En
la Historia no sólo de la pentecontecia, sino también de toda la Grecia
antigua, el afianzamiento del régimen estatal de la democracia esclavista
constituyó un acontecimiento de importancia excepcionalmente grande por su
valor, su significación y el alcance de sus consecuencias.
«Nuestro
régimen estatal no imita organizaciones, ni constituciones ajenas; somos
nosotros, más bien, los que servimos a otros de modelo.» Así decía quien estaba
a la cabeza de la democracia, Pericles, en el discurso que le atribuye
Tucídides ante la tumba de los primeros atenienses caídos en la guerra del
Peloponeso. Con los discursos de los políticos trasmitidos por los historiadores
de la antigüedad, hay que observar cierta cautela. Y aún cuando el citado
discurso del Pericles haya llegado hasta nuestros tiempos a través del texto de
los historiadores más notables y fidedignos de la época antigua, este principio
de la crítica histórica ha de conservar también aquí su rigor. El propio
Tucídides prevenía a sus lectores, con motivo de los discursos reproducidos en
sus textos, de que no los trasmitía literalmente, sino tal «como todo orador...
habría podido hablar, más o menos, según las mayores probabilidades». El
discurso de Pericles asumió un carácter doblemente oficial y fue pronunciado en
circunstancias solemnes; en consecuencia, estamos autorizados a esperar del
mismo cierta idealización del régimen estatal ateniense de aquel entonces.
Finalmente, muchas de las alusiones que abundan en aquel discurso son, en
general, incomprensible para nosotros: estaban al alcance solamente de los
contemporáneos de Pericles. No obstante, la definición que en ese discurso se
da del régimen estatal ateniense, expresa incondicional y enteramente su
esencia política. Los partidarios de tal orden jurídico de la antigüedad
otorgaban la denominación de «democracia» únicamente al régimen en el cual el
poder superior era ejercido por la mayoría de los ciudadanos organizados en la
asamblea popular. Hay que subrayar el vocablo «ciudadanos». En efecto, no se
trata de la mayoría de la población, sino de la mayoría de los «ciudadanos»,
dos conceptos que en la antigüedad no coincidían. Y precisamente por ello, al definir
a la antigua democracia, no hay que olvidar ni por un instante que se trata de
una de las variedades de un Estado esclavista, con todas las particularidades
inherentes a ese tipo de Estado.
No
existía la estadística entre los antiguos griegos, razón por la cual,
basándonos en las fuentes a disposición de la actual ciencia historiográfica,
no es posible establecer con exactitud la relación numérica entre los
diferentes grupos de la población de los antiguos Estados, especialmente, si se
los encara desde sus puntos de vista políticos. Así y todo, al operar con toda
clase de datos indirectos (referentes al área ocupada por la ciudad, a la
provisión de cereales, a la composición numérica del ejército que habría tomado
parte en una u otra batalla, etc.), puede aseverarse que en el Ática y en
Atenas los ciudadanos libres, mayores de edad, de sexo masculino (pues las
mujeres, en Atenas al igual que en las demás ciudades griegas, jamás gozaron de
los derechos políticos), apenas si formaban, aún en los mejores tiempos, más
del 20 al 30 por 100 del número total de la población, cuya masa estaba
compuesta por esclavos carentes de derechos, y por metecos muy limitados en sus
derechos políticos. Según la terminología de las fuentes literarias y
epigráficas, solamente esa insignificante minoría era la que representaba el
demos, el pueblo; en consecuencia, es a éste al que se refieren las palabras de
Pericles en el citado discurso, trasmitido por Tucídides, cuando habla de
«igualdad de derechos para todos».
A
diferencia del democrático, el régimen oligárquico representaba un orden
político en el cual la plenitud de los derechos civiles y la posibilidad
efectiva de participar en el gobierno del Estado, no eran otorgados a todos los
ciudadanos, sino tan sólo a cierta parte de los mismos, destacada ya por su
origen noble, ya, tal como tuvo lugar en Atenas después de la reforma
timocrática de Solón, según los datos del censo de bienes. Se sobreentiende que
en ambos casos se mantiene completamente válida la definición notable por su
profundidad que V. I. Lenin da para un Estado esclavista: «Las repúblicas
esclavistas —dice— diferían por su organización interna: las había
aristocráticas y democráticas. En las primeras, un pequeño número de personas
privilegiadas tomaba parte en las elecciones y en las democráticas tomaban
parte todos, pero nuevamente, los esclavistas; todos, menos los esclavos.»
Desde
el punto de vista del contenido que los propios griegos concedían a los
vocablos «democracia» y «oligarquía», la revuelta efectuada en Atenas a finales
de siglo vi a. C., fue
consolidada mediante las reformas de Clístenes, que aún no habían llevado a los
atenienses a un afianzamiento definitivo de la forma democrática del régimen
estatal, según la interpretación antigua de ese concepto.
Engels
denomina «revolución» a esa revuelta. Lo fue, en el sentido de que el demos
ateniense, como resultado de una larga y tenaz lucha, derribó para siempre el
poder de la vieja aristocracia y liquidó las supervivencias del régimen tribal
que obstaculizaba el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas de la
sociedad. Con esa revolución llegaron a su fin el prolongado proceso de
estabilización de las nuevas formas del régimen social, basadas ya en los
principios de la subdivisión clasista, y el proceso de estabilización de un
Estado como aparato de dominio de una nueva clase.
Pero
las reformas de Clístenes no tocaron la ley del censo de bienes. Los derechos
políticos de los ciudadanos atenienses siguieron dependiendo de su situación
económica, de la cantidad de bienes que poseían. De la influencia máxima en la
vida del Estado gozaba el consejo de los Quinientos, formando por ciudadanos
pudientes de las primeras tres categorías del censo. En cuanto a los puestos
más altos en el Estado, los podían ocupar sólo los ciudadanos ricos
pertenecientes a las primeras dos categorías. No se había tomado medida alguna
en el sentido de elevar en algo el nivel material de vida de la población
pobre. Dentro de estas condiciones, las reformas de Clístenes resultaron ser el
triunfo del demos que había derribado el poder de la aristocracia de abolengo,
mas no fueron aún el triunfo de la forma democrática del régimen estatal. Sólo
constituyeron el primer paso dado en este sentido. Para su afirmación
definitiva, se requirió varios decenios más pletóricos de lucha política.
