La pentecontecia
Después
de las victorias decisivas obtenidas por las armas griegas en los años 480-479,
en la guerra contra los persas, en la historia de Grecia sobreviene un período
conocido con el nombre de pentecontecia, «período de cincuenta años». Durante
esos cincuenta años tuvo lugar en Grecia una serie de considerables
acontecimientos históricos que repercutieron sobre la marcha general del
desarrollo económico, social y político de todo el mundo helénico. El límite
cronológico que marca el final de la pentecontecia lo constituyó una serie de
conflictos entre los Estados griegos y sus agrupaciones, que sirvieron de causa
inmediata y directa para la guerra del Peloponeso.
La
historia de ese período se ha visto reflejada, en primer lugar, en la parte
inicial de la obra de Tucídides. En el primer libro de su Historia hallamos
una reseña breve, pero muy circunstanciada, de los acontecimientos desde la
derrota de Jerjes en la Grecia balcánica hasta el comienzo de la guerra del
Peloponeso. A esta reseña se puede agregar aún la descripción que se encuentra
en el mismo libro, de la erección de fortificaciones alrededor de Atenas y el
Pireo, la historia del paso de la hegemonía naval a los atenienses y las
referencias a Pausanias y Temístocles. Aún cuando Tucídides no puede ser
considerado contemporáneo directo de la pentecontecia, los acontecimientos son
descritos por él con la escrupulosidad y buena fe que le son propias. Sin duda
alguna, Tucídides estaba bien informado de la historiografía que no ha llegado
a nuestro tiempo, en particular de la obra de Helánico, que escribió acerca de
la pentecontecia. Tucídides dispuso de la posibilidad de verificar y controlar
los informes que extraía de las fuentes literarias o documentales, con las
cuales se hallaba también muy familiarizado, pues podía interrogar a los
representantes de la generación mayor anterior a la suya, testigos oculares y
activos de aquel período de cincuenta años. A Tucídides lo complementa
especialmente Diodoro de Sicilia. En la correspondiente parte de su Historia
Universal fue evidentemente aprovechada la exposición de la historia de la
pentecontecia hecha por Eforo. Una serie de importantes nociones acerca del
mismo período proporciona Plutarco en sus biografías de los más destacados
hombres de aquel tiempo: Temístocles, Arístides, Cimón y Pericles. La historia
interna de Atenas correspondiente a estos decenios está reflejada en la Constitución
de Atenas, de Aristóteles, y en la República de los atenienses, del
Pseudo-Jenofontes, salida de la pluma de un ferviente oligarca, enemigo de la
democracia ateniense. Algunas noticias aisladas pueden extraerse también de las
obras de otros escritores, como los latinos Cornelio Nepote y Justino.
Las
nociones que proporcionan estos autores de la antigüedad permiten afirmar, con
toda seguridad, que para exponer la historia de la pentecontecia, esos autores
acudían a fuentes bastante heterogéneas. El tratamiento que dan a los mismos
sucesos Tucídides, Plutarco, Diodoro y Aristóteles, no es igual. El que, sin
duda, constituye la fuente más de fiar es incondicionalmente Tucídides. Como
fuentes de importancia primordial, en cuanto a ese período, sirven también las
inscripciones, los datos numismáticos y los materiales arqueológicos. Entre las
inscripciones, poseen valor especial las listas de los ciudadanos atenienses
caídos en las batallas, los registros de las contribuciones pagadas a Atenas
por los miembros de la alianza naval de Delos, y también algunos decretos de la
asamblea popular ateniense. Sobre la base del conjunto de todos los datos
mencionados, la historia de la pentecontecia puede ser reproducida tan sólo en
rasgos generales. Muchos detalles, quizá sumamente importantes, acerca de los
acontecimientos de aquel entonces, están evidentemente perdidos para nosotros.
Mas incluso en estas condiciones las tendencias dominantes en el desarrollo
histórico del mundo helénico van perfilándose con suficiente nitidez.
Salida de Esparta y de sus
aliados de la liga helénica
Uno
de los acontecimientos más importantes de la pentecontecia que, en muchos
sentidos, determinó la situación de aquel tiempo, fue la formación de la
alianza o liga marítima de Delos, que se desarrolló hasta el grado de la
potencia naval de los atenienses. La formación de tal liga naval se vincula
directamente con la historia de la alianza de los Estados griegos, de que ya
hemos hablado y que surgiera en el momento de la invasión de Jerjes, con fines
de defensa, común y aunada, contra el enemigo de su libertad e independencia.
En relación directa con los éxitos bélicos obtenidos por esa alianza en la
lucha contra los persas, el número de sus participantes aumentó
considerablemente y siguió creciendo con el ingreso de nuevos miembros, de
ciudades que anteriormente habían permanecido neutrales o que se habían
liberado del poder de la monarquía persa.
Aún
cuando los choques entre griegos y persas continuaron hasta mediados del siglo v a. C., ya que la llamada paz de
Calías fue hecha en el año 449 a. C., de hecho, después de los triunfos
obtenidos por los griegos en los años 480-479, el carácter de la guerra había
cambiado sustancialmente. Después del descalabro persa en Platea, no quedó en
el territorio de la Grecia balcánica ni un guerrero enemigo, y la iniciativa de
la ofensiva quedó íntegramente a cargo de los griegos. Las operaciones bélicas
se trasladaron al mar, donde asumieron el carácter de escaramuzas y campañas
navales.
Los
distintos Estados griegos afrontaron esa guerra de maneras diferentes. Las
ciudades más desarrolladas, que habían emprendido con anterioridad la actividad
artesanal y el comercio marítimo, y que, en el tiempo que consideramos, ya
poseían una producción de mercancías relativamente elevada, se hallaban
interesadas en la prosecución de la lucha contra los persas. Era de suma
importancia para ellas nos sólo obtener la superación sobre el enemigo en la
marcha de las operaciones bélicas, sino desalojarlos completamente del litoral
del Asia Menor y de Tracia, pero especialmente de las costas del Helesponto, a
través del cual se efectuaban las relaciones comerciales de muchas ciudades
griegas con las ciudades y países de la cuenca del mar Negro, lo que proveían a
aquéllas de cereales y otras clases de víveres y diferentes materias primas. En
aquel tiempo, las posiciones claves con cuyo apoyo era posible ejercer el
control de aquel estrecho seguían aún en manos de los persas, cuyas
guarniciones se encontraban acantonadas en ciudades como Sestos y Bizancio, en
el litoral de la Propóntide, Eión y Doriscos, en las costas tracias.
