Al acercarme a Tebas, me sorprendió la cantidad de soldados
extranjeros que bullían alrededor de la ciudad. Cuando me dirigía hacia una de
las siete puertas de la ciudad, noté que estaban todas cerradas. Un capitán me
increpó, burlándose:
—¿Quién eres, joven extranjera? ¿No ves que estamos sitiando Tebas? ¡Si entras, ya no podrás
volver a salir!
—Me llamo Antígona. Soy la hija de Edipo, que fue rey de esta ciudad.
Regreso a mi patria, que es gobernada por Creonte, mi tío.
—¿Antígona? —dijo el otro inclinándose con respeto.
Entonces, de una de las tiendas que rodeaban la ciudad, una muchacha
envuelta en llantos salió, me vio y se lanzó hacia mí. La abracé.
—¡Ismene! Ismene, mi hermana querida... ¿Por qué lloras así?
—Ay, Antígona —me dijo sollozando—, ¡estoy tan contenta de que hayas
regresado! ¿Cómo está nuestro padre Edipo?
—Ha muerto. Las euménides finalmente se apiadaron de él.
Esta triste noticia hizo recrudecer el llanto de mi hermana.
—¡La desdicha nos persigue, Antígona! —me confesó—. La muerte de
nuestros padres no ha calmado la ira de los dioses... Desde el exilio de Edipo,
¡nuestros hermanos no han dejado de tratar de destruirse entre sí!
¡Eteocles y Polinices! Los quería tanto como Ismene. Mi hermana
contuvo sus lágrimas para explicarme:
—Después de tu partida, fue Creonte, nuestro tío, quien asumió el
trono. Muy rápidamente, Eteocles y Polinices exigieron el poder: los
hijos de Edipo no hacían más que reclamar su derecho.
—¡Que así sea! —les respondió Creonte—. ¿Pero cuál de ustedes dos será
rey?
Me imaginaba sin dificultad la continuación de los hechos que Ismene
me confirmó:
—Ninguno quiso renunciar. Sabes, Antígona, ¡qué orgullosos e
intransigentes son! Hicieron un trato: gobernaría uno cada año. El azar designó
primero a Eteocles...
—La solución no era mala —murmuré.
—Ay, aquel que conoce el poder no tiene sino un deseo: ¡conservarlo!
Polinices se había instalado lejos del palacio. Cuando regresó, Eteocles nunca
quiso entregarle el trono.
—¡Qué perjurio! ¿Por qué cometió esa traición?
—Eteocles argumentaba que, en un año, había aprendido a gobernar.
¡Oh, todos los pretextos fueron buenos! Eteocles no cedió.
—¿Y Polinices? ¿Cómo reaccionó?
—¡Muy mal! —respondió una voz familiar detrás de mí.
Polinices estaba allí, feliz, orgulloso, rutilante, armado. Me abrazó.
—¡Fui a pedir ayuda para hacer valer mi derecho! —refunfuñó, señalando
el ejército que rodeaba a la ciudad—. El rey de Argos tuvo a bien ofrecerme
estos refuerzos: me ha confiado miles de hombres. ¡En este momento, siete
capitanes y sus guarniciones vigilan las siete puertas de Tebas! La ciudad se
rendirá pronto.
No pude impedir responderle, como quien reta a un niño caprichoso:
—Polinices... ¿sabes bien lo que haces? ¡Estás desafiando a ti propio
hermano, estás reclutando a un ejército extranjero!
—¿Apoyarías a Eteocles? ¡Faltó a su palabra!
—Ambos se equivocan, incluso si fue él quien ha comenzado...
Polinices bajó los ojos. Apenas de regreso en mi patria, me obligaban
a volver a ser la hermana mayor, encargada de apaciguar las peleas y de
arbitrar en los conflictos. Yo ya estaba pensando en la desazón de los tebanos
hambrientos.
—¡Cuántos muertos va a provocar este sitio! —murmuré espantada.
—Antígona —me respondió mi hermano—, sabes cuánto te queremos. Tu
dedicación a nuestro padre en el exilio ha suscitado el respeto y la
admiración general. Pero si apoyas la actitud de Eteocles...