La
etapa cronológicamente subsiguiente en la estabilización de la democracia como
régimen estatal en Atenas está vinculada con el nombre de Temístocles. Al
presentarse, aún a finales de la última década del siglo v, con su propuesta para el omnímodo
aumento de las fuerzas marítimas del Estados ateniense, Temístocles, en
esencia, promovió un nuevo programa político. La transformación de la flota, en
la que prestaban servicio los ciudadanos atenienses económicamente menos
asegurados, en fuerza básica del Estado, como ya señaláramos, tenía que elevar
inevitablemente el peso específico en la vida política de Atenas de los
indigentes y de los de escasos bienes entre las capas de la ciudadanía, y, en
consecuencia, el valor de la asamblea popular, puesto que precisamente estas
capas eran las que formaban la mayoría en la misma.
Después
de la expulsión de Arístides de la ciudad de Atenas en 483-482, la supremacía
política fue detentada, durante cierto lapso, por la agrupación encabezada por
Temístocles, quien se convirtió así en el más influyente político ateniense. No
hay duda de que Temístocles y sus partidarios desempeñaron un papel esencial en
la organización de la Liga marítima ateniense, y esta circunstancia fue de gran
trascendencia. El ejemplo de la democracia ateniense ejerció influencia bien
definida sobre las ciudades aliadas, especialmente aquellas que se hallaban
anteriormente en la situación de súbditos persas. La liberación de este poder
era acompañada en forma simultánea por el derrocamiento de los tiranos puestos
por los persas y por la elaboración de una nueva constitución. Muchas de esas
ciudades siguieron las huellas de la Atenas de Temístocles. Mileto, por
ejemplo, habiendo transformado su régimen estatal, hizo uso, inclusive, de las
filai clisténicas. Por lo demás, en los años que siguieran inmediatamente a los
triunfos históricos de los años 480-479, que fueron los de mayor influencia de
Temístocles, sólo se lograron los primeros éxitos en este sentido. En Estados
de la alianza tan grandes como Samos y Mitilene de Lesbos, seguía aún en pie el
régimen oligárquico. En los mismos años, la democracia obtuvo una serie de
triunfos en la península balcánica. Una revuelta democrática tuvo lugar, por
ejemplo, en Tebas, donde fue derribado el gobierno aristocrático que, por su
política persófila, había colocado a la ciudad al borde de sucumbir. El ejemplo
de Tebas fue seguido por varias ciudades de Beocia en las que, evidentemente,
con el apoyo de Atenas, también llegaron al poder los grupos democráticos. En
el Peloponeso, la democracia venció en Argos y en su vecina Mantinea, la más
grande comunidad de Arcadia. Hasta aquel momento Mantinea no representaba
ninguna unidad política íntegra, sino que se componía de unas cuantas
poblaciones nada fortificadas, gobernadas por clanes aristocráticos locales.
Posteriormente, dichas poblaciones se unificaron bajo el poder de un solo gobierno democrático. Los
moradores de las poblaciones aisladas demolieron sus casas y se ubicaron
juntos, formando una sola ciudad más grande. En torno de ella fueron erigidas
murallas y torres.
Más
o menos al mismo tiempo, la democracia triunfó también en la Elida, el Estado
del Peloponeso más importante después de Esparta y Corinto. Como resultado de
la consolidación del régimen democrático quedaron abolidas allí las antiguas
divisiones características de las tribus, siendo reemplazadas por nuevas filai
territoriales, creadas, evidentemente, según el ejemplo ateniense.
Aún
así, el triunfo de Temístocles y de su ideología política no fue duradero.
En
la Constitución de Atenas, de Aristóteles, se menciona que «después de
las guerras médicas volvió a robustecerse el consejo del areópago, el cual
comenzó a gobernar el Estado». Quizás esto haya sido producido por el positivo
papel que desempeñó el areópago durante la invasión de Jerjes. Sea como fuere,
el paso de la supremacía política a la agrupación oligárquica encabezada por el
areópago, decidió de antemano la caída de Temístocles.
Al
poco tiempo regresó a Atenas de su exilio Arístides y en el escenario político
apareció una nueva figura: Cimón. Partidario del régimen oligárquico y gran
estratega, Cimón cubrió su nombre de gloria en poco tiempo mediante una serie
de triunfos militares obtenidos en las operaciones bélicas contra los persas.
Contra Temístocles y sus partidarios se fue formando en Atenas una fuerte
agrupación opositora oligárquica encabezada por Arístides y Cimón, y en la que
también tomaron parte las influyentes familias de los Filaidas y de los
Alcmeónidas. Al mismo tiempo, esta agrupación obtuvo un fuerte apoyo desde el
exterior, de parte de Esparta.
Aún
desde el tiempo de Clístenes, todas las corrientes reaccionarias (aristócratas
y oligárquicas) se orientaban invariablemente hacia Esparta, con un ánimo
laconófilo que llegaba hasta la veneración servil ante todo lo espartano: ante
el régimen estatal, ante las costumbres, el modo de ser, la indumentaria,
incluso ante la manera de hablar de los espartanos. Esparta les pagaba con la más
amplia reciprocidad, y siempre tendía a apoyarlos. Pero las posibilidades de
los espartanos en cuanto a poder suministrar tal apoyo eran a menudo limitadas.
