atenas, donde fueron éstas traducidas de lengua persa al griego. Entre otras cosas, contenían que el rey se maravillaba mucho de los lacedemonios y no sabía la causa porque le habían enviado varios mensajes discordantes, y que si le querían hablar claramente, le enviasen personas con Artafernes, su embajador, que le diesen a entender su voluntad.
Algunos días después los atenienses enviaron a Artafernes a Éfeso con embajadores para el rey Artajerjes, su señor; pero al llegar tuvieron nueva de la muerte de este rey y volvieron a Atenas.
En este mismo invierno, los de Quío fueron obligados por los atenienses a derrocar un muro que habían hecho de nuevo en torno de su ciudad, por sospechar éstos que quisiesen tramar algunas novedades o revueltas, aunque los de Quío se disculpaban buenamente, ofreciéndoles dar seguridad bastante de que no innovarían cosa alguna contra los atenienses. Pasó el invierno, que fue el fin del séptimo año de la guerra que escribió Tucídides.
Al comienzo del verano siguiente,[7] cerca de la nueva luna, hubo eclipse de sol y en este mismo mes en toda Grecia un gran temblor de tierra. Los desterrados de Mitilene y de la isla de Lesbos, con gran número de gente de la tierra firme donde se habían acogido y de los del Peloponeso, tomaron por fuerza la ciudad de Reteón, aunque pocos días después la devolvieron, sin hacer en ella daño, por 2.000 estateras de moneda focea que les dieron; de allí se fueron a la ciudad de Antandro, la cual tomaron por traición, valiéndose de algunos que estaban dentro e intentaban libertar las otras ciudades llamadas acteas,[8] que en otro tiempo habían sido habitadas por los mitilenos y a la sazón las poseían los atenienses. La causa principal de querer tomar la ciudad de Antandro era porque les parecía muy a propósito para hacer naves, a causa de la mucha madera que en ella hay, y en la isla de Ida que está cercana, y también porque desde allí podían hacer la guerra muy sin peligro a los de la próxima isla de Lesbos y asimismo tomar y destruir los lugares de los eolos, que estaban en tierra firme.
En este mismo verano los atenienses enviaron sesenta naves y en ellas dos mil hombres de a pie y algunos de a caballo y los aliados milesios y de otros pueblos, a las órdenes de Nicias, hijo de Nicérato, de Nicóstrato, hijo de Diítrefes, y de Antocles, hijo de Tolmeo, para hacer la guerra a los de Citera. Es Citera una isla frente a Laconia, de la parte de Malea, habitada por lacedemonios, los cuales enviaban allí cada año sus gobernadores y tenían en ella gente de guarnición para guardarla, pues la apreciaban mucho por ser feria y mercado para las mercaderías que venían por mar de Egipto y de Libia, y también porque impedía robar la costa de Laconia, por su situación entre el mar de Sicilia y el de Creta.
Al arribar los atenienses a esta isla con diez naves y dos mil milesios, tomaron una ciudad a la orilla del mar, llamada Escandea. La armada restante fue por la costa hacia donde está la ciudad de Malea y se dirigió a una ciudad principal, que está junto al mar, llamada Citera, donde halló a los citerenses todos en armas esperándoles fuera de la población. Acometiéronles, y después de defenderse gran rato, les hicieron retirarse a la parte más alta de la ciudad, rindiéndose en seguida a Nicias y a los otros capitanes atenienses, con condición de que les salvasen las vidas. Antes de entregarse, algunos conferenciaron con Nicias para ordenar las cosas que habían de hacer a fin de que el convenio se ejecutase más pronto y seguramente.
Ganada la ciudad, los atenienses trasladaron todos los griegos a habitar en otra parte, porque eran lacedemonios y también porque la isla estaba frente a la costa de Laconia.
Después de tomar la ciudad de Escandea, que es puerto de mar, y de poner guarnición en Citera, navegaron hacia Asina y Helos y otros lugares marítimos, donde saltaron en tierra e hicieron mucho daño durante siete días.
Los lacedemonios, viendo que los atenienses tenían a Citera y temiendo les acometiesen desde allí, no quisieron enviar gruesa armada a parte alguna contra sus enemigos, sino que repartieron su gente de guerra en diversos lugares de su tierra que les pareció tener más necesidad de defensa y también porque algunos de éstos no se rebelasen considerando la gran pérdida de su gente en la isla junto a Pilos, la pérdida de Pilos y de Citera y la guerra que les habían movido por todas partes, cogiéndoles desprovistos. Para esto tomaron a sueldo, contra su costumbre, trescientos hombres de a caballo y cierto número de flecheros, y si en algún tiempo fueron perezosos en hacer la guerra, entonces lo fueron mucho más, excepto en aprestos marítimos, mayormente teniendo que guerrear con los atenienses, que ninguna cosa les parecía difícil sino lo que no querían emprender. Tenían además en cuenta muchos sucesos que les habían sido contrarios por desgracia y contra toda razón, temiendo sufrir alguna otra desventura como la de Pilos. Por esto no osaban acometer ninguna empresa, creyendo que la fortuna les era totalmente contraria y que todas aquellas les serían desdichadas, idea producida por no estar acostumbrados a sufrir adversa fortuna. Dejaban, pues, a los atenienses robar y destruir los lugares marítimos de sus tierras, sin moverse ni enviar socorro, dejando la defensa a los que habían puesto de guarnición y juzgándose por más débiles y flacos que los atenienses, así en gente de guerra como en el arte y práctica de la mar. Pero una compañía de su gente que estaba de guarnición en Cotirta y en Afrodisia, viendo una banda de los enemigos armados a la ligera desordenados, dieron contra ella y mataron algunos, aunque después fueron éstos socorridos por soldados de armas gruesas y cogieron bastantes de los contrarios, quitándoles las armas.
Los atenienses, después de levantar trofeo en señal de victoria en Citera, navegaron para Epidauro y Limera, y destruyeron y robaron los lugares de la costa de los epidauros. De allí partieron a Tirea, en la región llamada Cinuria, que divide la tierra de Laconia de la de Argos. A Tirea la dieron a poblar y cultivar los lacedemonios a los eginetas echados de su tierra, así por los beneficios que habían recibido de ellos cuando los terremotos, como también porque, siendo súbditos de los atenienses, siempre tuvieron el partido de los lacedemonios.
Al saber los eginetas que los atenienses habían arribado a su puerto, desampararon el muro que habían he-cho por parte de la mar y retiráronse a lo alto de la villa, que dista cerca de diez estadios, y con ellos una compañía de lacedemonios que les habían enviado para guarda de la ciudad y para que les ayudasen a hacer aquel muro. Esta compañía nunca quiso entrar en la ciudad, aunque se lo rogaron mucho los eginetas, por parecerle que correría gran peligro si se encerraba en ella. Viendo que no eran bastantes para resistir a los enemigos, se retiraron a los lugares más altos y allí estuvieron. Al poco rato los atenienses fueron con todo su poder a entrar en la ciudad de Tirea, la tomaron sin resistencia y la saquearon y quemaron, prendiendo a todos los eginetas que hallaron vivos, entre ellos a Tántalo, hijo de Patrocles, que los lacedemonios habían enviado por gobernador, aunque estaba muy mal herido, y los metieron en sus naves para llevarlos a Atenas. También llevaron con ellos algunos prisioneros que habían hecho en Citera, los cuales después fueron desterrados a las islas. A los ciudadanos que quedaron en Citera les impusieron un tributo de cuatro talentos por año; pero a los eginetas, por el odio antiguo que los atenienses les tenían, los mandaron matar a todos, y a Tántalo le pusieron en prisión con los otros lacedemonios cogidos en la isla.


VIII

En este mismo verano,[9] en Sicilia fueron hechas treguas primeramente entre los habitantes de Camarina y los de Gela, y poco después todas las ciudades de la isla enviaron embajadores para hacer convenios, y después de muchos y contrarios pareceres, porque cada uno defendía su interés particular, quejándose de los agravios que había recibido de los otros, levantóse Hermócrates, hijo de Hermón, siracusano, que era el que más les aconsejaba lo que convenía al bien de todos, y les hizo este razonamiento:
«Varones sicilianos: Yo soy natural de una ciudad de Sicilia, que ni es de las menores ni de las más trabajadas por guerras; por ello, lo que os quiero decir no es porque deba tener más miedo a la guerra que los otros, sino para representaros lo que me parece cumple al bien de toda esta tierra. Mostrar cuán triste cosa es la guerra y los males que acarrea consigo, no es fácil expresarlo con palabras, por muy largo razonamiento que se hiciese. Ninguno por ignorancia o falta de entendimiento es obligado a emprenderla, ni tampoco veo que haya quien renuncie a hacerla si piensa ganar en ella, por temor del mal que le pueda venir. Mas sucede muchas veces a los que la emprenden parecerles alcanzar más provecho que daño, y los que más consideran los peligros e inconvenientes quieren mejor aventurarse que perder cosa alguna de los bienes que poseen. Como ni unos ni otros pueden alcanzar lo que desean sino con el tiempo, me parece que las amonestaciones para la paz son útiles y provechosas a todos y más a nosotros en este momento si somos cuerdos, que si antes de ahora cada cual ha emprendido la guerra por procurar su provecho, ahora, que todos estamos metidos y revueltos en guerras civiles, debemos intentar volver a la paz, y si por esta vía no pudiere cobrar cada cual lo suyo, emprenderemos de nuevo la guerra si bien nos pareciere. Bueno es que entendamos, si somos cuerdos, que este concurso no se hace por conocer y determinar nuestras cuestiones particulares, sino para consultar en común si podremos entregar toda Sicilia a los atenienses, los cuales, a mi parecer, nos traman asechanzas y procuran sujetarnos a todos. Pensad que ellos mismos son, con su conducta, mejores consejeros de nuestra paz y amistad que mis palabras y amonestaciones, porque tienen ejército más poderoso que todos los otros griegos, el cual pasa a su salvo por mar en muy pocas naves cuando saben nuestras faltas, que están esperando y acechando continuamente y aunque vienen so color de amistad y alianza, son en verdad nuestros enemigos y sólo atienden a su interés y provecho.
»Si escogemos la guerra en vez de la paz, y llamamos en nuestra ayuda a esos atenienses, que aun no siendo llamados vienen a hacernos la guerra, cuando nos vieren trabajados con disensiones civiles y gastadas nuestras haciendas, pensarán que todos estos males redundan en provecho y aumento de su señorío, y estimándonos débiles, vendrán con más fuerzas a ponernos bajo su mando. Por ello, si somos cautos, mejor será a todos nosotros llamarlos amigos y confederados para invadir las tierras ajenas que para destruir las nuestras, sufriendo los peligros y daños consiguientes.
»Debemos considerar que las sediciones y diferencias de las ciudades de Sicilia, no solamente son dañosas para las mismas ciudades, sino también para Sicilia y para todos nosotros los moradores de ella, porque mientras pelean unas con otras, nos traman asechanzas nuestros enemigos. Teniendo todo esto en cuenta, debemos reconciliarnos y todos trabajar por salvar y libertar nuestra tierra de Sicilia, sin pensar en que algunos de nosotros son descendientes de los dorios, enemigos de los atenienses y que los calcideos, por el antiguo parentesco que tienen con los jonios, les son buenos amigos; porque los atenienses no emprendieron esta guerra por amistad con alguna parcialidad de nuestro bando, sino sólo por la codicia de nuestros bienes y haciendas. Bien se conoce en lo pronto que han acudido en ayuda de los que entre nosotros somos calcideos de nación, aunque nunca recibieron beneficios de ellos ni con ellos tuvieron amistad. No censuro a los atenienses porque procuran aumentar su señorío, mas son dignos de vituperio los que están prontos a obedecer y someterse a ellos, porque tan natural es querer mandar a los que se quieren someter como guardarse y recatarse de los que le quieren acometer. Ninguno de nosotros desconoce esto, y el que no crea que el temor común determinará común remedio, se engaña en gran manera. Puestos todos de acuerdo, fácilmente quedaremos libres de este temor, pues los atenienses no nos acometen desde su tierra, sino desde la nuestra, es decir, desde la tierra de los que los llaman en su ayuda. Por esta razón, me parece que no podremos apagar una guerra con otra guerra, sino con una paz general y común, todas nuestras discordias y diferencias sin dificultad alguna; y llamados por nosotros con justa causa, viniendo con mala intención, se volverán sir hacer nada.
»Cuanto os digo respecto a lo atenienses, todos los que os quisieren aconsejar bien lo hallarán bueno; y en lo que toca a la paz, la cual todos los hombres sensatos estiman por la mejor cosa del mundo, ¿por qué razón no la estableceremos entre nosotros? A todos nos conviene la tranquilidad; usar de nuestros bienes en sosiego y gozar de la paz sin daño ni peligro de nuestras honras y dignidades y de los otros bienes que se pueden nombrar y contar en largo razonamiento en lugar de los males que, por el contrario, podríamos tener con la guerra.
»Considerando, pues, varones sicilianos, todas estas cosas, no menospreciéis mis palabras, sino que amonestados por ellas cada cual procure mirar por su salud, y si alguno hay que espera alcanzar cosa alguna por la guerra, con razón o sin ella, mire bien no se engañe, pues sabido es que muchos, cuidando vengar sus particulares injurias, o esperando aumentar sus bienes y haciendas confiados en sus fuerzas, les sucedió todo al contrario, perdiendo unos la vida y otros la hacienda. Ni la venganza consigue siempre su objeto, aunque se haga con justa causa, ni las fuerzas y la esperanza son estables ni seguras, antes muchas veces la temeridad y locura tiene mejor efecto que la razón y aunque sea cosa en que las gentes las más veces se engañen, todavía cuando sale bien la juzgan por muy buena. Pero cuando tienen tanto temor los que acometen como los acometidos, cada cual se recata más y es lo que debemos hacer al presente, tanto por miedo a las cosas por venir, que pueden ser inciertas, como por el temor a los atenienses, que nos parecen terribles y espantosos, mirando por nuestras cosas para el tiempo venidero. Suponiendo cada cual de nosotros que lo que había pensado hacer se lo impiden estos dos inconvenientes, procuremos despedir a los enemigos de nuestra tierra. Para hacer mejor esto, ante todo debemos concluir entre nosotros una paz perpetua, o a lo menos unas treguas muy largas, remitiendo nuestras discordias y diferencias a otro tiempo.
»Tened por cierto, si queréis dar crédito a mis razones, que cada cual de nosotros, por esta vía, poseerá su ciudad en libertad, mediante lo cual estará en nuestra mano dar a quien nos haga bien o mal el pago merecido. Si no me quisiereis creer y sí escuchar a los extraños, los victoriosos se verán obligados a ser amigos de sus mayores enemigos y contrarios de aquéllos que en manera alguna deberían serlo.
»Como os dije al principio, soy natural de la ciudad más grande y más poderosa de Sicilia y que antes hace la guerra para acometer a otras que para defenderse, soy el que os aconseja que nos pongamos todos de acuerdo, temiendo los peligros venideros; que no procuremos hacer mal cada cual a su adversario, porque lo hacemos mayor a nosotros mismos y que no seamos tan locos por nuestras diferencias particulares que pensemos ser señores de nuestro propio parecer y de la fortuna, a la cual no podemos mandar, sino que la venzamos con la razón. Ha-gamos esto nosotros mismos sin esperar sufrir a los enemigos, porque no es vergüenza a un doriense ser vencido por otro dorio, ni un calcideo por otro calcideo, pues todos somos vecinos y comarcanos, habitantes de una mis-ma tierra y de una misma isla, y todos sicilianos haremos la guerra cuando fuere menester y nos concertaremos cuando nos convenga, y si somos cuerdos, de consuno echaremos a los extraños de nuestra tierra. Cuando fuéremos injuriados en particular nos defenderemos en general, pues a todos nos amenaza el peligro y en adelante nos cuidaremos de llamar aliados extraños para que vengan a reconciliarnos, ni a arreglar nuestras diferencias. Obrando así, haremos dos grandes bienes a Sicilia: uno de presente y otro venidero, librándola ahora de los atenienses y de la guerra civil, y poseyéndola en lo porvenir libre y menos sujeta a las tramas, asechanzas y traiciones que está ahora.».
De esta manera habló Hermócrates, por cuyas razones, persuadidos los sicilianos, hicieron concierto de paz entre sí con condición de que cada cual conservase lo que poseía entonces, excepto la ciudad de Morgantina, que acordaron fuese restituida por los siracusanos a los habitantes de Camarina, dándoles cierta suma de dinero por ello.
Hecho esto, los sicilianos aliados de los atenienses, que les habían llamado en su ayuda, declararon a los capitanes de éstos que habían ajustado la paz y los atenienses volvieron a Atenas.
Pesó tanto a los atenienses este suceso, que castigaron a los capitanes, desterrando a Pitódoro y a Sófocles, y condenando a Eurimedonte que pagase cierta cantidad, por sospecha de que, por su culpa, no dominaron toda la isla de Sicilia, y que por dádivas habían sido sobornados e inducidos a volverse. Tanto confiaban entonces los atenienses en su próspera fortuna, que ninguna cosa tenían por imposible, antes creían poder realizar las cosas difíciles como las fáciles con pequeña armada como con grande. Esta presunción y arrogancia las causaba el buen éxito en muchas cosas sin motivo ni razón que lo justificasen.