Resulta
así que para muchas ciudades griegas la continuación de la guerra contra los
persas era cuestión de su ulterior libre desarrollo económico. Algunas ya
habían obtenido la independencia y procuraban su afianzamiento; otras
continuaban aún bajo el dominio de los persas; pero en ambos casos el futuro de
las mismas dependía enteramente de los éxitos en la lucha contra la monarquía
persa, ya debilitada por los precedentes desastres bélicos.
Entre
esas polis interesadas en la continuación de la guerra se contaban las ciudades
griegas situadas en las costas del Asia Menor y el Helesponto, las ciudades del
litoral tracio y las de los griegos isleños. De manera bien distinta habían
afrontado la perspectiva de continuar las operaciones bélicas, Esparta y muchos
de sus aliados peloponesiacos. En calidad del Estado griego más fuerte en
tierra firme, Esparta era considerada desde el año 480 como cabeza oficial de
la alianza defensiva helénica. Sin embargo, Esparta, la agrícola, algo apartada
del intercambio comercial pangriego, se hallaba interesada en la prosecución de
la guerra sólo mientras el enemigo se encontrara en los umbrales del
Peloponeso, amenazando directamente a este territorio con una invasión. Por
añadidura, y en comparación con los demás Estados griegos, especialmente con
Atenas, Esparta poseía una flota insignificante y no disponía de la experiencia
necesaria para dirigir las operaciones navales. Dadas todas estas
circunstancias, Esparta era la menos indicada para dirigir la guerra marítima.
En vista de ello, todas las ciudades interesadas en la continuación de la
guerra comenzaron, como era natural, a agruparse no en torno a Esparta, sino de
los atenienses, quienes ya disponían en ese tiempo de la flota más grande y
poderosa de toda Grecia, la cual se había cubierto de gloria en combates contra
los enemigos. A consecuencia de estos hechos fue configurándose una situación
que engendraba, inevitablemente, agudos conflictos internos en la alianza
panhelénica: entre Esparta, apoyada por la antigua confederación peloponesiaca,
y Atenas, junto con las ciudades que la respaldaban.
La
divergencia esencial entre estas dos agrupaciones de polis se manifestó poco
después de la batalla de Micala, cuando la unificada flota griega hubo
regresado a Samos. Hacia aquel tiempo, las ciudades insulares jónicas,
respondiendo a la llamada del rey espartano Leotíquidas, que encabezaba
oficialmente las fuerzas navales de los aliados, se separaron de Persia, de
modo que quedó planteada una cuestión acerca de cómo habría que proceder con
ellas. A este respecto, las opiniones de Atenas y Esparta divergieron
marcadamente. No queriendo vincularse con esas ciudades por obligaciones de
orden militar, los espartanos propusieron trasladar a todos sus habitantes a la
Grecia europea, ubicándolos sobre las tierras de aquellas polis griegas a las que
se tenía la intención de castigar por su participación en la guerra del lado de
los persas. Los atenienses se opusieron resueltamente a tal medida. La
intromisión de Esparta en el destino de las ciudades insulares, a las cuales se
hallaban estrechamente vinculados, no les convenía. En grado aún menor se
hallaban interesados en el traslado de los jonios a la Grecia europea. La
disputa terminó con el triunfo del punto de vista ateniense, y Samos, Quíos,
Lesbos y otras polis insulares entraron a formar parte de la alianza general. A
la vez, los atenienses asumieron la responsabilidad de afianzar la seguridad de
las demás ciudades jónicas situadas en el mismo litoral del Asia Menor y que
continuaban aún bajo el dominio de los persas.
La
flota griega, a la que se habían incorporado naves de los jonios, zarpó hacia
el Helesponto, para descubrir el puente que había construido allí el rey Jerjes
para el trasbordo de sus huestes hacia la costa europea del estrecho. En Abidos
se puso en evidencia que tal puente ya no existía: una tormenta lo había
destruido. Entonces los atenienses, apoyados por otras ciudades, empezaron a
insistir en que ya mismo debían emprenderse las acciones bélicas contra las
guarniciones persas que permanecían en los litorales del Helesponto y de la
Propóntide. Pero Leotíquidas no sólo no apoyaba la iniciativa de los
atenienses, sino que, enterado de la destrucción del puente, dio su misión por
terminada y regresó al Peloponeso con todas sus naves y con las de sus aliados.
Una vez retirado Leotíquidas, los aliados que quedaron junto al Helesponto,
encabezados y dirigidos ahora por los atenienses, emprendieron el asedio de la
bien fortificada ciudad de Sestos. Y aún cuando dicho asedio se prologó, hacia
comienzos del año 478, los aliados se apoderaron de la ciudad, tras lo cual
regresaron a sus respectivas patrias con un riquísimo botín de guerra.
Muy
pronto surgió un nuevo conflicto entre Esparta y Atenas. Ya de regreso en el
Ática, después de haber expulsado a los persas, los atenienses encontraron a su
ciudad en ruinas. Inmediatamente dieron comienzo al restablecimiento de las
casas, de los edificios públicos y de las murallas y torres defensivas
destruidas por los persas. Fue allí donde surgió una inesperada dificultad:
hicieron su aparición en Atenas embajadores espartanos con la exigencia de que
los atenienses suspendieran los trabajos de restablecimiento de sus
fortificaciones; se basaban en que, en caso de una nueva invasión de los
persas, éstos podrían hacer uso de las murallas y torres atenienses, como
también de las fortificaciones de todas las demás ciudades griegas situadas
fuera del Peloponeso contra los mismo griegos. La artificiosidad de tal
motivación saltaba a la vista. En realidad, tanto en Esparta como en las demás
ciudades del Peloponeso hostiles a Atenas hacía mucho que se seguía con recelo
el rápido crecimiento del poder y de la influencia de Atenas. Era claro que si
los atenienses, que ya sin ello no tenían rivales ni pares en el mar,
restablecían y ampliaban sus fortificaciones, su Estado se convertiría en uno
de los más fuertes y más influyentes de Grecia, esto es, ocuparía el lugar que
Esparta pretendía para sí desde hacía muchos años.
