Hemos visto
cómo la tumba de Alejandro ha sido buscada un poco por todas partes, pero
siempre en los barrios de Alejandría. Hay quien la ha ubicado en lugares
cubiertos por las aguas del mar en tiempos de los Ptolomeos y quien en los
subterráneos de la mezquita de Nabi Daniel, otros la han buscado en la
mezquita Atarina, donde estaba el magnífico sarcófago de Nectanebo II.
A este respecto
precisamente sabemos que A. M. Chugg pensó que el sarcófago fue el primer receptáculo
del cuerpo de Alejandro en el Serapeo de Menfis-Saqqara y localizó también en
el sepulcro excavado por Mariette un hueco que podía contenerlo.'
El reciente estudio de N.J.
Saunders2 propone una hipótesis interesante sobre la procedencia de ese sarcófago.
Examinando los orificios practicados en la pila nos damos cuenta de que son más
anchos hacia fuera y más estrechos hacia dentro, de lo cual deduce que esto
servía para aumentar desde el interior la presión del chorro y dilatarlo a su
salida al exterior, creando así un efecto escénico notable. No contempla, pues, una
aplicación funcional de este objeto, es decir, para las abluciones rituales
de los fieles de la mezquita, sino una función estética. El sarcófago habría
sido reutilizado en el soma de Alejandro como pila ornamental de un
ninfeo sito en el parque funerario de la necrópolis real. Y ello sobre la base
de que los Ptolomeos habían reutilizado y reciclado a menudo elementos
arquitectónicos sustraídos a otros complejos monumentales. Plinio3
habla de un gran obelisco de Nectanebo II (Nechtebi) transportado de Heliópolis a Alejandría
en una nave.
No cabe duda de que cosas así
ocurrían con frecuencia y en todas las épocas, pero me parece más difícil
desde luego que el sarcófago del presunto padre de Alejandro fuera taladrado
para hacer de él una fuente, aunque fuera sagrada. He expresado ya mi parecer
al respecto, y en cualquier caso considero una explicación aceptable que en los
orificios exteriores más anchos practicados en el sarcófago fueran insertados
grifos de madera o de caña que regulaban el flujo para las abluciones. La
mayor abertura hacia dentro habría podido servir para alojar en él algún tipo
de guarnición o una anilla de unión con el tubo saliente. Hay que imaginar que
en un ninfeo, como propone Saunders, la pila era alimentada de continuo por un chorro que
llegaba desde lo alto. Además, en este caso, visto que los orificios habían
sido practicados en los cuatro lados de la pila, significaría que debía de
resultar visible por cualquier lado, lo cual hace muy difícil lograr un chorro
de alimentación que tenga un vector tan largo como para
permitir dejar un gran
espacio para la visibilidad también por la parte de atrás. Normalmente objetos
de este tipo están en el interior de una exedra en la que pueden ser
alimentados fácilmente por un primer chorro que surja de la pared del fondo, y
los chorros de descarga de la pila solamente están en la parte delantera.
Más fácil es, en cambio, imaginarlo
reutilizado como pila de las abluciones colocada en el centro de la capilla de
la mezquita Atarina para que los fieles pudieran sentarse a todo su alrededor y
llevaran a cabo el lavatorio ritual de los pies. Me parece por tanto verosímil
la idea de que originalmente podía tratarse de una especie de cenotafio, es
decir, de una tumba vacía colocada en el interior del períbolo del sema de
Alejandro con ocasión de su reestructuración por parte de Ptolomeo IV.
En cualquier caso, tiene una
importancia relativa saber en qué momento y quién realizó esos agujeros; lo
que más interesa es el hecho de que el sarcófago, con un peso de siete
toneladas, de un faraón íntimamente ligado por los Ptolomeos a su dinastía a
través de Alejandro fue transportado por vías acuáticas hasta Alejandría para
que el vínculo fuera patente.
Hasta ahora hemos visto que la tumba
de Alejandro ha sido buscada o situada dentro de la ciudad o en sus
inmediaciones, tanto en la Edad Media como en épocas posteriores hasta
nuestros días.
Hay sin embargo quien ha buscado a
Alejandro muy lejos de la ciudad fundada por él. Son dos investigadores: una
arqueóloga griega, llamada Liana Souvaltzi, quien sostenía que se encontraba en
el oasis de Siwa, y el estudioso inglés A. M. Chugg, citado varias veces en la
presente obra, quien considera que podría encontrarse en Venecia.
