No está
claro si los sellos de Septimio Severo fueron respetados cuando, cuatro años
después de su muerte, acaecida en 211 en York, Britania, su hijo Caracalla,
fanático admirador y grotesco imitador de Alejandro, visitó primero el
Serapeo, principal santuario de Alejandría, donde hizo ofrecer suntuosos
sacrificios, y después su tumba, sobre la cual depositó su manto de púrpura,
sus anillos con piedras preciosas y su cinturón en señal de homenaje. También
en la página de Herodiano que narra el acontecimiento1 tenemos, una
vez más, un término vago, «tumba» (tafos), por lo que podemos pensar ya
que Caracalla forzó los sellos para entrar en la cámara sepulcral, pues
depositó sus presentes en el exterior sobre un altar para las ofrendas. Dado su
fanatismo, es más probable la primera hipótesis.
Desde este momento en adelante no sabemos nada más
de la tumba de Alejandro Magno, a no ser por una noticia en negativo que
extraemos de una homilía de san Juan Crisóstomo,2 que fechamos hacia
finales del siglo iv d.C., período en el que recibió el encargo
de predicar en la catedral de Antioquía, sede importantísima por ser la
primera cátedra de Pedro según la tradición apostólica.
«¿Dónde
está, dime, la tumba [sema] de Alejandro? ¡Muéstramela, y dime
en qué día
murió!»
La cita aparece obviamente en todos
los estudios sobre la tumba de Alejandro y es la que, si se nos permite la
tautología, pone la lápida sepulcral sobre la peripecia del cuerpo del
fundador de una de las más grandes civilizaciones de nuestro mundo. ¿Qué podemos
deducir de estas pocas pero tan significativas palabras? Ante todo el hecho de
que el término sema está definitivamente consolidado con el significado
de mausoleo, o de complejo funerario como hemos visto por las precedentes
consideraciones. Y luego el hecho de que hacia finales del siglo iv nadie sabía
ya dónde estaba la tumba de Alejandro o también, si no queremos tomar la frase
de Crisóstomo al pie de la letra, que pocos lo sabían y se preocupaban de
ella. Juan Crisóstomo insiste con otra pregunta: ¿sabe alguien en qué día
murió? Cierto que él lo sabía y lo recordaba perfectamente, pero sus palabras
eran portadoras de un doble mensaje: el primero es que la gloria humana es
efímera, que Alejandro fue venerado como un dios y luego totalmente olvidado.
El segundo, que este completo olvido es el signo del triunfo de la nueva fe
que ha oscurecido y borrado los valores y los símbolos del mundo pagano.
¿Qué ocurrió con la tumba de
Alejandro? Sabemos que la zona entera de los palacios había sufrido, también
después de la visita de Caracalla, daños muy graves en varias circunstancias.
Caracalla había creado un enclave fortificado conocido como Bruchion y lo había
circundado de recias murallas, el cual incluía también el sema. Durante
el asedio de Aureliano y la reconquista de Alejandría ocupada por la reina
Zenobia y luego por el rebelde Firmo, el Bruchion había sufrido serios daños.3
«Tras muchos años, durante el dominio de Aureliano, cuando degeneraron las
luchas civiles en conflictos mortíferos y fueron destruidas las murallas,
perdió la mayor parte del distrito conocido como Bruchion, que durante mucho
tiempo fue residencia de personajes ilustres»; el Museo había sido casi
completamente destruido y quizá también la Gran Biblioteca,4 así
como un cierto número de edificios y de monumentos. En teoría, ninguno de los
contendientes tenía interés en dañar la tumba de Alejandro, pero en situaciones
de gran confusión puede suceder de todo y el hecho de que nuestra fuente no
hable de ello no significa ni que el monumento no se hubiese visto afectado ni
que existiese aún.
La ciudad sufrió otros graves daños
durante el asedio de Diocleciano y la violenta persecución anticristiana en
297. Nos acercamos ya a la era de Constantino y, por tanto, al largo proceso
que en poco más de medio siglo vio cómo el cristianismo pasaba de ser una
religión perseguida a ser la religión de Estado, con todo lo que ello
significó. Primero el emperador hizo convocar el Concilio de Nicea para
establecer con el Credo el
principio de la
ortodoxia y, a continuación, la persecución tanto de los paganos como de los
herejes. Para hacer que la nueva religión arraigase sólidamente, Constantino quiso
anclarla a unos lugares físicos que se convirtieran en punto de atracción para
la piedad popular y para los cultos canónicos. Por consiguiente, animó, por
así decir, al patriarca de Jerusalén Macario a dedicarse a la búsqueda del
sepulcro de Cristo, que fue rápidamente sacado a la luz, y a erigir una serie
de basílicas en los lugares identificados como teatro de las más famosas
manifestaciones del poder divino de Cristo.
