LIBRO
SÉPTIMO
I
Después
que Gilipo y Piten repararon sus naves en Tarento, partieron para ir a tierra
de Locros hacia el poniente, y avisados de que la ciudad de Siracusa no estaba
aún cercada por todas partes y de que podían entrar por Epípolas, dudaron si
dirigir el rumbo a la derecha de Sicila, intentando entrar en la ciudad, o si, encaminándose
a la izquierda, irían primeramente a abordar en Himera, reuniendo allí toda la
gente que pudiesen, así de los de la ciudad como de los otros sicilianos, y
yendo después por tierra a socorrer a los siracusanos. Decidieron por fin ir a
Himera, por ser advertidos que las cuatro naves atenienses enviadas por Nicias
no habían aun llegado a Reggio. Nicias las envió allí por creer que los de
Gilipo estaban aún detenidos en Locros.
Pasaron,
pues, Gilipo y Piten con su armada al estrecho antes que los barcos de los
atenienses hubiesen aportado a Reggio, y después, navegando a lo largo de la
mar de Mesena, fueron derechamente a abordar en Himera. Estando en este lugar,
indujeron a los himerenses a ajustar con ellos alianza, y a que les proveyesen
de barcos y de armas para su gente, de que tenían falta. Tras esto ordenaron a
los selinuntios que se hallasen con todo su poder en cierto lugar que les
señalaron, prometiéndoles enviar con ellos alguna de su gente de guerra.
Ocurrió
también que los de Gela y algunos otros sicilianos, mostráronse más propicios a
entrar en esta alianza con los peloponenses que lo habían estado antes, a causa
de que Arcónides, que señoreaba algunos pueblos de los sicilianos, había muerto
pocos días antes, y en vida tuvo gran amistad e inteligencia con los
atenienses. También influyó en esta decisión el rumor de que Gilipo acudía con
diligencia y con muchas fuerzas en favor de los siracusanos.
Gilipo,
con setecientos hombres de guerra que tomó de los suyos entre soldados y
marineros armados, mil himerenses armados de todas armas y a la ligera, ciento
de a caballo, algunos de los selinuntios y otros hombres de armas de los de
Gela, y con muchos soldados sicilianos hasta el número de mil, fue derechamente
a Siracusa.
Por
su parte, los corintios partieron de Léucade para acudir a toda prisa a
aquellas partes con todos sus barcos. Góngilo, que era su capitán, llegó el
primero de todos cerca de Siracusa, aunque había partido el último.
Tras
él arribó Gilipo, quien al saber que los siracusanos estaban resueltos a hacer
tratos con los atenienses lo estorbó, avisándoles el socorro que les llegaba,
con lo cual los siracusanos mostráronse muy alegres y consolados.
Con estas noticias cobraron ánimo y salieron con todas sus
fuerzas fuera de la ciudad a recibir a Gilipo, por tener entendido que ya
estaba en camino, el cual, habiendo tomado por fuerza de armas la villa de Ietas,
dirigióse con toda su gente puesta en orden de batalla hacia Epípolas.
Llegó allí por la parte de Euríelo, por donde los atenienses
habían subido la primera vez, se unió a los siracusanos y todos juntos
marcharon hacia el muro de los atenienses, que ya entonces tenía de largo hasta
siete u ocho estadios desde el campamento de los atenienses hasta la mar, y era
doble por todas partes, excepto por un extremo, hacia la mar, donde estaban
construyéndolo, y de la otra parte, hacia Trógilo, habían traído gran cantidad
de piedras y otros materiales. En algunos lugares estaba ya acabada la obra, en
otros a medias, y finalmente en otros no habían comenzado a causa de que por
aquella parte se extendía muy a la larga. En este peligro estaban los
siracusanos cuando les llegó el socorro.
Al ver los atenienses a Gilipo y los siracusanos ir de
pronto contra ellos, quedaron muy turbados al principio, aunque después se
aseguraron y pusieron a punto de batalla para salir contra sus enemigos.
Antes de que se acercasen las huestes de Gilipo, les envió
a decir por medio de un heraldo, que si querían partir de Sicilia dentro de cinco
días con su bagaje, y todas sus cosas en salvo, de buen grado harían con ellos
tratado de paz. De esta demanda no hicieron caso los atenienses, regresando el
heraldo sin ninguna respuesta. Así se prepararon ambas partes para dar la
batalla.
Viendo
Gilipo que los siracusanos estaban desordenados y que apenas los podía poner en
orden, parecióle que sería mejor hacerlos retirar y reunir en algún lugar más
espacioso.
De
igual manera Nicias no quiso que marchase su gente adelante, sino que los hizo
a todos detener puestos a punto de batalla junto a los muros y parapetos.
Observando
esto Gilipo, mandó retirar los suyos a un collado allí cerca llamado Temenitis,
donde alojó todo su ejército. Al día siguiente sacó la mayor parte de sus tropas
en orden de batalla hasta cerca del fuerte de los atenienses para estorbarles
que pudiesen socorrerse unos a otros. Por otra parte, envió una banda de su
gente a un castillo que tenían los atenienses llamado Lábdalon, al cual tomaron
por asalto y mataron a todos los que hallaron dentro, sin que los otros atenienses
lo pudiesen ver ni oír.
Este
mismo día los siracusanos tomaron un trirreme de los atenienses cuando iba a
entrar dentro del gran puerto. Después comenzaron a hacer un muro que llegaba
desde la ciudad hasta encima de Epípolas, y labraron otro al través contra el
muro de los atenienses para impedir, si se lo dejaban acabar, que los atenienses
cercaran la ciudad completamente.
Acabado
el muro que querían hacer desde su campo hasta la mar, los atenienses se
retiraron a su fuerte en lo más alto de él. Y porque una parte del muro estaba
baja Gilipo fue de noche con su gente hacia él pensando tomarlo, mas sentido
por los que hacían la guardia, les salieron a su encuentro y fuéle forzoso
retirarse muy despacio sin hacer ruido alguno. Después los atenienses alzaron
más el muro y dejaron en guarda algunos soldados de los de su propia tierra.
Por las otras partes pusieron otros de la gente de sus aliados.
También
pareció a Nicias que era necesario cercar de muro el lugar llamado Plemirión,
que es una roca o cerro frente a la ciudad que penetra en la mar, y llega hasta
la entrada del gran puerto, siendo cierto que si le tenía fortificado, las
vituallas y otras provisiones necesarias que entraban por mar podrían
desembarcar más fácilmente teniendo gente de guarnición cerca del puerto, a donde
antes no podían llegar, quedando muy lejos, por lo cual los barcos que llegasen
no podían darles socorro de pronto. Hizo esto con propósito de ayudarse de la
armada y del ejército de tierra cuando Gilipo llegara, para lo cual mandó
embarcar una parte de su gente y la llevó hasta aquel lugar de Plemirión,
haciéndolo cercar y fortificar con tres muros y fuertes y metiendo allí una
parte del bagaje. Junto a Plemirión podían guarecerse sus naves grandes y
pequeñas.
Por
esta causa murieron muchos de sus marineros por falta de agua fresca, que
necesitaban buscarla bien lejos de allí, sin perjuicio de que cuando salían a
tierra para traer leña y provisiones, la gente de a caballo de los siracusanos
que estaba en el campo los hería y mataba, y lo mismo hacía la gente de
guarnición que tenían en una villa situada junto a Olimpieón, y que los
siracusanos habían puesto allí para impedir que los atenienses que estaban en
Plemirión pudiesen hacerles mal alguno.
Avisado
Nicias de que llegaban las galeras de los corintios, envió para salirles al
encuentro hasta veinte de las suyas, y ordenó al capitán de esta armada que las
esperase entre Locros y Reggio, y les acometiese en el estrecho de Sicilia.
Durante
este tiempo Gilipo trabajó también para acabar el muro que tenía comenzado
entre la ciudad y Epípolas, y aprovechando la piedra y materiales que los atenienses
habían juntado allí para su labor. Hecho esto salía muchas veces fuera de la
ciudad con su gente y la de los siracusanos en orden de batalla, y los
atenienses por su parte hacían lo mismo.
Cuando
pareció a Gilipo tiempo oportuno de acometer a los enemigos, fue a dar en ellos
con toda furia, mas a causa de que el combate se hacía entre los fuertes y parapetos
de una parte y de otra, en lugar mal dispuesto para poder pelear los de a
caballo, de que los siracusanos tenían gran número, fueron vencidos éstos y los
peloponenses, y quedaron los atenienses victoriosos, devolviendo los muertos a
sus contrarios y levantando un trofeo en señal de triunfo.
Después
de esta batalla, Gilipo mandó reunir a todos los suyos y les habló de pasada,
diciéndoles que no desmayasen, pues aquella pérdida no había ocurrido por falta
de ellos sino sólo por culpa suya, que les mandó pelear en lugar estrecho donde
no se podían ayudar de la gente de a caballo, y menos de los tiros de dardos y
piedras, por lo cual había determinado hacerles salir de nuevo a pelear en otro
lugar más a propósito para la batalla. Por tanto, que se acordasen de que eran
dorios y peloponenses, y que sería gran afrenta dejarse vencer por jonios de
nación e isleños, y otros advenedizos, siendo tantos en número como ellos.
Dicho
esto, cuando le pareció que era tiempo, los sacó otra vez a campo en orden de
batalla, y también Nicias había determinado, si no salían a pelear los enemigos,
presentarles la batalla para estorbarles que acabasen los muros y parapetos que
tenían comenzados junto a los suyos, y que ya estaban muy altos, y le parecía
que si pasaban adelante, los mismos atenienses estarían antes cercados por los
siracusanos que no los siracusanos por ellos, y en peligro de ser vencidos. Por
esto determinó salir a la batalla.
Había
Gilipo puesto en orden la gente de a caballo y tiradores más lejos de los muros
que no la vez pasada, en un lugar espacioso, donde los muros y parapetos de ambas
partes estaban muy apartados, y cuando la batalla fue comenzada, los suyos
atacaron la extrema izquierda de los atenienses con tanto ímpetu, que los
hicieron volver las espaldas y les pusieron en huida, con lo cual los siracusanos
y peloponenses consiguieron la victoria esta vez, porque todos los contrarios,
viendo huir a los atenienses, hicieron lo mismo y se retiraron a sus fuertes.
En
la noche siguiente, los siracusanos levantaron su muro al igual de el de los
enemigos, y aún más, de manera que los contrarios no podían impedirles
continuar su muro tan adelante como quisiesen, y aunque fuesen vencidos en
batalla, no podían ya cercarlos con muralla.
Tras
esto llegaron las naves de los corintios, leucadios y ambraciotas, que serían
en número de doce, al mando del corintio Erasínides, el cual había engañado a
las naves de los atenienses que les salieron al encuentro, pues hurtándoles el
viento pasaron adelante.
Desde
su llegada ayudaron a los siracusanos a acabar el muro que tenían comenzando
hasta juntarlo con el otro que venía al través.
Hecho esto, y viendo Gilipo que la ciudad estaba segura,
partió hacia los otros lugares de Sicilia para tener negociaciones y tratos con
ellos, a fin de que aceptaran su alianza y amistad contra los atenienses
aquellos que estaban dudosos y no inclinados a la guerra.
Los
siracusanos y los corintios que habían venido en su ayuda, enviaron embajadores
a Lacedemonia y a Corinto, pidiendo nuevo socorro, de cualquier manera que
pudiesen dárselo, en barcos de cualquier clase, con tal que les trajesen gente
de guerra.
Por
su parte los siracusanos, suponiendo que los atenienses enviarían también
socorro a los de su campo, dispusieron sus buques para combatirlos por mar, e
hicieron todos los otros aprestos necesarios para la guerra.
Viendo
esto Nicias, que las fuerzas de los enemigos crecían más cada día, y que las
suyas disminuían y se apocaban, determinó enviar mensaje a Atenas para ha-cerles
saber el estado en que se encontraban las cosas de su campo, que era tal, que
se tenían por perdidos y desbaratados si no se retiraban o les enviaban nuevo y
suficiente socorro. Sospechando que los que enviaba con el mensaje no tuvieran
condiciones para decir lo que les encargaba, o se olvidasen de alguna parte, o
temiesen decirlo por descontentar al pueblo, determinó escribir largamente lo
que ocurría, suponiendo que cuando el pueblo supiese la verdad de lo que
pasaba, adoptaría inmediatamente determinación, según requería el caso.
Partieron
los mensajeros con su carta e instrucciones a Atenas, y Nicias se quedó en el
campo con más cuidado de guardar su ejército que de salir a acometer a los
enemigos.
En
este mismo verano, Avetión, capitán de los atenienses, con el rey Perdicas y
otros muchos tracios, fueron a cercar la ciudad de Anfípolis; mas como viesen
que no la podían tomar por tierra, hicieron subir muchas barcas por el río
Estrimón, que corre por la parte de Himera, y en esto pasó aquel verano.
Al
comienzo del invierno, los mensajeros que Nicias había despachado llegaron a
Atenas e hicieron relación en el Senado del encargo que traían, respondiendo a
cuanto les preguntaron, mas ante todas cosas presentaron la carta de Nicias,
que era del tenor siguiente:
II
«Varones
atenienses, por otras mis
cartas antes de éstas habréis sabido lo que acá se ha hecho; al presente es menester
que sepáis la situación en que estamos para que proveáis sobre ello lo
necesario.
»Después
que en muchas batallas vencimos a los siracusanos, contra quienes nos enviasteis, e hicimos un muro y
fuerte junto a su ciudad, dentro del cual estamos ahora, llegó Gilipo, capitán
de los lacedemonios, con un gran ejército de peloponenses y de algunas otras
ciudades de esta tierra de Sicilia, al cual vencimos en el primer encuentro,
mas después por la mucha gente de a caballo y tiradores que tenía, nos vimos forzados a retirarnos y
recogernos dentro de nuestro fuerte, donde al presente estamos sin hacer otra
cosa, porque no podemos continuar
el muro en torno de la ciudad a causa de la multitud de los contrarios, ni
sacar toda nuestra gente al campo, porque es necesario dejar siempre una parte
de ella para guardar nuestros fuertes.
»Por
otra parte, los enemigos han levantado un muro junto al nuestro, de manera que
no podemos estorbarles la obra sino acometiéndoles con muy grueso ejército por fuerza
de armas, de suerte que teniendo nosotros cercada esta ciudad a nuestro parecer estamos más cercados por
la parte de tierra que ellos, porque a causa de la mucha gente de a caballo que
tienen no nos atrevemos a salir
muy adelante de nuestro fuerte.
»Además, han pedido al Peloponeso más socorro de gente, y
Gilipo salió hacia las ciudades de Sicilia que no están de su parte, para ganar
su amistad y traer de ellas, si pudiere, gente de a pie y de a caballo contra
nosotros.
»A
lo que he podido entender,
tienen determinado invadir y dar en nuestros fuertes y muros todos a una, así
por mar como por tierra. No os debéis maravillar que diga nos quieren acometer
por mar, porque aunque nuestra armada al principio era muy gruesa y poderosa,
porque las naves estaban enteras y enjutas, y la gente de ellas sana y valiente,
ahora los barcos, por haber estado mucho tiempo en descubierto, se encuentran
casi podridos, y muchos de los marineros
muertos, y no podemos sacar los
trirremes a tierra para repararlos, porque nuestros enemigos son tantos en número como nosotros, y aún
más, de manera que nos amenazan diariamente con querer acometernos, como creo
que lo harán sin duda alguna; pues está en su mano hacerlo cuando quisieren, y
porque pueden sacar sus naves a la orilla más fácilmente que nosotros, no estando
todas juntas.
»Hasta
el presente no nos ha sido posible acometerles a nuestra voluntad, porque
aunque tuviésemos gran número de barcos apenas podríamos guardarlos, aunque estuviesen
todos juntos, como ahora lo están, pues si nos descuidásemos algún tanto en
hacer la guardia, no podríamos tener vituallas, y aun apenas las podemos tener
ahora sin gran peligro, porque nos conviene pasar por delante de la ciudad a
traerlas.
»Por estas dificultades y otras muchas, si hasta ahora
hemos perdido muchos marineros, más perderemos cada día que pase cuando salen a
coger agua o a traer leña y otras provisiones necesarias, o para robar lejos
del campo, porque muchas veces les atacan y cogen los de a caballo de los
enemigos.
»Y lo peor de todo es que mientras los nuestros pelean, los
esclavos que tienen consigo y los forzados que están en la armada los dejan y
huyen, y los que venían de su grado, viendo la armada de los enemigos tan
gruesa y su ejército tan pujante por tierra, muy de otra manera que habían
pensado, unos se pasan a los enemigos con cualquier pretexto, y también los
otros cuando se pueden escapar, lo cual pueden hacer a su salvo porque la isla
es muy grande.
»Algunos de los nuestros compran esclavos de Hícaras, los
cuales, por tratos con los capitanes de las naves, hallan manera para hacerlos
servir en su lugar, y por estos medios corrompen y destruyen la disciplina y
orden militar en la mar.
»Porque hablo con gente que entiende bien las cosas
marítimas, digo en conclusión, que la flor y vigor de este gran número de gente
de mar no puede durar mucho tiempo, y se hallan muy pocos pilotos y patrones
que sepan bien gobernar una nave.
»Entre
todas estas dificultades hay otra que me pone en mayor cuidado, y es, que
aunque soy caudillo de esta armada no puedo establecer en ella el orden que
quería, porque el genio y carácter de los atenienses es malo de corregir y
castigar, y no podemos hallar otros marineros para tripular nuestras naves, lo
cual pueden hacer muy fácilmente los contrarios, porque hay infinitas ciudades
en Sicilia de su partido, y muy pocos que sigan el nuestro, excepto Naxos y
Catania, que son muy poco poderosas, por lo cual nos vemos forzados a ayudarnos
de la poca gente que nos ha quedado y tenemos a nuestras órdenes desde el
principio.
»Si
las ciudades de Italia que nos proveen de vituallas llegan a saber el estado en
que nos encontramos, y que no nos enviáis socorro alguno, se pasarán a nuestros
enemigos, y sin remedio alguno seremos destruidos y desbaratados sin pelear.