Pero
el paso emprendido por Esparta no tuvo éxito. Los atenienses respondieron
enviando a su vez a Esparta una delegación encabezada por Temístocles, que
intencionadamente prorrogaba las negociaciones. En el ínterin, los atenienses
siguieron trabajando día y noche en la erección de las murallas y las torres,
aprovechando como materiales de construcción todo lo que era posible
aprovechar, inclusive las estelas funerarias. Cuando ya se había erigido más o
menos la mitad de las fortificaciones atenienses, dejó de tener sentido
proseguir las negociaciones, y Temístocles así lo dijo, con toda franqueza, a
los espartanos. Esparta no se decidió a salir directamente contra Atenas y se
vio forzada a renunciar a su protesta y a asegurar a los atenienses de que, con
su intento, sólo había deseado darles un consejo útil, pero de ninguna manera
obstaculizar el restablecimiento de las fortificaciones.
Este
episodio suministra material complementario para ubicar las relaciones entre
Atenas y Esparta. Entre los grupos democráticos atenienses, encabezados por
Temístocles, tomaba cuerpo la irritación contra Esparta. La democracia
ateniense había alcanzado el predominio político, y a la par de ella se
alineaban también, por decirlo así, los elementos democráticos en las demás
ciudades griegas, mientras que Esparta continuaba siendo el baluarte de las corrientes
más reaccionarias y antidemocráticas en toda Grecia. En estas condiciones, la
colaboración de estos dos Estados dentro de una misma liga era cada vez más
imposible.
En
la primavera del año 478, la flota de los aliados griegos volvió a hacerse a la
mar y reanudó las operaciones bélicas contra el enemigo. Los espartanos habían
sustituido a Leotíquidas por Pausanias, héroe de la victoria de Platea, que a
la sazón era tutor del rey Pleistarcas, menor de edad. Aún cuando la unificada
flota griega no contaba con más de veinte naves espartanas, a Pausanias se le
otorgaron los plenos poderes de comandante en jefe.
Las operaciones bélicas iban
desarrollándose con éxito para los griegos. Se habían apoderado de Chipre, y
después obtenido considerables éxitos junto al Helesponto, donde tomaron
Bizancio. No obstante, iba creciendo entre los aliados el descontento por la
dirección espartana, descontento en el cual la conducta de Pausanias desempeñó
un papel bastante sensible. Aún cuando las fuentes de información de que
disponemos acerca de su actividad no dejan de ser en cierto modo tendenciosas,
reflejan evidentemente el estado de ánimo reinante entre muchos aliados. Se
acusaba a Pausanias de ser grosero y cruel, de que se permitía gritar a los
jefes de otros destacamentos griegos, de que sometía a castigos corporales a
los guerreros griegos, de que se apoderaba infaliblemente de la parte leonina
del botín de guerra. Mas una indignación especial la provocó el hecho de que,
después de haberse apoderado de Bizancio, Pausanias diera la libertad a los
prisioneros persas y reclutara para sí una guardia personal de guerreros
persas, comenzara a usar vestidos persas, se rodeara de un excesivo lujo
oriental y, como se llegó a saber, entablara negociaciones secretas con los
persas, en la esperanza de que, con su ayuda, podría obtener en su patria el
poder de tirano. Es difícil decir en qué medida tales acusaciones respondían a
la realidad, pero la lucha política en Esparta, a juzgar por todos los
indicios, había adquirido en aquel tiempo una gran agudeza, y Pausanias, al
preparar una revuelta política, realmente podía contar con que hallaría apoyo
para sus planes entre los persas. Sea como fuere, el clima en la flota griega
tornábase candente. Surgió una conspiración contra Pausanias, cuyos
participantes poco faltó para que lograran echar a pique la nave en que aquél
se encontraba. De hecho, la flota griega se había dividido en dos partes: una,
la del Peloponeso, encabezada por Esparta, y la otra, ateniensejonia.
La
situación creada incitó a Esparta a suspender en sus funciones a Pausanias y a
sustituirlo por Dorcis, mas ello sirvió de muy poco. La enemistad entre los
aliados ya había ido demasiado lejos, y al poco tiempo Dorcis, junto con todas
las naves del Peloponeso y de Esparta, se separó de la flota común griega y
regresó al Peloponeso,
En
Esparta se consideraban a Atenas como culpable principal de la escisión, e
incluso se abrigaba la intención de castigarla mediante un ataque contra el
Ática, pero se impuso un punto de vista más moderado. En el año 478 Esparta,
acompañada de todos sus aliados del Peloponeso, abandonó oficialmente la
alianza panhelénica.
Formación de la alianza de Delos
Poco
después de haber salido Esparta y las ciudades del Peloponeso de la alianza
panhelénica, los Estados griegos interesados en continuar la guerra contra los
persas enviaron sus representantes a Delos. En esta isla, en el año 477, en una
especie de congreso de representantes de todos los Estados, se adoptó una
resolución consolidada con un juramento de seguir manteniendo la alianza, la
cual, a partir de entonces, cobró la denominación de alianza o liga de Delos.
Al
comienzo, ésta representaba la unificación de las polis griegas,
independientes, e iguales en sus derechos. Cada uno de los partícipes
conservaba su régimen estatal, su gobierno, su ciudadanía, de manera que los
ciudadanos de cualquiera de las polis de la alianza, por ejemplo, no gozaban de
los derechos de ciudadanía en las otras: no podía adquirir en ellos propiedades
territoriales, etc. La finalidad específica de tal alianza era la prosecución
de la guerra contra los persas para vengarse de las calamidades que éstos
habían ocasionado a la Hélade y para obtener la emancipación de los helenos que
aún permanecían bajo el dominio de aquéllos.
Para
llevar a cabo tales propósitos, los aliados se comprometían a suministrar a la
flota de la liga de Delos una determinada cantidad de navíos de guerra con sus
correspondientes tripulaciones, y a aportar al tesoro federal en Delos, el
foros, contribución en dinero estipulada según principios fijos determinados a
estos efectos, necesaria para cubrir los gastos bélicos comunes. Como órgano
superior de la alianza se designó un consejo federal, compuesto por
representantes de todas las ciudades que formaban parte de la liga, con iguales
derechos de voto, el cual debía reunirse en Delos, antiguo centro de la
anfictionía jónica que se había formado en torno del santuario de Apolo. No se
sabe, sin embargo, si tal consejo se reunía con regularidad o si los atenienses
lo convocaban cuando era necesario.
