lunes, 8 de enero de 2018

V. V. Struve Historia de la antigua Grecia (II)CAPÍTULO XI CONSOLIDACIÓN DEL RÉGIMEN DE LA DEMOCRACIA ESCLAVISTA EN ATENAS. PERICLES

En la Historia no sólo de la pentecontecia, sino también de toda la Grecia antigua, el afianzamiento del régimen estatal de la democracia esclavista constituyó un acontecimiento de importancia excepcionalmente grande por su valor, su significación y el alcance de sus consecuencias.
«Nuestro régimen estatal no imita organizaciones, ni constituciones ajenas; somos nosotros, más bien, los que servimos a otros de modelo.» Así decía quien estaba a la cabeza de la democracia, Pericles, en el discurso que le atribuye Tucídides ante la tumba de los primeros atenienses caídos en la guerra del Peloponeso. Con los discursos de los políticos trasmitidos por los historiadores de la antigüedad, hay que observar cierta cautela. Y aún cuando el citado discurso del Pericles haya llegado hasta nuestros tiempos a través del texto de los historiadores más notables y fidedignos de la época antigua, este principio de la crítica histórica ha de conservar también aquí su rigor. El propio Tucídides prevenía a sus lectores, con motivo de los discursos reproducidos en sus textos, de que no los trasmitía literalmente, sino tal «como todo orador... habría podido hablar, más o menos, según las mayores probabilidades». El discurso de Pericles asumió un carácter doblemente oficial y fue pronunciado en circunstancias solemnes; en consecuencia, estamos autorizados a esperar del mismo cierta idealización del régimen estatal ateniense de aquel entonces. Finalmente, muchas de las alusiones que abundan en aquel discurso son, en general, incomprensible para nosotros: estaban al alcance solamente de los contemporáneos de Pericles. No obstante, la definición que en ese discurso se da del régimen estatal ateniense, expresa incondicional y enteramente su esencia política. Los partidarios de tal orden jurídico de la antigüedad otorgaban la denominación de «democracia» únicamente al régimen en el cual el poder superior era ejercido por la mayoría de los ciudadanos organizados en la asamblea popular. Hay que subrayar el vocablo «ciudadanos». En efecto, no se trata de la mayoría de la población, sino de la mayoría de los «ciudadanos», dos conceptos que en la antigüedad no coincidían. Y precisamente por ello, al definir a la antigua democracia, no hay que olvidar ni por un instante que se trata de una de las variedades de un Estado esclavista, con todas las particularidades inherentes a ese tipo de Estado.
No existía la estadística entre los antiguos griegos, razón por la cual, basándonos en las fuentes a disposición de la actual ciencia historiográfica, no es posible establecer con exactitud la relación numérica entre los diferentes grupos de la población de los antiguos Estados, especialmente, si se los encara desde sus puntos de vista políticos. Así y todo, al operar con toda clase de datos indirectos (referentes al área ocupada por la ciudad, a la provisión de cereales, a la composición numérica del ejército que habría tomado parte en una u otra batalla, etc.), puede aseverarse que en el Ática y en Atenas los ciudadanos libres, mayores de edad, de sexo masculino (pues las mujeres, en Atenas al igual que en las demás ciudades griegas, jamás gozaron de los derechos políticos), apenas si formaban, aún en los mejores tiempos, más del 20 al 30 por 100 del número total de la población, cuya masa estaba compuesta por esclavos carentes de derechos, y por metecos muy limitados en sus derechos políticos. Según la terminología de las fuentes literarias y epigráficas, solamente esa insignificante minoría era la que representaba el demos, el pueblo; en consecuencia, es a éste al que se refieren las palabras de Pericles en el citado discurso, trasmitido por Tucídides, cuando habla de «igualdad de derechos para todos».
A diferencia del democrático, el régimen oligárquico representaba un orden político en el cual la plenitud de los derechos civiles y la posibilidad efectiva de participar en el gobierno del Estado, no eran otorgados a todos los ciudadanos, sino tan sólo a cierta parte de los mismos, destacada ya por su origen noble, ya, tal como tuvo lugar en Atenas después de la reforma timocrática de Solón, según los datos del censo de bienes. Se sobreentiende que en ambos casos se mantiene completamente válida la definición notable por su profundidad que V. I. Lenin da para un Estado esclavista: «Las repúblicas esclavistas —dice— diferían por su organización interna: las había aristocráticas y democráticas. En las primeras, un pequeño número de personas privilegiadas tomaba parte en las elecciones y en las democráticas tomaban parte todos, pero nuevamente, los esclavistas; todos, menos los esclavos.»
Desde el punto de vista del contenido que los propios griegos concedían a los vocablos «democracia» y «oligarquía», la revuelta efectuada en Atenas a finales de siglo vi a. C., fue consolidada mediante las reformas de Clístenes, que aún no habían llevado a los atenienses a un afianzamiento definitivo de la forma democrática del régimen estatal, según la interpretación antigua de ese concepto.
Engels denomina «revolución» a esa revuelta. Lo fue, en el sentido de que el demos ateniense, como resultado de una larga y tenaz lucha, derribó para siempre el poder de la vieja aristocracia y liquidó las supervivencias del régimen tribal que obstaculizaba el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas de la sociedad. Con esa revolución llegaron a su fin el prolongado proceso de estabilización de las nuevas formas del régimen social, basadas ya en los principios de la subdivisión clasista, y el proceso de estabilización de un Estado como aparato de dominio de una nueva clase.
Pero las reformas de Clístenes no tocaron la ley del censo de bienes. Los derechos políticos de los ciudadanos atenienses siguieron dependiendo de su situación económica, de la cantidad de bienes que poseían. De la influencia máxima en la vida del Estado gozaba el consejo de los Quinientos, formando por ciudadanos pudientes de las primeras tres categorías del censo. En cuanto a los puestos más altos en el Estado, los podían ocupar sólo los ciudadanos ricos pertenecientes a las primeras dos categorías. No se había tomado medida alguna en el sentido de elevar en algo el nivel material de vida de la población pobre. Dentro de estas condiciones, las reformas de Clístenes resultaron ser el triunfo del demos que había derribado el poder de la aristocracia de abolengo, mas no fueron aún el triunfo de la forma democrática del régimen estatal. Sólo constituyeron el primer paso dado en este sentido. Para su afirmación definitiva, se requirió varios decenios más pletóricos de lucha política.
La etapa cronológicamente subsiguiente en la estabilización de la democracia como régimen estatal en Atenas está vinculada con el nombre de Temístocles. Al presentarse, aún a finales de la última década del siglo v, con su propuesta para el omnímodo aumento de las fuerzas marítimas del Estados ateniense, Temístocles, en esencia, promovió un nuevo programa político. La transformación de la flota, en la que prestaban servicio los ciudadanos atenienses económicamente menos asegurados, en fuerza básica del Estado, como ya señaláramos, tenía que elevar inevitablemente el peso específico en la vida política de Atenas de los indigentes y de los de escasos bienes entre las capas de la ciudadanía, y, en consecuencia, el valor de la asamblea popular, puesto que precisamente estas capas eran las que formaban la mayoría en la misma.
Después de la expulsión de Arístides de la ciudad de Atenas en 483-482, la supremacía política fue detentada, durante cierto lapso, por la agrupación encabezada por Temístocles, quien se convirtió así en el más influyente político ateniense. No hay duda de que Temístocles y sus partidarios desempeñaron un papel esencial en la organización de la Liga marítima ateniense, y esta circunstancia fue de gran trascendencia. El ejemplo de la democracia ateniense ejerció influencia bien definida sobre las ciudades aliadas, especialmente aquellas que se hallaban anteriormente en la situación de súbditos persas. La liberación de este poder era acompañada en forma simultánea por el derrocamiento de los tiranos puestos por los persas y por la elaboración de una nueva constitución. Muchas de esas ciudades siguieron las huellas de la Atenas de Temístocles. Mileto, por ejemplo, habiendo transformado su régimen estatal, hizo uso, inclusive, de las filai clisténicas. Por lo demás, en los años que siguieran inmediatamente a los triunfos históricos de los años 480-479, que fueron los de mayor influencia de Temístocles, sólo se lograron los primeros éxitos en este sentido. En Estados de la alianza tan grandes como Samos y Mitilene de Lesbos, seguía aún en pie el régimen oligárquico. En los mismos años, la democracia obtuvo una serie de triunfos en la península balcánica. Una revuelta democrática tuvo lugar, por ejemplo, en Tebas, donde fue derribado el gobierno aristocrático que, por su política persófila, había colocado a la ciudad al borde de sucumbir. El ejemplo de Tebas fue seguido por varias ciudades de Beocia en las que, evidentemente, con el apoyo de Atenas, también llegaron al poder los grupos democráticos. En el Peloponeso, la democracia venció en Argos y en su vecina Mantinea, la más grande comunidad de Arcadia. Hasta aquel momento Mantinea no representaba ninguna unidad política íntegra, sino que se componía de unas cuantas poblaciones nada fortificadas, gobernadas por clanes aristocráticos locales. Posteriormente, dichas poblaciones se unificaron bajo el  poder de un solo gobierno democrático. Los moradores de las poblaciones aisladas demolieron sus casas y se ubicaron juntos, formando una sola ciudad más grande. En torno de ella fueron erigidas murallas y torres.
