1 periodo que transcurre entre el
final de las Guerras Médicas (479) y el inicio de la Guerra del Peloponeso
(431) suele denominarse «Pentecontecia», que significa «periodo de cincuenta
años».Aunque esta época está más cercana en el tiempo que las Guerras Médicas,
su desarrollo histórico es peor conocido. Para estudiarla, nos basamos en el
resumen que hace Tucídides en el libro 1 de la Historia de la Guerra del
Peloponeso o en los datos que nos ofrecen historiadores menos fiables, como
Diodoro de Sicilia. Plutarco es otra fuente importante, pero hay que tener en
cuenta que en realidad se trataba de un moralista, no de un historiador, y que
escribió en la época romana. Se hallaba más lejos de los hechos de la
Pentecontecia que nosotros del Descubrimiento de América. A favor tenía el
hecho de que podía acceder a numerosas obras que hoy se han perdido.
Tras Platea, el panorama cambió de forma radical en sólo dos años.
Aunque dificil y casi inesperada, fue una victoria al fin y al cabo y alejó
definitivamente el fantasma persa de Grecia continental. Por las mismas fechas
en que se combatía en Platea, la flota griega libró otra batalla en el
promontorio de Micale, cerca de Mileto. Allí, bajo el mando nominal del rey
espartano Leotíquidas y el efectivo del general ateniense Jantipo, los griegos
sorprendieron varada en la orilla a la armada persa. Ésta no debía ser ni de
lejos tan grande como la que había invadido Grecia el año anterior, pues Jerjes
había licenciado a buena parte de la flota; no obstante, el ataque supuso un
golpe devastador para el poder persa en el Egeo. Los barcos ardieron en la
orilla, mientras las tropas griegas atacaban el campamento enemigo. Para colmo
de males -desde el punto de vista persa-, los jonios se sublevaron y ayudaron a
sus parientes del continente a rematar la victoria. Al mismo tiempo, se
extendieron las revueltas por las demás ciudades jonias, y las islas de Samos,
Lesbos y Quíos se sumaron a la alianza griega.
El círculo abierto hacía
veinte años se había cerrado. Lo que pareció una locura una generación antes,
la revuelta joma, había dado sus frutos. Los jonios volvían a ser libres.
EL FINAL DEL LIDERAZGO ESPARTANO
El trabajo no había terminado con Platea ni Micale, pues aún
quedaban enclaves persas en el Egeo, sobre todo en los estrechos, la delicada
zona de contacto entre Asia y Europa. En el curso normal y previsible de las
cosas, Esparta debería haber seguido dirigiendo la alianza griega. Aunque al
principio de la guerra su conducta había sido dudosa, incluso un fracaso como
el de las Termópilas se había convertido, gracias al honorable sacrificio de Leónidas
y sus hombres, en una gloria propagandística.Y nadie podía discutir que en
Platea los espartanos habían cargado con el peso de la acción. Pero Esparta
dilapidó su crédito rápidamente, en parte por las acciones de Pausanias y en
parte por incapacidad y falta de vocación para capitanear a los demás. ¿Qué
había cambiado para que renunciara de esa forma al liderazgo al que tan
tenazmente se había aferrado año y medio antes, hasta el punto de rechazar la
ayuda de Siracusa por no ceder el mando?
Tras Platea y Micale, la guerra había dejado de ser defensiva.
Grecia continental estaba limpia de enemigos, pero los griegos comprendían que
la situación en el Egeo no sería estable mientras cada orilla estuviera en
manos de una potencia diferente. Así debió pensarlo Darío cuando envió a
Mardonio a ocupar Tracia y a Datis a conquistar Atenas en la campaña de
Maratón: si ambos litorales eran persas, su imperio estaría mucho más tranquilo
y seguro.
Ahora, eran los griegos quienes pensaban como Darío. Aún no se les
había pasado por la cabeza conquistar todo el Imperio persa, un proyecto que
empezaron a concebir varias mentes en Grecia a partir del año 400. Pero sí
podían convertir el Egeo en un mar helénico, de modo que sus flotas pudieran
conseguir siempre fondeaderos seguros. Para ello, tenían que seguir luchando, y
hacerlo a la ofensiva y en escenarios cada vez más alejados de sus bases.
Una campaña de estas
características rebasaba el alcance y la comprensión de la política espartana.
A Platea habían enviado 5.000 hoplitas, pero no podían volver a arriesgar
tantas tropas fuera de casa, pues la amenaza de una revuelta ilota era una
espada que colgaba sobre sus cabezas. Además, la guerra en el Egeo sería
fundamentalmente naval. Esparta no poseía experiencia marinera, ni
probablemente deseos de luchar en una campaña protagonizada por las capas
inferiores de la sociedad (el número de hoplitas en cada nave era muy reducido
en comparación con el de remeros y marineros).
En suma, Esparta no tenía ningún interés real en proseguir la
guerra. Su territorio estaba seguro, así que podía regresar a su burbuja
temporal y encerrarse en su mundo agrario y aristocrático, lejos del desarrollo
histórico que se producía en el resto de Grecia. Eran las ciudades de Jonia, de
la costa de Tracia y de las islas las que deseaban borrar del Egeo los últimos
restos del poderío persa, pues en ello les iba su independencia política y
económica. La solución que habían propuesto los espartanos para ellos, regresar
en masa a Grecia, les parecía inaceptable, y además habría sido una locura
imposible. En el pasado habían emigrado huyendo de la superpoblación de sus
ciudades. ¿Cómo iban a volver ahora?
A pesar de lo dicho, Esparta siguió actuando en los primeros años de
este periodo como líder de Grecia. La razón, como tantas veces en la historia,
tenía que ver con un solo individuo: Pausanias, un personaje tan activo como lo
había sido Cleómenes y con ideas igualmente expansivas.
El regente se había convertido en el gran héroe de la ciudad y de
toda Grecia por su generalato en la victoria de Platea (pese a los numerosos
errores que tanto él como otros cometieron en la batalla). Gracias a la
reputación ganada, Pausanias mandó las tropas que durante el año 478
conquistaron la mayor parte de Chipre y después la ciudad de Bizancio. Cuando
tomaron ésta, el espartano empezó a comportarse como un déspota oriental.Tal
vez la púrpura se le subió a la cabeza, o es que su verdadera naturaleza
asomaba al verse lejos de la ciudad de Esparta, de sus rígidas normas y de su
sobriedad impuesta por ley y costumbre. Era un tópico que los lacedemonios se
corrompían fácilmente lejos de su tierra,' y la tentación crecía ahora, con la
cantidad de botín que estaba cayendo en manos de los griegos. Al contemplar las
lujosas tiendas de los persas y descubrir el refinamiento con que vivían sus
oficiales, Pausanias adquirió las costumbres de un sátrapa e incluso empezó a
utilizar ropas persas.
Los griegos sentían una
curiosa mezcla de fascinación y repulsión por la vestimenta oriental. Antes de
las Guerras Médicas ya se habían puesto de moda muchas prendas asiáticas, y
después de ellas, cuando se pasó la histeria antipersa, volvió a ocurrir. Por
ejemplo, sabemos que en época de Aristófanes había unas zapatillas muy populares
entre las mujeres llamadas «pérsicas». Siglo y medio después, Alejandro también
adoptaría ropaje oriental, lo que le acarreó problemas con sus hombres.
EL VESTIDO GRIEGO
Básicamente, los griegos usaban dos prendas: la túnica y el manto.
Los tejidos más comunes eran la lana y el lino. La seda y el algodón eran
productos exóticos y muy caros que apenas se usaban.
La túnica consistía en un simple rectángulo de tela al que se daban
formas variadas enrollándolo alrededor del cuerpo con diversas longitudes. Para
sujetarla se usaban broches, alfileres y a veces unos cuantos puntos de
costura. Permitía mucha libertad de movimientos, pero a menudo dejaba ver
partes del cuerpo, como los famosos muslos de las muchachas espartanas. El tipo
más habitual de túnica, el quitón, se sujetaba o ataba en los dos hombros y se
ceñía con un cinturón. La de los hombres llegaba hasta las rodillas, aunque en
ocasiones solemnes se llevaban túnicas hasta los pies.
