sábado, 13 de enero de 2018

Tucidides Guerra del peloponeso Libro septimo

LIBRO SÉPTIMO

I

Después que Gilipo y Piten repararon sus naves en Tarento, partieron para ir a tierra de Locros hacia el poniente, y avisados de que la ciudad de Siracusa no estaba aún cercada por todas partes y de que podían entrar por Epípolas, dudaron si dirigir el rumbo a la derecha de Sicila, intentando entrar en la ciudad, o si, encaminándose a la izquierda, irían primeramente a abordar en Himera, reuniendo allí toda la gente que pudiesen, así de los de la ciudad como de los otros sicilianos, y yendo después por tierra a socorrer a los siracusanos. Decidieron por fin ir a Himera, por ser advertidos que las cuatro naves atenienses enviadas por Nicias no habían aun llegado a Reggio. Nicias las envió allí por creer que los de Gilipo estaban aún detenidos en Locros.
Pasaron, pues, Gilipo y Piten con su armada al estrecho antes que los barcos de los atenienses hubiesen aportado a Reggio, y después, navegando a lo largo de la mar de Mesena, fueron derechamente a abordar en Himera. Estando en este lugar, indujeron a los himerenses a ajustar con ellos alianza, y a que les proveyesen de barcos y de armas para su gente, de que tenían falta. Tras esto ordenaron a los selinuntios que se hallasen con todo su poder en cierto lugar que les señalaron, prometiéndoles enviar con ellos alguna de su gente de guerra.
Ocurrió también que los de Gela y algunos otros sicilianos, mostráronse más propicios a entrar en esta alianza con los peloponenses que lo habían estado antes, a causa de que Arcónides, que señoreaba algunos pueblos de los sicilianos, había muerto pocos días antes, y en vida tuvo gran amistad e inteligencia con los atenienses. También influyó en esta decisión el rumor de que Gilipo acudía con diligencia y con muchas fuerzas en favor de los siracusanos.
Gilipo, con setecientos hombres de guerra que tomó de los suyos entre soldados y marineros armados, mil himerenses armados de todas armas y a la ligera, ciento de a caballo, algunos de los selinuntios y otros hombres de armas de los de Gela, y con muchos soldados sicilianos hasta el número de mil, fue derechamente a Siracusa.
Por su parte, los corintios partieron de Léucade para acudir a toda prisa a aquellas partes con todos sus barcos. Góngilo, que era su capitán, llegó el primero de todos cerca de Siracusa, aunque había partido el último.
Tras él arribó Gilipo, quien al saber que los siracusanos estaban resueltos a hacer tratos con los atenienses lo estorbó, avisándoles el socorro que les llegaba, con lo cual los siracusanos mostráronse muy alegres y consolados.
Con estas noticias cobraron ánimo y salieron con todas sus fuerzas fuera de la ciudad a recibir a Gilipo, por tener entendido que ya estaba en camino, el cual, habiendo tomado por fuerza de armas la villa de Ietas, dirigióse con toda su gente puesta en orden de batalla hacia Epípolas.
Llegó allí por la parte de Euríelo, por donde los atenienses habían subido la primera vez, se unió a los siracusanos y todos juntos marcharon hacia el muro de los atenienses, que ya entonces tenía de largo hasta siete u ocho estadios desde el campamento de los atenienses hasta la mar, y era doble por todas partes, excepto por un extremo, hacia la mar, donde estaban construyéndolo, y de la otra parte, hacia Trógilo, habían traído gran cantidad de piedras y otros materiales. En algunos lugares estaba ya acabada la obra, en otros a medias, y finalmente en otros no habían comenzado a causa de que por aquella parte se extendía muy a la larga. En este peligro estaban los siracusanos cuando les llegó el socorro.
Al ver los atenienses a Gilipo y los siracusanos ir de pronto contra ellos, quedaron muy turbados al principio, aunque después se aseguraron y pusieron a punto de batalla para salir contra sus enemigos.
Antes de que se acercasen las huestes de Gilipo, les envió a decir por medio de un heraldo, que si querían partir de Sicilia dentro de cinco días con su bagaje, y todas sus cosas en salvo, de buen grado harían con ellos tratado de paz. De esta demanda no hicieron caso los atenienses, regresando el heraldo sin ninguna respuesta. Así se prepararon ambas partes para dar la batalla.
Viendo Gilipo que los siracusanos estaban desordenados y que apenas los podía poner en orden, parecióle que sería mejor hacerlos retirar y reunir en algún lugar más espacioso.
De igual manera Nicias no quiso que marchase su gente adelante, sino que los hizo a todos detener puestos a punto de batalla junto a los muros y parapetos.
Observando esto Gilipo, mandó retirar los suyos a un collado allí cerca llamado Temenitis, donde alojó todo su ejército. Al día siguiente sacó la mayor parte de sus tropas en orden de batalla hasta cerca del fuerte de los atenienses para estorbarles que pudiesen socorrerse unos a otros. Por otra parte, envió una banda de su gente a un castillo que tenían los atenienses llamado Lábdalon, al cual tomaron por asalto y mataron a todos los que hallaron dentro, sin que los otros atenienses lo pudiesen ver ni oír.
Este mismo día los siracusanos tomaron un trirreme de los atenienses cuando iba a entrar dentro del gran puerto. Después comenzaron a hacer un muro que llegaba desde la ciudad hasta encima de Epípolas, y labraron otro al través contra el muro de los atenienses para impedir, si se lo dejaban acabar, que los atenienses cercaran la ciudad completamente.
Acabado el muro que querían hacer desde su campo hasta la mar, los atenienses se retiraron a su fuerte en lo más alto de él. Y porque una parte del muro estaba baja Gilipo fue de noche con su gente hacia él pensando tomarlo, mas sentido por los que hacían la guardia, les salieron a su encuentro y fuéle forzoso retirarse muy despacio sin hacer ruido alguno. Después los atenienses alzaron más el muro y dejaron en guarda algunos soldados de los de su propia tierra. Por las otras partes pusieron otros de la gente de sus aliados.
También pareció a Nicias que era necesario cercar de muro el lugar llamado Plemirión, que es una roca o cerro frente a la ciudad que penetra en la mar, y llega hasta la entrada del gran puerto, siendo cierto que si le tenía fortificado, las vituallas y otras provisiones necesarias que entraban por mar podrían desembarcar más fácilmente teniendo gente de guarnición cerca del puerto, a donde antes no podían llegar, quedando muy lejos, por lo cual los barcos que llegasen no podían darles socorro de pronto. Hizo esto con propósito de ayudarse de la armada y del ejército de tierra cuando Gilipo llegara, para lo cual mandó embarcar una parte de su gente y la llevó hasta aquel lugar de Plemirión, haciéndolo cercar y fortificar con tres muros y fuertes y metiendo allí una parte del bagaje. Junto a Plemirión podían guarecerse sus naves grandes y pequeñas.
Por esta causa murieron muchos de sus marineros por falta de agua fresca, que necesitaban buscarla bien lejos de allí, sin perjuicio de que cuando salían a tierra para traer leña y provisiones, la gente de a caballo de los siracusanos que estaba en el campo los hería y mataba, y lo mismo hacía la gente de guarnición que tenían en una villa situada junto a Olimpieón, y que los siracusanos habían puesto allí para impedir que los atenienses que estaban en Plemirión pudiesen hacerles mal alguno.
Avisado Nicias de que llegaban las galeras de los corintios, envió para salirles al encuentro hasta veinte de las suyas, y ordenó al capitán de esta armada que las esperase entre Locros y Reggio, y les acometiese en el estrecho de Sicilia.
Durante este tiempo Gilipo trabajó también para acabar el muro que tenía comenzado entre la ciudad y Epípolas, y aprovechando la piedra y materiales que los atenienses habían juntado allí para su labor. Hecho esto salía muchas veces fuera de la ciudad con su gente y la de los siracusanos en orden de batalla, y los atenienses por su parte hacían lo mismo.
Cuando pareció a Gilipo tiempo oportuno de acometer a los enemigos, fue a dar en ellos con toda furia, mas a causa de que el combate se hacía entre los fuertes y parapetos de una parte y de otra, en lugar mal dispuesto para poder pelear los de a caballo, de que los siracusanos tenían gran número, fueron vencidos éstos y los peloponenses, y quedaron los atenienses victoriosos, devolviendo los muertos a sus contrarios y levantando un trofeo en señal de triunfo.
Después de esta batalla, Gilipo mandó reunir a todos los suyos y les habló de pasada, diciéndoles que no desmayasen, pues aquella pérdida no había ocurrido por falta de ellos sino sólo por culpa suya, que les mandó pelear en lugar estrecho donde no se podían ayudar de la gente de a caballo, y menos de los tiros de dardos y piedras, por lo cual había determinado hacerles salir de nuevo a pelear en otro lugar más a propósito para la batalla. Por tanto, que se acordasen de que eran dorios y peloponenses, y que sería gran afrenta dejarse vencer por jonios de nación e isleños, y otros advenedizos, siendo tantos en número como ellos.
Dicho esto, cuando le pareció que era tiempo, los sacó otra vez a campo en orden de batalla, y también Nicias había determinado, si no salían a pelear los enemigos, presentarles la batalla para estorbarles que acabasen los muros y parapetos que tenían comenzados junto a los suyos, y que ya estaban muy altos, y le parecía que si pasaban adelante, los mismos atenienses estarían antes cercados por los siracusanos que no los siracusanos por ellos, y en peligro de ser vencidos. Por esto determinó salir a la batalla.
Había Gilipo puesto en orden la gente de a caballo y tiradores más lejos de los muros que no la vez pasada, en un lugar espacioso, donde los muros y parapetos de ambas partes estaban muy apartados, y cuando la batalla fue comenzada, los suyos atacaron la extrema izquierda de los atenienses con tanto ímpetu, que los hicieron volver las espaldas y les pusieron en huida, con lo cual los siracusanos y peloponenses consiguieron la victoria esta vez, porque todos los contrarios, viendo huir a los atenienses, hicieron lo mismo y se retiraron a sus fuertes.
En la noche siguiente, los siracusanos levantaron su muro al igual de el de los enemigos, y aún más, de manera que los contrarios no podían impedirles continuar su muro tan adelante como quisiesen, y aunque fuesen vencidos en batalla, no podían ya cercarlos con muralla.
Tras esto llegaron las naves de los corintios, leucadios y ambraciotas, que serían en número de doce, al mando del corintio Erasínides, el cual había engañado a las naves de los atenienses que les salieron al encuentro, pues hurtándoles el viento pasaron adelante.
Desde su llegada ayudaron a los siracusanos a acabar el muro que tenían comenzando hasta juntarlo con el otro que venía al través.
Hecho esto, y viendo Gilipo que la ciudad estaba segura, partió hacia los otros lugares de Sicilia para tener negociaciones y tratos con ellos, a fin de que aceptaran su alianza y amistad contra los atenienses aquellos que estaban dudosos y no inclinados a la guerra.
Los siracusanos y los corintios que habían venido en su ayuda, enviaron embajadores a Lacedemonia y a Corinto, pidiendo nuevo socorro, de cualquier manera que pudiesen dárselo, en barcos de cualquier clase, con tal que les trajesen gente de guerra.
Por su parte los siracusanos, suponiendo que los atenienses enviarían también socorro a los de su campo, dispusieron sus buques para combatirlos por mar, e hicieron todos los otros aprestos necesarios para la guerra.
Viendo esto Nicias, que las fuerzas de los enemigos crecían más cada día, y que las suyas disminuían y se apocaban, determinó enviar mensaje a Atenas para ha-cerles saber el estado en que se encontraban las cosas de su campo, que era tal, que se tenían por perdidos y desbaratados si no se retiraban o les enviaban nuevo y suficiente socorro. Sospechando que los que enviaba con el mensaje no tuvieran condiciones para decir lo que les encargaba, o se olvidasen de alguna parte, o temiesen decirlo por descontentar al pueblo, determinó escribir largamente lo que ocurría, suponiendo que cuando el pueblo supiese la verdad de lo que pasaba, adoptaría inmediatamente determinación, según requería el caso.
Partieron los mensajeros con su carta e instrucciones a Atenas, y Nicias se quedó en el campo con más cuidado de guardar su ejército que de salir a acometer a los enemigos.
En este mismo verano, Avetión, capitán de los atenienses, con el rey Perdicas y otros muchos tracios, fueron a cercar la ciudad de Anfípolis; mas como viesen que no la podían tomar por tierra, hicieron subir muchas barcas por el río Estrimón, que corre por la parte de Himera, y en esto pasó aquel verano.
Al comienzo del invierno, los mensajeros que Nicias había despachado llegaron a Atenas e hicieron relación en el Senado del encargo que traían, respondiendo a cuanto les preguntaron, mas ante todas cosas presentaron la carta de Nicias, que era del tenor siguiente:


II

«Varones atenienses, por otras mis cartas antes de éstas habréis sabido lo que acá se ha hecho; al presente es menester que sepáis la situación en que estamos para que proveáis sobre ello lo necesario.
»Después que en muchas batallas vencimos a los siracusanos, contra quienes nos enviasteis, e hicimos un muro y fuerte junto a su ciudad, dentro del cual estamos ahora, llegó Gilipo, capitán de los lacedemonios, con un gran ejército de peloponenses y de algunas otras ciudades de esta tierra de Sicilia, al cual vencimos en el primer encuentro, mas después por la mucha gente de a caballo y tiradores que tenía, nos vimos forzados a retirarnos y recogernos dentro de nuestro fuerte, donde al presente estamos sin hacer otra cosa, porque no podemos continuar el muro en torno de la ciudad a causa de la multitud de los contrarios, ni sacar toda nuestra gente al campo, porque es necesario dejar siempre una parte de ella para guardar nuestros fuertes.
»Por otra parte, los enemigos han levantado un muro junto al nuestro, de manera que no podemos estorbarles la obra sino acometiéndoles con muy grueso ejército por fuerza de armas, de suerte que teniendo nosotros cercada esta ciudad a nuestro parecer estamos más cercados por la parte de tierra que ellos, porque a causa de la mucha gente de a caballo que tienen no nos atrevemos a salir muy adelante de nuestro fuerte.
»Además, han pedido al Peloponeso más socorro de gente, y Gilipo salió hacia las ciudades de Sicilia que no están de su parte, para ganar su amistad y traer de ellas, si pudiere, gente de a pie y de a caballo contra nosotros.
»A lo que he podido entender, tienen determinado invadir y dar en nuestros fuertes y muros todos a una, así por mar como por tierra. No os debéis maravillar que diga nos quieren acometer por mar, porque aunque nuestra armada al principio era muy gruesa y poderosa, porque las naves estaban enteras y enjutas, y la gente de ellas sana y valiente, ahora los barcos, por haber estado mucho tiempo en descubierto, se encuentran casi podridos, y muchos de los marineros muertos, y no podemos sacar los trirremes a tierra para repararlos, porque nuestros enemigos son tantos en número como nosotros, y aún más, de manera que nos amenazan diariamente con querer acometernos, como creo que lo harán sin duda alguna; pues está en su mano hacerlo cuando quisieren, y porque pueden sacar sus naves a la orilla más fácilmente que nosotros, no estando todas juntas.
»Hasta el presente no nos ha sido posible acometerles a nuestra voluntad, porque aunque tuviésemos gran número de barcos apenas podríamos guardarlos, aunque estuviesen todos juntos, como ahora lo están, pues si nos descuidásemos algún tanto en hacer la guardia, no podríamos tener vituallas, y aun apenas las podemos tener ahora sin gran peligro, porque nos conviene pasar por delante de la ciudad a traerlas.
»Por estas dificultades y otras muchas, si hasta ahora hemos perdido muchos marineros, más perderemos cada día que pase cuando salen a coger agua o a traer leña y otras provisiones necesarias, o para robar lejos del campo, porque muchas veces les atacan y cogen los de a caballo de los enemigos.
»Y lo peor de todo es que mientras los nuestros pelean, los esclavos que tienen consigo y los forzados que están en la armada los dejan y huyen, y los que venían de su grado, viendo la armada de los enemigos tan gruesa y su ejército tan pujante por tierra, muy de otra manera que habían pensado, unos se pasan a los enemigos con cualquier pretexto, y también los otros cuando se pueden escapar, lo cual pueden hacer a su salvo porque la isla es muy grande.
»Algunos de los nuestros compran esclavos de Hícaras, los cuales, por tratos con los capitanes de las naves, hallan manera para hacerlos servir en su lugar, y por estos medios corrompen y destruyen la disciplina y orden militar en la mar.
»Porque hablo con gente que entiende bien las cosas marítimas, digo en conclusión, que la flor y vigor de este gran número de gente de mar no puede durar mucho tiempo, y se hallan muy pocos pilotos y patrones que sepan bien gobernar una nave.
»Entre todas estas dificultades hay otra que me pone en mayor cuidado, y es, que aunque soy caudillo de esta armada no puedo establecer en ella el orden que quería, porque el genio y carácter de los atenienses es malo de corregir y castigar, y no podemos hallar otros marineros para tripular nuestras naves, lo cual pueden hacer muy fácilmente los contrarios, porque hay infinitas ciudades en Sicilia de su partido, y muy pocos que sigan el nuestro, excepto Naxos y Catania, que son muy poco poderosas, por lo cual nos vemos forzados a ayudarnos de la poca gente que nos ha quedado y tenemos a nuestras órdenes desde el principio.
»Si las ciudades de Italia que nos proveen de vituallas llegan a saber el estado en que nos encontramos, y que no nos enviáis socorro alguno, se pasarán a nuestros enemigos, y sin remedio alguno seremos destruidos y desbaratados sin pelear.
»Os podría escribir otras cosas más apacibles y agradables, pero no tan útiles y necesarias para vosotros si queréis poner atención en ello, cosa que dudo en gran manera, porque conozco muy bien vuestra condición y sé que oís de buena gana cosas placenteras, pero cuando el caso es distinto de lo que pensabais, echáis la culpa a los capitanes que tienen el mando. Por ello he querido escribiros la verdad, a fin de que proveáis con diligencia, y también os debo decir que de las cosas que nos habéis encargado en esta empresa, no podéis imputar culpa alguna a los caudillos ni capitanes, ni menos a los soldados.
»Viendo, pues, que toda Sicilia conspira y se une al presente contra nosotros, y que espera nuevo socorro del Peloponeso, o determinad llamarnos, atento que somos más débiles y flacos de fuerzas que nuestros enemigos, aun en la situación en que están al presente, o de enviarnos nuevo socorro que no sea de menos naves ni de menos gente que esta que tenemos, y buena suma de dinero. Además otro general, porque yo no puedo soportar más la carga a causa del mal de riñones que me fatiga en gran manera. Y me parece que la razón lo requiere, pues mientras tuve salud os he servido muy bien.
»En conclusión, que todo lo que quisiereis hacer lo determinéis desde ahora hasta el principio de la primavera, sin más dilación, porque en breve tiempo los enemigos traerán a su devoción todos los sicilianos.
»Y aunque las cosas de los peloponenses se hagan más despacio, guardaos que no os suceda como antes de ahora muchas veces os ha acaecido, que ignoráis una parte de sus empresas, y la otra la sabéis tan tarde, que sois sorprendidos por su ataque antes de que lo podáis remediar».
De este tenor era la carta de Nicias, que leída por los atenienses, en cuanto tocaba a enviar nuevo capitán por sucesor en el cargo, no fueron de esta opinión, sino que hasta tanto que le enviasen compañeros, eligieron por adjuntos dos de los que con él estaban en el ejército, a saber, Menandro y Eutidemo, a fin de que, encontrándose solo y enfermo, no estuviese muy fatigado.
En lo demás, determinaron enviarle nuevo socorro, así de naves como de gente de guerra y marineros suyos y de los aliados, y además nombraron otros dos nuevos capitanes juntamente con Nicias, que fueron Demóstenes, hijo de Alcístenes, y Eurimedonte, hijo de Tucles, y a Eurimedonte le enviaron en seguida cerca del solsticio del invierno a Sicilia con diez naves y veinte talentos en dinero para proveer a los que allí estaban y darles nuevas del socorro que recibirían en adelante, y del mucho cuidado que los atenienses tenían de ellos.
Demóstenes se quedó para preparar el socorro que habían ordenado enviar, y embarcarse con él al principio de la primavera. Asimismo, para hacer a los aliados que proveyesen de naves, gente y dinero en la parte que les correspondía.