Más o menos al mismo tiempo, la democracia triunfó también en la Elida, el Estado del Peloponeso más importante después de Esparta y Corinto. Como resultado de la consolidación del régimen democrático quedaron abolidas allí las antiguas divisiones características de las tribus, siendo reemplazadas por nuevas filai territoriales, creadas, evidentemente, según el ejemplo ateniense.
Aún así, el triunfo de Temístocles y de su ideología política no fue duradero.
En la Constitución de Atenas, de Aristóteles, se menciona que «después de las guerras médicas volvió a robustecerse el consejo del areópago, el cual comenzó a gobernar el Estado». Quizás esto haya sido producido por el positivo papel que desempeñó el areópago durante la invasión de Jerjes. Sea como fuere, el paso de la supremacía política a la agrupación oligárquica encabezada por el areópago, decidió de antemano la caída de Temístocles.
Al poco tiempo regresó a Atenas de su exilio Arístides y en el escenario político apareció una nueva figura: Cimón. Partidario del régimen oligárquico y gran estratega, Cimón cubrió su nombre de gloria en poco tiempo mediante una serie de triunfos militares obtenidos en las operaciones bélicas contra los persas. Contra Temístocles y sus partidarios se fue formando en Atenas una fuerte agrupación opositora oligárquica encabezada por Arístides y Cimón, y en la que también tomaron parte las influyentes familias de los Filaidas y de los Alcmeónidas. Al mismo tiempo, esta agrupación obtuvo un fuerte apoyo desde el exterior, de parte de Esparta.
Aún desde el tiempo de Clístenes, todas las corrientes reaccionarias (aristócratas y oligárquicas) se orientaban invariablemente hacia Esparta, con un ánimo laconófilo que llegaba hasta la veneración servil ante todo lo espartano: ante el régimen estatal, ante las costumbres, el modo de ser, la indumentaria, incluso ante la manera de hablar de los espartanos. Esparta les pagaba con la más amplia reciprocidad, y siempre tendía a apoyarlos. Pero las posibilidades de los espartanos en cuanto a poder suministrar tal apoyo eran a menudo limitadas.
Ejerciendo su prepotente dominio sobre la masa de la población subyugada —sobre los periecos con derechos civiles incompletos y sobre los siempre dispuestos a sublevarse ilotas, carentes de derechos en absoluto—, el Estado espartano jamás podía estar tranquilo con respecto a la retaguardia. Cualquier complicación interior o un gran fracaso en la política exterior le amenazaban con graves consecuencias. Y, en el ínterin, precisamente en la época que estamos considerando, en Esparta se entabló una aguda lucha entre los reyes y el eforado, lucha que prueba la estratificación, ya muy ahondada, de la predominante comunidad de los espartanos, en dos campos hostiles entre sí. De esta manera, el equilibrio político interior en Esparta se encontró quebrantado, y Pausanias, aprovechando esta situación bastante tensa, se dedicó a preparar una revuelta exterior. Como ya sabemos, sus relaciones con las polis que formaban parte de la alianza defensiva por ella encabezada, se habían deteriorado; en el año 478 Esparta se vio obligada a salir de esa liga. En el propio Peloponeso seguía creciendo el movimiento democrático encabezado por Atenas, y Esparta se encontró rodeada por todos los lados por Estados democráticos que le eran hostiles. Dadas estas circunstancias, el problema principal de la política exterior espartana comenzó a consistir en lograr que, por cualquier medio, el poder en Atenas pasara a la agrupación oligárquica que simpatizaba con Esparta.
Mediante los esfuerzos comunes de Esparta y de los oligarcas atenienses, este problema fue resuelto en el año 471, cuando Temístocles fue desterrado de Atenas. Relata Plutarco, en la biografía de Cimón, que la causa directa de la catástrofe que se descargó sobre Temístocles, fue su riña con Arístides y Cimón. Según Plutarco, esta disputa se desarrolló debido a que Temístocles «tendía hacia la democracia más de lo debido». Son palabras a las que puede prestarse fe. Para un político tan enérgico y tan valiente como lo era Temístocles, hubiera sido completamente natural aprovechar su enorme influencia para ampliar el programa político de la democracia ateniense. Esto es tanto más comprensible cuanto, como ya hemos señalado antes, en aquellos años había vuelto a crecer el influjo político del areópago y habían vuelto a la actualidad sus partidarios del campo oligárquico.
Temístocles no depuso las armas ni con el ostracismo. Habiéndose radicado en la democrática Argos, hizo frecuentes viajes a otras ciudades del Peloponeso, tratando de preparar en ellas revueltas democráticas. Al mismo tiempo, se acercó a Pausanias. Las relaciones de este último con el Gobierno de Esparta habían tomado en aquel tiempo un cariz tal, que comenzó a hacer propaganda activa entre los ilotas para organizar con su ayuda una revuelta en la propia Esparta. Esto no pudo dejar de conmover al gobierno espartano y de iniciarlo a tomar medidas decisivas. Pausanias fue acusado de mantener correspondencia con el rey persa, al que, quizá realmente, habría prometido, al precio de su apoyo, grandes concesiones en caso de triunfar. Muy pronto el gobierno espartano tomó la resolución de detener a Pausanias, quien, advertido por uno de los éforos, se refugió en el templo de la diosa Atenea Calkioikos (de «la casa de bronce»). Los éforos, debido a que un homicidio en el interior de un templo era considerado un gravísimo crimen religioso, mandaron tapiar sus puertas con mampostería, y quitaron una parte del techo para poder seguir la actitud del encerrado. Cuando se vio a Pausanias próximo a morir, fue sacado del interior del templo, a cuyas puertas, extenuado por el hambre, agonizó el vencedor de los persas en Platea.
La muerte de Pausanias repercutió sensiblemente en el destino de Temístocles. Los espartanos se dieron prisa en comunicar a Atenas que al desenmascarar a Pausanias habían descubierto que en sus relaciones con los persas también se hallaba mezclado Temístocles. Como ya señaláramos, su primera expulsión fue dispuesta mediante la condena al ostracismo. Ello significaba que, si se daban circunstancias favorables, podía esperar que después de unos diez años se le permitiera regresar a Atenas, Temístocles fue citado nuevamente a juicio. Pero no hizo acto de presencia, limitándose a dar explicaciones por escrito. Los atenienses lo condenaron entonces en rebeldía a la pena capital, con la confiscación de sus bienes, y, en común con Esparta, exigieron a Argos su extradición. Temístocles se vio forzado a huir de Argos. Perseguido en todas partes, no encontró finalmente otra salida que dirigirse al rey persa Artajerjes, hijo de aquel mismo Jerjes cuya flota había él derrotado tan brillantemente en Salamina. Temístocles fue bien recibido por el rey persa, de quien obtuvo el gobierno de tres ciudades del Asia Menor. Su actividad como dirigente del movimiento democrático llegó de esta manera a su fin, unos siete u ocho años antes de su muerte. Después de la expulsión de Temístocles, el poder en Atenas pasó totalmente a manos de la agrupación oligárquica. Muerto Arístides, el cabecilla de la misma fue Cimón. Hijo de Milcíades, hombre de fortuna e indiscutiblemente uno de los estrategas atenienses más inteligentes, debía en grado considerable a Esparta la posición que acababa de ocupar. Los espartanos no tenían motivo para quejarse de él, ni para arrepentirse de la ayuda que le había prestado. Por doquier, en la asamblea popular, en los tribunales o en el areópago, Cimón elogiaba el régimen estatal espartano contraponiéndolo al ateniense. Al igual que los espartanos, consideraba la guerra y los asuntos militares como su vocación principal. En su afán de imitar en todo a los espartanos, bautizó incluso a su hijo con el nombre de Lacedemonio. Su expresión favorita, que utilizaba toda vez que podía, era: «Los espartanos no hubieran procedido de esta manera.» La popularidad de que gozaba Cimón entre los ciudadanos atenienses dependía, en primer lugar, de sus éxitos bélicos, realmente brillantes.
Habiendo obtenido una serie de triunfos sobre las guarniciones persas subsistentes en el litoral de Tracia, y habiendo conquistado a Esciros, Cimón, como ya hemos dicho, destrozó en el año 469 a la flota y al ejército persas junto a la desembocadura del río Eurimedonte. Cada una de estas victorias proporcionó a Cimón un botín de guerra que engrosaba sus bienes, inmensos de por sí. Los utilizaba con amplitud para sostener su popularidad entre los ciudadanos, para asegurar de esta manera, para sí y para sus partidarios, el apoyo de la asamblea popular.
La cuestión es que, formalmente, en Atenas seguían funcionando como antes la asamblea popular y otras instituciones democráticas. Su actividad, empero, se hallaba ahora supeditada al permanente control del areópago, principal baluarte del predominio político de la oligarquía ateniense. El odio de los que habían sido partidarios de Temístocles, se dirigía, en primer lugar, contra el areópago. Al pensar en una revuelta política, contraponían al areópago la asamblea popular provista de funciones inherentes a su poder supremo.
Se erigió entonces en dirigente de los demócratas atenienses Efialtes, de quien lamentablemente sabemos muy poco. Compartía, sin duda, las ideas políticas de Temístocles, y era un destacado y fogoso orador. En una de las comedias hostiles a la democracia, se dice que, bajo la influencia de los discursos de Efialtes, el pueblo se arrancó el freno, cual un corcel enfurecido. Mucho tiempo después, Platón lo caracterizó como un político que «ha embriagado al demos con una intemperada libertad». Tal caracterización, en labios del ideólogo de la reacción ateniense, nos dice mucho. A Efialtes correspondió un descollante papel en el ulterior desarrollo de los acontecimientos políticos.
