lunes, 8 de enero de 2018

VALERIO MASSIMO MANFREDI LA TUMBA DE Alejandro EL ENIGMA:15 ¿Dónde está Alejandro?

Hemos visto cómo la tumba de Alejandro ha sido buscada un poco por todas partes, pero siempre en los barrios de Alejandría. Hay quien la ha ubicado en lugares cubiertos por las aguas del mar en tiempos de los Ptolomeos y quien en los subterráneos de la mezqui­ta de Nabi Daniel, otros la han buscado en la mezquita Atarina, donde estaba el magnífico sarcófago de Nectanebo II. A este respecto precisamente sabemos que A. M. Chugg pensó que el sarcófago fue el primer re­ceptáculo del cuerpo de Alejandro en el Serapeo de Menfis-Saqqara y localizó también en el sepulcro ex­cavado por Mariette un hueco que podía contenerlo.'
            El reciente estudio de N.J. Saunders2 propone una hipótesis interesante sobre la procedencia de ese sarcó­fago. Examinando los orificios practicados en la pila nos damos cuenta de que son más anchos hacia fuera y más estrechos hacia dentro, de lo cual deduce que esto servía para aumentar desde el interior la presión del chorro y dilatarlo a su salida al exterior, creando así un efecto escénico notable. No contempla, pues, una apli­cación funcional de este objeto, es decir, para las ablu­ciones rituales de los fieles de la mezquita, sino una función estética. El sarcófago habría sido reutilizado en el soma de Alejandro como pila ornamental de un ninfeo sito en el parque funerario de la necrópolis real. Y ello sobre la base de que los Ptolomeos habían reutili­zado y reciclado a menudo elementos arquitectónicos sustraídos a otros complejos monumentales. Plinio3 ha­bla de un gran obelisco de Nectanebo II (Nechtebi) transportado de Heliópolis a Alejandría en una nave.
            No cabe duda de que cosas así ocurrían con fre­cuencia y en todas las épocas, pero me parece más difí­cil desde luego que el sarcófago del presunto padre de Alejandro fuera taladrado para hacer de él una fuente, aunque fuera sagrada. He expresado ya mi parecer al respecto, y en cualquier caso considero una explicación aceptable que en los orificios exteriores más anchos practicados en el sarcófago fueran insertados grifos de madera o de caña que regulaban el flujo para las ablu­ciones. La mayor abertura hacia dentro habría podido servir para alojar en él algún tipo de guarnición o una anilla de unión con el tubo saliente. Hay que imaginar que en un ninfeo, como propone Saunders, la pila era alimentada de continuo por un chorro que llegaba des­de lo alto. Además, en este caso, visto que los orificios habían sido practicados en los cuatro lados de la pila, significaría que debía de resultar visible por cualquier lado, lo cual hace muy difícil lograr un chorro de ali­mentación que tenga un vector tan largo como para permitir dejar un gran espacio para la visibilidad tam­bién por la parte de atrás. Normalmente objetos de este tipo están en el interior de una exedra en la que pueden ser alimentados fácilmente por un primer chorro que surja de la pared del fondo, y los chorros de descarga de la pila solamente están en la parte delantera.
            Más fácil es, en cambio, imaginarlo reutilizado como pila de las abluciones colocada en el centro de la capi­lla de la mezquita Atarina para que los fieles pudieran sentarse a todo su alrededor y llevaran a cabo el lava­torio ritual de los pies. Me parece por tanto verosímil la idea de que originalmente podía tratarse de una es­pecie de cenotafio, es decir, de una tumba vacía colo­cada en el interior del períbolo del sema de Alejandro con ocasión de su reestructuración por parte de Ptolomeo IV.
            En cualquier caso, tiene una importancia relativa sa­ber en qué momento y quién realizó esos agujeros; lo que más interesa es el hecho de que el sarcófago, con un peso de siete toneladas, de un faraón íntimamente ligado por los Ptolomeos a su dinastía a través de Ale­jandro fue transportado por vías acuáticas hasta Alejan­dría para que el vínculo fuera patente.
            Hasta ahora hemos visto que la tumba de Alejandro ha sido buscada o situada dentro de la ciudad o en sus inmediaciones, tanto en la Edad Media como en épo­cas posteriores hasta nuestros días.
            Hay sin embargo quien ha buscado a Alejandro muy lejos de la ciudad fundada por él. Son dos investi­gadores: una arqueóloga griega, llamada Liana Souvaltzi, quien sostenía que se encontraba en el oasis de Siwa, y el estudioso inglés A. M. Chugg, citado varias veces en la presente obra, quien considera que podría encon­trarse en Venecia.
