viernes, 12 de enero de 2018

José Alberto Pérez Martínez Esparta Las batallas que forjaron la leyenda Batalla de Coronea, 394 a.C.

   La batalla de Coronea se enmarca dentro de la conocida como Guerra de Corinto (395-387 a.C.). Fue un conflicto de carácter interno que enfrentó de nuevo a varias ciudades de Grecia aliadas entre sí, contra Esparta. Corinto, Tebas, Argos y Atenas, decidieron unir sus fuerzas ante el creciente y cada vez más tiránico poder de Esparta sobre la hélade y aprovechando la estancia del rey Agesilao en Asia, decidieron confabularse y luchar contra su imperio. Tan pronto como las autoridades espartanas tuvieron noticia del suceso, ordenaron a Agesilao retornar de Asia a la mayor urgencia para poner fin a dicha alianza. El proyecto asiático lacedemonio quedó frustrado pero al menos, la victoria en Coronea sirvió a Esparta para prolongar una veintena de años más su hegemonía.

 

  

 Antecedentes

   Como vimos en el anterior capítulo, la victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso fue seguida por una política exterior muy activa, dirigida y gestionada por el héroe del momento, Lisandro. Al cabo de unos años y tras la muerte del rey Agis, Agesilao II fue elegido como nuevo monarca de la ciudad lacedemonia (398 a.C.) gracias a la inestimable colaboración del navarco. Este hecho redundó en una profunda amistad entre ambos que permitió continuar acrecentando el imperio espartano que habría de construirse sobre las cenizas del  extinto imperio ateniense.  Con Lisandro gestionando los nuevos territorios griegos, Agesilao tuvo noticias de que  el rey persa preparaba una gran escuadra que expulsaría a los lacedemonios del mar. Para hacer frente a tal desafío, Agesilao solicitó de los espartanos la concesión de 30 generales y consejeros espartanos, 2000 neodamodes y 6000 aliados. Aquel hecho suponía un hito sin precedentes en la historia de Esparta. Por primera vez un monarca espartano se decidía a poner un pie en Asia no sabemos si con el único fin de abortar la expedición de Tisafernes o albergando también la posibilidad de anexionar más territorios al nuevo imperio espartano. De la manera que fuere, en vista de la superioridad numérica que mostraban las tropas persas, Agesilao tuvo que valerse del engaño para contrarrestar su inferioridad, e hizo creer a Tisafernes que se dirigía a Caria con sus tropas cuando verdaderamente se estaba dirigiendo a Frigia. Cuando los soldados persas llegaron a su destino, Caria, se enteraron de que Frigia había sido invadida por Agesilao. Sin duda, aquello supuso un duro golpe para Tisafernes que vio como el monarca espartano comenzaba de una manera inmejorable su singladura en tierras asiáticas. A pesar de los prometedores comienzos que la expedición estaba dando a los espartanos, Agesilao no quiso confiarse y trató de elevar el número de soldados de su ejército. Para ello, regresó a su centro de operaciones en Éfeso y reclamó a los más acomodados que entregaran un caballo y un jinete armado con el beneplácito de quedar exentos de participar en la expedición. Y así fue como los más ricos reunieron cerca de 2000 caballeros que pasaron a engrosar las filas de Agesilao. Su siguiente destino sería Lidia. Mientras Tisafernes, inmerso aún en el engaño del que había sido víctima, dedujo que de nuevo el monarca espartano estaba jugando al despiste, y decía dirigirse a Lidia cuando en verdad se dirigiría a Caria, por ser éste un terreno más apto para los ejércitos de infantería y no para los abundantes en caballería. Sin embargo, Tisafernes no pudo estar más equivocado. Agesilao terminó dirigiéndose a Lidia lo que obligó a las tropas del sátrapa persa a corregir su marcha y poner rumbo a este último lugar. No obstante, la precipitación con la que hubo que reformular los planes, hizo que las tropas persas llegaran a Sardes totalmente exhaustas y poco aptas para entrar en combate. Agesilao que presumiblemente habría previsto una situación así, se apresuró a presentar combate antes de que éstas pudieran rehacerse y el resultado, como era de esperar, fue la apabullante derrota que infligió al ejército de Tisafernes. Dos derrotas tan humillantes y correlativas en el tiempo, tenían que desembocar forzosamente, en drásticas consecuencias para infortunio del sátrapa. El Gran Rey de Persia no podía tolerar semejante humillación en sus propias tierras, por lo que se apresuró a enviar a un tal Tritaustes con orden de decapitar a Tisafernes. El enviado cumplió al punto con sus exigencias.