Ejerciendo
su prepotente dominio sobre la masa de la población subyugada —sobre los
periecos con derechos civiles incompletos y sobre los siempre dispuestos a
sublevarse ilotas, carentes de derechos en absoluto—, el Estado espartano jamás
podía estar tranquilo con respecto a la retaguardia. Cualquier complicación
interior o un gran fracaso en la política exterior le amenazaban con graves
consecuencias. Y, en el ínterin, precisamente en la época que estamos
considerando, en Esparta se entabló una aguda lucha entre los reyes y el
eforado, lucha que prueba la estratificación, ya muy ahondada, de la predominante
comunidad de los espartanos, en dos campos hostiles entre sí. De esta manera,
el equilibrio político interior en Esparta se encontró quebrantado, y
Pausanias, aprovechando esta situación bastante tensa, se dedicó a preparar una
revuelta exterior. Como ya sabemos, sus relaciones con las polis que formaban
parte de la alianza defensiva por ella encabezada, se habían deteriorado; en el
año 478 Esparta se vio obligada a salir de esa liga. En el propio Peloponeso
seguía creciendo el movimiento democrático encabezado por Atenas, y Esparta se
encontró rodeada por todos los lados por Estados democráticos que le eran
hostiles. Dadas estas circunstancias, el problema principal de la política
exterior espartana comenzó a consistir en lograr que, por cualquier medio, el
poder en Atenas pasara a la agrupación oligárquica que simpatizaba con Esparta.
Mediante
los esfuerzos comunes de Esparta y de los oligarcas atenienses, este problema
fue resuelto en el año 471, cuando Temístocles fue desterrado de Atenas. Relata
Plutarco, en la biografía de Cimón, que la causa directa de la catástrofe que
se descargó sobre Temístocles, fue su riña con Arístides y Cimón. Según
Plutarco, esta disputa se desarrolló debido a que Temístocles «tendía hacia la
democracia más de lo debido». Son palabras a las que puede prestarse fe. Para
un político tan enérgico y tan valiente como lo era Temístocles, hubiera sido
completamente natural aprovechar su enorme influencia para ampliar el programa
político de la democracia ateniense. Esto es tanto más comprensible cuanto,
como ya hemos señalado antes, en aquellos años había vuelto a crecer el influjo
político del areópago y habían vuelto a la actualidad sus partidarios del campo
oligárquico.
Temístocles
no depuso las armas ni con el ostracismo. Habiéndose radicado en la democrática
Argos, hizo frecuentes viajes a otras ciudades del Peloponeso, tratando de
preparar en ellas revueltas democráticas. Al mismo tiempo, se acercó a
Pausanias. Las relaciones de este último con el Gobierno de Esparta habían
tomado en aquel tiempo un cariz tal, que comenzó a hacer propaganda activa
entre los ilotas para organizar con su ayuda una revuelta en la propia Esparta.
Esto no pudo dejar de conmover al gobierno espartano y de iniciarlo a tomar
medidas decisivas. Pausanias fue acusado de mantener correspondencia con el rey
persa, al que, quizá realmente, habría prometido, al precio de su apoyo,
grandes concesiones en caso de triunfar. Muy pronto el gobierno espartano tomó
la resolución de detener a Pausanias, quien, advertido por uno de los éforos,
se refugió en el templo de la diosa Atenea Calkioikos (de «la casa de bronce»).
Los éforos, debido a que un homicidio en el interior de un templo era
considerado un gravísimo crimen religioso, mandaron tapiar sus puertas con mampostería,
y quitaron una parte del techo para poder seguir la actitud del encerrado.
Cuando se vio a Pausanias próximo a morir, fue sacado del interior del templo,
a cuyas puertas, extenuado por el hambre, agonizó el vencedor de los persas en
Platea.
La muerte
de Pausanias repercutió sensiblemente en el destino de Temístocles. Los
espartanos se dieron prisa en comunicar a Atenas que al desenmascarar a
Pausanias habían descubierto que en sus relaciones con los persas también se
hallaba mezclado Temístocles. Como ya señaláramos, su primera expulsión fue
dispuesta mediante la condena al ostracismo. Ello significaba que, si se daban
circunstancias favorables, podía esperar que después de unos diez años se le
permitiera regresar a Atenas, Temístocles fue citado nuevamente a juicio. Pero
no hizo acto de presencia, limitándose a dar explicaciones por escrito. Los
atenienses lo condenaron entonces en rebeldía a la pena capital, con la
confiscación de sus bienes, y, en común con Esparta, exigieron a Argos su extradición.
Temístocles se vio forzado a huir de Argos. Perseguido en todas partes, no
encontró finalmente otra salida que dirigirse al rey persa Artajerjes, hijo de
aquel mismo Jerjes cuya flota había él derrotado tan brillantemente en
Salamina. Temístocles fue bien recibido por el rey persa, de quien obtuvo el
gobierno de tres ciudades del Asia Menor. Su actividad como dirigente del
movimiento democrático llegó de esta manera a su fin, unos siete u ocho años
antes de su muerte. Después de la expulsión de Temístocles, el poder en Atenas
pasó totalmente a manos de la agrupación oligárquica. Muerto Arístides, el
cabecilla de la misma fue Cimón. Hijo de Milcíades, hombre de fortuna e
indiscutiblemente uno de los estrategas atenienses más inteligentes, debía en
grado considerable a Esparta la posición que acababa de ocupar. Los espartanos
no tenían motivo para quejarse de él, ni para arrepentirse de la ayuda que le
había prestado. Por doquier, en la asamblea popular, en los tribunales o en el
areópago, Cimón elogiaba el régimen estatal espartano contraponiéndolo al
ateniense. Al igual que los espartanos, consideraba la guerra y los asuntos
militares como su vocación principal. En su afán de imitar en todo a los
espartanos, bautizó incluso a su hijo con el nombre de Lacedemonio. Su
expresión favorita, que utilizaba toda vez que podía, era: «Los espartanos no
hubieran procedido de esta manera.» La popularidad de que gozaba Cimón entre
los ciudadanos atenienses dependía, en primer lugar, de sus éxitos bélicos,
realmente brillantes.