El desenvolvimiento histórico de Atenas como gran centro productor de mercancías y comercial, y como Estado marítimo, fue dándose de manera tal, que no le resultaba cómoda compañía la atrasada y conservadora Esparta.
Hay que hacer justicia a los perspicaces espartanos que se dieron cuenta cabal de ello. Al parecer, a muchos les resultaba claro que el poder de la agrupación oligárquica apoyada por ellos era un fenómeno pasajero y que el futuro de Atenas estaba en la democracia.
Previéndolo, el gobierno espartano comenzó a tomar, gradual y secretamente, medidas, dirigidas a minar y socavar la influencia ateniense y debilitar a Atenas. Para tal objeto, Esparta entró en negociaciones con Macedonia, hostil a Atenas, y cuyos círculos gobernantes se sentían muy alarmados por los éxitos atenienses en la Calcídica y en el litoral tracio. No sin ser instigada por Esparta, había explotado la sublevación, ya mencionada, de la isla de Tasos en el año 465. Pero, en ese mismo año, toda la actividad de Esparta fue paralizada por la gran sublevación de los ilotas. Aprovechando la confusión general provocada por el fuerte terremoto en el Peloponeso, los ilotas se levantaron en armas y emprendieron una marcha sobre Esparta con el fin de aniquilar a la tan odiada población de esa ciudad. Gracias a la previsión del rey Arquídamo, que alineó a tiempo a los guerreros espartanos completamente armados en orden de batalla, los ilotas no pudieron apoderarse de la ciudad, pero la sublevación se propagó rápidamente por todo el territorio de Laconia y Mesenia. El movimiento rebelde cobró formas especialmente amenazadoras en esa última, pues allí se levantó contra Esparta, como un solo hombre, toda la población. Las ventajas de la organización militar favorecieron a los espartanos, pero las operaciones bélicas en Mesenia se hicieron prolongadas. Los sublevados se fortificaron sólidamente en el monte Itome, y los espartanos, debido a su anticuada incapacidad para llevar a cabo asedios, fueron impotentes para desalojarlos de allí. La situación se tornó tan seria, que el gobierno espartano se vio forzado a dirigirse a sus aliados en busca de ayuda. Esta vez apelaron no sólo a sus vecinos del Peloponeso, sino también a los atenienses, en la creencia de que el gobierno oligárquico encabezado por Cimón y que simpatizaba con ellos, les prestaría ayuda militar. Según el relato de Aristófanes, se presentó en Atenas un representante espartano y «pálido... en nombre de los dioses, estrechándose contra el altar», suplicó que se enviaran guerreros, en auxilio de Esparta.
Cimón se hizo eco inmediatamente de esta petición. Desde su punto de vista, el prestar socorro a los espartanos era una oportunidad para afianzar la amistad con ellos y establecer un contacto más estrecho. Así y todo, enviar un destacamento de ciudadanos armados era imposible sin el consentimiento de la asamblea popular. Y en ésta, Efialtes y sus partidarios se opusieron resueltamente a la propuesta de Cimón. Efialtes «conjuraba al pueblo, en nombre de los dioses, a que no ayudara a los espartanos, no permitiera que se levantara un Estado que siempre y en todo actuaba en contra de Atenas... que lo dejara caer, con su orgullo pisoteado en el polvo». Estas palabras debieron sonar de manera convincente, tanto más cuanto que muchos atenienses, al parecer, ya estaban informados de que Esparta se aprestaba a ayudar a la sublevada Tasos. A los ojos de esa parte de los ciudadanos atenienses, cuyos intereses vitales estaban vinculados al desarrollo del comercio marítimo y de los oficios, Esparta, sin contar todo lo demás, constituía una fuerza que apoyaba a los enemigos comerciales jurados de Atenas: a Corinto, a Megara y otros. Los atenienses adversarios de la oligarquía veían también en ella uno de los principales escollos en el camino de la ulterior transformación del régimen estatal. Dieron comienzo los debates y Cimón intensificó su argumentación, hablando esta vez ya no sólo de Atenas, sino de toda la Hélade, la cual sin Esparta «quedaría renga». Y entonces el Estado ateniense, decía, «quedaría en el atelaje sin el segundo caballo». Apelando así a los sentimientos patrióticos de sus conciudadanos. Cimón logró finalmente persuadirlos a que tomaran la decisión de enviar a Mesenia, en ayuda de Esparta, unos 4.000 hoplitas. El, en persona, encabezó esta fuerza. La aparición de los atenienses junto a Itome, no modificó, sin embargo, la situación de manera que mejorara para los espartanos. Aún cuando en materia de poner sitio a fortalezas, los atenienses eran incomparablemente más diestros que los espartanos, también ellos resultaron impotentes para quebrar la resistencia de los sublevados. Es evidente que en esto también tuvo parte el hecho de que, entre los componentes del destacamento ateniense, había no pocos partidarios de Efialtes, los que quizá se sentían más cercanos a los esclavizados mesenios que a la odiada Esparta. El caso es que Itome no fue conquistada. Entre los espartanos cundió la sospecha de que los guerreros atenienses habían entablado negociaciones secretas con los mesenios sitiados, con cuya colaboración pensaban realizar una revuelta democrática. Esta situación concluyó cuando el gobierno espartano declaró abiertamente a los atenienses que ya no necesitaba más de su ayuda. De todos los aliados de Esparta congregados en el cerco de Itome, sólo los atenienses fueron retirados. La política insistentemente sostenida por la agrupación oligárquica encabezada por Cimón terminó así en el más rotundo fracaso.
Ecos de los que ocurrió después en Atenas los hallamos en las obras de Aristófanes. «Llevando consigo a cuatro mil hoplitas, se dirigió a vosotros nuestro Cisión y salvó a Lacedemonia», leemos en una de sus comedias. Al parecer, ya de regreso en Atenas, Cimón intentó presentar las cosas como si los atenienses hubieran obtenido un éxito, pero, desde luego, nadie creyó en tal versión. Los adversarios políticos de Cimón levantaron cabeza, y una profunda indignación se apoderó de los ciudadanos atenienses. Tucídides informa que inmediatamente después del regreso del destacamento, al abandonar el Peloponeso, los atenienses «rompieron la alianza hecha con los lacedemonios... estableciendo otra con los enemigos de aquéllos, con los argivos; después, los argivos y los atenienses hicieron una alianza, afianzada con juramentos, con los tesaliotas». Todo lo cual significó un rotundo cambio de la línea política anterior.
Para salvar, aunque fuera parcialmente, su conmovido prestigio, Cimón hizo una tentativa de volver a tomar el camino en el cual se sentía más seguro, aquél en el cual su reputación aún no vacilaba: el camino de una nueva guerra contra Persia.
Precisamente en ese tiempo Egipto se había sublevado contra Persia. La sublevación fue iniciada por el libio Inaro. Casi la totalidad de la población egipcia, que odiaba a los persas, le prestó su apoyo. Estaban madurando acontecimientos sumamente serios. Inaro se dirigió a Atenas en procura de ayuda. Es posible que aún antes él enviara cereales a Atenas, vinculándose así amistosamente con los atenienses. Estos respondieron al llamado de Inaro enviando a las costas de Egipto una flota de 200 naves de combate, bajo el mando de Cimón. Una parte del ejército griego sostenía la guerra en Chipre, otra parte combatía en el litoral fenicio, y las fuerzas principales desembarcaron en el propio territorio egipcio, donde junto con sus habitantes derrotaron a los persas y pusieron sitio a Menfis. Pero el asedio a esta bien fortificada ciudad se prolongó por mucho tiempo.
Partir de Atenas no sólo no fue de utilidad para Cimón, sino que, por el contrario, complicó más aún su situación particular y la de sus partidarios. Aprovechando su ausencia, los demócratas, encabezados por Efialtes, tomaron resueltamente la ofensiva. Su golpe principal fue dirigido contra el areópago. En Atenas comenzó una serie de procesos judiciales contra miembros del areópago, contra los cuales fueron formuladas diversas acusaciones: venalidad, ocultación de diseños públicos, etc. A diferencia del propio Cimón, hombre de honradez sin tacha, muchos de sus partidarios no gozaban de la mínima reputación. Como resultado de dichos procesos, la autoridad moral de muchos de los miembros del areópago fue minada, preparándose así las condiciones para un ataque decisivo contra esa institución en su calidad de cabeza de la actividad del Estado ateniense.
En el año 462 la asamblea popular aprobó una ley contra el areópago, que le asestó un golpe mortal. Se le despojó de todas sus funciones anteriores. De órgano más influyente del Estado, que era, fue reducido a la categoría de un simple tribunal que entendía en asuntos criminales de importancia secundaria, en algunos casos de orden civil y en ciertas contravenciones. Así fue como se desplomó el bastión de la oligarquía. Los enemigos de la democracia hicieron uso entonces del último medio que quedaba aún a su disposición: Efialtes fue asesinado por la espalda; pero ello no pudo modificar la marcha de los acontecimientos. La revuelta democrática en Atenas era un hecho consumado. Cuando Cimón regresó desde Chipre, se vio impotente para emprender nada, y al poco tiempo fue condenado al ostracismo.