            Liana Souvaltzi declaró en 1989, en una contribu­ción al Sexto Congreso Internacional de Egiptología de Turín, que en Siwa había una tumba macedonia que casi con toda seguridad era la de Alejandro. La cosa tuvo una resonancia limitada, pero la señora se preparaba pa­ra poner el mundo patas arriba con declaraciones más explosivas aún.
            Liana Souvaltzi se dirigió a la prensa en 1992 afir­mando haber identificado en el templo dórico de Bilad el Rum, en el oasis de Siwa, la tumba de Alejandro Magno y publicó al año siguiente su contribución al Congreso de Egiptología. El edificio4 al que hacía refe­rencia era ya conocido por los visitantes de Siwa en el siglo xix, entre ellos el cónsul alemán Heinrich von Minutoli, que lo describió en 1820, un año antes de que Grecia iniciase su guerra de independencia. El pri­mer reconocimiento sistemático con una serie de son­deos fue realizado en 1938 por Ahmed Fakhry, que dio a conocer el monumento en 1944.5
            Precisamente en aquel edificio, Liana Souvaltzi re­conoció la tumba de Alejandro Magno y, en 1995, de­claró sin reservas haber encontrado la sepultura del caudillo macedonio. Una seguridad semejante indujo a un grupo de expertos egipcios a controlar qué cartas tenía Liana Souvaltzi en la mano para hacer tan clamo­rosa afirmación.
            La arqueóloga griega decía haber identificado, gra­badas en un bloque de caliza, unas hojas de roble, que indudablemente remitían a las de la corona de Filipo en la tumba excavada por Andronikos en Vergina, y además la estrella argéada de ocho puntas, que indica­ban claramente la presencia de un personaje de rango real en dicho lugar. ¿Y de quién más podía tratarse sino de Alejandro, que explícitamente había dispuesto antes de morir el ser enterrado en el oasis de Anión?
            El hecho de que las fuentes antiguas se mostrasen de acuerdo en mencionar la tumba de Alejandro en Alejandría parecía no preocuparla, y su descarada cer­teza acabó por hacer mella también en las autoridades egipcias. Ahora ya la noticia había saltado a los periódi­cos más importantes del mundo con grandes artículos que se anunciaban en primera plana y muchos manda­ban a sus enviados a Siwa. Periodistas de las páginas culturales de muchos periódicos y equipos de televi­sión se estaban dirigiendo a toda prisa a Siwa para cerciorarse de si realmente el enigma milenario de la tumba de Alejandro Magno estaba de veras y definiti­vamente resuelto. Por si fuera poco, Liana Souvaltzi descubrió totalmente sus cartas mostrando sus ases, es decir, unas irrefutables —en su opinión— pruebas epi­gráficas, tres inscripciones distintas: una sería de Ptolomeo I, que declaraba que Alejandro había sido envene­nado y que su momia había sido llevada a aquel lugar; otra era la prueba de una visita a la tumba del sobera­no macedonio del emperador Trajano; una tercera ha­bía sido escrita por otro personaje desconocido.
            El grupo de expertos se dirigió al oasis para com­probar el valor básicamente de lo que había dicho Lia­na Souvaltzi. En muchos periódicos la noticia fue aco­gida como una confirmación y el descubrimiento de la tumba de Alejandro se daba como probable conforme a las fuentes antiguas, pero la gran primicia se posponía al menos por un mes. «El ramadán detiene la excava­ción de Liana Souvaltzi», tituló el Corriere della Sera y la expectativa llegó al paroxismo. Expertos y arqueólogos eran interpelados por teléfono y entrevistados con el fin de que expresaran opiniones autorizadas, y estos, que no estaban todavía en condiciones de emitir un comunicado científico, lo único que podían responder era que había que esperar. Liana Souvaltzi, por su par­te, se mostraba en cambio tranquila: no había duda de que pronto la sepultura de Alejandro saldría a la luz. Lo único acerca de lo cual se mostraba insegura eran las condiciones en que se encontraría la momia.