III

Después que los atenienses ordenaron lo que convenía hacer para Sicilia, enviaron veinte trirremes a la costa del Peloponeso para impedir que nave alguna pasase de allí ni de Corinto a Sicilia. Porque los de Corinto, cuando los embajadores de los siracusanos que habían ido a demandar nuevo socorro llegaron, entendiendo que las cosas de Sicilia estaban en mejor estado, cobraron más ánimo y les pareció que la armada que habían enviado antes llegó a buen tiempo. Por esta causa aparejaron nuevo socorro de naves de carga, y lo mismo hacían los lacedemonios con los otros peloponenses.
Los corinitos armaron veinticinco trirremes para acompañar a sus barcos mercantes cargados de gente y defenderlos contra los de los atenienses que los estaban esperando en el paso de Naupacto.
Los lacedemonios, que estaban preparando el socorro por la prisa que les daban los siracusanos y los corintios, cuando entendieron que los atenienses enviaban nuevo socorro a Sicilia, así para estorbar esto como también por consejo de Alcibíades, determinaron entrar en tierra de Atenas, y ante todas cosas cercar la villa de Decélea.
Emprendieron esto los lacedemonios con más gusto, porque les parecía que los atenienses, manteniendo guerra en dos partes, a saber, en Sicilia y en su misma tierra, estarían más expuestos a ser desechos, y también por la justa querella que tenían a causa de haber éstos empezado la guerra los primeros, cosa totalmente contraria a los tratos precedentes, cuyo rompimiento comenzó de parte de los lacedemonios, pues los tebanos invadieron la ciudad de Platea, sin estar rotos los tratos.
Y aunque éstos determinaban que no se pudiese mover guerra a la parte que se sometiese a juicio de las otras ciudades confederadas, y los atenienses ofrecían pasar por ello, los lacedemonios no quisieron aceptar esta oferta, teniendo en cuenta, con justa razón, que les habían sobrevenido muchas adversidades en la guerra anterior, y mayormente en Pilos.
Además, después del último tratado de paz, los atenienses habían enviado treinta naves y destruido y talado por parte de la tierra de Epidauro y Prasias y algunas otras, y tenían gente de guerra en Pilos que robaban y destruían a menudo las tierras, bienes y haciendas de los confederados, y cuando los lacedemonios enviaban mensaje a Atenas para pedir restitución de los bienes y ha-ciendas que les habían tomado y que pusiesen la cosa en tela de juicio, según se determinaba en los artículos del tratado de paz, jamás lo habían querido hacer.
Por todo esto parecía a los lacedemonios que la culpa del rompimiento de la paz, que había sido en la guerra precedente de su parte, era ahora de la de los atenienses, y por ello iban de mejor gana contra ellos.
Ordenaron a los demás peloponenses que hiciesen provisión de herramientas y los otros materiales convenientes para combatir los muros de Decélea, mientras ellos aparejaban las otras cosas necesarias. Además les obligaron a proveer de dinero para el socorro que enviaban a Sicilia por la parte que les tocaba, según hacían los mismos lacedemonios.
En esto pasó aquel invierno que fue el fin del decimoctavo año de la guerra que escribió Tucídides.
Al principio de la primavera,[1] los lacedemonios con sus aliados invadieron súbitamente la tierra de los atenienses al mando de Agis, hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y poco después talaron y robaron las tierras bajas que están en los confines.
De allí pasaron a cercar de muro la villa de Decélea, y dieron cargo a cada cual de las ciudades confederadas según su posibilidad para que hiciesen a su costa una parte del muro.
Estaba Decélea lejos de Atenas cerca de ciento veinte estadios, y casi otros tantos apartada de Beocia, y por esta causa, estando amurallada y teniendo gente de guarnición dentro, podían desde ella, a su salvo, recorrer y robar las tierras bajas hasta la ciudad de Atenas.
Mientras hacían el muro de Decélea, los peloponenses que habían quedado en su tierra enviaron socorro a Sicilia en sus naves, a saber: los lacedemonios seiscientos hombres de los más escogidos de sus ilotas o siervos y de los emancipados, al mando del espartano Ecrito; los beocios trescientos, mandados por los tebanos Jenón y Nicón y el tespiense Hegesandro. Estos fueron los primeros que al partir del puerto de Tenaro, en Laconia, hicieron vela y se metieron en alta mar.
Poco después los corintios enviaron quinientos hombres de guerra, así de su gente como de los arcadios, que habían tomado a sueldo, de los cuales iban por capitán el corintio Alexarco, y con ellos fueron doscientos soldados sicionios a las órdenes del sición Sargeo.
Por otra parte, los veinticinco trirremes que los corintios habían enviado el invierno anterior contra los veinte de los atenienses, que estaban en Naupacto para guardar el paso, se hallaron frente a Naupacto mientras pasaban las naves de carga que llevaban los soldados.
En este mismo principio de la primavera, a la sazón que se hacía el muro junto a Decélea, los atenienses enviaron treinta trirremes a la costa del Peloponeso al mando de Caricles, y le ordenaron que fuese a los argivos y les pidieran de su parte gente de guerra para estos trirremes, conforme al tratado de alianza.
Por otra parte, conforme a lo determinado para proveer en las cosas de Sicilia, enviaron a Demóstenes con sesenta naves de las suyas y cinco de las de Quío, en las cuales había mil doscientos soldados atenienses, y de los isleños tantos cuantos pudieron hallar que fuesen para tomar armas. Mandaron a Demóstenes que al paso se juntase con Caricles y ambos recorriesen y robasen la costa marítima de Laconia. Con esta orden partió Demóstenes derechamente al puerto de Egina, donde esperaba las otras naves de su armada que no habían llegado aún, y también el regreso de Caricles que había ido con misión a los argivos.


IV

Mientras estas cosas pasaban en Grecia, Gilipo volvió a Siracusa con gran número de gente que reunió y sacó de las ciudades de Sicilia donde había estado. Hizo llamar a los siracusanos y les mostró que les convenía armar todos los más barcos que pudiesen para combatir en el mar contra los atenienses, diciendo que tenía esperanza, si ponían esto por obra, de hacer alguna hazaña digna de memoria.
Esto mismo les aconsejaba Hermócrates, diciendo que no debían temer a los atenienses por mar, pues de su natural no eran tan buenos hombres de mar como ellos, porque la ciudad de Atenas no está situada junto al mar como Siracusa, sino muy dentro en tierra firme, y que lo que los atenienses habían aprendido del arte naval había sido por temor a los medos, que les obligaron a meterse en la mar. Decíales también que, gente osada como eran los atenienses, les parecerían terribles los que se mostrasen animosos como ellos, y que de igual manera que los atenienses espantaban a sus contrarios antes por su atrevimiento que por sus fuerzas y poder, era muy conveniente que hallasen en sus adversarios quienes hiciesen lo mismo.
Además de estos consejos, les decía que conocía bien el deseo que tenían de ir contra la armada de los atenienses, y este hecho inesperado de los enemigos les espantaría de tal manera, que aprovecharía más el atrevimiento a los siracusanos que a los atenienses la ciencia y ejercicio de mar de que se vanagloriaban.
Con estas palabras de Gilipo y Hermócrates, y algunos otros que les aconsejaban, persuadieron a los siracusanos para que acometieran contra la armada de los atenienses, y con esta determinación Gilipo, al anochecer, puso toda su gente de a pie en orden, fuera de la ciudad, para que al mismo tiempo atacase a los enemigos por tierra hacia la parte del muro junto a Plemirión, y los barcos por la parte de la mar.
Al amanecer, las treinta y cinco galeras de los siracusanos salieron del puerto pequeño donde se habían guarecido para ir hacia el gran puerto, que tenían los enemigos, y con ellos salieron otras cuarenta y cinco naves para ir girando en torno del gran puerto con intención de entremeterse en los enemigos que estaban dentro del gran puerto, y también de acometerles por la parte de Plemirión, a fin de que los atenienses, viéndose atacar por dos partes, fuesen más perturbados.
Viendo esto los atenienses, pusieron en orden los sesenta trirremes que tenían, de los cuales inmediatamente enviaron veinticinco contra los treinta y cinco de los siracusanos que iban hacia el gran puerto para combatirlos, y con los restantes fueron contra los que los querían rodear, con los cuales se mezclaron a la boca del puerto y combatieron gran rato, los siracusanos forcejeando por entrar en el puerto, y los otros pugnando por defenderse.
Mientras tanto, los atenienses que estaban en Plemirión descendieron a lo bajo de la roca, a orilla de la mar, para ver el éxito de la batalla que se estaba librando.
Al amanecer Gilipo atacó el lugar de Plemirión por parte de tierra con tanto ímpetu, que tomó en seguida uno de los tres muros. Al poco rato ganó los otros dos, porque los que estaban en la guarda y defensa de ellos, viendo que el primer muro había sido tan pronto tomado, no cuidaron de defender los otros.
Los que guardaban el primer muro, cuando fue tomado, huyeron, y con gran peligro suyo se metieron dentro de los trirremes que estaban siempre al pie de la roca, y parte de ellos en un batel que hallaron allí, y en estos buques se retiraron a su campo.
Aunque una galera de los siracusanos de las que ya estaban dentro del gran puerto, se opuso a la retirada, mientras Gilipo combatía los otros dos muros de Plemirión, aconteció que los siracusanos fueron vencidos por donde aquellos atenienses huían, y a causa de esta victoria tuvieron medio de retirarse más a su salvo.
La causa de esta victoria fue que las naves de los siracusanos, que combatían a la boca del gran puerto, yendo a caza de los enemigos que estaban de frente, entraron de tropel sin orden alguno, de tal manera, que unas tropezaban con otras. Viendo esto los atenienses, así los que combatían fuera del puerto, como los que habían sido vencidos dentro, se unieron y dieron juntos sobre las que estaban dentro del puerto y sobre las que estaban fuera, con tanto ímpetu, que las pusieron en huida, echando once a fondo, y muriendo todos los que estaban dentro, cogieron tres y otras tres destrozaron.
Pasada esta victoria, los atenienses se apoderaron de los despojos de los naufragios de los enemigos, y levantaron trofeo en señal de triunfo en la isla pequeña que está junto a Plemirión, y después se retiraron a su campo.
De la parte de los siracusanos, a causa de los tres muros que habían tomado junto a Plemirión, levantaron tres trofeos en señal de victoria. De estos tres muros abatieron uno, y los otros tres los repararon y pusieron en ellos buena guarda.
En la toma de estos muros fueron muertos muchos atenienses y otros prisioneros, y además les cogieron todo el dinero que era gran suma, porque tenían este lugar como un fuerte para reunir y guardar todo su tesoro y todas sus municiones y mercaderías, no solamente del Estado de Atenas, sino también de los capitanes, mercaderes y hombres de guerra que iban por su cuenta. Entre otras cosas fueron halladas las velas de cuarenta trirremes y los demás aparejos, y tres trirremes que allí habían sacado a la orilla.
La toma de Plemirión causó gran daño a los atenienses, principalmente porque a causa de ella no podían en adelante llevar provisiones a su campo sin gran peligro, pues los trirremes que allí había de los siracusanos se lo impedían. Esto infundió gran pavor a los atenienses.
Después de la batalla, los siracusanos enviaron doce barcos al mando de su compatriota Agatarco; en uno de ellos iban algunos embajadores que enviaban al Peloponeso para hacer saber a los peloponenses lo que se había hecho, y la buena esperanza que tenían de vencer a los atenienses, y también para excitarles a que les enviasen socorro y tomasen aquella guerra con buen ánimo. Las otras once naves fueron a Italia, porque corría la noticia de que los atenienses enviaban algunos barcos cargados de madera y municiones a su campamento de Siracusa. Estos once buques de los siracusanos encontraron en la mar los de los atenienses, cogieron el mayor número de ellos con todo lo que venía dentro, y quemaron toda la madera que traían para hacer barcos a orillas de la mar junto a Caulonia.
Hecho esto, partieron para el puerto de Locros, y estando en dicho lugar aportó un barco procedente del Peloponeso, que enviaban los de Tespias, cargado de gente de guerra en socorro de los siracusanos, cuya gente metieron en sus naves y el barco regresó a su tierra.
A la vuelta encontraron junto a la costa de Mégara veinte galeras atenienses que estaban espiándoles el paso, y éstas les cogieron una galera de las once. Las otras escaparon llegando a Siracusa.
Pasado esto, hubo otro encuentro pequeño entre los atenienses y lo siracusanos, en el mismo puerto de Siracusa, junto a un parapeto de madera que los siracusanos habían hecho delante de las atarazanas viejas para tener allí dentro sus barcos seguros. Los atenienses hicieron llegar una nave gruesa, recia y muy bien armada para que pudiese sufrir todos los golpes de tiro de piedras, y detrás de ella había muchos bateles pequeños, dentro de los cuales, y también dentro de la nave iban gentes que con máquinas y pertrechos arrancaban los maderos y estacas de palo de aquel parapeto que estaban fijadas y plantadas dentro de la mar, a lo cual los siracusanos resistían con grandes tiros de dardos y piedras que les lanzaban desde las atarazanas, y lo mismo hacían los de la nave contra ellos. Al fin los atenienses rompieron una gran parte del parapeto, aunque con gran trabajo y dificultad por la multitud de estacas de madera que estaban sumidas en el agua, las cuales habían plantado de intento a fin de que los barcos de los atenienses, si querían entrar allí, encallasen y corriesen peligro; pero los atenienses buscaron nadadores que buceando las cortaban debajo del agua; cuando se retiraban, los siracusanos hacían plantar otras estacas que sustituían a las arrancadas.
De esta suerte, cada día hacían alguna empresa o invención nueva unos contra otros, según es de creer entre dos ejércitos acampados el uno cerca del otro. Además había muchas escaramuzas y encuentros pequeños de todas suertes, maneras y ocasiones que era posible.
Los siracusanos enviaron embajadores a los lacedemonios, a los corintios y a los ambraciotas, para hacerles saber la toma de Plemirión, y asimismo la batalla que habían librado en el mar, dándoles a entender que la victoria de los atenienses contra ellos no había sido por esfuerzo y valentía de aquéllos, sino por el desorden de los mismos siracusanos, y por eso tenían fundada esperanza de que al fin quedarían victoriosos, con tal que fuesen ayudados y socorridos por ellos. Por tanto, les pedían que les enviaran de socorro barcos y gente antes que llegase la armada que los atenienses iban a mandar para rehacer la suya, porque, haciéndolo así, podrían derrotar a los que estaban en el campo antes que viniesen los otros y dar fin a la guerra.
Este era el estado de las cosas en Sicilia.


