En 1822, Jean
François Champollion
publicó el desciframiento de la escritura jeroglífica, empresa que resultó
posible por la conciencia de que el copto no era otra cosa que la transcripción
griega del antiguo demótico, que a su vez era una forma simplificada de la
escritura hierática (el jeroglífico), un paradigma que pudo ser verificado
plenamente con el descubrimiento de la inscripción de la piedra de Rosetta
(también confiada al Museo Británico) redactada en tres lenguas diferentes:
la jeroglífica, la griega y el demótico. Nacía así la egiptología científica,
que al cabo de pocos años conoció un desarrollo extraordinario gracias también
al gran número de especialistas y de estudiosos que habían seguido a Napoleón
en su expedición egipcia.
Así fue posible traducir el texto
grabado en el sarcófago de la mezquita Atarina y descubrir que se trataba del
sepulcro de Nectabeo II, el último faraón autóctono de Egipto, derrotado por
los persas de Artajerjes III Oco en 343
a .C. y desaparecido misteriosamente. Su
nombre estaba de algún
modo ligado a la saga de Alejandro a través de un mito elaborado y extendido
en el área alejandrina y que encontramos en las páginas del Pseudo Calístenes,
que narraba los acontecimientos milagrosos relacionados con el nacimiento de
Alejandro. El faraón, como hemos contado ya, bajo la falsa apariencia del dios
Amón, se había unido carnalmente con la reina Olimpíade, que había concebido al
conquistador del mundo.
La identificación del sarcófago
provocó asombro porque por las fuentes resultaba que el faraón derrotado antes
había huido a Menfis, luego se había refugiado en el Alto Egipto y, por tanto,
en Nubia, donde se había perdido definitivamente su rastro.1
El mismo Fraser2
consideró el problema de interpretación creado por un sarcófago de esa
importancia y de esas dimensiones en Alejandría y, por añadidura, mandado realizar
por un faraón que, según las fuentes, nunca había sido enterrado en él,3
y vinculado además al mito, aunque fuese tardío, del nacimiento de Alejandro.
¿Podía haber sido quizá utilizado para enterrar en él al propio Alejandro? Esto
es algo que Wace llegó a considerar,4 pues pensaba que Rajotis, la
ciudad que ya existía antes que Alejandría y que se convirtió posteriormente
en un barrio egipcio, era lo bastante importante como para albergar la
sepultura de Nectanebo II, y que cuando el faraón se perdió en el Alto Egipto y
en Nubia habría podido ser utilizada para la sepultura de Alejandro, hecho del
que derivaría la tradición ligada a la mezquita Atarina. Fraser, sin embargo,
rechazó tanto una como
otra posibilidad: no había ninguna razón para que Nectanebo II
fuese enterrado en
Rajotis y menos aún para que un sarcófago semejante hubiese podido ser usado
para albergar los restos de Alejandro. Por otra parte, la grandiosidad y
belleza del objeto y su imponente tamaño, precisamente para las premisas establecidas
por Fraser, excluyen ante todo que se encontrara todavía donde lo vio Clarke
y antes de él también
otros viajeros. Lo cual, como se ha afirmado justamente,5 habría
comportado, antes incluso de la fundación de Alejandría, la existencia de una
necrópolis real en un centro periférico como Rajotis.
Dado que esto era claramente
imposible, el sarcófago de Nectanebo debía de haber sido llevado expresamente
a Alejandría y con un traslado de no poca envergadura dado el peso exorbitante
del objeto. Pero ¿para qué y por qué?
Como ya hemos recordado, Chugg6
no considera imposible que a fin de cuentas el sarcófago, nunca utilizado para
el faraón para el que se construyó, fuese empleado en efecto para el cuerpo de
Alejandro en su estancia temporal en Menfis. La presencia en la zona del
Serapeo de estatuas griegas y de dos leones esculpidos a la manera griega
(símbolos de realeza) parecería confirmar esta hipótesis, y el sarcófago podría
haber encontrado cabida en una cámara lateral del santuario fúnebre de
Nectanebo, excavado por Auguste-Edouard Mariette, el fundador del Museo Egipcio
de El Cairo y del Departamento de Antigüedades. Aparte de esta
aproximación, habría
podido inspirar la fábula de la paternidad egipcia de Alejandro.
En consecuencia, se supone que el cuerpo de Alejandro,
de Menfis
donde había estado
sepultado dos o tres años, posteriormente habría llegado hasta Alejandría
dentro de un ataúd que pesaba siete toneladas, cuya extracción del primitivo
mausoleo habría sido una operación decididamente dificultosa.