La lucha en torno del areópago ha sido reflejada en la literatura artística. En Las Euménides, de Esquilo, el héroe de la tragedia, Orestes, culpable de matricidio, es perseguido en todas partes por las diosas de la venganza, las Erinias, hasta encontrar finalmente la salvación al dirigirse a la diosa Atenea, que le aconseja buscar justicia en el areópago de Atenas. Y lo que había resultado imposible para los dioses, lo realizan los sabios ancianos atenienses: ellos absuelven a Orestes. Las Erinias se transforman entonces en Euménides, favorables a Orestes. En la misma obra de Esquilo figuran sus consideraciones acerca de cómo la diosa Atenea, en la iniciación misma del funcionamiento del areópago, prevenía a los atenienses contra el peligro derivado del cambio de su estructura y contra el paso del mismo hacia el predominio del demos. «Aconsejo a los ciudadanos temer tanto la anarquía, como al poder de los grandes señores», decía a los atenienses.
La ley del año 462 sobre el areópago inició un nuevo período en la historia de Atenas: el de una completa y consecuente democratización de todas las facetas de la vida estatal. Al ser liquidadas las anteriores funciones políticas del areópago, quedó despejado un lugar para la actividad de la asamblea popular, ya sin estorbo, y para todos los órganos de la misma.
Después de la muerte de Efialtes, la triunfante democracia ateniense encontró a un nuevo conductor en la persona de Pericles. El destacado papel de este personaje en la historia ateniense ha sido considerablemente exagerado, tanto en la historia antigua como en la historiografía burguesa contemporánea.
La popularidad de Pericles entre los ciudadanos atenienses, su gran influencia política en la asamblea popular, encuentran explicación no en sus cualidades personales, sino, antes que nada, en el hecho de que la línea política por él encabezada reflejaba realmente los intereses y las aspiraciones de las capas de la ciudadanía ateniense que lo habían promovido en el curso de su actuación política. Además, el llamado «siglo de Pericles», preparado por todo el desarrollo histórico de Atenas, representa una de las páginas más luminosas en la historia ateniense, pletórica de destacadísimos acontecimientos. Precisamente en tal sentido define Marx el período vinculado al nombre de Pericles como «el florecimiento interior más elevado de Grecia».
En el período que consideramos, Pericles apenas si tenía algo más de 30 años. Hijo de Jantipo, el vencedor de Micala, estaba vinculado por la parte materna, con la familia de los Alcmeónidas: su madre era sobrina del gran reformador Clístenes. Pericles había recibido una instrucción que para aquel tiempo era brillante. Sus maestros habían sido el filósofo Anaxágoras y Damón, quien gozaba de gran notoriedad entre los atenienses. Posteriormente, siendo ya dirigente del Estado ateniense, Pericles mantuvo permanentemente estrechas relaciones con las personas más adelantadas e inteligentes de su época: el sofista Protágoras, el historiador Herodoto, el gran artista Fidias.
Sus contemporáneos veían en Pericles a un estadista valiente y enérgico, adicto a las ideas de la democracia, orador completo y persona independiente en su manera de pensar. Sin prestar la menor atención a los puntos de vista dominantes en su ambiente, se divorció de su esposa, de la que tenía dos hijos, y contrajo nupcias con Aspasia, de Mileto, aún cuando ésta no pertenecía al círculo de los ciudadanos atenienses. A diferencia de la mayoría de las mujeres de Atenas, encerradas en el estrecho círculo de la familia y de los quehaceres domésticos, Aspasia era una persona de amplia instrucción. En su hogar se reunían los representantes más importantes de la intelectualidad de aquel entonces.
En su actividad política, Pericles se plegó desde el principio al movimiento democrático, a aquellas capas medias del demos ateniense —comerciantes, propietarios de barcos, dueños de talleres artesanales, propietarios de tierras, medianos e incluso pequeños, involucrados en la producción de mercancías— que se hallaban, todos ellos, interesados en el crecimiento del poderío marítimo de Atenas, en el fortalecimiento de sus relaciones comerciales, en el desarrollo del comercio marítimo, y que antes habían apoyado a Temístocles y a Efialtes. Los vínculos de Pericles con Efialtes se presentan tan estrechos que, dada cierta falta de claridad de las fuentes, se torna difícil a veces trazar una línea demarcatoria nítida entre las medidas realizadas por uno y por otro. Después de la muerte de Efialtes, Pericles se presenta como continuador de la transformación democrática del Estado ateniense. El triunfo obtenido en la lucha contra la agrupación oligárquica tenía que ser consolidado. Y en esto consistía el principal problema de la política a desarrollar por la democracia ateniense encabezada por Pericles.
Después del 462, según parece, ningún conjunto de reformas del tipo de las de Solón o Clístenes fue realizado de una sola vez. Lo principal ya estaba logrado: el régimen oligárquico demolido y el poder supremo en manos del demos. Las fuentes que actualmente tenemos a nuestra disposición no siempre permiten establecer con suficiente claridad cuáles fueron las formas legislativas concretas en que se expresó ese cambio: cuáles de las leyes anteriores fueron revisadas, y si lo fueron de una sola vez, y qué nuevas leyes se promulgaron y cuándo. Aristóteles, que no simpatizaba con el nuevo régimen, habla de esos cambios en forma por demás general y muy poco definida: «... el régimen estatal había comenzado a perder en grado creciente su orden estricto por culpa de los hombres que se habían impuesto fines demagógicos». En ese término, «hombres», están evidentemente incluidos los conductores de la democracia. Y escribe el mismo Aristóteles más adelante: «En general, en toda la administración, los atenienses no se atenían a las leyes con el mismo rigor que antes.» Según el testimonio de Aristóteles, en el año 457 fue electo arconte por vez primera un zeugita, esto es, un hombre perteneciente a la tercera categoría del sistema censal, y que, según la constitución timocrática de Solón, no gozaba del derecho a ser electo.
¿Querrá decir esto que la reforma censal de Solón había sido abolida? Oficialmente, en el orden legislativo, no hubo tal abolición, pero de hecho los ciudadanos atenienses de las categorías inferiores pasaron a tener acceso a todos los puestos administrativos del Estado, salvo el de estratega. En la «República de los atenienses del Pseudo-Jenofontes» se habla de manera bien clara de que, al comienzo de la guerra del Peloponeso, los arcontes eran elegidos entre todos los atenienses. También sabemos que la situación económica de los candidatos era establecida no por vía de la verificación, sino mediante preguntas formuladas verbalmente a cada uno de ellos sobre si alcanzaban censalmente la categoría de zeugita. Ninguno de los candidatos, por pobre que fuera, jamás dio respuesta positiva a esa pregunta. De esta manera, el establecer la categoría censal durante la elección se había convertido en una mera formalidad, carente de contenido. Ciertamente, el mismo puesto de arconte había perdido, en los tiempos que consideramos, su valor anterior. Representaban una excepción sólo los arcontes-epónimos y polemarcas, que en sus jurisdicciones atendían los asuntos meramente judiciales pertenecientes a los ciudadanos atenienses y extranjeros, acerca de los cuales formulaban los juicios previos.
Como otro índice más de la democratización del régimen ateniense, puede servir la difusión de la costumbre de elegir por sorteo a los funcionarios para llenar toda una serie de cargos, que antes se cubrían recurriendo a votación. Comenzaron a llenarse por sorteo casi todos los puestos, salvo los de estrategas y los que requerían conocimientos y preparación especiales. Desde el punto de vista de los adictos al régimen democrático antiguo, este modo de cubrir las vacantes era profundamente democrático. La premisa para la introducción de este orden de cosas fue —según su criterio— el reconocimiento del derecho de cualquier ciudadano a ocupar cargos en el Estado: que la suerte decida quién ha de ocupar tal o cual puesto en el año que corre. Por otra parte, el llenar las vacantes mediante el sorteo eliminaba la posibilidad de una presión previa sobre los electores, recurso del que anteriormente se aprovechaban los ricos.
Todas las medidas que acaban de ser enumeradas habrían sonado, para la mayoría de los ciudadanos, como mera declaración verbal, si no se les hubiera dado una base material en forma de remuneración pecuniaria, pagada por el fisco, por el desempeño de las obligaciones sociales. Este principio fue introducido por Pericles, que establecía honorarios de dos óbolos por cada sesión a los jueces jurados; esta suma equivalía aproximadamente a la ganancia diaria media de un ateniense. El carácter de esta medida se aclara si se tiene en cuenta que en el tribunal popular ateniense —la heliea— había 6.000 jurados electos anualmente por sorteo.
Pero la remuneración de los jurados fue solamente el comienzo de todo un sistema de pagos. A propuesta de Pericles, el fisco comenzó a entregar a los ciudadanos indigentes el llamado teoricón, dinero teatral. Tenía el objeto de proporcionar a los ciudadanos posibilidad de descansar y de divertirse durante los días festivos, en los que en Atenas se ofrecían espectáculos teatrales. Por cuanto el teatro desempañaba un papel exclusivo en la vida social, dicha medida tenía también un gran valor político. Más adelante fue introducido el pago diario a los miembros del consejo de los Quinientos, que pasó a reunirse con mucha mayor frecuencia que antes; fue implantada asimismo la paga a los arcontes y a las personas que ocupaban otros puestos, y un sueldo para los ciudadanos que se encontraban en la marina o en el ejército.