—¡La condeno tanto como a la tuya! ¿Has pensado, Polinices, en las víctimas que esta guerra fratricida
acarreará? No sólo entre los nuestros, sino también entre los soldados de
Argos, que van a morir en un conflicto que no concierne más que a tu hermano y
a ti.
—Lo sé —masculló él—. Por eso, Antígona, te pido que vayas a convencer
a Eteocles. Si me niega el trono, somételo a un trato: que acepte enfrentarme
en un combate singular1. Si
pierde, ¡obtendré para siempre el trono! Si gana, se lo quedará.
—¡No! Me niego a que se maten entre ustedes...
—En ese caso —exclamó señalando el ejército de Argos—, no evitaremos
la matanza. Que gane el más fuerte.
Estaba consternada. Necesitaba ganar tiempo, además de intentar hacer
entrar en razón a Eteocles. Muy rápidamente, respondí:
—¡De acuerdo, Polinices! Voy a plantearle tu propuesta.
Lo abracé durante un largo rato.
—Te quiero, hermanita, ¿sabes? —me murmuró Polinices.
Yo también te quería, Polinices. Pero no había nacido sino para ver
morir a todos aquellos que más amaba.
Una vez dentro de Tebas, las puertas se cerraron detrás de mí. Fui
inmediatamente admitida en el palacio. Creonte me recibió sin alegría. Me
condujo ante el trono donde se encontraba mi hermano. Grité:
—Nuestro padre ha muerto. Regreso. ¡Y me entero de esta odiosa pelea
entre hermanos! Eteocles, mantén tu palabra: cede el trono por un año a
Polinices.
—¿¡Qué!? —se indignó él—. ¿Capitular ahora ante ese traidor que ha ido
a buscar refuerzos entre nuestros antiguos enemigos?!
Durante un largo tiempo lo confronté con distintos argumentos para
convencerlo. Mi hermano no se engañaba a propósito de su propia mala fe. Pero
su orgullo haría que no se aviniera a ceder en su posición. Creonte, atento,
escuchaba. Murmuré:
—Si existiera una manera cruel de desempatar...
Expliqué el trato que proponía Polinices; Creonte reaccionó:
—¡La solución es honesta, Eteocles! Escucha: la población de Tebas
está hambrienta. Cuando Argos nos asalte, estaremos demasiado débiles para
combatir, deberemos capitular, ¡lo sabes! ¿Cómo... dudas? ¿Temes enfrentar a tu
hermano?
—De acuerdo. Salvemos vidas. ¡Antígona, dile a Polinices que acepto!
Al día siguiente, al alba, asistí al combate desde los muros de la
ciudad. Con el corazón estrujado, esperaba que uno de mis hermanos fuera
ligeramente herido, admitiera su derrota y abandonara el trono. No ocurrió nada
de eso. La llanura donde los dos adversarios se enfrentaban resonaba ante el
choque violento de sus espadas. Las estocadas eran a matar. La sangre brotaba
de un lado y de otro. Y como sus voces agresivas se entremezclaban, yo no
sabía cuál lanzaba gruñidos de cólera y cuál gritos de dolor.
Por fin, tras una hora de enfrentamiento sin piedad, los vi
tambalearse y caer al mismo tiempo, uno encima del otro. Grité:
—¡Eteocles! ¡Polinices! ¡Rápido, vayan a socorrerlos!
Creonte hizo abrir las puertas y llegó a la planicie con una pequeña
guarnición. Cuando regresó, su escolta transportaba un cadáver ensangrentado.
Fuera quien fuese, estaría desconsolada.
Reconocí el cuerpo de Eteocles; me precipité sobre él, lo inundé con
mi llanto. Antes de exhalar su último suspiro, me reconoció, sonrió y murmuró:
—Te quiero, hermanita, ¿sabes?
En la llanura, los soldados de Argos se replegaban. Ya no entendía nada:
Polinices había ganado, ¿por qué sus aliados no entraban vencedores a Tebas?
—¡Polinices también ha muerto! —me anunció Ismene viniendo por mí—. Su
cuerpo yace en la planicie. Sin más motivos para combatir, la gente de Argos regresa a su
patria.