Los
atenienses, como dueños de la flota más grande y poderosa, ocuparon de
inmediato la posición dirigente en esa liga. Aún antes de que Esparta
abandonara la alianza panhelénica, Quíos, Lesbos y Samos, los Estados insulares
más grandes, habían llamado a Atenas a asumir la supremacía, expresando así su
disposición a someterse a tal dirección. Y ahora se les ofreció a los atenienses
el mando de las operaciones futuras. De hecho, los atenienses, desde la misma
fundación de la liga marítima de Delos, habían comenzado a desempeñar en ella
el papel principal, tanto en las cuestiones financieras como en las de su
organización. Por ejemplo, los estrategas atenienses se habían hecho cargo,
íntegramente, de la recolección del foros entre las ciudades aliadas y de la
determinación de sus respectivas cantidades. Arístides, que había regresado a
Atenas tras la expulsión, muy pronto, después de la batalla de Salamina, fue el
primero en determinar dicha suma en la cantidad de 460 talentos. Al parecer,
para hacer los cálculos se tomaron en cuenta tanto los reales recursos
financieros de las ciudades aliadas como también las necesidades bélicas de la
alianza, que —hay que suponerlo— se hallaba interesada en poseer fuerzas
navales suficientemente imponentes. De acuerdo con algunos cálculos más o menos
aproximados, con aquella suma de dinero se podía mantener por unos siete u ocho
meses una flota de hasta 200 trieres con una tripulación de 200 hombres cada
una. No es muy claro si esta suma de 460 talentos del foros fijado por
Arístides era el abonado de hecho por los aliados, o sólo el impuesto a ellos
según su solvencia potencia. Probablemente se tratara de esto último, por
cuanto en lo sucesivo los atenienses casi nunca lograron percibir el foros en
la medida determinada por la distribución previa. En los años subsiguientes, la
suma de tal distribución fue modificada en más de una oportunidad dentro de
límites que oscilaban entre los 410,5 talentos y los 495,5, hasta el año 425,
en que la suma general del foros abonada por las ciudades aliadas se aumentó
con motivo de la guerra del Peloponeso, hasta la suma de 1.300 talentos, es
decir, más del doble de la distribución hecha por Arístides. En cuanto a las
dimensiones del foros que pagaba cada ciudad, a juzgar por las inscripciones,
las sumas distribuidas fueron redondeadas, clasificándose a las ciudades en una
especie de categorías, según aportaran 300, 400, 500, 1.000, 2.000, 3.000
dracmas, y desde uno hasta 30 talentos. Algunas ciudades figuraban unos años en
una categoría y otros en otra distinta, superior o inferior. Pero hubo también
ciudades que conservaron su categoría hasta los años 425-424.
En
cuanto a la faz estrictamente bélica, la formación de la Liga de Delos se vio
justificada de inmediato. Después de ser expulsado de Atenas, Temístocles en el
año 471, y de morir Arístides, quienes habían desempeñado papel descollante en
la creación y en la organización de esa alianza, la dirección de las
operaciones bélicas pasó a Cimón, hijo de Milcíades, vencedor en la batalla de
Maratón. Sin duda alguna, Cimón era uno de los capitanes atenienses más
inteligentes de esa época. Bajo su mando, los atenienses, junto con sus
aliados, habían desarrollado activas operaciones bélicas contra las
guarniciones persas que habían quedado aún en el litoral tracio, de donde era
de suma trascendencia desalojarlas, debido a que allí obtenían los griegos la
madera necesaria para la construcción de las naves de guerra.
Tras
apoderarse de una serie de pequeños puntos en esa costa, los aliados pusieron
sitio a Eión, el principal y bien fortificado punto de apoyo de los persas,
situado en la desembocadura del río Estrimón. Una vez perdida esa ciudad, los
persas se vieron completamente desalojados de Tracia.
Después,
Cimón, emprendió una exitosa campaña contra la isla de Esciros.
La
conquista de esta isla fue exteriormente rodeada de varios procedimientos
efectistas. Según la tradición, allí fue muerto el legendario rey de Atenas,
Teseo. Valiéndose de este recuerdo, los atenienses emprendieron la campaña
contra Esciros, llevando por divisa la venganza por la muerte de Teseo. Una vez
que los atenienses y sus aliados se apoderaron de la isla buscaron y
descubrieron los huesos que representarían los despojos mortales de Teseo, y
los trasladaron a Atenas, donde recibieron la más solemne sepultura. A partir
de entonces, esa isla sumamente importante por su estratégica situación pasó a
ser posesión indivisa de los atenienses. La conquista de Esciros era de vital
importancia, puesto que sus habitantes se dedicaban a la piratería, amenazando
constantemente las vías marítimas hacia el Helesponto. Todas las ciudades
marítimas de Grecia estaban interesadas en la eliminación de esa amenaza.
Más
o menos simultáneamente, los atenienses habían sometido de forma total a la
ciudad de Bizancio, ya ocupada anteriormente por Pausanias. Apoyados en esos
éxitos, conseguidos en muy poco tiempo, los atenienses y sus aliados se
animaron a emprender una gran campaña contra los persas. El caso es que los
éxitos bélicos de los aliados terminaron por incitar al Gobierno persa a tomar
contramedidas. Los persas equiparon una flota muy grande, de unas 200 trieres,
y un fuerte ejército terrestre, calculando asestar un golpe a los griegos como
respuesta a sus ataques. Pero Cimón logró adelantárseles. Una gran escuadra de
los atenienses y sus aliados se hizo a la mar, y junto a las costas del Asia
Menor, en la desembocadura del río Eurimedonte, al parecer alrededor del año
469 (no se halla establecida la fecha precisa), se desencadenó una gran
batalla. Las operaciones bélicas se desenvolvieron simultáneamente en el mar y
en tierra firme, debido a que los persas se habían fortificado también en la
costa. Los guerreros griegos atacaron a los persas y los derrotaron por
completo. En la batalla naval fue destruida la mayor parte de las naves persas.
En manos de los vencedores cayó un enorme botín de guerra.
Poco
después de esta grave derrota, el rey persa, Jerjes, y su hijo mayor, Darío,
fueron asesinados por un complot de cortesanos y el trono pasó al hijo menor del rey, Artajerjes.
Las acciones bélicas se circunscribieron a las costas de Helesponto, donde se
hallaban aún bajo el poder de los persas las ciudades griegas de la Tróade y de
la Eólida, dos ciudades sobre la costa europea y varias en la asiática. Todas
ellas fueron reconquistadas.