V

Mientras estas cosas pasaban en Sicilia, Demóstenes, con la gente que había reunido para ir en socorro del campamento de los atenienses delante de Siracusa, se embarcó en Egina, y de allí fue costeando a lo largo del Peloponeso, reuniéndose con Caricles, que le esperaba allí con treinta naves, en las cuales embarcó la gente de guerra que los argivos enviaron por su parte.
Desde allí navegaron derechamente hacia tierra de Lacedemonia, y primero descendieron en la región de Limera en tierra de Epidauro, la cual talaron y destruyeron en gran parte.
De allí fueron a salir a tierra de Laconia al cabo de Citera, frente al templo de Apolo, donde hicieron algún daño y cercaron de muro un estrecho semejante al de Corinto, llamado Istmo, para refugio de los ilotas o esclavos de los lacedemonios que quisieran huir de sus señores, y también para acoger ladrones y corsarios que robasen y destruyesen la tierra en torno, según hacían directamente los que estaban dentro de Pilos. Mas antes que el muro fuese hecho, Demóstenes partió hacia Corcira para tomar de allí la gente que había de venir de aquella parte y pasar con ella, cuando estuvo terminado, a Sicilia, y dejó allí a Caricles con sus treinta naves para que acabase el muro. Cuando estuvo terminado, después de haber puesto en él gente de guarnición, partió Caricles en seguimiento de Demóstenes, y lo mismo hicieron los argivos.
En este mismo verano llegaron a Atenas mil y trescientos soldados tracios, de los que ceñían espadas de dos filos y eran naturales de la tribu de los díos, todos muy bien armados y con sus escudos, mandados allí para pasar con Demóstenes a Sicilia, y que por llegar muy tarde, después de la partida de Demóstenes, determinaron los atenienses hacerles volver a su tierra, pues detenerlos allí para la guerra que tenían en Decélea parecíales costoso, atendiendo a que cada uno de ellos quería de sueldo una dracma diaria, y el dinero comenzaba a escasear en Atenas.
Después que los peloponenses cercaron de muro y fortificaron la villa de Decélea, en aquel verano pusieron también gente de guarnición en todas las villas y ciudades donde remudaban sus cuarteles, lo cual produjo grandes males y pérdidas a los atenienses, así de dinero como de otros bienes, pues cuando otras veces los peloponenses iban a recorrer su tierra no paraban en ella mucho tiempo y regresaban a sus ciudades, y los atenienses podían sin obstáculo labrar su tierra y gozar los frutos de ella a su voluntad. Pero cercada de muro la villa de Decélea y puesta dentro guarnición, los atenienses eran continuamente atacados y casi cercados por la gente de guarnición, que no cesaban de recorrer y robar la tierra; a veces con muchos hombres de guerra, y otras con muy pocos. Muy a menudo lo hacían por la necesidad que tenían de guardarse y por coger vituallas y otras provisiones que necesitaban. Y sobre todo mientras Agis, rey de Lacedemonia, estuvo allí con todo su campo, fueron en gran manera perjudicados los atenienses, porque no dejaba descansar a su gente y continuamente los hacía trabajar, mandándoles recorrer y robar tierras de los enemigos, de tal modo que hicieron gran daño en toda la región de Atenas.
Para mayor infortunio, los esclavos que tenían los atenienses huyeron y se pasaron a los peloponenses. Serían en número de veinte mil, y casi todos ellos, o la mayor parte, eran de oficios mecánicos. Juntamente con esto, se les murió casi todo el ganado grande y pequeño, y además, sus caballos fueron en poco tiempo tan trabajados que no se podían servir ni aprovechar de ellos, porque la gente de a caballo estaba continuamente en campaña, así para resistir a los enemigos posesionados de Decélea, como por impedir que la tierra de Ática fuese robada y destruida. Con tan constante servicio unos caballos estaban enfermos y lisiados, otros cojos y resentidos de correr a menudo por aquella tierra que era seca y dura, y muchos heridos, así de tiros de dardos como de golpes de mano.
También las vituallas y provisiones que acostumbraban a traerles a la ciudad de tierra de Eubea y de Oropo, y que solían pasar por la villa de Decélea, que era el camino más corto, fue preciso llevarlas de otras partes más lejanas y que rodeasen por mar la tierra de Sunión, que era cosa de gran trabajo y gasto, por cuyo motivo la ciudad estaba en gran necesidad de todas las cosas que convenían traer de fuera.
Por otra parte, los ciudadanos que se habían retirado y recogido todos en la ciudad, estaban muy fatigados a causa de la guardia que necesitaban hacer sin cesar, así de noche como de día, porque de día había continuamente cierto número de gente en lo alto de los muros que se relevaba por veces, y de noche todos estaban en vela armados, excepto la gente de a caballo; los unos sobre los muros y los otros repartidos por la ciudad, así en tiempo de verano como en invierno, que era un trabajo intolerable, ocasionado por sostener a un mismo tiempo dos grandes guerras. Con todo esto estaban tan obstinados y porfiados, que ninguna persona lo pudiera creer si no lo viera, pues aunque acometidos y cercados hasta los muros, no por eso querían dejar la empresa de Sicilia, sino que casi sitiados como estaban, deseaban mantener el cerco que tenían sobre la ciudad de Siracusa, la cual no era mucho menor que Atenas, queriendo por estos medios mostrar sus fuerzas, poder y osadía mucho mayor que los otros griegos suponían, pues al comienzo de la guerra algunos juzgaban que los atenienses podrían sostenerla por espacio de dos años y otros por tres a todo tirar, y últimamente ninguno lo creía si llegaba el caso, que llegó, de que los peloponenses entrasen en su tierra.
Con todo esto, desde la primera vez que entraron, y hasta que los atenienses enviaron su armada a Sicilia, transcurrieron diez y siete años enteros sin quedar tan quebrantados con esta guerra de diez y siete años en su tierra, que no emprendiesen la de Sicilia, que no era inferior en opinión de las gentes que la primera.
Estando así apurada la ciudad de Atenas por la pérdida de la villa de Decélea, como por los otros gastos arriba dichos, tuvo gran necesidad de dinero, por cuya causa aquel año impusieron a los súbditos de los lugares marítimos, en lugar del tributo que daban antes, uno de la veintena de sus haciendas, pensando que por esta vía sacarían más dinero que del tributo ordinario, y así era menester, pues los gastos eran tanto más grandes cuanto estas guerras eran mayores que las primeras, y sus rentas ordinarias estaban agotadas.
Este fue el motivo de que tan pronto como los tracios, que venían en su socorro, llegaron, según hemos dicho, los hicieron regresar por falta de dinero, y encargaron llevarlos por mar a Diítrefes, al cual mandaron que en el viaje buscase manera para que aquellos tracios hi-ciesen algún daño en Eubea y en las otras tierras marítimas de los enemigos junto a las cuales pasasen, porque por necesidad habían de pasar el estrecho de Eubea, llamado Euripo.
Diítrefes saltó en tierra con los tracios en el puerto de Tanagra, hizo algunos robos apresuradamente, y tras esto les mandó volver a embarcarse y los llevó derechamente a Calcis, que está en tierra de Eubea. De noche pasó el estrecho, penetró en Beocia, y saltando en tierra hizo caminar toda la noche a su gente hacia la ciudad de Micaleso y les mandó que se escondiesen dentro del templo de Hermes, que está de la ciudad cerca de diez y seis estadios. Cuando fue de día les ordenó salir y caminar ha-cia la ciudad, la cual, aunque era muy grande, la tomó inmediatamente porque no tenía guardas, y los ciudadanos no sospechaban mal alguno, no pensando que corsarios u otros enemigos, yendo por mar, osaran internarse tanto en tierra. Por esta causa tenían muy ruines muros para la cerca de su ciudad, en muchas partes estaban caídos y en otras muy bajos, y porque no temían asechanzas y traiciones, no cuidaban de cerrar las puertas.
Cuando los tracios estuvieron dentro de la ciudad, la robaron y saquearon toda, así los templos y lugares sagrados como las casas particulares y lugares profanos, y lo que es peor, mataron a todos cuantos hallaron, hombres y mujeres de cualquier edad que fuesen, y bestias y ganados, porque tal es la condición de los tracios, que son los más bárbaros entre todas las otras gentes para cometer toda suerte de crueldades en cualquier parte donde se pueden hallar sin temor.
Entre otras muchas crueldades, hicieron una muy grande, que fue entrar en las escuelas donde estaban los niños y escolares aprendiendo, que eran en gran número, y los mataron a todos. Fue esta desventura tan grande y tan súbita, y no pensada, cual nunca jamás se vio en una ciudad.
Sabida la cosa por los tebanos, salieron inmediatamente tras ellos y alcanzáronlos cerca de la ciudad, peleando con ellos y venciéndolos y desbaratándolos de tal manera, que les hicieron dejar la presa. Después los siguieron hasta el estrecho y allí mataron muchos que no se pudieron embarcar en sus naves a causa de que los que quedaron dentro de ellas para guardarlas, viendo acercarse a los enemigos, las retiraron mar adentro donde estuviesen fuera del peligro de los dardos y armas arrojadizas, y los que no pudieron entrar primero ni sabían donde acogerse, fueron todos muertos. Hubo allí una gran matanza, porque hasta tanto que llegaron a orilla del mar, se retiraban todos juntos en buen orden según tenían por costumbre, de tal manera que se podían muy bien defender contra la gente de a caballo de los tebanos que eran los primeros que los habían acometido, de suerte que perdieron muy pocos de los suyos, mas después que llegaron a la orilla, a la vista de sus naves, rompieron la ordenanza por codicia de meterse en ellas; también algunos fueron cogidos dentro de la ciudad donde se habían quedado por robar, los cuales asimismo fueron todos muertos; de manera que de mil trescientos tracios que eran, no escaparon sino doscientos cincuenta.
De los tebanos y de otros que fueron con ellos, no murieron más de veinte de a caballo, entre los cuales, uno de los gobernadores de Beocia, llamado Escirfondas, y los que antes dijimos, que fueron muertos dentro de la ciudad, donde se ejecutó aquella crueldad y desventura, que fue la mayor que pudo ocurrir a cualquier villa o ciudad en todo aquel tiempo que duró la guerra.


VI

Volvamos a lo que se hacía en Grecia. Después que Demóstenes cercó de muro el lugar de que arriba hemos hablado en tierra de Laconia, partió para pasar a Corcira, y navegando mar adelante, encontró en el puerto de Fía, que está en tierra de Élide, un trirreme cargado de gente de guerra de los corintios que quería pasar a Sicilia, el cual echó a fondo, aunque los que en él iban se salvaron, y después volvieron a embarcase en otro y pasaron a Sicilia.
Desde allí fue Demóstenes a Zacinto y Cefalonia, donde tomó alguna gente de guerra que embarcó en sus naves, y después a Naupacto donde mandó ir a los mesenios.
Desde Naupacto atravesó la mar y pasó a Acarnania, que está de la otra parte en tierra firme, y de allí fue a las villas de Alizea y de Anactorión, que eran del partido de los atenienses. Estando en esto, acaeció que Eurimedonte, que por aquella mar volvía de Sicilia, donde había sido enviado para llevar dinero a la armada, fue a buscar allí a Demóstenes y le dijo, entre otras cosas, que sabía que los siracusanos habían recobrado a Plemirión.
Poco después llegó a ellos Conón, que era el capitán de Naupacto, y les dijo que había veinticinco barcos de los corintios en la costa frente a Naupacto, y no cesaban de ir a acometerles ni esperaban ya sino la batalla, y por eso les demandó que le proveyesen de naves en número bastante, porque él sólo tenía diez y ocho, las cuales no eran bastantes para combatir a veinticinco.
Demóstenes y Eurimedonte accedieron a su demanda y le dieron diez de las suyas, las más ligeras, con las cuales regresó y ellos partieron para ir a reunir gente, según les habían encargado, a saber: Eurimedonte, enviado por compañero de Demóstenes, a Corcira, donde llenó quince de sus trirremes con gente de la tierra, y Demóstenes por tierra de Acarnania, donde tomó a sueldo todos los honderos y tiradores que pudo para Sicilia.
Después que los embajadores de los siracusanos que habían sido enviados a las otras ciudades de Sicilia para obtener socorro cumplieron su misión y persuadieron a muchos de aquellos a quien demandaban ayuda, cogiendo a sueldo alguna gente de dichas ciudades para llevarlas a Siracusa, Nicias, que fue advertido de ello, envió mensaje a todas las ciudades y villas que eran de su partido por donde había de pasar necesariamente aquella gente de guerra, y principalmente a los centoripas y a los alicias, para que les impidieran el paso con todo su poder. Los reclutados no podían buenamente ir por otra parte, a causa de que los acragantinos les negaban el paso. A la demanda de Nicias otorgaron de buena gana aquellas ciudades, y pusieron emboscadas al paso en tres partes, las cuales acometieron de improviso a aquella gente de guerra, mataron cerca de ochocientos y juntamente con ellos a todos los embajadores, excepto uno que era natural de Corinto, el cual llevó todos los que se salvaron a Siracusa, que fueron cerca de mil y quinientos.
Al mismo tiempo llegó a los siracusanos otro socorro, el de los camarinos, que les dieron quinientos hombres muy bien armados y seiscientos tiradores, y los gelenses les enviaron cinco naves, en las cuales iban cuatrocientos ballesteros y doscientos de a caballo.
En efecto, excepto los acragantinos, que eran del partido de los atenienses, la mayor parte de toda la tierra de Sicilia, aunque hasta aquel tiempo no se había declarado, envió socorro a los siracusanos, los cuales, con todo esto, por la pérdida sufrida de los ochocientos hombres en los pasos de Sicilia, como antes se ha dicho, no osaron tan pronto acometer a los atenienses
Entretanto Demóstenes y Eurimedonte, habiendo reunido gran número de gente, así de Corcira como de la tierra firme, pasaron el mar Jónico y llegaron al cabo de Yapiga. En este lugar y en las islas Quérades, allí cercanas, cogieron ciento y cincuenta ballesteros de la nación de los mesapios por consentimiento de Artas, señor de aquel lugar, con el cual renovaron la amistad que antiguamente había entre él y los atenienses.
Partidos de allí fueron a aportar a Metapontio, que está en Italia, donde persuadieron a los de la villa a que les diesen trescientos tiradores y dos naves, por razón de la confederación y alianza antigua que con ellos tenían.
De allí fueron a Turio, donde entendieron que todos aquellos que seguían el partido de los atenienses habían sido lanzados poco antes de la tierra, y pararon algunos días con toda la armada por saber si había quedado en la ciudad alguna persona que fuese del bando de los atenienses, y también por hacer con ellos más estrecha amistad y alianza que tenían antes, a saber: que fuesen amigos de amigos y enemigos de enemigos.
En este tiempo los peloponenses, que tenían los veinticinco trirremes anclados en la playa de Naupacto, para guarda y seguridad de los barcos que habían de pasar por allí con el socorro que enviaban a Siracusa, se prepararon para combatir contra los de los atenienses, que estaban en el puerto de Naupacto, y también habían abastecido de gente otras naves, de manera que serían poco menos en número que los atenienses.
Fueron a echar anclas en una playa de Acaya, llamada Erineo, en territorio de Ripos, que tiene forma de media luna. En las rocas que estaban a los lados de aquella costa habían puesto su gente de a pie, así de los corintios como de los de la tierra, de manera que la armada quedó en medio guardada por la parte de tierra y toda junta. Su capitán era el corintio Poliantes.
Contra esta armada fueron los treinta y tres trirremes atenienses que estaban en el puerto de Naupacto, cuyo capitán era Dífilo; viendo lo cual, los corintios al principio se estuvieron quedos en su sitio sin salir fuera; mas cuando les pareció que era tiempo salieron contra los atenienses y combatieron gran rato una armada contra la otra, de manera que fueron tres galeras de los corintios echadas a fondo y de la armada de los atenienses, aunque ninguna fue lanzada a pique, siete quedaron destrozadas en las proas por una banda de los corintios que era más fuerte que la suya, y todos los remos quebrados, de manera que resultaron completamente inútiles para navegar.
La batalla fue tan reñida, que cada cual de las partes pretendía haber conseguido la victoria. Los atenienses recogieron los náufragos y despojos; mas como arreciara el viento se retiraron unos de una parte y otros de otra, los peloponenses hacia la costa, donde podían estar más seguros a causa de la gente que tenían en tierra, y los atenienses hacia Naupacto.
Cuando así fueron separados, los corintios inmediatamente levantaron trofeo en señal de victoria, a causa de que las naves que habían destrozado de los enemigos eran más en número que las que ellos habían perdido, y les fueron echadas a fondo, teniendo por cierto que no habían sido vencidos por la misma razón que tenían los enemigos para pensar no haber triunfado, pues parecía a los corintios no haber sido vencidos si la victoria de los enemigos no era muy grande; y asimismo los atenienses, por el contrario, se juzgaban casi por derrotados si no alcanzaban gran victoria.
Con todo esto, después que los peloponenses se ausentaron de aquella costa, y su gente de a pie que tenían en tierra también se fue, los atenienses levantaron un trofeo en el cabo de Acaya como vencedores, aunque a más de veinte estadios del lugar de Erineo, donde estaban las naves de los corintios.
Este fin tuvo la batalla naval entre ellos.


