lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:La tumba de un rey

A la manera macedonia» habría sido, pues, enterra­do Alejandro en Menfis. Y todo hace pensar que no solo se trató de un ritual litúrgico, sino también de un conjunto de elementos funerarios que tenían que ver con la forma, los materiales, la estructura y la deco­ración de la propia tumba. Estamos en los inicios del proyecto político de Ptolomeo, y en este período su ejército, su Estado Mayor y su propia reputación esta­ban estrechamente ligados al mundo macedonio, a las tradiciones y a los usos que nosotros hoy llamaríamos «occidentales».Violarlos, especialmente en presencia del ejército, era desaconsejable. Tampoco hay que olvidar que los momentos más críticos de la empresa de Ale­jandro tuvieron lugar cuando adoptó las costumbres de la corte aqueménida que el ejército y los compañeros rechazaban total y absolutamente.
            Este tipo de mentalidad se propagaría a lo largo de los siglos y tendría un peso determinante en las guerras civiles de la Roma tardorrepublicana en el duelo entre Marco Antonio y Octaviano. La carta ganadora de Octaviano fue echar mano al testamento de Marco Anto­nio y leer en público el pasaje en el que declaraba que­rer ser enterrado con Alejandro según los ritos de la liturgia egipcia y que dejaba herederos de todo a los hijos que había tenido con la reina egipcia Cleopatra. Esto le alienó completamente el favor popular que an­tes le favorecía en gran parte. Ptolomeo era demasiado astuto para caer en semejante error y, por tanto, enterró el cuerpo de Alejandro con gran pompa tributándole un culto heroico pero no divino, aun siguiendo los cá­nones del rito funerario macedonio.
            Menfis era la capital histórica del Antiguo Reino y en las cercanías se alzaba la necrópolis monumental que se extendía por espacio de casi quince kilómetros desde la llanura de Guiza hasta Saqqara y el desierto de Dashur, donde las más antiguas pirámides se erguían de las arenas doradas sembradas de guijarros de alabas­tro abrillantados por el viento como si fueran piedras preciosas. Las fuentes no nos dicen dónde fue enterra­do y los modernos han hecho varias suposiciones; entre ellas, una en particular parece tener un cierto peso.1 Se­gún esta hipótesis, Alejandro habría sido enterrado en las proximidades del Serapeo, o sea, la catacumba mo­numental de Osiris-Apis donde se conservaban las momias de cientos de bueyes Apis, considerados la en­carnación de Osiris.2
            Pero ¿cómo era «la manera macedonia»? La docu­mentación que obra en nuestro poder es amplia y rica y se multiplica a medida que avanza la exploración arqueológica de las necrópolis de Macedonia. Un hallaz­go en particular acaecido en el último cuarto del siglo pasado causó enorme sensación y, al menos en el mun­do científico, un interés quizá solo equiparable al descubrimiento de la tumba de Tutankhamón por obra de Carter y Carnavon el 4 de noviembre de 1922.
