A la manera
macedonia» habría sido, pues, enterrado Alejandro en Menfis. Y todo hace
pensar que no solo se trató de un ritual litúrgico, sino también de un conjunto
de elementos funerarios que tenían que ver con la forma, los materiales, la
estructura y la decoración de la propia tumba. Estamos en los inicios del
proyecto político de Ptolomeo, y en este período su ejército, su Estado Mayor y
su propia reputación estaban estrechamente ligados al mundo macedonio, a las
tradiciones y a los usos que nosotros hoy llamaríamos «occidentales».Violarlos,
especialmente en presencia del ejército, era desaconsejable. Tampoco hay que
olvidar que los momentos más críticos de la empresa de Alejandro tuvieron
lugar cuando adoptó las costumbres de la corte aqueménida que el ejército y los
compañeros rechazaban total y absolutamente.
Este tipo de mentalidad se
propagaría a lo largo de los siglos y tendría un peso determinante en las
guerras civiles de la Roma tardorrepublicana en el duelo entre
Marco Antonio y
Octaviano. La carta ganadora de Octaviano fue echar mano al testamento de Marco
Antonio y leer en público el pasaje en el que declaraba querer ser enterrado
con Alejandro según los ritos de la liturgia egipcia y que dejaba herederos de
todo a los hijos que había tenido con la reina egipcia Cleopatra.
Esto le alienó
completamente el favor popular que antes le favorecía en gran parte. Ptolomeo
era demasiado astuto para caer en semejante error y, por tanto, enterró el
cuerpo de Alejandro con gran pompa tributándole un culto heroico pero no
divino, aun siguiendo los cánones del rito funerario macedonio.
Menfis era la capital histórica del
Antiguo Reino y en las cercanías se alzaba la necrópolis monumental que se
extendía por espacio de casi quince kilómetros desde la llanura de Guiza hasta
Saqqara y el desierto de Dashur, donde las más antiguas pirámides se erguían de
las arenas doradas sembradas de guijarros de alabastro abrillantados por el
viento como si fueran piedras preciosas. Las fuentes no nos dicen dónde fue
enterrado y los modernos han hecho varias suposiciones; entre ellas, una en
particular parece tener un cierto peso.1 Según esta hipótesis,
Alejandro habría sido enterrado en las proximidades del Serapeo, o sea, la catacumba
monumental de Osiris-Apis donde se conservaban las momias de cientos de bueyes
Apis, considerados la encarnación de Osiris.2
Pero ¿cómo era «la manera
macedonia»? La documentación que obra en nuestro poder es amplia y rica y se
multiplica a medida que avanza la exploración arqueológica de las necrópolis de
Macedonia.
Un hallazgo en
particular acaecido en el último cuarto del siglo pasado causó enorme sensación
y, al menos en el mundo científico, un interés quizá solo equiparable al
descubrimiento de la tumba de Tutankhamón por obra de Carter
y Carnavon el 4 de
noviembre de 1922.
Exactamente cincuenta y cinco años después, el 8 de
noviembre de 1977, el mundo entero se vio sacudido por la noticia de que el
arqueólogo griego Manolis Andronikos había descubierto en Vergina (la antigua
ligas de los reyes macedonios) la tumba de Filipo II,
el padre de Alejandro.
Era un éxito extraordinario y único que coronaba quince años de búsquedas y de
esfuerzos, y el descubrimiento se había producido casi a finales de la campaña
de excavación con los fondos ya casi agotados y la mala estación encima.
Andronikos había decidido esta vez bajar la trinchera de excavación por debajo
del nivel del suelo del siglo IV a.C. y dirigirse hacia el centro del túmulo.