VII

Después que los turios se confederaron con los atenienses, según antes se ha dicho, Demóstenes y Eurimedonte escogieron setecientos soldados bien armados y trescientos tiradores, y los hicieron embarcar mandándoles que fuesen derechamente a tierra de Crotona, y cuando pasaron revista a su gente, junto al río de Síbaris, los llevaron por tierra de los turios hacia Crotona; pero al llegar al río de Hilias vinieron a ellos mensajeros de los crotoniatas, y les dijeron que los señores no querían que pasasen por su tierra, por lo cual tomaron su camino hacia la mar, río abajo. Cuando llegaron al cabo, que está frente adonde el río entra en la mar, asentaron allí su campo, y sus naves fueron allí a aportar.
Embarcados todos, navegaron a lo largo de aquella costa, teniendo negociaciones y tratos con todas las villas y lugares que estaban en ella, excepto la ciudad de Locros; y finalmente llegaron al lugar de Petra, que está en tierra de Reggio.
Durante este tiempo, los siracusanos, advertidos de la venida, determinaron tentar de nuevo su fortuna en combate naval; pusieron en orden gran número de gente de a pie por tierra, y también mandaron aparejar muchas naves de otra suerte que hicieron en el primer combate, porque en él habían aprendido, y entendiendo la falta cometida entonces y remediada ahora, tenían esperanza cierta de alcanzar la victoria.
Habían acortado las puntas de proa a fin de que estuviesen más firmes y recias, y reforzado y armado los lados de sus trirremes con grandes trozos de maderos de seis codos de largo, así por dentro como por fuera, de la misma suerte que los corintios habían hecho con sus naves cuando combatieron contra los atenienses en Naupacto. Parecíales que con esta reforma, acometiendo a las naves de los atenienses, que tenían las proas más largas y delgadas para no embestir por la punta, sino por los lados, evitando que tropezaran las proas, sus trirremes serían tan buenos o mejores que los otros.
Tenían además en cuenta que combatiendo dentro del gran puerto con gran número de naves, no habría espacio ni lugar para ir cercando a la redonda, sino que convendría ir a afrontarse cara a cara, por lo cual siendo las puntas de sus trirremes más fuertes y mejor herradas que las otras, las tropezarían más fácilmente y a su salvo, y por este medio esperaban que aquello mismo que había sido causa en el primer combate de su pérdida, por la ignorancia de sus marineros para combatir de otra manera que de frente, atacando de proa, les daría ahora la victoria.
Los atenienses por su parte no podrían retirar sus naves a su voluntad para después revolver sobre las de los enemigos, como habían hecho la vez pasada, sino que por necesidad las habían de retirar hacia la parte de la tierra, y allí no tendrían gran espacio para hacerlo, cuanto más que hallarían el ejército de los siracusanos a punto y bastante para hacerles daño y socorrer a los suyos.
Además, hallándose los atenienses en lugar tan estrecho, se estorbarían unos a otros, lo cual les había dañado en gran manera en todos sus combates navales, porque no se podían retirar tan a su salvo como los siracusanos, que tenían el puerto pequeño y también la boca del gran puerto ocupada, y por este medio la retirada por alta mar, y los atenienses poseían el gran puerto que era muy espacioso, y a Plemirión, que estaba frente a la boca del gran puerto.
Así trazaron los siracusanos sus cosas con buena esperanza de victoria por las razones arriba dichas, y la pusieron por obra de esta manera.
Gilipo, poco antes del combate, sacó fuera de la ciudad su gente de a pie, muy cerca del muro de los atenienses por la parte de la ciudad. Por otro lado, todos aquellos que estaban en Olimpieón, así de a caballo como de a pie, armados a la ligera y tiradores, fueron también hacia aquel muro por las dos partes, y poco después salieron las naves de los siracusanos, tanto las suyas propias como las de los aliados.
Cuando los atenienses vieron salir la armada de los enemigos, quedaron muy turbados, porque como poco antes hubiesen visto solamente la gente de a pie ir hacia la muralla no pensaban que les acometerían además por otras partes.
Replegáronse, pues, y se pusieron en orden de batalla, unos sobre el muro, otros delante y los otros aparte para apoyar a la gente de a caballo y tiradores armados a la ligera; las tripulaciones dentro de sus trirremes, y otras fuerzas a la entrada del gran puerto y a lo largo de la marina para poder socorrer las naves.
Cuando sus barcos estuvieron listos, que serían hasta sesenta y cinco, vinieron a dar en los de los contrarios, que serían ochenta, y combatieron todo aquel día una armada contra la otra, sin que pudiesen hacer cosa de gran importancia de una parte ni de otra, excepto que los siracusanos echaron a pique una nave o dos de los enemigos, y llegada la noche se separaron y retiraron cada uno a su estancia. Lo mismo hicieron los de la ciudad que habían ido contra el muro de los atenienses.
Al día siguiente los siracusanos no presentaron batalla ni mostraron que lo querían hacer, y por esta causa Nicias, que había visto que el día anterior fueron iguales, sospechando que los contrarios quisiesen volver otra vez a tentar fortuna, mandó a los patrones y capitanes que reparasen los trirremes que habían sido maltratados, y sacar las naves que había hecho encerrar en un seno del gran puerto cercado de estacas para mayor seguridad, y que las sacaran a alta mar, apartadas una de otra por espacio equivalente a una fanega de tierra, a fin de que si, combatiendo alguno de sus trirremes se viese en aprieto, pudiera refugiarse junto a estas naves de carga. En estos trabajos y otros semejantes invirtieron los atenienses todo aquel día y la noche siguiente.
Al otro día por la mañana los siracusanos salieron por mar y por tierra, de la misma suerte que habían salido dos días antes, excepto que fueron a mejor hora, y así combatieron durante la mayor parte del día de igual manera que habían hecho en el combate precedente, sin que se conociese ventaja de una parte ni de otra.
Entonces el corintio Aristón, que era el mejor piloto que había en toda la armada de los siracusanos, persuadió a los otros capitanes de las naves que enviasen a toda prisa alguna parte de su gente dentro de la ciudad y que él haría lo mismo para ordenar que todos los que tuviesen vituallas dispuestas las trajesen a vender a la orilla del mar, a fin de que en seguida comiesen los suyos, volvieran a embarcarse inmediatamente y fuesen a dar sobre los enemigos que estaban desapercibidos.
Hecho así en poco rato, trajeron gran abundancia a la orilla de la mar, y todos a paso quedo se retiraron a comer.
Viendo esto los atenienses, y creyendo que se retiraban como vencidos, ellos también se retiraron y saltaron en tierra, unos para comer y otros para otras ocupaciones, sin pensamiento que aquel día hubiese nuevo combate por mar. Pero al poco rato vinieron los siracusanos, que ya habían comido, a dar sobre ellos de repente, cosa que perturbó mucho a lo atenienses y trabajaron por reembarcarse lo más pronto que pudieron con bullicio y desorden, muchos de ellos antes de probar bocado, saliendo frente a los enemigos.
Cuando estuvieron a la vista y bien cerca unos de otros, se pararon los de una parte y de la otra, meditando cómo podrían cada cual acometer al enemigo con ventaja. Mas los atenienses, teniendo por deshonra que los enemigos los sobrepujasen en labor y trabajo, dieron los primeros señal de batalla y embistieron a los enemigos, que los recibieron con las puntas de sus proas que estaban bien armadas y reforzadas, según tenían determinado, de tal manera que destrozaron gran parte, rompiéndoles las puntas de sus remos, y desde las gavias herían con piedras y otros tiros a muchos de los enemigos que estaban dentro de sus naves.
Pero mucho mayor daño les hacían los barcos ligeros de los siracusanos, que los acometían por todas partes con golpes y tiros, de suerte que los atenienses fueron forzados a huir, y con ayuda de sus barcos se retiraron a su estancia, porque los siracusanos no se atrevieron a seguirles más adelante de los buques colocados según antes se dijo, a causa de tener éstos las entenas levantadas muy altas con los delfines[2] de plomo que pendían de ellas, de suerte que sus trirremes no los podían abordar sin peligro de ser destrozados, según sucedió a dos de ellos que se atrevieron a embestir a estos barcos, uno de los cuales fue cogido con todos los que iban dentro.
Finalmente, siete naves de los atenienses fueron echadas a fondo, otras muchas destrozadas, y gran número de los suyos muertos o prisioneros, por razón de cuya victoria los siracusanos levantaron trofeo en señal de triunfo, teniendo para sí que en adelante serían más fuertes que los atenienses por mar y que vencerían al ejército, por lo cual se prepararon para acometerles otra vez.


VIII

Mientras esto acontecía, Demóstenes y Eurimedonte llegaron al campamento de los atenienses con setenta y tres naves de las suyas y de las de sus aliados, y en las cuales traían cerca de cinco mil combatientes, parte de los de sus pueblos y parte de sus aliados, y con ellos venían otros muchos de los bárbaros tiradores y flecheros, así griegos como extranjeros.
Mucho alarmó esto a los siracusanos, porque no veían medio de poder rechazar tan gran ejército, considerando que si los atenienses, cercados en Decélea, poseían medios para enviar socorro tan grande como el primer ejército, no les podrían resistir en adelante. Tenían además en cuenta que el ejército ateniense, maltratado por ellos, cobraba fuerzas con la venida del nuevo socorro.
Cuando Demóstenes llegó al campamento, comenzó a dar orden para poner en ejecución su empresa y probar sus fuerzas lo más pronto que pudiese, por no caer en el mismo error en que antes había caído Nicias, el cual, aunque al principio llegó con tanta estima y reputación que puso temor y espanto a todos los de Sicilia, por no dirigirse inmediatamente contra Siracusa y gastar mucho tiempo en detenerse en Catania, perdió toda su fama, y Gilipo, a causa de esta tardanza, tuvo tiempo para llevar del Peloponeso el socorro que condujo a Siracusa antes que el otro llegase; socorro que ni aun los mismos siracusanos hubieran demandado si Nicias les sitiara inmediatamente que llegó, pues creían que eran harto bastantes y poderosos para defender su ciudad contra las fuerzas solas de este caudillo.
Considerando todo esto Demóstenes, y también que los enemigos cobrarían temor y espanto por su venida, quiso el mismo día que llegó mostrar sus bríos a los contrarios.
Viendo que el muro fuerte que los siracusanos habían hecho al través del otro de los atenienses para estorbarles que lo acabaran, era flaco y sencillo, y tal que fácilmente le podría derrocar el que ganase a Epípolas, y que en los parapetos que allí habían hecho no tenían mucha gente de defensa que pudiese resistir a sus fuerzas, se apresuró a acometerles, esperando que en breve tiempo vería el fin de aquella guerra, porque tenía propósito o de tomar a Siracusa por fuerza de armas o volver con toda aquella armada a su tierra sin más trabajo para los atenienses, así los que allí estaban en el sitio como los que habían quedado en la ciudad.
Con esta intención los atenienses entraron en las tierras de los siracusanos. Primeramente recorrieron los campos de Anapo y robaron los lugares por tierra con la infantería, y por la mar con la armada, según habían he-cho al principio y porque no osaban acudir contra ellos los siracusanos por mar ni por tierra, excepto los de a caballo y algunos tiradores y flecheros que salían de Olimpieón.
Después pareció a Demóstenes buen consejo atacar los fuertes y parapetos de los enemigos con sus pertrechos y máquinas de guerra. Mas cuando estaban ya las máquinas cerca de los parapetos, los siracusanos pusieron fuego y todos los que acometían fueron rechazados, por lo cual Demóstenes mandó retirar a su gente, no pareciéndole acertado perder allí más tiempo en balde, sino antes ir a acometer a Epípolas, de lo que persuadió fácilmente a Nicias y a los otros capitanes sus compañeros, mas esto no se podía hacer de día sin que fuesen vistos por los enemigos.
Para realizar esta empresa ordenó que cada soldado hiciese provisión de vituallas para cinco días, y además hizo llamar a todos los canteros y carpinteros que había en el campo y otros muchos obreros y oficiales para que tuviesen piedra y otros materiales necesarios para construir fuertes y parapetos, y con esto gran copia de dardos y demás armas arrojadizas, con intención de hacer un fuerte junto a Epípolas para combatir desde allí, y tomar éste si pudiese.
Hecho así, al empezar la noche, Demóstenes, Eurimedonte y Menandro caminaron con la mayor parte del ejército hacia Epípolas, dejando la guarda de los muros a Nicias, y cuando llegaron a la roca que está junto al lugar llamado Eurielo, antes que los centinelas de los siracusanos que estaban en el primer muro lo sintiesen, tomaron este muro a los enemigos y mataron algunos de aquellos que estaban de guardia; de los demás, la mayor parte se salvaron y avisaron la llegada de los enemigos a la tercera guardia que allí estaba, que era de los siracusanos, de los otros sicilianos y de los aliados. Principalmente los seiscientos siracusanos que guardaban aquella parte de Epípolas se defendieron valientemente, siendo lanzados por Demóstenes y los atenienses que los siguieron hasta las otras guardias para que no tuvieran tiempo de rehacerse ni a los otros de defenderse, con tanta presteza y diligencia que tomaron los parapetos y baluartes, y seguidamente comenzaron a derrocarlos desde lo alto.
Entonces los siracusanos y Gilipo, viendo la osadía de los atenienses, que habían ido a acometer su fuerte de noche, salieron de sus estancias donde estaban de guardia y cargaron sobre ellos, mas al principio fueron rechazados.
Quisieron después los atenienses marchar adelante y sin orden, como gente que ya tenía alcanzada la victoria, y también porque sospechaban que si no se apresuraban a ejecutar su empresa y a derrocar los muros y parapetos, los enemigos tendrían tiempo para volverse a juntar. Tra-bajaban, pues, lo más que podían en romper y derrocar los muros, mas antes de rechazar a todos los enemigos resistiéronles primeramente los tebanos que sostuvieron su ímpetu, y después los otros, de tal manera que fueron dispersados y puestos en huida, en cuya derrota hubo gran desorden y pérdida, y muchos males y dificultades que no se podían ver por ser de noche, porque aun de las cosas que se hacen de día no se puede tener certidumbre de la verdad por los que en la pelea se hallan, que apenas puede contar cada uno lo que se ha hecho donde él está o cerca de él, por lo cual, querer saber detalladamente todo lo que sucede en un encuentro de noche entre dos grandes ejércitos es cosa imposible, y aunque había luna clara aquella noche, empero la claridad ni era tan grande que se pudiese bien conocer uno a otro aunque se viesen las personas, ni juzgar cuál era amigo o enemigo, cuanto más reuniéndose gran número en poco trecho, así de una parte como de la otra.
Rechazados los atenienses por una parte y separados de los otros que seguían su primera victoria, unos subían sobre los fuertes y reparos de los siracusanos, y otros iban en socorro de los suyos sin saber dónde habían de ir, porque estando los primeros de huida y siendo el ruido grande, no podían entenderse unos a otros ni comprender lo que habían de hacer.
Los siracusanos, por la parte que iban victoriosos, daban grandes voces, mandando los capitanes lo que habían de hacer, porque de otro modo no se podían entender a causa de la oscuridad de la noche, y asimismo, cuando lanzaban a los enemigos que encontraban, prorrumpían en muchos y grandes gritos.
De la otra parte los atenienses buscaban a los suyos, y porque iban de huida sospechaban que todos los que encontraban eran enemigos, no teniendo otro remedio para reconocerse sino el apellido, de manera que preguntándose unos a otros hacían mucho ruido, produciendo gran perturbación y dándose a conocer con sus voces a los enemigos, los cuales, porque alcanzaban la victoria y no estaban turbados como los atenienses, se conocían mejor.
Además, si algunos de los siracusanos se hallaban en poco número entre muchos atenienses, nombraban los apellidos de éstos y por tal medio se escapaban, lo cual no podían hacer los atenienses, porque sus enemigos no respondían al apellido, y donde quiera que se hallaban más flacos de fuerza eran muertos o perdidos.
Había también otra cosa que les turbaba en gran manera, y era el son de las bocinas y las canciones que cantaban para dar la señal, porque así los enemigos como los que estaban de parte de los atenienses, es decir, los argivos y corcirenses y todos los otros dorios, tocaban y cantaban de una misma manera, por lo cual todas cuantas veces esto se hacía, los atenienses no sabían de qué parte venía el son ni a qué propósito.
Tan grande llegó a ser el desorden, que cuando se encontraban unos a otros se herían amigos con amigos, y ciudadanos con ciudadanos antes que se pudiesen conocer, y los que iban huyendo no sabían qué camino tomar, ocurriendo que muchos se despeñaron de sitios altos, donde morían a manos de los enemigos, a causa de que el lugar de Epípolas está muy alto y tiene pocos senderos y caminos, y éstos muy estrechos, de manera que era cosa muy difícil seguirlos, mayormente yendo de huida, aunque algunos de ellos se escapaban y salían a lo llano, y éstos eran los que habían estado al principio del cerco, porque conocían la localidad y así se salvaban y volvían a su campo; pero los recién venidos que, en su mayor número, no sabían los caminos, salieron errantes, y viéndoles u oyéndoles por el campo la gente de a caballo de los enemigos, fueron todos muertos.
Al día siguiente, los siracusanos levantaron dos trofeos en señal de victoria, uno a la entrada de Epípolas y otro en el lugar donde los tebanos habían hecho la primera resistencia, y los atenienses, otorgándoles la victoria, les demandaron los muertos para enterrarlos, que fueron muchos. Pero se hallaron más número de arneses que de cuerpos muertos, porque aquellos que huían de noche por las rocas y peñas, siendo forzados a saltar de lo alto a lo bajo, en muchas partes arrojaban las armas para poder huir más fácilmente, y de esta manera se salvaron muchos.