Liana Souvaltzi declaró en 1989, en una contribución
al Sexto Congreso Internacional de Egiptología de Turín,
que en Siwa había una
tumba macedonia que casi con toda seguridad era la de Alejandro. La cosa tuvo
una resonancia limitada, pero la señora se preparaba para poner el mundo patas
arriba con declaraciones más explosivas aún.
Liana Souvaltzi se dirigió a la
prensa en 1992 afirmando haber identificado en el templo dórico de Bilad el Rum,
en el oasis de Siwa, la
tumba de Alejandro Magno y publicó al año siguiente su contribución al Congreso
de Egiptología. El edificio4 al que hacía referencia era ya
conocido por los visitantes de Siwa en el siglo xix, entre ellos el cónsul
alemán Heinrich von Minutoli, que lo describió en 1820, un año antes de que
Grecia iniciase su guerra de independencia. El primer reconocimiento sistemático
con una serie de sondeos fue realizado en 1938 por Ahmed
Fakhry, que dio a
conocer el monumento en 1944.5
Precisamente en aquel edificio,
Liana Souvaltzi reconoció la tumba de Alejandro Magno y, en 1995, declaró sin
reservas haber encontrado la sepultura del caudillo macedonio. Una seguridad
semejante indujo a un grupo de expertos egipcios a controlar qué cartas tenía
Liana Souvaltzi en la mano para hacer tan clamorosa afirmación.
La arqueóloga griega decía haber
identificado, grabadas en un bloque de caliza, unas hojas de roble, que
indudablemente remitían a las de la corona de Filipo en la tumba excavada por
Andronikos en Vergina, y además la estrella argéada de ocho puntas, que indicaban
claramente la presencia de un personaje de rango real en dicho lugar. ¿Y de
quién más podía tratarse sino de Alejandro, que explícitamente había dispuesto
antes de morir el ser enterrado en el oasis de Anión?
El hecho de que las fuentes antiguas
se mostrasen de acuerdo en mencionar la tumba de Alejandro en Alejandría
parecía no preocuparla, y su descarada certeza acabó por hacer mella también
en las autoridades egipcias. Ahora ya la noticia había saltado a los periódicos
más importantes del mundo con grandes artículos que se anunciaban en primera
plana y muchos mandaban a sus enviados a Siwa. Periodistas de las páginas
culturales de muchos periódicos y equipos de televisión se estaban dirigiendo
a toda prisa a Siwa para cerciorarse de si realmente el enigma milenario de la
tumba de Alejandro Magno estaba de veras y definitivamente resuelto. Por si
fuera poco, Liana Souvaltzi descubrió totalmente sus cartas mostrando sus ases,
es decir, unas irrefutables —en su opinión— pruebas epigráficas, tres
inscripciones distintas: una sería de Ptolomeo I, que declaraba que Alejandro
había sido envenenado y que su momia había sido llevada a aquel lugar; otra
era la prueba de una visita a la tumba del soberano macedonio del emperador
Trajano; una tercera había sido escrita por otro personaje desconocido.
El grupo de expertos se dirigió al
oasis para comprobar el valor básicamente de lo que había dicho Liana
Souvaltzi. En muchos periódicos la noticia fue acogida como una confirmación y
el descubrimiento de la tumba de Alejandro se daba como probable conforme a las
fuentes antiguas, pero la gran primicia se posponía al menos por un mes. «El
ramadán detiene la excavación de Liana Souvaltzi», tituló el Corriere della
Sera y la expectativa llegó al paroxismo. Expertos y arqueólogos eran
interpelados por teléfono y entrevistados con el fin de que expresaran
opiniones autorizadas, y estos, que no estaban todavía en condiciones de emitir
un comunicado científico, lo único que podían responder era que había que
esperar. Liana Souvaltzi, por su parte, se mostraba en cambio tranquila: no
había duda de que pronto la sepultura de Alejandro saldría a la luz. Lo único
acerca de lo cual se mostraba insegura eran las condiciones en que se
encontraría la momia.
