lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:10 Eclipse de un mito

No está claro si los sellos de Septimio Severo fue­ron respetados cuando, cuatro años después de su muerte, acaecida en 211 en York, Britania, su hijo Caracalla, fanático admirador y grotesco imitador de Ale­jandro, visitó primero el Serapeo, principal santuario de Alejandría, donde hizo ofrecer suntuosos sacrificios, y después su tumba, sobre la cual depositó su manto de púrpura, sus anillos con piedras preciosas y su cinturón en señal de homenaje. También en la página de Herodiano que narra el acontecimiento1 tenemos, una vez más, un término vago, «tumba» (tafos), por lo que po­demos pensar ya que Caracalla forzó los sellos para en­trar en la cámara sepulcral, pues depositó sus presentes en el exterior sobre un altar para las ofrendas. Dado su fanatismo, es más probable la primera hipótesis.
            Desde este momento en adelante no sabemos nada más de la tumba de Alejandro Magno, a no ser por una noticia en negativo que extraemos de una homilía de san Juan Crisóstomo,2 que fechamos hacia finales del siglo iv d.C., período en el que recibió el encargo de predicar en la catedral de Antioquía, sede importantísi­ma por ser la primera cátedra de Pedro según la tradi­ción apostólica.
            «¿Dónde está, dime, la tumba [sema] de Alejandro? ¡Muéstramela, y dime en qué día murió!»
            La cita aparece obviamente en todos los estudios sobre la tumba de Alejandro y es la que, si se nos per­mite la tautología, pone la lápida sepulcral sobre la pe­ripecia del cuerpo del fundador de una de las más grandes civilizaciones de nuestro mundo. ¿Qué pode­mos deducir de estas pocas pero tan significativas pala­bras? Ante todo el hecho de que el término sema está definitivamente consolidado con el significado de mau­soleo, o de complejo funerario como hemos visto por las precedentes consideraciones. Y luego el hecho de que hacia finales del siglo iv nadie sabía ya dónde esta­ba la tumba de Alejandro o también, si no queremos tomar la frase de Crisóstomo al pie de la letra, que po­cos lo sabían y se preocupaban de ella. Juan Crisósto­mo insiste con otra pregunta: ¿sabe alguien en qué día murió? Cierto que él lo sabía y lo recordaba perfecta­mente, pero sus palabras eran portadoras de un doble mensaje: el primero es que la gloria humana es efíme­ra, que Alejandro fue venerado como un dios y luego totalmente olvidado. El segundo, que este completo ol­vido es el signo del triunfo de la nueva fe que ha oscu­recido y borrado los valores y los símbolos del mundo pagano.
            ¿Qué ocurrió con la tumba de Alejandro? Sabemos que la zona entera de los palacios había sufrido, tam­bién después de la visita de Caracalla, daños muy graves en varias circunstancias. Caracalla había creado un en­clave fortificado conocido como Bruchion y lo había circundado de recias murallas, el cual incluía también el sema. Durante el asedio de Aureliano y la reconquista de Alejandría ocupada por la reina Zenobia y luego por el rebelde Firmo, el Bruchion había sufrido serios da­ños.3 «Tras muchos años, durante el dominio de Aure­liano, cuando degeneraron las luchas civiles en conflic­tos mortíferos y fueron destruidas las murallas, perdió la mayor parte del distrito conocido como Bruchion, que durante mucho tiempo fue residencia de personajes ilustres»; el Museo había sido casi completamente des­truido y quizá también la Gran Biblioteca,4 así como un cierto número de edificios y de monumentos. En teoría, ninguno de los contendientes tenía interés en dañar la tumba de Alejandro, pero en situaciones de gran confusión puede suceder de todo y el hecho de que nuestra fuente no hable de ello no significa ni que el monumento no se hubiese visto afectado ni que exis­tiese aún.
            La ciudad sufrió otros graves daños durante el ase­dio de Diocleciano y la violenta persecución anticris­tiana en 297. Nos acercamos ya a la era de Constanti­no y, por tanto, al largo proceso que en poco más de medio siglo vio cómo el cristianismo pasaba de ser una religión perseguida a ser la religión de Estado, con todo lo que ello significó. Primero el emperador hizo con­vocar el Concilio de Nicea para establecer con el Credo el principio de la ortodoxia y, a continuación, la persecución tanto de los paganos como de los herejes. Para hacer que la nueva religión arraigase sólidamente, Constantino quiso anclarla a unos lugares físicos que se convirtieran en punto de atracción para la piedad po­pular y para los cultos canónicos. Por consiguiente, ani­mó, por así decir, al patriarca de Jerusalén Macario a dedicarse a la búsqueda del sepulcro de Cristo, que fue rápidamente sacado a la luz, y a erigir una serie de ba­sílicas en los lugares identificados como teatro de las más famosas manifestaciones del poder divino de Cristo.