            Tras el primer impacto, no tardaron en dejarse sen­tir las reacciones del mundo académico: el Ministerio de Cultura griego mandó a unos expertos que visi­taron el paraje y volvieron a partir muy perplejos, sin haber encontrado verosímil ninguna de las pruebas anunciadas, mientras que Liana Souvaltzi acusaba a la delegación de injerencia indebida en su excavación y sin su permiso. En aquel punto, la Dirección General de Antigüedades Egipcias se dio cuenta de lo inconsis­tente de las pruebas, no pudo sino echar agua al fuego llamando a todos a una conducta más seria y prudente. También la manera en que se había realizado la excavación fue considerada poco profesional, de manera que acarreó más daños que resultados produjo. De he­cho las tres inscripciones eran una sola y de época im­perial romana, y la lectura científica del texto demolió sin dificultad la teoría de la arqueóloga griega, que fue tachada por sus propios compatriotas de poco fiable y de ser en realidad alguien desconocido para la comuni­dad científica. Rumores acerca de algunas de sus afirma­ciones, por las que parecía que había tenido revelacio­nes o misteriosos signos premonitorios, contribuyeron, a pesar de los desmentidos de la interesada, a desmon­tar, en medio de la desilusión general, tanto sus afirma­ciones como el circo mediático que se había creado a partir de ellas.6
            Las autoridades egipcias rechazaron prorrogar el permiso de excavación y finalmente se hizo el silencio sobre toda la embarazosa historia.
            Pero la esperanza se resiste a morir y muchos fer­vientes defensores de la teoría de Liana Souvaltzi per­manecieron inamovibles en su fe. Yo mismo fui testigo de un episodio significativo. Durante un viaje que hice primero al cementerio latino de Alejandría y luego a Siwa, tuve ocasión de alojarme en un hotel del oasis. Era una noche de luna llena; el blanco de la caliza y de la claridad lunar diluía el azul oscuro del cielo en una atmósfera azulina, mágica y fuera del tiempo. La mesa, al aire libre, estaba hecha de un bloque de desnuda ca­liza, estaba preparada con manteles de lino, vajilla de plata y vasos de cristal, y la persona encargada apareció para saludarme a mí y a los amigos con los que viajaba. Era una señora muy seductora, ataviada con una larga túnica de corte étnico y contribuía a su vez a intensifi­car la impresión general de que nos hallábamos en un lugar encantador. La conversación recayó enseguida so­bre el tema de la tumba de Alejandro y la señora se re­veló una convencida defensora de la teoría de Liana Souvaltzi. Traté de hacerle comprender todos los argu­mentos que, en mi opinión, la hacían improbable, pero sin convencerla. Me dijo que yo era demasiado frío y estaba apegado a prejuicios académicos, y me invitó a leer la novela de un escritor italiano sobre la vida de Alejandro Magno que la había emocionado por descu­brir una dimensión distinta que me abriría la mente y sugeriría una aproximación distinta al problema.
            Por casualidad llevaba conmigo una de mis novelas, la misma a la que evidentemente ella se refería, y le en­señé la solapa de la cubierta con mi foto, demostrándole que dos actitudes tan distintas podían convivir en una misma persona, pero de modo claramente diferen­te. Pero no por ello cambió de opinión, pese a parecer muy sorprendida por semejante coincidencia.
            El caso estaba cerrado, pero no así la perenne bús­queda de la tumba de Alejandro. La última y más sor­prendente hipótesis es, en cambio, de un estudioso es­crupuloso y serio, aunque no especialista en la materia: el ya citado A. M. Chugg. Su hipótesis es que lo que queda del cuerpo de Alejandro se encuentra en la basí­lica de San Marcos en Venecia; es más, exactamente dentro de la urna que desde hace más de mil años se considera que contiene las reliquias del evangelista.
            Su investigación parte de fuentes antiguas que de­muestran que san Marcos fue el fundador de la iglesia de Alejandría7 y que ya a finales del siglo iv la Historia Lausíaca habla de un peregrinar al martyrion (es decir, al lugar del martirio) del evangelista,8 que se encontra­ría en el mar de la parte oriental del promontorio de Lochias.9 Según la tradición, el cuerpo de san Marcos no habría sido destruido por la incineración y estaría depositado en una iglesia probablemente más amplia y ciertamente más reciente que la original. El hecho de que el cuerpo no hubiera sido incinerado quizá podría implicar que la reliquia estaba constituida por una momia. En cualquier caso, allí había de descansar en paz hasta comienzos del siglo ix d.C. en plena época islámica, cuando dos mercaderes venecianos, Buono di Malamocco y Rustico di Torcello, llegaron a Alejan­dría y visitaron la iglesia de San Marcos. Allí encontra­ron al clero muy preocupado por la integridad de las reliquias, dado que los musulmanes estaban despojan­do la iglesia de algunos mármoles preciosos para cons­truir otro edificio con ellos. De buena gana, pues, fue­ron entregados los restos de san Marcos a los dos mercaderes que los llevaron a Venecia. Es más probable que los dos convencieran con un generoso ofreci­miento a los guardianes del santuario para que cedie­sen su tesoro. Luego, para burlar la inspección de las autoridades portuarias, cubrieron las reliquias con car­ne de cerdo: los aduaneros musulmanes, horrorizados, se guardaron de seguir adelante con su inspección. La escena está representada en el intradós de un arco de la basílica de Venecia, donde el cuerpo del santo, que es trasladado, aparece entero y con toda la barba, si bien poco después vemos a ambos mercaderes pasar con una cesta mientras los aduaneros, igual que un cómic, gritan (vociferantur): kanzir, kanzir!, «¡cerdo, cerdo!» (fig-22).