Tras el primer impacto, no tardaron
en dejarse sentir las reacciones del mundo académico: el Ministerio de Cultura
griego mandó a unos expertos que visitaron el paraje y volvieron a partir muy
perplejos, sin haber encontrado verosímil ninguna de las pruebas anunciadas,
mientras que Liana Souvaltzi acusaba a la delegación de injerencia indebida en
su excavación y sin su permiso. En aquel punto, la Dirección General de
Antigüedades Egipcias se dio cuenta de lo inconsistente de las pruebas, no
pudo sino echar agua al fuego llamando a todos a una conducta más seria y
prudente. También la manera en que se había realizado la excavación fue
considerada poco profesional, de manera que acarreó más daños que resultados
produjo. De hecho las tres inscripciones eran una sola y de época imperial
romana, y la lectura científica del texto demolió sin dificultad la teoría de
la arqueóloga griega, que fue tachada por sus propios compatriotas de poco
fiable y de ser en realidad alguien desconocido para la comunidad científica.
Rumores acerca de algunas de sus afirmaciones, por las que parecía que había
tenido revelaciones o misteriosos signos premonitorios, contribuyeron, a pesar
de los desmentidos de la interesada, a desmontar, en medio de la desilusión
general, tanto sus afirmaciones como el circo mediático que se había creado a
partir de ellas.6
Las autoridades egipcias rechazaron
prorrogar el permiso de excavación y finalmente se hizo el silencio sobre toda
la embarazosa historia.
Pero la esperanza se resiste a morir
y muchos fervientes defensores de la teoría de Liana Souvaltzi permanecieron
inamovibles en su fe. Yo mismo fui testigo de un episodio significativo.
Durante un viaje que hice primero al cementerio latino de Alejandría y luego a
Siwa, tuve ocasión de alojarme en un hotel del oasis. Era una noche de luna
llena; el blanco de la caliza y de la claridad lunar diluía el azul oscuro del
cielo en una atmósfera azulina, mágica y fuera del tiempo. La mesa, al aire
libre, estaba hecha de un bloque de desnuda caliza, estaba preparada con
manteles de lino, vajilla de plata y vasos de cristal, y la persona encargada
apareció para saludarme a mí y a los amigos con los que viajaba.
Era una señora muy
seductora, ataviada con una larga túnica de corte étnico y contribuía a su vez
a intensificar la impresión general de que nos hallábamos en un lugar
encantador. La conversación recayó enseguida sobre el tema de la tumba de
Alejandro y la señora se reveló una convencida defensora de la teoría de Liana
Souvaltzi. Traté de hacerle comprender todos los argumentos que, en mi
opinión, la hacían improbable, pero sin convencerla. Me dijo que yo era
demasiado frío y estaba apegado a prejuicios académicos, y me invitó a leer la
novela de un escritor italiano sobre la vida de Alejandro Magno que la había
emocionado por descubrir una dimensión distinta que me abriría la mente y
sugeriría una aproximación distinta al problema.
Por casualidad llevaba conmigo una
de mis novelas, la misma a la que evidentemente ella se refería, y le enseñé
la solapa de la cubierta con mi foto, demostrándole que dos actitudes tan
distintas podían convivir en una misma persona, pero de modo claramente diferente.
Pero no por ello cambió de opinión, pese a parecer muy sorprendida por
semejante coincidencia.
El caso estaba cerrado, pero no así
la perenne búsqueda de la tumba de Alejandro. La última y más sorprendente
hipótesis es, en cambio, de un estudioso escrupuloso y serio, aunque no
especialista en la materia: el ya citado A. M. Chugg. Su hipótesis es que lo
que queda del cuerpo de Alejandro se encuentra en la basílica de San Marcos en
Venecia;
es más, exactamente
dentro de la urna que desde hace más de mil años se considera que contiene las
reliquias del evangelista.
Su investigación parte de fuentes
antiguas que demuestran que san Marcos fue el fundador de la iglesia de
Alejandría7 y que ya a finales del siglo iv la Historia Lausíaca habla
de un peregrinar al martyrion (es decir, al lugar del martirio) del
evangelista,8 que se encontraría en el mar de la parte oriental del
promontorio de Lochias.9 Según la tradición, el cuerpo de san Marcos no
habría sido destruido por la incineración y estaría depositado en una iglesia
probablemente más amplia y ciertamente más reciente que la original. El hecho
de que el cuerpo no hubiera sido incinerado quizá podría implicar que la
reliquia estaba constituida por una momia. En cualquier caso, allí había de
descansar en paz hasta comienzos del siglo ix d.C. en plena época islámica,
cuando dos mercaderes venecianos, Buono di Malamocco y Rustico di Torcello,
llegaron a Alejandría y visitaron la iglesia de San Marcos. Allí encontraron
al clero muy preocupado por la integridad de las reliquias, dado que los
musulmanes estaban despojando la iglesia de algunos mármoles preciosos para
construir otro edificio con ellos. De buena gana, pues, fueron entregados los
restos de san Marcos a los dos mercaderes que los llevaron a
Venecia. Es más
probable que los dos convencieran con un generoso ofrecimiento a los
guardianes del santuario para que cediesen su tesoro. Luego, para burlar la inspección
de las autoridades portuarias, cubrieron las reliquias con carne de cerdo: los
aduaneros musulmanes, horrorizados, se guardaron de seguir adelante con su
inspección. La escena está representada en el intradós de un arco de la
basílica de Venecia, donde el cuerpo del santo, que es trasladado,
aparece entero y con toda la barba, si bien poco después vemos a ambos
mercaderes pasar con una cesta mientras los aduaneros, igual que un cómic,
gritan (vociferantur): kanzir, kanzir!, «¡cerdo, cerdo!» (fig-22).