IX

En este verano[10] los megarenses, fatigados de la guerra con los atenienses, que todos los años hacían correrías en su tierra, como también de los robos y tropelías de algunos de sus conciudadanos echados de la ciudad por sus sediciones y refugiados en Pegas, acordaron llamar a los emigrados para evitar que la ciudad se perdiese por sus bandos, y viendo los amigos de los desterrados que la cosa se dilataba y enfriaba, hicieron nueva instancia para que se conferenciase con aquéllos. Entonces los gobernadores y personas principales de la ciudad, considerando que el pueblo no estaba para poder sufrir más largo tiempo los males y daños de estos bandos y sediciones, trataron con los capitanes atenienses, que eran Hipócrates, hijo de Arifrón, y Demóstenes, hijo de Alcítenes, para entregarles la ciudad, pensando que les sería menos perjudicial esto que recibir dentro de ella a los desterrados. Acordaron con los capitanes que primeramente tomasen la gran muralla que llega desde la ciudad hasta Nisea donde está su puerto, muralla de ocho estadios de largo, para estorbar desde allí el paso a los peloponenses que vinieran en socorro desde el punto donde tenían guarnición con este objeto, y tras esto que ganasen la fortaleza que está en lo alto de Mégara en un cerro, lo cual les parecía bien fácil de hacer.
Así acordado, prepararon las cosas necesarias de una parte y de la otra para ponerlo en ejecución, y los atenienses fueron aquella noche a una isla cercana a la ciudad, nombrada Minoa, con seiscientos hombres bien armados al mando de Hipócrates, y de allí a un foso junto al cual estaba un horno donde cocían ladrillo para reparar los muros de la villa. De la otra parte, Demóstenes se había emboscado junto al templo de Enialio, que está más cerca de la ciudad, con los soldados platenses armados a la ligera y otros aventureros, sin que persona lo supiese excepto los participantes del trato, y antes que fuese de día salieron los platenses de su emboscada para ejecutar su empresa al abrir las puertas de la ciudad, lo cual tenían concertado mucho tiempo antes con los ciudadanos que tramaban la traición. Los ciudadanos tenían costumbre, como gente que vivía de robos y latrocinios, sacar de noche, con consentimiento de los guardas de aquella muralla, un barco encima de un carro, el cual echaban en el agua del foso de la muralla y desde allí salía al mar. Antes que amaneciese y después de robar en la mar durante la noche lo que habían podido, volvían a meter el barco por la misma puerta. Hacían esto a fin de que los atenienses que tenían guarnición en la isla de Minoa no supieran los latrocinios, por no ver ningún navío en su puerto. Puesto el barco encima del carro y estando la puerta abierta, según acostumbraban cuando le metían, los atenienses salieron de su celada para apoderarse de la puerta antes que pudiesen volverla a cerrar, según había sido acordado con los de la villa cómplices en la traición, y prendieron o mataron a los que guardaban la puerta. Los platenses y los aventureros que estaban con Demóstenes fueron los primeros en ganarla y entraron por la parte donde al presente se ve puesto un trofeo en señal de victoria, echando de allí a la guarnición de los peloponenses que, oyendo el ruido, había llegado en socorro. Entretanto acudieron los atenienses, muy bien armados, siendo admitidos por los platenses sus compañeros. A la entrada, los peloponenses les resistieron con todo su poder desde lo alto en los muros, aunque por ser menos en número murieron muchos y los demás se retiraron temiendo ser presos, porque aun no era bien de día y también porque veían que algunos de la ciudad peleaban contra ellos, los participantes en la traición, y pensaban que todos los ciudadanos estaban con sus enemigos; pero más de veras lo creyeron por lo que hizo el heraldo de los atenienses de propio impulso, y fue pregonar que a todos los megarenses que se quisiesen rendir a los atenienses y dejaran las armas, les salvarían las vidas y no recibirían daño alguno en sus haciendas. Al oír los peloponenses este pregón se retiraron todos, huyendo a Nisea por suponer que los ciudadanos, como los atenienses, iban contra ellos.
Al poco rato, cerca del alba, tomada la muralla que llega hasta el puerto, hubo gran tumulto en la ciudad, porque los comprometidos en la traición decían que convenía abrir las puertas y atacar a los atenienses, en lo cual estaba de acuerdo el pueblo. La intención de los conspiradores era que los atenienses entrasen cuando las puertas fuesen abiertas, porque así lo habían acordado, y a fin de ser conocidos entre los otros y que a la entrada no se les hiciese mal ninguno, habían concertado que por señal se untarían con aceite. Parecíales muy provechoso abrir las puertas, porque se hallaban juntos cuatro mil hombres de a pie muy bien armados y seiscientos caballos atenienses que habían venido la noche antes y estaban preparados para entrar. Cuando los untados con aceite acudieron a las puertas para hacerlas abrir, uno de ellos descubrió la traición a los que nada sabían, produciéndose con esto gran tumulto, juntándose allí de todas partes de la ciudad y opinando que no se abriesen las puertas, porque tampoco otras veces lo habían hecho cuando los atenienses se presentaron delante de la ciudad, aunque entonces los ciudadanos eran más poderosos; porque no debían poner la ciudad en un peligro tan manifiesto, y que si algunos querían hacer lo contrario debían desde luego pelear contra aquellos. Decían esto sin aparentar que supiesen la traición, sino como aviso y buen consejo para evitar los daños y peligros venideros. Los que así opinaban, que eran los más, se apoderaron de las puertas e impidieron abrirlas, y por consiguiente, que los traidores ejecutaran su traición.
Viendo los atenienses que no les abrían las puertas, pensaron que debía haber algún impedimento, y conociendo que eran muy pocos para cercar la ciudad fueron contra el lugar de Nisea y le cercaron de muralla y baluarte, porque les parecía que, si podían tomarlo antes de ser socorrido, fácilmente después tomarían la ciudad de Mégara por tratos. Con este propósito hicieron venir a toda prisa maestros y obreros de Atenas, y hierro y otros materiales necesarios para la obra, y en muy poco tiempo acabaron el muro comenzándole desde la punta del que habían tomado de la parte de Mégara, y desde allí le continuaron por los dos lados de Nisea hasta dentro la mar, cercándole de foso, porque cuando unos trabajaban en el muro, otros lo hacían en los fosos. Tomaban la piedra, el ladrillo y la madera para la obra de los arrabales, cortando los árboles del rededor, y donde había falta de materiales lo henchían de tierra con estacas de madera. De las casas que estaban fuera de la villa, quitadas las techumbres, se servían como de torres y almenas. Toda esta obra la hicieron en dos días.
Viendo esto los que estaban dentro de Nisea, y también que carecían de vituallas para sostener el cerco, por-que las provisiones se las llevaban de la ciudad diariamente, considerando también que no tenían esperanza alguna de ser socorridos pronto por los peloponenses, y pensando además que todos los megarenses estaban contra ellos, capitularon con los atenienses, entregándoles las armas, yéndose con cierta suma de dinero cada uno y quedando a merced de aquéllos los lacedemonios y otros extranjeros que se hallaban dentro del lugar. De esta manera partieron los de Nisea y los atenienses, habiendo ganado el lugar y roto el muro largo que lo unía a la ciudad de Mégara, se prepararon a sitiar a ésta.
Sucedió entonces que Brasidas, hijo del lacedemonio Telide, estaba hacia Corinto y Sición reuniendo gente de Tracia, el cual, sabida la toma de los muros de Mégara y sospechando que los lacedemonios de Nisea se viesen en peligro, envió un mensaje a los beocios con toda diligencia y les mandó que de inmediato se le unieran con toda la gente que pudiesen en Tripodisco, lugar de tierra de Mégara junto al monte de Gerania. A este lugar llegó él con dos mil setecientos hoplitas de Corinto, cuatrocientos de Fliunte y seiscientos de Sición, sin contar los hombres que ya se habían concentrado. Cuando lo supo en Tripodisco, antes de que los enemigos fuesen avisados de su estancia, porque había llegado de noche, partió con cuatrocientos hombres de guerra, los mejores de su ejército, derechamente a la ciudad de Mégara, fingiendo que quería tomar el lugar de Nisea; pero su principal intento era entrar en Mégara, si podía, y fortificarla. Al llegar a las puertas de la ciudad rogó a los megarenses que le dejaran entrar, dándoles esperanza de cobrar en seguida a Nisea, pero los dos bandos de los ciudadanos temían su venida, uno por sospechar que volviera a meter a los desterrados expulsando a ellos; y los amigos de los desterrados por temor de que los otros, para impedirlo, se armasen contra ellos, y aprovechando sus diferencias los atenienses que estaban cerca, tomasen la ciudad. Todos opinaron no recibir en la ciudad a Brasidas, sino esperar a ver quién alcanzaba la victoria, los atenienses o los peloponenses; porque los parciales de cada parte se querían declarar por el vencedor.
Como Brasidas viese que no había medio de entrar en la ciudad, se retiró uniéndose a lo restante de su ejército, y el mismo día, antes de que amaneciese, se le unieron los beocios, quienes antes de recibir las cartas de Brasidas, sabida la llegada de los atenienses, habían salido con todo su poder a socorrer a los megarenses, porque tenían el peligro de éstos por común a todos, y cuando, en tierra de Platea, recibieron la carta de Brasidas, estuvieron más seguros y así enviaron mil doscientos hombres de a pie y seiscientos de a caballo de socorro a Brasidas; los demás volvieron cada cual a su casa. Brasidas reunió con ellos cerca de seis mil hombres.
Los atenienses estaban puestos en orden de batalla junto a Nisea, excepto los soldados armados a la ligera, que dispersos en los campos fueron acometidos y desbaratados por los jinetes beocios, persiguiéndoles hasta la orilla de la mar, antes que los atenienses supiesen la llegada de los beocios, porque jamás hasta entonces habían ido en socorro de los megarenses, y no sospecharon que fuesen.
Cuando los vieron salieron contra ellos y se trabó una batalla, que duró gran rato entre los de a caballo sin que se pudiese juzgar quién llevaba lo mejor de ella, aunque de la parte de los beocios fue muerto el capitán y algunos otros que se atrevieron a llegar hasta los muros de Nisea. Por esto los atenienses, después de devolverles los muertos para sepultarlos, levantaron trofeo en señal de victoria, aunque ésta quedó indecisa, retirándose los beocios a su campo y los ateniense a Nisea. Pasado esto, Brasidas escogió un lugar muy a su propósito junto a la mar y cerca de Mégara y allí asentó su campo, esperando que los atenienses le acometieran, porque le parecía que los de la ciudad estaban a la mira de quién llevaba lo mejor, y que estando allí tan cerca podrían pelear desde su campo sin acometer a los enemigos ni ponerse en peligro, y de esta suerte ganar la victoria. Respecto a los de Mégara, parecíale haber hecho demasiado, porque, de no llegar tan oportunamente, los ciudadanos no se hubieran atrevido a combatir a los atenienses, perdiendo la ciudad. Mas viendo el socorro que les había llegado y que lo atenienses no se atrevían a acometer, parecía a Brasidas que los megarenses recibirían a él y a su ejército dentro de la ciudad, y que sin derramamiento de sangre y sin peligro conseguiría el objeto a que había venido, según después aconteció, porque los atenienses, puestos en orden de batalla, permanecieron junto a los muros con la misma intención que los peloponenses de no pelear sin que les acometieran, creyendo que tenían más razón ellos que los otros para no comenzar la batalla, por haber ganado muchas victorias antes, y que si aventuraban ésta y la perdían, siendo muchos menos en número que los enemigos, sucedería, o que tomasen éstos la ciudad, o que los vencidos perdiesen la mayor parte de su ejército. También tenían por cierto que los peloponenses comenzarían la batalla, porque eran de diversas ciudades y diferentes en opiniones, no teniendo la paciencia de esperar como ellos, que eran todos atenienses. Habiendo esperado algún tiempo unos y otros, se retiraron todos, los atenienses a Nisea, y los peloponenses al lugar de donde habían partido. Viendo entonces los megarenses que eran amigos de los desterrados, que los atenienses no osaban acometer a los lacedemonios, cobraron ánimo y, con los principales de la ciudad, abrieron las puertas a Brasidas como vencedor, conferenciando con él, por lo cual los del bando contrario concibieron gran temor.
Poco tiempo después, la gente de guerra que había acudido en socorro de Brasidas, por su orden, volvieron cada cual a su tierra, y él se fue a Corinto y también los atenienses a su patria.
Los megarenses que habían sido de la conjuración para hacer venir a los atenienses, al ver que se iban y que estaban descubiertos, partieron secretamente de la ciudad, y los del bando contrario llamaron a los que estaban desterrados en Pegas, con juramento de que no conservarían memoria de las injurias pasadas, sino que todos de acuerdo mirarían por el bien de la ciudad. Pero poco tiempo después, siendo éstos elegidos gobernadores y jueces, cuando revistaron al pueblo, reconociendo las armas de los que habían sido principales parciales de los atenienses, prendieron hasta el número de ciento, y los mandaron matar por juicio del pueblo, al cual indujeron a que los condenase a muerte. De esta suerte el gobierno de la ciudad fue convertido en oligarquía, que es mando de pocos ciudadanos con el favor del pueblo, el cual estado, aunque producto de sediciones, duró mucho tiempo.