 

   En el bando espartano, sin embargo, todo era optimismo e ilusión. El monarca había completado con éxito la misión de destruir la gran armada que contra Grecia quería enviar Tisafernes y forzar el llamamiento a la paz que el Gran Rey, por boca de Tritaustes, se vio obligado a hacer. Aquello fue síntoma de debilidad y parecía que el mismísimo imperio persa se estuviera antojando como un poderoso acicate para continuar adelante con la marcha. No había motivos para retornar a Grecia. El éxito estaba siendo rotundo y parecía que la posibilidad de que Agesilao consiguiera algo más grande que lo que pretendía inicialmente, se hizo cada vez más real. En Esparta, por el momento, se decidió distinguir a Agesilao con la navarquía, el más alto rango de la flota y así, por primera vez en la historia, un monarca espartano aunaba en su persona los cargos militares más elevados de la ciudad lacedemonia, a saber, infantería y flota.

 

   Mientras todos estos felices acontecimientos se sucedían, la amistad entre Agesilao y Lisandro comenzó a resentirse. El monarca, cansado de las lisonjas y distinciones que todo el mundo dedicaba a éste, cambió su actitud hacia su persona y se volvió más distante y estricto. Este repentino cambio de humor llamó la atención de Lisandro que no dudó en reunirse con él a fin de tratar esta cuestión. Lo único que trascendió de aquella reunión de importancia fue la caída en desgracia del otrora exitoso navarco, y su partida a Grecia a luchar contra los tebanos. Puede que a raíz de esta amarga reunión, Lisandro tramara una oscura conspiración para derribar la monarquía espartana y convertirla en una institución accesible para todo el mundo. Pero aunque así fuera, tal complot nunca llegó a ver la luz. En 395 a.C. Lisandro, encabezando una expedición lacedemonia contra los tebanos en Haliarto, fue muerto.

 

   Una vez apartada la incómoda figura de Lisandro, Agesilao se preparó para seguir acometiendo nuevas etapas de su flamante campaña en Asia. Lo siguiente que hizo fue acudir a los territorios de Farnabazo, quien en otro tiempo había ayudado a los espartanos a vencer a los atenienses y establecerse allí con sus tropas. Aquellas tierras le valieron al monarca no pocas riquezas, además de esclavos y caballos que, sin duda, engrandecieron el poderío espartano en un lugar que solo unos años antes se consideraba inaccesible e inhóspito. Su establecimiento en aquellos parajes, obligaron a Farnabazo a estar mudándose con frecuencia hasta que finalmente, optó por escribirle en virtud de la ayuda que en el pasado les había prestado. No podía comprender por qué lo trataban de aquella manera tan insidiosa, obligándole a huir constantemente de su propio país, además de talarlo y devastarlo. De aquella misiva, Farnabazo logró una entrevista con el monarca lacedemonio quien le explicó que le infligía tal tratamiento en virtud de sumisión al Gran Rey de Persia.

 

 La precipitada expiración del proyecto asiático.

 

   Preparando Agesilao lo que supondría el golpe definitivo al imperio persa, una nueva revuelta de considerables proporciones estalló en el interior de Grecia. Cuatro ciudades, Atenas, Tebas, Corinto y Argos habían decidido unir sus fuerzas para sacudir los cimientos del imperio espartano. El descontento causado por la crudeza con la que los espartanos habían tratado a los nuevos territorios griegos sometidos, había canalizado en un odio visceral hacia todo lo lacedemonio. De hecho, la amenaza se tornó tan seria que fueron los propios éforos los que decidieron enviar un emisario a Asia con un decreto que obligaba a Agesilao a abandonar el proyecto asiático y retornar a Grecia tan pronto como fuera posible.