La túnica femenina era similar. Tan sólo variaba la forma de ponérsela
y los estampados y colores, más variados. Normalmente la pieza de tela era tan
larga que se podía doblar sobre el cuerpo como si fuera una blusa vestida sobre
la túnica.Además, las mujeres se ajustaban la prenda en la cintura o las
caderas para que al caer formara un fino drapeado, e incluso plisaban el tejido
con las uñas. Los dos tipos básicos de túnica eran el peplo de lana, más
sencillo y prendido con fibulas, y el quitón de lino, cosido por los lados.
Como el lino abrigaba menos y era más transparente, lo normal era que se
pusieran un manto encima.
El manto o himation era otro rectángulo de lana, pero más grueso, y
se echaba encima del cuerpo sin ajustarlo con nada. Solía enrollarse alrededor
del brazo izquierdo, de modo que el derecho quedaba libre. Había quienes
vestían tan sólo el manto, bien por pobreza o bien por querer aparentarla, como
ciertos filósofos, entre ellos, Sócratesy Diógenes. Los soldados y viajeros
usaban un manto más corto, la clámide, que sí se sujetaba a los hombros.
La túnica misma servía de ropa
interior para la casa: cuando uno se quitaba el cinturón era como si se quedara
en pijama y zapatillas. Había quienes debajo no llevaban nada, pero otros se
ponían el llamado perizoma, una especie de taparrabos que también usaban las
mujeres, sobre todo durante la menstruación. Además, ellas se envolvían los
pechos con una banda llamada stróphion a modo de sujetador.
Pero Pausanias no se limitó a
la ropa, sino que adoptó modales de autócrata: insultaba e imponía castigos
fisicos a sus subordinados, y cuando llegaba la hora de repartir el botín lo
acaparaba todo como Agamenón en la Ilíada. Los espartanos, acostumbrados a la
disciplina, podían consentírselo con mejor o peor cara. Pero no así el resto de
los griegos. Los aliados se quejaron a las autoridades de Esparta y, para
colmo, lo acusaron de haber entrado en tratos con Jerjes, a quien le habría
pedido la mano de su hija a cambio de entregarle Esparta y el resto de Grecia.
No es imposible que así ocurriese, porque los persas, como el Imperio Romano en
sus relaciones con los bárbaros, sabían recurrir a la diplomacia cuando sufrían
alguna derrota militar.
Los éforos llamaron al regente a Esparta, donde lo juzgaron por
traición.Aunque fue absuelto por falta de pruebas, se le prohibió mandar más
ejércitos: los espartanos habían decidido renunciar definitivamente a las
operaciones en el Egeo y abandonaron la alianza con Atenas y el resto de los
jonios.
No obstante, Pausanias se las arregló para dirigirse a Bizancio en
una nave prestada, y allí volvió a las andadas. Cuando los atenienses se
hartaron de su arrogancia y lo expulsaron de la ciudad, Pausanias se instaló en
la comarca de la Tróade, hasta que los éforos lo reclamaron por segunda vez a
Esparta enviándole un heraldo oficial. Pero tampoco esta vez consiguieron
demostrar nada contra él.
Pausanias, que no estaba
destinado a ser rey, se había acostumbrado al poder y no quería renunciar a él
de ninguna manera, de modo que emprendió una huida hacia delante. Se cuenta que
llegó a organizar una revuelta de los ilotas, pero hay ciertos motivos para
dudar de esta información. Aunque el miedo a los ilotas en Esparta estaba bien
fundado, también tenía algo de patológico. Acusar a un espartano de pro ilota
debía ser como llamarlo comunista en la América de McCarthy o burgués en la
China de Mao: empezaban los gritos y se acababan los argumentos.
Según Tucídides (1, 133), uno de los ilotas implicados en la
supuesta rebelión actuó de chivato policial de un modo muy peculiar. En la
cabaña donde el ilota citó a Pausanias, los éforos hicieron construir un
compartimento disimulado tras un tabique y se escondieron detrás de él para
escuchar la conversación: ellos mismos actuaron como micrófono oculto.
Al enterarse de que lo iban a detener, Pausanias se acogió a sagrado
en el templo de Atenea Calcieco, «la de la morada de bronce». Sacarlo
recurriendo a la violencia habría sido un sacrilegio, así que los éforos se
limitaron a acordonar el santuario y a tapiar la entrada. Se cuenta que su
madre Teano fue quien puso la primera piedra para que no pudiera salir, pues
prefería tener un hijo muerto que traidor.' Quienes hayan visto Yo, Claudio
recordarán la terrible escena de Antonia montando guardia en la puerta de los
aposentos donde deja morir de hambre a su hija Livila.
Pasados unos días, los éforos vieron por un hueco abierto en el
tejado que Pausanias estaba a punto de fallecer de inanición. Fue entonces
cuando entraron en el templo y lo sacaron a rastras de él, ya sin que ofreciera
resistencia. No obstante, incluso esa acción se consideró un sacrilegio, y para
compensarla los éforos tuvieron que hacer dos estatuas de bronce y consagrarlas
en el templo en honor de Pausanias.Todo esto ocurrió hacia el año 471 o 470,
aunque la fecha no está nada clara, ya que se calcula cotejándola con otros
acontecimientos.
No fue Pausanias el único que tuvo un fin lamentable. Antes que él,
Leotíquidas había sido acusado de aceptar sobornos en Tesalia, y para evitar
que lo juzgaran optó por no regresar a Esparta, de modo que los éforos lo
depusieron in absentia. Todo ello hundía el prestigio de Esparta en el resto de
Grecia, mientras que en el interior corroboraba las teorías de los
conservadores que pensaban que las influencias exteriores eran muy negativas,
pues pervertían el carácter espartano.' Es posible que las acusaciones contra
Pausanias y Leotíquidas fueran, si no falsas, sí exageradas, y que los éforos
actuaran contra ellos por recelo, temerosos del prestigio personal que estaban
consiguiendo gracias a sus éxitos militares en el exterior. Las luchas internas
por el poder pueden atentar contra los intereses generales de una ciudad (y de
un partido político, por cierto). Además, desde el punto de vista de los
éforos, lo mejor para Esparta era que las cosas siguieran como hasta ahora: su
sistema político, considerado el más estable, podía sufrir perturbaciones
devastadoras en contacto con el mundo exterior.
LA LIGA DE DELOS
Los atenienses carecían de tales prejuicios contra el cambio.
Aunque, entre ellos había conservadores, en general tendían al neoterismós, el
amor por las novedades. Además, después de la guerra, pese a que habían visto
su patria devastada por dos veces, estaban muy crecidos. Una muestra: antes de
Maratón, el dramaturgo Frínico había pagado una multa de 1.000 dracmas, casi
tres años de sueldo para un operario especializado, por tratar temas de
actualidad en La caída de Mileto. Sin embargo, tras Salamina y Platea, el mismo
Frínico pudo escribir Las fenicias -tragedia perdida-, y Esquilo Los persas
-que sí se ha conservado-, ambas sobre las Guerras Médicas. El poeta Simónides,
muy anciano, también compuso poemas sobre las batallas navales de Artemisio y
Salamina.Aquél era el momento del optimismo y del autobombo en Atenas. Después
de las tribulaciones que habían pasado, creo que se lo merecían. En este clima
de confianza, los atenienses decidieron recoger el testigo que cedía Esparta y
se convirtieron en líderes de Grecia.
Aquello no ocurrió de la noche a la mañana, pero casi. Tras la
batalla de Platea, los soldados atenienses volvieron al Ática, donde se
reunieron con sus familias. Por dos veces habían tenido que abandonar su
patria, pero estaban decididos a que no volviera a ocurrir jamás. Obviamente,
era imposible fortificar toda el Ática, pero sí podían rodear la ciudad con
unas murallas lo bastante sólidas como para acoger durante un tiempo a todos
los habitantes de la región.
El problema era que los
espartanos recelaban de los muros. En su propia ciudad no existían, pues
consideraban que el mejor baluarte era el valor de sus ciudadanos. Su argumento
era que una ciudad fortificada podía convertirse en el bastión inexpugnable de
los persas si triunfaban en una nueva invasión. Obviamente, si las demás
ciudades no disponían de murallas, los espartanos, casi invencibles en campo
abierto, podrían entrar en ellas cuando quisieran y cambiar regímenes políticos
a su antojo. Corrijo. La expresión «a su antojo» implica cierta arbitrariedad,
y no era ése el caso: siempre instauraban oligarquías.