IX

Esta victoria no esperada hizo cobrar ánimo y osadía a los siracusanos como antes, por lo cual, entendiendo que los de Acragante estaban entre sí discordes, enviaron a Sicano con quince galeras para intentar atraerles a su amistad y alianza.
Por otra parte, Gilipo fue por tierra a las ciudades de Sicilia para demandarles socorro de gente, con esperanza de que con éste y por la victoria que habían alcanzado los siracusanos en Epípolas, tomarían por fuerza los muros de los atenienses.
Entretanto, los capitanes del ejército ateniense estaban con mucho cuidado, considerando la derrota pasada y las dificultades que había en su campo y en la armada, uno y otra con tantas necesidades que todos en general estaban cansados y trabajados de aquel cerco, mayormente a causa de que en el campamento había muchas enfermedades, por dos razones: una la estación del año, que por entonces era la más sujeta a enfermedad, y otra por el lugar donde tenían asentado el campamento, en sitios pantanosos y bajos, muy incómodos para estar allí de asiento.
Por estas causas, Demóstenes era de opinión que no debiesen esperar más allí, y pues le había resultado mal la empresa de Epípolas, le parecía mejor consejo partir que quedar, porque la mar estaba a la sazón buena de pasar, y con los demás barcos que habían traído consigo, eran más fuertes en mar que los enemigos.
Por otra parte, le parecía cosa más conveniente y necesaria ir a pelear en su propia tierra, donde los enemigos se habían hecho fuertes y habían formado una plaza, que no estar allí gastando tiempo y dinero sobre una villa en tierras lejanas, sin esperanza de tomarla. Este era el parecer de Demóstenes.
Nicias, aunque tenía conocidas todas estas dificultades, no lo quería confesar públicamente en presencia de todos, ni acordar que levantasen el cerco, temiendo que esto llegara a noticia de los enemigos. Además tenía alguna esperanza, porque sabía mejor la situación en que estaban las cosas de la ciudad que ninguno de sus compañeros, y consideraba que el largo cerco resultaba en más daño de los siracusanos y más ventaja suya, porque los enemigos gastarían sus haberes con la gran armada que tenían sobre la mar.
También Nicias tenía sus inteligencias con algunos de la ciudad, que le avistaban en secreto no levantase el cerco.
Por todas estas causas entretenía la cosa, y era contrario al parecer de todos aquellos que querían levantar el sitio, esperando lo que pudiera ocurrir, y decía públicamente que no se había de levantar el cerco ni lo consentiría por su parte, y que sabía de cierto que si esto hacían sin licencia del Senado de Atenas, se lo tomarían a mal. Añadía, que los que hubiesen de juzgar en Atenas si lo habían hecho bien o mal, no serían del número de los que estaban en el campamento y visto los trabajos y necesidades del ejército, sino otros extraños, que no darían fe ni crédito a lo que dijesen los soldados, sino antes a los que les acusasen y les hiciesen cargos con hábiles argumentos, mayormente teniendo en cuenta que los más de los soldados que allí se hallaban y eran de opinión de partir, cuando se viesen en Atenas lo negarían, es decir, que asegurarían no haber sido de tal parecer, sino que los capitanes se dejaron corromper por dinero. Por tanto, aseguraba que el que conociese la naturaleza y condiciones de los atenienses no querría exponerse al seguro peligro de ser condenado por vil y cobarde, y tendría por mejor sufrir cualquier trabajo y pelear contra los enemigos si fuese menester.
A estas razones añadía la de que los enemigos estaban en mucho peor estado que ellos, porque hacían considerables gastos pagando hombres mercenarios, cogidos a sueldo, y también manteniendo tan numerosa armada, la cual habían ya entretenido por un año entero para guardar las villas y tierras de sus aliados. Además sufrían grandísima escasez de vituallas y de todas las otras cosas necesarias, de tal manera que les sería casi imposible sostener por más tiempo aquel gasto.
Aseguraba saber por verdad que habían ya gastado más de dos mil talentos, y estaban adeudados en muchos más, y si cesaban de pagar a los soldados mercenarios perderían su crédito, porque la mayor parte de sus fuerzas constaba de estos soldados y extranjeros, antes que de los suyos propios y naturales, lo cual era muy al revés en los atenienses. En estas razones se fundaba para opinar que debían continuar el cerco y no partir de allí, como si ellos tuviesen más necesidad de dinero que los enemigos, estando, por el contrario, mejor provistos que ellos.
Tal fue la opinión de Nicias, teniendo por muy cierta y sabida la necesidad en que estaban los enemigos, principalmente de dinero, y también fundó su parecer en lo que le enviaban a decir aquellos con quienes tenía inteligencias secretas en la ciudad, a saber: que de ninguna manera debiera partir, confiando en la armada que tenía por entonces, mucho más poderosa que cuando fue vencido antes que le llegase el socorro.
Demóstenes perseveraba en su opinión, que era levantar el cerco y partir para Grecia, y si fuese menester no partir de allí sin licencia de los atenienses, debían retirarse a Tapso o a Catania, desde cuyos lugares podrían recorrer y robar la tierra de los enemigos, y de esta manera mantenerse y ser señores de la mar para poder ir y venir y pelear a su salvo cuando fuese menester, y no estar allí encerrados así por mar como por tierra. En conclusión, no le parecía en manera alguna que debiesen estar más allí, sino partir inmediatamente sin esperar más.
Eurimedonte era de su mismo parecer; mas por la contradicción de Nicias la cosa se dilataba, tanto más, porque pensaban que Nicias, por tener más conocimiento de las cosas que otro ninguno, no se decidía a esto sin gran razón, y por tales causas la armada se quedó allí por entonces.
Gilipo y Sicano volvieron a Siracusa, Sicano sin poder acabar cosa alguna con los de Acragante, por causa de que aun estando él en la villa de Gela, los que seguían el partido de los siracusanos habían sido lanzados por lo del bando contrario. Mas Gilipo, de su viaje por las ciudades de Sicilia, trajo consigo gran número de gente de guerra de aquella tierra, y con ellos los soldados que los peloponenses habían enviado desde el comienzo de la primavera en las naves de carga y que habían desembarcado en Selinunte, viniendo de las partes de Libia, donde habían aportado en aquel viaje al partir de Grecia. Ayudados y socorridos por los de Cirene con dos galeras y marineros, fueron en socorro de los evasperitas contra los libios, que les hacían guerra, y después de vencer a los libios desembarcaron en Cartago, desde donde hay muy corto trecho hasta Sicilia, de tal manera que en dos días y una noche habían venido desde allí a Selinunte.
Llegado allí aquel socorro, los siracusanos se apercibieron para acometer de nuevo a los enemigos, así por mar como por tierra.
Por otra parte los atenienses, viendo el socorro que habían recibido los de la ciudad, y que sus cosas iban empeorando de día en día por las enfermedades que aumentaban en el campo, estaban muy arrepentidos de no haber antes levantado el cerco.
También Nicias no lo contradecía tanto como al principio, sino solamente decía que se debía tener la cosa secreta. Por su parecer se dio orden reservada por todo el campo para que se apercibiesen y estuviesen a punto de levantar el campamento al oír la señal de la trompeta. Pero mientras se disponía la partida ocurrió un eclipse de luna estando llena, lo cual muchos de los atenienses tuvieron por mal agüero, y aconsejaron por esto no partir, principalmente Nicias, que daba gran crédito a semejantes agüeros y cosas, y decía que de ninguna manera debían marcharse hasta pasados tres novenarios,[3] porque tal era el consejo y parecer de los astrólogos y adivinos, y por este motivo continuaron en aquel sitio.


X

Habiendo los siracusanos sabido el consejo y deliberación de los atenienses, y que querían levantar el cerco, estaban más animosos y dispuestos a combatirles, porque si deseaban emprender la retirada ocultamente, bien daban a entender que se sentían más flacos de fuerzas por mar y por tierra.
No querían además dar lugar a que, partidos de allí, fuesen a parar a algún lugar de Sicilia de donde les pudiesen hacer más daño que no donde estaban. Por esta causa determinaron obligarles a pelear por mar tan pronto como viesen que les podía ser ventajoso, mandaron embarcar toda su gente y estuvieron quietos por algunos días.
Cuando llegó el tiempo que les pareció oportuno, enviaron primero una parte de la gente de guerra hacia los fuertes y muros de los atenienses, contra los cuales salieron al encuentro por varios portillos algunos atenienses de a pie y de a caballo, aunque eran pocos en número, por lo cual fácilmente les rechazaron y cogieron algunos hombres de a pie y cerca de setenta de a caballo atenienses, como también algunos de los aliados, y hecho esto se retiraron los siracusanos.
Al día siguiente acudieron a dar sobre ellos por mar con setenta y siete naves, y por tierra atacaron también los muros y fuertes. Los atenienses salieron al mar con ochenta y seis barcos puestos en orden de batalla, cuya extrema derecha tenía Eurimedonte, el cual, empeñado el combate, procuró cercar las naves de los enemigos y para esto se extendió hacia tierra, con lo cual los siracusanos tuvieron más espacio para embestir a las otras naves atenienses, que quedaron en medio desamparadas de la ayuda y socorro de Eurimedonte, y les dieron caza y pusieron en huída. Después se revolvieron sobre la nave de Eurimedonte, que estaba encerrada en lo más hondo del seno del puerto, y la echaron a fondo con el mismo Eurimedonte y todos los otros que estaban dentro. Hecho esto dieron caza a las otras naves y las siguieron hasta tierra.
Viendo esto Gilipo y que los barcos de los enemigos habían ya pasado la empalizada que tenían hecha en el mar, y también el lugar donde él tenía su ejército a la orilla de la mar para batir a los que bajasen a tierra, y para que los siracusanos pudiesen más a su salvo detener las naves de los atenienses, y observando que los suyos tenían ganada la parte de tierra fue con algunas de sus tropas a la boca del puerto para ayudar a los siracusanos, mas los tirrenos, que por acaso les cupo la guarda de aquella estancia por los atenienses, les salieron al encuentro, y al principio los rechazaron y pusieron en huida y les dieron caza hasta el lago llamado Lisimelia, mas poco después acudió una banda de los siracusanos y de sus aliados para socorrerles.
Por la otra parte, los atenienses salieron de su campamento muy apresurados, así para ayudar a los suyos como para salvar sus naves, y allí hubo un gran combate, en el cual finalmente los atenienses alcanzaron la victoria, mataron gran número de los contrarios y salvaron muchos de sus barcos, aunque todavía quedaron diez y ocho en poder de los enemigos, y los que estaban dentro de ellos todos muertos.
Queriendo los siracusanos quemar las naves que quedaban de los enemigos, llenaron un barco viejo de leña seca y otros materiales y lo lanzaron contra las naves contrarias, teniendo el viento próspero que lo llevaba hacia aquella parte. Pero los atenienses se apresuraron tanto en apagar el fuego y rechazar el barco que escaparon de aquel peligro.
De esta batalla naval, una parte y otra levantaron trofeo en señal de victoria; los siracusanos por la presa que habían hecho de las naves y también por la gente que habían cogido y muerto al principio delante de los muros y parapetos de los atenienses, y los atenienses, porque los tirrenos habían rechazado la gente de infantería hasta el lago y tras ellos los otros aliados de los atenienses habían desecho una banda de los siracusanos cuando los llevaban de vencida por el mar.
Viendo los atenienses que los siracusanos, amedrentados al principio por el socorro que había traído Demóstenes, consiguieron después una tan gran victoria contra ellos, cobraron miedo y espanto y perdieron corazón, porque les sucedió muy al contrario de lo que pensaban, siendo vencidos en mar por menos número de barcos que ellos tenían, y estaban muy tristes y arrepentidos los más de aquel ejército de haber emprendido la guerra contra Siracusa, que se gobernaba por los mismos estatutos y de la misma suerte y manera que la de Atenas, y cuyos habitantes eran muy poderosos así de barcos de guerra como de gente de a pie y de a caballo, y también porque perdían la esperanza de tener alguna inteligencia con los de dentro para tramar nuevos tratos por odio que tuviesen a los que tenían mando y gobierno, ni menos de poderlos vencer fácilmente por estar tan bien provistos de todos los aprestos de guerra como ellos.
Por esta razón estaban no solamente tristes y pensativos, pero también muy cuidadosos sobre el resultado de la guerra. Y habían perdido más ánimo, porque se veían vencidos en donde menos esperaban, es decir, en el mar.
Los siracusanos por su parte, inmediatamente después de aquella victoria, trabajaron por cercar la estancia de las naves de los atenienses y cerrarles la entrada, de suerte que no pudiesen salir en adelante sin ser vistos, porque ellos no se esforzaban tanto por salvarse, cuanto por procurar que los enemigos no se salvaran, considerando, como era la verdad, que por entonces les llevaban gran ventaja, y que si les podían vencer, así por mar como por tierra, adquirirían gran fama y renombre en toda Grecia, lo cual no sólo les libraba de la servidumbre de los atenienses, sino también del temor de caer en ella en adelante, porque habiendo recibido tan ruda lección los atenienses en Sicilia, no serían en adelante tan poderosos para sostener la guerra contra los peloponenses, y siendo los siracusanos principio y causa de esto, admiraríanles grandemente todos los presentes y por venir.
Y no tan sólo por esta razón les parecía cosa loable y conveniente hacer todo su deber para el fin arriba dicho, sino también porque, realizando esto, no vencían únicamente a los atenienses, sino también a otros muchos aliados suyos, siendo la victoria contra ellos y contra todos los demás que habían ido en su ayuda.
Servían además de testigos a su triunfo los que habían ido en su auxilio como caudillos de los lacedemonios y corintios, viendo que, aun estando la ciudad en tanto aprieto mostraba tan gran poder por mar, porque fueron muchas las naciones que acudieron a esta ciudad, unas para acometerla y otras para defenderla, unos para participar de los robos y despojos no sólo de aquella ciudad sino también de toda la isla de Sicilia, y otros por guardar y conservar sus bienes y hacienda. Todos los que se entremetieron de una parte y de otra, no lo hicieron por razón o afición o por parentesco que tenían unos con otros, sino por alguna vanidad o por el provecho y necesidad de cada cual. Y para saber por entero quiénes fueron los que intervinieron en esta guerra de una parte y de otra lo diremos seguidamente.


XI

Los atenienses, de origen jonio, habiendo emprendido la guerra contra los siracusanos, que son dorios, tuvieron en su ayuda a los que son de su misma lengua y viven y se rigen conforme a unas mismas leyes, a saber: los lemnios y los eginetas, es decir, los que al presente habitan la ciudad de Egina, los de Hestica en Eubea y muchos otros aliados suyos, unos libres y otros tributarios, y de los súbditos y tributarios de tierra de Eubea.
Vinieron a esta guerra los eritreos, los calcideos, los estireos y los caristios. De los isleños los habitantes de Ceos, Andros y de Tenos; y de tierra de Jonia, los de Mileto, Samos y Quío, entre los cuales estos últimos no estaban sujetos a tributo de dinero ni a otra carga, sino solamente a abastecer naves.
Eran casi todos éstos jonios y del bando de los atenienses, excepto los caristios, que son nombrados entre los dríopes; pero que por ser súbditos de los atenienses habían sido obligados a acudir a esta guerra contra los dorios. Fueron también los eolios, entre los cuales los metimnenses no eran tributarios, sino solamente obligados a dar barcos. Los tenedios y los enios eran tributarios; siendo eolios como los beocios y fundados y poblados por ellos, a pesar de lo cual fueron no menos obligados en esta guerra a ir contra ellos y contra los siracusanos.
No hubo otros de los beocios, excepto los platenses, por la enemistad capital que tenían con ellos, a causa de las injurias que les habían hecho.
También fueron los rodios y los citerenses, que los unos y los otros son dorios de nación, aunque los citerenses fueron poblados por los lacedemonios y sin perjuicio de ello, dieron ayuda a los atenienses contra los lacedemonios que estaban con Gilipo. De igual manera los rodios, que eran dorios de nación, como descendientes de los argivos, fueron contra los siracusanos, aunque fuesen dorios, y contra los de Gela, aunque eran poblados por ellos, por ser estos del partido de los siracusanos aunque unos y otros lo hacían por fuerza.
De las islas que están en torno del Peloponeso, los de la parte de Cefalonia y de Zacinto, los cuales aunque eran libres, por ser isleños, se vieron obligados a seguir a lo atenienses.
Aunque los corcirenses eran no sólo dorios de nación, sino también corintios, pelearon contra los siracusanos de su nación y dorios como ellos, y contra los corintios, sus pobladores, así por la obligación que tenían con los atenienses como por odio a los corintios.
También acudieron los de Naupacto y los de Pilos, que se nombraban mesenios, porque estos lugares entonces los poseían los atenienses. Y los desterrados de Mégara, aunque eran pocos en número, por ser enemigos de los otros megarenses que eran del bando de los selinuntios a causa del destierro.
Todos los otros que intervinieron en esta guerra con los atenienses, excepto los arriba nombrados, fueron antes de buen grado que obligados por fuerza, porque los argivos no lo hicieron tanto por razón de la alianza, que no se extendía a esto, cuanto por la enemistad que tenían con los lacedemonios.
Lo mismo ocurrió a los otros dorios que fueron a la guerra con los atenienses contra los siracusanos, que también son dorios de nación, haciéndolo antes por interés particular y provecho de presente que por razón alguna.
En cuanto a los otros que eran jonios, lo hacían por la enemistad antigua que tenían contra los dorios, como los mantineos y los arcadios, que fueron por sueldo, aunque los de Arcadia, que eran aliados de los corintios, tenían a los que estaban con los atenienses por enemigos, y asimismo los de Creta y los de Etolia, de los cuales había en ambas partes que servían por sueldo, de tal manera que los cretenses, que habían fundado la ciudad de Gela con los rodios, no fueron esta vez a favor de los de Gela, sino que, tomados a sueldo por sus enemigos, pelearon contra ellos.
Algunos de los acarnanios, así con esperanza de la ganancia como por la amistad que tenían con Demóstenes, y por afición a los atenienses recibieron sueldo de ellos. Y éstos son los que siguieron el partido de los atenienses en aquella guerra y los que moran y estaban dentro de la tierra de Grecia hasta el golfo Jónico.
De los italianos acudieron los turios y los metapontios, los cuales vinieron a tanta necesidad por sus disensiones y discordias, que iban a ganar sueldo en aquella guerra, o en otra parte que se los diesen.
De los sicilianos había los habitantes de Naxos y de Catania, y de los bárbaros los egestenses, que fueron cau-sa de la guerra y otros muchos que moraban en Sicilia y de los que habitaban fuera de Sicilia, algunos de los tirrenos por ser enemigos de los siracusanos y asimismo los yapigos, que eran mercenarios.
Todos estos pueblos, ciudades y naciones fueron con los atenienses en aquella guerra contra los siracusanos.
De la parte contraria, en ayuda de los siracusanos fueron primeramente los camarinos, que eran sus vecinos más cercanos, y los de Gela que están detrás de la tierra de éstos. Los acragantinos que habitan allí cerca no seguían un partido ni otro, sino que permanecían quietos a la mira. Tras de éstos vinieron los iuntios, y todos los que moran en aquella parte de Sicilia que está frente a Libia.
De los que estaban a la parte del mar Tirreno vinieron los himerenses, los cuales en aquella parte son los únicos de nación griega, por lo cual no fueron otros de éstos en ayuda de los siracusanos.
De toda la isla acudieron los dorios que vivían en libertad, y de los bárbaros todos aquellos que no habían tomado el partido de los atenienses.
En cuanto a los griegos que estaban fuera de la isla, los lacedemonios enviaron un capitán natural de su ciudad con una compañía de esclavos ilotas, que son los que de esclavos llegan a ser libres. Los corintios les enviaron naves y gente de guerra, lo que no hicieron ningunos de los otros.
Los leucadios y los ambraciotas, aunque eran sus aliados y parientes, sólo les enviaron gente.
De los de Arcadia fueron solamente aquellos que los corintios habían tomado a sueldo, y los sicionios obligados a ir por fuerza. De los que habitan fuera del Peloponeso acudieron los beocios.
Además de todas estas naciones extranjeras que acudieron en socorro, las ciudades de Sicilia enviaron gran número de gente de todas clases y gran cantidad de naves, armas, caballos y vituallas.
Pero los siracusanos abastecieron de más gente y de las demás cosas necesarias para la guerra que todos los otros juntos, así por lo grande y rica que era su ciudad, como por el daño y peligro en que estaban.
Tal fue el socorro y ayuda de una parte y de otra que intervino en la batalla de que arriba hemos hablado, porque después no fueron ningunos otros de parte alguna.
Estando los siracusanos y sus aliados muy ufanos y gozosos por la victoria pasada que habían alcanzado en la mar, parecióles que adquirían gran honra si pudiesen vencer todo aquel ejército de los atenienses que era muy grande, y procurar que no se pudiesen salvar por mar ni por tierra, y con este propósito cerraron la boca del gran puerto, que tenía cerca de ocho estadios de entrada, con barcos de guerra y mercantes, y toda otra clase de naves puestos en orden, afirmados con sus áncoras echadas, los abastecieron de todas las cosas necesarias y se apercibieron para combatir, en caso de que los atenienses quisiesen pelear por mar sin dejar de proveer cosa alguna por pequeña que fuese.