La remuneración de los cargos estatales aseguró a la masa de los ciudadanos atenienses una posibilidad de hacer uso de sus derechos políticos. De allí en adelante, cualquiera de los ciudadanos más pobres podía dedicar su tiempo, sin temor alguno, a la actividad social o estatal. Como resultado, por ejemplo, los jurados de los tribunales comenzaron a ser reclutados preferentemente entre las capas más pobres de la población ateniense; la participación en ellos se convirtió en un medio de existencia para muchos ciudadanos.
En la historiografía burguesa actual, especialmente en la norteamericana, se sostiene la opinión de que la entrega a los ciudadanos atenienses de subsidios pecuniarios —práctica que se compara de manera completamente arbitraria con los subsidios de seguro social en los actuales Estados capitalistas— resultó ser una carga superior a las fuerzas del fisco ateniense y, finalmente, constituyó la causa del hundimiento de la antigua democracia. Tal punto de vista es radicalmente falso, dado que los subsidios, durante el gobierno de Pericles, según todos los indicios, representaban un porcentaje relativamente muy bajo dentro del presupuesto general del Estado ateniense. El Estado de Atenas se hallaba en condiciones de sobrellevar fácilmente este renglón de gastos, debido a que encabezaba la Liga marítima, alianza que ya se había transformado en la potencia marítima ateniense, la cual tenía bajo su dominio súbditos obligados a pagar con regularidad el foros. A nadie más, precisamente, que al conductor de la democracia ateniense, Pericles, se le ocurrió trasladar el tesoro de la Liga de Delos a Atenas, lo cual dio la posibilidad a los atenienses de disponer de esos fondos sin control algunos.
Así, pues, los beneficios de que gozaban los ciudadanos atenienses durante este período estaban basados en la explotación no sólo de los esclavos, sino también de la población de muchas otras ciudades griegas supeditadas a Atenas. He aquí donde radicaba una de las más profundas contradicciones de la democracia esclavista ateniense.
Otro de sus rasgos característico se nos revela en la ley de Pericles de los años 451-450 acerca de la composición del cuerpo de los ciudadanos atenienses. Antes de haber sido promulgada dicha ley se requería, para ser reconocido como ciudadano de Atenas, tener un padre que fuera miembro de la ciudadanía ateniense y que ese padre reconociera el recién nacido y realizara con éste los ritos establecidos y lo anotara en los registros del demos. La madre del recién nacido podía no ser ateniense. Por ejemplo, Clístenes, Temístocles, Cimón, el historiador Tucídides no eran de origen ateniense por línea materna. La transformación de Atenas en uno de los más grandes centros políticos, económicos y culturales de Grecia aumentó su gravitación sobre otras ciudades; y los beneficios de los que gozaban los ciudadanos atenienses con plenos derechos, engendraban naturalmente en mucha gente la tendencia a emparentarse con ellos, o a penetrar en sus filas por algún otro medio. Pero las posibilidades financieras del Estado ateniense no eran ilimitadas. El aumento del número de ciudadanos amenazaba, de manera bien definida, con repercutir sobre sus privilegios. Es por eso que Pericles, cuidando los intereses de sus conciudadanos, estableció en los años 451-450 una ley por la que se modificaban las condiciones para ser ciudadanos: en adelante, recibieron derechos de ciudadano sólo aquellos cuyos dos progenitores fueran atenienses nativos, esto es, pertenecientes ambos, padre y madre, a la ciudadanía ateniense. La esencia de esa ley se reveló de manera especial en el año 444. En ese año el gobernante egipcio Psamético envió como obsequio para el demos ateniense 40.000 medimnos de trigo, que había de distribuir, por ello, entre los ciudadanos. Con motivo de este obsequio se descargó una lluvia de denuncias, y en el tribunal ateniense fueron incoados muchos procesos sobre hijos no legítimos. Como resultado, la cantidad de los que recibían su parte del cereal descendió considerablemente y la parte que correspondía a cada uno, como es natural, aumentó.
De esta manera, esta ley de Pericles muestra a las claras que a la democracia ateniense le era completamente ajeno el principio de la igualdad de todos los hombres ante la ley, el cual fue sustituido por otro principio: la igualdad ante la ley sólo de los ciudadanos. Principio donde el concepto de «ciudadano» estaba indisolublemente ligado a los privilegios y dignidad especiales que destacaban al ciudadano de otros hombres, no ciudadanos, considerados seres de categoría inferior.

El régimen estatal de Atenas

En su conjunto, el orden estatal establecido en Atenas durante la vida de Pericles se caracterizó, en primer lugar, por el hecho de que la plenitud del poder superior legislativo, ejecutivo y judicial pertenecía a los ciudadanos que se reunían en la asamblea popular, la ekklesia.
La asamblea popular no delegaba en nadie sus derechos soberanos, sino que los utilizaba de manera directa e inmediata. Esta cuestión, en general, jamás podía plantearse ante los ciudadanos atenienses, visto que todos ellos cabían libremente en el área de su ciudad natal, donde se reunían alrededor de cada diez días, para decidir y dirigir los más importantes asuntos de Estado.
Del derecho a tomar parte en la asamblea popular gozaban todos los varones con plenos derechos, que habían cumplido los veinte años de edad. Todo participante en la asamblea podía ejercer las libertades de palabra y de iniciativa legisladora. Podía presentar cualquier propuesta, cualquier crítica contra cualquier funcionario público, contra un proyecto de ley, o contra una medida ya aprobada por el Estado. Dentro de tales condiciones, es difícil hablar del cúmulo de cuestiones susceptibles de ser tratadas por la asamblea popular. Al disponer de ilimitados derechos, la misma podía, a propuesta de cualquiera de sus participantes, considerar, a su criterio, cualquier cuestión, ya fuera legislativa o jurídica, ya se tratara de una medida cuya aplicación encuadrara dentro de la competencia de los magistrados. Hasta donde nos consta, en la práctica del trabajo de la asamblea popular tenían mayor valor y significación los siguientes asuntos: la elección de los estrategas y de otros funcionarios militares superiores; la declaración de guerra; la concertación de los tratados de paz y de los tratados de alianzas; la solución de otras cuestiones de la política exterior; el otorgamiento de los derechos de ciudadanía; la recepción de informes de los altos funcionarios; la promulgación de toda clase de leyes de la más variada índole; la consideración y confirmación del presupuesto del Estado.
Todas las cuestiones eran resueltas mediante una votación efectuada por el metodo del levantamiento de manos. Las votaciones secretas constituían una excepción que se aplicaba en casos particulares. En tales ocasiones se votaba colocando en las urnas piedrecitas. La votación secreta se aplicaba también en los casos en que se consideraba la aplicación del ostracismo.
Las resoluciones de la asamblea popular eran protocolizadas, como nos consta en los decretos atenienses llegados hasta nuestro tiempo. Comenzaban con la fórmula: «Han establecido el Consejo y el pueblo.» Luego se indicaba de qué file era la pritanía, quién había sido su secretario, quién había presidido la reunión, quiénes de los oradores habían formulado tales o cuales propuestas.
Todos los órganos del Estado ateniense se consideraban supeditados a la asamblea popular, a la que debían rendir cuentas. Entre esos órganos figuraban el Consejo de los Quinientos, la heliea, el areópago, el colegio de estrategas, el colegio de arcontes, y otros funcionarios que recibían sus poderes principalmente por sorteo.
La organización del Consejo de los Quinientos seguía siendo, en general, la misma que en el tiempo de Clístenes. Se componía con los representantes de las diez filai, a razón de cincuenta prítanos de cada una, los que se turnaban en el cumplimiento de sus funciones según un orden riguroso, en correspondencia con el cual el año fue dividido de diez partes. Las funciones del Consejo consistían en preparar los asuntos para la asamblea popular y resolver los asuntos secundarios que se presentasen entre reunión y reunión de la misma. En las reuniones de la asamblea, la presidencia, los términos de la convocatoria, las citaciones, etc., también se hallaban en manos del Consejo. De acuerdo con las leyes atenienses, ningún asunto podía ser considerado por la asamblea popular sin haber pasado previamente por el Consejo. Mas ello no significaba, de manera alguna, que éste fuese superior a la asamblea. La reunión de la asamblea, debido al número de sus integrantes, no podía considerar las cuestiones sin preparación previa y con la debida aplicación. Desde este punto de vista, el Consejo aparece como un instrumento de trabajo de la asamblea popular.
El tribunal ateniense de jurados —la heliea— representaba, tanto por su estructura como por sus funciones y, especialmente por las particularidades de los procesos que en el mismo se veían, una institución muy peculiar. Como ya hemos señalado, la heliea se componía de 6.000 jurados, distribuidos en diez cámaras, los dicasterion, a razón de 500 jurados en cada uno, con otros 100 considerados como de reserva. Para prevenir sobornos, los procesos eran distribuidos entre los dicasterion por sorteo. En los casos especialmente importante, dos o más dicasterion se juntaban para ver la causa.
El proceso judicial en la heliea ateniense se realizaba sobre la base de la competición. Los jueces jurados escuchaban tanto al acusador como al acusado (o querellante y querellado) y a los testigos, admitían disputas entre las dos partes, y cuando la esencia de la causa se tornaba clara o suficientemente aclarada para ellos, acudían a la votación. El tribunal ateniense no conocía fiscales oficiales. La acusación en cualquier causa, incluso en las que concernían a los intereses del Estado o a la salvaguardia del orden existente, podía ser sostenida por cualquiera que lo desease. Como principio, se consideraba que los intereses y la seguridad del Estado tenían que tocar por igual a todo ciudadano, y por ello todo ciudadano podía y debía salir en el tribunal en su defensa. Tampoco existían defensores profesionales. Todo ciudadano tenía que defenderse por sí mismo. En los casos en que no se sentía en condiciones de hacerlo con suficiente eficacia, se dirigía a un especialista —los había en Atenas— y aprendía de memoria el discurso que éste escribía para él.