Con la liberación de estas ciudades, a los
aliados se les presentó una importante y complicada cuestión: cuál habría de
ser el régimen de gobierno de las mismas. Durante el dominio persa habían
predominado en ellas con más frecuencia las capas aristocráticas superiores,
con cuyo apoyo la monarquía de Susa intentaba consolidar su dominio sobre el
resto de la población. En la lucha por la liberación, muchos de los
aristócratas persófilos habían caído y otros habían huido a Persia. En las
ciudades liberadas había que establecer un nuevo orden político. La supremacía
militar y política de los atenienses determinó que la palabra decisiva en tales
cuestiones comenzara a pertenecerles. Por ejemplo, al liberar la ciudad jonia
de Eritras, los atenienses introdujeron en ella a su guarnición y, como lo
atestigua el decreto de la asamblea popular ateniense del año 465, que ha
llegado hasta nosotros, establecieron allí un orden político de acuerdo con sus
propios deseos. Fueron ellos los que determinaron la cantidad de miembros del
consejo local y las obligaciones de cada uno de los mismos. La composición del
primer consejo, evidentemente formado con los partidarios de Atenas, fue
determinada por los plenipotenciarios atenienses, denominados epíscopoi. Estos
plenipotenciarios, así como los jefes militares de la guarnición que seguía
permaneciendo en Eritras, fueron los que también en lo sucesivo confirmaron a
los funcionarios locales y mantuvieron bajo su supervisión los órganos de la
administración autónoma de la ciudad. En situación similar, al parecer, se
hallaban otras ciudades, como, por ejemplo, Bizancio, las ciudades del litoral
tracio y otras, en las que, so pretexto de defenderlas contra un posible ataque
enemigo, los atenienses introdujeron sus guarniciones. Todas esas ciudades, que
acababan de ser liberadas, fueron inmediatamente incluidas en la Liga de Delos,
debiendo en consecuencia someterse a la dirección ateniense. Por fin, los
atenienses comenzaron a inmiscuirse en la vida política interna no sólo de las
ciudades que iban liberando sino también en las de sus anteriores aliados de la
Liga de Delos.
Transformación de la Liga de
Delos en potencia naval ateniense
Muchas
fueron las causas que empujaron a una gradual transformación de la Liga de
Delos, desde una alianza de polis griega con iguales derechos, que habían aunado
sus fuerzas para la lucha conjunta con el enemigo común, hasta una potencia
naval al servicio de Atenas, dentro de la cual las ciudades aliadas terminaron
por encontrarse, de hecho, en la situación de súbditos atenienses. Desde la
misma formación de la alianza hubo en favor de Atenas una considerable
supremacía de fuerzas. Y luego, la correlación de fuerzas en la alianza
continuó variando indeclinablemente en favor de los atenienses, en relación
directa con el florecimiento económico de Atenas, con su transformación en el
centro más grande de Grecia, con el desarrollo de la producción de mercancías y
del comercio marítimo. Al mismo tiempo, y precisamente durante los años que
estamos considerando, en Atenas se había consolidado definitivamente el régimen
estatal de la antigua democracia esclavista. Las capas democráticas en todas
las ciudades griegas simpatizaban ardientemente con ese régimen, de modo que
los atenienses tenían siempre por doquier partidarios, dispuestos siempre a
prestarles apoyo.
En
ese proceso de gradual transformación de la Liga de Delos en potencia
ateniense, también jugó su papel el sistema de la distribución y cobro de los
foros, que se había afianzado en la misma Atenas. Cuando la guerra se hubo
prolongado durante un tiempo indeterminado, para muchísimas ciudades griegas,
especialmente para las pequeñas, se tornó sumamente gravoso mantener sus
propias naves y a los ciudadanos que formaron las respectivas tripulaciones, en
un estado de permanente reparación bélica. Para estas ciudades se sustituyó
desde el mismo comienzo de las operaciones bélicas la provisión de hombres y de
naves por la paga del foros. Este sistema resultó muy ventajoso tanto para
estas ciudades como para los atenienses, que, como ya sabemos, habían tomado en
sus manos la distribución y el cobro de los foros. Como resultado, los aliados
quedaron divididos en dos categorías: los que mediante sus propias fuerzas
militares tomaban parte directa en las operaciones bélicas y los que sólo
abonaban cuotas en dinero. De hecho, tales cuotas estaban a entera disposición
de los atenienses, quienes así podían construir continuamente nuevas naves, que
pasaban a engrosar una flota que ya sin ellas era muy grande. De esta manera,
el poder naval de Atenas fue creciendo de año en año, y muy pronto los
atenienses dejaron de tener iguales en el mar Egeo.
Las
consecuencia del crecimiento del poder de Atenas no tardaron en manifestarse.
Los atenienses comenzaron a inmiscuirse con creciente frecuencia en los asuntos
internos de las ciudades aliadas, exteriorizando una tendencia a someterlas a
su control universal, omnímodo. La transformación de la Liga de Delos en una
unión estatal centralizada, encabezada por Atenas, se puso en evidencia como
una finalidad completamente consciente y principal de la política ateniense.
Estas
aspiraciones e intenciones de Atenas tenían determinada y definida base
histórica. El crecimiento de la producción de mercancías observado durante los
años de la pentecontecia, la intensificada comunicación entre las ciudades, las
correlaciones políticas, la lucha contra el enemigo común durante un tiempo
prolongado, todo ello engendró tendencias unificadoras, innovadoras para la
vida político-social de Grecia, una de cuyas expresiones no puede dejar de
verse en el mismo hecho de la formación de la Liga marítima de Delos. No
obstante, tales tendencias fueron desarrollándose dentro de un cúmulo de
circunstancias sumamente contradictorias, entrando en colisión a cada paso con
el apego a la autarquía, tan característica de todas las polis griegas, y con
la inclinación al particularismo político. Dentro de tales circunstancias, la
política que iba desarrollando Atenas no podía dejar de provocar oposición por
parte de las ciudades que aún tenían en mucho su independencia. No era raro que
el asunto llegara a provocar serios conflictos entre Atenas y sus aliados. En
tales ocasiones, todas las ventajas estaban del lado de los atenienses. Las
ciudades aliadas se encontraban separadas por el mar, cuyo dominio pertenecía
íntegramente a la flota ateniense. Les resultaba por esto difícil unificar sus
fuerzas para actuar en conjunto contra Atenas, y las tentativas aisladas de
salir de la Liga con el fin de verse libres de la dependencia de Atenas que
gravitaba sobre ellas eran inmediatamente reprimidas. En esos casos, los
atenienses no se detenían ante las más decididas e incluso tajantes medidas.
