El final del mundo antiguo está simbolizado por acontecimientos
que pasaron casi en silencio pero de enorme alcance. Fue un final violento
impuesto por decreto.
Cierto es que los cristianos no
habían olvidado las persecuciones, las torturas, las muertes atroces a las que
habían sido condenados los mártires de Cristo y esperaban su momento. Al
principio, con Constantino, habían disfrutado de la libertad de culto negada
durante mucho tiempo, pero cuando finalmente alcanzaron las riendas del poder y
la consiguiente impunidad en tiempos de Teodosio, se comportaron en consecuencia.
Como hemos dicho ya, el 16 de junio
de 391 d.C. en Alejandría el obispo Teófilo destruyó el Serapeo, el más grande
santuario de la ciudad. En 392, con otro decreto y sobre la base de un
principio coercitivo admitido también por Agustín, se impone la pena de muerte
a todo aquel que sea sorprendido ofreciendo sacrificios a los dioses. Por orden
del emperador Teodosio, y quizá por inspiración de Ambrosio, en 393 se puso fin
a los Juegos Olímpicos. Los grandiosos santuarios del Altis fueron devastados;
las estatuas, abatidas o desfiguradas. En Roma se apagó el fuego sagrado que
ardía en el santuario de Vesta desde hacía más de mil años, el Colegio de las
Vírgenes Vestales se disolvió. El templo oracular de Delfos, el más sagrado y
venerable de todo el mundo antiguo, se cerró. Su inmenso patrimonio de
conocimientos, que conservaba recuerdos que se remontaban hasta el Micénico,
fue casi con toda seguridad dispersado. Pocas décadas antes había dado al
emperador Juliano el último vaticinio con el que profetizaba su propio fin. En
Roma, Símaco suplicó en vano al emperador que no quitara del Senado el altar y
la estatua de la Victoria, símbolo de la gloria de Roma:1 Ambrosio
se mostró inflexible y el emperador hizo cumplir la orden. Hoy no queda de
aquel monumento más que el basamento en el interior de la Curia Giulia. No
faltaron los linchamientos y las ejecuciones sumarias, como la atroz que hemos
ya recordado, de una persona muy noble e inocente como Hipatia de Alejandría,
que fue desnudada, arrastrada a puñetazos y puntapiés por las calles de la
ciudad y finalmente masacrada y sus carnes arrancadas en el interior del
Cesáreo ahora transformado en catedral cristiana de la ciudad y en matadero.
¿Cuál pudo haber sido en un clima
semejante la suerte de la tumba de Alejandro? Las palabras ya citadas de Juan
Crisóstomo inducen a pensar que no se sabía ya nada de ello, pero siempre es el
punto de vista de un obispo cristiano. Lo que choca es que la sombra del
soberano macedonio continuó planeando sobre la ciudad que llevaba su nombre,
incluso durante el período de la ocupación islámica, a partir de 642 d.C. El
motivo, según los estudiosos, está en el hecho de que Alejandro era citado en
el Corán (si es exacta la identificación) poco menos que como un profeta con el
nombre de Du al-Qarnayn, «el señor de los dos cuernos». En realidad el
personaje del Corán, citado en una de las suras más veneradas del libro, la XVIII,
no era necesariamente
Alejandro-Iskander, sino que más bien su identidad originaria sigue siendo
bastante misteriosa. La identificación partió de imágenes que lo representaban
coronado de una luna creciente y quizá también con la imagen muy frecuente y
difundida en las monedas que lo reproducían con unos cuernos de carnero,
símbolo de Amón, y también con el cuero cabelludo de un elefante con las patas
delanteras levantadas para recordar sus campañas indias.2 Por otra
parte, también la Biblia lo recuerda al inicio del libro de los Macabeos con palabras
solemnes e impresionantes.3
Y asimismo asombra la descripción
que tanto los cronistas cristianos como árabes hacen de Alejandría como de una
ciudad de las maravillas con cientos de palacios y teatros, columnatas de
mármol, baños, a pesar de los terribles daños sufridos por invasiones, guerras,
catástrofes naturales, luchas intestinas. Por otra parte, el destino de Roma y
también el de Bizancio-Constantinopla-Estambul no fue muy distinto. Las grandes
ciudades que continúan viviendo a través de los siglos y los milenios siguen
también reciclándose. Los materiales de los monumentos antiguos son empleados
en formas a menudo no menos impresionantes que los originales desmantelados.