Chugg se pregunta si el hecho de que
el cuerpo esté representado en su integridad en el mosaico no significa acaso
que era una momia, pero luego resultaría difícil explicar cómo se llevaron las
reliquias en una cesta cubierta con carne de cerdo: ¿acaso el cuerpo había
sido despedazado?
Lo cierto es que tanto los
testimonios iconográficos como los cartográficos indican la presencia de una
iglesia de San Marcos cerca de la puerta oriental de la ciudad islámica, lo
que la situaría en las proximidades del lugar en el que, según no pocos
estudiosos, estaba antiguamente el sema de Alejandro.10
Según Chugg, pues, la iglesia de San Marcos no solo habría reemplazado y de
hecho sustituido al mausoleo de Alejandro, sino que se habría alzado en el
mismo lugar. La idea de una sustitución es de por sí más que probable. Era
costumbre de la Iglesia sustituir los cultos paganos por cultos cristianos, no
simplemente suplantarlos. Todavía en la actualidad encontramos en nuestros
campos, en un cruce de tres caminos, las capillitas de la Virgen porque en el
pasado sustituyeron a la triple imagen de Hécate Trivia; la Navidad ha sustituido a la fiesta del Deus Sol
invictus; los santos emparejados, Cosme y Damián, por ejemplo, han sustituido a
veces a los dioscuros Castor y Pólux; en otros casos la Virgen lo ha hecho con
Isis, y así sucesivamente. Nada más fácil que la Iglesia alejandrina, para
erradicar el culto pagano del Fundador11 de la ciudad, lo
reemplazara por otro fundador, es decir, el que había dado vida a la primera
comunidad cristiana en Alejandría, es decir, san Marcos.
Más difícil es demostrar por qué se
habría hecho pasar el cuerpo de Alejandro por el de san Marcos. Chugg12
piensa en algún admirador cristiano suyo, un alto exponente del clero que quizá
habría querido salvar sus restos mortales de la furia iconoclasta desencadenada
a raíz de los edictos de Teodosio de 391 que dejaron de hecho las manos libres
a los fanáticos que querían destruir todo rastro de la antigua religión.
Nuestro personaje, por consiguiente, con un solo golpe habría salvado el
cuerpo de Alejandro de la destrucción y creado una nueva reliquia
importantísima destinada a convertirse en el eje en torno al cual giraría la
nueva ciudad cristiana.
En realidad estos razonamientos sirven
para explicar al autor aquello de lo que está ya convencido según unos indicios
que considera determinantes. Entre tales indicios hay uno fundamental: una
piedra encontrada durante los trabajos en la basílica en 1963 con objeto de
colocar los tanques de agua para la instalación antiincendios. La piedra, de
una tonelada y media de peso, estaba colocada prácticamente a la cabeza de la
basílica en el momento de la construcción del ábside y fue dada a conocer por
una publicación de Ferdinando Forlati,13 ingeniero y regente de
imprenta de la basílica de San Marcos, que la consideró un bloque de traquita,
elemento de la tumba de un soldado romano. En efecto, la falta absoluta de
materiales de construcción en las islas de la laguna, todas ellas de sedimentación
fluvial, indujo a los venecianos a buscarlos entre las ruinas de Altino, en la
costa.14 Se reciclaron no solo los mármoles y las piedras, sino
también los ladrillos. En algunos es posible leer el sello15 que
identifica el horno que los produjo.
La piedra, ahora en el claustro de
Santa Apolonia, lleva relieves en la cara principal que representa la estrella
argéada de ocho puntas, dos grebas y una larga lanza, probablemente una sarisa.