Enviaban su flota contra el aliado que había exteriorizado la intención se
separarse, desembarcaban en su territorio, introducían en las ciudades
sublevadas sus guarniciones, temporales o permanentes, confiscaban las tierras
a los ciudadanos locales y las poblaban con sus colonos armados, los clerucos,
aplastaban con las armas toda resistencia. Se conocen no pocos ejemplos de
conflictos armados entre Atenas y las ciudades aliadas. Aún antes de la batalla
del Eurimedonte, Naxos intentó desligarse de la alianza. Era ésta una polis que
había conservado, después de ingresar en la Liga de Delos, sus fuerzas
navales-militares y no pagaba el foros. Atenas no tardó en enviar contra los
naxiotas su armada, iniciando operaciones bélicas y obligándoles a capitular.
De acuerdo con las condiciones de esta capitulación, los habitantes de Naxos
tuvieron que entregar su flota a Atenas y pagar, en lo sucesivo, todo el foros.
En
el año 465, otro isla, la de Tasos, intentó también separarse de la alianza.
Los atenienses le habían quitado sus posesiones en la costa tracia y sus
yacimientos auríferos. Cuando Tasos se sublevó, los atenienses enviaron contra
ella su flota, derrotaron a sus habitantes en un combate naval, desembarcaron
en la isla y pusieron sitio a la misma ciudad de Tasos. Esparta, sumamente
alarmada por el crecimiento del poderío ateniense, se dispuso a salir en su
ayuda. Los espartanos ya estaban preparándose para la campaña, con la intención
de invadir el Ática; evidentemente, lo hubieran hecho si no se lo hubiera
impedido un terremoto como no se recordaba otro, que no dejó en pie en Esparta
más de cinco casas. De la confusión y la zozobra provocadas por esta tragedia
se aprovecharon los ilotas espartanos, quienes levantaron la insurrección más
grande de la historia de Esparta. En tales condiciones, los espartanos ya no
podían pensar siquiera en una campaña contra los atenienses y se vieron
forzados a renunciar a su intención de prestar ayuda a Tasos. Abandonada a sus
propias fuerzas, la isla cesó muy pronto en su resistencia. Los atenienses
exigieron a Tasos que renunciara para siempre a sus posesiones en la costa
tracia, entregara las naves de guerra que le habían quedado, pagara una
contribución de guerra y desmantelara y demoliera sus murallas y torres.
En
este sentido, es también muy significativa una inscripción ateniense que data
de los años 446-445, conservada hasta nuestros días. Se trata de un decreto de
la asamblea popular ateniense que atañe a la situación de la ciudad de Calcis
(Eubea), después de la represión hecha por los atenienses contra los que habían
intentado separarse de la Liga de Delos. De acuerdo con ese decreto, todo
ciudadano de Calcis debía prestar juramento de que no se sublevaría «contra el
pueblo ateniense ni de hecho ni de pensamiento ni de palabra; que desobedecería
al que se sublevare, y que, si alguien lo hiciere, lo comunicaría
inmediatamente a los atenienses». Más aún, todo ciudadano de Calcis «se
comprometería a pagar el foros, ser aliado honesto y fiel del pueblo de Atenas,
prestarle ayuda, defenderlo y obedecerlo».
Después
de haber sido castigadas Naxos, Tasos, Calcis y otras ciudades, solamente
Lesbos, Quíos y Samos continuaron conservando, dentro de la alianza, fuerzas
bélicas propias. Es de lamentar que ninguno de los escritores de la antigüedad
suministre enumeración completa de las ciudades que formaban parte en aquel
entonces de la Liga en cuestión. A juzgar por algunos testimonios aislados, y
también por algunas inscripciones atenienses que han llegado hasta nuestros
días, estaban en la alianza la mayor parte de las ciudades griegas insulares y
costeras del Egeo; a saber, las Cícladas jonias y Eubea (a comienzo con la excepción
de Caristos); las ciudades jonias y eolias de la costa occidental del Asia
Menor; las islas adyacentes a esta costa hasta Rodas; la mayor parte de las
ciudades de las costas del Helesponto y de la Propóntide. Después de las
campañas de Cimón fueron incluidas en la alianza las ciudades carias y licias
de las costas del Asia Menor. Algunas de éstas no quisieron incorporarse a la
Liga y ofrecieron una resistencia que fue rápidamente aplastada. La cantidad
total de ciudades incorporadas a la alianza superó de esta manera los dos
centenares y medio, pero esta cifra no fue permanente, sino que sufrió
oscilaciones. Así, durante la gran sublevación de los aliados organizada por
Samos en el 440-439, de la que hablaremos más adelante, se separaron casi todas
las ciudades carias, pero durante los mismos años, una serie de pequeñas
ciudades que antes no habían sido consideradas autónomas fueron elevadas a la
categoría de aliados durante la distribución del foros. Tal como suponen
algunos hombres de ciencia, basándose en una inscripción que enumera las
ciudades que pagaban a Atenas el foros en los años 425-424, también llegaron a
formar parte de la alianza algunas ciudades situadas en las costas del mar
Negro, las que formaban un distrito especial, designado como «el del Ponto
Euxino».
Los
atenienses dividieron el territorio de la Liga de Delos, primeramente en tres
distritos tributarios, y a partir del 443-442, en cinco: Jonia, Helesponto,
Tracia, Caria e Insular. Posteriormente, al parecer alrededor del año 437, los
distritos jonio y cario fueron fusionados, formando uno solo. Fuera de esos
distritos solamente quedaron las islas ya mencionadas de Samos, Quíos y Lesbos,
en calidad de Estados que seguían conservando sus propias fuerzas armadas y su
autonomía, y que no pagaban el foros.
