lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:11 Du al-Qarnayn

El final del mundo antiguo está simbolizado por acontecimientos que pasaron casi en silencio pero de enorme alcance. Fue un final violento impuesto por decreto.
            Cierto es que los cristianos no habían olvidado las persecuciones, las torturas, las muertes atroces a las que habían sido condenados los mártires de Cristo y espe­raban su momento. Al principio, con Constantino, ha­bían disfrutado de la libertad de culto negada durante mucho tiempo, pero cuando finalmente alcanzaron las riendas del poder y la consiguiente impunidad en tiem­pos de Teodosio, se comportaron en consecuencia.
            Como hemos dicho ya, el 16 de junio de 391 d.C. en Alejandría el obispo Teófilo destruyó el Serapeo, el más grande santuario de la ciudad. En 392, con otro decreto y sobre la base de un principio coercitivo ad­mitido también por Agustín, se impone la pena de muerte a todo aquel que sea sorprendido ofreciendo sacrificios a los dioses. Por orden del emperador Teodosio, y quizá por inspiración de Ambrosio, en 393 se puso fin a los Juegos Olímpicos. Los grandiosos santua­rios del Altis fueron devastados; las estatuas, abatidas o desfiguradas. En Roma se apagó el fuego sagrado que ardía en el santuario de Vesta desde hacía más de mil años, el Colegio de las Vírgenes Vestales se disolvió. El templo oracular de Delfos, el más sagrado y venerable de todo el mundo antiguo, se cerró. Su inmenso patri­monio de conocimientos, que conservaba recuerdos que se remontaban hasta el Micénico, fue casi con toda seguridad dispersado. Pocas décadas antes había dado al emperador Juliano el último vaticinio con el que pro­fetizaba su propio fin. En Roma, Símaco suplicó en va­no al emperador que no quitara del Senado el altar y la estatua de la Victoria, símbolo de la gloria de Roma:1 Ambrosio se mostró inflexible y el emperador hizo cumplir la orden. Hoy no queda de aquel monumento más que el basamento en el interior de la Curia Giulia. No faltaron los linchamientos y las ejecuciones suma­rias, como la atroz que hemos ya recordado, de una persona muy noble e inocente como Hipatia de Ale­jandría, que fue desnudada, arrastrada a puñetazos y puntapiés por las calles de la ciudad y finalmente masa­crada y sus carnes arrancadas en el interior del Cesáreo ahora transformado en catedral cristiana de la ciudad y en matadero.
            ¿Cuál pudo haber sido en un clima semejante la suerte de la tumba de Alejandro? Las palabras ya citadas de Juan Crisóstomo inducen a pensar que no se sabía ya nada de ello, pero siempre es el punto de vista de un obispo cristiano. Lo que choca es que la sombra del so­berano macedonio continuó planeando sobre la ciudad que llevaba su nombre, incluso durante el período de la ocupación islámica, a partir de 642 d.C. El motivo, se­gún los estudiosos, está en el hecho de que Alejandro era citado en el Corán (si es exacta la identificación) poco menos que como un profeta con el nombre de Du al-Qarnayn, «el señor de los dos cuernos». En rea­lidad el personaje del Corán, citado en una de las suras más veneradas del libro, la XVIII, no era necesariamen­te Alejandro-Iskander, sino que más bien su identidad originaria sigue siendo bastante misteriosa. La identifi­cación partió de imágenes que lo representaban coro­nado de una luna creciente y quizá también con la imagen muy frecuente y difundida en las monedas que lo reproducían con unos cuernos de carnero, símbolo de Amón, y también con el cuero cabelludo de un ele­fante con las patas delanteras levantadas para recordar sus campañas indias.2 Por otra parte, también la Biblia lo recuerda al inicio del libro de los Macabeos con pa­labras solemnes e impresionantes.3
            Y asimismo asombra la descripción que tanto los cronistas cristianos como árabes hacen de Alejandría como de una ciudad de las maravillas con cientos de palacios y teatros, columnatas de mármol, baños, a pe­sar de los terribles daños sufridos por invasiones, gue­rras, catástrofes naturales, luchas intestinas. Por otra parte, el destino de Roma y también el de Bizancio-Constantinopla-Estambul no fue muy distinto. Las grandes ciudades que continúan viviendo a través de los siglos y los milenios siguen también reciclándose. Los materiales de los monumentos antiguos son em­pleados en formas a menudo no menos impresionantes que los originales desmantelados. Las iglesias y las basí­licas cristianas habían sustituido o transformado los templos de los dioses, luego el paisaje había cambiado de nuevo con mezquitas y minaretes que descollaban en la ciudad, que iba reduciéndose de tamaño con el paso del tiempo. La nueva capital era El Cairo, el co­mercio (sobre todo la exportación de trigo) con el Im­perio bizantino, que le había garantizado una cierta prosperidad, languidecía ahora y el área urbana se re­ducía paulatinamente dentro de un nuevo y más estre­cho recinto amurallado mandado construir por el sul­tán Ibn Tulun en el siglo ix.