Las iglesias y las basílicas cristianas habían sustituido o transformado los
templos de los dioses, luego el paisaje había cambiado de nuevo con mezquitas y
minaretes que descollaban en la ciudad, que iba reduciéndose de tamaño con el
paso del tiempo. La nueva capital era El Cairo, el comercio (sobre todo la
exportación de trigo) con el Imperio bizantino, que le había garantizado una
cierta prosperidad, languidecía ahora y el área urbana se reducía
paulatinamente dentro de un nuevo y más estrecho recinto amurallado mandado
construir por el sultán Ibn Tulun en el siglo ix.
La ciudad había perdido gradualmente
importancia durante su larga historia pese a contar con períodos de relativa
prosperidad y ya nunca había alcanzado las dimensiones y el esplendor de la
capital de los Ptolomeos, aunque Egipto, con la llegada al poder de Ibn Tulun,
conoció cierta reactivación tras haberse liberado del gravoso tributo al
califato abasí.
Con el período de estabilidad y de
paz que ello originó también la cultura tuvo ocasión de desarrollarse y los
recuerdos del pasado greco-romano cobraron nuevo vigor. Fraser4
cita una lista de las mezquitas de Alejandría obra de Abdul
Hakim, entre ellas
una mezquita de Du al-Qarnayn en las cercanías de la puerta de la ciudad. Una
noticia que fue retomada hacia mediados del siglo siguiente por al-Massoudi.3
Precisamente este
escritor nos
sorprende con un relato que parece una contaminación del testimonio de Estrabón
que hemos citado varias veces sobre Ptolomeo XI. Según el escritor árabe, Alejandro moribundo habría
pedido a Ptolomeo que enviara su cuerpo a su madre que estaba en Alejandría.
Esta, cuando hubo visto el sarcófago de oro, lo hizo sustituir por otro de
mármol por temor a que el precioso sepulcro despertara la codicia de depredadores
e invasores y, en consecuencia, el cuerpo fuese profanado. Luego hizo depositar
el sarcófago sobre unos bloques de mármol que en su tiempo, es decir, en 954
d.C., podía verse y era llamado «la tumba de Alejandro».
Alejandro estaba ya englobado en la
cultura musulmana como un nabí, esto es, un profeta o, en cualquier
caso, un gran hombre que puede competir con los demás grandes profetas del
Libro, incluido Jesús. Por otra parte, en Alejandría estaban aún presentes unas
vivaces comunidades hebraicas y griegas, aunque la élite bizantina había
abandonado la ciudad con sus propiedades ante la proximidad del ejército de Amr
ibn al-As en septiembre de 642 d.C. Y estaban los jacobitas, es decir,
cristianos coptos que todavía hoy existen en Egipto y se los considera
sustancialmente los descendientes de la población autóctona del país. La ciudad
tenía una tradición plurisecular de convivencia no siempre pacífica entre
diversas etnias y religiones, pero en cualquier caso es comprensible una
contaminación-asimilación de diferentes tradiciones culturales. Lo que
impresiona es la fuerza con la que el mito de Alejandro y su tumba
sobrevivió a todo tipo
de trastornos y de calamidades, mientras que ni que decir tiene que la posición
de esta mezquita indicaba necesariamente el lugar de su antigua tumba.
Y no es esta la única mención. Otra
noticia de la existencia de la tumba de Alejandro en Alejandría es la
mencionada en una obra escrita en italiano por un árabe, un personaje
extraordinario y pintoresco cuyos rasgos parecen sacados de Sebastiano del
Piombo: Descripción de África y de las cosas notables que hay allí, por Juan León el Africano, publicado por Ramusio en Venecia
en 1550.6
Nacido en España, inmediatamente después del final del califato de Granada,
emigró con sus padres a Marruecos, luego viajó con varios encargos por el
África sahariana, a continuación por el Magreb, por Arabia, hasta que fue
apresado por una nave española y llevado a Italia, donde se lo mantuvo prisionero
en Castel Sant'Angelo. Como José en las prisiones del faraón, nuestro
aventurero personaje hizo llegar la fama de su saber hasta la corte pontificia,
donde, enterado de su gran experiencia, el papa León X
quiso conocerlo y luego
bautizarlo en San Pedro en 1520, imponiéndole su propio nombre. En esta obra
León declara que, en medio de la ciudad de Alejandría, entre otras ruinas, hay
una casita con una capilla que contiene una tumba en la que está enterrado
Alejandro Magno, profeta y rey. Y que la tumba es visitada por una multitud de
viajeros de todas partes.