Es característica la postura del tribunal ateniense hacia los esclavos. Si la marcha del proceso requería la aparición de esclavos en calidad de testigos, éstos, según rezaba la ley, tenían que dar sus declaraciones sólo bajo torturas. Si el esclavo moría durante las mismas, a su propietario se le compensaba su valor, como perjuicio material ocasionado por el proceso.
Entre los funcionarios que recibían sus poderes por vía de elecciones anuales en la asamblea popular, los de mayor valor eran los diez estrategas. A partir del año 444 y durante una década y media, fue elegido año tras año el propio Pericles. Por el desempeño del cargo de estratega no se pagaban emolumentos, de manera que sólo podían aspirar a este cargo las personas de holgada posición económica. Al mismo tiempo, en manos de los estrategas se concentraban las más importantes funciones del más alto poder militar, administrativo y ejecutivo. Ellos encabezaban y mandaban la flota y el ejército, entendían en todos los asuntos de la política exterior del Estado ateniense y lo representaban durante las negociaciones diplomáticas, se ocupaban de los asuntos financieros, etc. Aún disponiendo de tan amplios poderes, los estrategas se encontraban al mismo tiempo bajo el permanente control de la asamblea popular, ante la cual tenían que rendir cuentas y dar informes. En caso de que su informe fuera considerado insatisfactorio, los estrategas podían ser suspendidos ante de haberse cumplido el término de sus funciones y se llevaban a cabo nuevas elecciones.
En general, en Atenas se prestaba una atención especial a las elecciones de los funcionarios. Según las fuentes, los ciudadanos atenienses tomaban en consideración la conducta de todo candidato, averiguándose si guardaba el debido respeto a sus progenitores, si prestaba servicio en todos los casos en que era exigido para ello, si cumplía sus obligaciones financieras para con el Estado, etc. Lisias informa que era loable que el candidato rindiera cuenta de toda su vida antes de las elecciones.
Es de gran importancia analizar las garantías de estabilidad del orden estatal ateniense durante la época de Pericles.
Como ya hemos señalado, la asamblea popular de los ciudadanos atenienses, que era convocada cada diez días, detentaba el poder superior en el Estado. En consecuencia, disponía del derecho a hacer cambios también en las leyes básicas del Estado, es decir, su constitución. Hablando teóricamente, el peligro de cambios radicales en el orden existente en el régimen estatal, surgía siempre, todas las veces que los ciudadanos se reunían en el Pnix, el recinto de las asambleas populares. Para prevenir tal peligro regían disposiciones especiales que garantizaban cierta y determinada estabilidad de la constitución.
La más importante de tales instituciones era la grafê paranomoi, «queja contra la ilegalidad». Cualquier ciudadano que quería hacer uso de su derecho a la grafê paranomoi tenía que declararlo en la asamblea popular. Se le proponía entonces que prestara juramento de que no usaría del derecho que se le otorgaba en detrimento del Estado ateniense, tras lo cual exponía su queja contra cualquier propuesta que hubiera sido sometida a la consideración de la asamblea, o contra cualquier disposición o ley ya aprobada por la asamblea a la que considerara contraria a la legislación existente. La queja expresada en este orden paralizaba la vigencia de una disposición o ley, y el asunto era dirigido al tribunal popular, a la heliea. En esta instancia, el querellante debía probar lo fundamental de su protesta ante los jueces jurados, en un proceso basado en la competencia. En defensa de lo querellado salía el ciudadano que, en su momento, lo había presentado y apoyado en la asamblea popular, o la comisión especial que lo había formulado. Tras escuchar a ambas partes, los jueces expedían su veredicto. Si la queja presentada en ejercicio de la grafê paranomoi era reconocida como justificada, la disposición o ley querellada era abolida, y el ciudadano que la había propuesto, sometido allí mismo a la correspondiente responsabilidad por haber inducido a error a sus conciudadanos. El juzgado podía condenarlo a una multa pecuniaria grande, o imponerle un castigo mucho más severo, inclusive hasta la expulsión o pena de muerte. De esta manera, así como a todo ciudadano ateniense se le otorgaba plena libertad para sostener iniciativas de orden legislativo, también se lo hacia pasible de una responsabilidad. Por toda propuesta que hacía, respondía con sus bienes y con su vida, y no sólo ante los órganos del Estado, sino ante cualquier otro ciudadano ateniense, pues cada uno de ellos podía hacerlo responder mediante el ejercicio de la grafê paranomoi.
Pese a todo, en el empleo por parte de los ciudadanos del derecho a «querellar contra la ilegalidad», había lugar a abusos. Podía encontrarse entre los ciudadanos quienes desearan hacer uso de ese derecho con el fin de causar perjuicio al Estado. También esto había sido previsto por la legislación ateniense. Si la querella formulada en base a la grafê paranomoi era rechazada por la heliea y el querellante recibía en favor de su queja menos de la tercera parte de los votos de los jueces jurados, se hacía culpable allí mismo de la responsabilidad correspondiente por una querella sin fundamento, pudiéndosele imponer un severo castigo.
Otra garantía para la estabilidad del régimen democrático existente lo constituía el procedimiento mediante el cual se ponían las leyes en vigor. En el derecho estatal ateniense hay que distinguir las leyes —nómoi— de los simples decretos o disposiciones —psefismas—. Los últimos tenían un carácter casual, en tanto que las leyes acusaban una naturaleza general. Para poner en vigencia los simples decretos no se requería ningún procedimiento; en cambio, para hacerlo con las leyes propiamente dichas, se efectuaban ritos especiales, que retardaban intencionalmente su consideración, con el fin de que la asamblea popular quedara advertida contra el peligro de decisiones prematuras e irreflexivas. Anualmente, en la primera reunión de la primera pritania, que tenía lugar el 11 del mes ateniense hecatombeón (aproximadamente a mediados de julio), se ponía a votación de la asamblea popular si ésta quería hacer uso de su derecho a la revisión de las viejas leyes y a la consideración de los proyectos de las nuevas. Si esta asamblea se expresaba en sentido positivo, sus participantes presentaban individualmente sus proyectos legislativos. Cada proyecto aprobado pasaba al Consejo para ser considerado en detalle y redactado. Después, el proyecto de ley, ya con la forma de su redacción definitiva, volvía a la asamblea popular y a la heliea, para ser votado. Simultáneamente, su texto era grabado en una tabla, expuesto en un lugar público para conocimiento general, y leído a los ciudadanos en los intervalos entre dos reuniones legislativas, para que pudieran conocerlo con atención y en su totalidad. Sólo tras la observación de todas estas condiciones podía ser aceptada una nueva ley en Atenas.
En su totalidad, el régimen estatal de la ciudad de Atenas durante los años de gobierno de Pericles poseía, sin duda alguna, rasgos históricamente mucho más desarrollados que las polis oligárquicas. No puede, empero, cerrarse los ojos, como lo hacen algunos sabios burgueses que idealizan a la antigua Atenas, sobre los defectos y aspectos contradictorios de la vida estatal ateniense. Ni los metecos, ni las mujeres —madres, esposas e hijas de los ciudadanos que gozaban de la plenitud de los derechos—, ni que hablar ya de los esclavos, gozaban de derecho alguno en Atenas, como tampoco en las demás ciudades y Estados; y, en consecuencia, no podían tomar parte activa en la vida estatal. De esta manera, los ciudadanos con plenitud de derechos políticos representaban en el Estado ateniense, tal como ya hemos señalado, no más del 15 al 20 por 100 del total de la población. Resulta así que también sobre la organización social y estatal de Atenas gravitaba el sello de la limitación clasista, tan característica para todos los Estados esclavista de esa época.
Mas no todos, ni mucho menos, de los que formaban parte de esa minoría privilegiada, disponían realmente de la posibilidad de hacer uso de sus derechos. La participación de los ciudadanos ordinarios no era acompañada de la paga de subsidio alguno, por el fisco, en virtud de lo cual todo aquel que vivía de su trabajo no podía pasar cada diez días unas cuantas horas en el Pnix, donde se celebraban las reuniones de la asamblea popular. Menos accesible aún era esto para los campesinos, pues, para hacer acto de presencia en esas asambleas tenían que dirigirse a la ciudad. Durante los períodos de intenso trabajo en el campo, sólo muy pocos podían permitírselo. Resultaba así que, entre el total de los ciudadanos atenienses, más o menos de unas 30.000 a 35.000 personas, el número habitual de los participantes en las reuniones de la asamblea apenas si superaba los 2.000 ó 3.000, y sólo en casos extraordinarios se reunía una cantidad mayor.