En aquel momento volvió a aparecerTemístocles, de cuyas actuaciones
durante el año de Platea y Micale apenas se sabe nada. El héroe de Salamina
convenció a sus conciudadanos de que levantaran cuanto antes un muro defensivo.
Las excavaciones han demostrado que en los sillares inferiores de los llamados
«muros de Temístocles» se usó material de todo tipo, incluyendo lápidas y los
tambores de las columnas de un templo de Zeus que nunca llegó a erigirse. La
muralla, una vez construida, tenía una base de sillares de piedra de un metro
de altura sobre la que se elevaban 7 metros más de ladrillo, y medía 2,5 metros
de anchura. El relleno entre los paramentos laterales de ladrillo era de tierra
y cascotes, lo habitual en las fortificaciones griegas.
Mientras todos los atenienses, mujeres y niños incluidos, se
esforzaban por levantar la muralla hasta una altura suficiente para defenderse
de posibles atacantes,Temístocles acudió a Esparta como embajador. Desde la
batalla de Salamina, mantenía buenas relaciones con los espartanos, que, según
Plutarco «le otorgaron una corona de olivo en reconocimiento de su sabiduría,
le regalaron el mejor carro de la ciudad e hicieron que trescientos jóvenes lo
escoltaran hasta la frontera» (Temístodes 18). Ese número de jóvenes se parece
sospechosamente al de la guardia real, un honor inusitado para un extranjero.
Al mismo tiempo que Temístocles negociaba con los espartanos sobre
la muralla, los atenienses la construían. Cuando las paredes ya estaban a la
mitad de su altura, el estadista confesó a los espartanos que les había
engañado. Es posible que pensaran en tomar represalias contra él, pero no las
materializaron: siguiendo instrucciones de Temístocles, los atenienses habían
retenido a su vez a unos embajadores espartanos.Al final se procedió al
intercambio de rehenes perdón, quería decir de diplomáticosy Esparta tuvo que
aceptar la muralla de Atenas como un hecho consumado. Aunque los lacedemonios
habían honrado a Temístocles de la forma que acabamos de comentar, después de
este incidente las relaciones con él no volvieron a ser las mismas. Parece
evidente que el político ateniense quería que su ciudad fuera la primera
potencia de Grecia, y eso significaba colisionar inevitablemente con los
intereses de Esparta. Pero hay que tener en cuenta además las luchas políticas
dentro de la propia Esparta: Temístocles era amigo personal de Pausanias, lo
que significaba que los numerosos enemigos que éste tenía dentro de la ciudad
también lo serían del ateniense.
Tiempo después, en la década
de 450, siguiendo un antiguo proyecto de Temístocles, los atenienses
completaron la fortificación de su ciudad construyendo los llamados Muros
Largos. Uno de ellos, de 6 kilómetros de longitud, bajaba hasta el Pireo, y el
otro, de 5 kilómetros, llegaba hasta Falero, de modo que todos los puertos de
Atenas quedaban protegidos. Más tarde, por consejo de Pericles, se construyó un
muro paralelo al del Pireo, de tal manera que entre ambos quedaba un corredor
de unos 170 metros de anchura. Al estar tan cerca ambas murallas, eran mucho
más fáciles de defender, y en medio quedaba espacio de sobra para que las
personas y las mercancías bajaran y subieran desde el Pireo. De este modo, si
Atenas sufría un asedio, tenía asegurada la salida al mar, lo que la convertía
en una ciudad inexpugnable, ya que sus barcos dominaban el Egeo. Después de la
construcción del tercer muro, el de Falero fue prácticamente abandonado.
Una vez protegido su propio corazón, Atenas podía soñar en empresas
fuera de sus fronteras. Debido a los abusos de Pausanias y a la torpeza de
Esparta, los demás griegos se volvieron hacia los atenienses en busca de
liderazgo. En el año 477 nació la Liga de Delos. Se trataba de una alianza
defensiva con el fin de luchar contra los persas y evitar que alguna ciudad
griega volviese a caer en su poder. Atenas la dirigía, ya que se trataba de una
alianza marítima y era el estado que más barcos poseía.
Prácticamente todas las polis situadas a orillas del Egeo formaban
parte de la Liga de Delos, y también las que se encontraban junto al pequeño
mar conocido como Propóntide -hoy mar de Mármara- que unía el estrecho de los
Dardanelos con el Bósforo. Cada estado contribuía con naves de guerra o con
fondos destinados a costear las expediciones contra los persas; el total de
dichos fondos ascendía a 460 talentos de plata al año. Al principio había más
de 150 estados que pagaban tributo, pero a Atenas le interesaba que cada vez
más ciudades renunciaran a poner barcos y aportaran dinero en su lugar, pues
eso le permitía dirigir la flota casi a su albedrío. Aunque las islas grandes
como Quíos, Samos o Lesbos siguieron manteniendo en todo momento sus barcos, el
número de miembros que se pasó al sistema de cuotas llegó a 190 en años
posteriores.
Gracias al dinero de los
aliados, Atenas llegó a tener hasta 300 trirremes. Aunque no todos navegaran a
la vez, para equiparlos hacían falta unas 60.000 personas: ni aunque hubiesen
puesto a bogar a los Eupátridas en la sentina del barco habrían conseguido
tantos remeros atenienses. Eso significa que en los barcos de Atenas remaban
muchos extranjeros. En realidad, la Liga de Delos funcionaba como un mecanismo
de redistribución. Los impuestos que pagaban los miembros de la Liga salían
principalmente del bolsillo de los ricos. Atenas los recaudaba y con ello
pagaba a los remeros de su flota... que en muchos casos eran los ciudadanos
pobres de las polis de la Liga. Así que el dinero circulaba por el Egeo y todos
prosperaban, pues además la flota garantizaba que el mar estuviera libre de
piratas y el comercio fuese mucho más seguro.
La sede central de la Liga se hallaba en la isla de Delos. Este
pequeño islote, en el que habían nacido Ártemis y Apolo, era el santuario más
importante de los jonios. Allí se celebraban los sínodos o reuniones de la
Liga, en los que no está claro si todos los miembros votaban en igualdad, como
había ocurrido durante la guerra contra los persas, o si los atenienses tenían
algún tipo de veto. Pero era evidente que ellos dominaban la alianza.
¿En qué momento se convirtió la Liga en un imperio? Los socios
habían acordado libremente pagar el tributo, pero los atenienses revisaban cada
cuatro años las cuotas, y a veces las subían de forma extraordinaria. Cuando
algún miembro se retrasaba en el pago le cobraban intereses de demora. Los aliados
podían reclamar si consideraban que se había cometido alguna irregularidad en
el cobro, pero los pleitos relativos al funcio namiento de la Liga se
solventaban en Atenas.Y no sólo ésos. Llegó un momento en que todos los juicios
que implicaban atimía, es decir, pérdida de derechos ciudadanos, se acabaron
celebrando en Atenas. Puesto que los jurados llegaron a cobrar unas dietas
diarias de dos o tres óbolos, ésta era una manera de financiar al pueblo
ateniense.
En el año 454 se perdió una
flota en Egipto, lo que sembró el temor de que la armada persa aprovechara este
revés griego para contraatacar. Con la excusa de la seguridad, Atenas trasladó
los fondos de la Liga de Delos a su propia ciudad. Se ha calculado que la suma
depositada en Atenas a principios de la década de los cuarenta ascendía casi a
10.000 talentos. Era un paso más en la transformación de la alianza en imperio,
puesto que los funcionarios encargados de la administración de este caudal, los
helenotamías, también eran atenienses. De ahí a utilizar esos fondos en
provecho propio sólo mediaba un paso, que dio, como veremos, Pericles. En todo
esto se detecta cierto tufillo a imperialismo. Para colmo, a partir de estas
fechas dejaron de celebrarse los sínodos de los aliados: Atenas mandaba, y los
demás obedecían.
Una vez alejada la amenaza persa tras la llamada Paz de Calias, la
Liga de Delos habría debido disolverse, o eso pensaban algunos de los estados
integrantes. De hecho, en torno al año 450 hubo varios miembros de la Liga que
trataron de borrarse de ella. Los atenienses les obligaron a volver a la
fuerza: desde ese momento ya podía hablarse de imperio en términos descarnados.