XII

Viéndose los atenienses cercados por los siracusanos y conociendo los designios de los enemigos, pensaron que era menester consejo, y para ello se reunieron los capitanes, jefes y patrones de naves con el fin de proveer sobre ellos y sobre lo relativo a víveres de que por entonces tenían gran falta, porque habiendo determinado partir, ordenaron a los de Catania que no les enviasen más y con esto perdieron la esperanza de poderlos tener de otra parte si no era deshaciendo y dispersando la armada de los enemigos.
Por esta causa decidieron desamparar del todo el primer muro y fuerte que habían hecho en lo más alto hacia la ciudad y retirarse lo más cerca que pudiesen del puerto, encerrándose allí y fortificándose lo mejor que pudieran, con tal de tener espacio bastante para recoger sus bagajes y los enfermos, y abastecer el lugar de gente para guardarse, embarcando todos los otros soldados que tenían dentro de sus barcos buenos y malos, y todo su bagaje con intención de combatir por mar con presteza; si por ventura alcanzaban la victoria, partir derechamente a Catania, y si por el contrario fuesen vencidos en combate naval, quemar todas sus naves y caminar por tierra al lugar más cercano de amigos que pudiesen hallar, ora fuese de griegos o de bárbaros.
Estas cosas, como fueron pensadas fueron puestas por obra, porque inmediatamente abandonaron el primer muro que estaba cerca de la ciudad, se dirigieron hacia el puerto y mandaron embarcar toda su gente sin distinción de edad ni si era a propósito para combatir, reuniendo todo cerca de los buques, dentro de los cuales metieron muchos ballesteros y flecheros de los acarnanios y de los otros extranjeros, además de la otra gente de pelea.
Después de hecho todo esto, Nicias, viendo a su gente de guerra descorazonada por haber sido vencidos por mar contra su opinión, y muy al contrario de lo que pensaban, y que por carecer de provisiones veíanse forzados a aventurar una batalla contra lo que hasta entonces había sucedido, mandó reunirlos y pronunció la siguiente arenga:
«Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y confederados que con nosotros aquí estáis, esta batalla que nos conviene dar al presente es necesaria a todos nosotros porque cada cual trabaja aquí por su salvación y la de su patria, como también lo hacen nuestros enemigos, y si logramos la victoria en este combate naval, como esperamos, podremos volver seguros cada cual a su tierra. Por tanto, debéis entrar en ella con valor y osadía, no desmayar ni perder ánimo, ni hacer como aquellos que no tienen experiencia alguna en la guerra, los cuales, vencidos una vez en una batalla, en adelante no tienen esperanza ninguna de vencer, antes piensan que siempre les ha de suceder el mismo mal.
»Mas los atenienses, que aquí os halláis, gente curtida y experimentada en lances de guerra, y vosotros también nuestros aliados y confederados, debéis considerar que los fines y acontecimientos de las guerras son inciertas, y que la fortuna es dudosa, pudiendo ser ahora favorable a nosotros como antes lo fue a ellos.
»Con esta confianza, y esperanzados en el esfuerzo y valor de tanta gente, como aquí veis de nuestra parte, preparaos para vengaros de los enemigos y del mal que nos hicieron en la batalla pasada.
»En lo que toca a nosotros, los que somos vuestros caudillos y capitanes, estad ciertos de que no dejaremos de hacer cosa alguna de las que viéremos ser convenientes y necesarias para este hecho, antes teniendo en cuenta la condición del puerto que es estrecho, lo cual produjo nuestro desorden y derrota, y también a los castillos y cubiertas de las naves de los enemigos con los que la vez pasada nos hicieron mucho daño, hemos provisto contra todos estos inconvenientes de acuerdo con los patrones y maestros de nuestras naves, según la oportunidad del tiempo y la necesidad presente lo requiere, lo más y mejor que nos ha sido posible, poniendo dentro de los barcos muchos tiradores y ballesteros en mayor número que antes.
»Si hubiéramos de pelear en alta mar para guardar la disciplina militar y orden marítimo, es muy perjudicial cargar mucho las naves de gente, pero ahora nos será provechoso en la primera batalla, porque combatiremos desde nuestras naves como si estuviéramos en tierra.
»Además hemos pensado otras cosas que serán menester para nuestros barcos, y hallamos unos garfios y manos de hierro para asir de los maderos gruesos que están en las proas de nuestros enemigos con las que la vez pasada nos hicieron todo el daño, para que cuando vengan a embestir contra nosotros, si una vez estuvieren asidos no se puedan retirar a su salvo, puesto que hemos llegado a tal extremo que nos convendrá pelear desde nuestras naves como si estuviésemos en tierra firme.
»Es, pues, necesario que no nos desviemos de las naves de nuestros enemigos cuando nos viéremos juntos, ni les dejemos apartarse de las nuestras.
»Considerando que toda la tierra que nos rodea es enemiga, excepto aquella pequeña parte que está junto al puerto donde tenemos nuestra infantería, y teniendo en la memoria todas estas cosas, debéis combatir hasta más no poder sin dejaros lanzar a tierra, sino que cualquiera nave que aferrare con otra, no se aparte de ella sin que primeramente haya muerto o vencido a los enemigos, y para este hecho os amonesto a todos, no solamente a los que son marineros, sino también a la gente de guerra, aunque esta obra sea más de gente de mar que de ejército de tierra, que esta vez os conviene vencer como en batalla campal, como otras veces habéis vencido.
»Cuanto a vosotros, marineros, os ruego y requiero que no desmayéis por la pérdida que hubisteis en la batalla pasada, viendo que al presente tenéis mejor aparejo de guerra en vuestras naves que teníais entonces, y mayor número de barcos, sino que vayáis osadamente al combate y procuréis conservar la honra antes ganada, y aquellos de entre vosotros que sois considerados como atenienses, porque usáis la lengua y porque tenéis la misma manera de vivir, aunque no lo seáis de nación, y por este medio habéis sido famosos y nombrados en toda Grecia, y participantes de nuestro imperio y señorío por vuestro interés, a saber, por tener obedientes a vuestros súbditos y estar en seguridad respecto de vuestros vecinos y comarcanos, no desamparéis esta vez a vuestros amigos y compañeros, con los cuales solamente tenéis participación y amistad verdadera, y menospreciando los que muchas veces habéis vencido, a saber, los corintios y sicilianos, pues ni unos ni otros tuvieron jamás ánimo ni osadía para resistirnos ni afrontar con nosotros mientras nuestra armada estuvo en su fuerza y vigor, mostradles que vuestra osadía y práctica en las cosas de mar es mayor en vuestras personas, aunque estéis enfermos y desdichados, que no en las fuerzas y venturas de otros.
»No cesaré de recordar a los que de vosotros sois atenienses, que miréis y penséis bien que no habéis dejado en nuestros puertos otros buques tan buenos como los que aquí están, ni otra gente de guerra en tierra, sino algunos pocos soldados que hemos puesto en guarda del bagaje. Si no consiguiéramos la victoria, nuestros enemigos irán contra ellos y no serán éstos poderosos para resistir a los que desembarquen de las naves de los enemigos, ni a los que vendrán por parte de tierra.
»Si esto acontece, vosotros quedaréis en poder de los siracusanos, contra los cuales sabéis muy bien la intención con que vinisteis, y los otros en poder de los lacedemonios.
»Habiendo llegado a tal extremo, os conviene escoger de dos cosa una: o vencer en la batalla o sufrir tamaña desventura; yo os ruego y amonesto, que si en tiempo pasado habéis mostrado vuestra virtud y osadía, os esforcéis en mostrarla al presente en esta afrenta, y acordaos todos juntos, y cada cual por lo que a él toca, que en este solo trance se aventura toda nuestra armada, todos los barcos, toda la fuerza de gente, y en efecto, toda la ciudad, todo el señorío, y toda la honra y gloria de los atenienses. Para salvar todo esto, si hay alguno de vosotros que exceda y sobrepuje a otro en fuerzas, industria, experiencia u osadía, jamás tendrá ocasión de poderlo mejor mostrar que en esta jornada, ni para más necesidad suya y de nosotros.»
Habiendo acabado Nicias su arenga, mandó embarcar a todos los suyos en las naves, lo cual pudieron muy bien entender Gilipo y los siracusanos, porque los veían apresurarse para el combate, y también fueron avisados de las manos de hierro que metían en sus barcos, proveyendo remedios contra esto y contra los otros ingenios de los enemigos y mandando cubrir las proas y las cubiertas de sus naves con cuero a fin de que las manos y garabatos no pudiesen asir, sino que se colasen y deslizasen por encima del cuero.
Puestas en orden todas sus cosas, Gilipo y los otros capitanes arengaron a su gente de guerra con estas razones:
«Varones siracusanos, y vosotros nuestros amigos y confederados, a mi parecer todos o los más de vosotros debéis saber que si hasta ahora lo habéis hecho bien, de aquí en adelante lo habéis de hacer mucho mejor en la jornada que esperamos, pues con otro intento no hubierais emprendido tan animosamente esta empresa, y si por ventura hay alguno de vosotros que no lo sepa, será menester que se lo declaremos.
»Primeramente, los atenienses vinieron a esta tierra con intención de sojuzgar a Sicilia, si podían, y después al Peloponeso, y por consiguiente todo lo restante de Grecia; los cuales, aunque tuviesen tan gran señorío como tienen, y fuesen los más poderosos de todos los otros griegos que hasta ahora han sido o serán en adelante, los habéis vencido muchas veces en el mar, donde eran señores hasta ahora.
»Jamás ningunos otros pudieron hacer esto, y es de creer que los venceréis en adelante, porque derrotados algunas veces en el mar, donde a su parecer pensaban exceder y sobrepujar a los otros, pierden gran parte de su orgullo, y en adelante sus pensamientos y esperanzas son mucho menores para consigo mismos, que lo eran antes, cuando se consideraban invencibles sobre el agua. Y viéndose engañados en esta ambición, pierden el ánimo y aliento que antes tenían.
»Verosímil es que esto suceda ahora a los atenienses. Y por el contrario, vosotros que habéis tenido osadía para resistirles por mar, aunque no teníais tanta práctica y experiencia de las cosas de ella, llegáis ahora a ser más firmes y valientes por la buena fama y opinión que habéis concebido de vuestro esfuerzo y valentía, a causa de haber vencido a hombres muy bravos y esforzados; y con razón debéis tener doblada la esperanza, que os aprovechará en gran manera, porque los que van a acometer a sus contrarios con probabilidades de vencerlos, van con más ánimo y osadía.
»Aunque nuestros enemigos hayan querido imitarnos, por lo que han aprendido de nosotros en el apresto de las naves, según vimos en la batalla pasada, no por eso debéis temer cosa alguna, pues estamos más acostumbrados a la guerra de mar que ellos, y por eso no nos sorprenderán con cualquier recurso a que acudan.
»Mientras más número de gente pongan en las cubiertas de sus barcos se hallarán en más aprieto, como sucede en un combate de tierra, porque los acarnanios y los otros tiradores que traen consigo no podrán aprovechar sus dardos y azagayas estando sentados; y la multitud de barcos que tienen les hará más daño que provecho, porque se estorbarán unos a otros, lo cual sin duda les causará desorden.
»Por eso, hace poco al caso que tengan más número de barcos que nosotros, y no debéis temerles, porque mientras más fueren en número, tanta menos atención podrán tener a lo que sus caudillos y capitanes les manden que hagan.
»Por otra parte, los pertrechos y máquinas que tenemos preparados contra ellos, nos podrán servir en gran manera.
»Aunque creo que tenéis noticia del estado en que se encuentran sus cosas actualmente, os lo quiero dar más a entender, porque sepáis que están casi desesperados, así por los infortunios y desventuras que les han sucedido antes de ahora, como por el gran apuro en que se ven al presente; de tal manera, que no confían tanto en sus fuerzas y aprestos, cuanto en la temeridad de la fortuna, determinando aventurarse a pasar por fuerza por medio de nuestra armada y escaparse por alta mar, o si no lo consiguen, desembarcar y tomar su camino por tierra, como gente desesperada que se ve en tal aprieto que por necesidad ha de escoger de dos males el menor.
»Contra esta gente aturdida y desesperada, que parece pelear ya a despecho de la adversa fortuna, nos conviene combatir cuanto podamos como contra nuestros mortales enemigos, determinando hacer dos cosas de una vez, a saber: asegurando vuestro estado, vengaros de vuestros enemigos que han venido a conquistaros, hartando nuestra ira y saña contra ellos, y además, lanzarlos de esta tierra, cosas ambas que siempre dan placer y contento a los hombres.
»Que sean nuestros mortales enemigos ninguno hay de vosotros que no lo sepa y entienda, pues vinieron a nuestra tierra con ánimo determinado, si nos vencieran, de ponernos en servidumbre y usar de todo rigor y crueldad contra nosotros, maltratando a grandes y pequeños, deshonrando a las mujeres, violando los templos y destruyendo toda la ciudad. Por tanto, no debemos tener ninguna compasión de ellos, ni pensar que nos sea provechoso dejarlos partir salvos y seguros sin exponernos a peligro alguno, porque lo mismo harían si alcanzaran la victoria, partiendo sin nuestro peligro.
»Si queremos cumplir nuestro deber, procuremos dar a éstos el castigo que merecen y poner a toda Sicilia en mayor libertad que estaba antes, porque ninguna batalla nos podrá ser más gloriosa que ésta, ni tendremos jamás tan buena ocasión para pelear en condiciones tales que si fuéremos vencidos podremos sufrir poco daño, y vencedores, ganar gran honra y provecho».
Cuando Gilipo y los otros capitanes siracusanos aren-garon a los suyos, mandaron embarcar a todos, sabiendo que los atenienses también habían ya embarcado los suyos.
Volvamos, pues, a Nicias, que estaba como atónito al ver el peligro en que se encontraban entonces, y conociendo los inconvenientes que suelen ocurrir en semejantes batallas grandes y sangrientas, no tenía cosa por bien segura de su parte, ni le parecía haber hecho recomendaciones bastantes a los suyos. Por eso mandó de nuevo reunir a los capitanes y maestros, nombrando a cada cual por su nombre y apellido y por los de sus padres, con mucho amor y caricia, según pensaba que a cada cual halagaría más y rogándoles que no perdiesen su renombre y buena fama en esta jornada, ni la honra que habían ganado su antepasados por su virtud y esfuerzo, trayéndoles a la memoria la libertad de su patria, que era la más libre que pudiese haber, sin que estuviesen sujetos a persona alguna, y otras muchas cosas que suelen decir los que se ven en tal estado, no para demostrar que les quisiese contar cosas antiguas, sino lo que le parecía ser útil y conveniente para la necesidad presente. Recordóles sus mujeres e hijos, la honra de sus dioses y otras cosas semejantes que acostumbran a decir gentes de valor.
Después de que les hubo amonestado con las palabras que le parecían más necesarias, se separó de ellos y llevó la infantería a la orilla del mar, disponiéndola en orden lo mejor que pudo, por animar y dar aliento a los otros que estaban en las naves.
Entonces Demóstenes, Menandro y Eutidemo, que eran capitanes de la armada, navegaron con sus barcos derechamente a la vuelta del puerto cerrado, que los enemigos tenían ya tomado y ocupado, con intención de romper y desbaratar las naves de los enemigos y salir a alta mar. Mas por su parte los siracusanos y sus confederados vinieron con otras tantas naves, parte de ellas hacia la boca del puerto y parte en torno para embestirles por los dos lados, dejando su infantería a la orilla del mar para que les pudiesen dar socorro en cualquier lugar que sus barcos abordasen.
Eran capitanes de la armada de los siracusanos Sicano y Agatarco, los cuales iban en dos alas, a saber: en la punta derecha y en la siniestra, y en medio iban Piten y los corintios.
Cuando los atenienses se acercaron a la boca del puerto, al primer ímpetu lanzaron las naves de los contrarios, que estaban todas juntas para estorbarles la salida, y trabajaron con todas sus fuerzas por romper las cadenas y maromas con que estaban amarradas. Mas los siracusanos y sus aliados vinieron de todas partes a dar sobre ellos, no tan solamente por la boca del puerto, sino también por dentro de él, y así fue el combate muy cruel y peligroso, más que todos los otros precedentes. De una parte y de otra se oían las voces y gritos de los capitanes y maestros que mandaban a los marineros remar a toda furia, y cada cual por su parte se esforzaba en mostrar su arte e industria.
También la gente de guerra que estaba en los castillos de proa y cubiertas de las naves procuraba cumplir su deber como los marineros, y guardar y defender el puesto que les fuera señalado. Mas porque el combate era en lugar angosto y estrecho y por ambas partes había poco menos de doscientos barcos que combatían dentro del puerto o a la boca de él, no podían venir con gran ímpetu a embestir unos contra los otros; ni había medio de retirarse o revolver, sino que se herían unos a otros donde se encontraban, ora fuese acometiendo, ora huyendo.
Mientras una nave iba contra otra, los que llevaba dentro de los castillos y cubiertas tiraban a los otros gran multitud de dardos y flechas y piedras, mas cuando aferraban y combatían mano a mano, procuraban los unos entrar en los barcos de los otros, y por ser lugar estrecho acaecía que algunos acometían por un lado y eran acometidos por otro lado, a las veces dos naves contra una, y en algunas por muchas en torno de una.
Resultado de esta confusión era que los patrones y maestros se turbaban, no sabiendo si convenía defenderse antes que acometer, y si era menester hacer esto por el lado derecho o por el siniestro, y algunas veces hacían una cosa por otra, por lo cual la grita y vocerío era tan grande, que ponía gran espanto y temor a los combatientes, y no se podían bien entender los unos a los otros, aunque los maestros y cómitres de la una parte y de la otra amonestaban a los suyos, cada cual haciendo su oficio y deber, según que el tiempo lo requería por la codicia que cada cual tenía de vencer.
Los atenienses daban voces a los suyos que rompiesen las cadenas y maromas de los navíos contrarios que les prohibían la salida del puerto, y que si en algún tiempo habían tenido ánimo y corazón lo mostrasen al presente, si querían tener cuidado de sus vidas y tornar salvos a su tierra.
Los siracusanos y sus aliados advertían a los suyos que esta era la hora en que podrían mostrar su virtud y esfuerzo para impedir que los enemigos se salvasen, y conservar y aumentar su honra y la gloria de su patria y nación.
También los grandes de ambas partes, cuando veían algún barco ir flojamente contra otro, o que los que iban dentro no hacían su deber, llamaban a los capitanes por sus nombres y les denostaban, a saber, los atenienses a los suyos, diciendo que si por ventura les parecía que la tierra de Sicilia, que era la más enemiga que tenían en el mundo, les fuese más segura que la mar que podían ganar en poco rato. Los siracusanos, por el contrario, decían a los suyos, que si temían a aquellos que no combatían sino por defenderse, y estaban resueltos a huir de cualquier manera que fuese.
Mientras duraba la batalla naval, los que estaban en tierra a orilla de la mar sufrían muy gran angustia y cuidado, los siracusanos viendo que pretendían de aquella vez ganar mucha mayor honra que habían alcanzado antes, y los atenienses temerosos de que les sucediera algo peor que a los que estaban sobre la mar, porque todo su bagaje lo tenían dentro de las naves y estaban expuestos a perderlo.
Mientras la batalla fue dudosa y la victoria incierta, defendían diversas opiniones, porque estaban tan cerca que podían ver claramente lo que se hacía, y cuando veían que los suyos en alguna manera llevaban lo mejor alzaban las manos al cielo y rogaban en alta voz a los dioses que quisieran otorgarles la victoria. Por el contrario, los que veían a los suyos de vencida lloraban y daban gritos y alaridos.
Cuando el combate era dudoso, de manera que no se podía juzgar quién llevaba la peor parte, hacían gestos con las manos y señales con los cuerpos, según el deseo que tenían, como si aquello pudiera ayudar a los suyos, por el temor que tenían de perder la batalla. Y en efecto, daban tales muestras de sus corazones como si ellos mismos combatieran en persona, y tenían tan gran cuidado o más que los que peleaban, porque muchas veces se veían en aquel combate que por pequeña ocasión los unos se salvaban y otros eran vencidos y desbaratados.
El ejército de los atenienses que estaba en tierra mientras que los suyos combatían en mar, no tan solamente veía el combate, sino que por estar muy cerca oían claramente las voces y clamores, así de los vencedores como de los que era vencidos, y todas las otras cosas semejantes que se pueden ver y oír en una cruda y áspera batalla de dos poderosos ejércitos. El mismo cuidado y trabajo tenían los que estaban en las naves.
Finalmente, después que el combate duró largo rato, los siracusanos y sus aliados pusieron a los atenienses en huída, y cuando les vieron volver las espaldas, con grandes voces y alaridos les dieron caza y persiguieron hasta tierra. Entonces, aquellos de los atenienses que se pudieron lanzar en tierra con más premura se salvaron y retiraron a su campo. Los que estaban en tierra, viendo perdida su esperanza, con grandes gritos y llantos corrían todos a una, los unos hacia las naves para salvarse, y los otros hacia los muros. La mayor parte estaban en duda de su vida y miraban a todas partes cómo se podrían salvar, tanto era el pavor y turbación que sufrieron esta vez que jamás le tuvieron igual.
Ocurrió, pues, a los atenienses en este combate naval, lo mismo que ellos hicieron a los lacedemonios en Pilos, cuando después de vencer la armada de éstos los derrotaron, y así como los lacedemonios entonces entraron en la isla, así los atenienses esta vez se retiraron a tierra, sin tener esperanza ninguna de salvarse, si no era por algún caso no pensado.