En uno de los lados, una espada colgada de un tahalí, identificada como una kopis,
la típica espada macedonia. Con posterioridad a la publicación de Forlati,
la piedra estuvo prácticamente olvidada durante años, hasta que en 1977
reapareció de improviso la estrella argéada sobre la urna de oro de la tumba
real de Vergina atribuida por Andronikos a Filipo II,
despertando así el
interés por la piedra emergida de los cimientos de San Marcos.
Este es el punto neurálgico de la
tesis de A. M. Chugg: en San Marcos hay un objeto perteneciente a una tumba
real macedonia proveniente casi con toda seguridad de Alejandría y de hecho
perteneciente a la primera basílica de San Marcos, mandada construir por una
disposición testamentaria del dux Giustiniano Particiaco, y por tanto casi coetánea del «traslado»
de las reliquias del evangelista a Venecia; en suma, un fragmento de lápida del sema de
Alejandro. De aquí a asociar también la reliquia sustraída por Rustico di
Torce-lio y Buono di Malamocco al cuerpo mismo del macedonio no hay más que un
paso.
La teoría de Chugg que, según Maria
Bergamo,16 ha provocado un desmesurado interés más mediático que científico, en
realidad ha propiciado asimismo serios ahondamientos. En primer lugar, el
análisis de la piedra, que resultó no ser traquita tal como había dicho
Forlati, sino piedra de Aurisina, un mármol que se extrae en la localidad
homónima no lejos de Trieste. En un congreso celebrado en Padua, en el palacio
del Bo, en septiembre de 2006, Monica Centanni anunció que había solicitado un peritaje al profesor
Lorenzo Lazzarini del laboratorio de análisis de los materiales antiguos al
Instituto Universitario de Arquitectura de Ve-necia, el cual dio vía e-mail, y
a petición de Alessandro Coppola de la Universidad de Padua, la siguiente respuesta:17
«Sí, he realizado el estudio petrográfico de un muestrario de las estelas a
petición de mi colega Momea Centanni: el resultado indica sin sombra de duda
que las estelas fueron esculpidas en piedra de Aurisina, una caliza que se
sigue extrayendo en la localidad del mismo nombre de la provincia de Trieste.
Naturalmente no puedo responder en lo que se refiere a su datación, en la que
está trabajando un grupo de investigación que depende de Monica».
En realidad ya había respondido Eugenio Polito en su
estudio de 1998,18 en el que confirmaba que la piedra de
Santa Apolonia había de considerarse como una obra helenística: «El bloque
debía de pertenecer a un gran monumento que podría situarse genéricamente
entre el siglo III y principios del siglo II a.C.».
En este punto la situación se complicaba, porque si,
por una parte, la datación propuesta por Polito contribuía a reafirmar la
teoría de una posible derivación alejandrina del bloque, por la otra, la
procedencia de la piedra de que estaba hecho lo hacía altamente improbable.
Chugg no se rindió y consiguió enterarse de que en una localidad próxima al
brazo occidental del delta existía una piedra que tenía una composición análoga
y se caracterizaba por el mismo fósil presente en la piedra de Aurisina.19
Pero no es este el único problema: Nicholas Saunders considera que hay que deducir de Estrabón que el sema
estaba más probablemente en la parte nororiental de la ciudad y más cerca
de los palacios reales que del gran cruce.20 Por lo demás, expresa
la extrema dificultad de localizar con precisión la iglesia de San Marcos
construida en época romana después de la muerte del evangelista; en suma, no
hay ninguna prueba de que el soma de Alejandro y el martyrion de
San Marco surgiesen en la misma zona. Además, Saunders considera que no hay ningún motivo por el que el
misterioso prelado admirador de Alejandro tuviera que trasladar a la nueva
morada, junto con su cuerpo, también una lápida de una tonelada y media de
peso solo porque llevaba grabada la estrella argéada cuyo significado sin duda
ignoraba, y menos aún que se hubiesen encargado de ello los dos mercaderes
venecianos que se llevaron los huesos de san Marcos.
A decir verdad, no se puede excluir
en absoluto que los dos cazadores de reliquias sin prejuicios se
apoderaran de la piedra solo porque estaba al alcance de la mano (cosa que
implicaría que después de todo el soma no estaba tan lejos) utilizándola
como lastre para su nave, una costumbre muy extendida entre los marineros
venecianos, pero queda por resolver el problema del material que, hasta que
exista una prueba en contra, no proviene de Alejandría o de sus alrededores.