»Os
podría escribir otras cosas más apacibles y agradables, pero no tan útiles y
necesarias para vosotros si queréis poner atención en ello, cosa que dudo en
gran manera, porque conozco muy bien vuestra condición y sé que oís de buena
gana cosas placenteras, pero cuando el caso es distinto de lo que pensabais,
echáis la culpa a los capitanes que tienen el mando. Por ello he querido escribiros
la verdad, a fin de que proveáis con diligencia, y también os debo decir que de
las cosas que nos habéis encargado en esta empresa, no podéis imputar culpa alguna
a los caudillos ni capitanes, ni menos a los soldados.
»Viendo,
pues, que toda Sicilia conspira y se une al presente contra nosotros, y que
espera nuevo socorro del Peloponeso, o determinad llamarnos, atento que somos
más débiles y flacos de fuerzas que nuestros enemigos, aun en la situación en
que están al presente, o de enviarnos nuevo socorro que no sea de menos naves
ni de menos gente que esta que tenemos, y buena suma de dinero. Además otro
general, porque yo no puedo soportar más la carga a causa del mal de riñones
que me fatiga en gran manera. Y me parece que la razón lo requiere, pues
mientras tuve salud os he servido muy bien.
»En
conclusión, que todo lo que quisiereis hacer lo determinéis desde ahora hasta
el principio de la primavera, sin más dilación, porque en breve tiempo los enemigos
traerán a su devoción todos los sicilianos.
»Y
aunque las cosas de los peloponenses se hagan más despacio, guardaos que no os suceda
como antes de ahora muchas veces os ha acaecido, que ignoráis una parte de sus
empresas, y la otra la sabéis tan tarde, que sois sorprendidos por su ataque
antes de que lo podáis remediar».
De
este tenor era la carta de Nicias, que leída por los atenienses, en cuanto
tocaba a enviar nuevo capitán por sucesor en el cargo, no fueron de esta
opinión, sino que hasta tanto que le enviasen compañeros, eligieron por adjuntos
dos de los que con él estaban en el ejército, a saber, Menandro y Eutidemo, a
fin de que, encontrándose solo y enfermo,
no estuviese muy fatigado.
En
lo demás, determinaron enviarle nuevo socorro, así de naves como de gente de
guerra y marineros suyos y de los aliados, y además nombraron otros dos nuevos
capitanes juntamente con Nicias, que fueron Demóstenes, hijo de Alcístenes, y
Eurimedonte, hijo de Tucles, y a Eurimedonte le enviaron en seguida cerca del
solsticio del invierno a Sicilia con diez naves y veinte talentos en dinero
para proveer a los que allí estaban y darles nuevas del socorro que recibirían
en adelante, y del mucho cuidado que los atenienses tenían de ellos.
Demóstenes
se quedó para preparar el socorro que habían ordenado enviar, y embarcarse con
él al principio de la primavera. Asimismo, para hacer a los aliados que proveyesen
de naves, gente y dinero en la parte que les correspondía.
III
Después
que los atenienses ordenaron lo que convenía hacer para Sicilia, enviaron
veinte trirremes a la costa del Peloponeso para impedir que nave alguna pasase
de allí ni de Corinto a Sicilia. Porque los de Corinto, cuando los embajadores
de los siracusanos que habían ido a demandar nuevo socorro llegaron, entendiendo
que las cosas de Sicilia estaban en mejor estado, cobraron más ánimo y les
pareció que la armada que habían enviado antes llegó a buen tiempo. Por esta
causa aparejaron nuevo socorro de naves de carga, y lo mismo hacían los lacedemonios
con los otros peloponenses.
Los
corinitos armaron veinticinco trirremes para acompañar a sus barcos mercantes
cargados de gente y defenderlos contra los de los atenienses que los estaban
esperando en el paso de Naupacto.
Los
lacedemonios, que estaban preparando el socorro por la prisa que les daban los
siracusanos y los corintios, cuando entendieron que los atenienses enviaban
nuevo socorro a Sicilia, así para estorbar esto como también por consejo de
Alcibíades, determinaron entrar en tierra de Atenas, y ante todas cosas cercar
la villa de Decélea.
Emprendieron
esto los lacedemonios con más gusto, porque les parecía que los atenienses, manteniendo
guerra en dos partes, a saber, en Sicilia y en su misma tierra, estarían más
expuestos a ser desechos, y también por la justa querella que tenían a causa de
haber éstos empezado la guerra los primeros, cosa totalmente contraria a los
tratos precedentes, cuyo rompimiento comenzó de parte de los lacedemonios, pues
los tebanos invadieron la ciudad de Platea, sin estar rotos los tratos.
Y
aunque éstos determinaban que no se pudiese mover guerra a la parte que se
sometiese a juicio de las otras ciudades confederadas, y los atenienses
ofrecían pasar por ello, los lacedemonios no quisieron aceptar esta oferta,
teniendo en cuenta, con justa razón, que les habían sobrevenido muchas adversidades
en la guerra anterior, y mayormente en Pilos.
Además,
después del último tratado de paz, los atenienses habían enviado treinta naves
y destruido y talado por parte de la tierra de Epidauro y Prasias y algunas
otras, y tenían gente de guerra en Pilos que robaban y destruían a menudo las
tierras, bienes y haciendas de los confederados, y cuando los lacedemonios
enviaban mensaje a Atenas para pedir restitución de los bienes y ha-ciendas que
les habían tomado y que pusiesen la cosa en tela de juicio, según se
determinaba en los artículos del tratado de paz, jamás lo habían querido hacer.
Por
todo esto parecía a los lacedemonios que la culpa del rompimiento de la paz,
que había sido en la guerra precedente de su parte, era ahora de la de los
atenienses, y por ello iban de mejor gana contra ellos.
Ordenaron
a los demás peloponenses que hiciesen provisión de herramientas y los otros
materiales convenientes para combatir los muros de Decélea, mientras ellos
aparejaban las otras cosas necesarias. Además les obligaron a proveer de dinero
para el socorro que enviaban a Sicilia por la parte que les tocaba, según
hacían los mismos lacedemonios.
En
esto pasó aquel invierno que fue el fin del decimoctavo año de la guerra que
escribió Tucídides.
Al
principio de la primavera,[1]
los lacedemonios con sus aliados invadieron súbitamente la tierra de los atenienses
al mando de Agis, hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y poco después talaron
y robaron las tierras bajas que están en los confines.
De
allí pasaron a cercar de muro la villa de Decélea, y dieron cargo a cada cual
de las ciudades confederadas según su posibilidad para que hiciesen a su costa
una parte del muro.
Estaba
Decélea lejos de Atenas cerca de ciento veinte estadios, y casi otros tantos
apartada de Beocia, y por esta causa, estando amurallada y teniendo gente de
guarnición dentro, podían desde ella, a su salvo, recorrer y robar las tierras
bajas hasta la ciudad de Atenas.
Mientras
hacían el muro de Decélea, los peloponenses que habían quedado en su tierra
enviaron socorro a Sicilia en sus naves, a saber: los lacedemonios seiscientos
hombres de los más escogidos de sus ilotas o siervos y de los emancipados, al
mando del espartano Ecrito; los beocios trescientos, mandados por los tebanos
Jenón y Nicón y el tespiense Hegesandro. Estos fueron los primeros que al
partir del puerto de Tenaro, en Laconia, hicieron vela y se metieron en alta
mar.
Poco
después los corintios enviaron quinientos hombres de guerra, así de su gente
como de los arcadios, que habían tomado a sueldo, de los cuales iban por
capitán el corintio Alexarco, y con ellos fueron doscientos soldados sicionios
a las órdenes del sición Sargeo.
Por
otra parte, los veinticinco trirremes que los corintios habían enviado el
invierno anterior contra los veinte de los atenienses, que estaban en Naupacto
para guardar el paso, se hallaron frente a Naupacto mientras pasaban las naves
de carga que llevaban los soldados.
En
este mismo principio de la primavera, a la sazón que se hacía el muro junto a
Decélea, los atenienses enviaron treinta trirremes a la costa del Peloponeso al
mando de Caricles, y le ordenaron que fuese a los argivos y les pidieran de su parte
gente de guerra para estos trirremes, conforme al tratado de alianza.
Por
otra parte, conforme a lo determinado para proveer en las cosas de Sicilia,
enviaron a Demóstenes con sesenta naves de las suyas y cinco de las de Quío, en
las cuales había mil doscientos soldados atenienses, y de los isleños tantos
cuantos pudieron hallar que fuesen para tomar armas. Mandaron a Demóstenes que
al paso se juntase con Caricles y ambos recorriesen y robasen la costa marítima
de Laconia. Con esta orden partió Demóstenes derechamente al puerto de Egina,
donde esperaba las otras naves de su armada que no habían llegado aún, y
también el regreso de Caricles que había ido con misión a los argivos.
IV
Mientras
estas cosas pasaban en Grecia, Gilipo volvió a Siracusa con gran número de
gente que reunió y sacó de las ciudades de Sicilia donde había estado. Hizo llamar
a los siracusanos y les mostró que les convenía armar todos los más barcos que
pudiesen para combatir en el mar contra los atenienses, diciendo que tenía esperanza,
si ponían esto por obra, de hacer alguna hazaña digna de memoria.
Esto
mismo les aconsejaba Hermócrates, diciendo que no debían temer a los atenienses
por mar, pues de su natural no eran tan buenos hombres de mar como ellos, porque
la ciudad de Atenas no está situada junto al mar como Siracusa, sino muy dentro
en tierra firme, y que lo que los atenienses habían aprendido del arte naval
había sido por temor a los medos, que les obligaron a meterse en la mar.
Decíales también que, gente osada como eran los atenienses, les parecerían
terribles los que se mostrasen animosos como ellos, y que de igual manera que
los atenienses espantaban a sus contrarios antes por su atrevimiento que por
sus fuerzas y poder, era muy conveniente que hallasen en sus adversarios quienes
hiciesen lo mismo.
Además
de estos consejos, les decía que conocía bien el deseo que tenían de ir contra
la armada de los atenienses, y este hecho inesperado de los enemigos les espantaría
de tal manera, que aprovecharía más el atrevimiento a los siracusanos que a los
atenienses la ciencia y ejercicio de mar de que se vanagloriaban.
Con
estas palabras de Gilipo y Hermócrates, y algunos otros que les aconsejaban,
persuadieron a los siracusanos para que acometieran contra la armada de los atenienses,
y con esta determinación Gilipo, al anochecer, puso toda su gente de a pie en
orden, fuera de la ciudad, para que al mismo tiempo atacase a los enemigos por
tierra hacia la parte del muro junto a Plemirión, y los barcos por la parte de
la mar.
Al
amanecer, las treinta y cinco galeras de los siracusanos salieron del puerto
pequeño donde se habían guarecido para ir hacia el gran puerto, que tenían los
enemigos, y con ellos salieron otras cuarenta y cinco naves para ir girando en
torno del gran puerto con intención de entremeterse en los enemigos que estaban
dentro del gran puerto, y también de acometerles por la parte de Plemirión, a
fin de que los atenienses, viéndose atacar por dos partes, fuesen más
perturbados.
Viendo
esto los atenienses, pusieron en orden los sesenta trirremes que tenían, de los
cuales inmediatamente enviaron veinticinco contra los treinta y cinco de los siracusanos
que iban hacia el gran puerto para combatirlos, y con los restantes fueron
contra los que los querían rodear, con los cuales se mezclaron a la boca del
puerto y combatieron gran rato, los siracusanos forcejeando por entrar en el
puerto, y los otros pugnando por defenderse.
Mientras
tanto, los atenienses que estaban en Plemirión descendieron a lo bajo de la
roca, a orilla de la mar, para ver el éxito de la batalla que se estaba
librando.
Al
amanecer Gilipo atacó el lugar de Plemirión por parte de tierra con tanto
ímpetu, que tomó en seguida uno de los tres muros. Al poco rato ganó los otros
dos, porque los que estaban en la guarda y defensa de ellos, viendo que el
primer muro había sido tan pronto tomado, no cuidaron de defender los otros.
Los
que guardaban el primer muro, cuando fue tomado, huyeron, y con gran peligro
suyo se metieron dentro de los trirremes que estaban siempre al pie de la roca,
y parte de ellos en un batel que hallaron allí, y en estos buques se retiraron
a su campo.
Aunque
una galera de los siracusanos de las que ya estaban dentro del gran puerto, se
opuso a la retirada, mientras Gilipo combatía los otros dos muros de Plemirión,
aconteció que los siracusanos fueron vencidos por donde aquellos atenienses
huían, y a causa de esta victoria tuvieron medio de retirarse más a su salvo.
La
causa de esta victoria fue que las naves de los siracusanos, que combatían a la
boca del gran puerto, yendo a caza de los enemigos que estaban de frente,
entraron de tropel sin orden alguno, de tal manera, que unas tropezaban con
otras. Viendo esto los atenienses, así los que combatían fuera del puerto, como
los que habían sido vencidos dentro, se unieron y dieron juntos sobre las que
estaban dentro del puerto y sobre las que estaban fuera, con tanto ímpetu, que
las pusieron en huida, echando once a fondo, y muriendo todos los que estaban
dentro, cogieron tres y otras tres destrozaron.
Pasada
esta victoria, los atenienses se apoderaron de los despojos de los naufragios
de los enemigos, y levantaron trofeo en señal de triunfo en la isla pequeña que
está junto a Plemirión, y después
se retiraron a su campo.
De
la parte de los siracusanos, a causa de los tres muros que habían tomado junto
a Plemirión, levantaron tres trofeos en señal de victoria. De estos tres muros
abatieron uno, y los otros tres los repararon y pusieron en ellos buena guarda.
En
la toma de estos muros fueron muertos muchos atenienses y otros prisioneros, y además
les cogieron todo el dinero que era gran suma, porque tenían este lugar como un
fuerte para reunir y guardar
todo su tesoro y todas sus municiones
y mercaderías, no solamente del
Estado de Atenas, sino también de los capitanes, mercaderes y hombres de guerra que iban por su
cuenta. Entre otras cosas fueron halladas las velas de cuarenta trirremes y los
demás aparejos, y tres
trirremes que allí habían sacado a la orilla.
La
toma de Plemirión causó gran daño a los atenienses, principalmente porque a
causa de ella no podían en adelante llevar provisiones a su campo sin gran
peligro, pues los trirremes que allí había de los siracusanos se lo impedían.
Esto infundió gran pavor a los atenienses.
Después
de la batalla, los siracusanos enviaron doce barcos al mando de su compatriota
Agatarco; en uno de ellos iban algunos embajadores que enviaban al Peloponeso
para hacer saber a los peloponenses lo que se había hecho, y la buena esperanza
que tenían de vencer a los atenienses, y también para excitarles a que les
enviasen socorro y tomasen aquella guerra con buen ánimo. Las otras once naves
fueron a Italia, porque corría la noticia de que los atenienses enviaban
algunos barcos cargados de madera y municiones
a su campamento de Siracusa. Estos once buques de los siracusanos encontraron
en la mar los de los atenienses, cogieron el mayor número de ellos con todo lo que venía dentro, y quemaron
toda la madera que traían para hacer barcos a orillas de la mar junto a
Caulonia.
Hecho
esto, partieron para el puerto de Locros, y estando en dicho lugar aportó un barco procedente del Peloponeso,
que enviaban los de Tespias, cargado de gente de guerra en socorro de los
siracusanos, cuya gente metieron en sus naves y el barco regresó a su tierra.
A
la vuelta encontraron junto a la costa de Mégara veinte galeras atenienses que
estaban espiándoles el paso, y éstas
les cogieron una galera de las once. Las otras escaparon llegando a Siracusa.
Pasado
esto, hubo otro encuentro pequeño entre los atenienses y lo siracusanos, en el mismo puerto de Siracusa, junto a un
parapeto de madera que los siracusanos habían hecho delante de las atarazanas
viejas para tener allí dentro sus barcos seguros. Los atenienses hicieron llegar
una nave gruesa, recia y muy bien
armada para que pudiese sufrir todos los golpes de tiro de piedras, y detrás de
ella había muchos bateles pequeños, dentro de los cuales, y también dentro de
la nave iban gentes que con máquinas y pertrechos arrancaban los maderos y
estacas de palo de aquel parapeto que estaban fijadas y plantadas dentro de la
mar, a lo cual los siracusanos resistían con grandes tiros de dardos y piedras
que les lanzaban desde las atarazanas, y lo mismo hacían los de la nave contra
ellos. Al fin los atenienses rompieron una gran parte del parapeto, aunque con
gran trabajo y dificultad por la multitud de estacas de madera que estaban sumidas
en el agua, las cuales habían plantado de intento a fin de que los barcos de
los atenienses, si querían entrar allí, encallasen y corriesen peligro; pero
los atenienses buscaron nadadores que buceando las cortaban debajo del agua;
cuando se retiraban, los siracusanos hacían plantar otras estacas que sustituían
a las arrancadas.
De esta suerte, cada día hacían alguna empresa o invención
nueva unos contra otros, según es de creer entre dos ejércitos acampados el uno
cerca del otro. Además había muchas escaramuzas y encuentros pequeños de todas
suertes, maneras y ocasiones que era posible.
Los
siracusanos enviaron embajadores a los lacedemonios, a los corintios y a los
ambraciotas, para hacerles saber la toma de Plemirión, y asimismo la batalla
que habían librado en el mar, dándoles a entender que la victoria de los
atenienses contra ellos no había sido por esfuerzo y valentía de aquéllos, sino
por el desorden de los mismos siracusanos, y por eso tenían fundada esperanza
de que al fin quedarían victoriosos, con tal que fuesen ayudados y socorridos
por ellos. Por tanto, les pedían que les enviaran de socorro barcos y gente
antes que llegase la armada que los atenienses iban a mandar para rehacer la
suya, porque, haciéndolo así, podrían derrotar a los que estaban en el campo
antes que viniesen los otros y dar fin a la guerra.
Este
era el estado de las cosas en Sicilia.
V
Mientras
estas cosas pasaban en Sicilia, Demóstenes, con la gente que había reunido para
ir en socorro del campamento de los atenienses delante de Siracusa, se embarcó en
Egina, y de allí fue costeando a lo largo del Peloponeso, reuniéndose con
Caricles, que le esperaba allí con treinta naves, en las cuales embarcó la
gente de guerra que los argivos enviaron por su parte.