Al mismo tiempo, en el código del derecho estatal de los antiguos no existía el concepto del quórum. Para la opinión de aquellos ciudadanos, la participación directa en la asamblea era un derecho, pero de ninguna manera una obligación. Por tanto, si alguno de los ciudadanos no hacía acto de presencia en la asamblea, se consideraba que transfería su derecho a los que sí participaban, de modo que las resoluciones tomadas por la reunión tenían fuerza de ley independientemente del número de los ciudadanos que la habían adoptado. En consecuencia, se dieron a veces casos en que la asamblea popular ateniense, especialmente en los años de la guerra del Peloponeso, tomaba resoluciones casuales contrarias a los intereses del Estado y al curso general de la política que se estaba llevando a la práctica. Entre los electos por la asamblea popular, mediante el sorteo y por votación, para los diferentes cargos públicos, podían evidentemente figurar personas designadas por azar, fortuitamente, poco aptas para la actividad político-social; todas sus ventajas consistían en el hecho, que de por sí nada recomendaba, de haberse hallado presente en el Pnix el día de las elecciones. De la misma manera, debido a que el cargo de estratega no era remunerable, los esclavistas poseedores de grandes fortunas, aún cuando no simpatizaban con la democracia, podían ocupar dicho cargo y, de esta manera, ejercer influencia sobre la marcha de la vida política, aún después de las reformas de Efialtes y Pericles.
Se sobreentiende que los adversarios de la democracia ateniense se afanaban por aprovechar los lados débiles del régimen estatal en beneficio de sus propios intereses. No podían ni querían aceptar la derrota que se les había inferido, y procuraban por todos los medios recuperar la supremacía perdida. Muerto Cimón, apareció como su conductor cierto Tucídides de Alopece, siempre contrario de Pericles en las reuniones de la asamblea popular. Sin embargo, Pericles logró vencerlo y conseguir que fuera condenado al ostracismo. Pero los oligarcas no depusieron las armas. Por otra parte, pudieron obtener cierto éxito en su lucha contra el régimen democrático durante los años de las graves conmociones, durante la guerra del Peloponeso, y después de la muerte de Pericles.
El Gobierno de Pericles se veía obligado a chocar también con cierta oposición dentro de la democracia. A las capas económicamente menos sustentadas de los ciudadanos atenienses, les parecían insuficientes las reformas introducidas. Tendían a transformaciones más radicales, y acusaban al gobierno de moderación excesiva y de falta de decisión. El Gobierno de Pericles no podía dejar de tomar en cuenta esta clase de ánimos; y, al atenderlos, iba introduciendo algunas otras medidas. Durante los años de Pericles, por ejemplo, se amplió particularmente la erección de edificios de carácter y destino social. Se realizó el sueño acariciado por Temístocles: las fortificaciones de la ciudad fueron unidas, mediante los llamados Largos Muros, con las fortificaciones del puerto del Pireo. En el interior de la misma ciudad se erigió toda una serie de excelentes edificios y bellísimas estatuas. El primer lugar entre todas ellas lo ocupa una maravilla del arte arquitectónico, el Partenón, en cuyo interior se encuentra la estatua de la diosa Atenea, obra del gran Fidias. Mas también otros edificios del tiempo de Pericles, tales como el Odeón, destinado a las competiciones musicales, o los famosos propíleos, provocan hasta hoy la admiración de los hombres.
Hasta nuestros tiempos ha llegado una serie de inscripciones atenienses de las que se desprende qué medios colosales invertía el Estado en las construcciones. En una de ellas se enumeran las entregas de dinero para la erección de la famosa estatua de la diosa Atenea, de Fidias. En otras, que constituye el balance financiero publicado en el año 433, después de terminar la erección del Partenón, se enumeran detalladamente todas las erogaciones efectuadas durante los quince años que demandaron las obras, las inversiones en el material y los gastos para su acarreo a la acrópolis, las remuneraciones a los muchos trabajadores y artistas, etc. En todas esas obras, los atenienses indigentes tenían trabajo. En esto reside el valor social de la labor edificadora del Estado ateniense.
Al desarrollar una enérgica actividad en esta dirección, el Gobierno de Pericles se supo atraer también los medios de los ciudadanos ricos, de los grandes propietarios de esclavos. En Atenas existían, ya desde antes, las llamadas liturgias, que obligaban a los ciudadanos más acaudalados a cumplir, por turno, con diferentes obligaciones vinculadas con la organización de los espectáculos teatrales y el equipamiento de naves para la flota. Durante los años de Pericles, las liturgias constituyeron uno de los artículos más importantes en el presupuesto del Estado democrático.
En las fuentes de que disponemos no hay el menor indicio de oposición a las liturgias por parte de los ciudadanos acaudalados. Quizás esto se explique porque las obligaciones a las que los sometía el gobierno democrático eran compensadas con usura por las ventajas que obtenían usufructuando los éxitos alcanzados en aquel tiempo por el gobierno de Pericles en el ámbito de la política exterior.
Jamás, ni antes ni después, la política exterior de Atenas se distinguió por la amplitud que tuvo en los años que siguieron a la estabilización del poder democrático. La misma era dirigida al afianzamiento del poderío estatal de Atenas y al ensanchamiento de la esfera de su actividad y de su influencia política y económica.
En primer lugar, esta política tocó a los aliados de Atenas. Precisamente tras haber llegado al poder la democracia, se exterioriza con máxima claridad la tendencia de los atenienses a reprimir y ahogar la autonomía estatal de sus aliados, a transformarlos definitivamente en sus súbditos y, al mismo tiempo, aumentar la cantidad de ciudades que dependían de la suya. Los atenienses se plantearon el problema de someter a su poder tanto a las ciudades de la Grecia central como a las del Peloponeso. Dentro de las condiciones existentes, esto tenía que repercutir inevitablemente sobre el inestable equilibrio de las relaciones entre las ciudades griegas, equilibrio que, en cierta medida, existía aún en la época de la invasión de los persas.
Como ya señaláramos, inmediatamente después del regreso de Cimón de su fracasada campaña en ayuda de Esparta, los atenienses rompieron la alianza con los espartanos, celebrando un tratado con Argos y con Tesalia. Maniatada por la rebelión de los mesenios, Esparta no se hallaba en condiciones de impedirlo, aún cuando la alianza de Atenas con Argos encerraba para ella gran peligro. Cuando finalmente fue quebrada la prolongada resistencia de los mesenios en el Itome y éstos capitularon, bajo la promesa del derecho de libre paso, los atenienses no tardaron en aprovecharlo. Ayudaron a los expulsados mesenios a establecerse en Naupacto, y esta ciudad, sita en la costa norte del golfo de Corinto, en su punto más estrecho, quedó dentro de la esfera de influencia de Atenas. Esto zahería no sólo los intereses de Esparta, sino también los del más rico e influyente miembro de la confederación peloponesiaca, Corinto, cuya actividad comercial era llevada a cabo a través de ese golfo.
Pero los atenienses no repararon en ello. Se inmiscuyeron en el conflicto bélico entre Corinto y Megara, apoyando a esta última, y consiguieron que Megara saliera de la confederación del Peloponeso, a la que siempre había pertenecido, para formar, en cambio, una alianza con Atenas. Los atenienses hicieron entrar sus guarniciones en esa ciudad y en su puerto, Pagas, situado en la misma costa del golfo de Corinto, y simultáneamente erigieron dos líneas de fortificaciones entre Megara y su segundo puerto, Nicea, ubicado en la costa del golfo Sarónico, con lo cual quedaba eliminado el peligro de un ataque contra la ciudad por tierra firme.
Con fortificaciones así en el istmo, los atenienses cortaron a Esparta el camino a la Grecia central.
Los atenienses consiguieron un rotundo triunfo en la lucha contra su antigua rival, Egina, que había entrado en guerra de parte de Corinto. No obstante haber estado ocupada la mayor parte de su flota en la lucha contra Egipto, los atenienses derrotaron en una batalla naval a los eginetas, desembarcaron en la isla y pusieron sitio a su ciudad. La tentativa de los corintios de sustraer las fuerzas atenienses, alejándolas de Egina mediante un repentino ataque a Megara, no fue coronada por el éxito. Los atenienses armaron a los habitantes de la ciudad, los que, bajo el mando del estratega ateniense Mirónidas, derrotaron a los corintios.
La posición de Atenas debía consolidarse más aún con la próxima terminación de los Largos Muros entre la ciudad y su puerto, que venían a coronar su poderoso sistema defensivo.
Los éxitos de Atenas obligaron finalmente a Esparta, ocupada hasta entonces en la represión de los sublevados ilotas mesenios, a inmiscuirse en los acontecimientos que estaban sucediéndose. En el año 457 un gran ejército peloponesiaco, que contaba con hasta 11.500 hoplitas, mandado por el rey espartano Nicomedes, llegó a la Grecia central tras cruzar el golfo de Corinto. Los espartanos todavía abrigaban ciertos temores a entrar en guerra abierta contra los atenienses, razón por la cual el objeto oficial de esa campaña fue el de intervenir en la disensión que había surgido entre los habitantes de la pequeña Dórida y los de la Fócida. Las verdaderas intenciones de Nicomedes se pudieron de manifiesto sólo cuando se acercó, con todo su ejército, a Tebas, y, tras acampar junto a ella, entabló negociaciones con los tebanos. En ese tiempo, la supremacía política tebana favorecía a la agrupación oligárquica, que mantenía activas relaciones con los exiliados políticos atenienses. En consecuencia, Nicomedes no sólo logró atraerse a los tebanos, sino también crear en torno de la ciudad agrupaciones hostiles a Atenas en otras ciudades beocias. Los atenienses se percataron del peligro que les estaba amenazado y, para prevenirlo, movilizaron a prisa todas las fuerzas que se hallaban a su disposición. La milicia de los ciudadanos de Menas, completada por destacamentos de Argos, Tesalia y otras ciudades de la Liga marítima ateniense, en un número total de 14.000 hoplitas, cruzó la frontera de Beocia. Allí, en una tenaz y sangrienta batalla junto a Tanagra, los atenienses fueron batidos. Pero este triunfo resultó sumamente caro a sus enemigos, que sufrieron enormes pérdidas. Nicomedes no se decidió a aprovechar este triunfo para atacar al Ática, y se retiró al Peloponeso.