Ciertamente la sugerencia de Chugg
de someter a un examen científico los restos atribuidos a san Marcos sería una
teoría a seguir, y la Iglesia católica, que ha permitido el test del
radiocarbono 14 para la Sábana Santa de Turín, ha demostrado no temer las respuestas de la ciencia.
Sin embargo, la probabilidad bastante remota de descubrir que se trata de
Alejandro en vez del evangelista Marcos se pagaría al precio de ver esfumarse
todo un universo mítico, el constituido por la Serenísima en medio del
Mediterráneo.
En el itinerario que hemos tratado
de seguir tanto en el plano de las fuentes antiguas como en el de los estudios
modernos se ha evidenciado lo aleatoria que puede haber sido la suerte de unas
reliquias tan importantes. Las investigaciones que tienen buenas posibilidades
de llevar a nuevas contribuciones deben realizarse, y por consiguiente,
bienvenido sea un análisis científico de los restos contenidos en la urna
conservada en la basílica de San Marcos. Cualquiera que sea el resultado, los
dos grandes mitos no dejarán en cualquier caso de vivir: el león de San Marcos
seguirá rugiendo desde lo alto de sus pedestales, y el cuerpo perdido
del más grande personaje
de la Antigüedad seguirá fascinando a las nuevas generaciones manteniendo viva
la memoria de una civilización extraordinaria e irrepetible.
1.
Chugg, 2007, p. 144, fig. 7.7.
2. Saunders,
2000, pp.
195 y ss. Véase también
el detalle del orificio en el interior en la ilustración nº 18 del pliego
iconográfico donde es evidente un ensanchamiento.
3. Plinio, XXXVI, 67-69.
4. Souvaltzi, 1993, pp. 511-514.
5.
Fakhry, 1944.
6. Una exhaustiva relación sobre toda la historia
aparece en el estudio de Saunders, op. cit., pp. 179-180.
7. Véase Camplani, 2003, pp. 41 y ss. San Marcos habría nombrado a
Ananías como primer
patriarca de Alejandría. Según los Hechos de los Apóstoles de Pedro de
Alejandría (códice EMML), Marcos habría llegado a Alejandría el séptimo año
del reinado de Nerón (cfr. nota 79). Cfr. Eusebio de Cesárea, 2,116.
8.
Se trata de una muy breve alusión a los peregrinajes de un asceta
llamado Filoromo en Palladio, Historia
Lausíaca, 45, 4: «Viajando a
pie, llegó incluso hasta Roma, para rezar en la tumba del beato Pedro; anteriormente
había llegado también a Alejandría, para rezar en el martyrion [lugar
del martirio] de Marcos». Según la Pasión
de Pedro de Alejandría, el martyrion estaba situado en un
suburbio del litoral este de Alejandría. Cfr. comentario y notas de G. J.
M. Bartolink
en: Palla-dio, La Storia Lausiaca, V, Milán,
1999, p. 380, nota 33.
9.
Cfr. nota 8.
10. Chugg, 2007, pp. 196 y ss.
11.
Fraser, 1972,1, p. 212 y notas.
12.
Chugg, ibid.
13.
Forlati, 1963, pp. 222-223.
14.
Un amplio tratamiento con una documentación iconográfica completa es mencionada
en Bergamo,
2008, y en bibliografía
posterior.
15.
Forlati, 1975, passim.
16.
Bergamo , 2008.
17.
Chugg, 2007, p. 213.
18.
En Polito, 1998, una completa reseña y discusión de los frisos de
armas, trofeos y panoplias como tema de monumentalidad conmemorativa y funeraria.
Véase en particular p. 39 A .2
y nota 22; p. 79; p. 99 y nota 46. Sobre el problema de la Piedra de Santa
Apolonia y sobre la iconografía similar en época romana: Bassani, 2008, que
atribuye el fragmento de Santa Apolonia a un importante personaje de Altino,
quizá C. Asinio Polio, legado de César en la Cisalpina y activo en la zona
balcánica entre Dalmacia, Epiro e Iliria. También Braccesi, 2008, piensa en una
atribución de época republicana tardía y propone una referencia a Gayo
Sempronio Tuditano.
19.
Chugg, pp. 215-217.
20.
Saunders, pp. 198-200, pero véase también a este respecto Adriani,
pp. 46-47 y las
notas correspondientes, quien llega a la conclusión de la correspondencia
topográfica de la tumba de alabastro con los datos de las fuentes y trata de
conciliar, no sin razón, la situación en el «centro de la ciudad y la ubicación
en el barrio real».
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