Desde allí navegaron derechamente hacia tierra de
Lacedemonia, y primero descendieron
en la región de Limera en tierra de Epidauro, la cual talaron y destruyeron en
gran parte.
De
allí fueron a salir a tierra de Laconia al cabo de Citera, frente al templo de
Apolo, donde hicieron algún daño y cercaron de muro un estrecho semejante al de
Corinto, llamado Istmo, para refugio de los ilotas o esclavos de los
lacedemonios que quisieran huir de sus señores, y también para acoger ladrones
y corsarios que robasen y destruyesen la tierra en torno, según hacían
directamente los que estaban dentro de Pilos. Mas antes que el muro fuese
hecho, Demóstenes partió hacia Corcira para tomar de allí la gente que había de
venir de aquella parte y pasar con ella, cuando estuvo terminado, a Sicilia, y
dejó allí a Caricles con sus treinta naves para que acabase el muro. Cuando
estuvo terminado, después de haber puesto en él gente de guarnición, partió
Caricles en seguimiento de Demóstenes, y lo mismo hicieron los argivos.
En
este mismo verano llegaron a Atenas mil y trescientos soldados tracios, de los
que ceñían espadas de dos filos y eran naturales de la tribu de los díos, todos
muy bien armados y con sus escudos, mandados allí para pasar con Demóstenes a
Sicilia, y que por llegar muy tarde, después de la partida de Demóstenes, determinaron
los atenienses hacerles volver a su tierra, pues detenerlos allí para la guerra
que tenían en Decélea parecíales costoso, atendiendo a que cada uno de ellos
quería de sueldo una dracma diaria, y el dinero comenzaba a escasear en Atenas.
Después
que los peloponenses cercaron de muro y fortificaron la villa de Decélea, en
aquel verano pusieron también gente de guarnición en todas las villas y ciudades
donde remudaban sus cuarteles, lo cual produjo grandes males y pérdidas a los
atenienses, así de dinero como de otros bienes, pues cuando otras veces los peloponenses
iban a recorrer su tierra no paraban en ella mucho tiempo y regresaban a sus ciudades,
y los atenienses podían sin obstáculo labrar su tierra y gozar los frutos de
ella a su voluntad. Pero cercada de muro la villa de Decélea y puesta dentro
guarnición, los atenienses eran continuamente atacados y casi cercados por la
gente de guarnición, que no cesaban de recorrer y robar la tierra; a veces con
muchos hombres de guerra, y otras con muy pocos. Muy a menudo lo hacían por la
necesidad que tenían de guardarse y por coger vituallas y otras provisiones que
necesitaban. Y sobre todo mientras Agis, rey de Lacedemonia, estuvo allí con
todo su campo, fueron en gran manera perjudicados los atenienses, porque no dejaba
descansar a su gente y continuamente los hacía trabajar, mandándoles recorrer y
robar tierras de los enemigos, de tal modo que hicieron gran daño en toda la
región de Atenas.
Para mayor infortunio, los esclavos que tenían los
atenienses huyeron y se pasaron a los peloponenses. Serían en número de veinte
mil, y casi todos ellos, o la mayor parte, eran de oficios mecánicos.
Juntamente con esto, se les murió casi todo el ganado grande y pequeño, y
además, sus caballos fueron en poco tiempo tan trabajados que no se podían
servir ni aprovechar de ellos, porque la gente de a caballo estaba
continuamente en campaña, así para resistir a los enemigos posesionados de
Decélea, como por impedir que la tierra de Ática fuese robada y destruida. Con
tan constante servicio unos caballos estaban enfermos y lisiados, otros cojos y
resentidos de correr a menudo por aquella tierra que era seca y dura, y muchos
heridos, así de tiros de dardos como de golpes de mano.
También
las vituallas y provisiones que acostumbraban a traerles a la ciudad de tierra
de Eubea y de Oropo, y que solían pasar por la villa de Decélea, que era el camino
más corto, fue preciso llevarlas de otras partes más lejanas y que rodeasen por
mar la tierra de Sunión, que era cosa de gran trabajo y gasto, por cuyo motivo
la ciudad estaba en gran necesidad de todas las cosas que convenían traer de
fuera.
Por
otra parte, los ciudadanos que se habían retirado y recogido todos en la
ciudad, estaban muy fatigados a causa de la guardia que necesitaban hacer sin
cesar, así de noche como de día, porque de día había continuamente cierto
número de gente en lo alto de los muros que se relevaba por veces, y de noche
todos estaban en vela armados, excepto la gente de a caballo; los unos sobre
los muros y los otros repartidos por la ciudad, así en tiempo de verano como en
invierno, que era un trabajo intolerable, ocasionado por sostener a un mismo
tiempo dos grandes guerras. Con todo esto estaban tan obstinados y porfiados,
que ninguna persona lo pudiera creer si no lo viera, pues aunque acometidos y
cercados hasta los muros, no por eso querían dejar la empresa de Sicilia, sino
que casi sitiados como estaban, deseaban mantener el cerco que tenían sobre la
ciudad de Siracusa, la cual no era mucho menor que Atenas, queriendo por estos
medios mostrar sus fuerzas, poder y osadía mucho mayor que los otros griegos
suponían, pues al comienzo de la guerra algunos juzgaban que los atenienses
podrían sostenerla por espacio de dos años y otros por tres a todo tirar, y
últimamente ninguno lo creía si llegaba el caso, que llegó, de que los
peloponenses entrasen en su tierra.
Con
todo esto, desde la primera vez que entraron, y hasta que los atenienses
enviaron su armada a Sicilia, transcurrieron diez y siete años enteros sin
quedar tan quebrantados con esta guerra de diez y siete años en su tierra, que
no emprendiesen la de Sicilia, que no era inferior en opinión de las gentes que
la primera.
Estando
así apurada la ciudad de Atenas por la pérdida de la villa de Decélea, como por
los otros gastos arriba dichos, tuvo gran necesidad de dinero, por cuya causa
aquel año impusieron a los súbditos de los lugares marítimos, en lugar del
tributo que daban antes, uno de la veintena de sus haciendas, pensando que por
esta vía sacarían más dinero que del tributo ordinario, y así era menester,
pues los gastos eran tanto más grandes cuanto estas guerras eran mayores que
las primeras, y sus rentas ordinarias estaban agotadas.
Este
fue el motivo de que tan pronto como los tracios, que venían en su socorro,
llegaron, según hemos dicho, los hicieron regresar por falta de dinero, y encargaron
llevarlos por mar a Diítrefes, al cual mandaron que en el viaje buscase manera
para que aquellos tracios hi-ciesen algún daño en Eubea y en las otras tierras
marítimas de los enemigos junto a las cuales pasasen, porque por necesidad
habían de pasar el estrecho de Eubea, llamado Euripo.
Diítrefes
saltó en tierra con los tracios en el puerto de Tanagra, hizo algunos robos
apresuradamente, y tras esto les mandó volver a embarcarse y los llevó derechamente
a Calcis, que está en tierra de Eubea. De noche pasó el estrecho, penetró en
Beocia, y saltando en tierra hizo caminar toda la noche a su gente hacia la
ciudad de Micaleso y les mandó que se escondiesen dentro del templo de Hermes,
que está de la ciudad cerca de diez y seis estadios. Cuando fue de día les
ordenó salir y caminar ha-cia la ciudad, la cual, aunque era muy grande, la tomó inmediatamente
porque no tenía guardas, y los ciudadanos no sospechaban mal alguno, no
pensando que corsarios u otros enemigos, yendo por mar, osaran internarse tanto
en tierra. Por esta causa tenían muy ruines muros para la cerca de su ciudad,
en muchas partes estaban caídos y en otras muy bajos, y porque no temían
asechanzas y traiciones, no cuidaban de cerrar las puertas.
Cuando
los tracios estuvieron dentro de la ciudad, la robaron y saquearon toda, así
los templos y lugares sagrados como las casas particulares y lugares profanos,
y lo que es peor, mataron a todos cuantos hallaron, hombres y mujeres de
cualquier edad que fuesen, y bestias y ganados, porque tal es la condición de
los tracios, que son los más bárbaros entre todas las otras gentes para cometer
toda suerte de crueldades en cualquier parte donde se pueden hallar sin temor.
Entre
otras muchas crueldades, hicieron una muy grande, que fue entrar en las
escuelas donde estaban los niños y escolares aprendiendo, que eran en gran
número, y los mataron a todos. Fue esta desventura tan grande y tan súbita, y
no pensada, cual nunca jamás se vio en una ciudad.
Sabida la cosa por los tebanos, salieron inmediatamente
tras ellos y alcanzáronlos cerca de la ciudad, peleando con ellos y venciéndolos
y desbaratándolos de tal manera, que les hicieron dejar la presa. Después los siguieron
hasta el estrecho y allí mataron muchos que no se pudieron embarcar en sus
naves a causa de que los que quedaron dentro de ellas para guardarlas, viendo acercarse
a los enemigos, las retiraron mar adentro donde estuviesen fuera del peligro de
los dardos y armas arrojadizas, y los que no pudieron entrar primero ni sabían
donde acogerse, fueron todos muertos. Hubo allí una gran matanza, porque hasta
tanto que llegaron a orilla del mar, se retiraban todos juntos en buen orden
según tenían por costumbre, de tal manera que se podían muy bien defender
contra la gente de a caballo de los tebanos que eran los primeros que los
habían acometido, de suerte que perdieron muy pocos de los suyos, mas después
que llegaron a la orilla, a la vista de sus naves, rompieron la ordenanza por
codicia de meterse en ellas; también algunos fueron cogidos dentro de la ciudad
donde se habían quedado por robar, los cuales asimismo fueron todos muertos; de
manera que de mil trescientos tracios que eran, no escaparon sino doscientos
cincuenta.
De
los tebanos y de otros que fueron con ellos, no murieron más de veinte de a
caballo, entre los cuales, uno de los gobernadores de Beocia, llamado
Escirfondas, y los que antes dijimos, que fueron muertos dentro de la ciudad,
donde se ejecutó aquella crueldad y desventura, que fue la mayor que pudo
ocurrir a cualquier villa o ciudad en todo aquel tiempo que duró la guerra.
VI
Volvamos
a lo que se hacía en Grecia. Después que Demóstenes cercó de muro el lugar de
que arriba hemos hablado en tierra de Laconia, partió para pasar a Corcira, y
navegando mar adelante, encontró en el puerto de Fía, que está en tierra de Élide,
un trirreme cargado de gente de guerra de los corintios que quería pasar a
Sicilia, el cual echó a fondo, aunque los que en él iban se salvaron, y después
volvieron a embarcase en otro y pasaron a Sicilia.
Desde
allí fue Demóstenes a Zacinto y Cefalonia, donde tomó alguna gente de guerra
que embarcó en sus naves, y después a Naupacto donde mandó ir a los mesenios.
Desde
Naupacto atravesó la mar y pasó a Acarnania, que está de la otra parte en
tierra firme, y de allí fue a las villas de Alizea y de Anactorión, que eran
del partido de los atenienses. Estando en esto, acaeció que Eurimedonte, que
por aquella mar volvía de Sicilia, donde había sido enviado para llevar dinero
a la armada, fue a buscar allí a Demóstenes y le dijo, entre otras cosas, que
sabía que los siracusanos habían recobrado a Plemirión.
Poco
después llegó a ellos Conón, que era el capitán de Naupacto, y les dijo que
había veinticinco barcos de los corintios en la costa frente a Naupacto, y no
cesaban de ir a acometerles ni esperaban ya sino la batalla, y por eso les demandó
que le proveyesen de naves en número bastante, porque él sólo tenía diez y
ocho, las cuales no eran bastantes para combatir a veinticinco.
Demóstenes
y Eurimedonte accedieron a su demanda y le dieron diez de las suyas, las más
ligeras, con las cuales regresó y ellos partieron para ir a reunir gente, según
les habían encargado, a saber: Eurimedonte, enviado por compañero de Demóstenes,
a Corcira, donde llenó quince de sus trirremes con gente de la tierra, y Demóstenes
por tierra de Acarnania, donde tomó a sueldo todos los honderos y tiradores que
pudo para Sicilia.
Después
que los embajadores de los siracusanos que habían sido enviados a las otras
ciudades de Sicilia para obtener socorro cumplieron su misión y persuadieron a
muchos de aquellos a quien demandaban ayuda, cogiendo a sueldo alguna gente de
dichas ciudades para llevarlas a Siracusa, Nicias, que fue advertido de ello,
envió mensaje a todas las ciudades y villas que eran de su partido por donde
había de pasar necesariamente aquella gente de guerra, y principalmente a los
centoripas y a los alicias, para que les impidieran el paso con todo su poder.
Los reclutados no podían buenamente ir por otra parte, a causa de que los
acragantinos les negaban el paso. A la demanda de Nicias otorgaron de buena
gana aquellas ciudades, y pusieron emboscadas al paso en tres partes, las
cuales acometieron de improviso a aquella gente de guerra, mataron cerca de
ochocientos y juntamente con ellos a todos los embajadores, excepto uno que era
natural de Corinto, el cual llevó todos los que se salvaron a Siracusa, que
fueron cerca de mil y quinientos.
Al
mismo tiempo llegó a los siracusanos otro socorro, el de los camarinos, que les
dieron quinientos hombres muy bien armados y seiscientos tiradores, y los gelenses
les enviaron cinco naves, en las cuales iban cuatrocientos ballesteros y
doscientos de a caballo.
En
efecto, excepto los acragantinos, que eran del partido de los atenienses, la
mayor parte de toda la tierra de Sicilia, aunque hasta aquel tiempo no se había
declarado, envió socorro a los siracusanos, los cuales, con todo esto, por la pérdida
sufrida de los ochocientos hombres en los pasos de Sicilia, como antes se ha
dicho, no osaron tan pronto acometer a los atenienses
Entretanto
Demóstenes y Eurimedonte, habiendo reunido gran número de gente, así de Corcira
como de la tierra firme, pasaron el mar Jónico y llegaron al cabo de Yapiga. En
este lugar y en las islas Quérades, allí cercanas, cogieron ciento y cincuenta
ballesteros de la nación de los mesapios por consentimiento de Artas, señor de
aquel lugar, con el cual renovaron la amistad que antiguamente había entre él y
los atenienses.
Partidos
de allí fueron a aportar a Metapontio, que está en Italia, donde persuadieron a
los de la villa a que les diesen trescientos tiradores y dos naves, por razón
de la confederación y alianza antigua que con ellos tenían.
De
allí fueron a Turio, donde entendieron que todos aquellos que seguían el
partido de los atenienses habían sido lanzados poco antes de la tierra, y
pararon algunos días con toda la armada por saber si había quedado en la ciudad
alguna persona que fuese del bando de los atenienses, y también por hacer con
ellos más estrecha amistad y alianza que tenían antes, a saber: que fuesen
amigos de amigos y enemigos de enemigos.
En este tiempo los peloponenses, que tenían los veinticinco
trirremes anclados en la playa de Naupacto, para guarda y seguridad de los
barcos que habían de pasar por allí con el socorro que enviaban a Siracusa, se
prepararon para combatir contra los de los atenienses, que estaban en el puerto
de Naupacto, y también habían abastecido de gente otras naves, de manera que
serían poco menos en número que los atenienses.
Fueron a echar anclas en una playa de Acaya, llamada
Erineo, en territorio de Ripos, que tiene forma de media luna. En las rocas que
estaban a los lados de aquella costa habían puesto su gente de a pie, así de
los corintios como de los de la tierra, de manera que la armada quedó en medio
guardada por la parte de tierra y toda junta. Su capitán era el corintio
Poliantes.
Contra
esta armada fueron los treinta y tres trirremes atenienses que estaban en el
puerto de Naupacto, cuyo capitán era Dífilo; viendo lo cual, los corintios al
principio se estuvieron quedos en su sitio sin salir fuera; mas cuando les pareció
que era tiempo salieron contra los atenienses y combatieron gran rato una
armada contra la otra, de manera que fueron tres galeras de los corintios echadas
a fondo y de la armada de los atenienses, aunque ninguna fue lanzada a pique,
siete quedaron destrozadas en las proas por una banda de los corintios que era
más fuerte que la suya, y todos los remos quebrados, de manera que resultaron
completamente inútiles para navegar.
La
batalla fue tan reñida, que cada cual de las partes pretendía haber conseguido
la victoria. Los atenienses recogieron los náufragos y despojos; mas como
arreciara el viento se retiraron unos de una parte y otros de otra, los
peloponenses hacia la costa, donde podían estar más seguros a causa de la gente
que tenían en tierra, y los atenienses hacia Naupacto.
Cuando
así fueron separados, los corintios inmediatamente levantaron trofeo en señal
de victoria, a causa de que las naves que habían destrozado de los enemigos eran
más en número que las que ellos habían perdido, y les fueron echadas a fondo,
teniendo por cierto que no habían sido vencidos por la misma razón que tenían
los enemigos para pensar no haber triunfado, pues parecía a los corintios no
haber sido vencidos si la victoria de los enemigos no era muy grande; y asimismo
los atenienses, por el contrario, se juzgaban casi por derrotados si no alcanzaban
gran victoria.
Con
todo esto, después que los peloponenses se ausentaron de aquella costa, y su
gente de a pie que tenían en tierra también se fue, los atenienses levantaron
un trofeo en el cabo de Acaya como vencedores, aunque a más de veinte estadios
del lugar de Erineo, donde estaban las naves de los corintios.
Este fin tuvo la batalla naval entre ellos.
VII
Después
que los turios se confederaron con los atenienses, según antes se ha dicho,
Demóstenes y Eurimedonte escogieron setecientos soldados bien armados y trescientos
tiradores, y los hicieron embarcar mandándoles que fuesen derechamente a tierra
de Crotona, y cuando pasaron revista a su gente, junto al río de Síbaris, los
llevaron por tierra de los turios hacia Crotona; pero al llegar al río de
Hilias vinieron a ellos mensajeros de los crotoniatas, y les dijeron que los
señores no querían que pasasen por su tierra, por lo cual tomaron su camino
hacia la mar, río abajo. Cuando llegaron al cabo, que está frente adonde el río
entra en la mar, asentaron allí su campo, y sus naves fueron allí a aportar.