XIII

Pasada la batalla naval tan áspera y cruel, en la cual hubo gran número de barcos tomados y destrozados, y muchos muertos de ambas partes, los siracusanos y sus aliados, habida la victoria, recogieron sus despojos y los muertos, volvieron a la ciudad y levantaron trofeo en señal de triunfo.
Los atenienses estaban tan turbados de los males que habían visto y veían delante de sus ojos, que no se acordaban de pedir sus muertos ni de recoger sus despojos, sino que solamente pensaban en cómo se podrían salvar y partir aquella misma noche. Había entre ellos diversas opiniones, porque Demóstenes era de parecer que se embarcasen en los buques que les habían quedado y partiesen al rayar el alba, saliendo por el mismo puerto si pudiesen salvarse y también porque tenían mayor número de barcos que los enemigos, pues se acercaban a sesenta, y los contrarios no contaban cincuenta.
Nicias estaba de acuerdo con Demóstenes; mas cuando determinaron realizar el proyecto, los marineros no quisieron entrar en las naves por el pavor que tenían del combate pasado en que fueron vencidos, pareciéndoles que de ninguna manera podían ser vencedores en adelante, por lo que les fue necesario mudar de propósito y todos de un acuerdo determinaron salvarse por tierra.
El siracusano Hermócrates, teniendo sospechas, y pensando que sería muy gran daño para los suyos que un ejército tan numeroso fuese por tierra y se rehiciese en algún lugar de Sicilia desde donde después renovase la guerra, fue derecho a los gobernadores de la ciudad y les dijo que parasen mientes aquella noche en la partida de los atenienses, representándoles por muchas razones los daños y peligros que les podían ocurrir en adelante si les dejaban irse.
Opinaba Hermócrates que toda la gente que había en la ciudad para tomar las armas, así de los de la tierra como de los aliados, fuese a tomar los pasos por donde los atenienses se podían salvar.
Todos aprobaban este consejo de Hermócrates, pareciéndoles que decía verdad, mas consideraban que la gente estaba muy cansada del combate del día anterior y quería descansar, por lo cual con gran trabajo obedecerían lo que les fuese mandado por sus capitanes.
Además, al día siguiente se celebraba una fiesta a Heracles, en la cual tenían dispuestos grandes sacrificios para darle gracias por la victoria pasada, y muchos querían festejar y regocijar aquel día comiendo y bebiendo, por lo que nada sería más difícil que persuadirles se pusiesen en armas. Por esta razón no estuvieron de acuerdo con el parecer de Hermócrates.
Viendo Hermócrates que en manera alguna lograba convencerles, y considerando que los enemigos podían aquella noche, reparándose, tomar los pasos de los montes que eran muy fuertes, ideó esta astucia: Envió algunos de a caballo con orden de que marchasen hasta llegar cerca de los alojamientos de los atenienses, de suerte que les pudiesen oír, y fingiendo ser algunos de la ciudad que seguían el partido de los atenienses, porque había muchos de éstos que avisaban a Nicias de la situación de las cosas de los siracusanos, llamaran a algunos de los de Nicias y les dijeran que aconsejaran a éste no moviese aquella noche el campamento si quería hacer bien sus cosas, porque los siracusanos tenían tomados los pasos, de manera que correría peligro si saliese de noche porque no podría llevar su gente en orden, pero que al amanecer le sería fácil ir en orden de batalla con su gente para apoderarse de los pasos más a su salvo.
Estas palabras las comunicaron los que las habían oído a los capitanes y jefes del ejército, quienes pensando que no había engaño ninguno, determinaron pasar allí aquella noche y también el día siguiente.
Ordenaron pues al ejército que todos se apercibiesen para partir de allí dentro de dos días, sin llevar consigo cosa alguna, sino sólo aquello que les fuese necesario para el uso de sus personas.
Entretanto, Gilipo y los siracusanos enviaron a tomar los sitios por donde creían que los atenienses habían de pasar, y principalmente los de los ríos y pusieron en ellos su gente de guarda.
Por otra parte los de la ciudad salieron al puerto, tomaron las naves de los atenienses y quemaron algunas, lo cual los mismos atenienses habían determinado hacer, y las que les parecieron de provecho se las llevaron reuniéndolas a las suyas, sin hallar persona que se lo pudiese impedir.
Pasado esto, Nicias y Demóstenes dispusieron las cosas necesarias como mejor les pareció y partieron el cuarto día después de la batalla, que fue una partida muy triste para todos, no solamente porque habían perdido sus barcos y con ellos una tan grande esperanza como tenían al principio de sujetar toda aquella tierra, encontrándose en tanto peligro para ellos y para su ciudad sino también porque les era doloroso a cada uno ver y sentir que dejaban su campo y bagaje, lastimando sus corazones el pensar en los muertos que quedaban tendidos en el campo y sin sepultura. Cuando encontraban algún deudo o amigo experimentaban gran dolor y miedo, y mayor compasión tenían de los heridos y enfermos que dejaban, por considerarles más desventurados que a los muertos; y los enfermos y heridos tristes y miserables, viendo partir a los otros lloraban y plañían, y llamando a los suyos por sus nombres les rogaban que los llevasen consigo.
Cuando veían algunos de sus parientes y amigos seguían en pos de ellos, deteniéndoles cuanto podían, y cuando les faltaban las fuerzas para seguir más trecho se ponían a llorar, blasfemaban de ellos y les maldecían porque los dejaban. Todo el campo estaba lleno de lágrimas y llanto y por ello la partida se retardaba más, aunque considerando los males que habían sufrido y los que temían pudieran ocurrirles en adelante, estaban en gran apuro y cuidado, mucho más que mostraban en los semblantes.
Además de estar todos tristes y turbados se culpaban y reprendían unos a otros, no de otra manera que gente que huyese de una ciudad muy grande tomada por fuerza de armas. Porque es cierto que la multitud de los que partían llegaba a cerca de cuarenta mil, y cada uno de éstos llevaba consigo las cosas necesarias que podía para su provisión.
La gente de guerra, así de a pie como de a caballo, llevaba cada uno sus vituallas debajo de sus armas, cosa en ellos desacostumbrada, los unos por no fiarse, y los otros por falta de mozos y criados, porque muchos de éstos se habían pasado a los enemigos, algunos antes de la batalla, y la mayor parte después.
Los mantenimientos que tenían no eran bastantes ni suficientes para la necesidad presente, porque se habían gastado casi todos en el campamento.
Aunque en otro tiempo y lugar, semejantes derrotas son tolerables en cierta manera por ser iguales así a los unos como a los otros, cuando no van acompañadas de otras desventuras, empero a éstos les era tanto más grave y dura cuanto más consideraban la gloria y honra que habían tenido antes y la miseria y desventura en que habían caído.
Esta novedad tan grande ocurrió entonces al ejército de los griegos, forzado a partir por temor de ser vencido y sujetado por aquellos a quienes habían ido a sojuzgar.
Partieron los atenienses de sus tierras con cantos y plegarias, y ahora partían con voces muy contrarias, convertidos en soldados de a pie los que antes eran marineros, entendiendo al presente de las cosas necesarias para la guerra por tierra en vez de las de mar. Por el gran peligro en que se veían soportaban todas estas cosas.
Entonces Nicias, viendo a los del ejército desmayados, como quien bien lo entendía, les alentaba y consolaba con estas razones:
«Varones atenienses, y vosotros nuestros aliados y compañeros de guerra, conviene tener buen ánimo y esperanza en el estado que nos vemos, considerando que otros muchos se han salvado y escapado de mayores males y peligros.
»No hay por qué quejarse demasiado de vosotros mismos ni por la adversidad y desventura pasadas, ni por la vergüenza y afrenta que, sin merecerlo, habéis padecido, pues si me miráis a mí, no me veréis mejor librado que cualquiera de vosotros en las fuerzas del cuerpo, por estar como me veis flaco y enfermo de mi dolencia, ni en bienes y recursos, pues hasta aquí estaba muy bien provisto de todas las cosas necesarias para la vida, y al presente me veo tan falto de medios como el más insignificante de todo el ejército.
»Y verdaderamente yo he hecho todos los sacrificios legítimos y debidos a los dioses y usado de toda justicia y bondad con los hombres, que sólo esto me da esfuerzo y osadía para tener buena esperanza en las cosas venideras.
»Pero os veo muy turbados y miedosos, más de lo que conviene a la dignidad de vuestras honras y personas, por las desventuras y males presentes, los cuales acaso se podrán aliviar y disminuir en adelante, porque nuestros enemigos han gozado de muchas venturas y prosperidades, y si por odio o ira de algún dios vinimos aquí a hacer la guerra, ya hemos sufrido pena bastante para aplacarle.
»Hemos visto antes de ahora algunas gentes que iban a hacer guerra a los otros en su tierra, y cumpliendo enteramente su deber, según la manera y costumbre de los hombres, no por eso han dejado de sufrir y padecer males intolerables. Por esto es de creer que de aquí en adelante los mismos dioses nos serán más benignos y favorables, pues a la verdad, somos más dignos y merecedores de alcanzar de ellos misericordia y piedad que no odio y venganza.
»Así, pues, en adelante, parad mientes en vuestras fuerzas, en cómo vais armados, cuán gran número sois y cuán bien puestos en orden, y no tengáis miedo ni temor, pues donde quiera que llegareis sois bastantes para llenar una ciudad tal y tan buena, que ninguna otra de Sicilia dejará de recibiros fácilmente por fuerza o de grado, y una vez recibidos, no os podrán lanzar fácilmente.
»Guardad y procurad hacer vuestro camino seguro con el mejor orden que pudiereis y a toda diligencia, sin pensar en otra cosa sino en que en cualquier parte o lugar donde fuereis obligados a pelear, si alcanzarais la victoria, allí será vuestra patria y ciudad y vuestros muros.
»Nos será forzoso caminar de noche y de día sin parar por la falta que tenemos de provisiones, y cuando lleguemos a algún lugar de Sicilia de los que tenían nuestro partido, estaremos seguros; porque éstos, por temor a los siracusanos, necesariamente habrán de permanecer en nuestra amistad y alianza, cuanto más que ya les hemos enviado mensaje para que nos salgan delante con vituallas y provisiones.
»Finalmente, tened entendido, amigos y compañeros, que os es necesario mostraros buenos y esforzados, porque de otra manera no hallaréis lugar ninguno en toda esta tierra donde os podáis salvar siendo viles y cobardes. Y si esta vez os podéis escapar de los enemigos, los que de vosotros no son atenienses, volveréis muy pronto a ver las cosas que vosotros tanto deseabais, y los que sois atenienses de nación, levantaréis la honra y dignidad de vuestra ciudad por muy caída que esté, porque los hombres son la ciudad y no los muros, ni menos las naves sin hombres».
Cuando Nicias animó con estas razones a los suyos, iba por el ejército de una parte a otra y si acaso veía alguno fuera de las filas le metía en ellas. Lo mismo hacía Demóstenes, el otro capitán, con los suyos y marchaban todos en orden en un escuadrón cuadrado, a saber: Nicias con los suyos, delante, de vanguardia, y Demóstenes con los suyos, en la retaguardia, y en medio el bagaje y la otra gente que en gran número no era de pelea.