Después de haber encontrado rastros de ofrendas funerarias y de pequeños
animales sacrificados, se topó primero con un muro de contención y luego con
una estructura abovedada, que sin ninguna duda pertenecía a una gran tumba de
cámara. Precisamente, la presencia en el centro de la bóveda del último bloque
de cierre, la clave de bóveda, con su argamasa de cimentación intacta, revelaba
sin sombra de duda que se trataba de una tumba inviolada.3
La emoción era incontenible. Uno de
los ayudantes de Andronikos se deslizó en el interior con una cuerda
para ver si había
espacio libre para apoyar una escalera de mano sin causar daños, tras lo cual
también el arqueólogo pudo bajar al hipogeo, el primer ser humano en tocar el
suelo después de casi veinticuatro siglos. En ese momento la emoción había dado
paso al sentido de la responsabilidad; el ambiente se había conservado tal
cual, solo la acción del tiempo había producido cambios: las armas de bronce
habían tomado un color verde a causa del óxido, la coraza de hierro estaba
corroída por la herrumbre que cubría también la ornamentación de hoja de oro (fig.
4), la Mine funeraria
reducida a briznas, el colchón pulverizado, los apliques de marfil y oro
dispersos en pequeños fragmentos, un gran escudo de ceremonia totalmente de
marfil con figuritas en bajorrelieve de exquisita factura y motivos de greca
fragmentado en muchos pedazos; un puzle minucioso y fascinante que por el
momento solo dejaba intuir la visión de la recomposición completa. Cerca de la
puerta había el revestimiento de una aljaba de oro puro repujado de evidente
impronta tracio-escita, quizá botín de guerra, quizá presente de algún jefe
vasallo del área danuviana, haces de flechas unidas aún con cintas de oro (fig.
6).
Cada movimiento en falso habría
podido comprometer una situación irrepetible y única en el mundo; cada mínimo
error habría podido tener consecuencias desastrosas.
Un par de grebas repujadas, en
bronce dorado; un grupo de vasos de plata de exquisita factura... Dondequiera
que volviese los ojos, Andronikos se encontraba
delante objetos de turbadora belleza. De golpe uno en particular llamó
su atención: una cabecita en marfil de un par de centímetros que, vista a corta
distancia, reveló ser las facciones de Filipo II, tal como aparecía en el medallón de Tasos. ¿Era
posible?
A escasa distancia, otro minúsculo
pero estupendo retrato, que casi con toda seguridad reproducía las facciones de
Alejandro. Andronikos se sintió casi desvanecer de la emoción: aunque no podía
asegurarlo aún con certeza, sentía encontrarse en la cámara sepulcral de
Filipo II
de Macedonia,
el padre de Alejandro
Magno. Y precisamente debía de haberla erigido Alejan-tiro después de que su
padre hubiese sido asesinado en 336
a .C. Enterrar a un rey era como afirmar el propio
derecho de sucesión, y lo cierto es que el joven príncipe no había perdido el
tiempo. Probablemente había asistido al encendido de la pira, había dado orden
de ejecutar el descendimiento y quizá, sin esperar siquiera .1 que la tumba
fuese sellada, había corrido al galope a Pella para presentarse ante el
ejército.
Al fondo, pegado a la pared, había
el sarcófago cubierto por una losa de piedra. Andronikos lo abrió y se quedó
estupefacto a la vista de una urna de oro macizo que llevaba en relieve la
estrella argéada de doce puntas (fig. 7). Dentro estaban los huesos quemados del rey, en
los que se había impreso el color del paño de púrpura con el que habían sido
envueltos y del vino ron el que habían sido lavados, y una corona de oro de
hojas de roble (fig. 5).
Y cuando a continuación estuvo en
condiciones de liberar la fachada del mausoleo, se encontró frente
a un friso pintado al fresco con una escena de caza sobre el telón de fondo de
un paisaje invernal. Una pintura de una belleza impresionante, obra de un gran
maestro: Filipo a caballo en actitud de traspasar a un león de una lanzada, y
en la otra parte Alejandro, al que se puede distinguir por la diadema que ceñía
su frente, y luego árboles esqueléticos por el frío intenso y un cielo líquido,
transparente, una luz glacial y vaga, una atmósfera irreal.