Embarcados
todos, navegaron a lo largo de aquella costa, teniendo negociaciones y tratos
con todas las villas y lugares que estaban en ella, excepto la ciudad de Locros;
y finalmente llegaron al lugar de Petra, que está en tierra de Reggio.
Durante
este tiempo, los siracusanos, advertidos de la venida, determinaron tentar de
nuevo su fortuna en combate naval; pusieron en orden gran número de gente de a
pie por tierra, y también mandaron aparejar muchas naves de otra suerte que
hicieron en el primer combate, porque en él habían aprendido, y entendiendo la
falta cometida entonces y remediada ahora, tenían esperanza cierta de alcanzar
la victoria.
Habían
acortado las puntas de proa a fin de que estuviesen más firmes y recias, y
reforzado y armado los lados de sus trirremes con grandes trozos de maderos de
seis codos de largo, así por dentro como por fuera, de la misma suerte que los
corintios habían hecho con sus naves cuando combatieron contra los atenienses
en Naupacto. Parecíales que con esta reforma, acometiendo a las naves de los
atenienses, que tenían las proas más largas y delgadas para no embestir por la
punta, sino por los lados, evitando que tropezaran las proas, sus trirremes serían
tan buenos o mejores que los otros.
Tenían
además en cuenta que combatiendo dentro del gran puerto con gran número de
naves, no habría espacio ni lugar para ir cercando a la redonda, sino que convendría
ir a afrontarse cara a cara, por lo cual siendo las puntas de sus trirremes más
fuertes y mejor herradas que las otras, las tropezarían más fácilmente y a su
salvo, y por este medio esperaban que aquello mismo que había sido causa en el
primer combate de su pérdida, por la ignorancia de sus marineros para combatir
de otra manera que de frente, atacando de proa, les daría ahora la victoria.
Los
atenienses por su parte no podrían retirar sus naves a su voluntad para después
revolver sobre las de los enemigos, como habían hecho la vez pasada, sino que
por necesidad las habían de retirar hacia la parte de la tierra, y allí no
tendrían gran espacio para hacerlo, cuanto más que hallarían el ejército de los
siracusanos a punto y bastante para hacerles daño y socorrer a los suyos.
Además,
hallándose los atenienses en lugar tan estrecho, se estorbarían unos a otros,
lo cual les había dañado en gran manera en todos sus combates navales, porque
no se podían retirar tan a su salvo como los siracusanos, que tenían el puerto
pequeño y también la boca del gran puerto ocupada, y por este medio la retirada
por alta mar, y los atenienses poseían el gran puerto que era muy espacioso, y
a Plemirión, que estaba frente a la boca del gran puerto.
Así
trazaron los siracusanos sus cosas con buena esperanza de victoria por las
razones arriba dichas, y la pusieron por obra de esta manera.
Gilipo,
poco antes del combate, sacó fuera de la ciudad su gente de a pie, muy cerca
del muro de los atenienses por la parte de la ciudad. Por otro lado, todos aquellos
que estaban en Olimpieón, así de a caballo como de a pie, armados a la ligera y
tiradores, fueron también hacia aquel muro por las dos partes, y poco después
salieron las naves de los siracusanos, tanto las suyas propias como las de los
aliados.
Cuando
los atenienses vieron salir la armada de los enemigos, quedaron muy turbados,
porque como poco antes hubiesen visto solamente la gente de a pie ir hacia la
muralla no pensaban que les acometerían además por otras partes.
Replegáronse,
pues, y se pusieron en orden de batalla, unos sobre el muro, otros delante y
los otros aparte para apoyar a la gente de a caballo y tiradores armados a la
ligera; las tripulaciones dentro de sus trirremes, y otras fuerzas a la entrada
del gran puerto y a lo largo de la marina para poder socorrer las naves.
Cuando
sus barcos estuvieron listos, que serían hasta sesenta y cinco, vinieron a dar
en los de los contrarios, que serían ochenta, y combatieron todo aquel día una
armada contra la otra, sin que pudiesen hacer cosa de gran importancia de una
parte ni de otra, excepto que los siracusanos echaron a pique una nave o dos de
los enemigos, y llegada la noche se separaron y retiraron cada uno a su
estancia. Lo mismo hicieron los de la ciudad que habían ido contra el muro de los
atenienses.
Al
día siguiente los siracusanos no presentaron batalla ni mostraron que lo
querían hacer, y por esta causa Nicias, que había visto que el día anterior
fueron iguales, sospechando que los contrarios quisiesen volver otra vez a
tentar fortuna, mandó a los patrones y capitanes que reparasen los trirremes
que habían sido maltratados, y sacar las naves que había hecho encerrar en un
seno del gran puerto cercado de estacas para mayor seguridad, y que las sacaran
a alta mar, apartadas una de otra por espacio equivalente a una fanega de
tierra, a fin de que si, combatiendo alguno de sus trirremes se viese en
aprieto, pudiera refugiarse junto a estas naves de carga. En estos trabajos y
otros semejantes invirtieron los atenienses todo aquel día y la noche
siguiente.
Al
otro día por la mañana los siracusanos salieron por mar y por tierra, de la
misma suerte que habían salido dos días antes, excepto que fueron a mejor hora,
y así combatieron durante la mayor parte del día de igual manera que habían hecho
en el combate precedente, sin que se conociese ventaja de una parte ni de otra.
Entonces
el corintio Aristón, que era el mejor piloto que había en toda la armada de los
siracusanos, persuadió a los otros capitanes de las naves que enviasen a toda
prisa alguna parte de su gente dentro de la ciudad y que él haría lo mismo para
ordenar que todos los que tuviesen vituallas dispuestas las trajesen a vender a
la orilla del mar, a fin de que en seguida comiesen los suyos, volvieran a
embarcarse inmediatamente y fuesen a dar sobre los enemigos que estaban
desapercibidos.
Hecho
así en poco rato, trajeron gran abundancia a la orilla de la mar, y todos a
paso quedo se retiraron a comer.
Viendo
esto los atenienses, y creyendo que se retiraban como vencidos, ellos también
se retiraron y saltaron en tierra, unos para comer y otros para otras
ocupaciones, sin pensamiento que aquel día hubiese nuevo combate por mar. Pero
al poco rato vinieron los siracusanos, que ya habían comido, a dar sobre ellos
de repente, cosa que perturbó mucho a lo atenienses y trabajaron por reembarcarse
lo más pronto que pudieron con bullicio y desorden, muchos de ellos antes de
probar bocado, saliendo frente a los enemigos.
Cuando estuvieron a la vista y bien cerca unos de otros,
se pararon los de una parte y de la otra, meditando cómo podrían cada cual acometer
al enemigo con ventaja. Mas los atenienses, teniendo por deshonra que los
enemigos los sobrepujasen en labor y trabajo, dieron los primeros señal de
batalla y embistieron a los enemigos, que los recibieron con las puntas de sus
proas que estaban bien armadas y reforzadas, según tenían determinado, de tal
manera que destrozaron gran parte, rompiéndoles las puntas de sus remos, y
desde las gavias herían con piedras y otros tiros a muchos de los enemigos que
estaban dentro de sus naves.
Pero
mucho mayor daño les hacían los barcos ligeros de los siracusanos, que los
acometían por todas partes con golpes y tiros, de suerte que los atenienses fueron
forzados a huir, y con ayuda de sus barcos se retiraron a su estancia, porque los
siracusanos no se atrevieron a seguirles más adelante de los buques colocados
según antes se dijo, a causa de tener éstos las entenas levantadas muy altas
con los delfines[2] de
plomo que pendían de ellas, de suerte que sus trirremes no los podían abordar
sin peligro de ser destrozados, según sucedió a dos de ellos que se atrevieron
a embestir a estos barcos, uno de los cuales fue cogido con todos los que iban
dentro.
Finalmente,
siete naves de los atenienses fueron echadas a fondo, otras muchas destrozadas,
y gran número de los suyos muertos o prisioneros, por razón de cuya victoria
los siracusanos levantaron trofeo en señal de triunfo, teniendo para sí que en
adelante serían más fuertes que los atenienses por mar y que vencerían al ejército,
por lo cual se prepararon para acometerles otra vez.
VIII
Mientras
esto acontecía, Demóstenes y Eurimedonte llegaron al campamento de los
atenienses con setenta y tres naves de las suyas y de las de sus aliados, y en
las cuales traían cerca de cinco mil combatientes, parte de los de sus pueblos
y parte de sus aliados, y con ellos venían otros muchos de los bárbaros
tiradores y flecheros, así griegos como extranjeros.
Mucho
alarmó esto a los siracusanos, porque no veían medio de poder rechazar tan gran
ejército, considerando que si los atenienses, cercados en Decélea, poseían
medios para enviar socorro tan grande como el primer ejército, no les podrían
resistir en adelante. Tenían además en cuenta que el ejército ateniense,
maltratado por ellos, cobraba fuerzas con la venida del nuevo socorro.
Cuando
Demóstenes llegó al campamento, comenzó a dar orden para poner en ejecución su
empresa y probar sus fuerzas lo más pronto que pudiese, por no caer en el mismo
error en que antes había caído Nicias, el cual, aunque al principio llegó con
tanta estima y reputación que puso temor y espanto a todos los de Sicilia, por
no dirigirse inmediatamente contra Siracusa y gastar mucho tiempo en detenerse
en Catania, perdió toda su fama, y Gilipo, a causa de esta tardanza, tuvo
tiempo para llevar del Peloponeso el socorro que condujo a Siracusa antes que
el otro llegase; socorro que ni aun los mismos siracusanos hubieran demandado
si Nicias les sitiara inmediatamente que llegó, pues creían que eran harto
bastantes y poderosos para defender su ciudad contra las fuerzas solas de este
caudillo.
Considerando
todo esto Demóstenes, y también que los enemigos cobrarían temor y espanto por
su venida, quiso el mismo día que llegó mostrar sus bríos a los contrarios.
Viendo
que el muro fuerte que los siracusanos habían hecho al través del otro de los
atenienses para estorbarles que lo acabaran, era flaco y sencillo, y tal que
fácilmente le podría derrocar el que ganase a Epípolas, y que en los parapetos
que allí habían hecho no tenían mucha gente de defensa que pudiese resistir a
sus fuerzas, se apresuró a acometerles, esperando que en breve tiempo vería el
fin de aquella guerra, porque tenía propósito o de tomar a Siracusa por fuerza
de armas o volver con toda aquella armada a su tierra sin más trabajo para los
atenienses, así los que allí estaban en el sitio como los que habían quedado en
la ciudad.
Con
esta intención los atenienses entraron en las tierras de los siracusanos.
Primeramente recorrieron los campos de Anapo y robaron los lugares por tierra
con la infantería, y por la mar con la armada, según habían he-cho al principio
y porque no osaban acudir contra ellos los siracusanos por mar ni por tierra,
excepto los de a caballo y algunos tiradores y flecheros que salían de Olimpieón.
Después
pareció a Demóstenes buen consejo atacar los fuertes y parapetos de los
enemigos con sus pertrechos y máquinas de guerra. Mas cuando estaban ya las
máquinas cerca de los parapetos, los siracusanos pusieron fuego y todos los que
acometían fueron rechazados, por lo cual Demóstenes mandó retirar a su gente,
no pareciéndole acertado perder allí más tiempo en balde, sino antes ir a
acometer a Epípolas, de lo que persuadió fácilmente a Nicias y a los otros
capitanes sus compañeros, mas esto no se podía hacer de día sin que fuesen
vistos por los enemigos.
Para
realizar esta empresa ordenó que cada soldado hiciese provisión de vituallas
para cinco días, y además hizo llamar a todos los canteros y carpinteros que
había en el campo y otros muchos obreros y oficiales para que tuviesen piedra y
otros materiales necesarios para construir fuertes y parapetos, y con esto gran
copia de dardos y demás armas arrojadizas, con intención de hacer un fuerte
junto a Epípolas para combatir desde allí, y tomar éste si pudiese.
Hecho
así, al empezar la noche, Demóstenes, Eurimedonte y Menandro caminaron con la
mayor parte del ejército hacia Epípolas, dejando la guarda de los muros a
Nicias, y cuando llegaron a la roca que está junto al lugar llamado Eurielo,
antes que los centinelas de los siracusanos que estaban en el primer muro lo
sintiesen, tomaron este muro a los enemigos y mataron algunos de aquellos que
estaban de guardia; de los demás, la mayor parte se salvaron y avisaron la
llegada de los enemigos a la tercera guardia que allí estaba, que era de los
siracusanos, de los otros sicilianos y de los aliados. Principalmente los
seiscientos siracusanos que guardaban aquella parte de Epípolas se defendieron
valientemente, siendo lanzados por Demóstenes y los atenienses que los
siguieron hasta las otras guardias para que no tuvieran tiempo de rehacerse ni
a los otros de defenderse, con tanta presteza y diligencia que tomaron los
parapetos y baluartes, y seguidamente comenzaron a derrocarlos desde lo alto.
Entonces
los siracusanos y Gilipo, viendo la osadía de los atenienses, que habían ido a
acometer su fuerte de noche, salieron de sus estancias donde estaban de guardia
y cargaron sobre ellos, mas al principio fueron rechazados.
Quisieron
después los atenienses marchar adelante y sin orden, como gente que ya tenía
alcanzada la victoria, y también porque sospechaban que si no se apresuraban a
ejecutar su empresa y a derrocar los muros y parapetos, los enemigos tendrían
tiempo para volverse a juntar. Tra-bajaban, pues, lo más que podían en romper y
derrocar los muros, mas antes de rechazar a todos los enemigos resistiéronles
primeramente los tebanos que sostuvieron su ímpetu, y después los otros, de tal
manera que fueron dispersados y puestos en huida, en cuya derrota hubo gran
desorden y pérdida, y muchos males y dificultades que no se podían ver por ser
de noche, porque aun de las cosas que se hacen de día no se puede tener
certidumbre de la verdad por los que en la pelea se hallan, que apenas puede
contar cada uno lo que se ha hecho donde él está o cerca de él, por lo cual,
querer saber detalladamente todo lo que sucede en un encuentro de noche entre
dos grandes ejércitos es cosa imposible, y aunque había luna clara aquella
noche, empero la claridad ni era tan grande que se pudiese bien conocer uno a
otro aunque se viesen las personas, ni juzgar cuál era amigo o enemigo, cuanto
más reuniéndose gran número en poco trecho, así de una parte como de la otra.
Rechazados
los atenienses por una parte y separados de los otros que seguían su primera
victoria, unos subían sobre los fuertes y reparos de los siracusanos, y otros
iban en socorro de los suyos sin saber dónde habían de ir, porque estando los
primeros de huida y siendo el ruido grande, no podían entenderse unos a otros
ni comprender lo que habían de hacer.
Los
siracusanos, por la parte que iban victoriosos, daban grandes voces, mandando
los capitanes lo que habían de hacer, porque de otro modo no se podían entender
a causa de la oscuridad de la noche, y asimismo, cuando lanzaban a los enemigos
que encontraban, prorrumpían en muchos y grandes gritos.
De
la otra parte los atenienses buscaban a los suyos, y porque iban de huida
sospechaban que todos los que encontraban eran enemigos, no teniendo otro
remedio para reconocerse sino el apellido, de manera que preguntándose unos a
otros hacían mucho ruido, produciendo gran perturbación y dándose a conocer con
sus voces a los enemigos, los cuales, porque alcanzaban la victoria y no
estaban turbados como los atenienses, se conocían mejor.
Además,
si algunos de los siracusanos se hallaban en poco número entre muchos
atenienses, nombraban los apellidos de éstos y por tal medio se escapaban, lo
cual no podían hacer los atenienses, porque sus enemigos no respondían al
apellido, y donde quiera que se hallaban más flacos de fuerza eran muertos o
perdidos.
Había
también otra cosa que les turbaba en gran manera, y era el son de las bocinas y
las canciones que cantaban para dar la señal, porque así los enemigos como los que
estaban de parte de los atenienses, es decir, los argivos y corcirenses y todos
los otros dorios, tocaban y cantaban de una misma manera, por lo cual todas
cuantas veces esto se hacía, los atenienses no sabían de qué parte venía el son
ni a qué propósito.
Tan
grande llegó a ser el desorden, que cuando se encontraban unos a otros se
herían amigos con amigos, y ciudadanos con ciudadanos antes que se pudiesen conocer,
y los que iban huyendo no sabían qué camino tomar, ocurriendo que muchos se
despeñaron de sitios altos, donde morían a manos de los enemigos, a causa de
que el lugar de Epípolas está muy alto y tiene pocos senderos y caminos, y
éstos muy estrechos, de manera que era cosa muy difícil seguirlos, mayormente
yendo de huida, aunque algunos de ellos se escapaban y salían a lo llano, y
éstos eran los que habían estado al principio del cerco, porque conocían la
localidad y así se salvaban y volvían a su campo; pero los recién venidos que,
en su mayor número, no sabían los caminos, salieron errantes, y viéndoles u
oyéndoles por el campo la gente de a caballo de los enemigos, fueron todos
muertos.
Al
día siguiente, los siracusanos levantaron dos trofeos en señal de victoria, uno
a la entrada de Epípolas y otro en el lugar donde los tebanos habían hecho la
primera resistencia, y los atenienses, otorgándoles la victoria, les demandaron
los muertos para enterrarlos, que fueron muchos. Pero se hallaron más número de
arneses que de cuerpos muertos, porque aquellos que huían de noche por las
rocas y peñas, siendo forzados a saltar de lo alto a lo bajo, en muchas partes arrojaban
las armas para poder huir más fácilmente, y de esta manera se salvaron muchos.
IX
Esta
victoria no esperada hizo cobrar ánimo y osadía a los siracusanos como antes,
por lo cual, entendiendo que los de Acragante estaban entre sí discordes,
enviaron a Sicano con quince galeras para intentar atraerles a su amistad y
alianza.