Así los dioses continuaban ensañándose con nuestra familia: la estúpida rivalidad de mis hermanos
los había perdido. Mientras me
lanzaba hacia los despojos de Polinices, abandonados en la arena, oí lo que
Creonte decretaba para los tebanos reunidos:
—¡Que se hagan al soberano Eteocles funerales dignos del gran rey que era!
Rápidamente, di media vuelta hacia mi tío:
—¿Y Polinices? —le dije, señalando, a lo lejos, su cuerpo muerto.
—Ese traidor no merece sepultura alguna. ¡Que su cadáver sirva de alimento a los buitres!
Quienquiera que se aproxime a él e intente infringir mis órdenes será condenado
a muerte. ¡Que se haga como he dicho!
—¡Es imposible! Tío...
Creonte me fulminó con la mirada, pues lo estaba desafiando en
público.
—¡Te imploro clemencia! —grité arrojándome a sus pies.
—No daré un paso atrás con la orden dada, Antígona. No olvides que de
nuevo soy el rey.
En efecto, una vez desaparecidos mis hermanos, ¡Creonte volvía a subir
al trono!
Esperé encontrarme sola con él dentro del palacio. Sabía que mi tío
era obstinado, pero no cruel.
—Si dejas el cuerpo de Polinices sin sepultura, su alma errará para
siempre, ¡no podrá llegar al reino de los muertos!
—Es cierto. Pero ignoras, Antígona, lo que es la razón de Estado. El
pueblo exige que haya buenos y malos, vencedores y vencidos. No comprendería
que tus hermanos fueran tratados de la misma manera. Eteocles era el rey en
ejercicio.
—¡Había violado su acuerdo y usurpado el trono!
—No importa: era el rey de Tebas y Polinices estaba del lado
equivocado de los muros. Además, es demasiado tarde para que yo modifique mi
decreto.
—¡Pero es una injusticia!
—Más vale una injusticia que un desorden. En mi lugar, harías lo
mismo. Castigarías con la muerte a aquel que infringe la ley.
—Existen otras leyes, tío, no escritas: leyes dictadas por amor, el
respeto de los hombres y el temor de los dioses, ley más justas y más fuertes
que tus pequeños decretos.
—Cuidado, Antígona, no me desafíes. Si te atrevieras a desobedecer, me
vería obligado a condenarte.
Éramos iguales a mis hermanos que se habían matado entre sí: ninguno
de los dos quería ni podía retroceder. Pero si Creonte no hacía más que cumplir
con su trabajo, a mí me incumbía cumplir con mi deber.
Aquella misma noche estaba con Ismene en su habitación. Su tristeza
parecía infinita. Le acaricié el cabello y le murmuré:
—Ismene, debes saber que perderás también a tu hermana.
—¿Cómo? —preguntó levantando rápidamente la cabeza—. ¿No me digas que
tienes la intención de ir a dar sepultura a Polinices?
—Debo hacerlo. Luego, Creonte hará de mí lo que quiera.
—¡Antígona —me suplicó— no me abandones! ¡En vez ocuparte de los
muertos, cuida más bien de los vivos!
—No soy más que una sombra, Ismene. Tengo prisa por reunirme con
quienes nos han dejado.
Alguien entró en la habitación: por su andar encorvado, reconocí a
Tiresias, el adivino. ¿Qué venía a hacer a esa hora?
—Vas a cometer lo irreparable,
Antígona...
—¡Creonte te condenará! —exclamó Ismene—. Sí: leo tu muerte en la
mirada del adivino, Antígona... ¿por qué obstinarte? ¿Nuestro interés no es
ponernos del lado del más fuerte?
—Lo más fuerte no es la ley de Creonte. Lo más fuerte es deber. Luego,
una vez cumplido el deber, se cumple el destino.
Es de noche. Ismene está durmiendo. Me inclino sobre ella para
besarla. Luego, con los pies descalzos, dejo la habitación y me deslizo fuera
del palacio. Las calles de Tebas están desiertas. Y las siete puertas de Tebas
están abiertas. Ya no nos acecha enemigo alguno. A pesar de todo, hay soldados
montando guardia y, cuando paso, me interpelan:
—¡Antígona! ¿Tú, aquí, a esta hora? ¡Espera, no te alejes!