            Exactamente cincuenta y cinco años después, el 8 de noviembre de 1977, el mundo entero se vio sacudido por la noticia de que el arqueólogo griego Manolis Andronikos había descubierto en Vergina (la antigua ligas de los reyes macedonios) la tumba de Filipo II, el padre de Alejandro. Era un éxito extraordinario y úni­co que coronaba quince años de búsquedas y de es­fuerzos, y el descubrimiento se había producido casi a finales de la campaña de excavación con los fondos ya casi agotados y la mala estación encima. Andronikos había decidido esta vez bajar la trinchera de excava­ción por debajo del nivel del suelo del siglo IV a.C. y dirigirse hacia el centro del túmulo. Después de ha­ber encontrado rastros de ofrendas funerarias y de pe­queños animales sacrificados, se topó primero con un muro de contención y luego con una estructura abo­vedada, que sin ninguna duda pertenecía a una gran tumba de cámara. Precisamente, la presencia en el cen­tro de la bóveda del último bloque de cierre, la clave de bóveda, con su argamasa de cimentación intacta, re­velaba sin sombra de duda que se trataba de una tum­ba inviolada.3
            La emoción era incontenible. Uno de los ayudantes de Andronikos se deslizó en el interior con una cuerda para ver si había espacio libre para apoyar una escalera de mano sin causar daños, tras lo cual también el ar­queólogo pudo bajar al hipogeo, el primer ser humano en tocar el suelo después de casi veinticuatro siglos. En ese momento la emoción había dado paso al sentido de la responsabilidad; el ambiente se había conservado tal cual, solo la acción del tiempo había producido cam­bios: las armas de bronce habían tomado un color ver­de a causa del óxido, la coraza de hierro estaba corroída por la herrumbre que cubría también la ornamenta­ción de hoja de oro (fig. 4), la Mine funeraria reducida a briznas, el colchón pulverizado, los apliques de marfil y oro dispersos en pequeños fragmentos, un gran escu­do de ceremonia totalmente de marfil con figuritas en bajorrelieve de exquisita factura y motivos de greca fragmentado en muchos pedazos; un puzle minucioso y fascinante que por el momento solo dejaba intuir la visión de la recomposición completa. Cerca de la puer­ta había el revestimiento de una aljaba de oro puro re­pujado de evidente impronta tracio-escita, quizá botín de guerra, quizá presente de algún jefe vasallo del área danuviana, haces de flechas unidas aún con cintas de oro (fig. 6).
            Cada movimiento en falso habría podido compro­meter una situación irrepetible y única en el mundo; cada mínimo error habría podido tener consecuencias desastrosas.
            Un par de grebas repujadas, en bronce dorado; un grupo de vasos de plata de exquisita factura... Donde­quiera que volviese los ojos, Andronikos se encontraba delante objetos de turbadora belleza. De golpe uno en particular llamó su atención: una cabecita en marfil de un par de centímetros que, vista a corta distancia, reve­ló ser las facciones de Filipo II, tal como aparecía en el medallón de Tasos. ¿Era posible?
            A escasa distancia, otro minúsculo pero estupendo retrato, que casi con toda seguridad reproducía las facciones de Alejandro. Andronikos se sintió casi desvane­cer de la emoción: aunque no podía asegurarlo aún con certeza, sentía encontrarse en la cámara sepulcral de Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno. Y precisamente debía de haberla erigido Alejan-tiro después de que su padre hubiese sido asesinado en 336 a.C. Enterrar a un rey era como afirmar el propio derecho de sucesión, y lo cierto es que el joven prínci­pe no había perdido el tiempo. Probablemente había asistido al encendido de la pira, había dado orden de ejecutar el descendimiento y quizá, sin esperar siquiera .1 que la tumba fuese sellada, había corrido al galope a Pella para presentarse ante el ejército.
            Al fondo, pegado a la pared, había el sarcófago cu­bierto por una losa de piedra. Andronikos lo abrió y se quedó estupefacto a la vista de una urna de oro maci­zo que llevaba en relieve la estrella argéada de doce puntas (fig. 7). Dentro estaban los huesos quemados del rey, en los que se había impreso el color del paño de púrpura con el que habían sido envueltos y del vino ron el que habían sido lavados, y una corona de oro de hojas de roble (fig. 5).
            Y cuando a continuación estuvo en condiciones de liberar la fachada del mausoleo, se encontró frente a un friso pintado al fresco con una escena de caza sobre el telón de fondo de un paisaje invernal. Una pintura de una belleza impresionante, obra de un gran maestro: Filipo a caballo en actitud de traspasar a un león de una lanzada, y en la otra parte Alejandro, al que se puede distinguir por la diadema que ceñía su frente, y luego árboles esqueléticos por el frío intenso y un cielo líqui­do, transparente, una luz glacial y vaga, una atmósfera irreal.