Por
otra parte, Gilipo fue por tierra a las ciudades de Sicilia para demandarles
socorro de gente, con esperanza de que con éste y por la victoria que habían
alcanzado los siracusanos en Epípolas, tomarían por fuerza los muros de los
atenienses.
Entretanto,
los capitanes del ejército ateniense estaban con mucho cuidado, considerando la
derrota pasada y las dificultades que había en su campo y en la armada, uno y
otra con tantas necesidades que todos en general estaban cansados y trabajados
de aquel cerco, mayormente a causa de que en el campamento había muchas
enfermedades, por dos razones: una la estación del año, que por entonces era la
más sujeta a enfermedad, y otra por el lugar donde tenían asentado el
campamento, en sitios pantanosos y bajos, muy incómodos para estar allí de
asiento.
Por estas causas, Demóstenes era de opinión que no
debiesen esperar más allí, y pues le había resultado mal la empresa de
Epípolas, le parecía mejor consejo partir que quedar, porque la mar estaba a la
sazón buena de pasar, y con los demás barcos que habían traído consigo, eran más
fuertes en mar que los enemigos.
Por
otra parte, le parecía cosa más conveniente y necesaria ir a pelear en su
propia tierra, donde los enemigos se habían hecho fuertes y habían formado una
plaza, que no estar allí gastando tiempo y dinero sobre una villa en tierras
lejanas, sin esperanza de tomarla. Este era el parecer de Demóstenes.
Nicias,
aunque tenía conocidas todas estas dificultades, no lo quería confesar
públicamente en presencia de todos, ni acordar que levantasen el cerco,
temiendo que esto llegara a noticia de los enemigos. Además tenía alguna
esperanza, porque sabía mejor la situación en que estaban las cosas de la
ciudad que ninguno de sus compañeros, y consideraba que el largo cerco
resultaba en más daño de los siracusanos y más ventaja suya, porque los
enemigos gastarían sus haberes con la gran armada que tenían sobre la mar.
También
Nicias tenía sus inteligencias con algunos de la ciudad, que le avistaban en
secreto no levantase el cerco.
Por
todas estas causas entretenía la cosa, y era contrario al parecer de todos
aquellos que querían levantar el sitio, esperando lo que pudiera ocurrir, y
decía públicamente que no se había de levantar el cerco ni lo consentiría por
su parte, y que sabía de cierto que si esto hacían sin licencia del Senado de
Atenas, se lo tomarían a mal. Añadía, que los que hubiesen de juzgar en Atenas
si lo habían hecho bien o mal, no serían del número de los que estaban en el
campamento y visto los trabajos y necesidades del ejército, sino otros
extraños, que no darían fe ni crédito a lo que dijesen los soldados, sino antes
a los que les acusasen y les hiciesen cargos con hábiles argumentos, mayormente
teniendo en cuenta que los más de los soldados que allí se hallaban y eran de
opinión de partir, cuando se viesen en Atenas lo negarían, es decir, que
asegurarían no haber sido de tal parecer, sino que los capitanes se dejaron
corromper por dinero. Por tanto, aseguraba que el que conociese la naturaleza y
condiciones de los atenienses no querría exponerse al seguro peligro de ser
condenado por vil y cobarde, y tendría por mejor sufrir cualquier trabajo y
pelear contra los enemigos si fuese menester.
A
estas razones añadía la de que los enemigos estaban en mucho peor estado que
ellos, porque hacían considerables gastos pagando hombres mercenarios, cogidos
a sueldo, y también manteniendo tan numerosa armada, la cual habían ya
entretenido por un año entero para guardar las villas y tierras de sus aliados.
Además sufrían grandísima escasez de vituallas y de todas las otras cosas
necesarias, de tal manera que les sería casi imposible sostener por más tiempo
aquel gasto.
Aseguraba
saber por verdad que habían ya gastado más de dos mil talentos, y estaban
adeudados en muchos más, y si cesaban de pagar a los soldados mercenarios
perderían su crédito, porque la mayor parte de sus fuerzas constaba de estos
soldados y extranjeros, antes que de los suyos propios y naturales, lo cual era
muy al revés en los atenienses. En estas razones se fundaba para opinar que
debían continuar el cerco y no partir de allí, como si ellos tuviesen más
necesidad de dinero que los enemigos, estando, por el contrario, mejor provistos
que ellos.
Tal
fue la opinión de Nicias, teniendo por muy cierta y sabida la necesidad en que
estaban los enemigos, principalmente de dinero, y también fundó su parecer en lo que le enviaban a decir aquellos
con quienes tenía inteligencias secretas en la ciudad, a saber: que de ninguna
manera debiera partir, confiando en la armada que tenía por entonces, mucho más
poderosa que cuando fue vencido antes que le llegase el socorro.
Demóstenes
perseveraba en su opinión, que era levantar el cerco y partir para Grecia, y si
fuese menester no partir de allí sin licencia de los atenienses, debían retirarse
a Tapso o a Catania, desde cuyos lugares podrían recorrer y robar la tierra de
los enemigos, y de esta manera mantenerse y ser señores de la mar para poder ir
y venir y pelear a su salvo cuando fuese menester, y no estar allí encerrados
así por mar como por tierra. En conclusión, no le parecía en manera alguna que
debiesen estar más allí, sino partir inmediatamente sin esperar más.
Eurimedonte
era de su mismo parecer; mas por la contradicción de Nicias la cosa se
dilataba, tanto más, porque pensaban que Nicias, por tener más conocimiento de
las cosas que otro ninguno, no se decidía a esto sin gran razón, y por tales
causas la armada se quedó allí por entonces.
Gilipo
y Sicano volvieron a Siracusa, Sicano sin poder acabar cosa alguna con los de
Acragante, por causa de que aun estando él en la villa de Gela, los que seguían
el partido de los siracusanos habían sido lanzados por lo del bando contrario.
Mas Gilipo, de su viaje por las ciudades de Sicilia, trajo consigo gran número
de gente de guerra de aquella tierra, y con ellos los soldados que los
peloponenses habían enviado desde el comienzo de la primavera en las naves de
carga y que habían desembarcado en Selinunte, viniendo de las partes de Libia,
donde habían aportado en aquel viaje al partir de Grecia. Ayudados y socorridos
por los de Cirene con dos galeras y marineros, fueron en socorro de los
evasperitas contra los libios, que les hacían guerra, y después de vencer a los
libios desembarcaron en Cartago, desde donde hay muy corto trecho hasta Sicilia,
de tal manera que en dos días y una noche habían venido desde allí a Selinunte.
Llegado
allí aquel socorro, los siracusanos se apercibieron para acometer de nuevo a
los enemigos, así por mar como por tierra.
Por otra parte los atenienses, viendo el socorro que
habían recibido los de la ciudad, y que sus cosas iban empeorando de día en día
por las enfermedades que aumentaban en el campo, estaban muy arrepentidos de no
haber antes levantado el cerco.
También
Nicias no lo contradecía tanto como al principio, sino solamente decía que se
debía tener la cosa secreta. Por su parecer se dio orden reservada por todo el
campo para que se apercibiesen y estuviesen a punto de levantar el campamento
al oír la señal de la trompeta. Pero mientras se disponía la partida ocurrió un
eclipse de luna estando llena, lo cual muchos de los atenienses tuvieron por
mal agüero, y aconsejaron por esto no partir, principalmente Nicias, que daba
gran crédito a semejantes agüeros y cosas, y decía que de ninguna manera debían
marcharse hasta pasados tres novenarios,[3]
porque tal era el consejo y parecer de los astrólogos y adivinos, y por este
motivo continuaron en aquel sitio.
X
Habiendo
los siracusanos sabido el consejo y deliberación de los atenienses, y que querían
levantar el cerco, estaban más animosos y dispuestos a combatirles, porque si
deseaban emprender la retirada ocultamente, bien daban a entender que se
sentían más flacos de fuerzas por mar y por tierra.
No
querían además dar lugar a que, partidos de allí, fuesen a parar a algún lugar
de Sicilia de donde les pudiesen hacer más daño que no donde estaban. Por esta
causa determinaron obligarles a pelear por mar tan pronto como viesen que les
podía ser ventajoso, mandaron embarcar toda su gente y estuvieron quietos por
algunos días.
Cuando
llegó el tiempo que les pareció oportuno, enviaron primero una parte de la
gente de guerra hacia los fuertes y muros de los atenienses, contra los cuales
salieron al encuentro por varios portillos algunos atenienses de a pie y de a
caballo, aunque eran pocos en número, por lo cual fácilmente les rechazaron y
cogieron algunos hombres de a pie y cerca de setenta de a caballo atenienses,
como también algunos de los aliados, y hecho esto se retiraron los siracusanos.
Al
día siguiente acudieron a dar sobre ellos por mar con setenta y siete naves, y
por tierra atacaron también los muros y fuertes. Los atenienses salieron al mar
con ochenta y seis barcos puestos en orden de batalla, cuya extrema derecha
tenía Eurimedonte, el cual, empeñado el combate, procuró cercar las naves de
los enemigos y para esto se extendió hacia tierra, con lo cual los siracusanos
tuvieron más espacio para embestir a las otras naves atenienses, que quedaron
en medio desamparadas de la ayuda y socorro de Eurimedonte, y les dieron caza y
pusieron en huída. Después se revolvieron sobre la nave de Eurimedonte, que
estaba encerrada en lo más hondo del seno del puerto, y la echaron a fondo con
el mismo Eurimedonte y todos los otros que estaban dentro. Hecho esto dieron
caza a las otras naves y las siguieron hasta tierra.
Viendo
esto Gilipo y que los barcos de los enemigos habían ya pasado la empalizada que
tenían hecha en el mar, y también el lugar donde él tenía su ejército a la orilla
de la mar para batir a los que bajasen a tierra, y para que los siracusanos
pudiesen más a su salvo detener las naves de los atenienses, y observando que
los suyos tenían ganada la parte de tierra fue con algunas de sus tropas a la
boca del puerto para ayudar a los siracusanos, mas los tirrenos, que por acaso
les cupo la guarda de aquella estancia por los atenienses, les salieron al encuentro,
y al principio los rechazaron y pusieron en huida y les dieron caza hasta el
lago llamado Lisimelia, mas poco después acudió una banda de los siracusanos y
de sus aliados para socorrerles.
Por
la otra parte, los atenienses salieron de su campamento muy apresurados, así
para ayudar a los suyos como para salvar sus naves, y allí hubo un gran
combate, en el cual finalmente los atenienses alcanzaron la victoria, mataron
gran número de los contrarios y salvaron muchos de sus barcos, aunque todavía
quedaron diez y ocho en poder de los enemigos, y los que estaban dentro de
ellos todos muertos.
Queriendo
los siracusanos quemar las naves que quedaban de los enemigos, llenaron un
barco viejo de leña seca y otros materiales y lo lanzaron contra las naves
contrarias, teniendo el viento próspero que lo llevaba hacia aquella parte.
Pero los atenienses se apresuraron tanto en apagar el fuego y rechazar el barco
que escaparon de aquel peligro.
De
esta batalla naval, una parte y otra levantaron trofeo en señal de victoria;
los siracusanos por la presa que habían hecho de las naves y también por la
gente que habían cogido y muerto al principio delante de los muros y parapetos
de los atenienses, y los atenienses, porque los tirrenos habían rechazado la
gente de infantería hasta el lago y tras ellos los otros aliados de los
atenienses habían desecho una banda de los siracusanos cuando los llevaban de
vencida por el mar.
Viendo
los atenienses que los siracusanos, amedrentados al principio por el socorro
que había traído Demóstenes, consiguieron después una tan gran victoria contra
ellos, cobraron miedo y espanto y perdieron corazón, porque les sucedió muy al
contrario de lo que pensaban, siendo vencidos en mar por menos número de barcos
que ellos tenían, y estaban muy tristes y arrepentidos los más de aquel
ejército de haber emprendido la guerra contra Siracusa, que se gobernaba por
los mismos estatutos y de la misma suerte y manera que la de Atenas, y cuyos
habitantes eran muy poderosos así de barcos de guerra como de gente de a pie y
de a caballo, y también porque perdían la esperanza de tener alguna
inteligencia con los de dentro para tramar nuevos tratos por odio que tuviesen
a los que tenían mando y gobierno, ni menos de poderlos vencer fácilmente por
estar tan bien provistos de todos los aprestos de guerra como ellos.
Por
esta razón estaban no solamente tristes y pensativos, pero también muy
cuidadosos sobre el resultado de la guerra. Y habían perdido más ánimo, porque
se veían vencidos en donde menos esperaban, es decir, en el mar.
Los
siracusanos por su parte, inmediatamente después de aquella victoria,
trabajaron por cercar la estancia de las naves de los atenienses y cerrarles la
entrada, de suerte que no pudiesen salir en adelante sin ser vistos, porque
ellos no se esforzaban tanto por salvarse, cuanto por procurar que los enemigos
no se salvaran, considerando, como era la verdad, que por entonces les llevaban
gran ventaja, y que si les podían vencer, así por mar como por tierra,
adquirirían gran fama y renombre en toda Grecia, lo cual no sólo les libraba de
la servidumbre de los atenienses, sino también del temor de caer en ella en
adelante, porque habiendo recibido tan ruda lección los atenienses en Sicilia,
no serían en adelante tan poderosos para sostener la guerra contra los peloponenses,
y siendo los siracusanos principio y causa de esto, admiraríanles grandemente
todos los presentes y por venir.
Y
no tan sólo por esta razón les parecía cosa loable y conveniente hacer todo su
deber para el fin arriba dicho, sino también porque, realizando esto, no
vencían únicamente a los atenienses, sino también a otros muchos aliados suyos,
siendo la victoria contra ellos y contra todos los demás que habían ido en su
ayuda.
Servían
además de testigos a su triunfo los que habían ido en su auxilio como caudillos
de los lacedemonios y corintios, viendo que, aun estando la ciudad en tanto
aprieto mostraba tan gran poder por mar, porque fueron muchas las naciones que
acudieron a esta ciudad, unas para acometerla y otras para defenderla, unos
para participar de los robos y despojos no sólo de aquella ciudad sino también
de toda la isla de Sicilia, y otros por guardar y conservar sus bienes y
hacienda. Todos los que se entremetieron de una parte y de otra, no lo hicieron
por razón o afición o por parentesco que tenían unos con otros, sino por alguna
vanidad o por el provecho y necesidad de cada cual. Y para saber por entero
quiénes fueron los que intervinieron en esta guerra de una parte y de otra lo
diremos seguidamente.
XI
Los
atenienses, de origen jonio, habiendo emprendido la guerra contra los
siracusanos, que son dorios, tuvieron en su ayuda a los que son de su misma
lengua y viven y se rigen conforme a unas mismas leyes, a saber: los lemnios y
los eginetas, es decir, los que al presente habitan la ciudad de Egina, los de
Hestica en Eubea y muchos otros aliados suyos, unos libres y otros tributarios,
y de los súbditos y tributarios de tierra de Eubea.
Vinieron
a esta guerra los eritreos, los calcideos, los estireos y los caristios. De los
isleños los habitantes de Ceos, Andros y de Tenos; y de tierra de Jonia, los de
Mileto, Samos y Quío, entre los cuales estos últimos no estaban sujetos a
tributo de dinero ni a otra carga, sino solamente a abastecer naves.
Eran
casi todos éstos jonios y del bando de los atenienses, excepto los caristios,
que son nombrados entre los dríopes; pero que por ser súbditos de los
atenienses habían sido obligados a acudir a esta guerra contra los dorios.
Fueron también los eolios, entre los cuales los metimnenses no eran
tributarios, sino solamente obligados a dar barcos. Los tenedios y los enios
eran tributarios; siendo eolios como los beocios y fundados y poblados por
ellos, a pesar de lo cual fueron no menos obligados en esta guerra a ir contra
ellos y contra los siracusanos.
No
hubo otros de los beocios, excepto los platenses, por la enemistad capital que
tenían con ellos, a causa de las injurias que les habían hecho.
También
fueron los rodios y los citerenses, que los unos y los otros son dorios de
nación, aunque los citerenses fueron poblados por los lacedemonios y sin
perjuicio de ello, dieron ayuda a los atenienses contra los lacedemonios que
estaban con Gilipo. De igual manera los rodios, que eran dorios de nación, como
descendientes de los argivos, fueron contra los siracusanos, aunque fuesen
dorios, y contra los de Gela, aunque eran poblados por ellos, por ser estos del
partido de los siracusanos aunque unos y otros lo hacían por fuerza.
De
las islas que están en torno del Peloponeso, los de la parte de Cefalonia y de
Zacinto, los cuales aunque eran libres, por ser isleños, se vieron obligados a
seguir a lo atenienses.
Aunque
los corcirenses eran no sólo dorios de nación, sino también corintios, pelearon
contra los siracusanos de su nación y dorios como ellos, y contra los corintios,
sus pobladores, así por la obligación que tenían con los atenienses como por
odio a los corintios.
También
acudieron los de Naupacto y los de Pilos, que se nombraban mesenios, porque
estos lugares entonces los poseían los atenienses. Y los desterrados de Mégara,
aunque eran pocos en número, por ser enemigos de los otros megarenses que eran
del bando de los selinuntios a causa del destierro.
Todos
los otros que intervinieron en esta guerra con los atenienses, excepto los
arriba nombrados, fueron antes de buen grado que obligados por fuerza, porque
los argivos no lo hicieron tanto por razón de la alianza, que no se extendía a
esto, cuanto por la enemistad que tenían con los lacedemonios.
Lo
mismo ocurrió a los otros dorios que fueron a la guerra con los atenienses
contra los siracusanos, que también son dorios de nación, haciéndolo antes por
interés particular y provecho de presente que por razón alguna.
En
cuanto a los otros que eran jonios, lo hacían por la enemistad antigua que
tenían contra los dorios, como los mantineos y los arcadios, que fueron por
sueldo, aunque los de Arcadia, que eran aliados de los corintios, tenían a los
que estaban con los atenienses por enemigos, y asimismo los de Creta y los de
Etolia, de los cuales había en ambas partes que servían por sueldo, de tal
manera que los cretenses, que habían fundado la ciudad de Gela con los rodios,
no fueron esta vez a favor de los de Gela, sino que, tomados a sueldo por sus
enemigos, pelearon contra ellos.