Saunders
propone una brillante
intuición, es decir, que el obispo Osio de Córdoba le había hecho una sugerencia
concreta en tal sentido después de haber pasado por Alejandría y haber visto
el cuerpo de Alejandro.5 Lo cual obviamente implicaría que la tumba
todavía existía, cosa de la que no estamos en absoluto seguros, pero es una
prueba concreta de que tanto Constantino como los miembros más relevantes del
clero se dieron cuenta de que una religión totalmente espiritual a duras penas
lograría conquistar las masas. Se encontró, pues, el sepulcro de Cristo, el
único, como dijimos en el primer capítulo de este libro, que en los siglos futuros
y hasta nuestros días ha tenido una importancia y un impacto sobre nuestra
cultura superiores a los de Alejandro. El motivo es bien conocido: la preeminencia
del sepulcro de Cristo se fundamenta en el hecho de que estaba vacío.
La existencia de un plan concreto en
este sentido es demostrada por el posterior y rápido hallazgo por parte de la
emperatriz madre Helena de la cruz de Jesús, y a continuación por la
introducción de los Santos Lugares en la topografía oficial del imperio. La
Tabula Peutingeriana, el único mapa que poseemos que se remonta a un original
romano de probable época de Adriano, lleva la huella de las intervenciones para
completarlo propias del siglo iv con el añadido de la basílica de San Pedro
de Roma, del monte de los Olivos y del monte Sinaí.6
También tenemos noticia por Amiano
Marcelino7 de un gran cataclismo que afectó a Alejandría en 365. La
descripción es impresionante y coincide perfectamente con lo que sucedió con
el tsunami
en 2004 en Sumatra.
Primeramente el mar se retiró y muchos se acercaron llenos de curiosidad a la
playa, luego se desencadenó un maremoto. Una anómala ola gigantesca devastó
las zonas costeras, arrasó barrios enteros de Alejandría y mandó las
embarcaciones sobre los tejados de las casas. Una nave de gran tonelaje fue
encontrada a varios estadios de distancia tierra adentro.
Una catástrofe semejante también
tuvo que afectar a la sema que no estaba muy lejos del mar, pero no sabemos
en qué condiciones se encontraba la necrópolis real una vez que el mar se hubo
retirado, ni en qué condiciones estaban la momia y el sepulcro de Alejandro
que se hallaban debajo, excavado respecto al nivel del suelo. Cabe suponer que
todo había quedado reducido a un estado de total degradación y que el túmulo
fue en parte aplanado, lo que no significa por fuerza que se hubiera perdido la
memoria de él.
En cualquier caso, no cabe duda de
que la consolidación final del cristianismo fue determinante para su abandono
cuando no incluso para su destrucción definitiva. Los dioses y los héroes
solamente pueden existir mientras los hombres creen en ellos. Con el edicto de
Tesalónica promulgado por Graciano y Teodosio en 380 d.C., el catolicismo pasó
a ser la religión oficial del imperio y el credo obligatorio para todos. Los
paganos fueron llamados dementes atque vesanos, «locos y dementes», y
se les prohibió ofrecer sacrificios a los dioses. A continuación, otro edicto
de 391 extendió las prohibiciones también a Alejandría que gozaba de exenciones
especiales. En ese momento el obispo de la ciudad, Teófilo, se sintió
autorizado para mandar derribar los santuarios antiguos y dirigió la
destrucción del Sera-peo, iniciando él mismo la demolición de la estatua colosal
de Serapis. Luego le llegó el turno a la biblioteca del templo, una especie de
sucursal de la Gran Biblioteca que se perdió por completo. Como ya hemos dicho,
no sabemos en qué condiciones se hallaba la tumba de Alejandro ni si el furor
del celo cristiano destruyó lo que había quedado de ella.
Sabemos que en varias ocasiones se
produjeron actos de vandalismo contra las sedes de la civilización «pagana» y
se desencadenó una violencia terrible contra sus exponentes culturales, como la
muerte de Hipada en los primeros años del siglo v a manos de un grupo de monjes
y de fanáticos facinerosos cristianos encabezados por un tal Pedro llamado el
Lector. Hipada, acusada de impedir la reconciliación entre el prefecto
Orestes y el obispo
Cirilo, era en realidad detestada por ser científica, filósofa y mujer de gran
belleza y porque dirigía una escuela, educaba a un grupo de sólidos hombres de
pensamiento que habían de transmitir a su vez los valores de una civilización
considerada manifestación del error. Fue arrancada de su carro, desnudada y
arrastrada al Cesáreo, el templo que Cleopatra había dedicado al culto de César, ahora iglesia
cristiana, y masacrada. Arrancaron las carnes de su cuerpo con fragmentos
aguzados de cerámica, los ostraka (según algunos, estando todavía
viva), y luego la quemaron.8
Lo más verosímil es que tales
muestras de violencia y actos vandálicos implicaran en varias y diferentes situaciones
también a la zona de las tumbas reales que todavía existían entonces. Aquel
lugar estaba lleno de símbolos, de imágenes, de recuerdos de una civilización
considerada corrupta y símbolo del dominio del Maligno. Estaban enterrados en
ellas los reyes a los que se había tributado un culto divino, que era de por sí
una blasfemia, y estaba la tumba de Alejandro. El poder simbólico y semántico
que durante muchos siglos había sido la inexpugnable defensa de ese monumento
era ahora su extrema debilidad.