X

En este verano, habiendo los mitilenos determinado fortificar la ciudad de Antandro, dos de los tres capitanes que los atenienses enviaron para cobrar el tributo de las tierras en señorío, Demódoco y Arístides, que a la sazón se hallaban en el Helesponto, en ausencia de Lámaco, que era el tercero, el cual había partido hacia la costa del Ponto con diez navíos, celebraron consejo y parecióles que era cosa de peligro permitir a los mitilenos fortalecer a Antandro, por temer les ocurriese lo mismo que en Samos, donde los desterrados de la ciudad se habían reunido, y con ayuda de los peloponenses que les enviaron gente de mar, hacían grandes daños a los de la ciudad y muchos beneficios a los lacedemonios. Los dos capitanes partieron con su armada y gente de guerra derechamente contra Antandro, y habiendo trabado pelea con los de esta ciudad, que salieron contra ellos, los vencieron y tomaron la plaza,
Poco tiempo después, Lámaco, que partió para la costa de Ponto, entrando con su armada en el río Calete, que pasa por la tierra de los heraclenses, por súbita crecida del río que ocasionó una tempestad en las montañas, perdió todas sus naves y volvió con su gente de guerra por tierra, atravesando la región de Bitinia y de Tracia, situada en la parte del mar en Asia, hasta la ciudad de Calcedonia, a la boca del mar de Ponto, que pertenece a los megarenses.
En este verano Demóstenes, capitán de los atenienses, al partir de Mégara, fue con cuarenta naves a Naupacto para dar fin a la empresa que él e Hipócrates habían determinado hacer, juntamente con algunos beocios, que era reducir el estado y gobernación de Beocia a señorío, que es mando y gobierno de los del pueblo, como era el de Atenas, de lo cual fue principal autor Pteodoro, un ciudadano de Tebas, desterrado, y propuso ejecutarlo de esta manera:
Los beocios entregarían por traición a los atenienses una villa llamada Sifas, en término de Tespia, en el golfo de Crisa, y otros les habían de entregar la villa nombrada Queronea, tributaria de los orcomenios, con ayuda de los desterrados de la ciudad de Orcómeno, que tenían a sueldo algunos hombres de guerra peloponenses. Queronea está situada en los confines de Beocia, frente a Fanoteo, en la región de Fócide habitada en parte por focios. Los atenienses debían tomar el templo de Apolo en Delos, en tierra de Tanagra, a la parte de Eubea. Todas estas empresas se habían de ejecutar en un día señalado para que los beocios, al saber la toma de las villas y ciudades, y temiendo por su seguridad, no acudieran a socorrer a los de Delos, pareciéndoles a los atenienses que si podían cercar el templo de Delos con fuerte muro, fácilmente pondrían en peligro todo el Estado de Asia, y si no lo conseguían, a lo menos con el tiempo, teniendo gente de guarnición en las villas y lugares, recorrerían y robarían la tierra. Además, teniendo reunidos a los desterrados y otros naturales de aquella comarca, podrían enviar mayor socorro a los que allí se acogiesen; y no contando los beocios con armada bastante para defenderse y resistirles, les dominarían.
La empresa se había de poner en ejecución de este modo: Hipócrates, con infantería, debía salir de Atenas en un día señalado y entrar por tierra de Beocia, y Demóstenes, que había ido a Naupacto con cuarenta naves para reclutar gente en Acarnania y otros lugares comarcanos, volvería en el día señalado a Sifas, tomándola por la traición convenida. Demóstenes reunió gran ejército, así de los eniades como de los otros acarnanios, y aliados de los atenienses que habían acudido de todas partes, y con él fue a Salinto y Agrea, donde esperaba más gente, disponiendo las cosas necesarias para su empresa de Sifas el día señalado.
Entretanto, Brasidas, capitán de los lacedemonios, que había partido con mil y quinientos hombres de a pie para poner orden en las cosas de Tracia, al llegar a Heraclea, en la región de Traquinia, pidió a sus amigos y confederados que tenía en Tesalia que le acompañasen en aquel camino para pasar seguro. Acudieron a su llamamiento Panero de Doria, Hipolóquidas de Torilo y Estrófavo de Cálcide y algunos otros tesalios, encontrándole en Melitia, en tierra de Acaya, y le acompañaron. También se halló con ellos Nicónidas de Larisa, pariente de Perdicas, rey de Macedonia, para auxiliarle, que de otra suerte fuera imposible a Brasidas pasar por Tesalia más que en ningún otro tiempo, aunque siempre era peligroso el paso, tanto más yendo en armas, y alarmando a los de la tierra, que estaban sospechosos, y seguían el partido de los atenienses. Si Brasidas no fuera acompañado por los principales de esta tierra que tienen por costumbre gobernar los pueblos más por fuerza y rigor que por justicia y autoridad, nunca hubiera podido pasar; y aun con todo esto, se vio en harto trabajo con ellos, porque los que seguían el partido de los atenienses se pusieron delante, junto al río de Enipeo, para estorbarle el paso, diciendo que les ultrajaba queriendo pasar sin licencia y salvoconducto; a lo cual, los señores de la tierra que le acompañaban les respondían que ni Brasidas ni su gente querían pasar por fuerza y contra su voluntad; sino que habiendo llegado de pronto a donde ellos estaban con sus amigos, le debían dejar pasar, y también el mismo Brasidas les dijo que él era su amigo, que pasaba por su tierra no por ofenderles, sino para ir contra los atenienses enemigos de los lacedemonios; que no sabía por qué entre los tesalios y lacedemonios debiese haber enemistad alguna que impidiera a los unos pasar por tierra de los otros; que ni quería ni podría pasar contra su voluntad, pero que les rogaba no se lo quisiesen estorbar; y al oír estas palabras le dejaron el paso. Los que le acompañaban le aconsejaron que pasase lo más pronto posible por la tierra que le quedaba que andar, sin pararse en parte alguna, a fin de no dar tiempo a los otros vecinos de la tierra para juntarse y crearle algún obstáculo. Así lo hizo, de suerte que el mismo día que partió de Melita fue hasta Farsalos, y alojó su ejército junto a la ribera de Apidano. Desde allí fue a Facio, y después a Perrebia. En este lugar le dejaron los que le habían acompañado y se despidieron de él. Los perrebios, que son del señorío de los tesalios, le acompañaron hasta Dión, villa inmediata al monte Olimpo en Macedonia, a la parte de Tracia, sujeta al rey Perdicas.
De esta manera pasó Brasidas la tierra de Tracia, antes que ninguno se pudiese preparar para estorbarle el paso, y se unió al rey Perdicas que estaba en Calcídica, el cual y los otros tracios se habían apartado de los atenienses porque los veían prósperos y pujantes por mar y por tierra, pero temiendo ser acometidos por ellos habían pedido socorro a los peloponenses, y principalmente lo pidieron los calcideos porque temían fueran primero contra ellos, y también porque entendían que las otras ciudades comarcanas que no se habían rebelado a los atenienses les eran hostiles, a causa de haberse ellos rebelado.
Perdicas no se había declarado entonces del todo enemigo de los atenienses, pero sospechaba de ellos por sus pasadas enemistades, y por esta causa demandaba ayuda a los lacedemonios contra ellos, y también contra Arrabeo, rey de los lincestas, que deseaba sujetar.
También hubo otro motivo para que saliera el ejército del Peloponeso, y fue que, considerando los lacedemonios los desastres y desventuras que les habían ocurrido, y que los atenienses continuaban la guerra a menudo contra ellos en su tierra, les pareció que no había mejor recurso para apartarlos de estas empresas que hacer alguna contra sus amigos y confederados, sobre todo habiendo muchos que se ofrecían a pagar los gastos de la expedición, y otros que sólo esperaban la llegada de los lacedemonios para rebelarse contra los atenienses. Además, les impulsaba en gran manera el temor de que por la pérdida en la jornada de Pilos sus ilotas o esclavos se rebelasen, y para más seguridad, so color de la guerra, querían sacarlos fuera de su tierra por ser muchos y mancebos. Sospechando de ellos, mandaron pregonar que los más valientes fuesen escogidos, y les diesen esperanza de libertad, queriendo conocer sus intenciones. Fueron escogidos hasta dos mil y llevados en procesión coronados de flores a los templos, según es costumbre hacer con aquellos a quien quieren dar libertad, y poco después quitaron las vidas a todos, sin saber cómo ni de qué manera fueron muertos.
Por este mismo temor dieron a Brasidas setecientos ilotas y todos los soldados que habían sacado a sueldo del Peloponeso. El mismo Brasidas tenía ambición de hacer la campaña, y este fue el motivo principal de enviarle, como también porque los calcideos lo deseaban mucho, pues tenía fama entre todos los de Esparta de ser hombre sabio, diligente y solícito. En esta empresa adquirió gran prestigio, porque en todas las partes por donde andaba se mostró tan sabio, justiciero y político en todas sus cosas, que muchas villas y ciudades se le entregaron voluntariamente, y algunas otras tomó por su habilidad y destreza, y por traición. Los lacedemonios consiguieron lo que esperaban, a saber, recobrar muchas de sus tierras, y rebelar otras de los atenienses, manteniendo por algún tiempo la guerra fuera del Peloponeso. También después, en la guerra entre atenienses y peloponenses en Sicilia, su virtud y esfuerzo fue tan conocido y estimado, así por experiencia como por relación verdadera de otros, que muchos de ellos que seguían el partido de los atenienses deseaban dejarlo y tomar el de los peloponenses, porque viendo la rectitud y bondad que resplandecían en él, presumían que todos los demás lacedemonios le eran semejantes.
Volviendo a lo que decíamos, cuando los atenienses supieron la llegada de Brasidas a Tracia, declararon ene-migo al rey Perdicas, porque tenían por cierto que había sido el instigador de la expedición, y en adelante cuidaron más de guardar las tierras de sus confederados.
Al recibir Perdicas el socorro de los peloponenses, con Brasidas los llevó juntamente con su ejército a hacer guerra contra Arrabeo hijo de Brómero, rey de los macedonios lincestas, que era vecino y muy grande enemigo suyo, queriendo conquistar el reino y echarle de él si pudiese; pero al llegar a los confines de su tierra, Brasidas le dijo que antes que comenzase la guerra quería hablarle para saber si por buenas razones le atraía a la amistad de los lacedemonios, porque el mismo Arrabeo, por un he-raldo, le había declarado que de las diferencias entre él y Perdicas quería tomarle por mediador, y atenerse a su árbitro y sentencia. También le movió a esto que los calcideos, que deseaba llevar consigo Brasidas para sus negocios propios, le amonestaban no se ocupase en una guerra tan larga y difícil por dar gusto a Perdicas, mayormente sabiendo que los mensajeros que éste envió a Lacedemonia a pedir socorro habían prometido de su parte hacer que muchos de sus vecinos se aliaran a los lacedemonios. Por todo esto Brasidas con justa causa le rogaba que tuviese por mejor arreglar aquellas diferencias particulares para el bien público de los lacedemonios y el suyo.
A Perdicas no le pareció bien, diciendo que no había llamado a Brasidas para que fuese juez de sus causas y diferencias, sino para que le ayudase a destruir a sus enemigos, los que él le señalase, y que Brasidas le hacía gran perjuicio queriendo favorecer a Arrabeo contra él, pues él pagaba la mitad de los gastos de aquella guerra. No obstante, Brasidas, contra la voluntad de Perdicas, habló con Arrabeo y le persuadió con buenas razones a que se retirara con su ejército, por lo cual Perdicas, en adelante, en lugar de pagar la mitad de los gastos del ejército, pagó sólo la tercera parte, teniendo por cierto que Brasidas le había ofendido en lo de Arrabeo.