Además, Atenas llevaba a cabo otras prácticas abiertamente imperialistas, como
la de establecer cleruquías en tierras confiscadas a enemigos o a miembros
rebeldes de la Liga de Delos: así lo hizo en Eubea, en Naxos, en Andros y en el
Quersoneso. Los colonos atenienses que se instalaban en estas cleruquías
normalmente eran miembros de la cuarta clase que, al recibir una parcela de
tierra, ascendían a la tercera clase, la de los zeugitas, y a partir de ese
momento servían como hoplitas en el ejército.4
En el año 447 se dio un paso más en la unificación de este peculiar
imperio con el decreto que imponía la moneda, los pesos y las medidas de Atenas
a todos los aliados.Aunque era una medida beneficiosa para el comercio, muchos
miembros de la Liga estaban resentidos por considerarla un paso más en la
pérdida de su independencia. Eso explica que a lo largo de los años se produjeran
rebeliones como las de Eubea, Naxos o Samos.
EL OCASO DE TEMÍSTOCLES
Temístocles había hecho grande a Atenas. Primero había propuesto a
sus conciudadanos que acondicionaran el Pireo, tarea que prosiguió durante toda
la primera mitad del siglo v. Después, los convenció para que construyeran la
mayor flota de Grecia. Por último, gracias al ardid de Temístocles,Atenas había
conseguido unas murallas prácticamente inexpugnables. ¿Qué recompensa obtuvo el
estadista?
Según Plutarco, en los juegos Olímpicos del año 476 el público se
dedicó a ovacionar a Temístocles como si fuera uno de los deportistas que
competían en la pista. Él, al darse cuenta, dijo: «En este día he recogido el
fruto de mis esfuerzos por Grecia» (Temístodes 18). Espero que, efectivamente,
disfrutara de aquella jornada, porque a partir de aquel momento no atravesó su
mejor racha.
Bien fuera porque empezó a despertar antipatías, como sugiere
Plutarco, porque el pueblo se había aburrido de él y prefería a líderes más
jóvenes como Cimón o porque los atenienses pensaron que convenía dar un giro
más pro espartano a la política, Temístocles fue condenado al ostracismo a
finales de la década de 470. No era la primera vez que un héroe de guerra
sufría castigo o condena. A Milcíades lo sancionaron con una desmesurada multa
de 50 talentos después de Maratón por fracasar en una campaña contra la isla de
Paros, y al no poder pagarlos el general murió en prisión.
El ostracismo, como ya vimos, no suponía pérdida de derechos ni
confiscación de bienes. Temístocles se retiró al Peloponeso, donde vivió
durante un tiempo en Argos. Por aquel entonces, se instauró un régimen
democrático en esta polis que quizá tuviera algo que ver con las actividades de
Temístocles. Parece que también se dedicó a visitar otras ciudades del
Peloponeso, lo que despertó los recelos lógicos de Esparta: conociendo al
personaje, debía estar intrigando para que establecieran democracias. De modo
que lo acusaron de complicidad con Pausanias en sus tratos con Jerjes, y los
atenienses creyeron la imputación; algo en lo que, sin duda, influyó que la
asamblea estuviera dominada por su rival Cimón.
Cuando los atenienes enviaron embajadores a Argos para detenerlo y
llevarlo de vuelta a la ciudad, donde debía ser juzgado, Temístocles escapó. Su
periplo fue una auténtica odisea digna de Richard Kimball. Primero viajó a
Corcira, donde tenía buenas relaciones, y luego a Epiro. Allí se reunió con su
abundante familia, a la que un amigo había sacado de Atenas en secreto.
Temístocles se había casado dos veces y había tenido cuatro hijos, tres de los
cuales estaban vivos, y cinco hijas.
De Epiro pasó a Asia. Para
entonces, no sólo lo perseguían los atenienses, sino el Gran Rey, que había
ofrecido la impresionante suma de 200 talentos por su captura.A estas alturas,
debía tratarse ya de Artajerjes. Así, al menos, lo asegura Tucídides, aunque el
experto en la Persia aqueménida Pierre Bryant piensa que pudo presentarse
todavía ante Jerjes.s Con su audacia habitual, Temístocles se dirigió al
corazón del Imperio persa en un carruaje cerrado, como si fuese una cortesana
jonia enviada de concubina para un noble persa. Una vez llegado a la capital
-es de suponer que Susa o Babilonia-, Temístocles se presentó en la apadana o
sala de audiencias de Artajerjes y, con el estilo tan dramático al que parecía
aficionado, reveló su identidad.
Pese a que muchos consejeros le sugerían lo contrario, el rey
recibió a Temístocles e incluso le dio los 200 talentos de la recompensa, ya
que se había entregado él mismo. Que la corte persa acogiera a un antiguo
enemigo no era extraño: ya lo había hecho con desterrados y resentidos de las
ciudades griegas como el tirano Hipias o el rey Damarato. Parece que Artajerjes
agasajó a Temístocles como huésped, escuchó sus consejos y le otorgó tres
ciudades de Asia Menor, Magnesia, Lámpsaco y Miunte, para que, en palabras de
Plutarco, «le dieran pan, vino y comida» (Temístodes 29).
Con el tiempo,Temístocles se instaló con su familia en
Magnesia.Vivía con más lujo, sin duda, que en Atenas, aunque algunos detalles
demuestran que debía sentir nostalgia de su patria. Por ejemplo, en una visita
a Sardes vio una estatua femenina que él mismo había consagrado en Atenas
cuando era inspector de aguas, pagándola con las multas cobradas a quienes robaban
o desviaban las conducciones de agua de los vecinos (hoy quizá habría multado a
los que roban las conexiones wii. El corazón se le debió de conmover y trató de
convencer al sátrapa de Lidia de que la devolviera a Atenas, pero la jugada le
salió mal y estuvo a punto de costarle el favor real.
Cuando estalló de nuevo una
guerra abierta entre Persia y Atenas por el apoyo que ésta dio a la rebelión de
Egipto, Artajerjes envió una carta a Temístocles para exigir su consejo y ayuda
en la inminente campaña. A Temístocles debió parecerle que una cosa era vivir
mantenido por los antiguos enemigos y otra muy distinta ayudarles a derrotar a
su patria, a la que él mismo había engrandecido tanto. De modo que bebió sangre
de toro (?) o bien un veneno y se dio muerte. Al parecer, el rey persa fue lo
bastante comprensivo como para no tomar represalias contra su familia.
Temístocles fue enterrado en Magnesia. Pero, según un tal Diodoro el
Geógrafo, sus descendientes devolvieron sus restos al Ática, y los enterraron
en el sitio más adecuado para el creador de la flota ateniense: un promontorio
cercano al puerto del Pireo, de tal manera que, según unos versos del
comediógrafo Platón,
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Será por romanticismo, pero me gustaría pensar que lo que cuenta
Diodoro el Geógrafo es verdad.
CIMÓN Y LA BATALLA DEL EURIMEDONTE
Mientras Temístocles permanecía en el destierro, un nuevo líder
dominaba la política ateniense. Cimón tenía en común con Temístocles ser hijo
de una mujer extranjera: su madre era la princesa tracia Hegesípile, hija del
rey Oloro, de cuya estirpe provenía también por línea materna el historiador
Tucídides. Pero, por su padre, el célebre Milcíades, Cimón pertenecía a la
noble familia de los Filaidas. Fuera por su sangre azul o por otras razones
-como que los ciudadanos no perdonaban fácilmente a Temístocles su exceso de
inteligencia-, Cimón resultaba más carismático.
Quizá los atenienses apoyaban a Cimón por un sentimiento de culpabilidad,
recordando de qué forma tan dura habían juzgado a su padre, el vencedor de
Maratón. Al multarlo con 50 talentos condenaron a Cimón a la pobreza. Al menos
eso cuenta su biógrafo Plutarco (Cimón 4). Lo lógico es pensar que, si Cimón
pudo participar en la política con tanta dedicación, debía tener el riñón bien
cubierto. Es posible que le ayudara a mejorar su fortuna haber casado a su
hermana Elpinice con Callas, al que siempre suele llamarse «el rico». Los
atenienses atribuían el súbito aumento de la fortuna de Callas a un golpe de
suerte, ya que en Maratón se había apoderado de un prisionero persa que le
reveló dónde había escondido un gran tesoro. La historia seguramente no sea
cierta, pero muestra algo sobre aquella época: que los griegos no sólo
consiguieron gloria y autoestima al derrotar a los persas, sino también un
cuantioso botín que explica en parte el esplendor del siglo v.