            Saunders propone una brillante intuición, es decir, que el obispo Osio de Córdoba le había hecho una su­gerencia concreta en tal sentido después de haber pa­sado por Alejandría y haber visto el cuerpo de Ale­jandro.5 Lo cual obviamente implicaría que la tumba todavía existía, cosa de la que no estamos en absoluto seguros, pero es una prueba concreta de que tanto Cons­tantino como los miembros más relevantes del clero se dieron cuenta de que una religión totalmente espiritual a duras penas lograría conquistar las masas. Se encon­tró, pues, el sepulcro de Cristo, el único, como dijimos en el primer capítulo de este libro, que en los siglos fu­turos y hasta nuestros días ha tenido una importancia y un impacto sobre nuestra cultura superiores a los de Alejandro. El motivo es bien conocido: la preeminen­cia del sepulcro de Cristo se fundamenta en el hecho de que estaba vacío.
            La existencia de un plan concreto en este sentido es demostrada por el posterior y rápido hallazgo por parte de la emperatriz madre Helena de la cruz de Jesús, y a continuación por la introducción de los Santos Luga­res en la topografía oficial del imperio. La Tabula Peutingeriana, el único mapa que poseemos que se re­monta a un original romano de probable época de Adriano, lleva la huella de las intervenciones para com­pletarlo propias del siglo iv con el añadido de la basíli­ca de San Pedro de Roma, del monte de los Olivos y del monte Sinaí.6
            También tenemos noticia por Amiano Marcelino7 de un gran cataclismo que afectó a Alejandría en 365. La descripción es impresionante y coincide perfecta­mente con lo que sucedió con el tsunami en 2004 en Sumatra. Primeramente el mar se retiró y muchos se acercaron llenos de curiosidad a la playa, luego se de­sencadenó un maremoto. Una anómala ola gigantesca devastó las zonas costeras, arrasó barrios enteros de Ale­jandría y mandó las embarcaciones sobre los tejados de las casas. Una nave de gran tonelaje fue encontrada a varios estadios de distancia tierra adentro.
            Una catástrofe semejante también tuvo que afectar a la sema que no estaba muy lejos del mar, pero no sa­bemos en qué condiciones se encontraba la necrópolis real una vez que el mar se hubo retirado, ni en qué con­diciones estaban la momia y el sepulcro de Alejandro que se hallaban debajo, excavado respecto al nivel del suelo. Cabe suponer que todo había quedado reducido a un estado de total degradación y que el túmulo fue en parte aplanado, lo que no significa por fuerza que se hubiera perdido la memoria de él.
            En cualquier caso, no cabe duda de que la consoli­dación final del cristianismo fue determinante para su abandono cuando no incluso para su destrucción defi­nitiva. Los dioses y los héroes solamente pueden existir mientras los hombres creen en ellos. Con el edicto de Tesalónica promulgado por Graciano y Teodosio en 380 d.C., el catolicismo pasó a ser la religión oficial del imperio y el credo obligatorio para todos. Los paganos fueron llamados dementes atque vesanos, «locos y demen­tes», y se les prohibió ofrecer sacrificios a los dioses. A continuación, otro edicto de 391 extendió las prohibi­ciones también a Alejandría que gozaba de exencio­nes especiales. En ese momento el obispo de la ciudad, Teófilo, se sintió autorizado para mandar derribar los santuarios antiguos y dirigió la destrucción del Sera-peo, iniciando él mismo la demolición de la estatua co­losal de Serapis. Luego le llegó el turno a la biblioteca del templo, una especie de sucursal de la Gran Biblio­teca que se perdió por completo. Como ya hemos di­cho, no sabemos en qué condiciones se hallaba la tumba de Alejandro ni si el furor del celo cristiano destruyó lo que había quedado de ella.
            Sabemos que en varias ocasiones se produjeron ac­tos de vandalismo contra las sedes de la civilización «pa­gana» y se desencadenó una violencia terrible contra sus exponentes culturales, como la muerte de Hipada en los primeros años del siglo v a manos de un grupo de monjes y de fanáticos facinerosos cristianos enca­bezados por un tal Pedro llamado el Lector. Hipada, acusada de impedir la reconciliación entre el prefecto Orestes y el obispo Cirilo, era en realidad detestada por ser científica, filósofa y mujer de gran belleza y porque dirigía una escuela, educaba a un grupo de sólidos hombres de pensamiento que habían de transmitir a su vez los valores de una civilización considerada manifes­tación del error. Fue arrancada de su carro, desnudada y arrastrada al Cesáreo, el templo que Cleopatra había dedicado al culto de César, ahora iglesia cristiana, y masacrada. Arrancaron las carnes de su cuerpo con fragmentos aguzados de cerámica, los ostraka (según al­gunos, estando todavía viva), y luego la quemaron.8
            Lo más verosímil es que tales muestras de violencia y actos vandálicos implicaran en varias y diferentes si­tuaciones también a la zona de las tumbas reales que todavía existían entonces. Aquel lugar estaba lleno de símbolos, de imágenes, de recuerdos de una civilización considerada corrupta y símbolo del dominio del Ma­ligno. Estaban enterrados en ellas los reyes a los que se había tributado un culto divino, que era de por sí una blasfemia, y estaba la tumba de Alejandro. El poder sim­bólico y semántico que durante muchos siglos había sido la inexpugnable defensa de ese monumento era ahora su extrema debilidad.