 

  

 La batalla

   Cuando Agesilao retornó a Grecia, llegó al campo de batalla donde se le unió otra compañía lacedemonia procedente de Corinto, que vino a engrosar un ejército en el que también se hallaba ya un cuerpo de Neodamodes, más algunas tropas aliadas  de las ciudades griegas de Asia y Europa. Frente a él, las tropas aliadas de beocios, atenienses, corintios, argivos, eubeos, enianos y locrios. Según Jenofonte, el número de Peltastas era mayor en el bando de Agesilao, lo cual resulta llamativo por haber sido ésta tradicionalmente una unidad muy superficial dentro del ejército espartano. Ello nos daría una idea de la significativa mejora y modernización que el monarca espartano habría llevado a cabo en el seno del ejército lacedemonio. Tal desequilibrio no parecía existir en la caballería, donde los contendientes parece que estuvieron muy igualados. El bando espartano sumaría un total de unos 15000 hoplitas mientras que el bando aliado unos 20000.  Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Coronea, quedando la parte más cercana al Cefiso para los soldados de Agesilao y la parte del monte Helicón para los aliados. Agesilao ocupó junto a sus hombres el ala derecha de la formación, llevando así el peso del combate. En el bando aliado, los tebanos ocuparon también la derecha, dejando la izquierda para los argivos. Ambas formaciones comenzaron a marchar una contra otra de manera silenciosa. Solo cuando estaban a una corta distancia, los tebanos rompieron el silencio echándose a la carrera contra los que tenían en frente. En el ala opuesta, parte del bando que se hallaba junto a Agesilao y bajo el mando de Herípidas, puso en fuga a sus contrarios, pero los argivos, a los que correspondía luchar contra el núcleo duro comandado por el mismo monarca, decidieron huir al Helicón y evitar la más que segura derrota. Aquel gesto fue interpretado como el preludio de una fácil victoria. Sin embargo, alguien avisó de que los tebanos, en el ala contraria, habían partido en dos a los orcomenios, por lo que la formación estaba en grave peligro. Agesilao no dudó en marchar contra ellos eligiendo el medio más peligroso ya que los tebanos, viendo huir a sus aliados argivos, se forzaron a avanzar a fin de cerrar los huecos entre los suyos. Según Jenofonte, el monarca espartano prefirió “chocar” de frente contra los escudos tebanos que dejarlos avanzar y perseguirlos, lo que convirtió aquella lucha en una auténtica carnicería. Se luchó, se avanzó, se retrocedió y se murió. El propio Agesilao fue herido de gravedad en el campo de batalla y tuvo que ser retirado a fin de tratar sus heridas. Unos 80 enemigos se refugiaron en el templo de Atenea pero el monarca dio orden de no atacarlos y erigir un trofeo al día siguiente.

 

  