XI

Después de esto, en el mismo verano[11] antes de las vendimias, Brasidas, con los calcideos que tenía consigo, fue a hacer guerra contra los de la ciudad de Acanto, colonia y pueblo de los andrios, cuyos ciudadanos tenían grandes bandos y estaban en gran porfía de si le recibirían o no en la ciudad, los del partido de los calcideos de una parte, y los del pueblo de otra. Mas por estar los frutos aún por coger en los campos y por temor de que fuesen destruidos, los del pueblo, a persuasión de Brasidas, consintieron que entrase en la ciudad solo y hablase lo que quisiese, y que después de oírlo determinarían lo que bien les pareciese. Entró, fue al Senado, donde los del pueblo estaban en ayuntamiento, y pronunció delante de todos un discurso muy bueno, como él sabía hacerlo, por ser lacedemonio sabio y prudente, hablando de esta manera:
«Varones acantinos, la causa de que yo con este ejército que veis hayamos sido aquí enviados por los lacedemonios, es la misma que desde el principio dijimos cuando declaramos la guerra a los atenienses, a saber, librar la Grecia de la servidumbre de éstos. Si venimos engañados con la esperanza de poderlos vencer más pronto sin que vosotros os expongáis a peligro, no se nos debe culpar, pues hasta ahora no habéis recibido daño alguno por nuestra tardanza, y venimos ahora cuando podemos para, juntamente con vosotros, destruir a los atenienses con todas nuestras fuerzas y poder. Pero me asusta ver que me cerréis las puertas donde yo, por el contrario, pensaba ser recibido con alegría, y que en gran manera desearíais mi venida, pues nosotros los lacedemonios, pensando por las cosas pasadas que hemos hecho por vosotros, venir aquí como amigos verdaderos, y que deseaban nuestra venida, tomamos esta jornada sin temor a los trabajos y peligros que arrostrábamos pasando por tan largos caminos y tierras extrañas, solamente por mostraros la buena voluntad que os tenemos.
»Si tenéis otro pensamiento contra nosotros, y queréis resistir a los que procuran vuestra libertad y la de toda Grecia, haréislo malamente, así porque impediréis vuestra propia libertad como porque daréis mal ejemplo a los otros para que no nos quieran acoger en sus tierras, y sería poco honroso a los de esta ciudad, tenidos por hombres sabios y prudentes, que viniendo yo a ellos primero que a otros, no quieran recibirme. No puedo imaginar que tengáis motivo o razón para hacerlo si no es por sospechas de que la libertad que yo os procuro es fingida y falsa, o que nosotros los lacedemonios no somos bastante poderosos para defenderos contra los atenienses si os atacan. De esto, a mi ver no debéis tener ningún temor, pues cuando yo vine en socorro de Nisea con este ejército, no osaron pelear contra mí, ni es verosímil que puedan enviar ahora aquí tan gran ejército por tierra como entonces enviaron allí por mar. En cuanto al otro punto, yo os aseguro que no fui aquí enviado de parte de los lacedemonios para hacer daño a Grecia sino para darle libertad, habiendo primeramente hecho juramento solemne en manos de los cónsules y gobernadores de los lacedemonios de dejar vivir en libertad y seguir sus leyes a todos aquellos que pudiese atraer a nuestra amistad y alianza. Por tanto, debéis saber que no vine aquí para atraeros por fuerza o engaño a nuestra parte y devoción, sino antes por el contrario, para sacaros de la servidumbre de los atenienses y ser nuestros compañeros en esta guerra contra ellos. Debéis tener, por tanto, confianza en mí, y fiar en lo que digo de que sólo para defenderos vine con todo el poder que veis.
»Si alguien pone dificultad en esto, temiendo que quiera dar el gobierno de la villa a alguno de vosotros, quiero que tenga más confianza y seguridad que los demás, porque os certifico que no he venido a provocar sedición o discordia, y me parecería no poneros en verdadera libertad, si trocando vuestra antigua forma y costumbre de vivir, quisiese sujetar el pueblo a la dominación de algunos particulares, o éstos a la sujeción del pueblo, pues sé muy bien que tal mando os sería más odioso que el de los extraños. Ni a nosotros los lacedemonios se debería agradecer el trabajo que tomáramos por vosotros, antes en lugar de la honra y gloria que esperábamos, seríamos acreedores de vituperio, y nos podrían culpar del mismo vicio de tiranía que imputamos a los atenienses, siendo más digno de reprensión en nosotros que en ellos, por lo que nos preciamos de la virtud de no emplear fraude ni engaño como ellos usan. Porque si el vicio del engaño es cosa fea y torpe en todos los hombres, mucho más lo es en los que tienen mayor dignidad y mucho más reprensible que la violencia, pues ésta se hace por virtud del poder que la fortuna da a unos sobre otros, y el engaño procede de pura malicia y sinrazón, debiendo evitarlo los que tratamos grandes negocios.
»Tampoco quiero que fiéis tanto en mis juramentos como en lo que está a vuestra vista, y que las obras correspondan a las palabras según pide la razón, y os dije al principio. Mas si, habiendo oído este discurso mío, os excusáis diciendo que no podéis hacer lo que pedimos y que nos pedís como amigos que partamos de vuestra tierra sin haceros daño, pretendiendo que no gozaréis sin perjuicio esta libertad que se debe ofrecer a los que la puedan ejercitar sin riesgo, y que ninguno ha de ser obligado a tomarla por fuerza y contra su voluntad, yo declaro delante de los dioses patrones de esta ciudad, que, habiendo venido por vuestro bien, no he podido aprovechar nada con vosotros por buenas razones; que procuraré, destruyendo vuestras tierras, obligaros a ello por fuerza, teniendo por cierto que lo hago con buena y justa causa, por dos razones: la primera, por el bien de los lacedemonios, para que no reciban, por amor a vosotros, si os dejan en el estado presente, el perjuicio del dinero que dais a los atenienses sus contrarios; y la segunda, por el bien universal de todos los griegos, a fin de que, por vosotros solos, no sean impedidos de recobrar su libertad, que si no fuese por esto, bien sabemos que no deberíamos obligar a nadie a gozar de libertad. No pretendemos dominio sobre vosotros sino solamente libraros del yugo de los atenienses. Os ofenderíamos si restituyendo a los otros en su derecho y libertad, os dejásemos solos obstinados en el mal. Por tanto, varones acantinos, tomad buen consejo en vuestros negocios y mostrad a los otros griegos el camino de recobrar su libertad ganando la gloria y honra perpetua de haber sido los primeros y principales para ello, como para evitar el daño que sufrirán vuestras haciendas, y también para dar a esa vuestra ciudad renombre glorioso como es el de independiente y libre».
Después que Brasidas pronunció este discurso al pueblo, todos los acantinos discutieron largamente sobre la materia, y al fin dieron sus votos secretos, siendo la mayor parte de opinión que se debían apartar de la alianza con los atenienses, así por las razones y persuasiones de Brasidas, como por temor de perder los bienes y ha-ciendas que tenían en los campos. Habiendo recibido primeramente juramento a Brasidas de que tenía comisión de los lacedemonios de poner en libertad a todos los que se le rindiesen y dejarles vivir conforme a sus leyes y costumbres, admitieron a él y a su ejército dentro de la ciudad, y lo mismo hicieron pocos días después los de Estagira, que es otra ciudad de los andrios.
Estas cosas fueron hechas en aquel verano.