XIV

De esta manera caminaron en orden los atenienses y sus aliados hasta la orilla del río Anapo, donde hallaron a los siracusanos y sus aliados que les estaban esperando puestos en orden de batalla; mas los atenienses los batieron y dispersaron y pasaron mal de su grado adelante, aunque la gente de a caballo de los siracusanos y los otros flecheros y tiradores que venían armados a la ligera los seguían a la vista y les hacían mucho daño, hasta tanto que llegaron aquel día a un cerro muy alto, a cuarenta estadios de Siracusa, donde plantaron su campo aquella noche.
Al día siguiente de mañana, partieron al despuntar el alba y habiendo caminado cerca de veinte estadios, descendieron a un llano y allí reposaron aquel día, así por adquirir algunas vituallas en los caseríos que había, porque era lugar poblado, como también por tomar agua fresca para llevar consigo, pues en todo el camino andado no la encontraron.
En este tiempo los siracusanos se apresuraron a ocupar otro sitio por donde forzosamente habían de pasar los atenienses, que era un cerro muy alto y ariscado, a cuya cumbre no se podía subir por dos lados y se llamaba la Roca de Acras.
Al día siguiente, estando los atenienses y sus aliados en camino, fueron de nuevo acometidos por los caballos y tiradores de los enemigos, de que había gran número, que les venían acosando e hiriendo por los lados, de tal manera que apenas les dejaban caminar, y después que pelearon gran rato, viéronse forzados a retirarse al mismo lugar de donde habían partido, aunque con menos ventaja que antes, a causa de que no hallaban vituallas, ni tampoco podían desalojar su campo tan fácilmente como el día anterior por la prisa que les daban los enemigos.
Con todo esto, al siguiente día, bien de mañana, se pusieron otra vez en camino y aunque los enemigos pugnaron por estorbarles, pasaron adelante hasta aquel cerro donde hallaron una banda de soldados armados de lanza y escudo, y aunque el lugar era bien estrecho, los atenienses rompieron por medio de ellos y procuraron ganarle por fuerza de armas. Mas al fin los rechazaron los enemigos, que eran muchos y estaban en lugar ventajoso, cual era la cumbre del cerro, de donde podían más fácilmente tirar flechas y otras armas a los enemigos. Viéronse los atenienses obligados a detenerse allí sin hacer ningún efecto, y también por estar descargando una tempestad con grandes truenos y lluvia, como suele acontecer en aquella tierra en tiempo del otoño, que ya por entonces comenzaba, tempestad que turbó y amedrentó en gran manera a los atenienses, porque tomaban estas señales por mal agüero y como anuncio de su pérdida y destrucción venidera.
Viendo entonces Gilipo que los enemigos habían parado allí, envió una banda de soldados por un camino lateral para que se hiciese fuerte en el camino por donde los atenienses habían venido, a fin de cercarles por la espalda, mas los atenienses que lo advirtieron enviaron una banda de los suyos que lo impidiera y los lanzaron de allí. Hecho esto, se retiraron de nuevo a un campo que estaba cerca del paso donde se habían alojado aquella noche.
Al día siguiente, puestos los atenienses otra vez en camino, Gilipo con los siracusanos dieron sobre ellos por todas partes, y herían y maltrataban a muchos. Cuando los atenienses revolvían sobre ellos se retiraban los siracusanos, pero al ver éstos que los enemigos seguían el camino atacaban la retaguardia, hiriendo a muchos para poner espanto y temor a todo el resto del ejército, mas resistiendo por su parte cada cual de los atenienses, caminaron cinco o seis estadios hasta tanto que llegaron a un raso donde se asentaron, y los siracusanos se volvieron a su campo.
Entonces Nicias y Demóstenes, viendo que su empresa iba mal, tanto por falta que tenían en general de vituallas, como por los muchos que había de su gente heridos, y que siempre tenían los enemigos delante y a la espalda sin cesar de molestarlos por todas partes, determinaron partir aquella noche secretamente, no por el camino que habían comenzado a andar, sino por otro muy contrario que se dirigía hacia la mar e iba a salir a Catania, a Camarina, a Gela y a otras villas que estaban frente a la otra parte de Sicilia habitadas por griegos y bárbaros.
Con este propósito mandaron hacer grandes fuegos y luminarias en diversos lugares por todo el campo, para dar a entender a los enemigos que no querían moverse de allí. Mas según suele acaecer en semejantes casos, cuando un gran ejército desaloja por miedo, mayormente de noche, en tierra de enemigos y teniéndolos cerca y a la vista, cundió el pavor y la turbación por todo el campamento. Nicias, que mandaba la vanguardia, partió el primero con su gente en buen orden y caminó gran trecho delante de los otros, mas una banda de la gente que llevaba Demóstenes, casi la mitad de ellos, rompieron el orden que llevaban caminando. Con todo esto anduvieron tanto trecho, que al amanecer se hallaban a la orilla de la mar, y tomaron el camino de Eloro a lo largo de aquella playa, por el cual camino querían ir hasta la ribera del río Cacíparis, y de allí dirigirse por tierras altas alejándose de la mar con esperanza de que los sicilianos, a quienes habían avisado, les saliesen al encuentro; mas al llegar a la orilla del río, hallaron que había allí alguna gente de guerra que los siracusanos enviaron para guardar aquel punto, la cual trabajaba por cerrarles el paso y atajarlos con empalizadas y otros obstáculos, pero por ser pocos fueron pronto rechazados por los atenienses, que pasaron el río y llegaron hasta otro río llamado Erineo, continuando el camino que los guías les habían mostrado.
Los siracusanos y sus aliados, cuando amaneció y vieron que los atenienses habían partido la noche antes, quedaron muy tristes y tuvieron sospecha de que Gilipo había sabido su partida, por lo cual inmediatamente se pusieron en camino para ir tras los enemigos a toda prisa siguiéndoles por el rastro que era fácil conocer, y tanto caminaron que los alcanzaron a la hora de comer.
Los primeros que encontraron fueron los de la banda de Demóstenes, que por estar cansados y trabajados del camino andado la noche anterior, iban más despacio y sin orden.
Comenzaron primero los siracusanos que llegaron a escaramuzar con ellos, y con la gente de a caballo los cercaron por todas partes de modo que les obligaron a juntarse todos en tropel, con tanta mayor dificultad cuanto que el ejército se había dividido ya en dos partes, y Nicias con su banda de gente estaba más de ciento cincuenta estadios delante, porque viendo y conociendo que no era oportuno esperar allí para pelear, hacía apresurar el paso lo más que podía sin pararse en parte alguna, sino cuando le era forzoso para defenderse. Mas Demóstenes no podía hacer esto, porque había partido del campamento después que su compañero, y porque iba en la retaguardia, siendo necesariamente el primero que los enemigos habían de acometer.
Por esta causa necesitaba atender tanto a tener su gente dispuesta para combatir, viendo que los siracusanos les seguían, como para hacerles caminar, de suerte que deteniéndose en el camino fue alcanzado por los enemigos, y los suyos muy maltratados, viéndose obligados a pelear en un sitio cercado de parapetos y sobre un camino que estaba metido entre unos olivares, por lo cual fueron muy maltrechos con los dardos que les tiraban los enemigos, quienes no querían venir a las manos con ellos a pesar de todo su poder, porque los veían desesperados de poderse salvar, pareciéndoles buen consejo no poner su empresa en riesgo y ventura de batalla, cosa que los enemigos habían de desear.
Por otra parte, conociendo que tenían la victoria casi en la mano, temían cometer algún yerro, pareciéndoles que sin combatir en batalla reñida gastando y deshaciendo los enemigos por tales medios, se apoderarían después de ellos a su voluntad.
Así, pues, habiendo escaramuzado de esta suerte todo el día a tiros de mano y conociendo su ventaja, enviaron un heraldo de parte de Gilipo y de los siracusanos y sus aliados a los contrarios, para hacerles saber primeramente que si había entre ellos algunos de las ciudades y villas isleñas que se quisiesen pasar a ellos serían salvos, y con esto se pasaron algunas escuadras, aunque muy pocas. Después ofrecieron el mismo partido a todos los que estaban con Demóstenes, a saber: que a los que dejasen las armas y se rindiesen les salvarían la vida y no serían puestos en prisión cerrada ni carecerían de vituallas.
Este partido lo aceptaron todos, que pasarían de seis mil, y tras esto cada cual manifestó el dinero que llevaba, el cual echaron dentro de cuatro escudos atravesados que fueron todos llenos de moneda y llevados a Siracusa.
Entretanto, Nicias había caminado todo aquel día hasta que llegó al río Erineo, y pasado el río de la otra parte alojó su campo en un cerro cerca de la ribera donde el día siguiente le alcanzaron los siracusanos, que le dieron noticia de cómo Demóstenes y los suyos se habían rendido, y por tanto le amonestaban que hiciese lo mismo; pero Nicias no quiso dar crédito a sus palabras y les rogó le dejasen enviar un mensajero a caballo para informarse de la verdad, lo cual le otorgaron.
Cuando supo la verdad por relación de su mensajero, envió a decir a Gilipo y a los siracusanos que, si querían, convendría y concertaría gustoso con ellos en nombre de los atenienses, que le dejasen ir con su gente salvo, y les pagaría todo el gasto que habían hecho en aquella guerra, dándoles en rehenes cierto número de atenienses, los más principales, para que fuesen rescatados una vez pagados los gastos a talento por cabeza.
Gilipo y los siracusanos no quisieron aceptar este partido y les acometieron por todas partes tirándoles muchos dardos mientras duró aquel día. Y aunque los atenienses por este ataque quedaron maltrechos y tenían gran necesidad de vituallas, todavía determinaron su partida para aquella noche; ya habían tomado sus armas para marchar cuando entendieron que los enemigos los habían sentido, lo cual conocieron por la señal que daban para acudir a la batalla, cantando su peán y cántico acostumbrado y por esta causa volvieron a quitarse sus armas, excepto trescientos que pasaron por fuerza atravesando por la guardia de los enemigos con esperanza de poderse salvar de noche.
Llegado el día, Nicias se puso en camino con su gente, mas cuando comenzó a marchar los siracusanos les acometieron con tiros de flechas y piedras por todas partes, según habían hecho el día antes. Aunque se veían acosados por los enemigos flecheros y los de a caballo, caminaban siempre adelante con esperanza de poder ganar tierra y llegar al río Asinaro, porque les parecía que pasado aquel río podrían caminar con más seguridad, y también lo hacían por poder beber agua, pues estaban todos sedientos. Al llegar a vista del río, fueron todos a una hacia él temerariamente, sin guardar orden alguno, cada cual por llegar el primero. Los enemigos, que los seguían por la espalda, trabajaron por estorbarles el paso, de manera que quedaron en muy gran desorden, porque pasando todos a una y en gran tropel, los unos estorbaban a los otros, así con sus personas como con las armas y lanzas, de suerte que unos se anegaban súbitamente y otros se entremetían y mezclaban juntos, arrastrando a muchos la corriente del agua, y los siracusanos, que estaban puestos en dos collados bien altos de una parte y de la otra del río, los perseguían por todos lados con tiros de flechas e hiriéndoles a mano, de tal manera que mataron muchos, mayormente de los atenienses que se paraban en lo más hondo del agua para poder beber más a su placer, causa de lo cual el agua se enturbió mucho con la sangre de los heridos y el tropel de aquellos que la removían pasando. Ni por eso dejaban de beber, por la gran sed que tenían, antes disputaban entre sí por hacerlo allí donde veían el agua más clara. Estando el río lleno de los muertos, que caían unos sobre otros, y todo el ejército desbaratado, unos junto a la orilla y otros lanzados por los caballos siracusanos, Nicias se rindió a Gilipo, confiándose más de él que no de los siracusanos, y entregándose a discreción suya y de los otros capitanes peloponenses para que hi-ciesen de él lo que quisieran, pero rogándoles que no dejasen matar a los que quedaban de la gente de guerra de los suyos.
Gilipo lo otorgó, mandando expresamente que no matasen más hombre alguno de los atenienses, sino que los cogieran todos prisioneros, y así, cuantos no se pudieron esconder, de los cuales había gran número, quedaron prisioneros. Los trescientos que arriba dijimos se habían escapado la noche antes, fueron también presos por la gente de a caballo, que los siguió al alcance. Pocos de los de Nicias quedaron prisioneros del Estado, porque la mayoría de ellos huyeron por diversas vías desparramándose por toda Sicilia, a causa de no haberse rendido por conciertos, como los de Demóstenes. Muchos de ellos murieron.
La matanza fue en esta batalla más grande que en ninguna de las habidas antes en toda Sicilia mientras duró aquella guerra, porque además de los que murieron peleando hubo gran número de muertos de los que iban huyendo por los caminos o de los heridos que después morían a consecuencia de las heridas. Salváronse, sin embargo, muchos, unos aquel mismo día y otros la noche siguiente, los cuales todos se acogieron a Catania.
Los siracusanos y sus aliados, habiendo cogido prisioneros los más que pudieron de los enemigos, se retiraron a Siracusa y al llegar allí enviaron los prisioneros a las canteras, pensando que era la más fuerte y más segura prisión de todas cuantas tenían. Después de esto mandaron matar a Demóstenes y a Nicias contra la voluntad de Gilipo, el cual tuviera a gran honra, además de la victoria, poder llevar a su vuelta por prisioneros a Lacedemonia los capitanes de los enemigos, de los cuales el uno, Demóstenes, había sido su mortal y cruel enemigo en la derrota de Pilos, y el otro, Nicias, le fue amigo y favorable en la misma jornada: pues cuando los lacedemonios prisioneros en Pilos fueron llevados a Atenas, Nicias procuró cuanto pudo que caminasen sueltos, y usó con ellos de toda virtud y humanidad. Además, trabajó por que se hiciesen los conciertos y tratados de paz entre los atenienses y lacedemonios, por lo que los lacedemonios le tenían grande amor, y esta fue la causa porque él se rindió a Gilipo.
Pero algunos de los siracusanos que tenían inteligencias con él durante el cerco, temiendo que a fuerza de tormentos le obligaran a decir la verdad, como se anunciaba, y que por este medio, en la prosperidad de la victoria, les sobreviniese alguna nueva revuelta, y asimismo los corintios, sospechando que Nicias por ser muy rico, corrompiese a lo guardias y se escapase, y después renovase la guerra, persuadieron de tal manera a todos los aliados y confederados que fue acordado hacerle morir.
Por estas causas y otras semejantes fue muerto Nicias, el hombre entre todos los griegos de nuestra edad que menos lo merecía, porque todo el mal que le sobrevino fue por su virtud y esfuerzo, a lo cual aplicaba todo su entendimiento.
Cuanto a los prisioneros, fueron muy mal tratados al principio, porque siendo muchos en número y estando en sótanos y lugares bajos y estrechos, enfermaban a menudo por mucho calor en el verano, y en el invierno por el frío y las noches serenas, de manera que con la mudanza del tiempo caían en muy grandes enfermedades. Además, por estar todos juntos en lugar estrecho, eran forzados a hacer allí sus necesidades, y los que morían así de heridas como de enfermedades los enterraban allí, produciéndose un hedor intolerable. Sufrían también gran falta de comida y bebida, porque sólo tenían dos pequeños panes por día y una pequeña medida de agua cada uno. Finalmente, por espacio de setenta días padecieron en esta guerra todos los males y desventuras que es posible sufrir en tal caso.
Después fueron todos vendidos por esclavos, excepto algunos atenienses e italianos y sicilianos que se hallaron en su compañía.
Aunque sea cosa difícil explicar el número de todos los que quedaron prisioneros, debe tenerse por cierto y verdadero que fueron más de siete mil, siendo la mayor pérdida que los griegos sufrieron en toda aquella guerra, y según yo puedo saber y entender, así por historias como de oídas, la mayor que experimentaron en los tiempos anteriores, resultando tanto más gloriosa y honrosa para los vencedores, cuanto triste y miserable para los vencidos, que quedaron deshechos y desbaratados del todo, sin infantería, sin barcos y de tan gran número de gente de guerra, volvieron muy pocos salvos a sus casas. Este fin tuvo la guerra de Sicilia.




[1] Decimonoveno año de la guerra del Peloponeso; año tercero de la 91ª Olimpiada; 413 a.C., después del 18 de marzo.
[2] Los delfines eran mazas pesadas de hierro o de plomo que se ataban a las entenas del mástil, dejándolas caer sobre el barco que se quería destrozar.
[3] Veintisiete días. La superstición consistía en multiplicar por tres el número nueve.

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