Aparte de lo poco práctico de un
simple transporte, queda el hecho de que debemos olvidar lo que dice Estrabón,
a saber: que en tiempos de Ptolomeo XI Kokke el cuerpo del soberano macedonio descansaba
todavía en el mismo sarcófago de oro macizo en el que había viajado de
Babilonia, y que solo entonces fue depositado en un sarcófago menos suntuoso
de alabastro. Una cosa es cierta: un traslado tan complejo no se hizo sin una
razón de peso y seguramente fue utilizado o para una sepultura real o para
cualquier otro fin de no menor importancia.
Por otra parte, el sarcófago de breccia
verde estaba
desde hacía tiempo fuera de su contexto original cuando fue recuperado por Clarke,
por lo que habría podido
llegar de lugares y ubicaciones que solo podemos circunscribir, con una cierta
aproximación, a la necrópolis real del Lochias. La única vinculación con la leyenda de Nectanebo y
Olimpíade y una habladuría local de origen islámico, de dos o tres siglos de
antigüedad, no es suficiente para una atribución de tal importancia. Una
primera posibilidad es, en nuestra opinión, que el sarcófago fuera
transportado a Alejandría para servir de sepultura a algún personaje
importante, pero difícilmente para un rey que habría visto menoscabado por
ello su prestigio. Más probablemente, para servir de lo que era en realidad: un
cenotafio en memoria del último soberano dinástico de la tierra del Nilo, del
último faraón que se había batido con todas las fuerzas contra el enemigo
invasor y merecía ser recordado. Transferir su sepulcro a Alejandría habría podido
ser otro modo para la nueva dinastía venida de un país lejano de legitimar su
poder y ligar para siempre el propio destino a la tierra del Nilo.
Con el inicio de la egiptología y de
las primeras exploraciones científicas se desencadenó una auténtica caza del
tesoro en todos los rincones del país. Eran pocos los científicos, mientras
que pululaban personajes pintorescos: depredadores, médiums, apasionados de la
magia, saqueadores de tumbas y buscadores de tesoros, que se movían a lo largo
y ancho por encargo de los museos europeos y posteriormente de los estadounidenses,
y también de particulares ansiosos de enriquecer sus colecciones de
antigüedades. Hombres como Giovanni Battista Belzoni, un gigante italiano que se exhibía
en los circos en pruebas de fuerza, llegado a Egipto para vender una bomba
hidráulica de su invención al jedive de El Cairo y convertido en cambio en el
más grande explorador de antigüedades de su tiempo, estimulaban la fantasía
popular. Entonces no existían reglas, ni estructuras públicas de protección
del patrimonio arqueológico y cada uno podía hacer más o menos lo que
quisiera. En los primeros años del siglo xix, lord Elgin
había conseguido
desmontar todo el friso de la escuela de Fidias de la cella del Partenón con la
procesión de las panateneas y llevarlo a Londres. Se trató incluso de
desmantelar el Erecteion para volver a montarlo también en la capital inglesa,
y poco faltó para que corriera la misma suerte el bajorrelieve de los leones en
la puerta norte de Micenas. El imperialismo europeo podía permitirse casi todo
y, en efecto, monumentos enteros fueron desmontados y transportados a miles de
kilómetros de distancia para ser expuestos en los museos: basta pensar en el
Altar de Pérgamo y en la Puerta de Ishtar de Babilonia vuelta a montar en el
Museo de Pérgamo en Berlín, o en los frisos y los relieves frontales del
templo de Atenea Aphaia de Egina, actualmente en el Museo de Munich.
Cometieron robos y dieron muestra de abusos inconcebibles para nuestros días,
pero en muchos casos salvaron la memoria de momentos irrepetibles de nuestra
civilización que de lo contrario se habrían perdido.
Gran parte de esta pasión se
focalizaba al Egipto faraónico, por lo que Alejandría permaneció en cierto
sentido en la sombra, pero no así el mito de su fundador. El interés por su
tumba se concentró en ese momento en la mezquita de Nabi Daniel, distante
desde allí de la Atarina unos quinientos o seiscientos metros y en dirección al
sudeste y situada en el lado oeste de la altura de Kom el Demás (posteriormente
Kom el Dick):
«la colina de los
cuerpos» o «de las sepulturas», un topónimo indudablemente sugestivo (figs.
11,13).