Noble por parte de padre,
cuñado del hombre más rico de Atenas y casado con Isodice, del poderoso clan de
los Alcmeónidas, Cimón no llegaba desnudo a la política. Pues aunque Atenas
empezaba a convertirse en una democracia, el nacimiento y las influencias
personales seguían contando mucho para ascender hasta el poder, y así seguiría
ocurriendo durante un tiempo.
Pero todo esto habría valido de poco si Cimón no hubiera demostrado
ser un gran general. Sus éxitos le otorgaron tal popularidad que pudo
reivindicar la figura de su padre y no sólo lavar su reputación, sino hacerle
tal propaganda que lo convirtió en el estratega estrella de Maratón, cuando tal
vez ese papel debería ser compartido con los demás generales, o incluso
corresponderle al polemarca Calímaco.
EL PAPEL DE LOS
GENERALES EN ATENAS
A partir de 487, las magistraturas tradicionales perdieron buena
parte de su poder, pues empezaron a repartirse por sorteo entre los ciudadanos
de las tres primeras clases. Por ejemplo, el polemarca, que en su origen había
sido el jefe supremo del ejército y que incluso en Maratón desempeñó un papel
importante, se convirtió en una figura con atribuciones religiosas y judiciales
en procesos relacionados con extranjeros.
Los atenienses pensaban que
cualquier ciudadano podía desempeñar puestos burocráticos en la ciudad: ya
hemos visto que uno de cada dos atenienses acababa ejerciendo de epistátes, el
«presidente por un día». Por eso, cubrían la mayor parte de los cargos mediante
sorteo. Pero eran lo bastante perspicaces para darse cuenta de que la guerra
era un asunto muy distinto en el que se jugaban la vida. Por eso elegían personalmente
a los diez generales o strategoí, uno por cada una de las tribus creadas por
Clístenes. Dichos generales actuaban de forma colegiada, y podían recibir
mandos para operaciones concretas con contingentes de toda la ciudad, no sólo
de la tribu por la que se les había elegido. Para el mando directo de las
tropas de cada tribu se elegía a otros oficiales denominados taxiarcas.
El puesto de general fue durante mucho tiempo el más prestigioso en
la política de Atenas. Temístocles, Arístides, Cimón y, más tarde, Pericles,
Nicias o Alcibíades consiguieron su influencia gracias al puesto de general. No
se limitaban a mandar tropas o barcos, sino que informaban constantemente de
sus planes y pedían autorización la asamblea. No bastaba, por lo tanto, con que
los generales supieran dar órdenes en el campo de batalla. Aunque hubo algunos
cuya reputación se basaba tan sólo en eso, como fue el caso de Lámaco en la
Guerra del Peloponeso, en la mayoría de los casos también tenían que saber
hablar en público para «vender» sus proyectos a los atenienses o incluso, tras
las campañas, para embellecer sus éxitos o maquillar sus fracasos. Si añadimos
a esto que los atenienses se pasaban media vida pleiteando, no es extraño que
durante el siglo v naciera la retórica: a los profesores del arte de hablar en
público no les faltaban alumnos.
Cimón era un decidido pro espartano que llevaba el cabello largo y
que llegó a tener el nombre de Lacedemonio a uno de sus hijos. Sus biógrafos
hablan de su carácter afable y de su generosidad, de su buena voz y también de
su altura y su atractivo, algo muy importante para lograr popularidad en una
cultura tan amante de la belleza corporal como la griega. No obstante, se
encuentran ciertas sombras en su retrato, como la relación supuestamente incestuosa
que lo unía con su hermana Elpinice antes de desposarla con Callas. Elpinice
era una mujer, por lo demás, muy interesante. Contaban que tuvo como amante al
pintor Polignoto, quien la utilizó de modelo.Ya entrada en años, se atrevió a
interpelar en público nada menos que a Pericles, en una época en que lo mejor
para una mujer, según el ideal masculino, era que no se hablara de ella
(personalmente, creo que muchas mujeres se las arreglaban para gozar de más
libertad e influencia de lo que dicta la teoría).
El mayor desafio para Cimón y
la recién creada Liga de Delos se produjo en el año 467. El final de las
Guerras Médicas no fue un corte tan dramático en la historia como se podría
pensar. Igual que sucedió al final de la Segunda Guerra Mundial, el periodo que
siguió a Platea fue confuso, turbulento y, a menudo, tan violento como la
propia guerra. Del mismo modo que los Aliados se dedicaron a «desnazificar» los
países ocupados por Hitler, una tarea en la que se cometió más de un abuso, así
la Liga de Delos tenía que «desmedizar» Grecia y el Egeo, y se produjeron
algunos desmanes. Por ejemplo, los atenienses expulsaron de la isla de Esciros
a sus habitantes e instalaron en ella a sus propios colonos. Aunque sea a
pequeña escala, hablamos de deportaciones de población, lo cual recuerda
demasiado al siglo xx.
Como decíamos, los persas estaban hartos de sufrir reveses y perder
territorios, de modo que decidieron pasar a la ofensiva. El noble persa
Ariomandes reunió una flota de 350 barcos en Panfilia (región de la costa sur
de Turquía), con el apoyo de un ejército de tierra. Allí, junto a la
desembocadura del río Eurimedonte, aguardaron el refuerzo de otras 80 naves
fenicias que debían venir de Chipre. ¿Cuáles eran los planes de Ariomandes? Al
parecer, navegar hasta el Egeo y, una vez allí, reconquistar las plazas e islas
que habían perdido en la costa de Asia Menor.
Pero la Liga de Delos no se resignó a perder la iniciativa. En lugar
de esperar en el Egeo, con el que estaban más familiarizados, los griegos
decidieron adelantarse a los movimientos del contrario e internarse en aguas
desconocidas y más peligrosas. Las costas de Panfilia y Cilicia eran abruptas y
recortadas, plagadas de calas ocultas que durante siglos serían base de
operaciones de flotillas piratas, como la que secuestró a julio César cuando
era joven. De sufrir una derrota, los griegos no tendrían a su alcance tierras
aliadas, sino un país enemigo en el que dificilmente podrían sobre vivir. Pero
sus últimos éxitos los habían vuelto muy audaces, y además el grueso de la
flota lo formaban atenienses, los más propensos entre ellos a lanzarse a la
aventura... aunque no siempre para bien, como se comprobaría no muchos años más
tarde.
Sobre lo que sucedió a
continuación, las fuentes son confusas y contradictorias.Tucídides, siempre el
historiador más fiable, sólo menciona la batalla de pasada. Hemos de recurrir a
Diodoro de Sicilia y a Plutarco, muy posteriores a los hechos. Es una lástima.
Por esta carencia de fuentes, la batalla del Eurimedonte, equiparable en
magnitud a las míticas Salamina y Platea y de consecuencias quizá más
importantes, no es demasiado conocida.
Antes de la batalla -probablemente cuando los trirremes se
encontraban en las atarazanas del Pireo-, Cimón hizo un cambio en las naves
que, en cierto modo, suponía una vuelta atrás. Pensando en un combate «a la
vieja usanza» y en recurrir al abordaje y a la lucha con lanza y escudo más que
a la embestida con los espolones, el hijo de Milcíades dotó a sus barcos de
cubiertas completas y de bordas, equiparándolos con las naves de la flota persa
(Plutarco, Cimón 12). Hasta entonces, todo lo que tenían eran pasarelas a babor
y estribor separadas por una larga abertura central.
Aunque la reforma suponía aumentar el peso de las naves y, por tanto,
hacerlas menos maniobreras, permitía aumentar la dotación de hoplitas que
combatían en cubierta y subirla de 10 hombres a 30 o incluso más. Eso hace
pensar que Cimón estaba pensando más en una operación anfibia, una especie de
desembarco de Normandía, que en una auténtica batalla naval como Salamina.