Habiendo
obtenido una serie de triunfos sobre las guarniciones persas subsistentes en el
litoral de Tracia, y habiendo conquistado a Esciros, Cimón, como ya hemos
dicho, destrozó en el año 469 a la flota y al ejército persas junto a la
desembocadura del río Eurimedonte. Cada una de estas victorias proporcionó a
Cimón un botín de guerra que engrosaba sus bienes, inmensos de por sí. Los
utilizaba con amplitud para sostener su popularidad entre los ciudadanos, para
asegurar de esta manera, para sí y para sus partidarios, el apoyo de la
asamblea popular.
La
cuestión es que, formalmente, en Atenas seguían funcionando como antes la
asamblea popular y otras instituciones democráticas. Su actividad, empero, se
hallaba ahora supeditada al permanente control del areópago, principal baluarte
del predominio político de la oligarquía ateniense. El odio de los que habían
sido partidarios de Temístocles, se dirigía, en primer lugar, contra el
areópago. Al pensar en una revuelta política, contraponían al areópago la
asamblea popular provista de funciones inherentes a su poder supremo.
Se
erigió entonces en dirigente de los demócratas atenienses Efialtes, de quien
lamentablemente sabemos muy poco. Compartía, sin duda, las ideas políticas de
Temístocles, y era un destacado y fogoso orador. En una de las comedias
hostiles a la democracia, se dice que, bajo la influencia de los discursos de
Efialtes, el pueblo se arrancó el freno, cual un corcel enfurecido. Mucho
tiempo después, Platón lo caracterizó como un político que «ha embriagado al
demos con una intemperada libertad». Tal caracterización, en labios del
ideólogo de la reacción ateniense, nos dice mucho. A Efialtes correspondió un
descollante papel en el ulterior desarrollo de los acontecimientos políticos.
El
desenvolvimiento histórico de Atenas como gran centro productor de mercancías y
comercial, y como Estado marítimo, fue dándose de manera tal, que no le
resultaba cómoda compañía la atrasada y conservadora Esparta.
Hay
que hacer justicia a los perspicaces espartanos que se dieron cuenta cabal de
ello. Al parecer, a muchos les resultaba claro que el poder de la agrupación
oligárquica apoyada por ellos era un fenómeno pasajero y que el futuro de
Atenas estaba en la democracia.
Previéndolo,
el gobierno espartano comenzó a tomar, gradual y secretamente, medidas,
dirigidas a minar y socavar la influencia ateniense y debilitar a Atenas. Para
tal objeto, Esparta entró en negociaciones con Macedonia, hostil a Atenas, y
cuyos círculos gobernantes se sentían muy alarmados por los éxitos atenienses
en la Calcídica y en el litoral tracio. No sin ser instigada por Esparta, había
explotado la sublevación, ya mencionada, de la isla de Tasos en el año 465.
Pero, en ese mismo año, toda la actividad de Esparta fue paralizada por la gran
sublevación de los ilotas. Aprovechando la confusión general provocada por el
fuerte terremoto en el Peloponeso, los ilotas se levantaron en armas y
emprendieron una marcha sobre Esparta con el fin de aniquilar a la tan odiada
población de esa ciudad. Gracias a la previsión del rey Arquídamo, que alineó a
tiempo a los guerreros espartanos completamente armados en orden de batalla,
los ilotas no pudieron apoderarse de la ciudad, pero la sublevación se propagó
rápidamente por todo el territorio de Laconia y Mesenia. El movimiento rebelde
cobró formas especialmente amenazadoras en esa última, pues allí se levantó
contra Esparta, como un solo hombre, toda la población. Las ventajas de la
organización militar favorecieron a los espartanos, pero las operaciones
bélicas en Mesenia se hicieron prolongadas. Los sublevados se fortificaron
sólidamente en el monte Itome, y los espartanos, debido a su anticuada
incapacidad para llevar a cabo asedios, fueron impotentes para desalojarlos de
allí. La situación se tornó tan seria, que el gobierno espartano se vio forzado
a dirigirse a sus aliados en busca de ayuda. Esta vez apelaron no sólo a sus
vecinos del Peloponeso, sino también a los atenienses, en la creencia de que el
gobierno oligárquico encabezado por Cimón y que simpatizaba con ellos, les
prestaría ayuda militar. Según el relato de Aristófanes, se presentó en Atenas
un representante espartano y «pálido... en nombre de los dioses, estrechándose
contra el altar», suplicó que se enviaran guerreros, en auxilio de Esparta.
Cimón
se hizo eco inmediatamente de esta petición. Desde su punto de vista, el
prestar socorro a los espartanos era una oportunidad para afianzar la amistad
con ellos y establecer un contacto más estrecho. Así y todo, enviar un
destacamento de ciudadanos armados era imposible sin el consentimiento de la
asamblea popular. Y en ésta, Efialtes y sus partidarios se opusieron
resueltamente a la propuesta de Cimón. Efialtes «conjuraba al pueblo, en nombre
de los dioses, a que no ayudara a los espartanos, no permitiera que se
levantara un Estado que siempre y en todo actuaba en contra de Atenas... que lo
dejara caer, con su orgullo pisoteado en el polvo». Estas palabras debieron
sonar de manera convincente, tanto más cuanto que muchos atenienses, al
parecer, ya estaban informados de que Esparta se aprestaba a ayudar a la
sublevada Tasos. A los ojos de esa parte de los ciudadanos atenienses, cuyos
intereses vitales estaban vinculados al desarrollo del comercio marítimo y de
los oficios, Esparta, sin contar todo lo demás, constituía una fuerza que
apoyaba a los enemigos comerciales jurados de Atenas: a Corinto, a Megara y
otros. Los atenienses adversarios de la oligarquía veían también en ella uno de
los principales escollos en el camino de la ulterior transformación del régimen
estatal. Dieron comienzo los debates y Cimón intensificó su argumentación,
hablando esta vez ya no sólo de Atenas, sino de toda la Hélade, la cual sin
Esparta «quedaría renga». Y entonces el Estado ateniense, decía, «quedaría en
el atelaje sin el segundo caballo». Apelando así a los sentimientos patrióticos
de sus conciudadanos. Cimón logró finalmente persuadirlos a que tomaran la
decisión de enviar a Mesenia, en ayuda de Esparta, unos 4.000 hoplitas. El, en
persona, encabezó esta fuerza. La aparición de los atenienses junto a Itome, no
modificó, sin embargo, la situación de manera que mejorara para los espartanos.