A
la cabeza de cada distrito fueron puestos unos plenipotenciarios o comisarios
atenienses llamados epíscopoi, los que llevaban a cabo la inspección general
sobre las ciudades que integraban su distrito, y controlaban el pago del foros
por las mismas. La distribución del foros era revisada cada cuatro años, con el
fin de aumentar o rebajar las cuotas de cada una de las ciudades gravadas. Para
tal objeto, la asamblea popular ateniense elegía funcionarios especiales, dos
para cada distrito, cuya obligación era establecer con claridad y precisión los
recursos de las ciudades gravadas con el foros. Solamente a algunas ciudades,
principalmente a las pertenecientes al distrito tracio, les fue otorgado
posteriormente, en calidad de privilegio especial, el derecho a la distribución
autónoma del foros, pero el número de tales ciudades no fue de más de once.
La
distribución del foros era confirmada en forma definitiva por cuatro años en
Atenas, en el orden legislativo, por un tribunal compuesto por 501
ciudadanos-jurados (en algunos casos especiales, por 1.501 jurados). Ante las
sesiones de estos tribunales podían presentarse los representantes de las
ciudades aliadas, con sus quejas y peticiones, pero el aceptar dichas quejas y
el tomar en consideración las peticiones dependía, pura y exclusivamente, del
criterio de los jurados atenienses, del resultado de sus votaciones.
Después
de haber sido confirmada la distribución, las ciudades aliadas estaban
obligadas a entregar anualmente en el mes de marzo en las grandes fiestas
dionisiacas la parte correspondiente de foros con que habían sido gravadas. Las
pequeñas ciudades cercanas unas a otras solían aunarse para pagar un foros
conjunto, formando uniones llamadas sintelias. Los aportes de todas las asociaciones
de dichas sintelias eran depositados por la ciudad que las encabezaba en el
tesoro de la Liga. Aún en el año 454-453, el tesoro fue trasladado, después de
la derrota de los atenienses en Egipto, a Atenas, con el pretexto de que era
inseguro conservarlo en Delos. Tal traslado del tesoro, de Delos a Atenas,
constituyó un jalón en el camino de la transformación de la Liga en una
potencia ateniense. Como lo atestiguan los fragmentos conservados de algunas
inscripciones atenienses de aquellos tiempos, la sexagésima parte del total de
los aportes anuales efectuados por los aliados era descontado por los
atenienses para el tesoro sagrado de la diosa Atenea. Dicho tesoro representaba
una especie de fondo de reserva del Estado ateniense. En los casos en que, por
una resolución de la asamblea popular, se extraían sumas asignadas a cubrir
algunas necesidades del Estado, se las consideraba como préstamos que debían
ser devueltos junto con los correspondientes intereses. «Las deudas a la diosa
Atenea» y los respectivos intereses eran pagados por los atenienses, también
con los dineros que se recababan de los aliados. Muy pronto los atenienses
comenzaron asimismo a disponer de la parte restante de esos dineros, como si
fueran de su propiedad.
Hasta
nuestros días han llegado ecos de polémica entablada en la asamblea popular
ateniense en la que se consideraba el destino de los foros que los aliados
pagaban. Cuando Pericles comenzó a gastarlos no sólo para necesidades
militares, sino también para la construcción de templos en Atenas y para la
erección de estatuas —obras que proporcionaban ganancias a muchos ciudadanos
indigentes—, sus adversarios del campo oligárquico se lo reprocharon echándole
en cara su despótica actitud para con los aliados. «El pueblo ateniense —gritaban—
está perdiendo el respeto entre los helenos..., toda la Hélade considera que
con ella se está cometiendo simplemente una violencia y que se la trata
despóticamente; ... los helenos están viendo que los medios que se recaban de
ellos por la fuerza a los fines de sostener una guerra, los estamos
despilfarrando para que, a semejanza de una mujerzuela disoluta, nuestra ciudad
pueda cubrirse de oro y de piedras preciosas, estatuas y templos, que cuestan
millares de talentos.» A todo ello, Pericles respondió que los dineros no
pertenecen al que los paga, sino al que los recibe, y que «los atenienses no
están obligados a rendir cuentas a sus aliados sobre la manera de gastar el
dinero, por cuanto combaten por ellos y rechazan los ataques de los enemigos» (ibíd.).
Triunfó
en la disputa el punto de vista de Pericles y de sus partidarios. De esta
manera, las cuotas pagadas por los aliados se convirtieron en parte integrante
del presupuesto nacional de los atenienses, y éstos controlaban con toda
atención la rigurosa percepción de las mismas. Las ciudades que se atrasaban en
el pago de las cuotas eran castigadas con multas, aplicadas en forma del
aumento de un tanto por ciento del foros que les correspondía integrar. Para el
cobro de las morosas, se enviaban a las ciudades aliadas recaudadores
especiales, los cuales eran a menudo acompañados por escuadras bajo el mando de
uno o varios estrategas, y los atenienses descargaban sobre las cabezas de los
deudores severas represiones.
Después
de la llamada paz de Calías, en el año 449, cuando cesó la guerra contra los
persas, por cuyo motivo fuera creada la alianza, la ulterior existencia de la
misma dejó de ser justificada en la opinión de muchos aliados. Sin embargo, los
atenienses no sólo no disminuyeron, sino que, por lo contrario, aumentaron las
exigencias que presentaban a los aliados. Además del foros, las ciudades
aliadas tenían que tomar parte en todas las guerras que hacía Atenas, prestarle
toda clase de ayuda y obedecer resignadamente al control político por ella
ejercido.
Las
relaciones entre Atenas y las ciudades aliadas se basaban formalmente en parte
sobre tratados y en parte sobre las resoluciones de la asamblea popular
ateniense. Esos tratados y resoluciones no guardaban un contenido homogéneo, y
menoscababan en diferentes grados la independencia de las polis aliadas.
Algunas polis solitarias —Lesbos, Quíos, Samos (antes de su sublevación contra
Atenas en el año 440)— gozaban de autonomía en sus asuntos internos, hasta el
punto de que en las mismas podía existir un régimen oligárquico. En la mayoría
de las otras ciudades aliadas, los atenienses instauraban el orden político que
les convenía. Como ya sabemos, los atenienses se orientaban, al hacerlo, hacia
los elementos democráticos que, por lo menos al principio, los apoyaban
incondicionalmente.