—¡Creonte ha prohibido que salgamos de la ciudad!
Los soldados van bien armados, pero soy mucho más ágil que ellos. Me
escapo sin dificultad y me lanzo hacia la planicie.
—¡Antígona, regresa! —me gritan—, ¡Oh, no, por favor, no lo hagas!
Dudan en perseguirme. Soy yo quien les grita de lejos:
—Sólo voy a cumplir con mi deber. ¡Ustedes, soldados, cumplan con el
suyo!
La noche es bella, y la arena está caliente bajo mis pasos. Corro
hasta esa forma humana que, sangrienta y despedazada, yace bajo la luna.
Asustadas, algunas aves rapaces se echan a volar con pesadez ante mí.
Polinices... por fin, mi hermano está aquí. No me tomo tiempo para honrar su
memoria. Junto tierra y arena con mis pies y arrojo todo sobre el cuerpo
difunto. Oh, es inútil cubrirlo completamente para los dioses, que sólo juzgan
la intención, algunos puñados bastan.
—Ve, Polinices, ¡descansa en paz ahora!
Por la bocanada de felicidad que me invade, sé que el alma de mi
hermano deja finalmente su cuerpo muerto. En ese momento, Polinices ha llegado
a la laguna Estigia, y Caronte lo ha admitido en su barca.
Oigo ya detrás de mí los pasos de los soldados que acuden. La alerta
fue dada. Suena una trompeta. Tebas se despierta.
El alba se levanta sobre el cuerpo de Polinices. Ya nadie puede ignorar
mi acto de rebeldía y de amor.
Frente al trono de Creonte, ante el cual los soldados me han conducido,
debo confesar mi delito. Mi tío se inclina hacia mí, me susurra:
—Todavía puedo indultarte. Confiesa que lamentas ese acto insensato.
—¡Sí, Creonte! —digo lo bastante fuerte como para que todos me
escuchen—. Sí, confieso: ¡si tuviera que hacerlo de nuevo, lo repetiría!
Tiresias trata en vano de tomar mi defensa. Creonte suspira:
—¿Qué clase de obstinada eres como para haberte atrevido a infringir
mi ley?
—¿Y tú, Creonte, qué clase de rey eres para ponerte en el lugar de los
dioses y negarle la sepultura a aquel cuyo único crimen era reclamar lo que se
le debía?
Como a todos los reyes, a Creonte no le gusta que lo desafíen.
—¡Joven terca! Me veo obligado a condenarte a muerte...
—Prefiero morir en paz antes que vivir sin haber cumplido con mi
deber. Cuídate, tío: ¡has violado otras leyes, teme la cólera de quienes las
han dictado!
Cuando atravieso las calles de Tebas, encadenada, sorprendo a mi
alrededor murmullos de admiración y de piedad. Para mi gran asombro, soy más
una heroína que una condenada.
Mi prisión se encuentra un poco apartada de la ciudad; es una gruta en
el acantilado. Antes de entrar, abrazo a Ismene.
—Antígona —me afirma—, no voy a sobrevivir a tu muerte.
Por orden de Creonte, los soldados hacen rodar ante la entrada de la
caverna una enorme roca que la obstruye. Estoy sumergida en la oscuridad. Así
es, aquí voy a morir.
No esperaré que la sed y el hambre vengan a torturarme. Pondré fin a
mis días como lo hizo mi madre. Hades tendrá piedad de mí, lo sé. Mi sacrificio
servirá tal vez de ejemplo...
Espero que en el futuro haya otros como yo que sepan desafiar a los
reyes y comprender que su deber, a veces, es infringir la ley de los hombres.
Sófocles
es quien recoge este mito y lo hace tema de su tragedia homónima. También
Eurípides toma como asunto de algunas de sus tragedias la descendencia del
infortunado Edipo.
1
El combate
singular era el enfrentamiento entre los dos líderes de cada ejército. Cada uno
representaba a su ciudad y el que ganaba se consideraba vencedor.
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