XII

Al principio del invierno siguiente,[12] Hipócrates y Demóstenes, capitanes de los atenienses, acordaron seguir su empresa contra los beocios, yendo Demóstenes con su armada al puerto de Sifas, e Hipócrates con el ejército de Delión, según antes dijimos. Por error de cuenta en los días no llegaron el señalado a estos lugares, arribando Demóstenes a Sifas el primero con muchas naves de los acarnanios y otros aliados. Descubrió su empresa un focio de Fanoteo, llamado Nicómaco, que dio aviso a los lacedemonios, y éstos advirtieron a los beocios, todos los cuales se pusieron en armas, y antes que Hipócrates hi-ciese daño alguno en la tierra, acudieron al socorro de Sifas y Queronea. Viendo los moradores de las ciudades que habían hecho los tratos con los atenienses que la conspiración estaba descubierta, no se atrevieron a innovar cosa alguna.
Después que los beocios volvieron a sus casas, Hipócrates armó a todos los ciudadanos y moradores de Atenas y a los extranjeros que en ella había; fue directamente a Delos y puso cerco al templo de Apolo de esta manera. Primeramente hizo un gran foso en torno del circuito del templo, y un baluarte de tierra a manera de muro, plantando en él muchas estacas; además del muro construyó reparos alrededor, de ladrillo y piedra, que tomaban de las casas más cercanas. Bajo de los reparos hicieron sus torres y bastiones, de modo que no quedó nada del templo sin cercar, porque no había otro edificio alguno en torno de él, pues un claustro que antiguamente allí estaba se arruinó poco tiempo antes. El cerco lo hicieron en dos días y medio, no tardando en llegar más de tres días.
Hecho esto, el ejército se retiró ocho estadios más adentro de la tierra, como si volviera al punto de partida; los soldados armados a la ligera, que eran muchos, salieron del campamento, y todos los otros se desarmaron y estuvieron reposando en los lugares cercanos. Demóstenes con alguna gente de guerra se quedó en Delos para guardar los parapetos y acabar lo que quedaba de la obra.
En estos mismos días los beocios se juntaron en Tanagra, y dudaban si acometerían o no a los atenienses, porque de once gobernadores de la tierra que eran, diez decían que no lo debían hacer, a causa de que los atenienses aún no habían entrado en Beocia, pues el lugar donde descansaban desarmados estaba en los confines de Oropia. Pero el tebano Pagondas, uno de los gobernadores, y Ariántidas, hijo de Lisímaco, que era el principal de aquel ayuntamiento y caudillo de toda la gente de guerra, fueron de contraria opinión, sobre todo Pagondas, el cual, juzgando que era mejor probar fortuna combatiendo que esperar, arengó a todas las compañías de los beocios para que no dejasen las armas, sino que fuesen contra los atenienses y les presentaran batalla, pronunciando al efecto el siguiente discurso:
«Varones beocios, no me parece conveniente a ninguno de los que tenéis mando y gobierno pensar de veras que no debamos pelear con los atenienses si no los hallamos dentro de nuestra tierra, porque habiendo hecho sus fuertes y preparado sus municiones y reparos en Beocia, y partiendo de los lugares cercanos con intención de asolarla, no hay duda de que les debemos tener por enemigos en cualquier parte que los hallemos, pues de cualquiera que vengan declaran serlo ellos nuestros en las obras que realizan.
»Si alguno de vosotros ha opinado antes que no debemos pelear contra ellos, mude de opinión, pues se debe guardar igual respeto a los que tienen lo suyo y quieren ocupar lo ajeno, por codicia de tener más, como a los que quieren acometer a otros y les toman su tierra; y si habéis aprendido de vuestros mayores a lanzar a los enemigos de vuestra tierra de cerca o de lejos, mejor lo debéis hacer ahora contra los atenienses, que son vuestros vecinos por ser iguales a ellos, que contra los más lejanos. Que si estos atenienses procuran y trabajan por sujetar a servidumbre aun a los que están lejos de ellos, razón tenemos para exponernos a todo peligro hasta el último extremo contra los que son nuestros enemigos tan cercanos, poniendo ante los ojos el ejemplo de los eubeenses y de una parte de la Grecia, viendo cómo a todos éstos han sujetado, y considerando que si los otros vecinos contienden sobre los límites y términos, para nosotros, si somos vencidos, no habrá término ni lindero alguno en toda nuestra tierra, que si entran en ella por fuerza hay peligro de que toda la ocupen mejor que la de los otros vecinos, por ser más cercanos. La costumbre de los que confiados en sus fuerzas hacen guerra a sus vecinos como al presente los atenienses, es acometer antes a los que están en reposo y sólo procuran defender su tierra, que a los que son bastantes para oponérseles cuando les quieren atacar, y también si ven ocasión para ello comenzar la guerra, según lo sabemos por experiencia, porque después que los vencimos en la jornada de Queronea, cuando ocupaban nuestro país por nuestra sediciones y discordias, siempre hemos poseído esta tierra de Beocia segura y en paz. De ello debemos tener memoria los que somos de aquel tiempo; siendo ahora como entonces, y los más jóvenes, hijos y descendientes de aquellos varones buenos y esforzados, procurar corresponder a sus virtudes y no dejar perder la gloria y honra que ganaron sus antepasados.
»Tengamos además confianza en que nos será propicio el dios cuyo templo con gran desacato han cercado, y consideremos que los sacrificios hechos nos dan esperanza cierta de victoria. Trabajemos, pues, para demostrar a los atenienses que si han ganado por fuerza alguna cosa de las que codiciaban, fue contra gente que no sabía ni podía defenderse; mas cuando emprendieron algo contra los que están acostumbrados por su virtud y esfuerzo a defender su tierra y libertad, y a no querer quitar injustamente la libertad a los otros, no lo han logrado sin pelear.»
Con estas razones persuadió Pagondas a los beocios para que fuesen contra los atenienses, y en seguida levantó su campo yendo en su busca, aunque era avanzado el día, y asentó el real cerca del campo enemigo junto a un pequeño cerro que estaba en medio e impedía se vieran unos a otros; allí puso su gente en orden de batalla para combatir a los atenienses.
Volvamos a Hipócrates que había quedado en Delos y que, avisado de que los beocios habían salido con gran ímpetu del pueblo, mandó a los suyos que saliesen al campo, se armasen y tuviesen todo dispuesto. Poco después llegó él con toda su gente, excepto trescientos hombres de armas que dejó en Delos para guarda de los reparos y para que acudiesen en socorro del otro ejército, si fuese menester, al tiempo de la batalla.
Los beocios enviaron delante algunos corredores para perturbar el orden de los atenienses, subieron a lo alto de la montaña y pusiéronse a vista de todos ellos, apercibidos al combate. Eran en junto siete mil hoplitas bien armados de gruesas armas, más de diez mil armados a la ligera y cerca de mil quinientos de a caballo. Tenían ordenadas sus tropas de esta manera: la infantería, a saber, los tebanos y sus aliados en la derecha, en medio estaban las gentes de Haliarto, Coronea, Copais y otros ribereños del lago. Los soldados de Tespias, Tanagra y Orcómeno ocupaban la izquierda, y en ambos extremos los de a caballo de los soldados armados a la ligera con lanza y escudo, en cada ala veinticinco, y los restantes, según se hallaron por suerte.
Los atenienses tenían puesta su gente en este orden: los hombres de a pie, bien armados, en lo cual eran iguales a los enemigos, hicieron un escuadrón espeso de ocho hombres por hileras, y con ellos venían los de a caballo, pues soldados armados a la ligera no los tenían por entonces ni en su ejército ni en la ciudad; porque los que al principio fueron con ellos en esta empresa, que eran mucho más en número que los contrarios, aunque gran parte sin armas, por ser los más labradores cogidos en el campo y extranjeros, volvieron pronto a sus casas y no se hallaron en el campo sino muy pocos.
Puestos todos en orden de batalla de ambas partes y esperando la señal para el ataque, Hipócrates, capitán de los atenienses que llegó en aquel momento, arengó a los suyos de esta manera:
«Varones atenienses, para hombres esforzados y ani-mosos como vosotros, no hay necesidad de largo discurso, sino que bastan pocas palabras, más por traeros a la memoria quién sois, que por mandaros lo que habéis de hacer. No imaginéis que con causa injusta venís a poneros en peligro en tierra ajena; porque la guerra que ha-cemos en ésta es por seguridad de la nuestra, y si somos vencedores, no volverán jamás los peloponenses a acometernos en nuestro territorio, viéndose sin caballería, de que siempre los proveen estos beocios. Así, pues, ganando con una batalla esta tierra, libraréis la vuestra de males y daños en adelante. Entrad con esforzado ánimo en la batalla como es digno y conveniente a la patria que cada cual de vosotros se gloría y alaba de que sea la señora de toda Grecia, imitando la virtud y el valor de vuestros antepasados que antaño desafiaron con Mirónides a estos mismos enemigos en Enófita y se apoderaron de Beocia.»
Con estas razones iba Hipócrates amonestando a su gente, rodeándolos conforme iban puestos en orden y apercibidos para pelear, hasta que llegó en medio de ellos.
Los beocios, por orden de Pagondas, dieron la señal para comenzar la batalla tocando sus trompetas y clarines, y en tropel descendieron todos de la montaña con grande ímpetu. Al ver el ataque Hipócrates, hizo también marchar a los suyos y que les saliesen delante a buen trote, siendo los primeros en el encuentro. Y aunque los postreros no pudieron llegar tan pronto a herir, fueron tan trabajados como los otros por causa de los arroyos que tenían que pasar. Trabada la batalla, todos peleaban fuertemente, defendiéndose a pie quedo, amparados con sus escudos y rodelas; la izquierda de los beocios fue rota y dispersada por los atenienses, hasta los del centro pasaron adelante para batir a los tespios que estaban enfrente de ellos, y del primer encuentro mataron muchos. Quedaron todos cerrados en un escuadrón, unos contra otros, hiriendo y matando a los tespios, que se defendían valerosamente. En este encuentro resultaron muchos atenienses muertos por sus mismos compañeros, porque, queriendo cercar y atajar a los enemigos, se metían en medio de ellos y se mezclaban los unos con los otros, de manera que no se podían conocer. La izquierda de los beocios fue, pues, vencida y desbaratada por los atenienses, y los que se salvaron se acogieron a la derecha, en la cual venían los tebanos que peleaban valerosamente, de tal manera, que rompieron a los atenienses dispersándolos y siguiéndoles al alcance por algún rato. En esta situación, aconteció que dos compañías de gente de a caballo que Pagondas había enviado en ayuda de la izquierda, cargaron, cubiertas por un cerro, con gran furia, y cuando llegaron a vista de los atenienses que seguían al alcance de los fugitivos, creyendo éstos que aquel era nuevo socorro que acudía a los beocios, cobraron tanto miedo que se pusieron en huida, y lo mismo hicieron los otros atenienses, así de una parte como de la otra, unos hacia la mar por la parte de Delos, otros hacia tierra de Oropo, otros hacia el monte Parnete y otros a diversos lugares donde esperaban poderse salvar. Muchos de ellos fueron muertos por los beocios, sobre todo por los de a caballo, así de la gente de la tierra como de los locros, que al tiempo de la batalla acudieron en su ayuda hasta que llegó la noche que los separó, siendo ésta causa de que se salvaran muchos.
Al día siguiente, los que llegaron a Oropo y Delos dejaron allí gente de guarnición, y volvieron por mar a sus casas.
Los beocios, por memoria de esta victoria, levantaron un trofeo en el mismo lugar donde había sido la batalla. Después enterraron sus muertos, despojaron a los enemigos, y, dejando allí alguna gente de guarda, partieron para Tanagra, donde dispusieron las cosas necesarias para ir en busca de los atenienses que estaban en Delos, a los cuales enviaron primero un heraldo, quien encontrando en el camino al de los atenienses, que iba a pedir sus muertos, le dijo que no pasase adelante y fuera con él, porque no harían nada de lo que iba a pedir hasta que él volviera, y así lo hizo. Al llegar el heraldo de los beocios donde estaban los atenienses, díjoles el mensaje que traía, que era asegurarles que habían obrado injustamente y traspasado las leyes humanas de los griegos, por las cuales está prohibido a todos los que entran en la tierra de otros tocar los templos; que no obstante esto, los atenienses habían cercado el templo de Delos, y metido dentro su gente de guerra, violándolo y haciendo en él todas las profanaciones que se acostumbraban a hacer fuera de él; que habían tomado el agua consagrada, no siendo lícito tocarla a otros que a los sacerdotes para los sacrificios, y la empleaban y se servían de ella para otros usos, por lo cual les requerían, así de parte del dios Apolo como de la suya, llamando e invocando para esto todos los dioses que tienen en guarda aquel lugar, y principalmente tomando al dios Apolo por testigo, que partiesen de aquel sitio con todo su bagaje.
Los atenienses dijeron a esto que darían la respuesta a los beocios por medio del heraldo que les enviarían. Éste les respondió de su parte que no habían hecho cosa ilícita ni profana en el templo, ni la harían en adelante, si no fuesen obligados a ello, porque no habían ido con tal intención sino para hacer guerra contra los que quisiesen ofender al templo, lo que les era lícito por las leyes de Grecia conforme a las cuales es permitido que los que tienen el mando y señorío de alguna tierra, sea grande o pequeña, tengan asimismo en su poder los templos para hacer continuar los sacrificios y ceremonias acostumbradas en cuanto fuere posible; y que siguiendo estas leyes, los mismos beocios y los otros griegos cuando han ganado alguna tierra o lugar por guerra, y echando de ella a los moradores, tienen los templos que antes eran de los habitantes por suyos propios; por tanto, los atenienses ejercerían este derecho en aquella tierra que deseaban poseer como suya. En cuanto a lo del agua del templo, dijeron que si la habían tomado, no fue por desacato a la religión, sino que, yendo allí para vengarse de los que les habían talado su tierra, fueron obligados por necesidad a tomar el agua para los usos necesarios, y que, por derecho de guerra, a los que se ven en algún apuro es justo y conveniente que Dios les perdone lo que hacen, porque en tal caso hay recurso a los dioses y a sus aras para alcanzar perdón de los yerros que no se cometen voluntariamente, y son estimados por malos y pecadores a los dioses los que yerran y pecan por su voluntad y a sabiendas, no los que hacen alguna cosa por necesidad. Decían también que eran mucho más impíos y malos para con los dioses los que por dar los cuerpos de los muertos quieren adquirir los templos, que los que forzados contra su voluntad toman de éstos las cosas necesarias para sus usos, siendo lícito tomarlas. Asimismo, les declararon que no partirían de la tierra de Beocia porque pretendían estar donde estaban con buen derecho, y no por fuerza; por tanto, pedían mandasen darles sus muertos, según su derecho y costumbre de Grecia.
A esta demanda respondieron los beocios que si los atenienses entendían estar en tierra de Beocia, partiesen en paz de ella con todas sus cosas; y si pretendían estar en su propia tierra, ellos sabían bien lo que habían de hacer, pues la tierra de Oropo, donde habían sido muertos, era de la jurisdicción de los atenienses, por lo cual, no teniendo los beocios sus muertos contra su voluntad, no estaban obligados a devolvérselos; antes era más razonable que partiesen de su tierra, y entonces les darían lo que demandaban. Con esta respuesta partió el heraldo de los atenienses, sin convenir cosa alguna.
Poco después los beocios mandaron ir del seno de Melide algunos tiradores y honderos con dos mil infantes muy buenos, que los corintios les habían enviado después de la batalla, y alguna otra gente de socorro de los peloponenses, que era la que había vuelto de Nisea con los megarenses. Con este ejército partieron de allí y asentaron su campo delante de Delos, donde trabajaron por combatir los fuertes y reparos de los atenienses con diversos ingenios y artefactos de guerra y, entre otros, con uno que fue causa de la toma de Delos, el cual estaba hecho de esta manera.
Aserraron por la mitad a lo largo una viga, la acanalaron por dentro de manera que, juntas, formaban hueco como flauta; de uno de los extremos salía un hierro hueco y vuelto hacia abajo como pico, y de éste estaba colgado de unas cadenas un caldero de cobre lleno de brasas, de pez y de azufre. Llevando sobre ruedas esta máquina, la juntaron con el muro por la parte que casi todo estaba formado con madera y sarmientos. Puesta allí, y soplando con grandes fuelles, por el agujero del otro extremo de la viga pasó el aire por el hueco, y volviendo por el pico de hierro soplaba en el caldero, de manera que la llama grande que salía de él incendió el muro de tal modo, que no pudiendo estar en él los que le defendían, huyeron, y tomadas las defensas, entraron los beocios en la ciudad, prendieron cerca de doscientos de los que la defendían y mataron a muchos; los demás se salvaron acogiéndose a las nave que estaban en el puerto. Así recobraron el templo de Delos diez y siete días después de la batalla. Poco tiempo después volvió el heraldo de los atenienses, que no sabía nada de esta presa, para pedirles a los beocios los muertos, y se los dieron, sin hablarle más de lo que le habían dicho la primera vez.
Fueron los que hallaron muertos, así en la batalla como en la toma de Delos de parte de los beocios cerca de quinientos y, de la de los atenienses cerca de mil, y entre otros Hipócrates, uno de sus capitanes, sin los soldados armados a la ligera y la gente de servicio de campo, que murieron en gran número. Después de esta batalla, Demóstenes, que había partido por mar para tomar Sifas, viendo que no podía salir con la empresa, sacó de sus naves hasta cuatrocientos hombres, así de los agrios y acarnanios como de los atenienses que tenía consigo, y con ellos arribó a tierra de Escione; mas antes que pudiesen desembarcar todos, los esciones, que se habían reunido para defender su patria, les acometieron y dispersaron e hicieron huir hasta meterlos dentro de sus naves, matando y prendiendo a muchos.