            Chugg se pregunta si el hecho de que el cuerpo esté representado en su integridad en el mosaico no signi­fica acaso que era una momia, pero luego resultaría di­fícil explicar cómo se llevaron las reliquias en una ces­ta cubierta con carne de cerdo: ¿acaso el cuerpo había sido despedazado?
            Lo cierto es que tanto los testimonios iconográficos como los cartográficos indican la presencia de una igle­sia de San Marcos cerca de la puerta oriental de la ciu­dad islámica, lo que la situaría en las proximidades del lugar en el que, según no pocos estudiosos, estaba anti­guamente el sema de Alejandro.10 Según Chugg, pues, la iglesia de San Marcos no solo habría reemplazado y de hecho sustituido al mausoleo de Alejandro, sino que se habría alzado en el mismo lugar. La idea de una sus­titución es de por sí más que probable. Era costumbre de la Iglesia sustituir los cultos paganos por cultos cris­tianos, no simplemente suplantarlos. Todavía en la ac­tualidad encontramos en nuestros campos, en un cruce de tres caminos, las capillitas de la Virgen porque en el pasado sustituyeron a la triple imagen de Hécate Trivia; la Navidad ha sustituido a la fiesta del Deus Sol invictus; los santos emparejados, Cosme y Damián, por ejemplo, han sustituido a veces a los dioscuros Castor y Pólux; en otros casos la Virgen lo ha hecho con Isis, y así sucesivamente. Nada más fácil que la Iglesia alejan­drina, para erradicar el culto pagano del Fundador11 de la ciudad, lo reemplazara por otro fundador, es decir, el que había dado vida a la primera comunidad cristiana en Alejandría, es decir, san Marcos.
            Más difícil es demostrar por qué se habría hecho pasar el cuerpo de Alejandro por el de san Marcos. Chugg12 piensa en algún admirador cristiano suyo, un alto exponente del clero que quizá habría querido salvar sus restos mortales de la furia iconoclasta desenca­denada a raíz de los edictos de Teodosio de 391 que de­jaron de hecho las manos libres a los fanáticos que querían destruir todo rastro de la antigua religión. Nuestro personaje, por consiguiente, con un solo gol­pe habría salvado el cuerpo de Alejandro de la destruc­ción y creado una nueva reliquia importantísima desti­nada a convertirse en el eje en torno al cual giraría la nueva ciudad cristiana.
            En realidad estos razonamientos sirven para explicar al autor aquello de lo que está ya convencido según unos indicios que considera determinantes. Entre tales indicios hay uno fundamental: una piedra encontrada durante los trabajos en la basílica en 1963 con objeto de colocar los tanques de agua para la instalación an­tiincendios. La piedra, de una tonelada y media de peso, estaba colocada prácticamente a la cabeza de la basílica en el momento de la construcción del ábside y fue da­da a conocer por una publicación de Ferdinando Forlati,13 ingeniero y regente de imprenta de la basílica de San Marcos, que la consideró un bloque de traquita, elemento de la tumba de un soldado romano. En efec­to, la falta absoluta de materiales de construcción en las islas de la laguna, todas ellas de sedimentación fluvial, indujo a los venecianos a buscarlos entre las ruinas de Altino, en la costa.14 Se reciclaron no solo los mármo­les y las piedras, sino también los ladrillos. En algunos es posible leer el sello15 que identifica el horno que los produjo.