Nabi Daniel significa «profeta
Daniel» y, por consiguiente, uno espontáneamente lo vincula con el conocido
personaje bíblico que vivió con su pueblo en Mesopotamia durante el exilio babilónico seguido de la
destrucción de Jerusalén por parte de Nabucodonosor en 578 a .C. En realidad las
empresas atribuidas por la tradición al personaje enterrado en la mezquita en
una especie de cámara hipogea son tales que no puede corresponder al profeta
del exilio de Israel. Las vicisitudes del supuesto Nabi Daniel han llegado
hasta nosotros a través del relato de dos astrónomos árabes del siglo ix d.C.,
al-Farghani7 y Abu Mashar. Según ellos, Nabi Daniel había
conquistado Asia y fundado Alejandría, lo que lo haría indudablemente coincidir
con Alejandro, tanto más cuanto que el relato tiene que ver con su sepultura y
parece otra contaminación del pasaje de Es-trabón sobre Ptolomeo XI.
Nabi Daniel, al igual
que Alejandro, habría sido enterrado en un sarcófago de oro que luego los
judíos habrían sustituido por otro de piedra a fin de utilizar el metal para
fabricar monedas. También Ptolomeo XI utilizó el sarcófago para acuñar monedas de oro con
las que pagar a los mercenarios y, a excepción del detalle de los hebreos,
tradicional blanco de la xenofobia en Alejandría, en cualquier época el relato
parece coincidir muy aproximadamente con el de Estrabón, así como también, por
otra parte, el relato de al-Massoudi que ya hemos mencionado. Es evidente que
no se puede pensar que una simple tradición oral se perpetuara durante tantos
siglos y el carácter único de la noticia de Estrabón excluye que mediaran otras
fuentes conocidas para nosotros. No queda más que considerar con Saunders8
que, en la Edad
Media, Estrabón ya era conocido en Oriente mucho antes que en Occidente, donde
pudo ser leído solo en el Renacimiento junto con otros importantes textos del
clasicismo griego.
No son muchos, en efecto, los
elementos que relacionan la mezquita de Nabi Daniel con Alejandro, aparte de
la posición algo separada del centro de la ciudad y el recuerdo de una
«iglesia de Alejandro» preexistente; vista la imposibilidad absoluta para el
profeta Daniel de haber estado nunca en Alejandría, que en su tiempo no
existía, parecería más probable que se tratase de un santo varón de ese nombre
oriundo de Mosul, que fundó una escuela coránica en aquel lugar donde
luego sería enterrado y donde todavía puede verse su sarcófago cubierto por un
paño verde. Además, el topónimo de Kom el Demás («colina de los cuerpos») fue
relacionado con el soma (cuerpo) de Alejandro, pero también aquí la
conexión es demasiado endeble y vaga. De hecho, el equívoco podría haberse
originado por lo que atestiguaba León el Africano, que recordaba los muchos
peregrinos que se dirigían a la tumba del gran conquistador que se alzaba en
las cercanías de la iglesia de San Marcos. Las interpretaciones decimonónicas
de este testimonio tenían en cuenta, por tanto, la presencia de una iglesia
copta de San Marcos a escasa distancia de Kom el Dick
y de la mezquita del
lugar, que, por otra parte, topográficamente tampoco coincide con el antiguo
gran cruce entre la vía Canópica y la Rl y con la figura de Alejandro, es
decir, es todo pura invención, incluso la afirmación de que tanto el profeta
Daniel como el soberano macedonio murieron ambos en Alejandría.
Y, sin embargo, pese a la confusión de los indicios,
lo vago de las conexiones, la imprecisión topográfica, la hipótesis arraigó
hasta el punto de convencer a estudiosos serios y reputados para considerar
Nabi Daniel como el lugar de la tumba de Alejandro incluso en el siglo xx.
Entre ellos, el arqueólogo italiano Annibale Evaristo Breccia,
director del Museo
Greco-romano de Alejandría de Egipto desde 1904 y académico de los Lincei, y el
ingeniero y topógrafo egipcio Mahmud Bey el Falaki, autor por cuenta del
emperador Napoleón III de un mapa de la antigua Alejandría que gozó de gran
consideración.
Con más razón podemos imaginarnos
cuánto se dejaron sugestionar los ingenuos por charlatanes y aventureros. Es
famoso el episodio de Ambrose Schilizzi,9 dragomán del consulado ruso
de Alejandría, que al parecer hizo de guía a los visitantes de la ciudad en sus
ratos libres. La palabra «dragomán» viene del turco targiuman, que
significa «intérprete», y con ella se indicaba a las personas extranjeras que
prestaban servicio en las distintas embajadas haciendo de intermediarios con
las autoridades locales en virtud de su conocimiento de la lengua árabe. Ahora
bien, hacia 1850 el tal Schilizzi (o Skilitzi) declaró a determinados
visitantes europeos que había bajado a los subterráneos de la mezquita de Nabi
Daniel y se había encontrado en un determinado
momento ante una puerta
carcomida y había atisbado en su interior. Lo que vio le dejó literalmente
paralizado por la maravilla: delante de él estaba el cuerpo de un hombre
sentado en el trono dentro de un relicario de cristal. Llevaba una diadema en
la cabeza y a su alrededor estaba lleno de rollos de papiro.