XIII

Al tiempo que pasaron estas cosas en Delos, Sitalces, rey de los odrisios, murió en una batalla contra los tribalos, a quienes había declarado la guerra, y le sucedió Seutes, hijo de Esparadoco, su hermano, tanto en el reino de los odrisios como en las otras tierras y señoríos que tenían en la región de Tracia.
En ese mismo invierno, Brasidas, con los aliados y los lacedemonios que tenía en Tracia, declaró la guerra a los de la ciudad de Anfípolis, situada en la ribera del río de Estrimonia, porque era colonia de los atenienses, la cual, antes que la poblasen, fue habitada por el mileto Aristágoras cuando vino huyendo de la persecución del rey Darío. Después fue echado de ella por los edones, y los atenienses, treinta y dos años más tarde, enviaron diez mil hombres de guerra, así de los suyos como de otros que llegaron de todas partes, los cuales fueron vencidos y dispersados por los tracios junto al lugar de Drabesco. Veintinueve años después los atenienses enviaron de nuevo su gente de guerra al mando de Hagnón, hijo de Nicias, y expulsaron a los edones, fundando la ciudad como está al presente. Llamábase antes los Nueve Caminos. El punto de partida de los atenienses con Hagnón, fue una villa que tenían en la boca del río Gión, en la cual hacían su feria y mercado. Llamáronla Anfípolis por estar cercada por dos partes de aquel río de Estrimonia, e hicieron una muralla que llegaba desde un brazo del río al otro, puesta en un lugar alto, donde tiene muy linda vista a la mar y a la tierra.
Estando Brasidas en el lugar de Arnas, ciudad de Calcídica, partió con todo su ejército y llegó a la puesta del sol a Aulón y a Bromisco por la parte en que el lago de Bolba entra en la mar, y después de cenar se puso en camino, aunque la noche era muy oscura y nevaba, caminando de manera que llegó delante de la ciudad sin que lo supieran los que estaban dentro, excepto algunos de aquellos con quien él tenía inteligencias, que eran los argilios, naturales de Andros, que habían ido a morar allí, y de otros que fueron inducidos, así por Perdicas como por los calcideos; pero los principales en estas inteligencias eran los argilios, enemigos siempre de los atenienses, y por tanto deseosos de que los peloponenses tomaran la ciudad. Tramada por éstos la traición con Brasidas, con el consentimiento de los que por entonces tenían el gobierno de la ciudad, le franquearon la entrada, y aquella misma noche, rebelándose a los atenienses, se unieron al ejército de Brasidas junto al puente que está sobre el río a muy poco trecho de la ciudad, la cual no estaba por entonces cercada de muralla como está ahora, y aunque había algunos soldados de guardia en el puente, por ser de noche, por el mal tiempo y por su rápida llegada, los rechazó fácilmente, ganó el puente y prendió a los ciudadanos que moraban en el arrabal, excepto unos pocos que, huyendo, se salvaron metiéndose en la ciudad. Su entrada alarmó a los ciudadanos, porque sospechaban unos de otros; y dicen que si Brasidas intentara tomar la ciudad, antes de dejar a su gente que se entretuviese en robar los arrabales, la tomara sin duda alguna.
Pero mientras los suyos se ocuparon en robar, los de la ciudad se aseguraron y pusieron en resistencia, de manera que Brasidas no osó proseguir su empresa, mayormente viendo que sus parciales no se alzaban por él en la ciudad ni lo podían hacer, porque los ciudadanos, que se hallaron en mayor número, impidieron que las puertas fuesen abiertas, y por consejo de Eucles, capitán de los atenienses, enviaron con toda diligencia a llamar a Tucídides, hijo de Oloro, el mismo que escribió esta historia, el cual a la sazón gobernaba por los atenienses en la isla de Tasos, colonia de Paros, distante de Anfípolis un día de camino, para que les socorriese. Sabido por Tucídides se preparó a escape, y con siete naves que por ventura estaban en el puerto, partió con intención de socorrer a Anfípolis, si no había sido tomada, y si lo había sido tomar a Eión.
Entretanto, Brasidas, que temía el socorro que fuera de Tasos por mar, y sospechaba que Tucídides, que tenía en aquel paraje a su cargo las minas de donde sacaban el oro y la plata para la moneda, por cuya causa tenía gran autoridad y amistad con los principales de la tierra, reuniese mucha gente, determinó hacer lo posible por ganar la ciudad por tratos y conciertos antes que los ciudadanos pudiesen recibir este socorro; por tanto, mandó pregonar a son de trompeta que todos los que estaban en la ciudad, fuesen ciudadanos o atenienses, permanecerían si quisiesen en su estado y libertad como antes, ni más ni menos que los del Peloponeso, y, los que no lo quisieran, pudiesen salir con sus haciendas en el término de cinco días. Oído este pregón, los más de los principales ciudadanos mudaron de parecer, entendiendo que por tal medio venían a estar en libertad, porque entonces gobernaban los atenienses la menor parte de la ciudad. Lo mismo pensaron los ciudadanos cuyos parientes y amigos fueron presos en los arrabales, que eran en gran número, temiendo que si esto no se aceptaba, sus parientes y amigos serían maltratados. También los atenienses, viendo que sin peligro podían salir con su bagaje, y que no esperaban socorro en breve, y todos los demás del pueblo, porque por este concierto quedaban fuera de peligro y se ponían en libertad de común acuerdo, aceptaron el partido a persuasión de los que tenían inteligencias con Brasidas, no pudiéndose recabar otra cosa de ellos, por más que el gobernador que entonces había allí por los atenienses les quisiese persuadir de lo contrario; de esta manera se entregó la ciudad a Brasidas.
En la noche de aquel día arribó Tucídides con sus naves a Eión, estando ya Brasidas dentro de Anfípolis, el cual hubiera ganado también la villa de Eión si la noche no sobreviniera, y aun también la tomara al amanecer del día siguiente si no hubiese llegado aquel socorro de las naves. Tucídides ordenó las cosas necesarias para defender la villa si Brasidas quisiese entrar, y también para poder acoger los de tierra firme que quisieran juntarse con él. De aquí provino que Brasidas, que había llegado a la costa con buen número de naves junto a Eión, ha-biéndose esforzado por ganar un cerro que está a la boca del río junto a la villa, para poder después tomarla por la parte de tierra, fue rechazado por mar y tierra y obligado a volver a Anfípolis para ordenar las cosas necesarias en la ciudad.
Poco tiempo después se le rindió la ciudad de Mircino, que está en tierra de los edones, porque Pitaco, rey de los edones, murió a manos de su mujer y de los hijos de Goaxis. A los pocos días se le rindieron Galepso y Esima, dos pueblos de Tasos, por intercesión de Perdicas, que llegó a la ciudad poco después de tomada.
Cuando los atenienses supieron la pérdida de la ciudad de Anfípolis se apesadumbraron mucho, porque les era muy útil, así por razón del dinero que sacaban de ella y de la madera que allí cortaban para hacer naves, como también porque, teniendo los lacedemonios el paso para ir contra los aliados de los atenienses hasta el río de Estrimón, llevados por los tesalios, que eran de su partido, no podían pasar el río a vado, porque era muy hondo, ni tampoco con barcas, porque los atenienses vigilaban el río; pero habiendo los lacedemonios ganado la ciudad, y por consiguiente, el puente del río, les era fácil atravesarlo, por lo cual los atenienses temían que sus amigos y aliados se pasasen a los lacedemonios, tanto más que Brasidas, no sólo se mostraba en todas sus cosas cortés y afable, sino que publicaba en todas partes que había ido para poner a toda la Grecia en libertad, por lo cual las otras ciudades y villas del partido de los atenienses, sabido el buen tratamiento que Brasidas hacía a los de Anfípolis y que ofrecía libertad, estaban inclinadas a apartarse de la obediencia de los atenienses, enviándole secretamente embajadores y mensajeros para hacer conciertos y tratos con él, procurando cada cual ser el primero, y pensando que nada debían temer de los atenienses, porque hacía largo tiempo que no tenían guarnición en aquellas partes y no sospechaban que su poder fuese tan grande como después conocieron por experiencia, y también porque estos tracios son gente que acostumbra a guiar sus cosas más por afición desordenada que por prudencia y razón, ponen toda su esperanza en lo que desean sin motivo alguno y lo que no quieren lo reprueban so color de razón. También fundaban su intento en la derrota que los atenienses habían sufrido en Beocia, pareciéndoles que no podrían tan pronto enviar gente de socorro a aquellas partes; pero mucho más les movían las persuasiones de Brasidas, quien les daba a entender que los atenienses no habían osado pelear con él junto Nisea, aunque no tenía entonces mayor ejército que el que ahora mandaba. Por estas razones y otras semejantes estaban muy alegres de verse en libertad bajo la protección y amparo de los lacedemonios, que por haber llegado entonces a hacer la guerra en aquella región, resolvieron seguirles y ayudarles con todo su poder.
Sabido esto por los atenienses, y considerando el peligro en que allí estaban sus cosas, enviaron apresuradamente socorro a aquellas partes para defensa y guarda de sus tierras, aunque era en tiempo de invierno. También Brasidas había escrito a los lacedemonios que le enviasen gente de socorro, y que entretanto mandaría hacer el mayor número de barcos que pudiese en el río Estrimón; pero los lacedemonios no le enviaron socorro alguno por la discordia que sobre este punto había entre los principales de la ciudad, y porque los del pueblo en general deseaban recobrar los prisioneros en Pilos y hacer treguas o paz antes que continuar la guerra.


XIV

En este invierno, los megarenses volvieron a tomar el largo muro que los atenienses les habían ganado primero y les derribaron.
Brasidas, después de la toma de Anfípolis, partió con su ejército hacia una villa llamada Acta, que está en una montaña nombrada Atos, y en la que comienza el canal Real. La montaña se prolonga hasta el mar Egeo, a la costa del cual están asentadas muchas ciudades, como son Sana, colonia de Andros, y situada junto al Canal, en la parte de la mar, enfrente de Eubea, Tiso, Cleonas, Acrotoos, Olofixo y Dión, habitadas por gentes de diversas naciones, bárbaros que usan dos lenguas, y en parte de calcideos, más principalmente de pelasgos y tirsenos que antes habitaron en Lemnos y en Atenas, y también de bisaltas, crestones y edones que moran en algunos lugares de aquella región. Todas estas ciudades se rindieron a Brasidas. Porque Sana y Dión le hicieron resistencia, robó y taló su tierra, y viendo que no las podía sujetar, partió de allí y fue derechamente contra la ciudad de Torona, en tierra de Calcídica, que tenía el partido de los atenienses; esto hizo a solicitud de algunos ciudadanos con quien tenía inteligencias, y que le habían prometido facilitarle la entrada. Caminó toda la noche, de manera que antes que amaneciese llegó al templo de Cástor y Polideuces, que dista de la ciudad cerca de tres estadios, sin que ningún ateniense de los que estaban dentro para guarda de ella lo pudiese sentir, ni menos los ciudadanos, excepto los que estaban en la conspiración, de los cuales, algunos, seguros de su venida, metieron en la ciudad siete soldados de los suyos, que no llevaban otras armas sino sus espadas; estos siete no temieron entrar sin sus compañeros, que serían hasta veinte, a quien Brasidas había encargado este hecho bajo el mando de Olinto Lisístrato. Metidos estos siete soldados en la ciudad por la muralla que está hacia la mar, subieron de pronto a una alta torre asentada sobre un collado, mataron a los que estaban para guarda de ella, y rompieron un postigo situado a la parte de Canastrón.
Entretanto, Brasidas, con su ejército, se iba acercando más a la ciudad, y para esperar el éxito de esta sorpresa envió delante cien soldados muy bien armados que estuviesen dispuestos a entrar tan pronto como viesen alguna de las puertas de la ciudad abierta, y la señal que los de dentro les habían de dar. Llegaron éstos secretamente hasta cerca de los muros, y entretanto los conspiradores de la ciudad se prepararon para, con los siete soldados, poder ganarla y que les abriesen una puerta del mercado, rompiendo las troncas. Oyendo esto los cien soldados que estaban cerca, mandaron a algunos de ellos dar una vuelta a las murallas, y metiéronlos dentro por el postigo que primero fue roto a fin de que los que no sabían nada de esta empresa, viéndose acometer súbitamente por delante y por las espaldas, fuesen más turbados, y después hicieron la señal de fuego que habían concertado con Brasidas, metiendo los que quedaban de los cien soldados por la puerta del mercado.
Cuando Brasidas vio la señal, caminó con lo restante de su ejército lo más apresuradamente que pudo hacia la ciudad, haciendo gran ruido para espantar más a los habitantes, entrando unos por las puertas que hallaron abiertas y subiendo otros por los andamios apoyados al muro, por una parte que estaba arruinado y en reparación. Cuando estuvieron todos dentro, Brasidas se dirigió a lo más alto de la ciudad, y de allí por todas las plazas y calles a fin de apoderarse de toda ella.
Viendo esto los ciudadanos que no conspiraban, procuraron salvarse lo mejor que podían, más los participantes en las inteligencias se unieron a los lacedemonios. De los atenienses que estaban en el mercado por guarda de la ciudad, que serían cincuenta soldados, unos fueron muertos estando durmiendo; otros, oyendo el ruido, se salvaron por tierra, y otros dentro de dos naves que estaban en el puerto para guarda de él, huyendo a Lecito, donde había otra guarnición de atenienses, y de pasada tomaron el castillo de una ciudad marítima que estaba en un seno del istmo o estrecho. Con ellos partieron muchos ciudadanos de Torona, los que eran más afectos a los atenienses.
Amaneció estando toda la ciudad por Brasidas, quien mandó pregonar a son de trompeta que todos los que se habían retirado con los atenienses pudiesen volver seguros, recobrar sus bienes y haciendas, y usar y gozar del derecho de ciudadanos como antes. Por otra parte, mandó a los atenienses que estaban en Lecito que saliesen, porque aquella villa pertenecía a los calcideos, permitiéndoles salir salvos con su bagaje. Pero respondieron que no saldrían, y demandaron a Brasidas un día de término para sacar sus muertos, el cual les otorgó dos, durante los cuales fortificó sus fuerzas y también los atenienses las suyas. Además, mandó reunir los ciudadanos de Torona, y les dijo casi lo mismo que a los de Acanto, a saber: que no era razón que los que habían tenido con él conciertos para meterle en la ciudad, fuesen reputados por malos ni traidores, pues que no lo habían hecho por dádivas ni dineros, ni por poner la ciudad en servidumbre sino en libertad, y por el bien y procomún de todos los ciudadanos, y asimismo que no era razón que los que no habían sido participantes de estos tratos y conciertos, fuesen por eso privados de sus bienes y haciendas, porque no había ido allí para destruir la ciudad ni perjudicar a ningún ciudadano, sino por librarles de servidumbre, y por ello había mandado decir a los que se fueron con los atenienses que podían volver a gozar como antes de sus haberes, para que todos supiesen que la amistad de los lacedemonios, cuando la probaran, no era de peor condición que la de los atenienses, y se aficionaran a seguir su partido, hallándolo por experiencia más justo y conforme a razón. Y que si al principio tenían algún temor por no haber aún experimentado la naturaleza y condiciones de los lacedemonios, ahora les rogaba fuesen en adelante sus amigos y confederados buenos y leales, porque si, después de esta amonestación, cometían alguna falta o yerro, serían culpables y dignos de castigo, lo cual no habían sido hasta entonces, sino aquellos que por fuerza les tenían en sujeción por ser más poderosos que ellos, y que si hasta la hora presente habían sido adversarios de los lacedemonios, la razón obligaba a perdonarles.
Con estas y otras palabras semejantes amonestó Brasidas a los toronenses, y cuando los dos días de las treguas pasaron, fue contra Lecito, creyendo tomarla por asalto, porque los muros eran muy flacos y en alguna parte labrados de madera; mas los atenienses se defendieron valientemente el primer día e hicieron retirar a los lacedemonios. Al siguiente, Brasidas mandó acercar un aparato para lanzar fuego dentro de la villa, cerca del muro que era de madera, y viendo esto los atenienses construyeron en seguida una torre de madera sobre el muro frente al aparato, y pusieron en ella muchos toneles llenos de agua con instrumentos para echarla, y también muchas piedras, mas por el gran número de gente que subía a la torre cayó súbitamente a tierra, y del ruido que hizo al caer, los atenienses que estaban cerca tuvieron más pesar que espanto; pero los que estaban más lejos, creyendo que la villa fuese ya tomada, huyeron hacia la mar para meterse en los navíos anclados en el puerto. Entonces Brasidas, viendo que habían desamparado el muro, les combatió por aquella parte y tomó la ciudad sin gran dificultad, matando a todos los que salieron al encuentro, aunque una parte de los atenienses se salvó dentro de los navíos y fueron a Palene.
Brasidas había mandado pregonar, antes del asalto a son de trompeta, que daría treinta minas de plata al primero que subiese al muro. Mas conociendo que la ciudad había sido tomada antes por gracia divina que por fuerzas humanas, ofreció aquella suma al templo de la diosa Palas, que estaba en aquella ciudad, y con este dinero fue reparado el templo destruido cuando se tomó la villa, con los edificios que después Brasidas reedificó. Lo restante de aquel invierno lo ocupó en fortificar las plazas que tenía y guardarlas de los enemigos.
Con el invierno, terminó el octavo año de esta guerra.