Al llegar a la desembocadura del Eurimedonte, Cimón ofreció batalla
a poca distancia de la orilla. Los persas, que tenían muy recientes los
desastres de Salamina y Micale y además seguían aguardando la llegada de los 80
trirremes fenicios, rehusaron el combate y trataron de retirarse remontando el
río para unirse con sus tropas de tierra, que debían de hallarse a cierta
distancia. Cimón los persiguió y la lucha se trabó en aguas confinadas, donde
el hecho de haber sobrecargado las naves de hoplitas no resultó tan perjudicial
como lo habría sido en mar abierto.Tras verse derrotados en un primer choque,
los persas desembarcaron en desorden y muchos de los remeros y soldados de
cubierta huyeron, alejándose de las naves.
Los griegos echaron pie a
tierra y se lanzaron contra el campamento enemigo. La batalla fue larga y
encarnizada, y los atenienses -no lo olvidemos, el grueso de la flota-
sufrieron bastantes bajas. Pero al final los persas cedieron y huyeron, dejando
atrás a muchos de los suyos, unos muertos y otros prisioneros. De nuevo, como
en batallas anteriores, las tiendas y pabellones del enemigo, plagados de
riquezas, cayeron en poder de los griegos.
Plutarco se deja llevar aquí por el entusiasmo' y dice: «Cimón, como
un atleta curtido en los juegos, habiendo conseguido en un solo día dos
victorias, la naval superior a Salamina y la terrestre mayor que Platea, se
animó a intentar todavía un éxito más» (Cimón 13). Cuando le llegaron noticias
de que habían avistado a los 80 barcos de refuerzo, zarpó de inmediato y se
enfrentó con ellos en mar abierto, con amplia superioridad numérica, hay que
decirlo. Pero si Cimón había tomado la iniciativa era para luchar con ambos
contingentes por separado. Según Plutarco, los fenicios perdieron todos los
barcos y la mayor parte de sus hombres. Bajas que había que sumar a los 200
barcos que los atenienses habían hundido o tomado en el enfrentamiento previo.
La nueva Liga de Delos había demostrado de sobra su eficacia. El
Egeo era un mar bajo completo control griego y los trirremes de la alianza
podían navegar sin temor por buena parte del Mediterráneo oriental. El poder
persa en las costas de Asia Menor desapareció durante largos años, y las
ciudades jonias ya no tuvieron que temer... Hasta que, al final de la Guerra
del Peloponeso, el Estado que se presentaba como campeón de la libertad de los
griegos -y no hablo de Atenas- las traicionó.
Por supuesto, el prestigio de Cimón subió como la espuma. En aquel
momento, el hijo de Milcíades era el héroe de los griegos. Pero estudiando el
destino de sus predecesores, entre ellos su propio padre, podemos anticipar su
caída.
LA RUPTURA CON ESPARTA
En el año 464 Esparta sufrió un terrible terremoto que ya hemos
mencionado en varias ocasiones. Según Diodoro, murieron 20.000 personas (11,
63), y se dice que sólo quedaron cinco casas en pie. Aunque la cifra pueda ser
exagerada, no hay duda de que el seísmo provocó muchas muertes y un estado de
estupefacción moral que los ilotas de Mesenia aprovecharon para rebelarse
contra el estado que los mantenía oprimidos.
No obstante, los espartanos
lograron reaccionar gracias al liderazgo de su rey Arquidamo, que había subido
al trono cuando los éforos depusieron a Leotíquidas. Un año después del
terremoto, los espartanos consiguieron acorralar a los ilotas en el monte
Itome, situado en Mesenia. Pero el asedio se prolongó tanto que decidieron
pedir ayuda a los atenienses, ya que gozaban de buena reputación en sitiar
ciudades y fortines. Cimón, como buen amigo de Lacedemonia, convenció a la
asamblea, para que enviara un nutrido contingente bajo su mando.
Sin embargo, poco después los espartanos despidieron a los
atenienses sin que éstos hubieran conseguido tomar la fortaleza. La razón que
alegaron fue que no los necesitaban ya, pero parece que recelaban de que los
atenienses pudieran ponerse de acuerdo con los mesenios.
En Atenas se tomaron aquello como un menosprecio humillante. El
rechazo de Esparta hizo que los atenienses rompieran los últimos vínculos con
ella -la Liga de Corinto seguía funcionando teóricamente- y que buscaran
alianzas con Argos, su eterna rival. Cuando Cimón volvió a casa, le estaban
esperando con los cuchillos afilados. Arístides y Temístocles habían sufrido el
ostracismo, y Cimón no iba a ser menos. En 461 se le condenó al destierro.
Debía de tener en aquel momento unos cincuenta años.
Hay que subrayar que la enemistad entre Temístocles y Cimón se debía
más a la ambición individual que a razones ideológicas. Es cierto que Cimón
pensaba que Atenas sólo sería grande si caminaba de la mano con Esparta,
mientras que Temístocles creía que los atenienses debían liderar en solitario a
los griegos. Pero, aunque seguramente no era un demócrata tan radical como
Temístocles, Cimón tampoco era un oligarca enemigo de la democracia. De haberlo
sido, los tetes, miembros de la cuarta clase, no habrían servido a sus órdenes
en la flota, como hicieron en tantas batallas y, sobre todo, en la brillante
victoria del Eurimedonte.
Es probable que Cimón idealizara los viejos tiempos en que los
aristócratas monopolizaban el gobierno. Pero él ya había nacido en el nuevo
régimen y era un hombre práctico. Sabía que para llegar al poder debía ganar se
al pueblo, cosa que hizo recurriendo a lo que los especialistas denominan
«evergetismo», que en castellano significaría algo así como «beneficencia».8
Una vez enriquecido con el botín de sus campañas, Cimón lo gastaba con
liberalidad ofreciendo banquetes sencillos en los que daba de comer a muchos
ciudadanos pobres. Como otros nobles, también invirtió dinero en procesiones
religiosas, certámenes teatrales y todo aquello que pudiera prestigiarlo ante
el pueblo. Seguramente fue él quien promovió la construcción de la llamada Stoá
poikíle, el «Pórtico pintado» que se levantó en el Ágora durante la década de
460. Entre los grandiosos frescos que decoraban este largo pórtico -medía más
de 35 metros-, había uno que representaba la batalla de Maratón, con Milcíades
exhortando a los atenienses a lanzarse a la carga: era a la vez un homenaje y
una reivindicación de su hijo.'
En general, los políticos
atenienses, sobre todo si eran de sangre noble, tenían clara una cosa: si al
salir de un cargo público y rendir cuentas en la auditoría conocida como
cuthync tenían una sola dracma más que antes de entrar, podían prepararse para
un buen dolor de cabeza y algo peor. Un político debía invertir su dinero en el
bien del Estado, no aprovecharse de éste para llenarse los bolsillos. Por
supuesto, hubo excepciones, pero en Atenas nunca se llegó a una cleptocracia.
LAS GUERRAS DE ATENAS
Mientras Cimón estuvo en Esparta con sus hoplitas, o tal vez cuando
se le desterró, un político llamado Efialtes del que apenas se sabe nada más
presentó una propuesta para reducir los poderes del Areópago. En este tribunal
se reunían los magistrados salientes de sus cargos, y como las magistraturas
sólo estaban al alcance de las clases superiores, el Areópago era de hecho un
senado aristocrático. A esas alturas su influencia se había visto algo menoscabada,
porque, salvo los muy ancianos, desde el año 487 sus miembros habían llegado a
las magistraturas por sorteo. Pero todavía conservaban cierto poder, ya que los
demás funcionarios salientes de sus cargos debían someterse a auditoría delante
del Areópago.
Gracias al decreto propuesto por Efialtes, los poderes del Areópago
pasaron a la boulé, el consejo democrático. Aunque las clases superiores si
guieran monopolizando las magistraturas, ahora tenían que rendir cuentas ante
el pueblo. Por eso, como hemos señalado antes, los magistrados procuraban
gastar dinero más que ganarlo mientras desempeñaban sus cargos.