            No hay más que una fuente que parece alimentar la hipótesis de una supervivencia de la tumba de Alejan­dro: un pasaje de Libanio. Este extraordinario maestro de retórica que vivió desde 324 hasta 394 d.C., audaz voz crítica y disidente, fue amigo y consejero del em­perador Juliano, conocido con el nombre de Apóstata, v luego maestro de retórica en Antioquía, donde contó entre sus discípulos a algunos de los personajes de más talla intelectual y moral de su siglo: dos Padres de la Iglesia, Basilio de Cesárea y Juan Crisóstomo, y el gran historiador Amiano Marcelino. En uno de sus discur­sos9 despotrica contra la corrupción de los funciona­rios públicos que, teniendo las manos libres contra los templos y los santuarios paganos, aprovecharon la oca­sión para acumular enormes riquezas, lo cual sucedió por doquier: «Y esta peste [...] está universalmente ex­tendida: en Palto y en Alejandría, donde está expuesto el cuerpo de Alejandro, y en Balanae o en nuestra pro­pia Antioquía». Que es como decir tanto en la gran metrópolis como en los pequeños centros.
            Y henos de nuevo enfrentados a un enigma: ¿qué significan esas palabras? ¿Que el sepulcro del conquis­tador macedonio había resistido a las devastaciones de los hombres y de la naturaleza, a los terremotos y ma­remotos, a las incursiones y a los saqueos, a las guerras y su cuerpo podía verse aún a finales del siglo iv? Nun­ca sabremos si esta frase debe tomarse al pie de la letra o si es solamente una forma de epíteto de la ciudad de Alejandría, o si Libanio se expresa de este modo por­que no tiene noticias desde hace mucho tiempo. Y, sin embargo, la fuente de la catástrofe de 365 era Amiano Marcelino, su discípulo...; finalmente hay que admitir que el azar ha seleccionado para nosotros la supervi­vencia de fuentes tan exiguas y aisladas que su inter­pretación es extraordinariamente ardua.

            Sería hermoso pensar que los sellos de Septimio Se­vero habían sido capaces de proteger el sueño del héroe o que algún sacerdote había escondido el cuerpo para defenderlo de la profanación propia como sucedió con los faraones sacados en secreto de sus tumbas y es­condidos en las cuevas de Deir el Bahri, pero los esce­narios más probables son bastante menos sugestivos. El cuerpo de Alejandro fue destruido de un modo u otro, su tumba expoliada y quizá también desmembrada en sus componentes arquitectónicos para ser reutilizada de algún modo. Juan Crisóstomo pudo así preguntar des­de su pulpito de Antioquía: «¿Dónde está Alejandro?». Una pregunta que a la distancia de tantos siglos segui­mos haciéndonos.

1.         Herodiano, Historia del Imperio, IV, 8, 7, 9
2.    Juan Crisóstomo, XXXV, 5.
3.    Amiano Marcelino, Historias, XXII, 16,15.
4.    Canfora, 1986, pp. 103-121 y 219 y ss.
5.     Saunders, 2006, pp. 97 y ss.
6.     Véase Bosio, 1983, donde en la p. 22 encontramos representado un detalle del segmento XI, 4-5 con los altares de Alejandro y en la p. 95 el segmento IV, 4-5 con la basílica de San Pedro. Véase también la p. 74, con el detalle del monte Sinaí en la Tabula Peutingeriana y el escrito «Desertum ubi quadraginta annis erraverunt filii Israel ducente Moyse», «el desierto por el que an­duvieron errantes los hijos de Israel bajo la guía de Moisés durante cuarenta años».
7.     Amiano Marcelino, Historias, XXVI, 10,15-19.
8.     El suceso es narrado por Sócrates Escolástico, VII, 13. En general, para una representación de los he­chos, K. Praechter en Paulys Realencyclopadie der classischen Altertumswissenschaft: neue Barbeitung, en Von Pauly, G. Wissowa, W. Kroll, K. Witte, K. Mittelhauss, K. Ziegler, eds., Stuttgart, 1894-1980, vol. IX, col. 242-249, s.v. Ypatia.
9.     Libanio, Discursos, XLIX, 11-12.

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