En el vestíbulo de la tumba había
otro sarcófago con una urna de oro semejante a la primera, pero más simple y
menos adornada. Los huesos eran los de una joven entre los veintitrés y los
veintisiete años. Andronikos la identificó con la última mujer de Filipo II,
Eurídice (Cleopatra,
en otras fuentes), a
quien la reina madre Olimpíade mandó asesinar inmediatamente después de la
muerte de Filipo. O bien una de sus mujeres «bárbaras», que habría podido ser
sacrificada junto a la tumba del marido como era su costumbre.
Una segunda tumba intacta,
encontrada a escasa distancia de la primera, contenía los restos de un jovenzuelo
entre los trece y los dieciséis años. Fue llamada por ello la «Tumba del
príncipe». La datación entre los años 315 y 310 a .C. ha hecho pensar que
podría tratarse del joven Alejandro IV, hecho asesinar por Casandro en 310 a .C. cuando contaba
catorce años.4
Las tumbas macedonias (figs.
2, 3 y 23) halladas hasta
ahora son unas sesenta, pero solo muy pocas han sido encontradas intactas y con
su ajuar in situ, y es lo que nos ha permitido identificar con
precisión el ritual de sepultura de los soberanos y las características de las
nimbas. Así pues, he aquí el ritual a la manera macedonia: una tumba de cámara,
rematada por un túmulo de tierra, una fachada que reproduce un edificio o un
templo, un vestíbulo y luego la cámara sepulcral en la que se coloca el
sarcófago con la urna cineraria. Delante de la kline funeraria, es
decir, el lecho de simposio, no necesariamente realizado para el funeral, pero
ya en uso en el palacio real, que se convertía en el diván para el banquete
eterno del difunto.
Única diferencia: el cuerpo de
Alejandro había sido embalsamado. Esta podría ser una razón que apoya la
hipótesis de que el cuerpo había sido conducido a Egipto y por eso había sido
momificado; pero el tratamiento para la conservación del cuerpo podría
explicarse por el hecho de que debía recorrer una larga distancia hasta Macedonia
y, por consiguiente,
debía ser preservado hasta que se celebrase el rito fúnebre y no fuera quemado
en la pira antes de ser sepultado en Egas en la necrópolis real. La
incineración en cada caso no es el único rito fúnebre tanto en Macedonia
como en Greda, donde no
se practicaba la inhumación del cuerpo entero más que en raras ocasiones.
Hubo un período a partir de las
excavaciones arqueológicas de principios del siglo xix en que se asociaba el
rito funerario a una etnia específica,5 pero muy pronto se vio que
la hipótesis no se sostenía y que ambos ritos eran practicados en el interior
de la misma cultura. Por otra parte, aún hoy en nuestra sociedad se practica
tanto la inhumación como la incineración sin un motivo específico.
En cualquier caso, cuando llegó a Egipto, Ptolomeo
tuvo que decidir conservarlo tal como estaba, así que se hizo famoso como el ,
«el cuerpo»; una especie de reliquia cargada de un significado ideológico
intensísimo que volvía sagrado el lugar que la albergaba y lo convertía en el
centro del mundo nuevo. Dicho esto, cabe presumir que
en Menfis se había
construido una tumba de cámara rematada por un túmulo, en cuyo interior habían
sido dispuestos el sarcófago, la Mine funeraria y las ofrendas. Pero
esa era para Alejandro solamente una sepultura provisional, aunque ilustre y
prestigiosa.
Hasta aquel momento, Ptolomeo se
había movido con extraordinario oportunismo y con excepcional habilidad. Había
burlado a Pérdicas, sustrayéndole el cuerpo de Alejandro merced a una impecable
acción de intelligence que le había permitido saber exactamente cuándo sería
trasladado el carro desde Siria hacia Damasco, donde, se supone, tomaría
dirección norte a través de las Puertas Sirias y las Puertas Cilicias. Había
desviado el rumbo del convoy después de haber convencido, por las buenas o por
las malas, a los jefes de la escolta, contando en cualquier caso con la
superioridad aplastante de su ejército. Pérdicas, por su parte, había cometido
el error de apartarse demasiado del teatro de los acontecimientos, partiendo
para una expedición en Capadocia que habría podido posponer para otro momento.