            La piedra, ahora en el claustro de Santa Apolonia, lleva relieves en la cara principal que representa la es­trella argéada de ocho puntas, dos grebas y una larga lanza, probablemente una sarisa. En uno de los lados, una espada colgada de un tahalí, identificada como una kopis, la típica espada macedonia. Con posterioridad a la publicación de Forlati, la piedra estuvo prácticamen­te olvidada durante años, hasta que en 1977 reapareció de improviso la estrella argéada sobre la urna de oro de la tumba real de Vergina atribuida por Andronikos a Filipo II, despertando así el interés por la piedra emergi­da de los cimientos de San Marcos.
            Este es el punto neurálgico de la tesis de A. M. Chugg: en San Marcos hay un objeto perteneciente a una tumba real macedonia proveniente casi con toda seguridad de Alejandría y de hecho perteneciente a la primera basílica de San Marcos, mandada construir por una disposición testamentaria del dux Giustiniano Particiaco, y por tanto casi coetánea del «traslado» de las reliquias del evangelista a Venecia; en suma, un frag­mento de lápida del sema de Alejandro. De aquí a asociar también la reliquia sustraída por Rustico di Torce-lio y Buono di Malamocco al cuerpo mismo del macedonio no hay más que un paso.
            La teoría de Chugg que, según Maria Bergamo,16 ha provocado un desmesurado interés más mediático que científico, en realidad ha propiciado asimismo se­rios ahondamientos. En primer lugar, el análisis de la piedra, que resultó no ser traquita tal como había dicho Forlati, sino piedra de Aurisina, un mármol que se ex­trae en la localidad homónima no lejos de Trieste. En un congreso celebrado en Padua, en el palacio del Bo, en septiembre de 2006, Monica Centanni anunció que había solicitado un peritaje al profesor Lorenzo Lazzarini del laboratorio de análisis de los materiales anti­guos al Instituto Universitario de Arquitectura de Ve-necia, el cual dio vía e-mail, y a petición de Alessandro Coppola de la Universidad de Padua, la siguiente res­puesta:17 «Sí, he realizado el estudio petrográfico de un muestrario de las estelas a petición de mi colega Mom­ea Centanni: el resultado indica sin sombra de duda que las estelas fueron esculpidas en piedra de Aurisina, una caliza que se sigue extrayendo en la localidad del mismo nombre de la provincia de Trieste. Naturalmen­te no puedo responder en lo que se refiere a su datación, en la que está trabajando un grupo de investiga­ción que depende de Monica».
            En realidad ya había respondido Eugenio Polito en su estudio de 1998,18 en el que confirmaba que la pie­dra de Santa Apolonia había de considerarse como una obra helenística: «El bloque debía de pertenecer a un gran monumento que podría situarse genéricamente entre el siglo III y principios del siglo II a.C.».
            En este punto la situación se complicaba, porque si, por una parte, la datación propuesta por Polito contri­buía a reafirmar la teoría de una posible derivación ale­jandrina del bloque, por la otra, la procedencia de la piedra de que estaba hecho lo hacía altamente impro­bable. Chugg no se rindió y consiguió enterarse de que en una localidad próxima al brazo occidental del delta existía una piedra que tenía una composición análoga y se caracterizaba por el mismo fósil presente en la pie­dra de Aurisina.19 Pero no es este el único problema: Nicholas Saunders considera que hay que deducir de Estrabón que el sema estaba más probablemente en la parte nororiental de la ciudad y más cerca de los pala­cios reales que del gran cruce.20 Por lo demás, expresa la extrema dificultad de localizar con precisión la igle­sia de San Marcos construida en época romana después de la muerte del evangelista; en suma, no hay ninguna prueba de que el soma de Alejandro y el martyrion de San Marco surgiesen en la misma zona. Además, Saun­ders considera que no hay ningún motivo por el que el misterioso prelado admirador de Alejandro tuviera que trasladar a la nueva morada, junto con su cuerpo, tam­bién una lápida de una tonelada y media de peso solo porque llevaba grabada la estrella argéada cuyo signifi­cado sin duda ignoraba, y menos aún que se hubiesen encargado de ello los dos mercaderes venecianos que se llevaron los huesos de san Marcos.
            A decir verdad, no se puede excluir en absoluto que los dos cazadores de reliquias sin prejuicios se apode­raran de la piedra solo porque estaba al alcance de la mano (cosa que implicaría que después de todo el soma no estaba tan lejos) utilizándola como lastre para su na­ve, una costumbre muy extendida entre los marineros venecianos, pero queda por resolver el problema del material que, hasta que exista una prueba en contra, no proviene de Alejandría o de sus alrededores.