Efialtes fue asesinado poco
después de que se aprobara su reforma. En algunos libros se resume lo que pasó
a continuación diciendo que Pericles lo sustituyó como gobernante, pero es una
simplificación. En primer lugar, no había gobernantes en sentido estricto, tan
sólo políticos que en un momento dado conseguían más influencia ante el pueblo
y de esta manera veían aprobadas sus propuestas de ley. Además, aunque Pericles
empezó a actuar en la década de los cincuenta, no está nada claro que fuese
todavía el líder principal de la ciudad. De él hablaremos en el capítulo
siguiente.
Tras el destierro de Cimón, Atenas llevó a cabo una política
descaradamente antiespartana, aprovechándose además de que los lacedemonios
habían sufrido muchas bajas por el terremoto y andaban enfrascados en su guerra
contra los ilotas. Dice el refrán que «cuando no está el gato, los ratones
bailan», y en su baile los atenienses se atrevieron a inmiscuirse en los
asuntos de la Liga del Peloponeso.
A partir de este momento, los atenienses se metieron a la vez en
tantas guerras y avisperos que es fácil perderse en la enumeración. Firmaron un
pacto con Argos, pensando en que si los espartanos intentaban salir del
Peloponeso para invadir el Ática, los argivos podrían atacarlos por la
retaguardia. Obsesionada con protegerse de esa posible invasión, Atenas se alió
también con Mégara, que controlaba el paso a Eleusis, la región más occidental
del Ática. En aquel momento Mégara se hallaba en guerra contra su vecina
Corinto, de modo que los atenienses libraron varios combates contra esta
ciudad. En la primera batalla naval perdieron, pero vencieron en la segunda y
también en una tercera contra los de la isla de Egina, que se habían metido en
la liza.
Hacia el año 458, los atenienses volvieron a luchar contra los
corintios en una serie de batallas un tanto rocambolescas. Como los atenienses
tenían tropas asediando la ciudad de Egina y también un nutrido contingente
combatiendo en Egipto, los corintios pensaron que no les quedarían soldados
suficientes y aprovecharon para invadir el territorio de Mé gara. El general
ateniense Mirónides sacó de la ciudad a los hoplitas jóvenes y a los veteranos,
que normalmente hacían servicio de guarnición en las murallas, y se enfrentó
contra los corintios.Ambos bandos se separaron pensando que habían vencido,
pues el combate fue bastante igualado. Pero los atenienses quedaron dueños del
terreno y erigieron un trofeo como ganadores.
Cuando llegaron a su ciudad,
los soldados corintios se encontraron con que los viejos les decían cosas como
«nosotros no dejábamos que los atenienses nos levantaran trofeos» y «en
nuestros tiempos sí que sabíamos combatir, no como los jóvenes de ahora, que no
valéis para nada». A los doce días, escocidos por las puyas de sus mayores, los
corintios volvieron al escenario de la batalla, derribaron el trofeo enemigo y
levantaron el suyo. Cuando la noticia llegó a los atenienses que servían como
guarnición en Mégara, hicieron una salida y, esta vez sí, propinaron una
monumental paliza a los corintios que estaban erigiendo el trofeo. Para colmo,
los supervivientes se metieron en una finca rodeada por un foso. Los atenienses
los rodearon y su infantería ligera acabó con ellos a pedradas.Todo esto parece
más una pelea entre mozos de pueblos vecinos que una batalla de verdad, pero a
veces los combates antiguos se reducían a eso.
Los corintios todavía añadieron otra causa de rencor contra los atenienses:
Naupacto. El asedio del monte Itome se había prolongado por varios años, hasta
que por fin los ilotas mesemos sitiados en él se rindieron con la condición de
que se les permitiera salir de su territorio con sus mujeres y sus hijos. Si
alguna vez regresaban, convinieron en que los espartanos tendrían derecho a
esclavizarlos de nuevo. Los atenienses ofrecieron a estos refugiados un nuevo
hogar en la ciudad de Naupacto, situada en la costa norte del golfo de Corinto.
Ésta se convertiría en una base segura para que la flota ateniense pudiera
operar en unas aguas que hasta entonces había controlado la armada corintia.
Evidentemente, eso no gustó a los corintios, ni por supuesto a los espartanos.
Antes hemos mencionado unas tropas atenienses que luchaban en
Egipto. ¿Qué hacían tan lejos de casa? Hacia el año 465, quizá antes de que
Temístocles llegara a la corte persa, Jerjes fue asesinado en una conjura
palaciega. Le sucedió en el trono el más joven de los tres hijos que tenía con
su esposa Amestris. Al parecer, el nombre de este príncipe era Ciro, pero al
coronarse lo cambió por el de Artaxsacá, «el que gobierna gracias a Arta (el
orden universal)». Los griegos lo transcribieron de oído porArtajerjes. Basta
comparar los nombres de Jerjes yArtajerjes en persa, Xsayaársá y Artaxsacá,
para comprobar que no se parecen excepto en la sílaba xsa.
Ya hemos visto que los
súbditos del Imperio persa tenían como costumbre recibir al nuevo monarca
rebelándose contra él. En este caso la que empezó fue la satrapía de Bactria,
en el actual Afganistán. Allí gobernaba Histaspes, hermano de Artajerjes al que
no le hizo la menor gracia que el benjamín de la familia se convirtiera en
soberano y, por tanto, se levantó en armas.
Mientras el Gran Rey combatía en el este, un caudillo libio llamado
Ínaro consiguió sublevar toda la zona del delta del Nilo. Éste pensó que sólo
con tropas egipcias y libias no conseguiría nada, de modo que envió embajadores
a Atenas para pedir ayuda. Les debió de hacer muchas promesas, porque aceptaron
y enviaron 200 barcos que tenían destinados en una campaña militar en Chipre.
Gracias a su ayuda, la revuelta de Egipto triunfó. Al menos, en su primera
fase.
A pesar de todo, a Atenas todavía le quedaban recursos para seguir
peleando en Grecia. Entre otros motivos porque, aunque Tucídides lo calle, las
200 naves que acudieron a Egipto debieron reducirse a una flota mucho menor
tras las primeras operaciones. Ctesias, autor de una Historia de Persia nada
fiable, puede sin embargo acercarse a la verdad cuando dice que en Egipto sólo
se quedaron 40 barcos atenienses, una cifra respetable (Hist. Pers. 36).
En el año 457, después de un tiempo consintiendo los desmanes de
Atenas, los espartanos se decidieron a entrar en acción y, junto con sus
aliados y los beocios, vencieron a los atenienses en la batalla de Tanagra.
Pero los atenienses se repusieron y, unos días después, el mismo Mirónides que
había derrotado a los corintios volvió a enfrentarse contra los beocios en
Enofita y los derrotó. Lo de esa batalla debió de ser algo así como: «Ahora que
no está tu primo el de esa marca de zumo, a ver si me lo dices a la cara».
Tras la victoria sobre los beocios, Atenas controlaba la Grecia
central. Se hallaba en la cima de su poder, y para demostrarlo el almirante Tólmi
des (cuyo nombre deriva de tolma, «osadía») circunnavegó el Peloponeso
saqueando por doquier e incendió Giteo, el puerto de Esparta. En aquellos días,
los atenienses se enorgullecían de que sus soldados morían en escenarios tan
alejados como Chipre, Egipto, Fenicia y Grecia. Además, la vecina isla de Egina
había caído y los eginetas habían derribado sus murallas y entregado su flota.
Fue también por aquel entonces cuando se culminaron las obras de los Muros
Largos, que convirtieron a Atenas en inexpugnable.
Pero Atenas estaba pecando de
hybris, y pronto empezaron los reveses. En el año 454, el rey rebelde Ínaro fue
traicionado y cayó en manos de los persas, que lo empalaron. La flota ateniense
que sitiaba Menfis fue atacada por el general Megabizo, quien consiguió
bloquearlos en la isla Prosopítida, situada en la parte oriental del delta.
Después de año y medio de asedio, Megabizo desecó el canal del río para unir la
isla con la tierra firme y, de este modo, pudo atacar a su enemigo sin mojarse
los pies. Tan sólo se salvaron unos cuantos atenienses que cruzaron el desierto
para llegar hasta la lejana ciudad de Cirene, a más de 1.000 kilómetros. La
rebelión egipcia no quedó del todo aplastada, pues lo que Tucídides llama
«zonas pantanosas» siguió en manos de un tal Amirteo (Tucídides 1, 110), y diez
años más tarde la gobernaba Psamético, descendiente o familiar de Ínaro, que
envió un gran cargamento de trigo a Atenas.