            En el vestíbulo de la tumba había otro sarcófago con una urna de oro semejante a la primera, pero más simple y menos adornada. Los huesos eran los de una joven entre los veintitrés y los veintisiete años. Andronikos la identificó con la última mujer de Filipo II, Eurídice (Cleopatra, en otras fuentes), a quien la reina madre Olimpíade mandó asesinar inmediatamente des­pués de la muerte de Filipo. O bien una de sus mujeres «bárbaras», que habría podido ser sacrificada junto a la tumba del marido como era su costumbre.
            Una segunda tumba intacta, encontrada a escasa distancia de la primera, contenía los restos de un jo­venzuelo entre los trece y los dieciséis años. Fue llama­da por ello la «Tumba del príncipe». La datación entre los años 315 y 310 a.C. ha hecho pensar que podría tratarse del joven Alejandro IV, hecho asesinar por Casandro en 310 a.C. cuando contaba catorce años.4
            Las tumbas macedonias (figs. 2, 3 y 23) halladas has­ta ahora son unas sesenta, pero solo muy pocas han sido encontradas intactas y con su ajuar in situ, y es lo que nos ha permitido identificar con precisión el ritual de sepultura de los soberanos y las características de las nimbas. Así pues, he aquí el ritual a la manera macedonia: una tumba de cámara, rematada por un túmulo de tierra, una fachada que reproduce un edificio o un templo, un vestíbulo y luego la cámara sepulcral en la que se coloca el sarcófago con la urna cineraria. De­lante de la kline funeraria, es decir, el lecho de simpo­sio, no necesariamente realizado para el funeral, pero ya en uso en el palacio real, que se convertía en el diván para el banquete eterno del difunto.
            Única diferencia: el cuerpo de Alejandro había sido embalsamado. Esta podría ser una razón que apoya la hipótesis de que el cuerpo había sido conducido a Egip­to y por eso había sido momificado; pero el tratamien­to para la conservación del cuerpo podría explicarse por el hecho de que debía recorrer una larga distancia hasta Macedonia y, por consiguiente, debía ser preser­vado hasta que se celebrase el rito fúnebre y no fuera quemado en la pira antes de ser sepultado en Egas en la necrópolis real. La incineración en cada caso no es el único rito fúnebre tanto en Macedonia como en Gre­da, donde no se practicaba la inhumación del cuerpo entero más que en raras ocasiones.
            Hubo un período a partir de las excavaciones ar­queológicas de principios del siglo xix en que se aso­ciaba el rito funerario a una etnia específica,5 pero muy pronto se vio que la hipótesis no se sostenía y que am­bos ritos eran practicados en el interior de la misma cultura. Por otra parte, aún hoy en nuestra sociedad se practica tanto la inhumación como la incineración sin un motivo específico.
            En cualquier caso, cuando llegó a Egipto, Ptolomeo tuvo que decidir conservarlo tal como estaba, así que se hizo famoso como el , «el cuerpo»; una especie de reliquia cargada de un significado ideológico intensísi­mo que volvía sagrado el lugar que la albergaba y lo convertía en el centro del mundo nuevo. Dicho esto, cabe presumir que en Menfis se había construido una tumba de cámara rematada por un túmulo, en cuyo interior habían sido dispuestos el sarcófago, la Mine fu­neraria y las ofrendas. Pero esa era para Alejandro so­lamente una sepultura provisional, aunque ilustre y pres­tigiosa.
            Hasta aquel momento, Ptolomeo se había movido con extraordinario oportunismo y con excepcional habilidad. Había burlado a Pérdicas, sustrayéndole el cuerpo de Alejandro merced a una impecable acción de intelligence que le había permitido saber exactamen­te cuándo sería trasladado el carro desde Siria hacia Damasco, donde, se supone, tomaría dirección norte a través de las Puertas Sirias y las Puertas Cilicias. Había desviado el rumbo del convoy después de haber con­vencido, por las buenas o por las malas, a los jefes de la escolta, contando en cualquier caso con la superioridad aplastante de su ejército. Pérdicas, por su parte, había cometido el error de apartarse demasiado del teatro de los acontecimientos, partiendo para una expedición en Capadocia que habría podido posponer para otro mo­mento.