Algunos
de los acarnanios, así con esperanza de la ganancia como por la amistad que
tenían con Demóstenes, y por afición a los atenienses recibieron sueldo de ellos.
Y éstos son los que siguieron el partido de los atenienses en aquella guerra y
los que moran y estaban dentro de la tierra de Grecia hasta el golfo Jónico.
De
los italianos acudieron los turios y los metapontios, los cuales vinieron a
tanta necesidad por sus disensiones y discordias, que iban a ganar sueldo en
aquella guerra, o en otra parte que se los diesen.
De
los sicilianos había los habitantes de Naxos y de Catania, y de los bárbaros
los egestenses, que fueron cau-sa de la guerra y otros muchos que moraban en
Sicilia y de los que habitaban fuera de Sicilia, algunos de los tirrenos por
ser enemigos de los siracusanos y asimismo los yapigos, que eran mercenarios.
Todos
estos pueblos, ciudades y naciones fueron con los atenienses en aquella guerra
contra los siracusanos.
De
la parte contraria, en ayuda de los siracusanos fueron primeramente los
camarinos, que eran sus vecinos más cercanos, y los de Gela que están detrás de
la tierra de éstos. Los acragantinos que habitan allí cerca no seguían un
partido ni otro, sino que permanecían quietos a la mira. Tras de éstos vinieron
los iuntios, y todos los que moran en aquella parte de Sicilia que está frente
a Libia.
De los que estaban a la parte del mar Tirreno vinieron los
himerenses, los cuales en aquella parte son los únicos de nación griega, por lo
cual no fueron otros de éstos en ayuda de los siracusanos.
De
toda la isla acudieron los dorios que vivían en libertad, y de los bárbaros
todos aquellos que no habían tomado el partido de los atenienses.
En
cuanto a los griegos que estaban fuera de la isla, los lacedemonios enviaron un
capitán natural de su ciudad con una compañía de esclavos ilotas, que son los
que de esclavos llegan a ser libres. Los corintios les enviaron naves y gente
de guerra, lo que no hicieron ningunos de los otros.
Los
leucadios y los ambraciotas, aunque eran sus aliados y parientes, sólo les
enviaron gente.
De
los de Arcadia fueron solamente aquellos que los corintios habían tomado a
sueldo, y los sicionios obligados a ir por fuerza. De los que habitan fuera del
Peloponeso acudieron los beocios.
Además
de todas estas naciones extranjeras que acudieron en socorro, las ciudades de
Sicilia enviaron gran número de gente de todas clases y gran cantidad de naves,
armas, caballos y vituallas.
Pero
los siracusanos abastecieron de más gente y de las demás cosas necesarias para
la guerra que todos los otros juntos, así por lo grande y rica que era su
ciudad, como por el daño y peligro en que estaban.
Tal
fue el socorro y ayuda de una parte y de otra que intervino en la batalla de
que arriba hemos hablado, porque después no fueron ningunos otros de parte
alguna.
Estando
los siracusanos y sus aliados muy ufanos y gozosos por la victoria pasada que
habían alcanzado en la mar, parecióles que adquirían gran honra si pudiesen
vencer todo aquel ejército de los atenienses que era muy grande, y procurar que
no se pudiesen salvar por mar ni por tierra, y con este propósito cerraron la
boca del gran puerto, que tenía cerca de ocho estadios de entrada, con barcos
de guerra y mercantes, y toda otra clase de naves puestos en orden, afirmados
con sus áncoras echadas, los abastecieron de todas las cosas necesarias y se
apercibieron para combatir, en caso de que los atenienses quisiesen pelear por
mar sin dejar de proveer cosa alguna por pequeña que fuese.
XII
Viéndose
los atenienses cercados por los siracusanos y conociendo los designios de los
enemigos, pensaron que era menester consejo, y para ello se reunieron los capitanes,
jefes y patrones de naves con el fin de proveer sobre ellos y sobre lo relativo
a víveres de que por entonces tenían gran falta, porque habiendo determinado
partir, ordenaron a los de Catania que no les enviasen más y con esto perdieron
la esperanza de poderlos tener de otra parte si no era deshaciendo y
dispersando la armada de los enemigos.
Por
esta causa decidieron desamparar del todo el primer muro y fuerte que habían
hecho en lo más alto hacia la ciudad y retirarse lo más cerca que pudiesen del
puerto, encerrándose allí y fortificándose lo mejor que pudieran, con tal de
tener espacio bastante para recoger sus bagajes y los enfermos, y abastecer el
lugar de gente para guardarse, embarcando todos los otros soldados que tenían
dentro de sus barcos buenos y malos, y todo su bagaje con intención de combatir
por mar con presteza; si por ventura alcanzaban la victoria, partir
derechamente a Catania, y si por el contrario fuesen vencidos en combate naval,
quemar todas sus naves y caminar por tierra al lugar más cercano de amigos que
pudiesen hallar, ora fuese de griegos o de bárbaros.
Estas
cosas, como fueron pensadas fueron puestas por obra, porque inmediatamente
abandonaron el primer muro que estaba cerca de la ciudad, se dirigieron hacia
el puerto y mandaron embarcar toda su gente sin distinción de edad ni si era a
propósito para combatir, reuniendo todo cerca de los buques, dentro de los
cuales metieron muchos ballesteros y flecheros de los acarnanios y de los otros
extranjeros, además de la otra gente de pelea.
Después
de hecho todo esto, Nicias, viendo a su gente de guerra descorazonada por haber
sido vencidos por mar contra su opinión, y
muy al contrario de lo que pensaban, y que por carecer de provisiones
veíanse forzados a aventurar una batalla contra lo que hasta entonces había
sucedido, mandó reunirlos y pronunció la siguiente arenga:
«Varones
atenienses, y vosotros nuestros aliados y confederados que con nosotros aquí
estáis, esta batalla que nos conviene dar al presente es necesaria a todos nosotros
porque cada cual trabaja aquí por su salvación y la de su patria, como también
lo hacen nuestros enemigos, y si logramos la victoria en este combate naval,
como esperamos, podremos volver seguros cada cual a su tierra. Por tanto,
debéis entrar en ella con valor y osadía, no desmayar ni perder ánimo, ni hacer
como aquellos que no tienen experiencia alguna en la guerra, los cuales, vencidos
una vez en una batalla, en adelante no tienen esperanza ninguna de vencer,
antes piensan que siempre les ha de suceder el mismo mal.
»Mas
los atenienses, que aquí os halláis, gente curtida y experimentada en lances de
guerra, y vosotros también nuestros aliados y confederados, debéis considerar
que los fines y acontecimientos de las guerras son inciertas, y que la fortuna
es dudosa, pudiendo ser ahora favorable a nosotros como antes lo fue a ellos.
»Con
esta confianza, y esperanzados en el esfuerzo y valor de tanta gente, como aquí
veis de nuestra parte, preparaos para vengaros de los enemigos y del mal que
nos hicieron en la batalla pasada.
»En
lo que toca a nosotros, los que somos vuestros caudillos y capitanes, estad
ciertos de que no dejaremos de hacer cosa alguna de las que viéremos ser
convenientes y necesarias para este hecho, antes teniendo en cuenta la
condición del puerto que es estrecho, lo cual produjo nuestro desorden y
derrota, y también a los castillos y cubiertas de las naves de los enemigos con
los que la vez pasada nos hicieron mucho daño, hemos provisto contra todos
estos inconvenientes de acuerdo con los patrones y maestros de nuestras naves,
según la oportunidad del tiempo y la necesidad presente lo requiere, lo más y mejor
que nos ha sido posible, poniendo dentro de los barcos muchos tiradores y
ballesteros en mayor número que antes.
»Si
hubiéramos de pelear en alta mar para guardar la disciplina militar y orden
marítimo, es muy perjudicial cargar mucho las naves de gente, pero ahora nos
será provechoso en la primera batalla, porque combatiremos desde nuestras naves
como si estuviéramos en tierra.
»Además
hemos pensado otras cosas que serán menester para nuestros barcos, y hallamos
unos garfios y manos de hierro para asir de los maderos gruesos que están en
las proas de nuestros enemigos con las que la vez pasada nos hicieron todo el
daño, para que cuando vengan a embestir contra nosotros, si una vez estuvieren
asidos no se puedan retirar a su salvo, puesto que hemos llegado a tal extremo
que nos convendrá pelear desde nuestras naves como si estuviésemos en tierra
firme.
»Es,
pues, necesario que no nos desviemos de las naves de nuestros enemigos cuando
nos viéremos juntos, ni les dejemos apartarse de las nuestras.
»Considerando
que toda la tierra que nos rodea es enemiga, excepto aquella pequeña parte que
está junto al puerto donde tenemos nuestra infantería, y teniendo en la memoria
todas estas cosas, debéis combatir hasta más no poder sin dejaros lanzar a
tierra, sino que cualquiera nave que aferrare con otra, no se aparte de ella
sin que primeramente haya muerto o vencido a los enemigos, y para este hecho os
amonesto a todos, no solamente a los que son marineros, sino también a la gente
de guerra, aunque esta obra sea más de gente de mar que de ejército de tierra,
que esta vez os conviene vencer como en batalla campal, como otras veces habéis
vencido.
»Cuanto
a vosotros, marineros, os ruego y requiero que no desmayéis por la pérdida que
hubisteis en la batalla pasada, viendo que al presente tenéis mejor aparejo de
guerra en vuestras naves que teníais entonces, y mayor número de barcos, sino
que vayáis osadamente al combate y procuréis conservar la honra antes ganada, y
aquellos de entre vosotros que sois considerados como atenienses, porque usáis
la lengua y porque tenéis la misma manera de vivir, aunque no lo seáis de
nación, y por este medio habéis sido famosos y nombrados en toda Grecia, y
participantes de nuestro imperio y señorío por vuestro interés, a saber, por
tener obedientes a vuestros súbditos y estar en seguridad respecto de vuestros
vecinos y comarcanos, no desamparéis esta vez a vuestros amigos y compañeros,
con los cuales solamente tenéis participación y amistad verdadera, y
menospreciando los que muchas veces habéis vencido, a saber, los corintios y
sicilianos, pues ni unos ni otros tuvieron jamás ánimo ni osadía para resistirnos
ni afrontar con nosotros mientras nuestra armada estuvo en su fuerza y vigor,
mostradles que vuestra osadía y práctica en las cosas de mar es mayor en
vuestras personas, aunque estéis enfermos y desdichados, que no en las fuerzas
y venturas de otros.
»No
cesaré de recordar a los que de vosotros sois atenienses, que miréis y penséis
bien que no habéis dejado en nuestros puertos otros buques tan buenos como los
que aquí están, ni otra gente de guerra en tierra, sino algunos pocos soldados
que hemos puesto en guarda del bagaje. Si no consiguiéramos la victoria, nuestros
enemigos irán contra ellos y no serán éstos poderosos para resistir a los que
desembarquen de las naves de los enemigos, ni a los que vendrán por parte de
tierra.
»Si
esto acontece, vosotros quedaréis en poder de los siracusanos, contra los
cuales sabéis muy bien la intención con que vinisteis, y los otros en poder de
los lacedemonios.
»Habiendo
llegado a tal extremo, os conviene escoger de dos cosa una: o vencer en la
batalla o sufrir tamaña desventura; yo os ruego y amonesto, que si en tiempo
pasado habéis mostrado vuestra virtud y osadía, os esforcéis en mostrarla al
presente en esta afrenta, y acordaos todos juntos, y cada cual por lo que a él
toca, que en este solo trance se aventura toda nuestra armada, todos los
barcos, toda la fuerza de gente, y en efecto, toda la ciudad, todo el señorío,
y toda la honra y gloria de los atenienses. Para salvar todo esto, si hay
alguno de vosotros que exceda y sobrepuje a otro en fuerzas, industria, experiencia
u osadía, jamás tendrá ocasión de poderlo mejor mostrar que en esta jornada, ni
para más necesidad suya y de nosotros.»
Habiendo
acabado Nicias su arenga, mandó embarcar a todos los suyos en las naves, lo
cual pudieron muy bien entender Gilipo y los siracusanos, porque los veían apresurarse
para el combate, y también fueron avisados de las manos de hierro que metían en
sus barcos, proveyendo remedios contra esto y contra los otros ingenios de los enemigos y mandando cubrir
las proas y las cubiertas de sus naves con cuero a fin de que las manos y garabatos
no pudiesen asir, sino que se colasen y deslizasen por encima del cuero.
Puestas
en orden todas sus cosas, Gilipo y los otros capitanes arengaron a su gente de
guerra con estas razones:
«Varones
siracusanos, y vosotros nuestros amigos y confederados, a mi parecer todos o
los más de vosotros debéis saber que si hasta ahora lo habéis hecho bien, de
aquí en adelante lo habéis de hacer mucho mejor en la jornada que esperamos,
pues con otro intento no hubierais emprendido tan animosamente esta empresa, y
si por ventura hay alguno de vosotros que no lo sepa, será menester que se lo
declaremos.
»Primeramente,
los atenienses vinieron a esta tierra con intención de sojuzgar a Sicilia, si
podían, y después al Peloponeso, y por consiguiente todo lo restante de Grecia;
los cuales, aunque tuviesen tan gran señorío como tienen, y fuesen los más
poderosos de todos los otros griegos que hasta ahora han sido o serán en
adelante, los habéis vencido muchas veces en el mar, donde eran señores hasta
ahora.
»Jamás
ningunos otros pudieron hacer esto, y es de creer que los venceréis en
adelante, porque derrotados algunas veces en el mar, donde a su parecer
pensaban exceder y sobrepujar a los otros, pierden gran parte de su orgullo, y
en adelante sus pensamientos y esperanzas son mucho menores para consigo
mismos, que lo eran antes, cuando se consideraban invencibles sobre el agua. Y
viéndose engañados en esta ambición, pierden el ánimo y aliento que antes
tenían.
»Verosímil
es que esto suceda ahora a los atenienses. Y por el contrario, vosotros que
habéis tenido osadía para resistirles por mar, aunque no teníais tanta práctica
y experiencia de las cosas de ella, llegáis ahora a ser más firmes y valientes
por la buena fama y opinión que habéis concebido de vuestro esfuerzo y
valentía, a causa de haber vencido a hombres muy bravos y esforzados; y con
razón debéis tener doblada la esperanza, que os aprovechará en gran manera,
porque los que van a acometer a sus contrarios con probabilidades de vencerlos,
van con más ánimo y osadía.
»Aunque
nuestros enemigos hayan querido imitarnos, por lo que han aprendido de nosotros
en el apresto de las naves, según vimos en la batalla pasada, no por eso debéis
temer cosa alguna, pues estamos más acostumbrados a la guerra de mar que ellos,
y por eso no nos sorprenderán con cualquier recurso a que acudan.
»Mientras
más número de gente pongan en las cubiertas de sus barcos se hallarán en más
aprieto, como sucede en un combate de tierra, porque los acarnanios y los otros
tiradores que traen consigo no podrán aprovechar sus dardos y azagayas estando
sentados; y la multitud de barcos que tienen les hará más daño que provecho,
porque se estorbarán unos a otros, lo cual sin duda les causará desorden.
»Por
eso, hace poco al caso que tengan más número de barcos que nosotros, y no
debéis temerles, porque mientras más fueren en número, tanta menos atención
podrán tener a lo que sus caudillos y capitanes les manden que hagan.
»Por
otra parte, los pertrechos y máquinas que tenemos preparados contra ellos, nos
podrán servir en gran manera.
»Aunque
creo que tenéis noticia del estado en que se encuentran sus cosas actualmente,
os lo quiero dar más a entender, porque sepáis que están casi desesperados, así
por los infortunios y desventuras que les han sucedido antes de ahora, como por
el gran apuro en que se ven al presente; de tal manera, que no confían tanto en
sus fuerzas y aprestos, cuanto en la temeridad de la fortuna, determinando
aventurarse a pasar por fuerza por medio de nuestra armada y escaparse por alta
mar, o si no lo consiguen, desembarcar y tomar su camino por tierra, como gente
desesperada que se ve en tal aprieto que por necesidad ha de escoger de dos
males el menor.
»Contra
esta gente aturdida y desesperada, que parece pelear ya a despecho de la
adversa fortuna, nos conviene combatir cuanto podamos como contra nuestros
mortales enemigos, determinando hacer dos cosas de una vez, a saber: asegurando
vuestro estado, vengaros de vuestros enemigos que han venido a conquistaros, hartando
nuestra ira y saña contra ellos, y además, lanzarlos de esta tierra, cosas
ambas que siempre dan placer y contento a los hombres.
»Que
sean nuestros mortales enemigos ninguno hay de vosotros que no lo sepa y
entienda, pues vinieron a nuestra tierra con ánimo determinado, si nos
vencieran, de ponernos en servidumbre y usar de todo rigor y crueldad contra
nosotros, maltratando a grandes y pequeños, deshonrando a las mujeres, violando
los templos y destruyendo toda la ciudad. Por tanto, no debemos tener ninguna
compasión de ellos, ni pensar que nos sea provechoso dejarlos partir salvos y
seguros sin exponernos a peligro alguno, porque lo mismo harían si alcanzaran
la victoria, partiendo sin nuestro peligro.
»Si
queremos cumplir nuestro deber, procuremos dar a éstos el castigo que merecen y
poner a toda Sicilia en mayor libertad que estaba antes, porque ninguna batalla
nos podrá ser más gloriosa que ésta, ni tendremos jamás tan buena ocasión para
pelear en condiciones tales que si fuéremos vencidos podremos sufrir poco daño,
y vencedores, ganar gran honra y provecho».
Cuando
Gilipo y los otros capitanes siracusanos aren-garon a los suyos, mandaron
embarcar a todos, sabiendo que los atenienses también habían ya embarcado los suyos.