Otros dos viajeros, C. Marmol y G. Sandys,
entre mediados del siglo
xvi y principios del XVII, recuerdan la misma capilla en la que estaría la tumba de
Alejandro, quizá a partir de lo dicho por León el Africano. Marmol habla de
ella inmediatamente después de haber descrito una iglesia de San Marcos, pero
sin relacionar una con otra.7 La anotación, en cualquier caso, es
interesante porque san Marcos es de algún modo el ecista sustituto de la ciudad
porque se le atribuía la fundación de la Iglesia de Alejandría y se indicaba la
sepultura en su basílica. De ahí que, en el curso del siglo ix, sus restos
fueran «trasladados» (como refiere el eufemismo edificante) no sin riesgo por
dos mercenarios venecianos «a su isla», a la basílica que todavía lleva su
nombre. La nueva fundación, la del renacimiento en la fe y en el mensaje
evangélico, había de sustituir a la del fundador real de la ciudad, cuyo
fantasma sin embargo proseguía presentándose de nuevo de tiempo en tiempo por
los barrios y ruinas de Alejandría.
La «tumba» de Abdul
Hakim se decía que
estaba cerca de una Puerta, la del León, en medio de la ciudad en ruinas, y por
tanto no debían ser la misma cosa. Es evidente que el tema de la tumba perdida
del gran soberano y profeta fascinaba aún y provocaba entre la gente rumores
de todo tipo. Uno de ellos se había vuelto particularmente famoso porque se
refería a un antiguo sarcófago egipcio de breccia verde cubierta de jeroglíficos (fig.
12), reciclado quizá
como pila para las abluciones dentro de la mezquita Atarina, que se alzaba en
el lugar de la antigua iglesia de San Atanasio. Por algún motivo que ignoramos
(a menos que no pensemos en el relato de al-Massoudi, que hablaba de un sarcófago
de oro sustituido por la
reina Olimpíade por otro de mármol), entre los musulmanes que frecuentaban la
mezquita se había extendido el convencimiento de que lo había atribuido al más
famoso de los personajes de la ciudad: su fundador. La historia debió de cobrar
tal auge que otros visitantes la vieron y la describieron, aunque ninguno,
según consta, hizo la descripción de una pila para las abluciones. La noticia
de que en la mezquita Atarina hay una tumba de Alejandro se difundió también
por Occidente, de modo que muchos trataron de verla despertando así la
desconfianza de las autoridades locales que terminaron por prohibir la entrada
a los no musulmanes.
Con la llegada del Siglo de las
Luces las noticias referentes a tan importantes hallazgos del pasado fascinaban
a los intelectuales; la simple curiosidad del viajero por los aspectos exóticos
y misteriosos se volvía cada vez algo más parecido a la curiosidad científica.
Cuando el inglés William Browne vio y describió el sarcófago en 1792,8
ya hacía medio siglo que en Italia habían comenzado, aunque de manera no
científica y principalmente con el fin de recuperar objetos preciosos, las
excavaciones de Pompeya ordenadas por el rey de Nápoles Carlos de Borbón. Seis
años más tarde, con la campaña napoleónica de Egipto nacería la egiptología
moderna y poco más de veinte años después Champollion descifraría el
jeroglífico de la piedra de Rosetta. Por consiguiente, es verosímil que los
visitantes europeos de Alejandría en ese período se dieran perfecta cuenta de
que lo que se decía sobre la tumba de
Alejandro y sobre que
sus posibles ubicaciones no fueran más que historias carentes de fundamento. Y
la razón principal de todo ello era que el mundo antiguo había muerto con la
afirmación definitiva del cristianismo como religión de Estado y luego con el
advenimiento del islam en el norte de África, por lo que cada transmisión
directa de las tradiciones era de hecho imposible y la memoria histórica
entendida como patrimonio cultural que espontáneamente pasa de generación en
generación se había extinguido desde hacía siglos.
En cuanto al sarcófago de breccia
verde de
Atarina, probablemente hay que reconocer en la mención que hace de él un
estudioso y explorador escocés, Richard Pococke, que en un relato recuerda que
los musulmanes piensan custodiar el cuerpo de Alejandro Magno en una mezquita
de Alejandría.9 Aunque Pococke refiere básicamente habladurías,
algunas décadas después otros estudiosos se toman sus palabras muy en serio
hasta considerar que la mezquita Atarina era en realidad el soma de
Alejandro.