            La ciudad había perdido gradualmente importancia durante su larga historia pese a contar con períodos de relativa prosperidad y ya nunca había alcanzado las di­mensiones y el esplendor de la capital de los Ptolomeos, aunque Egipto, con la llegada al poder de Ibn Tulun, conoció cierta reactivación tras haberse liberado del gra­voso tributo al califato abasí.
            Con el período de estabilidad y de paz que ello ori­ginó también la cultura tuvo ocasión de desarrollarse y los recuerdos del pasado greco-romano cobraron nue­vo vigor. Fraser4 cita una lista de las mezquitas de Ale­jandría obra de Abdul Hakim, entre ellas una mezquita de Du al-Qarnayn en las cercanías de la puerta de la ciudad. Una noticia que fue retomada hacia mediados del siglo siguiente por al-Massoudi.3 Precisamente este  escritor nos sorprende con un relato que parece una contaminación del testimonio de Estrabón que hemos citado varias veces sobre Ptolomeo XI. Según el escri­tor árabe, Alejandro moribundo habría pedido a Ptolo­meo que enviara su cuerpo a su madre que estaba en Alejandría. Esta, cuando hubo visto el sarcófago de oro, lo hizo sustituir por otro de mármol por temor a que el precioso sepulcro despertara la codicia de depre­dadores e invasores y, en consecuencia, el cuerpo fuese profanado. Luego hizo depositar el sarcófago sobre unos bloques de mármol que en su tiempo, es decir, en 954 d.C., podía verse y era llamado «la tumba de Ale­jandro».
            Alejandro estaba ya englobado en la cultura musul­mana como un nabí, esto es, un profeta o, en cualquier caso, un gran hombre que puede competir con los de­más grandes profetas del Libro, incluido Jesús. Por otra parte, en Alejandría estaban aún presentes unas vivaces comunidades hebraicas y griegas, aunque la élite bizan­tina había abandonado la ciudad con sus propiedades ante la proximidad del ejército de Amr ibn al-As en septiembre de 642 d.C. Y estaban los jacobitas, es de­cir, cristianos coptos que todavía hoy existen en Egip­to y se los considera sustancialmente los descendientes de la población autóctona del país. La ciudad tenía una tradición plurisecular de convivencia no siempre pací­fica entre diversas etnias y religiones, pero en cualquier caso es comprensible una contaminación-asimilación de diferentes tradiciones culturales. Lo que impresiona es la fuerza con la que el mito de Alejandro y su tumba sobrevivió a todo tipo de trastornos y de calamidades, mientras que ni que decir tiene que la posición de esta mezquita indicaba necesariamente el lugar de su anti­gua tumba.
            Y no es esta la única mención. Otra noticia de la existencia de la tumba de Alejandro en Alejandría es la mencionada en una obra escrita en italiano por un árabe, un personaje extraordinario y pintoresco cuyos rasgos parecen sacados de Sebastiano del Piombo: Descripción de África y de las cosas notables que hay allí, por Juan León el Africano, publicado por Ramusio en Vene­cia en 1550.6 Nacido en España, inmediatamente des­pués del final del califato de Granada, emigró con sus padres a Marruecos, luego viajó con varios encargos por el África sahariana, a continuación por el Magreb, por Arabia, hasta que fue apresado por una nave española y llevado a Italia, donde se lo mantuvo prisio­nero en Castel Sant'Angelo. Como José en las prisiones del faraón, nuestro aventurero personaje hizo llegar la fama de su saber hasta la corte pontificia, donde, ente­rado de su gran experiencia, el papa León X quiso conocerlo y luego bautizarlo en San Pedro en 1520, imponiéndole su propio nombre. En esta obra León declara que, en medio de la ciudad de Alejandría, entre otras ruinas, hay una casita con una capilla que contiene una tumba en la que está enterrado Alejandro Magno, profeta y rey. Y que la tumba es visitada por una mul­titud de viajeros de todas partes.