            Se había mostrado demasiado inseguro al recibir las dos propuestas de matrimonio —una por parte de Antípatro, virrey de Macedonia, para su hija Nicea; la otra de la reina madre Olimpíade para Cleopatra, hermana de Alejandro—, sin calcular las consecuencias que ten­drían una y otra elección.
            Después había seguido la desgraciada expedición a Egipto, culminada con una derrota dolorosa que la es­pléndida victoria de su fiel aliado Éumenes contra Antípatro no había logrado hacer cambiar de signo. Pérdicas era un excelente combatiente, y lo había de­mostrado en varias ocasiones, pero era también un alocado, cosa de la que había tenido ocasión de arre­pentirse, pero sin aprender nunca la lección. Por des­gracia, Ptolomeo, que poseía todas las cualidades de un líder —audacia, cinismo, inteligencia, sangre fría—, ca­recía de lo que verdaderamente le habría vuelto gran­de: el corazón, el entusiasmo, la amplitud de miras, las cualidades de Alejandro. A él le bastaba el seguro domi­nio de la región más rica, más compacta, más segura, defensa del desierto y del mar. La idea de controlar in­mensos territorios, desiertos abrasadores, montañas he­ladas, bosques impenetrables no solo no le decía nada, sino que incluso le repugnaba. La idea de sofocar de continuo la turbulencia de tribus bárbaras y salvajes anidadas en sedes inaccesibles le resultaba insoportable: lo había hecho durante años y años siguiendo a su ami­go que montaba a Bucéfalo. Había pasado de los cua­renta, quería hacer realidad su objetivo.

            Pero para dar importancia a su territorio, es más, para dar un sentido a esa elección de alguna forma abandonista, necesitaba un símbolo tan fuerte que nada pudiera hacerle frente, nadie pudiera ponerlo en entre­dicho. El cuerpo mismo del conquistador, los restos del más grande que había existido jamás. Ahora lo tenía. Alejandro estaba sepultado en tierra de Egipto, justo allí donde por primera vez había rendido honores a los dioses de ese país convirtiéndose él mismo en parte de él a todos los efectos. Aun admitiendo que Alejandro hubiese expresado verdaderamente el deseo de ser en­terrado en Siwa, cerca del oráculo de Anión, no habría visto satisfecho su deseo. Su cuerpo embalsamado no era menos inerte e impotente que el muñeco con el que se decía que Ptolomeo había engañado a Átalo, pero poseía un valor ideológico infinito. En Siwa sería olvidado o se convertiría en objeto de un culto esporá­dico, oficiado por sacerdotes distraídos, mendigadores de ofrendas. Era preciso que fuese colocado en un lu­gar neurálgico y cargado de energía, en un cuerpo vivo y palpitante: la ciudad que Alejandro mismo había fun­dado diez años antes y nunca más había vuelto a ver; la ciudad de las maravillas, la perla del Mediterráneo, el lugar más emocionante, aquel en el que todo era posi­ble y todo podía suceder: ¡Alejandría!
1. Chugg, 2004, pp. 62 y ss., considera que el semi­círculo de estatuas griegas de la entrada del Serapeo en la necrópolis de Saqqara puede ser una importante señal de la presencia de Alejandro, quizá enterrado temporalmente en el sarcófago de Nectanebo Il. Véase también p. 138 y en p. 144, la figura 7.7. Saunders, 2006, p. 47, cita la hipótesis de Chugg, pero no se pro­nuncia.
2.     Véase Vlad Borrelli, 1966, pp. 204-207, y biblio­grafía posterior.
3.     Andronikos, 1977, pp. 68-69 y ss.
4.     Andronikos, 1976, 1977,1978.
5.     Malnati, 1991, p. 18.

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