Otros también creyeron reconocerlo
en las ruinas del Serapeo, a partir quizá de una fuente copta que recordaba
una gran columna que sostenía su estatua y que alguno pensaba reconocer en la
llamada columna de Pompeyo, en realidad erigida por Diocleciano y que todavía
existe. Según este testimonio, Alejandro estaba enterrado en un sarcófago que
llevaba grabado su nombre, de donde cabe pensar en la contaminación de dos
versiones, la del Serapeo y la del sarcófago de breccia
de la
Atarina, que finalmente fue examinado y estudiado con la atención necesaria una
vez que Napoleón fue derrotado y exiliado y los ingleses prepararon su traslado
al Museo Británico, donde todavía se encuentra. De ello se encargó Edward
D. Clarke, que se dirigió
a Alejandría poco después de la derrota de la flota francesa en Abukir.
El relato de Clarke
expuesto en un libro que
publicó en 180510 es fascinante. Recién llegado, fue acompañado al
interior de la mezquita Atarina, llamada también mezquita de San Atanasio por
la primera consagración del edificio. El minarete con su forma primera hexagonal,
luego cuadrangular y finalmente cilíndrica, parecía evocar el Faro; en su
interior, en un rincón del amplio pórtico morisco, había un pequeño santuario
cuadrangular de esquinas achaflanadas (por lo que hay quien lo considera
hexagonal) rematado con una cúpula y con cuatro aberturas en arco morisco en
cada uno de los cuatro lados.
Clarke
pronto se vio asediado
por los notables locales que le expresaron todo su entusiasmo en poder servir
a los ingleses después de la derrota de Napoleón y le hicieron saber que los
franceses estaban en posesión de la tumba de Alejandro, que antes se hallaba en
el interior del santuario, y preguntaron si él estaba interesado en ella. Clarke
respondió que sí; es
más, que precisamente esta era la finalidad de su viaje. Entonces le dijeron
que sabían exactamente dónde la habían escondido los franceses después de
haberla sustraído del santuario. Se encontraba en un barco hospital dentro del
recinto portuario. Clarke tomó una barca y alcanzó
la nave: el sarcófago
estaba allí, en efecto, lleno de inmundicias y cubierto de harapos de los
enfermos que estaban a bordo.
Cuando finalmente Clarke
pudo contemplar lo imponente
que era, se quedó profundamente impresionado. No es de extrañar que pudiera
creer que era el de Alejandro: era espléndido, de breccia
verde, de
unas siete toneladas de peso, cubierto de jeroglíficos, redondeado por la
parte de la cabeza y lamentablemente perforado por doce orificios en la parte
inferior.
Sus acompañantes le dijeron que la
cosa era prácticamente segura, que desde hacía mucho tiempo venían de visita
muchos viajeros y peregrinos de todas partes de Oriente Próximo, de Anatolia
y hasta de
Constantinopla, para contemplar el sepulcro.
El sarcófago se convirtió en
propiedad inglesa según una cláusula del tratado franco-británico de 1802; una
vez recuperado y restaurado, fue enviado al Museo Británico. Clarke
publicó La tumba de
Alejandro, que despertó mucho interés, donde identificaba el complejo de
la mezquita como el soma y la capilla central con el sarcófago como el
sepulcro propiamente dicho. Ahora bien, como se ha hecho notar con razón,11
la casita en forma de capilla descrita por León el Africano era lo mismo que el
santuario que contenía el sarcófago de breccia verde de la mezquita Atarina; los argumentos
aducidos por Clarke no convencieron a los estudiosos, porque se basaban
primordialmente en los testimonios y las afirmaciones que el autor recogió in
situ. En cualquier
caso, el sarcófago había de reservar de todas formas una sorpresa y
constituiría un enigma cuando, al poco tiempo, la piedra de Rosetta y el
desciframiento del jeroglífico permitieron leer el texto grabado en sus
paredes.
1.
Quinto Aurelio Símaco, El altar de la Victoria.
2.
El problema fue tratado extensamente por Scerrato, 1995, pp.
185-191.
3. Véase capítulo l, nota 1.
4.
Fraser, 1972, vol. II, nota
36.
5. Barbier de Meynard, Pavet de Courteille (al cuidado
de), 1863, pp. 257 y ss.
6.
Ahora en G. Ramusio, Navigazioni e viaggi, Turín,
1978, vol.
I, pp. 9-460.
7. Chugg, 2006, p. 132.
8.
W. Browne vio el sarcófago de breccia verde de la mezquita Atarina y lo describió como la pila para
las abluciones: Saunders, 2006, p. 125 y nota 26.
9.
Pococke, 1743.
10. Clarke
se convenció de que el
sarcófago de breccia verde en la capilla de la mezquita Atarina era el de
Alejandro y la mezquita era el soma, y publicó su experiencia en una
obra titulada The Tomb of Alexander. En aquel momento el sarcófago estaba ya en el Museo
Británico, donde sigue todavía.
11.
Chugg, 2006, p. 138.
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