Aún cuando en materia de poner sitio a fortalezas, los atenienses eran
incomparablemente más diestros que los espartanos, también ellos resultaron
impotentes para quebrar la resistencia de los sublevados. Es evidente que en
esto también tuvo parte el hecho de que, entre los componentes del destacamento
ateniense, había no pocos partidarios de Efialtes, los que quizá se sentían más
cercanos a los esclavizados mesenios que a la odiada Esparta. El caso es que
Itome no fue conquistada. Entre los espartanos cundió la sospecha de que los
guerreros atenienses habían entablado negociaciones secretas con los mesenios
sitiados, con cuya colaboración pensaban realizar una revuelta democrática.
Esta situación concluyó cuando el gobierno espartano declaró abiertamente a los
atenienses que ya no necesitaba más de su ayuda. De todos los aliados de
Esparta congregados en el cerco de Itome, sólo los atenienses fueron retirados.
La política insistentemente sostenida por la agrupación oligárquica encabezada
por Cimón terminó así en el más rotundo fracaso.
Ecos
de los que ocurrió después en Atenas los hallamos en las obras de Aristófanes.
«Llevando consigo a cuatro mil hoplitas, se dirigió a vosotros nuestro Cisión y
salvó a Lacedemonia», leemos en una de sus comedias. Al parecer, ya de regreso
en Atenas, Cimón intentó presentar las cosas como si los atenienses hubieran obtenido
un éxito, pero, desde luego, nadie creyó en tal versión. Los adversarios
políticos de Cimón levantaron cabeza, y una profunda indignación se apoderó de
los ciudadanos atenienses. Tucídides informa que inmediatamente después del
regreso del destacamento, al abandonar el Peloponeso, los atenienses «rompieron
la alianza hecha con los lacedemonios... estableciendo otra con los enemigos de
aquéllos, con los argivos; después, los argivos y los atenienses hicieron una
alianza, afianzada con juramentos, con los tesaliotas». Todo lo cual significó
un rotundo cambio de la línea política anterior.
Para
salvar, aunque fuera parcialmente, su conmovido prestigio, Cimón hizo una
tentativa de volver a tomar el camino en el cual se sentía más seguro, aquél en
el cual su reputación aún no vacilaba: el camino de una nueva guerra contra
Persia.
Precisamente
en ese tiempo Egipto se había sublevado contra Persia. La sublevación fue
iniciada por el libio Inaro. Casi la totalidad de la población egipcia, que
odiaba a los persas, le prestó su apoyo. Estaban madurando acontecimientos
sumamente serios. Inaro se dirigió a Atenas en procura de ayuda. Es posible que
aún antes él enviara cereales a Atenas, vinculándose así amistosamente con los
atenienses. Estos respondieron al llamado de Inaro enviando a las costas de
Egipto una flota de 200 naves de combate, bajo el mando de Cimón. Una parte del
ejército griego sostenía la guerra en Chipre, otra parte combatía en el litoral
fenicio, y las fuerzas principales desembarcaron en el propio territorio
egipcio, donde junto con sus habitantes derrotaron a los persas y pusieron
sitio a Menfis. Pero el asedio a esta bien fortificada ciudad se prolongó por
mucho tiempo.
Partir
de Atenas no sólo no fue de utilidad para Cimón, sino que, por el contrario,
complicó más aún su situación particular y la de sus partidarios. Aprovechando
su ausencia, los demócratas, encabezados por Efialtes, tomaron resueltamente la
ofensiva. Su golpe principal fue dirigido contra el areópago. En Atenas comenzó
una serie de procesos judiciales contra miembros del areópago, contra los
cuales fueron formuladas diversas acusaciones: venalidad, ocultación de diseños
públicos, etc. A diferencia del propio Cimón, hombre de honradez sin tacha,
muchos de sus partidarios no gozaban de la mínima reputación. Como resultado de
dichos procesos, la autoridad moral de muchos de los miembros del areópago fue
minada, preparándose así las condiciones para un ataque decisivo contra esa
institución en su calidad de cabeza de la actividad del Estado ateniense.
En
el año 462 la asamblea popular aprobó una ley contra el areópago, que le asestó
un golpe mortal. Se le despojó de todas sus funciones anteriores. De órgano más
influyente del Estado, que era, fue reducido a la categoría de un simple tribunal
que entendía en asuntos criminales de importancia secundaria, en algunos casos
de orden civil y en ciertas contravenciones. Así fue como se desplomó el
bastión de la oligarquía. Los enemigos de la democracia hicieron uso entonces
del último medio que quedaba aún a su disposición: Efialtes fue asesinado por
la espalda; pero ello no pudo modificar la marcha de los acontecimientos. La
revuelta democrática en Atenas era un hecho consumado. Cuando Cimón regresó
desde Chipre, se vio impotente para emprender nada, y al poco tiempo fue
condenado al ostracismo.