XV

A la primavera[13] los atenienses hicieron tregua con los lacedemonios por un año, pensando que durante este tiempo Brasidas no curaría de tener tratos ni inteligencias con los aliados de sus tierras para que se les revelasen, y entretanto ellos las fortificarían, y también que en este plazo podrían tratar de una paz final si les fuera conveniente.
Los lacedemonios tenían por cierto que los atenienses temiesen los inconvenientes arriba dichos, como era verdad, y que teniendo por medio de la tregua reposo y descanso de los trabajos pasados, serían más inclinados a la paz. Los de Atenas devolvieron los prisioneros que era lo que más deseaban los lacedemonios, y esperaban poder alcanzar haciendo la tregua durante el tiempo que Brasidas andaba próspero, porque mientras él continuaba la guerra y prevalecía sobre sus enemigos, no esperaban que los suyos reposasen. La tregua fue concluida en esta forma. Los atenienses presentaron por escrito los artículos que demandaban, y los lacedemonios respondieron a ellos de la manera siguiente:
«Primeramente, en cuanto al templo y Oráculo del dios Apolo, en Pitio, demandamos sea lícito a todos los que quisieren de una y otra parte ir a él sin fraude ni temor alguno para pedir consejo al Oráculo en la manera acostumbrada».
Este artículo fue aprobado por los lacedemonios y por los diputados de sus aliados que allí se hallaron, los cuales prometieron hacer su deber para que los beocios y los focios le aprobasen, y que para ello les enviarían mensajeros.
«Tocante al dinero del templo de Apolo que fue robado, queremos que se proceda contra los culpados por rigor de justicia para castigarlos según su merecido y como se acostumbra a hacer en tal caso, y que nosotros y vosotros y todos aquellos que quisiesen ser comprendidos en la tregua guardarán las ordenanzas y costumbres antiguas respecto a este artículo».
A esto respondieron los lacedemonios y sus aliados, que si la paz se hace, cada una de las partes se deba contentar con su tierra según que la posee al presente, a saber: que los términos y límites de los lacedemonios sean en los confines de Corifasión, entre Búrrade y Tomeo, y los de los atenienses en Citera, sin inmiscuirse ninguno de ellos en las alianzas de los otros.
«Item, que los de Nisea y Minoa no pasasen por el camino que va desde Pilos hasta el templo de Posidón, y desde el templo hasta el puente que va a Minoa, por cuyo camino tampoco los megarenses puedan pasar, ni menos los que están en la isla que los atenienses nuevamente han tomado.
»Item, que los unos no tengan comercio alguno de mercaderías ni otra cosa con los otros.
»Item, que los atenienses puedan usar y gozar de todo lo que poseen al presente en la ciudad de Trecén, y todas otras tierras que les quedaron por contrato a su voluntad.
»Item, que puedan ir por mar a sus tierras y a las de sus amigos y aliados a su voluntad, y que los lacedemonios no puedan navegar con naves largas a vela, sino con barcos a remo de porte de 500 talentos.
»Item, que todos los embajadores puedan ir sin impedimento ni estorbo alguno con la compañía que quisieren, así por los dominios de los peloponenses como por los de los atenienses, por mar como por tierra, para tratar de conciertos.
»Item, que no pueda ser recibido ni acogido ningún tránsfuga, siervo o libre, que se pasara de una parte a la otra.
»Item, que las diferencias que ocurriesen durante la tregua se sometan a juicio como antes de la guerra, terminando por sentencia y no por guerra».
Respondieron los lacedemonios y sus aliados que otorgaban y aprobaban todos estos artículos.
«Item, si viereis que hay alguna cosa más justa o mejor que lo que arriba es dicho, cuando volváis a Lacedemonia debáis advertírnoslo, porque los atenienses no rehusarán hacer todo lo que fuere justo y razonable».
A esto respondieron los lacedemonios y sus aliados que los embajadores que fuesen allá tendrían poder para tratar de esta materia con el cargo y autoridad que los atenienses para ello les dieren.
«Item, que estas treguas durarán un año. La firma era: Acordado por el pueblo, presidiendo la tribu acramántide; por escribano Fenipo; Nicíades asistente; Laques relator de estas treguas, las cuales sean en buen hora para el bien y pro de los atenienses, según que los lacedemonios las otorgaran, y prometen las partes guardarlas por espacio de un año entero, que comenzará a correr desde hoy, día de la fecha, a 14 del mes Elafebolión;[14] que durante estas treguas los embajadores puedan ir y venir de una parte a la otra, y hablar y tratar medios para dar fin a la guerra; que los jueces y sus lugartenientes a su requerimiento puedan juntar el Senado y los del pueblo para este efecto, y que los atenienses sean los primeros que envíen embajadores para tratar de este asunto, y a su vuelta lleven la aprobación y ratificación del pueblo de Atenas, obligándose a guardar y cumplir la tregua durante este año».
Fue tratado y acordado entre los atenienses y lacedemonios y sus aliados, y después aprobado y ratificado en Lacedemonia a doce días del mes Gerastio. Autores y componedores de estas treguas fueron: de parte de los lacedemonios, Tauro, hijo de Equetímidas; Ateneo, hijo de Periclidas, y Filócridas, hijo de Erixíladas; de la de los corintios, Eneas, hijo de Ocito, y Eufámidas, hijo de Aristónimo; de la de los sicionios, Damotino, hijo de Náucrates, y Onásimo, hijo de Menécrates; de la de los de Mégara, Nicaso, hijo de Céfalo, y Menécrates, hijo de Anfidoro; de la de los atenienses, Nicostrato, hijo de Diítrefes, que era juez; Nicias, hijo de Nicérato, y Autocles, hijo de Tolmeo. Así se ajustaron estas treguas, durante las cuales hubo muchas negociaciones por ambas partes para la paz.


XVI

En estos días, mientras se trataba de la tregua y se ratificaba el convenio, la ciudad de Escione, asentada cerca de Palene, se rebeló a los atenienses y se entregó a Brasidas, so color de que los siciones decían ser de Palene, naturales de la tierra del Peloponeso, y que sus antepasados, cuando volvieron de la guerra de Troya por mar, una tempestad les arrojó a aquellas partes y allí pararon y habitaron la tierra. Al saber Brasidas su rebelión, partió hacia ellos de noche, en un barco ligero, mandando ir por delante una nave grande, a fin de que si encontraba algún navío de guerra de enemigos más poderoso que el suyo, la nave grande le pudiese socorrer, y si se encontraba con alguna que no fuese mayor que ésta, probablemente acometería antes al barco grande que al pequeño, y durante el combate él se salvaría en el barco pequeño. Con este propósito arribó a Escione, sin encontrar ningún barco y, al llegar, reunió a los del pueblo y hablóles en la misma forma y sustancia que lo había hecho a los de Acanto y de Torona, elogiándoles mucho más que a los otros; porque aunque los atenienses hubiesen tomado a la sazón la ciudad de Palene y el estrecho del Peloponeso, y tuviesen la de Potidea y los siciones fuesen isleños, tenían, sin embargo, propósitos de ponerse en libertad y fuera de la servidumbre de los atenienses por su propias fuerzas, y sin esperar que la necesidad les diese a conocer su propio bien; por cuya osadía y magnanimidad les juzgaba hombres buenos, esforzados y suficientes para emprender otro mayor hecho que aquél, si ocurriese. Manifestó esperanzas de que serían siempre buenos y leales amigos de los lacedemonios, y siempre honrados y apreciados por éstos.
Con estas palabras y otras semejantes, alentados los de Escione cobraron más ánimo, de tal manera, que todos de un acuerdo, así los que al principio les parecía la cosa mal, como los que la hallaban buena, determinaron soportar la guerra contra los atenienses en caso que se las hicieran; y además de otras muchas honras que hicieron a Brasidas, le pusieron una corona de oro en la cabeza como a libertador de Grecia, y como a hombre privado y su amigo y bienhechor, le dieron una guirnalda de flores, y le visitaban en su residencia, cual hacen con los vencedores en alguna batalla.
Brasidas no paró mucho allí; dejándoles pequeña guarnición, volvió al punto de donde había partido, y a los pocos días fue con más grueso ejército, con intención de ganar si podía, con la ayuda de los siciones, las ciudades de Menda y Potidea antes que los atenienses fueran a socorrerlas, como sospechaba que harían. Mas habiendo ya comenzado los tratos e inteligencias para ello, antes de ponerlas en ejecución, llegaron a él en una galera, Aristónimo de parte de los atenienses, y Ateneo de la de los lacedemonios, que le notificaron la tregua, por lo cual Brasidas volvió a Torona, y los embajadores con él, y en este lugar le declararon más cumplidamente el tenor del tratado de las treguas, que fue aceptado y aprobado por todos los aliados y confederados que moraban en la Tracia. Aristónimo, aunque aprobase el contrato en todo y por todo, decía que los de Escione no estaban comprendidos en él, porque se habían rebelado después de la fecha de las treguas, lo cual contradecía Brasidas, queriendo sostener que lo hicieron antes y, en efecto, dijo que no devolvería aquella ciudad, quedando la cuestión en suspenso. Cuando Aristónimo volvió a Atenas y dijo todo lo ocurrido, los atenienses fueron de opinión de comenzar la guerra contra los siciones, y para ello dispusieron las cosas necesarias. Sabido esto por los lacedemonios, enviáronles un embajador para demostrarles que faltaban a las treguas, y que sin razón querían recobrar la ciudad de Escione, por lo que les decía Brasidas, su capitán, y que si atacaban a la ciudad, los lacedemonios y sus aliados la defenderían; pero si querían someter la cuestión a juicio, lo aceptarían satisfechos. A esto respondieron los atenienses que no querían aventurar su estado en contienda de juicio, y que estaban resueltos a ir contra los siciones lo más pronto que pudiesen, sabiendo que si los de las islas se querían rebelar, los lacedemonios no les podrían socorrer por tierra; y a la verdad, los atenienses tenían razón en este asunto, porque era cierto que la rebelión de los siciones había sido dos días después de la conclusión del tratado de treguas; por lo tanto, la mayoría del pueblo fue de opinión, siguiendo el parecer de Cleonte, de decretar la toma de la ciudad de Escione y matar a los habitantes, preparándose todos para ejecutarlo.
Entretanto, la ciudad de Menda se rebeló también a los atenienses. Esta ciudad está en tierra de Palene, habitada y fundada por los eretrienses, la cual Brasidas recibió también en amistad como las otras, persuadiéndose que lo podía hacer con buen derecho, aunque se hubiese rebelado durante el término de la tregua, pues los atenienses faltaban a ella.
La razón porque los de Menda se animaron a rebelarse, fue porque conocían la voluntad de Brasidas, tomando por ejemplo y experiencia a los siciones, a quienes no había querido desamparar, y considerando que los que habían tramado aquella rebelión, pocos en número al empezar a realizarla, habían ganado la voluntad de los más, aunque no pensaban poderlo hacer. Sabedores los atenienses de esta rebelión, se enfurecieron mucho más y preparáronse para ir a destruir ambas ciudades rebeldes; pero mientras tanto, Brasidas mandó sacar las mujeres y los niños de las ciudades y los hizo pasar a la de Olinto, en tierra de Calcídica, dejando para guarda de las ciudades quinientos soldados peloponenses y otros tantos calcideos, todos bien armados, al mando de Polidámidas, los cuales, esperando a los atenienses, trabajaban en fortificar las dos ciudades lo mejor que pudiesen.