No hay más que una fuente que parece
alimentar la hipótesis de una supervivencia de la tumba de Alejandro: un
pasaje de Libanio. Este extraordinario maestro de retórica que vivió desde 324
hasta 394 d.C., audaz voz crítica y disidente, fue amigo y consejero del emperador
Juliano, conocido con el nombre de Apóstata, v luego maestro de retórica en
Antioquía, donde contó entre sus discípulos a algunos de los personajes de más
talla intelectual y moral de su siglo: dos Padres de la Iglesia, Basilio de
Cesárea y Juan Crisóstomo, y el gran historiador Amiano Marcelino. En uno de
sus discursos9 despotrica contra la corrupción de los funcionarios
públicos que, teniendo las manos libres contra los templos y los santuarios
paganos, aprovecharon la ocasión para acumular enormes riquezas, lo cual
sucedió por doquier: «Y esta peste [...] está universalmente extendida: en
Palto y en Alejandría, donde está expuesto el cuerpo de Alejandro, y en Balanae
o en nuestra propia Antioquía». Que es como decir tanto en la gran metrópolis
como en los pequeños centros.
Y henos de nuevo enfrentados a un
enigma: ¿qué significan esas palabras? ¿Que el sepulcro del conquistador
macedonio había resistido a las devastaciones de los hombres y de la
naturaleza, a los terremotos y maremotos, a las incursiones y a los saqueos, a
las guerras y su cuerpo podía verse aún a finales del siglo iv? Nunca sabremos
si esta frase debe tomarse al pie de la letra o si es solamente una forma de
epíteto de la ciudad de Alejandría, o si Libanio se expresa de este modo porque
no tiene noticias desde hace mucho tiempo. Y, sin embargo, la fuente de la
catástrofe de 365 era Amiano Marcelino, su discípulo...; finalmente hay que
admitir que el azar ha seleccionado para nosotros la supervivencia de fuentes
tan exiguas y aisladas que su interpretación es extraordinariamente ardua.
Sería hermoso pensar que los sellos
de Septimio Severo habían sido capaces de proteger el sueño del héroe o que
algún sacerdote había escondido el cuerpo para defenderlo de la profanación
propia como sucedió con los faraones sacados en secreto de sus tumbas y escondidos
en las cuevas de Deir el Bahri, pero los escenarios más probables son bastante
menos sugestivos. El cuerpo de Alejandro fue destruido de un modo u otro, su
tumba expoliada y quizá también desmembrada en sus componentes arquitectónicos
para ser reutilizada de algún modo. Juan Crisóstomo pudo así preguntar desde
su pulpito de Antioquía: «¿Dónde está Alejandro?». Una pregunta que a la
distancia de tantos siglos seguimos haciéndonos.
1.
Herodiano, Historia del Imperio, IV, 8, 7, 9
2. Juan Crisóstomo, XXXV, 5.
3. Amiano Marcelino, Historias, XXII, 16,15.
4. Canfora, 1986, pp. 103-121 y 219 y ss.
5. Saunders, 2006, pp. 97 y ss.
6. Véase Bosio, 1983, donde en la p. 22 encontramos representado un detalle del segmento XI,
4-5 con los altares de
Alejandro y en la p. 95 el segmento IV, 4-5 con la basílica de San Pedro. Véase también la
p. 74, con el detalle del monte Sinaí en la Tabula Peutingeriana y el escrito «Desertum
ubi quadraginta annis erraverunt filii Israel ducente Moyse», «el desierto
por el que anduvieron errantes los hijos de Israel bajo la guía de Moisés
durante cuarenta años».
7. Amiano Marcelino, Historias, XXVI, 10,15-19.
8. El suceso es narrado por Sócrates Escolástico, VII,
13. En general, para una
representación de los hechos, K. Praechter en Paulys Realencyclopadie der
classischen Altertumswissenschaft: neue Barbeitung, en Von Pauly, G.
Wissowa, W. Kroll, K. Witte, K. Mittelhauss, K. Ziegler, eds., Stuttgart,
1894-1980, vol. IX, col. 242-249, s.v. Ypatia.
9. Libanio, Discursos, XLIX, 11-12.
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