Schilizzi hubiera querido llevar a
cabo su exploración, pero los frailes que custodiaban la mezquita se lo
impidieron.
Se trata de un cuento mucho menos
extravagante de lo que parece: Chugg10 ha hecho observar justamente
que el hombre era claramente culto y su visión se basaba en la contaminación de
Estrabón (la vitrina de cristal, y aliñé), de Suetonio (la corona
colocada por Augusto sobre la cabeza de la momia de Alejandro) y de Dión Casio
para el episodio de Septimio Severo que encerró (si así se quiere
interpretarlo) todos los libros prohibidos y de magia dentro de la tumba de
Alejandro.
Hay que reconocer que el dragomán quiso
al menos vender una historia culturalmente aceptable y casi creíble para quien
hubiera leído las fuentes. En realidad la mezquita estaba demasiado al sur y
demasiado al oeste para poder pretender ser un punto de referencia para el soma
de Alejandro. Pero los mitos se resisten a morir, y aunque este fuese como
mucho de origen medie-val-renacentista, durante muchos años siguió habiendo
aventureros, pero también hombres de ciencia y un buen número de académicos que
se pusieron a buscar la tumba perdida entre Nabi Daniel y Kon el Dick.
Hasta el gran
Schliemann, el descubridor de la civilización micénica y de la fortaleza de
Ilion, desembarcó en el puerto grande en 1889 con la inequívoca intención de
encontrar la tumba de Alejandro. Por desgracia, las primeras pruebas fueron
decepcionantes: la piqueta de Schliemann se topó con restos nada más que de
época romana, y como los permisos para las concesiones de excavación de otros
yacimientos iban para largo, lo dejó todo y se marchó. Al año siguiente moriría
en Nápoles víctima de una grave dolencia mientras andaba por la calle pensando
en sus próximas excavaciones. Los éxitos clamorosos a los se había habituado o
quizá el presagio de un final inminente debían de haberlo vuelto impaciente y
cada obstáculo debía de parecerle una pérdida de tiempo insoportable.
Aquellos fueron años irrepetibles
para Alejandría. En tiempos del desembarco de Napoleón, la ciudad estaba
reducida a un poblacho de pescadores de cinco mil a seis mil habitantes, casi
todos reagrupados junto al istmo que se había creado con los sedimentos que
había englobado el Heptastadion. El resto de la ciudad sería posible excavarlo
sin problemas por encontrarse en estado de total abandono; en particular, la
zona del promontorio de Lochias y de los palacios aparece casi totalmente despejada
en el mapa napoleónico de 1798 (fig. 10). En realidad, algo se hizo, pero a pequeña escala
y sin resultados particularmente brillantes. En las décadas siguientes no
faltaron en cambio las polémicas entre los arqueólogos y particularmente entre
los topógrafos: en 1895, David George Hogarth y
Edward Frederick Benson, de la Escuela Arqueológica británica de Atenas,11
establecieron que el mapa de Alejandría trazado por Mahmud Bey no era de fiar
y discutieron la ubicación y el trazado de la vía Canópica, que en cambio fue
confirmada por las sucesivas prospecciones de Friedrich Noack en la zona
oriental de la antigua ciudad.12
Las cosas cambiarían (pero solo
hasta un cierto punto) con la creación del Museo Greco-romano de la ciudad, en
la que desempeñaron un papel importante los arqueólogos italianos.
Lamentablemente, en aquel tiempo —estamos ya a principios del siglo xx— la
ciudad había aumentado diez veces respecto a sus dimensiones en la época
napoleónica. Muchas informaciones y testimonios fundamentales se habían
perdido para siempre.
1.
La peripecia la cuenta Diodoro, XVI, 51.
2. Fraser, 1972, vol. II, p. 39, nota 86 al cap. I.
3. Diodoro, ibid.
4. Wace, 1948, pp. 1-11.
5.
Chugg, 2006, p. 140.
6. Chugg, 2006, pp. 144-145.
7.
Ahmad ibn Musammad al-Farghani fue traducido por primera vez al latín
en 1669 por J. Golius: Jacobus
Golius, Muhammedis FU. Ketiri
Ferganensis, qui vulgo Afrahanus dicitur. Elementa astronómica.
Arabice et Latine.
8.
Saunders, 2006, p. 126.
9.
Citado en Fraser, 1972, vol. II, p. 41, nota 87 al
cap. I.
cap. I.
10.
Chugg, 2006, p. 147.
11.
Hogarth-Benson, 1895, pp. 1-33.
12.
Noack, 1900, pp. 215-279.
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