            Otros dos viajeros, C. Marmol y G. Sandys, entre mediados del siglo xvi y principios del XVII, recuerdan la misma capilla en la que estaría la tumba de Alejan­dro, quizá a partir de lo dicho por León el Africano. Marmol habla de ella inmediatamente después de ha­ber descrito una iglesia de San Marcos, pero sin rela­cionar una con otra.7 La anotación, en cualquier caso, es interesante porque san Marcos es de algún modo el ecista sustituto de la ciudad porque se le atribuía la fundación de la Iglesia de Alejandría y se indicaba la se­pultura en su basílica. De ahí que, en el curso del si­glo ix, sus restos fueran «trasladados» (como refiere el eufemismo edificante) no sin riesgo por dos mercena­rios venecianos «a su isla», a la basílica que todavía lle­va su nombre. La nueva fundación, la del renacimiento en la fe y en el mensaje evangélico, había de sustituir a la del fundador real de la ciudad, cuyo fantasma sin embargo proseguía presentándose de nuevo de tiempo en tiempo por los barrios y ruinas de Alejandría.
            La «tumba» de Abdul Hakim se decía que estaba cerca de una Puerta, la del León, en medio de la ciudad en ruinas, y por tanto no debían ser la misma cosa. Es evidente que el tema de la tumba perdida del gran so­berano y profeta fascinaba aún y provocaba entre la gente rumores de todo tipo. Uno de ellos se había vuelto particularmente famoso porque se refería a un antiguo sarcófago egipcio de breccia verde cubierta de jeroglíficos (fig. 12), reciclado quizá como pila para las abluciones dentro de la mezquita Atarina, que se alzaba en el lugar de la antigua iglesia de San Atanasio. Por al­gún motivo que ignoramos (a menos que no pensemos en el relato de al-Massoudi, que hablaba de un sarcófago de oro sustituido por la reina Olimpíade por otro de mármol), entre los musulmanes que frecuentaban la mezquita se había extendido el convencimiento de que lo había atribuido al más famoso de los personajes de la ciudad: su fundador. La historia debió de cobrar tal auge que otros visitantes la vieron y la describieron, aunque ninguno, según consta, hizo la descripción de una pila para las abluciones. La noticia de que en la mezquita Atarina hay una tumba de Alejandro se di­fundió también por Occidente, de modo que muchos trataron de verla despertando así la desconfianza de las autoridades locales que terminaron por prohibir la en­trada a los no musulmanes.
            Con la llegada del Siglo de las Luces las noticias re­ferentes a tan importantes hallazgos del pasado fascina­ban a los intelectuales; la simple curiosidad del viajero por los aspectos exóticos y misteriosos se volvía cada vez algo más parecido a la curiosidad científica. Cuan­do el inglés William Browne vio y describió el sar­cófago en 1792,8 ya hacía medio siglo que en Italia habían comenzado, aunque de manera no científica y principalmente con el fin de recuperar objetos precio­sos, las excavaciones de Pompeya ordenadas por el rey de Nápoles Carlos de Borbón. Seis años más tarde, con la campaña napoleónica de Egipto nacería la egiptolo­gía moderna y poco más de veinte años después Champollion descifraría el jeroglífico de la piedra de Rosetta. Por consiguiente, es verosímil que los visitantes europeos de Alejandría en ese período se dieran per­fecta cuenta de que lo que se decía sobre la tumba de Alejandro y sobre que sus posibles ubicaciones no fue­ran más que historias carentes de fundamento. Y la razón principal de todo ello era que el mundo antiguo había muerto con la afirmación definitiva del cristianismo como religión de Estado y luego con el advenimiento del islam en el norte de África, por lo que cada trans­misión directa de las tradiciones era de hecho imposi­ble y la memoria histórica entendida como patrimonio cultural que espontáneamente pasa de generación en generación se había extinguido desde hacía siglos.
            En cuanto al sarcófago de breccia verde de Atarina, probablemente hay que reconocer en la mención que hace de él un estudioso y explorador escocés, Richard Pococke, que en un relato recuerda que los musulma­nes piensan custodiar el cuerpo de Alejandro Magno en una mezquita de Alejandría.9 Aunque Pococke re­fiere básicamente habladurías, algunas décadas después otros estudiosos se toman sus palabras muy en serio hasta considerar que la mezquita Atarina era en reali­dad el soma de Alejandro.
            Otros también creyeron reconocerlo en las ruinas del Serapeo, a partir quizá de una fuente copta que re­cordaba una gran columna que sostenía su estatua y que alguno pensaba reconocer en la llamada columna de Pompeyo, en realidad erigida por Diocleciano y que todavía existe. Según este testimonio, Alejandro esta­ba enterrado en un sarcófago que llevaba grabado su nombre, de donde cabe pensar en la contaminación de dos versiones, la del Serapeo y la del sarcófago de brec­cia de la Atarina, que finalmente fue examinado y estudiado con la atención necesaria una vez que Napoleón fue derrotado y exiliado y los ingleses prepararon su traslado al Museo Británico, donde todavía se encuen­tra. De ello se encargó Edward D. Clarke, que se diri­gió a Alejandría poco después de la derrota de la flota francesa en Abukir.