Pero los atenienses habían perdido una flota entera. Algunos autores
hablan de 200 barcos y 35.000 hombres. Como ya he dicho antes, se trata de una
exageración: ni en los peores momentos de la Guerra del Peloponeso Atenas
sufrió pérdidas tan brutales. Aun así, el desastre de Egipto afectó mucho a los
atenienses, tanto en sus recursos como en su confianza. No obstante, extrajeron
alguna consecuencia positiva, ya que les sirvió de excusa para trasladar el
tesoro de la Liga a la ciudad de Atenas, y luego utilizaron parte de esos
fondos para reconstruir la Acrópolis.
En aquel momento, aprovechando la momentánea debilidad ateniense, se
produjeron ciertas disensiones en la Liga de Delos, en concreto en Eritras y en
Mileto, que se negaron a pagar sus cuotas anuales. De modo que Atenas se vio
peleando a la vez contra los persas en Chipre -Egipto, como vemos, ya se había
perdido-, contra algunos aliados morosos en el Egeo y contra Esparta en el
Peloponeso y en Grecia central. La situa ción era tan complicada que los
atenienses llamaron de vuelta al veterano Cimón, cuyo ostracismo, por otra
parte, debía de estar a punto de concluir. Cimón consiguió que se firmara una
tregua de cinco años con los espartanos10 y comandó una flota que se dirigió
hacia Chipre, donde falleció, no se sabe si de enfermedad o por heridas
recibidas en combate. Sin duda, él habría preferido lo segundo, y en cualquier
caso supo demostrar con su final que amaba sinceramente a su ciudad y no le
guardaba rencor.
En el año 449, atenienses y
persas firmaron la Paz de Callas, llamada así por el acaudalado cuñado de Cimón
que sirvió de intermediario en ella. La misma existencia de esta tregua ha sido
puesta en duda, ya que la menciona Diodoro de Sicilia (12, 4), pero no así
Tucídides, mucho más cercano en el tiempo. Lo cierto es que las hostilidades
entre atenienses y persas cesaron a partir de ese momento. El Imperio
aqueménida prácticamente renunció a la franja costera de Asia Menor: sus tropas
no podían acercarse a menos de tres días a pie o uno a caballo del mar Egeo.
Gracias al cese de las hostilidades con Persia, Atenas volvió a
tenerlas manos libres para sujetar las riendas de sus aliados de la Liga, como
se comprueba por las listas de tributos anuales que se han encontrado grabadas
en grandes estelas de piedra. Pero la ciudad se había empeñado en tantas
empresas a la vez que no le dejaban de surgir vías de agua por todas partes. En
el año 446 los atenienses se vieron sorprendidos por un ejército beocio en
Coronea y sufrieron grandes pérdidas. Como resultado de esta derrota, Atenas no
tuvo más remedio que abandonar el efimero imperio que había conseguido en
Grecia central.
Era evidente que la ciudad no tenía suficiente población para
embarcarse a la vez en tantas empresas y mantener vigilada la Liga de Delos.Así
que, en 445, los atenienses decidieron prorrogar su tregua con Esparta firmando
una paz de treinta años. La situación volvió al statu quo anterior al conflicto
entre Mégara y Corinto, y la Liga del Peloponeso y la de Delos se reconocieron
mutuamente. Aun así, Atenas se quedó con una base en el golfo de Corinto, la
ciudad de Naupacto donde había instalado a los refugiados mesenios.
Aunque resulte increíble, Atenas no sólo no perdió población durante
estos años de campañas en tantos escenarios -lo que demuestra que el desastre
de Egipto no debió de ser tan grave-, sino que aumentó, hasta alcanzar en el
año 431 un máximo de unos 40.000 ciudadanos, más que ninguna otra polis griega.
Por aquel entonces, había en el Ática un gran número de metecos, «los que viven
con», literalmente. Obsérvese la diferencia con los periecos de Esparta, «los
que viven alrededor». El matiz es importante: estos últimos eran habitantes de
las polis que rodeaban Esparta, y estaban subordinados a los lacedemonios. En
Esparta apenas se permitían extranjeros y, los expulsaban de la ciudad
periódicamente. En cambio, en Atenas los forasteros eran bienvenidos. Tan sólo
tenían que pagar un impuesto de residencia, y llegado el momento de defender la
ciudad también les correspondía embrazar el escudo.
Poco después de firmarse la
llamada Paz de los Treinta Años, un personaje llamado Tucídides, hijo de
Melesias -no hay que confundirlo con el historiador-, resultó «agraciado» en la
votación del ostracismo y tuvo que abandonar Atenas. Este hombre representaba a
la facción aristocrática y era el orador más destacado entre los que se oponían
al llamado partido del démos. Con el destierro de Tucídides, el panorama quedó
completamente despejado para un político cuya influencia había ido aumentando
año tras año. En 443 los atenienses votaron como general a Pericles, que ya
había conseguido este puesto varias veces. Pero a partir de aquel año, fue
reelegido sistemáticamente hasta su muerte en el año 429. Ha llegado el momento
de conocerle.
1 parecido
a lo que les pasaba a los funcionarios soviéticos en Ninotchka de Lubitsch, que
se dejaban corromper alegremente por el decadente capitalismo occidental.
2 Polieno,
Estratagemas, 8, 51. También en Diodoro, 11, 45, pero sin dar el nombre de la
madre.
a En Esparta se producían periódicamente
expulsiones de extranjeros, conocidas como xenelasías, para evitar que los
lacedemonios se dejaran corromper por el contacto con los foráneos.
cual
significaba que entre los hoplitas había cada vez más ciudadanos partidarios de
la democracia, y eso por dos motivos: primero, porque estos tetes ascendidos a
zeugitas provenían del demos, el pueblo llano; segundo, porque le debían su
mejora económica al imperialismo ateniense, que todos identificaban con la
democracia.
5 Tucídides, 1, 137; Bryant, 2002, 563.
en
Plutarco, Temístocles, 32.Todos los detalles finales de su vida están extraídos
de la biografia de Plutarco, con algún añadido de Tucídides. Muchos expertos,
como A.J. Podlecki (Podlecki, 1975, p. 43), creen que hay bastante de novelesco
en todo este relato. Es posible, pero ya en tiempos de Tucídides había corrido
el rumor de que se dio muerte porque no podía servir al Gran Rey tal como le
había prometido (Tucídides, 1, 138).
Plutarco, como tantos otros autores antiguos,
mostraba tendencias aristocráticas. Por eso, entre el demócrata Temístocles y
los nobles Arístides y Cimón, sus simpatías se decantaban por estos últimos.
Aunque hay que reconocer que siempre intentaba ser justo con sus personajes.
8 Como en tantos casos, el uso de una palabra
griega otorga más prestigio a lo que se dice. Es la venganza póstuma de los
griegos sobre sus conquistadores romanos: un helenismo siempre parece más
técnico que la correspondiente palabra con raíz latina. ¿A que pagaremos más a
un asesor que nos proponga «sin-ergias» en lugar de «co-laboraciones»? Pues
ambas palabras significan exactamente lo mismo: trabajar juntos. Si el médico
me ve hecho un trapo y lo achaca a una «caquexia» o «astenia», pienso que se ha
ganado su sueldo, mientras que si me dice que tengo «malestar» o «debilidad»
sospecho que para oír eso no tenía que haber esperado en la consulta. Si además
la palabra griega es esdrújula, miel sobre hojuelas. ¡Perdón! ¿He dicho
«esdrújula»? Quería decir «proparoxítona».
9 La batalla de Maratón, que se venció sin más
ayuda que la de los plateos, fue cada vez más mitificada por las tres primeras
clases que servían como hoplitas. Probablemente entre el pueblo, en su
conjunto, la victoria de Salamina era más valorada, pero la mayoría de los
testimonios literarios pertenecen siempre a las capas altas de la sociedad.
iu Casi al mismo tiempo que Esparta pactaba con
Argos una paz de treinta años que los argivos respetaron escrupulosamente. Algo
tan raro en aquellos tiempos como ahora.
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