 Consecuencias

   Como dijimos al comienzo, la batalla de Coronea de 394 a.C. fue una batalla que se produjo en el contexto de una contienda mayor como fue la Guerra de Corinto que se prolongó hasta 387 a.C. A pesar del favorable inicio que obtuvo Esparta en esta guerra, las tropas aliadas entre las que destacaron los atenienses al mando de Ifícrates y los tebanos, lograron sin embargo, equilibrar la situación de fuerza en Grecia y concretamente, éstos últimos se erigieron como auténtico rival de Esparta no solo durante esta guerra, sino incluso más adelante hasta la batalla de Leuctra. En la misma Coronea ya dieron muestras de tener gran arrojo estando a punto de matar al rey de los espartanos. Aunque Esparta, merced de nuevo a la ayuda persa logró estabilizar la situación hegemónica en Grecia, contempló con inquietud cómo los tebanos, en especial a partir de la aparición de Epaminondas, llegaron a liderar con descaro la facción opositora a Esparta. Aunque Ageslao trató de aislarlos tras la Paz de Antálcidas en 387 a.C para infligirles un severo castigo más tarde, fracasó estrepitosamente  al tratar de someterlos continuamente. Se le llegó a reprochar el haberles enseñado a defenderse bien por haber llevado contra ellos tantas campañas de castigo. El correctivo recibido en Leuctra en 371 a.C. no vino sino a confirmar los augurios que vaticinaban un cambio de liderazgo en Grecia en favor de la ciudad beocia. Tras aquella derrota, Agesilao no solo tuvo que hacer frente a nuevas amenazas externas, sino también a algunas revueltas intestinas en la propia Esparta que, por cierto, a punto estuvo de ser ocupada por los tebanos. Aquello constituyó un hito sin precedentes. Esparta carecía de muros porque nunca había tenido a los enemigos tan cerca y el revuelo que la presencia enemiga causó en la ciudad parece haber sido grande. Sin embargo, el invierno jugó a favor de los espartanos e impidió a los tebanos cruzar el Eurotas, obligando a Epaminondas a ordenar la retirada. Pero tan solo unos años después en 362 a.C. el mismo general tebano quiso establecer definitivamente una hegemonía en Grecia bajo liderazgo de su ciudad, por lo que acudió al Peloponeso a minar la influencia espartana. Los atenienses, recelosos del creciente poder tebano decidieron cambiar de bando y unirse a Esparta para luchar contra lo que se presumía la inevitable égida beocia. Y así fue como en ese mismo año, espartanos y tebanos volvieron a enfrentarse en la batalla de Mantinea. Aunque Epaminondas puso en fuga a los espartanos, su propia muerte hizo que esta victoria no fuera completa y más que una hegemonía tebana, lo que resultó de dicha disputa fue una Grecia débil y propicia para ser conquistada por una potencia extranjera. Ésta tendría lugar unos años más tarde con la llegada del glorioso Alejandro Magno.  Tras la derrota en Mantinea, Esparta se enfrentó no solo a la consolidación de su fracaso como imperio, sino también a unas finanzas maltrechas a causa de su expansiva política militar. Como consecuencia de este hecho, Agesilao, ya anciano, se vio obligado a marchar a Egipto a cambio de dinero, apoyando una sublevación que a la larga sería la última aventura de este inveterado monarca espartano. Cuatro años más tarde, en 358 a.C. y durante la travesía que habría de llevarle de regreso a casa tras su periplo africano, Agesilao perdió la vida y con su muerte se cerró definitivamente una de las etapas más gloriosas de la historia de Esparta.

 



EPÍLOGO

 


   La batalla de Coronea  de 394 a.C. fue la última de las grandes batallas que Esparta libró en su historia. Por supuesto que más adelante, incluso en el mismo siglo IV a.C. Esparta obtuvo algunas victorias menores, pero éstas no resultaron lo suficientemente trascendentes como para ser recogidas en esta obra. De hecho, en mi opinión, la victoria en Coronea no supuso más que  la llegada a la cima de una montaña de la que ahora Esparta, tenía que comenzar a descender. A pesar de que el imperio espartano prolongó su hegemonía hasta la batalla de Leuctra de 371 a.C. la sociedad lacedemonia ya había desarrollado una metástasis letal muchos años antes. El anquilosamiento de todas sus estructuras políticas y sociales, la sempiterna escasez de dinero, la progresiva pérdida de hombres del cuerpo ciudadano y la conflictividad entre los diferentes estamentos oligárquicos, no hicieron sino debilitar desde dentro la ciudad que había logrado armar un imperio más o menos estable a la conclusión de la guerra del Peloponeso (404 a.C.). Las ansias imperialistas de Agesilao y la falta de reformas internas que hubieran flexibilizado la economía, terminaron por dar la puntilla a unos espartanos que en Leuctra no hicieron sino confirmar lo que era ya un hecho innegable: la debilidad de una ciudad que no fue capaz de consolidar el imperio heredado de la otrora grandiosa Atenas. Por este motivo, la ascendente aunque fugaz fuerza de otra ciudad griega, Tebas, con las suficientes ansias por destronar a los espartanos de su lugar de privilegio en Grecia, fue bastante para desplazar de la primera línea de la política griega a los aguerridos lacedemonios que fueron testigos de cómo, su legendario pasado quedaría borrado años más tarde y de un plumazo por la insolencia de una nueva y fulgurante fuerza de la naturaleza: la Macedonia de Alejandro Magno.

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