La
lucha en torno del areópago ha sido reflejada en la literatura artística. En Las
Euménides, de Esquilo, el héroe de la tragedia, Orestes, culpable de
matricidio, es perseguido en todas partes por las diosas de la venganza, las
Erinias, hasta encontrar finalmente la salvación al dirigirse a la diosa
Atenea, que le aconseja buscar justicia en el areópago de Atenas. Y lo que
había resultado imposible para los dioses, lo realizan los sabios ancianos atenienses:
ellos absuelven a Orestes. Las Erinias se transforman entonces en Euménides,
favorables a Orestes. En la misma obra de Esquilo figuran sus consideraciones
acerca de cómo la diosa Atenea, en la iniciación misma del funcionamiento del
areópago, prevenía a los atenienses contra el peligro derivado del cambio de su
estructura y contra el paso del mismo hacia el predominio del demos. «Aconsejo
a los ciudadanos temer tanto la anarquía, como al poder de los grandes
señores», decía a los atenienses.
La
ley del año 462 sobre el areópago inició un nuevo período en la historia de
Atenas: el de una completa y consecuente democratización de todas las facetas
de la vida estatal. Al ser liquidadas las anteriores funciones políticas del
areópago, quedó despejado un lugar para la actividad de la asamblea popular, ya
sin estorbo, y para todos los órganos de la misma.
Después
de la muerte de Efialtes, la triunfante democracia ateniense encontró a un
nuevo conductor en la persona de Pericles. El destacado papel de este personaje
en la historia ateniense ha sido considerablemente exagerado, tanto en la
historia antigua como en la historiografía burguesa contemporánea.
La
popularidad de Pericles entre los ciudadanos atenienses, su gran influencia
política en la asamblea popular, encuentran explicación no en sus cualidades
personales, sino, antes que nada, en el hecho de que la línea política por él
encabezada reflejaba realmente los intereses y las aspiraciones de las capas de
la ciudadanía ateniense que lo habían promovido en el curso de su actuación
política. Además, el llamado «siglo de Pericles», preparado por todo el
desarrollo histórico de Atenas, representa una de las páginas más luminosas en
la historia ateniense, pletórica de destacadísimos acontecimientos. Precisamente
en tal sentido define Marx el período vinculado al nombre de Pericles como «el
florecimiento interior más elevado de Grecia».
En
el período que consideramos, Pericles apenas si tenía algo más de 30 años. Hijo
de Jantipo, el vencedor de Micala, estaba vinculado por la parte materna, con
la familia de los Alcmeónidas: su madre era sobrina del gran reformador
Clístenes. Pericles había recibido una instrucción que para aquel tiempo era
brillante. Sus maestros habían sido el filósofo Anaxágoras y Damón, quien
gozaba de gran notoriedad entre los atenienses. Posteriormente, siendo ya
dirigente del Estado ateniense, Pericles mantuvo permanentemente estrechas
relaciones con las personas más adelantadas e inteligentes de su época: el
sofista Protágoras, el historiador Herodoto, el gran artista Fidias.
Sus
contemporáneos veían en Pericles a un estadista valiente y enérgico, adicto a
las ideas de la democracia, orador completo y persona independiente en su
manera de pensar. Sin prestar la menor atención a los puntos de vista
dominantes en su ambiente, se divorció de su esposa, de la que tenía dos hijos,
y contrajo nupcias con Aspasia, de Mileto, aún cuando ésta no pertenecía al
círculo de los ciudadanos atenienses. A diferencia de la mayoría de las mujeres
de Atenas, encerradas en el estrecho círculo de la familia y de los quehaceres
domésticos, Aspasia era una persona de amplia instrucción. En su hogar se
reunían los representantes más importantes de la intelectualidad de aquel
entonces.
En
su actividad política, Pericles se plegó desde el principio al movimiento
democrático, a aquellas capas medias del demos ateniense —comerciantes,
propietarios de barcos, dueños de talleres artesanales, propietarios de
tierras, medianos e incluso pequeños, involucrados en la producción de
mercancías— que se hallaban, todos ellos, interesados en el crecimiento del
poderío marítimo de Atenas, en el fortalecimiento de sus relaciones
comerciales, en el desarrollo del comercio marítimo, y que antes habían apoyado
a Temístocles y a Efialtes. Los vínculos de Pericles con Efialtes se presentan
tan estrechos que, dada cierta falta de claridad de las fuentes, se torna
difícil a veces trazar una línea demarcatoria nítida entre las medidas realizadas
por uno y por otro. Después de la muerte de Efialtes, Pericles se presenta como
continuador de la transformación democrática del Estado ateniense. El triunfo
obtenido en la lucha contra la agrupación oligárquica tenía que ser
consolidado. Y en esto consistía el principal problema de la política a
desarrollar por la democracia ateniense encabezada por Pericles.
Después
del 462, según parece, ningún conjunto de reformas del tipo de las de Solón o
Clístenes fue realizado de una sola vez. Lo principal ya estaba logrado: el
régimen oligárquico demolido y el poder supremo en manos del demos. Las fuentes
que actualmente tenemos a nuestra disposición no siempre permiten establecer
con suficiente claridad cuáles fueron las formas legislativas concretas en que se
expresó ese cambio: cuáles de las leyes anteriores fueron revisadas, y si lo
fueron de una sola vez, y qué nuevas leyes se promulgaron y cuándo.
Aristóteles, que no simpatizaba con el nuevo régimen, habla de esos cambios en
forma por demás general y muy poco definida: «... el régimen estatal había
comenzado a perder en grado creciente su orden estricto por culpa de los
hombres que se habían impuesto fines demagógicos». En ese término, «hombres»,
están evidentemente incluidos los conductores de la democracia. Y escribe el
mismo Aristóteles más adelante: «En general, en toda la administración, los
atenienses no se atenían a las leyes con el mismo rigor que antes.» Según el
testimonio de Aristóteles, en el año 457 fue electo arconte por vez primera un
zeugita, esto es, un hombre perteneciente a la tercera categoría del sistema
censal, y que, según la constitución timocrática de Solón, no gozaba del
derecho a ser electo.