Volvamos,
pues, a Nicias, que estaba como atónito al ver el peligro en que se encontraban
entonces, y conociendo los inconvenientes que suelen ocurrir en semejantes
batallas grandes y sangrientas, no tenía cosa por bien segura de su parte, ni
le parecía haber hecho recomendaciones bastantes a los suyos. Por eso mandó de nuevo
reunir a los capitanes y maestros, nombrando a cada cual por su nombre y
apellido y por los de sus padres, con mucho amor y caricia, según pensaba que a
cada cual halagaría más y rogándoles que no perdiesen su renombre y buena fama
en esta jornada, ni la honra que habían ganado su antepasados por su virtud y esfuerzo, trayéndoles
a la memoria la libertad de su patria, que era la más libre que pudiese haber,
sin que estuviesen sujetos a persona alguna, y otras muchas cosas que suelen
decir los que se ven en tal estado, no para demostrar que les quisiese contar
cosas antiguas, sino lo que le parecía ser útil y conveniente para la necesidad
presente. Recordóles sus mujeres e hijos, la honra de sus dioses y otras cosas
semejantes que acostumbran a decir gentes de valor.
Después
de que les hubo amonestado con las palabras que le parecían más necesarias, se
separó de ellos y llevó la infantería a la orilla del mar, disponiéndola en
orden lo mejor que pudo, por animar y dar aliento a los otros que estaban en las
naves.
Entonces
Demóstenes, Menandro y Eutidemo, que eran capitanes de la armada, navegaron con
sus barcos derechamente a la vuelta del puerto cerrado, que los enemigos tenían
ya tomado y ocupado, con intención de romper y desbaratar las naves de los enemigos
y salir a alta mar. Mas por su parte los siracusanos y sus confederados
vinieron con otras tantas naves, parte de ellas hacia la boca del puerto y
parte en torno para embestirles por los dos lados, dejando su infantería a la
orilla del mar para que les pudiesen dar socorro en cualquier lugar que sus
barcos abordasen.
Eran
capitanes de la armada de los siracusanos Sicano y Agatarco, los cuales iban en
dos alas, a saber: en la punta derecha y en la siniestra, y en medio iban Piten
y los corintios.
Cuando
los atenienses se acercaron a la boca del puerto, al primer ímpetu lanzaron las
naves de los contrarios, que estaban todas juntas para estorbarles la salida, y
trabajaron con todas sus fuerzas por romper las cadenas y maromas con que estaban
amarradas. Mas los siracusanos y sus aliados vinieron de todas partes a dar
sobre ellos, no tan solamente por la boca del puerto, sino también por dentro
de él, y así fue el combate muy cruel y peligroso, más que todos los otros
precedentes. De una parte y de otra se oían las voces y gritos de los capitanes
y maestros que mandaban a los marineros remar a toda furia, y cada cual por su
parte se esforzaba en mostrar su arte e industria.
También
la gente de guerra que estaba en los castillos de proa y cubiertas de las naves
procuraba cumplir su deber como los marineros, y guardar y defender el puesto
que les fuera señalado. Mas porque el combate era en lugar angosto y estrecho y
por ambas partes había poco menos de doscientos barcos que combatían dentro del
puerto o a la boca de él, no podían venir con gran ímpetu a embestir unos
contra los otros; ni había medio de retirarse o revolver, sino que se herían
unos a otros donde se encontraban, ora fuese acometiendo, ora huyendo.
Mientras
una nave iba contra otra, los que llevaba dentro de los castillos y cubiertas
tiraban a los otros gran multitud de dardos y flechas y piedras, mas cuando aferraban
y combatían mano a mano, procuraban los unos entrar en los barcos de los otros,
y por ser lugar estrecho acaecía que algunos acometían por un lado y eran acometidos
por otro lado, a las veces dos naves contra una, y en algunas por muchas en
torno de una.
Resultado
de esta confusión era que los patrones y maestros se turbaban, no sabiendo si
convenía defenderse antes que acometer, y si era menester hacer esto por el
lado derecho o por el siniestro, y algunas veces hacían una cosa por otra, por
lo cual la grita y vocerío era tan grande, que ponía gran espanto y temor a los
combatientes, y no se podían bien entender los unos a los otros, aunque los
maestros y cómitres de la una parte y de la otra amonestaban a los suyos, cada
cual haciendo su oficio y deber, según que el tiempo lo requería por la codicia
que cada cual tenía de vencer.
Los atenienses daban voces a los suyos que rompiesen las
cadenas y maromas de los navíos contrarios que les prohibían la salida del
puerto, y que si en algún tiempo habían tenido ánimo y corazón lo mostrasen al
presente, si querían tener cuidado de sus vidas y tornar salvos a su tierra.
Los siracusanos y sus aliados advertían a los suyos que
esta era la hora en que podrían mostrar su virtud y esfuerzo para impedir que
los enemigos se salvasen, y conservar y aumentar su honra y la gloria de su
patria y nación.
También los grandes de ambas partes, cuando veían algún
barco ir flojamente contra otro, o que los que iban dentro no hacían su deber,
llamaban a los capitanes por sus nombres y les denostaban, a saber, los
atenienses a los suyos, diciendo que si por ventura les parecía que la tierra
de Sicilia, que era la más enemiga que tenían en el mundo, les fuese más segura
que la mar que podían ganar en poco rato. Los siracusanos, por el contrario, decían
a los suyos, que si temían a aquellos que no combatían sino por defenderse, y
estaban resueltos a huir de cualquier manera que fuese.
Mientras
duraba la batalla naval, los que estaban en tierra a orilla de la mar sufrían
muy gran angustia y cuidado, los siracusanos viendo que pretendían de aquella
vez ganar mucha mayor honra que habían alcanzado antes, y los atenienses
temerosos de que les sucediera algo peor que a los que estaban sobre la mar,
porque todo su bagaje lo tenían dentro de las naves y estaban expuestos a
perderlo.
Mientras
la batalla fue dudosa y la victoria incierta, defendían diversas opiniones,
porque estaban tan cerca que podían ver claramente lo que se hacía, y cuando
veían que los suyos en alguna manera llevaban lo mejor alzaban las manos al
cielo y rogaban en alta voz a los dioses que quisieran otorgarles la victoria. Por
el contrario, los que veían a los suyos de vencida lloraban y daban gritos y
alaridos.
Cuando
el combate era dudoso, de manera que no se podía juzgar quién llevaba la peor
parte, hacían gestos con las manos y señales con los cuerpos, según el deseo
que tenían, como si aquello pudiera ayudar a los suyos, por el temor que tenían
de perder la batalla. Y en efecto, daban tales muestras de sus corazones como
si ellos mismos combatieran en persona, y tenían tan gran cuidado o más que los
que peleaban, porque muchas veces se veían en aquel combate que por pequeña
ocasión los unos se salvaban y otros eran vencidos y desbaratados.
El
ejército de los atenienses que estaba en tierra mientras que los suyos
combatían en mar, no tan solamente veía el combate, sino que por estar muy
cerca oían claramente las voces y clamores, así de los vencedores como de los
que era vencidos, y todas las otras cosas semejantes que se pueden ver y oír en
una cruda y áspera batalla de dos poderosos ejércitos. El mismo cuidado y
trabajo tenían los que estaban en las naves.
Finalmente,
después que el combate duró largo rato, los siracusanos y sus aliados pusieron
a los atenienses en huída, y cuando les vieron volver las espaldas, con grandes
voces y alaridos les dieron caza y persiguieron hasta tierra. Entonces, aquellos
de los atenienses que se pudieron lanzar en tierra con más premura se salvaron
y retiraron a su campo. Los que estaban en tierra, viendo perdida su esperanza,
con grandes gritos y llantos corrían todos a una, los unos hacia las naves para
salvarse, y los otros hacia los muros. La mayor parte estaban en duda de su
vida y miraban a todas partes cómo se podrían salvar, tanto era el pavor y
turbación que sufrieron esta vez que jamás le tuvieron igual.
Ocurrió,
pues, a los atenienses en este combate naval, lo mismo que ellos hicieron a los
lacedemonios en Pilos, cuando después de vencer la armada de éstos los derrotaron,
y así como los lacedemonios entonces entraron en la isla, así los atenienses
esta vez se retiraron a tierra, sin tener esperanza ninguna de salvarse, si no
era por algún caso no pensado.
XIII
Pasada
la batalla naval tan áspera y cruel, en la cual hubo gran número de barcos
tomados y destrozados, y muchos muertos de ambas partes, los siracusanos y sus
aliados, habida la victoria, recogieron sus despojos y los muertos, volvieron a
la ciudad y levantaron trofeo en señal de triunfo.
Los
atenienses estaban tan turbados de los males que habían visto y veían delante
de sus ojos, que no se acordaban de pedir sus muertos ni de recoger sus
despojos, sino que solamente pensaban en cómo se podrían salvar y partir
aquella misma noche. Había entre ellos diversas opiniones, porque Demóstenes
era de parecer que se embarcasen en los buques que les habían quedado y partiesen
al rayar el alba, saliendo por el mismo puerto si pudiesen salvarse y también
porque tenían mayor número de barcos que los enemigos, pues se acercaban a
sesenta, y los contrarios no contaban cincuenta.
Nicias
estaba de acuerdo con Demóstenes; mas cuando determinaron realizar el proyecto,
los marineros no quisieron entrar en las naves por el pavor que tenían del
combate pasado en que fueron vencidos, pareciéndoles que de ninguna manera podían
ser vencedores en adelante, por lo que les fue necesario mudar de propósito y todos
de un acuerdo determinaron salvarse por tierra.
El
siracusano Hermócrates, teniendo sospechas, y pensando que sería muy gran daño
para los suyos que un ejército tan numeroso fuese por tierra y se rehiciese en algún
lugar de Sicilia desde donde después renovase la guerra, fue derecho a los
gobernadores de la ciudad y les dijo que parasen mientes aquella noche en la
partida de los atenienses, representándoles por muchas razones los daños y
peligros que les podían ocurrir en adelante si les dejaban irse.
Opinaba
Hermócrates que toda la gente que había en la ciudad para tomar las armas, así
de los de la tierra como de los aliados, fuese a tomar los pasos por donde los
atenienses se podían salvar.
Todos
aprobaban este consejo de Hermócrates, pareciéndoles que decía verdad, mas
consideraban que la gente estaba muy cansada del combate del día anterior y
quería descansar, por lo cual con gran trabajo obedecerían lo que les fuese
mandado por sus capitanes.
Además,
al día siguiente se celebraba una fiesta a Heracles, en la cual tenían dispuestos
grandes sacrificios para darle gracias por la victoria pasada, y muchos querían
festejar y regocijar aquel día comiendo y bebiendo, por lo que nada sería más
difícil que persuadirles se pusiesen en armas. Por esta razón no estuvieron de
acuerdo con el parecer de Hermócrates.
Viendo
Hermócrates que en manera alguna lograba convencerles, y considerando que los
enemigos podían aquella noche, reparándose, tomar los pasos de los montes que
eran muy fuertes, ideó esta astucia: Envió algunos de a caballo con orden de
que marchasen hasta llegar cerca de los alojamientos de los atenienses, de
suerte que les pudiesen oír, y fingiendo ser algunos de la ciudad que seguían
el partido de los atenienses, porque había muchos de éstos que avisaban a
Nicias de la situación de las cosas de los siracusanos, llamaran a algunos de
los de Nicias y les dijeran que aconsejaran a éste no moviese aquella noche el campamento
si quería hacer bien sus cosas, porque los siracusanos tenían tomados los
pasos, de manera que correría peligro si saliese de noche porque no podría
llevar su gente en orden, pero que al amanecer le sería fácil ir en orden de
batalla con su gente para apoderarse de los pasos más a su salvo.
Estas
palabras las comunicaron los que las habían oído a los capitanes y jefes del
ejército, quienes pensando que no había engaño ninguno, determinaron pasar allí
aquella noche y también el día siguiente.
Ordenaron pues al ejército que todos se apercibiesen para
partir de allí dentro de dos días, sin llevar consigo cosa alguna, sino sólo
aquello que les fuese necesario para el uso de sus personas.
Entretanto, Gilipo y los siracusanos enviaron a tomar los
sitios por donde creían que los atenienses habían de pasar, y principalmente
los de los ríos y pusieron en ellos su gente de guarda.
Por otra parte los de la ciudad salieron al puerto, tomaron
las naves de los atenienses y quemaron algunas, lo cual los mismos atenienses
habían determinado hacer, y las que les parecieron de provecho se las llevaron
reuniéndolas a las suyas, sin hallar persona que se lo pudiese impedir.
Pasado esto, Nicias y Demóstenes dispusieron las cosas
necesarias como mejor les pareció y partieron el cuarto día después de la
batalla, que fue una partida muy triste para todos, no solamente porque habían
perdido sus barcos y con ellos una tan grande esperanza como tenían al principio
de sujetar toda aquella tierra, encontrándose en tanto peligro para ellos y
para su ciudad sino también porque les era doloroso a cada uno ver y sentir que
dejaban su campo y bagaje, lastimando sus corazones el pensar en los muertos
que quedaban tendidos en el campo y sin sepultura. Cuando encontraban algún
deudo o amigo experimentaban gran dolor y miedo, y mayor compasión tenían de
los heridos y enfermos que dejaban, por considerarles más desventurados que a
los muertos; y los enfermos y heridos tristes y miserables, viendo partir a los
otros lloraban y plañían, y llamando a los suyos por sus nombres les rogaban
que los llevasen consigo.
Cuando
veían algunos de sus parientes y amigos seguían en pos de ellos, deteniéndoles
cuanto podían, y cuando les faltaban las fuerzas para seguir más trecho se
ponían a llorar, blasfemaban de ellos y les maldecían porque los dejaban. Todo
el campo estaba lleno de lágrimas y llanto y por ello la partida se retardaba
más, aunque considerando los males que habían sufrido y los que temían pudieran
ocurrirles en adelante, estaban en gran apuro y cuidado, mucho más que
mostraban en los semblantes.
Además
de estar todos tristes y turbados se culpaban y reprendían unos a otros, no de
otra manera que gente que huyese de una ciudad muy grande tomada por fuerza de
armas. Porque es cierto que la multitud de los que partían llegaba a cerca de
cuarenta mil, y cada uno de éstos llevaba consigo las cosas necesarias que
podía para su provisión.
La
gente de guerra, así de a pie como de a caballo, llevaba cada uno sus vituallas
debajo de sus armas, cosa en ellos desacostumbrada, los unos por no fiarse, y
los otros por falta de mozos y criados, porque muchos de éstos se habían pasado
a los enemigos, algunos antes de la batalla, y la mayor parte después.
Los
mantenimientos que tenían no eran bastantes ni suficientes para la necesidad
presente, porque se habían gastado casi todos en el campamento.
Aunque
en otro tiempo y lugar, semejantes derrotas son tolerables en cierta manera por
ser iguales así a los unos como a los otros, cuando no van acompañadas de otras
desventuras, empero a éstos les era tanto más grave y dura cuanto más
consideraban la gloria y honra que habían tenido antes y la miseria y
desventura en que habían caído.
Esta
novedad tan grande ocurrió entonces al ejército de los griegos, forzado a
partir por temor de ser vencido y sujetado por aquellos a quienes habían ido a
sojuzgar.
Partieron
los atenienses de sus tierras con cantos y plegarias, y ahora partían con voces
muy contrarias, convertidos en soldados de a pie los que antes eran marineros,
entendiendo al presente de las cosas necesarias para la guerra por tierra en
vez de las de mar. Por el gran peligro en que se veían soportaban todas estas
cosas.
Entonces
Nicias, viendo a los del ejército desmayados, como quien bien lo entendía, les
alentaba y consolaba con estas razones:
«Varones
atenienses, y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, conviene tener
buen ánimo y esperanza en el estado que nos vemos, considerando que otros
muchos se han salvado y escapado de mayores males y peligros.
»No
hay por qué quejarse demasiado de vosotros mismos ni por la adversidad y
desventura pasadas, ni por la vergüenza y afrenta que, sin merecerlo, habéis
padecido, pues si me miráis a mí, no me veréis mejor librado que cualquiera de
vosotros en las fuerzas del cuerpo, por estar como me veis flaco y enfermo de
mi dolencia, ni en bienes y recursos, pues hasta aquí estaba muy bien provisto
de todas las cosas necesarias para la vida, y al presente me veo tan falto de
medios como el más insignificante de todo el ejército.
»Y
verdaderamente yo he hecho todos los sacrificios legítimos y debidos a los
dioses y usado de toda justicia y bondad con los hombres, que sólo esto me da
esfuerzo y osadía para tener buena esperanza en las cosas venideras.
»Pero
os veo muy turbados y miedosos, más de lo que conviene a la dignidad de vuestras
honras y personas, por las desventuras y males presentes, los cuales acaso se
podrán aliviar y disminuir en adelante, porque nuestros enemigos han gozado de
muchas venturas y prosperidades, y si por odio o ira de algún dios vinimos aquí
a hacer la guerra, ya hemos sufrido pena bastante para aplacarle.
»Hemos visto antes de ahora algunas gentes que iban a
hacer guerra a los otros en su tierra, y cumpliendo enteramente su deber, según
la manera y costumbre de los hombres, no por eso han dejado de sufrir y padecer
males intolerables. Por esto es de creer que de aquí en adelante los mismos
dioses nos serán más benignos y favorables, pues a la verdad, somos más dignos
y merecedores de alcanzar de ellos misericordia y piedad que no odio y venganza.
»Así,
pues, en adelante, parad mientes en vuestras fuerzas, en cómo vais armados,
cuán gran número sois y cuán bien puestos en orden, y no tengáis miedo ni temor,
pues donde quiera que llegareis sois bastantes para llenar una ciudad tal y tan
buena, que ninguna otra de Sicilia dejará de recibiros fácilmente por fuerza o de
grado, y una vez recibidos, no os podrán lanzar fácilmente.
»Guardad
y procurad hacer vuestro camino seguro con el mejor orden que pudiereis y a
toda diligencia, sin pensar en otra cosa sino en que en cualquier parte o lugar
donde fuereis obligados a pelear, si alcanzarais la victoria, allí será vuestra
patria y ciudad y vuestros muros.
»Nos
será forzoso caminar de noche y de día sin parar por la falta que tenemos de
provisiones, y cuando lleguemos a algún lugar de Sicilia de los que tenían
nuestro partido, estaremos seguros; porque éstos, por temor a los siracusanos,
necesariamente habrán de permanecer en nuestra amistad y alianza, cuanto más
que ya les hemos enviado mensaje para que nos salgan delante con vituallas y
provisiones.