            Ciertamente la sugerencia de Chugg de someter a un examen científico los restos atribuidos a san Marcos sería una teoría a seguir, y la Iglesia católica, que ha permitido el test del radiocarbono 14 para la Sábana Santa de Turín, ha demostrado no temer las respuestas de la ciencia. Sin embargo, la probabilidad bastante re­mota de descubrir que se trata de Alejandro en vez del evangelista Marcos se pagaría al precio de ver esfumar­se todo un universo mítico, el constituido por la Sere­nísima en medio del Mediterráneo.
            En el itinerario que hemos tratado de seguir tanto en el plano de las fuentes antiguas como en el de los estudios modernos se ha evidenciado lo aleatoria que puede haber sido la suerte de unas reliquias tan impor­tantes. Las investigaciones que tienen buenas posibi­lidades de llevar a nuevas contribuciones deben reali­zarse, y por consiguiente, bienvenido sea un análisis científico de los restos contenidos en la urna conserva­da en la basílica de San Marcos. Cualquiera que sea el resultado, los dos grandes mitos no dejarán en cual­quier caso de vivir: el león de San Marcos seguirá ru­giendo desde lo alto de sus pedestales, y el cuerpo perdido del más grande personaje de la Antigüedad segui­rá fascinando a las nuevas generaciones manteniendo viva la memoria de una civilización extraordinaria e irrepetible.



1.            Chugg, 2007, p. 144, fig. 7.7.
2.     Saunders, 2000, pp. 195 y ss. Véase también el detalle del orificio en el interior en la ilustración nº 18 del pliego iconográfico donde es evidente un ensanchamiento.
3.     Plinio, XXXVI, 67-69.
4.     Souvaltzi, 1993, pp. 511-514.
5.            Fakhry, 1944.
6.     Una exhaustiva relación sobre toda la historia aparece en el estudio de Saunders, op. cit., pp. 179-180.
7.     Véase Camplani, 2003, pp. 41 y ss. San Marcos habría nombrado a Ananías como primer patriarca de Alejandría. Según los Hechos de los Apóstoles de Pe­dro de Alejandría (códice EMML), Marcos habría lle­gado a Alejandría el séptimo año del reinado de Nerón (cfr. nota 79). Cfr. Eusebio de Cesárea, 2,116.
8.            Se trata de una muy breve alusión a los peregri­najes de un asceta llamado Filoromo en Palladio, Histo­ria Lausíaca, 45, 4: «Viajando a pie, llegó incluso hasta Roma, para rezar en la tumba del beato Pedro; ante­riormente había llegado también a Alejandría, para re­zar en el martyrion [lugar del martirio] de Marcos». Se­gún la Pasión de Pedro de Alejandría, el martyrion estaba situado en un suburbio del litoral este de Alejandría. Cfr. comentario y notas de G. J. M. Bartolink en: Palla-dio, La Storia Lausiaca, V, Milán, 1999, p. 380, nota 33.
9.            Cfr. nota 8.
10.         Chugg, 2007, pp. 196 y ss.
11.     Fraser, 1972,1, p. 212 y notas.
12.     Chugg, ibid.
13.     Forlati, 1963, pp. 222-223.
14.     Un amplio tratamiento con una documenta­ción iconográfica completa es mencionada en Berga­mo, 2008, y en bibliografía posterior.
15.     Forlati, 1975, passim.
16.     Bergamo, 2008.
17.     Chugg, 2007, p. 213.
18.     En Polito, 1998, una completa reseña y discu­sión de los frisos de armas, trofeos y panoplias como tema de monumentalidad conmemorativa y funera­ria. Véase en particular p. 39 A.2 y nota 22; p. 79; p. 99 y nota 46. Sobre el problema de la Piedra de Santa Apolonia y sobre la iconografía similar en época roma­na: Bassani, 2008, que atribuye el fragmento de Santa Apolonia a un importante personaje de Altino, quizá C. Asinio Polio, legado de César en la Cisalpina y activo en la zona balcánica entre Dalmacia, Epiro e Iliria. También Braccesi, 2008, piensa en una atribución de época republicana tardía y propone una referencia a Gayo Sempronio Tuditano.
19.     Chugg, pp. 215-217.

20.     Saunders, pp. 198-200, pero véase también a este respecto Adriani, pp. 46-47 y las notas correspon­dientes, quien llega a la conclusión de la correspon­dencia topográfica de la tumba de alabastro con los da­tos de las fuentes y trata de conciliar, no sin razón, la situación en el «centro de la ciudad y la ubicación en el barrio real».

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