Por
causas bien comprensibles, los partidarios de la oligarquía eran abiertamente
hostiles a Atenas, al régimen político que se había afianzado allí y a la Liga
ateniense. Sus simpatías estaban íntegramente del lado de Esparta y de la
confederación del Peloponeso, con cuya ayuda pensaban restablecer la
independencia de sus respectivas polis. Es muy significativo que Esparta
saliera invariablemente contra Atenas bajo la consigna de «liberar a las
ciudades griegas del despotismo ateniense». Resulta así que la lucha entre las
agrupaciones democráticas y oligárquicas de que estaba penetrada la vida
política de todas las polis griegas se había manifestado también, de modo bien
definido, en las relaciones entre las uniones de dichas polis. La totalidad del
mundo helénico quedó escindido en dos campos hostiles, y en toda ciudad griega,
al margen de la unión de que formaba parte, los demócratas se orientaban hacia
Atenas, al tiempo que los oligarcas lo hacían hacia Esparta.
En
cada caso en que los atenienses no abrigaban plena seguridad sobre la solidez
de su influencia sobre tal o cual de las ciudades aliadas, la colocaban bajo su
directo control administrativo. Además de los embajadores extraordinarios,
investidos de plenos poderes, en las fuentes de que disponemos se hace mención
de unos arcontes atenienses con sede en las ciudades aliadas, sin funciones
definidas. Evidentemente, se trataba de gobernantes sui generis de esas
ciudades.
Un
papel esencial en la afirmación del poder ateniense ejercido sobre los aliados
lo seguían desempeñando los clerucos, quienes llenaban la función de
guarniciones atenienses en el territorio de la alianza. Esta clase de
guarniciones existía en las islas de Lemnos, Imbros, Naxos y Andros, en Sínope
sobre el mar Negro, y en muchos otros lugares. En total, durante los años de la
pentecontecia fueron enviados a las cleruquías más de 10.000 ciudadanos
atenienses. La tierra que se les destinaba era generalmente arrebatada a las
ciudades aliadas mediante la fuerza, aunque a veces se hacía mediante un
acuerdo; por ejemplo, a cambio de la disminución de foros.
Para
los aliados resultaba sumamente pesada la limitación de su autonomía en el
ámbito jurídico. Al mismo tiempo, los atenienses comenzaron a limitar la
jurisdicción de los aliados también en otros asuntos. Algún tiempo más tarde,
todas las causas de los ciudadanos en las ciudades aliadas que hubieran podido
acarrear la privación de los derechos civiles, la expulsión y la pena capital,
pasaron a la jurisdicción de los tribunales
atenienses. Comenzaron a ventilarse en Atenas los más grandes procesos civiles
de los aliados, de manera que en la jurisdicción de los tribunales locales sólo
quedaron los pleitos por contravenciones menos importantes y las demandas
judiciales. Las ciudades aliadas sólo conservaban una jurisdicción propia más
amplia en los casos especialmente estipulados en los tratados con Atenas.
Paralelamente
con el control político y militar, los atenienses empezaron a ejercer también
el control económico. Casi inmediatamente después de haberse constituido la
alianza, la moneda ateniense habría cobrado tan amplia difusión de todas las
ciudades aliadas, que la moneda local redujo su circulación únicamente al
mercado local. Para lo sucesivo, la moneda ateniense había conquistado un
completo dominio, y en el año 434 la asamblea popular ateniense promulgó un
decreto que prohibía a las ciudades aliadas la acuñación autónoma de monedas de
plata. Por cierto que este decreto no era observado en forma rigurosa y, por
ejemplo, se sabe que en Quíos se continuaba acuñando moneda propia, a la que se
podía hallar en todo el litoral del Asia Menor. En virtud de ello, en el año
420, esto es, ya durante la guerra del Peloponeso, la asamblea popular
ateniense promulgó un nuevo decreto mediante el cual se ordenaba realizar en
todas la ciudades aliadas el canje de la divisa en circulación por dinero
ateniense; mas, dado que en aquel momento la potencia ateniense ya estaba
girando hacia su decadencia, tal decreto no alcanzó a ser realizado
completamente. Difusión universal en la Liga obtuvieron las unidades de pesas y
medidas aceptadas en la misma ciudad de Atenas.
También
fue sometido al control ateniense el comercio de las ciudades aliadas, lo cual
proporcionaba no pocas ventajas a los mercaderes de Atenas. Así, los atenienses
habían establecido, por ejemplo, un permanente control sobre las cargas de
víveres y de cereales que se transportaban, a través del Helesponto, desde los
países adyacentes al mar Negro. Dichas cargas eran distribuidas entre las
ciudades aliadas sólo por mano de los atenienses. Algo más tarde, ya durante
los años de la guerra del Peloponeso, los atenienses establecieron su propia
aduana, en el punto más angosto del estrecho del Bósforo, junto a Crisópolis, y
comenzaron a cobrar derechos aduaneros a toda nave que llegaba desde el mar
Negro o que se dirigía al mismo, a razón del 10 por 100 del valor de la carga
transportada.
Tomando
en cuenta todas las mencionadas particularidades de la política ateniense con
respecto a sus aliados, sería, sin embargo, incorrecto considerar que se
basaban meramente en la coerción. La alianza llevada a bajo la hegemonía de
Atenas había acercado a muchas ciudades entre sí. Entre todas ellas y Atenas se
había establecido una colaboración y una comunicación económica más estrechas.
El dominio ateniense en el mar había tornado más fáciles y más seguras las
relaciones comerciales entre los aliados, y las soluciones centralizadas de los
conflictos que surgían en el proceso de tales relaciones iban consolidando los
vínculos comerciales. Como resultado, el bienestar de muchas ciudades aliadas
había ascendido. La política llevada a cabo por Atenas, esto es, la
implantación de estas ciudades del orden democrático, también había cobrado
valor y significación por cuanto se trataba de las formas más progresistas de
estructuración política para la época esclavista.
Sin
embargo, todas estas facetas positivas de la unificación entraban en
contradicción con las insistentes tendencias de los atenienses a someter por
completo a su poder a sus aliados y a elevar su propio bienestar a costa de
ellos y de la explotación de los mismos. Al mismo tiempo, la incontenible política
exterior expansionista de Atenas, orientada a ensanchar más aún las fronteras
de su Liga mediante la incorporación a la misma de nuevas ciudades, no podía
dejar de provocar la reacción y la resistencia de estas últimas, como también
de Esparta y de la Liga del Peloponeso, amedrentados por el crecimiento del
poderío ateniense. En estas condiciones, la tendencia nacida, en Grecia, hacia
unificaciones que superaban los marcos de una polis tomó formas que no podían
ser de larga duración.
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