XVII

Entretanto, Brasidas y Perdicas partieron a la guerra contra Arrabeo a tierra de Lincestro; Perdicas con un ejército de macedonios y otros griegos que habitan aquella tierra, y Brasidas con los demás peloponenses que tenía consigo, algunos calcideos y acantos, y otros de las ciudades confederadas; de manera que de gente de a pie tenían todos hasta tres mil hombres y de a caballo, entre macedonios y calcideos, cerca de mil, sin un gran número de bárbaros que les seguían.
Al llegar a los dominios de Arrabeo y saber que los lincestas habían establecido su campamento, hicieron ellos lo mismo y plantaron su campo enfrente de los contrarios, cada cual en un cerro. La infantería estaba en lo alto y la caballería en lo llano, y los caballos salieron primero a escaramuzar en un raso que estaba entre los dos cerros, comenzando el combate. Sin tardar, Brasidas y Perdicas hicieron bajar su infantería a que se uniera a la caballería para combatir a los enemigos. Viendo esto los lincestas, hicieron lo mismo y se trabó una empeñada lucha que duró gran rato, mas los lincestas fueron al fin batidos y se pusieron en huída. Muchos murieron en el combate y todos los demás se acogieron a la montaña.
Brasidas y Perdicas levantaron después trofeo en señal de victoria, y estuvieron en el campo dos o tres días esperando a los ilirios que Perdicas había cogido a sueldo para que le ayudasen. Transcurrido este término, Perdicas quería que caminasen adelante para tomar las ciudades y villas de Arrabeo; mas Brasidas, que sospechaba que la armada de los atenienses llegara entretanto y venciese a los de Menda, y viendo asimismo que los ilirios tardaban en llegar, opinó volverse. Estando en esta diferencia, tuvieron nuevas de que los ilirios les habían burlado, pasando al servicio de Arrabeo; por lo cual, temiendo su llegada porque era gente belicosa, opinaron ambos volver atrás, aunque no de acuerdo en el camino que habían de tomar; de manera que, venida la noche, se apartaron uno de otro sin resolver lo que debían de hacer. Perdicas se retiró a su campo, que estaba un poco apartado del real de Brasidas. En la noche siguiente, los macedonios y los bárbaros que estaban en el campo de Perdicas, por temor a la llegada de los ilirios, cuya fama de valientes era mucho mayor que la cosa, según suele suceder en los grandes ejércitos, partieron del campo sin pedir licencia y ocultamente, volviendo a sus casas. Aunque Perdicas al principio no supo nada de su propósito, después de determinado fueron a él y le obligaron a que partiese con ellos antes de verse con Brasidas, que tenía el campo bien lejos del suyo. Cuando Brasidas, al día siguiente por la mañana, supo que los macedonios se habían ido y que los ilirios y los de Arrabeo iban con su ejército contra él, ordenó el suyo en forma de escuadrón cuadrado, encerró a los soldados armados a la ligera en medio del escuadrón y así les mandó caminar con intención de irse retirando, y él, con trescientos infantes, los más mozos y valientes de todos, se quedó en la retaguardia para sostener el ímpetu de los corredores del campo enemigo que fuesen a dar sobre él, entretenerlos y ganar tiempo mientras la otra banda de su ejército caminaba adelante con determinación de retirarse a la postre todos; y antes que los enemigos llegasen, habló a los suyos para animarles con este breve razonamiento:
«Varones peloponenses: Si no sospechase que estáis temerosos de ver que nuestros compañeros de guerra nos han dejado solos y desamparados, y que los bárbaros, nuestros enemigos, vienen contra nosotros en gran multitud, no curaría de amonestaros y de enseñar lo que os cumple hacer, como lo hago al presente; mas porque veo que por estas dos cosas, que son grandes e importantes, estáis algo turbados, os diré brevemente lo que me parece en este caso, y es que, ante todas las cosas, os conviene mostraros valientes y animosos, no confiando tanto en la ayuda de vuestros amigos y aliados cuanto en vuestra sola virtud y esfuerzo. Y no os espante la multitud de los enemigos, pues sois nacidos y criados en una ciudad donde pocos mandan a muchos y no muchos a pocos, y el mando y autoridad lo han adquirido venciendo muchas veces en la guerra. En cuanto a estos bárbaros, que teméis por no haberlos experimentado, sabed que no son tan terribles como pensáis, lo cual podéis muy bien conocer por la prueba que hicisteis en aquellos contra quien habéis combatido en favor de los macedonios y también por la fama que comúnmente hay de ellos, y por lo que yo puedo entender por conjeturas.
»Los que piensan que aquellos contra quienes van son más fuertes y mejores guerreros que ellos, cuando conocen la verdad por experiencia, van con mayor ánimo y osadía contra ellos; por consiguiente, si los enemigos tienen alguna virtud o esfuerzo encubierto de que no seamos advertidos, les acometeremos más fuertemente y con más osadía, pero los que vienen contra nosotros podrían poner temor a gente que no los conociese, por ser tan gran multitud espantosa de ver y más horrible de oír por el ruido que hacen y los alaridos que dan y el menear y sacudir las armas, que todas son maneras de amenazas. Mas cuando vienen a combatir contra gente que no se espanta de esto no se muestran tales como parecen, pues no tienen por afrenta huir cuando se ven en aprieto como nosotros, ni saben guardar la ordenanza. Tienen por tanta honra huir como acometer, por lo cual no se debe estimar en nada su osadía, que quien tiene en su mano combatir o evitar el combate, siempre halla alguna buena excusa para salvarse. Si estos bárbaros creen más seguro espantarnos de lejos con sus voces y alaridos sin exponerse a peligro de batalla, que venir con nosotros a las manos, porque de otra suerte antes vendrían al combate que hacer todas esas amenazas, juzgad el temor que se les puede tener, grande de ver y oír, pero muy pequeño al pelear. Si sostenéis su ímpetu cuando acometan y os retiráis paso a paso en buen orden, muy pronto estaréis a salvo en lugar seguro y conoceréis por experiencia, para lo venidero, que la natural condición de estos bárbaros es dar de lejos grandes alaridos y amenazar, pero que mostrando osadía los que están dispuestos a recibirlos cuando se les acercan y combaten a la par, muestran su valentía en los pies más que en las manos, procurando huir lo más que pueden para salvarse.»
Cuando Brasidas arengó a su gente con este breve razonamiento, les mandó caminar puestos en orden de batalla y retirándose poco a poco. Viendo esto los bárbaros, les siguieron a toda prisa haciendo gran ruido y con grandes alaridos según su costumbre, pensando que huirían sus contrarios por este medio y esperando atacarles en el camino y dispersarlos. Mas cuando vieron que a sus corredores que iban a escaramuzar delante de cualquier parte del ejército, los griegos les hacían buena resistencia y que Brasidas con la banda de soldados escogidos sostenía el ímpetu de los otros que cargaban sobre ellos, se asustaron grandemente. Habiendo los griegos resistido el primer ímpetu rechazaron más fácilmente los otros, y cuando los bárbaros cesaban de acometerles iban retirándose poco a poco hacia la montaña, de tal manera, que cuando Brasidas y los que venían con él llegaron a lo llano, la banda de los bárbaros encargada de seguirles se halló atrás bien lejos de ellos, porque los otros bárbaros iban en persecución de los macedonios rezagados del ejército de Perdicas que huía y a todos los que alcanzaban fuera del tropel los mataban sin ninguna misericordia.
Entonces Brasidas, viendo que no se podían salvar sino por un paso estrecho que estaba a la entrada de la tierra de Arrabeo entre dos cerros, determinó tomarlo y los bárbaros acudieron a ocupar la entrada pensando atajarle y encerrarle allí. Mas como Brasidas comprendiese su designio, mandó a los trescientos soldados que con él estaban, que lo más pronto que pudiesen sin guardar orden, fuesen hacia uno de los cerros, el que le pareció más fuerte, y procurasen tomarlo antes que los enemigos se pudiesen reunir allí en mayor número y señorearse de él. Hiciéronlo así los soldados tan valerosamente y tan pronto, que al llegar lanzaron de él a los bárbaros que habían ya ganado la cumbre, y por este medio el resto del ejército de Brasidas pudo fácilmente ganar el paso, porque los bárbaros, viendo huir a los suyos arrojados del cerro y también que los griegos habían ya ganado el paso para salvarse, no cuidaron de seguirles más adelante.
Aquel mismo día llegó Brasidas a la ciudad de Arnisa, que era del señorío de Perdicas, y los de su ejército por despecho e ira que tenían de que los macedonios de Perdicas fueron los primeros en partir desamparándoles, al encontrar alguna yunta de bueyes o carruaje dejado en el camino, como sucede cuando se va huyendo, mayormente si es de noche, los desuncían y los mataban y tomaban lo que les parecía del bagaje.
Perdicas pudo conocer en ello que Brasidas le era enemigo, y desde entonces mudó la voluntad y afición que tenía a los lacedemonios, aunque no lo mostró del todo por temor a los atenienses, y en adelante procuró, por todos los medios que pudo, tratar con éstos y apartarse de la amistad de los peloponenses.




XVIII

Al volver Brasidas de Macedonia a Torona halló que los atenienses habían ya tomado la ciudad de Menda, y considerando que no tenía fuerzas para defender a Palene si los enemigos la combatían, quedó en Torona para guardar de ella, porque durante el tiempo que estuvo con Perdicas los atenienses habían salido para ir en ayuda de los lincestas contra Menda y Escione. Iban con cincuenta naves muy bien dispuestas, entre ellas diez de Quío, y llevaban mil hombres bien armados de su tierra, seiscientos flecheros de Tracia, otros mil soldados extranjeros y algún número de soldados armados a la ligera, siendo capitanes Nicias, hijo de Nicéstrato y Nicostrato, hijo de Diítrifes.
Partidos de Potidea, cuando llegaron cerca del templo de Posidón tomaron la vuelta de Menda. Los de la ciudad al saberlo salieron armados al campo con trescientos hombres de Escione y la gente de guarnición de los peloponenses, que serían en todos hasta setecientos, al mando de Polidámidas, y asentaron su campo sobre una montaña que les parecía lugar bien seguro. Aunque Nicias con ciento veinte soldados de Metona, sesenta atenienses de los más escogidos y todos los flecheros hizo lo posible para desalojarlos, pensando subir por algunos senderos de la montaña, fue tan maltratado a golpes que tuvo que retirarse, y Nicostrato, que también quiso subir por otra parte con el resto del ejército, fue puesto en tanto desorden que poco faltó para ser vencido y deshecho aquel día todo el ejército de los atenienses. Viendo que no habían podido rechazar a los de Menda se retiraron a su campamento que tenían delante de la ciudad, y los de Menda se refugiaron durante la noche en la ciudad.
Al día siguiente los atenienses fueron a correr la tierra de Escione, robaron todos los lugares y destruyeron los catales que había en el campo en torno de la ciudad mientras duró el día, sin que los de dentro osasen salir porque había alguna discordia entre ellos.
A la noche siguiente, los trescientos hombres de Escione que estaban dentro de Menda volvieron a sus casas. Venido el día, Nicias, con la mitad de su ejército, volvió a recorrer la tierra de Escione y Nicostrato, con lo restante, se alojó ante las puertas de la ciudad. Polidámidas reunió a los ciudadanos y cierto número de soldados peloponenses; arengó su gente de guerra y la puso en orden de batalla para salir contra los atenienses, mas uno de los de la ciudad le contradijo, diciendo que no había necesidad de salir ni combatir con ellos, lo cual excitó la ira de Polidámidas, que le hirió malamente. Viendo esto, los de la ciudad no lo pudieron sufrir más y tomaron las armas contra los peloponenses y contra los que estaban con ellos, y éstos, viendo la furia de los ciudadanos, empezaron a huir, así por temor de aquellos como de los atenienses, a quienes abrieron las puertas. Dudando los peloponenses que fuese por trato entre ellos, se retiraron los que pudieron al castillo de que se habían apoderado antes. Los atenienses entraron en la ciudad, porque Nicias había ya vuelto de su correría, y la saquearon, pretendiendo que no les habían abierto las puertas por común acuerdo y determinación de todos, sino por acaso de fortuna, o por inteligencias particulares, y aun con todo esto tuvieron los capitanes harto que hacer en impedir a los soldados que matasen a todos los que hallaban dentro. Apaciguado este ruido, los capitanes mandaron a los ciudadanos que volvieran a tomar el gobierno de la villa según antes lo tenían y que hiciesen justicia de los que habían sido causa de la rebelión.
Pasado esto, fueron a cercar a los que se habían acogido al castillo, y para ello hicieron unos muros que llegaban hasta la mar por todos lados, poniendo allí su gente de guarda para que no pudiesen salir, y después partieron con el resto del ejército hacia Escione, pero los de la ciudad les salieron al encuentro con los soldados peloponenses que tenían consigo y se alojaron sobre un cerro cerca de la muralla, porque sin tomar éste no podían buenamente poner cerco a Escione. Los atenienses les acometieron tan denodadamente que hicieron desalojar el cerro, y por esto levantaron trofeo allí en señal de victoria, después reconocieron la ciudad por todas partes con determinación de cercarla, pero estando ocupados en la obra, los peloponenses sitiados en el castillo de Menda salieron de él de noche y a pesar de los que les tenían cercados, pasaron por la parte de la mar y los más vinieron por medio del campo de los atenienses, de tal manera que se metieron en Escione. Entretanto, Perdicas, por despecho contra Brasidas, hizo tratos de paz con los capitanes atenienses, según tenía determinado desde la hora en que Brasidas partió del país de los lincestas y con una banda de tesalios que tenía consigo, de la que se había servido en la guerra pasada, porque Nicias, capitán de los atenienses, le rogó que al declararse amigo de éstos les hiciese algún servicio señalado, intentó vedar a los peloponenses la entrada en su tierra y rehusó dar paso a Iscágoras, capitán lacedemonio que traía el ejército de los peloponenses por tierra para unirse a Brasidas. Además le vedó que cogiese a sueldo ningún soldado tesalio; no obstante esto, Iscágoras, Aminias y Aristeo, enviados por los lacedemonios a Brasidas para saber el estado en que estaban sus cosas, pasaron por Tesalia y se unieron a éste con toda la gente que traían, y aunque por ordenanzas de la ciudad estaba prohibido que los que tienen cargo de guardar alguna plaza no la encomienden a otra persona, dieron la guarda de Anfípolis a Cleáridas, hijo de Cleónimo, y la de Torona a Pasitélidas, hijo de Hegesandro.
En aquel verano los tebanos derribaron el muro de Tespias, acriminándoles que tenían tratos e inteligencia con los atenienses, y aunque mucho tiempo antes lo tenían determinado, entonces les fue más fácil hacerlo, porque en la batalla que habían tenido contra los atenienses murieron casi todos los jóvenes de Tespias.
En el mismo verano se quemó el templo de la diosa Hera, en la ciudad de Argos, por culpa de Crisis, su sacerdotisa, la cual, yendo a encender una lámpara que estaba junto a la corona de la diosa, se adormeció de tal manera, que antes que recordase fue todo abrasado; por razón de lo cual, temiendo que los argivos le hiciesen algún mal, huyó de noche a Fliunte, y los argivos, siguiendo sus leyes y ordenanzas, la privaron del cargo, poniendo en su lugar otra sacerdotisa llamada Faínide, aunque Crisis había presidido en aquel templo los ocho años y medio que duraba la guerra.
Al terminar el verano, habiendo los atenienses cercado a Escione de muros por todas partes, pusieron buena guarnición en ellos y volvieron a Atenas.
El invierno siguiente pasó en paz entre atenienses y lacedemonios por causa de las treguas, mas los de Mantinea y Tegea, teniendo cada cual sus amigos y aliados en su ayuda, libraron empeñada batalla junto a Laodoción, en tierra de Oréstide, siendo la victoria incierta, porque el ala derecha de los de la una parte y de la otra fue desbaratada y puesta en fuga, por lo cual ambas partes levantaron trofeo en señal de victoria y enviaron a ofrecer los despojos que habían ganado al templo de Delfos. Hubo muchos muertos de unos y otros, y antes que se pudiese conocer quien llevaba la mejor parte, los separó la noche, quedando los de Tegea en el campo y levantando trofeo en el mismo lugar y retirándose los de Mantinea a Bucolión, levantando también su trofeo frente del de sus contrarios.
Al fin del invierno, Brasidas intentó tomar por traición la ciudad de Potidea, teniendo algunas inteligencias con los de dentro, y llegando de noche hasta la muralla preparó sus escalas para subir antes que los ciudadanos lo pudiesen oír, porque sus espías le dijeron que cuando se mudasen los centinelas, al que le cabía la guarda frente a la muralla partiría de allí para ir a otro lado, lo cual había de entender Brasidas por el sonido de una campanilla que tocaría el que estaba en guarda al mudar los centinelas. Así se hizo antes de llegar el nuevo centinela y fueron puestas las escalas, mas en el momento de escalar les oyeron los de dentro, viéndose forzados a retirarse con sus tropas aquella misma noche.
Esto ocurrió el invierno de aquel año, que fue el noveno de la guerra que escribió Tucídides.





[1] Séptimo año de la guerra del Peloponeso; tercero de la 88ª Olimpiada; 426 a.C., después del 1º de abril.
[2] Tucídides hace aquí una distinción entre espartanos y lacedemonios. Eran los primeros los ciudadanos de Esparta, donde a nadie se concedía derecho de ciudadanía, por lo cual nunca fue su número considerable y disminuía cada año.
[3] En lacedemonia había tres oficiales llamados hipagretos, elegidos por los arcontes, y cuyo trabajo consistía en reunir a la caballería.
[4] Trierarca se llamaba el que mandaba un trirreme o barco de guerra.
[5] Durante el mes de agosto.
[6] Después del 24 de septiembre.
[7] Octavo año de la guerra del Peloponeso; cuarto de la 88ª Olimpiada; 425 a.C.
[8] Llamábanse ciudades acteas las que estaban en la costa de mar.
[9] 16 de julio.
[10] Octavo año de la guerra del Peloponeso; primero de la 89ª Olimpiada; 424 a.C., después del 17 de julio.
[11] En el mes de agosto.
[12] Después del 13 de octubre.
[13] Noveno año de la guerra del Peloponeso; primero de la 89ª Olimpiada, 424 a.C., después del 24 de marzo.
[14] Diciembre.

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