¿Querrá
decir esto que la reforma censal de Solón había sido abolida? Oficialmente, en
el orden legislativo, no hubo tal abolición, pero de hecho los ciudadanos
atenienses de las categorías inferiores pasaron a tener acceso a todos los
puestos administrativos del Estado, salvo el de estratega. En la «República de
los atenienses del Pseudo-Jenofontes» se habla de manera bien clara de que, al
comienzo de la guerra del Peloponeso, los arcontes eran elegidos entre todos
los atenienses. También sabemos que la situación económica de los candidatos
era establecida no por vía de la verificación, sino mediante preguntas
formuladas verbalmente a cada uno de ellos sobre si alcanzaban censalmente la
categoría de zeugita. Ninguno de los candidatos, por pobre que fuera, jamás dio
respuesta positiva a esa pregunta. De esta manera, el establecer la categoría
censal durante la elección se había convertido en una mera formalidad, carente
de contenido. Ciertamente, el mismo puesto de arconte había perdido, en los
tiempos que consideramos, su valor anterior. Representaban una excepción sólo
los arcontes-epónimos y polemarcas, que en sus jurisdicciones atendían los
asuntos meramente judiciales pertenecientes a los ciudadanos atenienses y
extranjeros, acerca de los cuales formulaban los juicios previos.
Como
otro índice más de la democratización del régimen ateniense, puede servir la
difusión de la costumbre de elegir por sorteo a los funcionarios para llenar
toda una serie de cargos, que antes se cubrían recurriendo a votación.
Comenzaron a llenarse por sorteo casi todos los puestos, salvo los de
estrategas y los que requerían conocimientos y preparación especiales. Desde el
punto de vista de los adictos al régimen democrático antiguo, este modo de
cubrir las vacantes era profundamente democrático. La premisa para la
introducción de este orden de cosas fue —según su criterio— el reconocimiento
del derecho de cualquier ciudadano a ocupar cargos en el Estado: que la suerte
decida quién ha de ocupar tal o cual puesto en el año que corre. Por otra
parte, el llenar las vacantes mediante el sorteo eliminaba la posibilidad de una
presión previa sobre los electores, recurso del que anteriormente se
aprovechaban los ricos.
Todas
las medidas que acaban de ser enumeradas habrían sonado, para la mayoría de los
ciudadanos, como mera declaración verbal, si no se les hubiera dado una base material
en forma de remuneración pecuniaria, pagada por el fisco, por el desempeño de
las obligaciones sociales. Este principio fue introducido por Pericles, que
establecía honorarios de dos óbolos por cada sesión a los jueces jurados; esta
suma equivalía aproximadamente a la ganancia diaria media de un ateniense. El
carácter de esta medida se aclara si se tiene en cuenta que en el tribunal
popular ateniense —la heliea— había 6.000 jurados electos anualmente por
sorteo.
Pero
la remuneración de los jurados fue solamente el comienzo de todo un sistema de
pagos. A propuesta de Pericles, el fisco comenzó a entregar a los ciudadanos
indigentes el llamado teoricón, dinero teatral. Tenía el objeto de proporcionar
a los ciudadanos posibilidad de descansar y de divertirse durante los días
festivos, en los que en Atenas se ofrecían espectáculos teatrales. Por cuanto
el teatro desempañaba un papel exclusivo en la vida social, dicha medida tenía
también un gran valor político. Más adelante fue introducido el pago diario a
los miembros del consejo de los Quinientos, que pasó a reunirse con mucha mayor
frecuencia que antes; fue implantada asimismo la paga a los arcontes y a las
personas que ocupaban otros puestos, y un sueldo para los ciudadanos que se
encontraban en la marina o en el ejército.
La
remuneración de los cargos estatales aseguró a la masa de los ciudadanos
atenienses una posibilidad de hacer uso de sus derechos políticos. De allí en
adelante, cualquiera de los ciudadanos más pobres podía dedicar su tiempo, sin temor
alguno, a la actividad social o estatal. Como resultado, por ejemplo, los
jurados de los tribunales comenzaron a ser reclutados preferentemente entre las
capas más pobres de la población ateniense; la participación en ellos se
convirtió en un medio de existencia para muchos ciudadanos.
En
la historiografía burguesa actual, especialmente en la norteamericana, se
sostiene la opinión de que la entrega a los ciudadanos atenienses de subsidios
pecuniarios —práctica que se compara de manera completamente arbitraria con los
subsidios de seguro social en los actuales Estados capitalistas— resultó ser
una carga superior a las fuerzas del fisco ateniense y, finalmente, constituyó
la causa del hundimiento de la antigua democracia. Tal punto de vista es
radicalmente falso, dado que los subsidios, durante el gobierno de Pericles,
según todos los indicios, representaban un porcentaje relativamente muy bajo
dentro del presupuesto general del Estado ateniense. El Estado de Atenas se
hallaba en condiciones de sobrellevar fácilmente este renglón de gastos, debido
a que encabezaba la Liga marítima, alianza que ya se había transformado en la
potencia marítima ateniense, la cual tenía bajo su dominio súbditos obligados a
pagar con regularidad el foros. A nadie más, precisamente, que al conductor de
la democracia ateniense, Pericles, se le ocurrió trasladar el tesoro de la Liga
de Delos a Atenas, lo cual dio la posibilidad a los atenienses de disponer de
esos fondos sin control algunos.
Así,
pues, los beneficios de que gozaban los ciudadanos atenienses durante este
período estaban basados en la explotación no sólo de los esclavos, sino también
de la población de muchas otras ciudades griegas supeditadas a Atenas. He aquí
donde radicaba una de las más profundas contradicciones de la democracia
esclavista ateniense.