Se había mostrado demasiado inseguro
al recibir las dos propuestas de matrimonio —una por parte de Antípatro, virrey
de Macedonia,
para su hija Nicea; la otra
de la reina madre Olimpíade para Cleopatra, hermana de Alejandro—, sin calcular las
consecuencias que tendrían una y otra elección.
Después había seguido la desgraciada
expedición a Egipto, culminada con una derrota dolorosa que la espléndida victoria de su fiel aliado Éumenes
contra Antípatro no había logrado hacer cambiar de signo. Pérdicas era un
excelente combatiente, y lo había demostrado en varias ocasiones, pero era
también un alocado, cosa de la que había tenido ocasión de arrepentirse, pero
sin aprender nunca la lección. Por desgracia, Ptolomeo, que poseía todas las
cualidades de un líder —audacia, cinismo, inteligencia, sangre fría—, carecía
de lo que verdaderamente le habría vuelto grande: el corazón, el entusiasmo,
la amplitud de miras, las cualidades de Alejandro. A él le bastaba el seguro dominio de
la región más rica, más compacta, más segura, defensa del desierto y del mar.
La idea de controlar inmensos territorios, desiertos abrasadores, montañas heladas,
bosques impenetrables no solo no le decía nada, sino que incluso le repugnaba.
La idea de sofocar de continuo la turbulencia de tribus bárbaras y salvajes
anidadas en sedes inaccesibles le resultaba insoportable: lo había hecho
durante años y años siguiendo a su amigo que montaba a Bucéfalo. Había pasado
de los cuarenta, quería hacer realidad su objetivo.
Pero para dar importancia a su
territorio, es más, para dar un sentido a esa elección de alguna forma
abandonista, necesitaba un símbolo tan fuerte que nada pudiera hacerle frente,
nadie pudiera ponerlo en entredicho. El cuerpo mismo del conquistador, los
restos del más grande que había existido jamás. Ahora lo tenía. Alejandro
estaba sepultado en tierra de Egipto, justo allí donde por primera vez había
rendido honores a los dioses de ese país convirtiéndose él mismo en parte de él
a todos los efectos. Aun admitiendo que Alejandro hubiese expresado
verdaderamente el deseo de ser enterrado en Siwa, cerca del oráculo de Anión,
no habría visto satisfecho su deseo. Su cuerpo embalsamado no era menos inerte
e impotente que el muñeco con el que se decía que Ptolomeo había engañado a
Átalo, pero poseía un valor ideológico infinito. En Siwa sería olvidado o se
convertiría en objeto de un culto esporádico, oficiado por sacerdotes distraídos,
mendigadores de ofrendas. Era preciso que fuese colocado en un lugar
neurálgico y cargado de energía, en un cuerpo vivo y palpitante: la ciudad que
Alejandro mismo había fundado diez años antes y nunca más había vuelto a ver;
la ciudad de las maravillas, la perla del Mediterráneo, el lugar más
emocionante, aquel en el que todo era posible y todo podía suceder:
¡Alejandría!
1. Chugg,
2004, pp.
62 y ss., considera que
el semicírculo de estatuas griegas de la entrada del Serapeo en la necrópolis
de Saqqara puede ser una importante señal de la presencia de Alejandro, quizá
enterrado temporalmente en el sarcófago de Nectanebo Il. Véase también p. 138 y
en p. 144, la figura 7.7. Saunders, 2006, p. 47, cita la hipótesis de Chugg, pero no se pronuncia.
2.
Véase Vlad Borrelli, 1966, pp. 204-207, y bibliografía posterior.
3.
Andronikos, 1977, pp. 68-69 y ss.
4.
Andronikos, 1976, 1977,1978.
5. Malnati, 1991, p. 18.
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