            El relato de Clarke expuesto en un libro que publicó en 180510 es fascinante. Recién llegado, fue acompaña­do al interior de la mezquita Atarina, llamada también mezquita de San Atanasio por la primera consagración del edificio. El minarete con su forma primera hexago­nal, luego cuadrangular y finalmente cilíndrica, parecía evocar el Faro; en su interior, en un rincón del amplio pórtico morisco, había un pequeño santuario cuadran­gular de esquinas achaflanadas (por lo que hay quien lo considera hexagonal) rematado con una cúpula y con cuatro aberturas en arco morisco en cada uno de los cuatro lados.
            Clarke pronto se vio asediado por los notables loca­les que le expresaron todo su entusiasmo en poder ser­vir a los ingleses después de la derrota de Napoleón y le hicieron saber que los franceses estaban en posesión de la tumba de Alejandro, que antes se hallaba en el in­terior del santuario, y preguntaron si él estaba interesa­do en ella. Clarke respondió que sí; es más, que preci­samente esta era la finalidad de su viaje. Entonces le dijeron que sabían exactamente dónde la habían es­condido los franceses después de haberla sustraído del santuario. Se encontraba en un barco hospital dentro del recinto portuario. Clarke tomó una barca y alcanzó la nave: el sarcófago estaba allí, en efecto, lleno de in­mundicias y cubierto de harapos de los enfermos que estaban a bordo.
            Cuando finalmente Clarke pudo contemplar lo im­ponente que era, se quedó profundamente impresiona­do. No es de extrañar que pudiera creer que era el de Alejandro: era espléndido, de breccia verde, de unas sie­te toneladas de peso, cubierto de jeroglíficos, redon­deado por la parte de la cabeza y lamentablemente per­forado por doce orificios en la parte inferior.
            Sus acompañantes le dijeron que la cosa era prácti­camente segura, que desde hacía mucho tiempo venían de visita muchos viajeros y peregrinos de todas partes de Oriente Próximo, de Anatolia y hasta de Constantinopla, para contemplar el sepulcro.

            El sarcófago se convirtió en propiedad inglesa se­gún una cláusula del tratado franco-británico de 1802; una vez recuperado y restaurado, fue enviado al Museo Británico. Clarke publicó La tumba de Alejandro, que despertó mucho interés, donde identificaba el comple­jo de la mezquita como el soma y la capilla central con el sarcófago como el sepulcro propiamente dicho. Aho­ra bien, como se ha hecho notar con razón,11 la casita en forma de capilla descrita por León el Africano era lo mismo que el santuario que contenía el sarcófago de breccia verde de la mezquita Atarina; los argumentos aducidos por Clarke no convencieron a los estudiosos, porque se basaban primordialmente en los testimonios y las afirmaciones que el autor recogió in situ. En cual­quier caso, el sarcófago había de reservar de todas formas una sorpresa y constituiría un enigma cuando, al poco tiempo, la piedra de Rosetta y el desciframiento del jeroglífico permitieron leer el texto grabado en sus paredes.

1.           Quinto Aurelio Símaco, El altar de la Victoria.
2.     El problema fue tratado extensamente por Scerrato, 1995, pp. 185-191.
3.     Véase capítulo l, nota 1.
4.     Fraser, 1972, vol. II, nota 36.
5.     Barbier de Meynard, Pavet de Courteille (al cui­dado de), 1863, pp. 257 y ss.
6.           Ahora en G. Ramusio, Navigazioni e viaggi, Turín, 1978, vol. I, pp. 9-460.
7.     Chugg, 2006, p. 132.
8.           W. Browne vio el sarcófago de breccia verde de la mezquita Atarina y lo describió como la pila para las abluciones: Saunders, 2006, p. 125 y nota 26.
9.           Pococke, 1743.

10.     Clarke se convenció de que el sarcófago de breccia verde en la capilla de la mezquita Atarina era el de Alejandro y la mezquita era el soma, y publicó su ex­periencia en una obra titulada The Tomb of Alexander. En aquel momento el sarcófago estaba ya en el Museo Británico, donde sigue todavía.
11.            Chugg, 2006, p. 138.

No hay comentarios:

Publicar un comentario