Después de la batalla de Tanagra, los atenienses se vieron en situación tan grave que, a propuesta de Pericles, se hizo regresar a Cimón del exilio para que tomara parte en las negociaciones con Esparta, consiguiendo una tregua de tan sólo cuatro meses. Mas los atenienses lograron aprovechar ese lapso para restablecer su situación en Beocia, hacia donde se emprendió una nueva campaña, con la cual el estratega Mirónidas derrotó a las fuerzas beocias cerca de Enófita. Después de esta victoria, que compensó la derrota de Tanagra, los atenienses lograron en corto plazo no sólo restablecer su influencia sobre la mayor parte de las ciudades beocias, sino extenderla más hacia el Norte. Las ciudades de la Fócida y la Lócrida, vecinas a Beocia, fueron obligadas a establecer una alianza con Atenas.
En la Grecia central sólo Tebas seguían siendo baluarte espartano contra Atenas. Al mismo tiempo, había caído Egina. De acuerdo con las condiciones de la capitulación, ésta debió demoler sus murallas, entregar sus naves de guerra y pagar a los atenienses un tributo. Alentados por esos éxitos, los atenienses reanudaron sus acciones bélicas contra Esparta. La flota ateniense, bajo el mando de Tólmidas, penetró sorpresivamente en el puerto espartano de Giteión, donde quemó los astilleros; luego, tras costear la península del Peloponeso por el lado occidental, atacó a Metona y consiguió otros éxitos más en el litoral de Etolia. Más o menos al mismo tiempo, adhirieron a Atenas las ciudades de Acaya, y en el sur del Peloponeso, en el territorio de la Argólida, los atenienses se apoderaron de Trecene.
Hubiera podido esperarse un ulterior desarrollo de estos éxitos, si no fuera por la catástrofe de Egipto, adonde, como ya señaláramos, los atenienses habían enviado considerables fuerzas para apoyar la sublevación que había estallado contra los persas. Cerca de 200 naves de guerra atenienses y aliadas, y grandes fuerzas terrestres, se habían concentrado para el desembarco en la desembocadura del Nilo y junto a Chipre. En caso de éxito, los atenienses hubieran podido contar con establecerse con pie firme en un nuevo mercado y apoderarse del más rico granero del mar Mediterráneo.
Al comienzo, las operaciones bélicas fueron felices para los atenienses. Pero en el año 454 los persas formaron un ejército bastante considerable. El ejército griego que, junto con los sublevados egipcios, sitiaba a Menfis, fue batido, tras lo cual fue también destruida una gran parte de la flota ateniense. En total, los atenienses perdieron en Egipto cerca de 200 naves de combate y de 35.000 guerreros. En tales circunstancias, los atenienses temían una nueva invasión persa, al mismo tiempo que conmociones dentro de su Liga. Carecían ahora de la supremacía en el mar sobre sus aliados.
Por otra parte, el peligro de una invasión persa atemorizó también a Esparta, dando por resultado que los atenienses y los espartanos reanudaran negociaciones, que terminaron en un acuerdo de tregua por cinco años. Al mismo tiempo, Esparta estableció una paz con Argos por treinta años, hecho desventajoso para Atenas.
Pero los recelos de los atenienses y de los espartanos no llegaron a justificarse: Grecia no fue víctima de una nueva invasión persa. En la primavera del año 449 los atenienses y sus aliados equiparon y pertrecharon una nueva gran flota, y junto a la Salamina de Chipre se desarrolló una batalla, la última de la guerra greco-persa. En esta batalla los griegos derrotaron completamente a los persas, apoderándose de cerca de cien de sus naves. Después de la batalla, se firmó la paz de Calías. Debemos hacer constar que no podemos abrigar absoluta confianza y seguridad en la existencia de ese tratado de paz. Tucídides, por ejemplo, ni siquiera lo menciona. Sea como fuere, nada sabemos de nuevos choques con los persas, después del año 449.
El cese de operaciones bélicas contra los persas determinó que en la opinión de muchos participantes de la Liga marítima griega dejara de ser justificada la existencia de esa alianza. Con tal motivo, y sobre tal base, surgió toda una serie de complicaciones en las relaciones entre los atenienses y sus aliados. Como hemos mencionado anteriormente, los atenienses no se detenían ante la aplicación de represiones a las ciudades aliadas. En los territorios de varias de ellas aparecieron poblaciones de ciudadanos atenienses, las cleruquías, intensificándose de esta manera el control ateniense sobre las mismas. En otros lugares (por ejemplo, en Naxos, Tasos, Samos) la cuestión llegó a serios choques. Tras aplastar a los aliados sediciosos, los atenienses, por regla general, les imponían al desarme, limitando su participación en la alianza en tan sólo el pago del foros a Atenas.
Los atenienses continuaron tomando medidas para extender sus fronteras. Con tal objeto, fue emprendida, bajo el mando directo de Pericles, una gran expedición al mar Negro. Como resultado de la misma, se incorporaron al parecer a la Liga ateniense una cantidad de ciudades griegas de la cuenca del Ponto.
En los años 447-446 comenzaron nuevos choques entre Atenas y Esparta. Los espartanos emprendieron una campaña sobre la Grecia central, so pretexto de prestar ayuda a Delfos, de cuyo territorio se habían apoderado los focídeos. La aparición de ejércitos espartanos en la Grecia central trajo aparejada para los atenienses no sólo la pérdida de su influencia anterior sobre la Fócida y la Lócrida, sino también sobre Beocia, cuyas ciudades se sublevaron. Al mismo tiempo defeccionaron Eubea y Megara. Nuevamente se vieron los atenienses ante una grave situación: tenían que sostener simultáneamente acciones bélicas contra Eubea y contra Megara. Atenas no pudo resistir mucho tiempo semejante tensión. El número de sus ciudadanos, a raíz de las guerras ininterrumpidas, había disminuido considerablemente.
Sobre la base de una inscripción —lista de los caídos en una batalla— llegamos a enterarnos de que una sola de las diez filai atenienses había perdido en el año 458, en las operaciones bélicas contra Megara, Egina y Egipto, 177 ciudadanos. Descontando que la cantidad de ciudadanos capaces de llevar armas apenas si superaba en aquel entonces la cantidad de 25.000 a 30.000, y que se trataba solamente de las pérdidas experimentadas en un año, resulta fácil imaginar cómo repercutiría este tumultuoso período sobre el número de la población civil de Atenas.
En los años 446-445 los atenienses iniciaron negociaciones con Esparta a propósito del establecimiento de una paz duradera por unos treinta años. La paz fue concertada bajo las siguientes condiciones: los atenienses renunciaban a todas sus conquistas en el territorio del Peloponeso, Acaya, Trecene y Megara, quedando en su poder Naupacto y Egina. En lo sucesivo, ambas partes decidían alinear sus zonas de influencia. Cada una de ellas se comprometía a no aceptar como aliado a los que fuesen aliados de la otra, ni tampoco apoyar, en el interior de las ciudades, a sus propios partidarios. Este acuerdo significaba para Atenas algo equivalente a una renuncia a la política que había desarrollado durante los últimos años. Ya no podía llevarla en la escala anterior: sus fuerzas estaban quebrantadas.
Después del acuerdo con Esparta, Pericles hizo otra tentativa por elevar en algo la tambaleante autoridad de Atenas. Promovió la idea de convocar un congreso panhelénico, para la consideración de los asuntos comunes de carácter político y religioso. Mas, comprendiendo hacia dónde llevar esto, Esparta hizo todo lo que de ella dependía para hacer fracasar ese plan de Pericles.
Resultados algo más favorables obtuvo Atenas al desarrollar su actividad hacia el Occidente. Tucídides menciona un tratado celebrado en Corcira, en el año 433. Una de las inscripciones de aquel tiempo hace saber que los atenienses, evidentemente, en aras del cumplimiento de ese tratado, equiparon y pertrecharon para ayudar a Corcira, al principio diez, y luego veinte naves de combate.
En otras dos inscripciones se han conservado los textos de tratados celebrados por los atenienses con Leontinos, ciudad de Sicilia, y con otra ciudad de la Italia meridional, Regio, formando una alianza para el caso de una guerra, defensiva y ofensiva.
Además, los ciudadanos de diversas polis, encabezados por los atenienses, fundaron una nueva colonia en la Italia meridional, la de Turios, en el mismo lugar en que se hallara la ciudad de Sibaris. Según el proyecto de Pericles, esta nueva ciudad debía convertirse en punto de apoyo y baluarte de la influencia ateniense en esa zona. Pero Turios no justificó las esperanzas que en ella cifraban los atenienses. Tanto en Italia meridional como en Sicilia la política ateniense tropezó con una fuerte oposición de parte de las polis del régimen oligárquico, orientadas hacia Esparta y hacia la alianza del Peloponeso.

Las cosas se encaminaban hacia nuevos conflictos, los que, finalmente, desembocaron en una guerra prolongada y dura que involucró a todo el mundo helénico.

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