»Finalmente,
tened entendido, amigos y compañeros, que os es necesario mostraros buenos y
esforzados, porque de otra manera no hallaréis lugar ninguno en toda esta
tierra donde os podáis salvar siendo viles y cobardes. Y si esta vez os podéis
escapar de los enemigos, los que de vosotros no son atenienses, volveréis muy
pronto a ver las cosas que vosotros tanto deseabais, y los que sois atenienses
de nación, levantaréis la honra y dignidad de vuestra ciudad por muy caída que
esté, porque los hombres son la ciudad y no los muros, ni menos las naves sin
hombres».
Cuando Nicias animó con estas razones a los suyos, iba por
el ejército de una parte a otra y si acaso veía alguno fuera de las filas le
metía en ellas. Lo mismo hacía Demóstenes, el otro capitán, con los suyos y
marchaban todos en orden en un escuadrón cuadrado, a saber: Nicias con los
suyos, delante, de vanguardia, y Demóstenes con los suyos, en la retaguardia, y
en medio el bagaje y la otra gente que en gran número no era de pelea.
XIV
De esta
manera caminaron en orden los atenienses y sus aliados hasta la orilla del río
Anapo, donde hallaron a los siracusanos y sus aliados que les estaban esperando
puestos en orden de batalla; mas los atenienses los batieron y dispersaron y
pasaron mal de su grado adelante, aunque la gente de a caballo de los
siracusanos y los otros flecheros y tiradores que venían armados a la ligera
los seguían a la vista y les hacían mucho daño, hasta tanto que llegaron aquel
día a un cerro muy alto, a cuarenta estadios de Siracusa, donde plantaron su campo
aquella noche.
Al
día siguiente de mañana, partieron al despuntar el alba y habiendo caminado
cerca de veinte estadios, descendieron a un llano y allí reposaron aquel día,
así por adquirir algunas vituallas en los caseríos que había, porque era lugar
poblado, como también por tomar agua fresca para llevar consigo, pues en todo
el camino andado no la encontraron.
En
este tiempo los siracusanos se apresuraron a ocupar otro sitio por donde
forzosamente habían de pasar los atenienses, que era un cerro muy alto y
ariscado, a cuya cumbre no se podía subir por dos lados y se llamaba la Roca de
Acras.
Al
día siguiente, estando los atenienses y sus aliados en camino, fueron de nuevo
acometidos por los caballos y tiradores de los enemigos, de que había gran número,
que les venían acosando e hiriendo por los lados, de tal manera que apenas les
dejaban caminar, y después que pelearon gran rato, viéronse forzados a
retirarse al mismo lugar de donde habían partido, aunque con menos ventaja que
antes, a causa de que no hallaban vituallas, ni tampoco podían desalojar su
campo tan fácilmente como el día anterior por la prisa que les daban los
enemigos.
Con
todo esto, al siguiente día, bien de mañana, se pusieron otra vez en camino y
aunque los enemigos pugnaron por estorbarles, pasaron adelante hasta aquel
cerro donde hallaron una banda de soldados armados de lanza y escudo, y aunque
el lugar era bien estrecho, los atenienses rompieron por medio de ellos y
procuraron ganarle por fuerza de armas. Mas al fin los rechazaron los enemigos,
que eran muchos y estaban en lugar ventajoso, cual era la cumbre del cerro, de
donde podían más fácilmente tirar flechas y otras armas a los enemigos. Viéronse
los atenienses obligados a detenerse allí sin hacer ningún efecto, y también
por estar descargando una tempestad con grandes truenos y lluvia, como suele
acontecer en aquella tierra en tiempo del otoño, que ya por entonces comenzaba,
tempestad que turbó y amedrentó en gran manera a los atenienses, porque tomaban
estas señales por mal agüero y como anuncio de su pérdida y destrucción
venidera.
Viendo entonces Gilipo que los enemigos habían parado
allí, envió una banda de soldados por un camino lateral para que se hiciese fuerte
en el camino por donde los atenienses habían venido, a fin de cercarles por la
espalda, mas los atenienses que lo advirtieron enviaron una banda de los suyos
que lo impidiera y los lanzaron de allí. Hecho esto, se retiraron de nuevo a un
campo que estaba cerca del paso donde se habían alojado aquella noche.
Al
día siguiente, puestos los atenienses otra vez en camino, Gilipo con los
siracusanos dieron sobre ellos por todas partes, y herían y maltrataban a
muchos. Cuando los atenienses revolvían sobre ellos se retiraban los siracusanos,
pero al ver éstos que los enemigos seguían el camino atacaban la retaguardia,
hiriendo a muchos para poner espanto y temor a todo el resto del ejército, mas
resistiendo por su parte cada cual de los atenienses, caminaron cinco o seis
estadios hasta tanto que llegaron a un raso donde se asentaron, y los
siracusanos se volvieron a su campo.
Entonces
Nicias y Demóstenes, viendo que su empresa iba mal, tanto por falta que tenían
en general de vituallas, como por los muchos que había de su gente heridos, y
que siempre tenían los enemigos delante y a la espalda sin cesar de molestarlos
por todas partes, determinaron partir aquella noche secretamente, no por el camino
que habían comenzado a andar, sino por otro muy contrario que se dirigía hacia
la mar e iba a salir a Catania, a Camarina, a Gela y a otras villas que estaban
frente a la otra parte de Sicilia habitadas por griegos y bárbaros.
Con
este propósito mandaron hacer grandes fuegos y luminarias en diversos lugares
por todo el campo, para dar a entender a los enemigos que no querían moverse de
allí. Mas según suele acaecer en semejantes casos, cuando un gran ejército desaloja
por miedo, mayormente de noche, en tierra de enemigos y teniéndolos cerca y a
la vista, cundió el pavor y la turbación por todo el campamento. Nicias, que
mandaba la vanguardia, partió el primero con su gente en buen orden y caminó
gran trecho delante de los otros, mas una banda de la gente que llevaba
Demóstenes, casi la mitad de ellos, rompieron el orden que llevaban caminando.
Con todo esto anduvieron tanto trecho, que al amanecer se hallaban a la orilla
de la mar, y tomaron el camino de Eloro a lo largo de aquella playa, por el
cual camino querían ir hasta la ribera del río Cacíparis, y de allí dirigirse
por tierras altas alejándose de la mar con esperanza de que los sicilianos, a
quienes habían avisado, les saliesen al encuentro; mas al llegar a la orilla
del río, hallaron que había allí alguna gente de guerra que los siracusanos
enviaron para guardar aquel punto, la cual trabajaba por cerrarles el paso y
atajarlos con empalizadas y otros obstáculos, pero por ser pocos fueron pronto
rechazados por los atenienses, que pasaron el río y llegaron hasta otro río
llamado Erineo, continuando el camino que los guías les habían mostrado.
Los
siracusanos y sus aliados, cuando amaneció y vieron que los atenienses habían
partido la noche antes, quedaron muy tristes y tuvieron sospecha de que Gilipo
había sabido su partida, por lo cual inmediatamente se pusieron en camino para
ir tras los enemigos a toda prisa siguiéndoles por el rastro que era fácil conocer,
y tanto caminaron que los alcanzaron a la hora de comer.
Los
primeros que encontraron fueron los de la banda de Demóstenes, que por estar
cansados y trabajados del camino andado la noche anterior, iban más despacio y
sin orden.
Comenzaron
primero los siracusanos que llegaron a escaramuzar con ellos, y con la gente de
a caballo los cercaron por todas partes de modo que les obligaron a juntarse
todos en tropel, con tanta mayor dificultad cuanto que el ejército se había
dividido ya en dos partes, y Nicias con su banda de gente estaba más de ciento
cincuenta estadios delante, porque viendo y conociendo que no era oportuno
esperar allí para pelear, hacía apresurar el paso lo más que podía sin pararse
en parte alguna, sino cuando le era forzoso para defenderse. Mas Demóstenes no
podía hacer esto, porque había partido del campamento después que su compañero,
y porque iba en la retaguardia, siendo necesariamente el primero que los enemigos
habían de acometer.
Por
esta causa necesitaba atender tanto a tener su gente dispuesta para combatir,
viendo que los siracusanos les seguían, como para hacerles caminar, de suerte
que deteniéndose en el camino fue alcanzado por los enemigos, y los suyos muy
maltratados, viéndose obligados a pelear en un sitio cercado de parapetos y
sobre un camino que estaba metido entre unos olivares, por lo cual fueron muy
maltrechos con los dardos que les tiraban los enemigos, quienes no querían
venir a las manos con ellos a pesar de todo su poder, porque los veían desesperados
de poderse salvar, pareciéndoles buen consejo no poner su empresa en riesgo y
ventura de batalla, cosa que los enemigos habían de desear.
Por
otra parte, conociendo que tenían la victoria casi en la mano, temían cometer
algún yerro, pareciéndoles que sin combatir en batalla reñida gastando y
deshaciendo los enemigos por tales medios, se apoderarían después de ellos a su
voluntad.
Así,
pues, habiendo escaramuzado de esta suerte todo el día a tiros de mano y
conociendo su ventaja, enviaron un heraldo de parte de Gilipo y de los
siracusanos y sus aliados a los contrarios, para hacerles saber primeramente
que si había entre ellos algunos de las ciudades y villas isleñas que se
quisiesen pasar a ellos serían salvos, y con esto se pasaron algunas escuadras,
aunque muy pocas. Después ofrecieron el mismo partido a todos los que estaban
con Demóstenes, a saber: que a los que dejasen las armas y se rindiesen les
salvarían la vida y no serían puestos en prisión cerrada ni carecerían de
vituallas.
Este
partido lo aceptaron todos, que pasarían de seis mil, y tras esto cada cual manifestó
el dinero que llevaba, el cual echaron dentro de cuatro escudos atravesados que
fueron todos llenos de moneda y llevados a Siracusa.
Entretanto,
Nicias había caminado todo aquel día hasta que llegó al río Erineo, y pasado el
río de la otra parte alojó su campo en un cerro cerca de la ribera donde el día
siguiente le alcanzaron los siracusanos, que le dieron noticia de cómo
Demóstenes y los suyos se habían rendido, y por tanto le amonestaban que
hiciese lo mismo; pero Nicias no quiso dar crédito a sus palabras y les rogó le
dejasen enviar un mensajero a caballo para informarse de la verdad, lo cual le
otorgaron.
Cuando
supo la verdad por relación de su mensajero, envió a decir a Gilipo y a los
siracusanos que, si querían, convendría y concertaría gustoso con ellos en
nombre de los atenienses, que le dejasen ir con su gente salvo, y les pagaría
todo el gasto que habían hecho en aquella guerra, dándoles en rehenes cierto
número de atenienses, los más principales, para que fuesen rescatados una vez
pagados los gastos a talento por cabeza.
Gilipo y los siracusanos no quisieron aceptar este partido
y les acometieron por todas partes tirándoles muchos dardos mientras duró aquel
día. Y aunque los atenienses por este ataque quedaron maltrechos y tenían gran
necesidad de vituallas, todavía determinaron su partida para aquella noche; ya
habían tomado sus armas para marchar cuando entendieron que los enemigos los
habían sentido, lo cual conocieron por la señal que daban para acudir a la
batalla, cantando su peán y cántico acostumbrado y por esta causa volvieron a
quitarse sus armas, excepto trescientos que pasaron por fuerza atravesando por
la guardia de los enemigos con esperanza de poderse salvar de noche.
Llegado
el día, Nicias se puso en camino con su gente, mas cuando comenzó a marchar los
siracusanos les acometieron con tiros de flechas y piedras por todas partes,
según habían hecho el día antes. Aunque se veían acosados por los enemigos
flecheros y los de a caballo, caminaban siempre adelante con esperanza de poder
ganar tierra y llegar al río Asinaro, porque les parecía que pasado aquel río
podrían caminar con más seguridad, y también lo hacían por poder beber agua,
pues estaban todos sedientos. Al llegar a vista del río, fueron todos a una
hacia él temerariamente, sin guardar orden alguno, cada cual por llegar el
primero. Los enemigos, que los seguían por la espalda, trabajaron por
estorbarles el paso, de manera que quedaron en muy gran desorden, porque pasando
todos a una y en gran tropel, los unos estorbaban a los otros, así con sus
personas como con las armas y lanzas, de suerte que unos se anegaban
súbitamente y otros se entremetían y mezclaban juntos, arrastrando a muchos la
corriente del agua, y los siracusanos, que estaban puestos en dos collados bien
altos de una parte y de la otra del río, los perseguían por todos lados con
tiros de flechas e hiriéndoles a mano, de tal manera que mataron muchos,
mayormente de los atenienses que se paraban en lo más hondo del agua para poder
beber más a su placer, causa de lo cual el agua se enturbió mucho con la sangre
de los heridos y el tropel de aquellos que la removían pasando. Ni por eso
dejaban de beber, por la gran sed que tenían, antes disputaban entre sí por
hacerlo allí donde veían el agua más clara. Estando el río lleno de los
muertos, que caían unos sobre otros, y todo el ejército desbaratado, unos junto
a la orilla y otros lanzados por los caballos siracusanos, Nicias se rindió a
Gilipo, confiándose más de él que no de los siracusanos, y entregándose a
discreción suya y de los otros capitanes peloponenses para que hi-ciesen de él
lo que quisieran, pero rogándoles que no dejasen matar a los que quedaban de la
gente de guerra de los suyos.
Gilipo
lo otorgó, mandando expresamente que no matasen más hombre alguno de los
atenienses, sino que los cogieran todos prisioneros, y así, cuantos no se pudieron
esconder, de los cuales había gran número, quedaron prisioneros. Los trescientos
que arriba dijimos se habían escapado la noche antes, fueron también presos por
la gente de a caballo, que los siguió al alcance. Pocos de los de Nicias
quedaron prisioneros del Estado, porque la mayoría de ellos huyeron por
diversas vías desparramándose por toda Sicilia, a causa de no haberse rendido
por conciertos, como los de Demóstenes. Muchos de ellos murieron.
La
matanza fue en esta batalla más grande que en ninguna de las habidas antes en
toda Sicilia mientras duró aquella guerra, porque además de los que murieron peleando
hubo gran número de muertos de los que iban huyendo por los caminos o de los
heridos que después morían a consecuencia de las heridas. Salváronse, sin
embargo, muchos, unos aquel mismo día y otros la noche siguiente, los cuales
todos se acogieron a Catania.
Los
siracusanos y sus aliados, habiendo cogido prisioneros los más que pudieron de
los enemigos, se retiraron a Siracusa y al llegar allí enviaron los prisioneros
a las canteras, pensando que era la más fuerte y más segura prisión de todas
cuantas tenían. Después de esto mandaron matar a Demóstenes y a Nicias contra
la voluntad de Gilipo, el cual tuviera a gran honra, además de la victoria,
poder llevar a su vuelta por prisioneros a Lacedemonia los capitanes de los
enemigos, de los cuales el uno, Demóstenes, había sido su mortal y cruel
enemigo en la derrota de Pilos, y el otro, Nicias, le fue amigo y favorable en
la misma jornada: pues cuando los lacedemonios prisioneros en Pilos fueron
llevados a Atenas, Nicias procuró cuanto pudo que caminasen sueltos, y usó con
ellos de toda virtud y humanidad. Además, trabajó por que se hiciesen los conciertos
y tratados de paz entre los atenienses y lacedemonios, por lo que los
lacedemonios le tenían grande amor, y esta fue la causa porque él se rindió a
Gilipo.
Pero
algunos de los siracusanos que tenían inteligencias con él durante el cerco,
temiendo que a fuerza de tormentos le obligaran a decir la verdad, como se anunciaba,
y que por este medio, en la prosperidad de la victoria, les sobreviniese alguna
nueva revuelta, y asimismo los corintios, sospechando que Nicias por ser muy
rico, corrompiese a lo guardias y se escapase, y después renovase la guerra,
persuadieron de tal manera a todos los aliados y confederados que fue acordado
hacerle morir.
Por
estas causas y otras semejantes fue muerto Nicias, el hombre entre todos los
griegos de nuestra edad que menos lo merecía, porque todo el mal que le sobrevino
fue por su virtud y esfuerzo, a lo cual aplicaba todo su entendimiento.
Cuanto
a los prisioneros, fueron muy mal tratados al principio, porque siendo muchos
en número y estando en sótanos y lugares bajos y estrechos, enfermaban a menudo
por mucho calor en el verano, y en el invierno por el frío y las noches
serenas, de manera que con la mudanza del tiempo caían en muy grandes
enfermedades. Además, por estar todos juntos en lugar estrecho, eran forzados a
hacer allí sus necesidades, y los que morían así de heridas como de
enfermedades los enterraban allí, produciéndose un hedor intolerable. Sufrían
también gran falta de comida y bebida, porque sólo tenían dos pequeños panes
por día y una pequeña medida de agua cada uno. Finalmente, por espacio de
setenta días padecieron en esta guerra todos los males y desventuras que es
posible sufrir en tal caso.
Después
fueron todos vendidos por esclavos, excepto algunos atenienses e italianos y
sicilianos que se hallaron en su compañía.
Aunque
sea cosa difícil explicar el número de todos los que quedaron prisioneros, debe
tenerse por cierto y verdadero que fueron más de siete mil, siendo la mayor
pérdida que los griegos sufrieron en toda aquella guerra, y según yo puedo
saber y entender, así por historias como de oídas, la mayor que experimentaron
en los tiempos anteriores, resultando tanto más gloriosa y honrosa para los
vencedores, cuanto triste y miserable para los vencidos, que quedaron deshechos
y desbaratados del todo, sin infantería, sin barcos y de tan gran número de
gente de guerra, volvieron muy pocos salvos a sus casas. Este fin tuvo la guerra
de Sicilia.
[1] Decimonoveno año de la guerra del
Peloponeso; año tercero de la 91ª Olimpiada; 413 a.C., después del 18 de marzo.
[2] Los delfines eran mazas pesadas
de hierro o de plomo que se ataban a las entenas del mástil, dejándolas caer
sobre el barco que se quería destrozar.
[3] Veintisiete días. La superstición
consistía en multiplicar por tres el número nueve.
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