Otro
de sus rasgos característico se nos revela en la ley de Pericles de los años
451-450 acerca de la composición del cuerpo de los ciudadanos atenienses. Antes
de haber sido promulgada dicha ley se requería, para ser reconocido como
ciudadano de Atenas, tener un padre que fuera miembro de la ciudadanía
ateniense y que ese padre reconociera el recién nacido y realizara con éste los
ritos establecidos y lo anotara en los registros del demos. La madre del recién
nacido podía no ser ateniense. Por ejemplo, Clístenes, Temístocles, Cimón, el
historiador Tucídides no eran de origen ateniense por línea materna. La
transformación de Atenas en uno de los más grandes centros políticos,
económicos y culturales de Grecia aumentó su gravitación sobre otras ciudades;
y los beneficios de los que gozaban los ciudadanos atenienses con plenos
derechos, engendraban naturalmente en mucha gente la tendencia a emparentarse
con ellos, o a penetrar en sus filas por algún otro medio. Pero las posibilidades
financieras del Estado ateniense no eran ilimitadas. El aumento del número de
ciudadanos amenazaba, de manera bien definida, con repercutir sobre sus
privilegios. Es por eso que Pericles, cuidando los intereses de sus
conciudadanos, estableció en los años 451-450 una ley por la que se modificaban
las condiciones para ser ciudadanos: en adelante, recibieron derechos de
ciudadano sólo aquellos cuyos dos progenitores fueran atenienses nativos, esto
es, pertenecientes ambos, padre y madre, a la ciudadanía ateniense. La esencia
de esa ley se reveló de manera especial en el año 444. En ese año el gobernante
egipcio Psamético envió como obsequio para el demos ateniense 40.000 medimnos
de trigo, que había de distribuir, por ello, entre los ciudadanos. Con motivo
de este obsequio se descargó una lluvia de denuncias, y en el tribunal
ateniense fueron incoados muchos procesos sobre hijos no legítimos. Como
resultado, la cantidad de los que recibían su parte del cereal descendió
considerablemente y la parte que correspondía a cada uno, como es natural,
aumentó.
De
esta manera, esta ley de Pericles muestra a las claras que a la democracia
ateniense le era completamente ajeno el principio de la igualdad de todos los
hombres ante la ley, el cual fue sustituido por otro principio: la igualdad
ante la ley sólo de los ciudadanos. Principio donde el concepto de «ciudadano»
estaba indisolublemente ligado a los privilegios y dignidad especiales que
destacaban al ciudadano de otros hombres, no ciudadanos, considerados seres de
categoría inferior.
El régimen estatal de Atenas
En
su conjunto, el orden estatal establecido en Atenas durante la vida de Pericles
se caracterizó, en primer lugar, por el hecho de que la plenitud del poder
superior legislativo, ejecutivo y judicial pertenecía a los ciudadanos que se
reunían en la asamblea popular, la ekklesia.
La
asamblea popular no delegaba en nadie sus derechos soberanos, sino que los
utilizaba de manera directa e inmediata. Esta cuestión, en general, jamás podía
plantearse ante los ciudadanos atenienses, visto que todos ellos cabían
libremente en el área de su ciudad natal, donde se reunían alrededor de cada
diez días, para decidir y dirigir los más importantes asuntos de Estado.
Del
derecho a tomar parte en la asamblea popular gozaban todos los varones con
plenos derechos, que habían cumplido los veinte años de edad. Todo participante
en la asamblea podía ejercer las libertades de palabra y de iniciativa
legisladora. Podía presentar cualquier propuesta, cualquier crítica contra
cualquier funcionario público, contra un proyecto de ley, o contra una medida
ya aprobada por el Estado. Dentro de tales condiciones, es difícil hablar del
cúmulo de cuestiones susceptibles de ser tratadas por la asamblea popular. Al
disponer de ilimitados derechos, la misma podía, a propuesta de cualquiera de
sus participantes, considerar, a su criterio, cualquier cuestión, ya fuera
legislativa o jurídica, ya se tratara de una medida cuya aplicación encuadrara
dentro de la competencia de los magistrados. Hasta donde nos consta, en la
práctica del trabajo de la asamblea popular tenían mayor valor y significación
los siguientes asuntos: la elección de los estrategas y de otros funcionarios
militares superiores; la declaración de guerra; la concertación de los tratados
de paz y de los tratados de alianzas; la solución de otras cuestiones de la
política exterior; el otorgamiento de los derechos de ciudadanía; la recepción
de informes de los altos funcionarios; la promulgación de toda clase de leyes
de la más variada índole; la consideración y confirmación del presupuesto del
Estado.
Todas
las cuestiones eran resueltas mediante una votación efectuada por el metodo del
levantamiento de manos. Las votaciones secretas constituían una excepción que
se aplicaba en casos particulares. En tales ocasiones se votaba colocando en
las urnas piedrecitas. La votación secreta se aplicaba también en los casos en
que se consideraba la aplicación del ostracismo.
Las
resoluciones de la asamblea popular eran protocolizadas, como nos consta en los
decretos atenienses llegados hasta nuestro tiempo. Comenzaban con la fórmula:
«Han establecido el Consejo y el pueblo.» Luego se indicaba de qué file era la
pritanía, quién había sido su secretario, quién había presidido la reunión,
quiénes de los oradores habían formulado tales o cuales propuestas.
Todos
los órganos del Estado ateniense se consideraban supeditados a la asamblea
popular, a la que debían rendir cuentas. Entre esos órganos figuraban el
Consejo de los Quinientos, la heliea, el areópago, el colegio de estrategas, el
colegio de arcontes, y otros funcionarios que recibían sus poderes
principalmente por sorteo.
La
organización del Consejo de los Quinientos seguía siendo, en general, la misma
que en el tiempo de Clístenes. Se componía con los representantes de las diez
filai, a razón de cincuenta prítanos de cada una, los que se turnaban en el
cumplimiento de sus funciones según un orden riguroso, en correspondencia con
el cual el año fue dividido de diez partes. Las funciones del Consejo
consistían en preparar los asuntos para la asamblea popular y resolver los
asuntos secundarios que se presentasen entre reunión y reunión de la misma. En
las reuniones de la asamblea, la presidencia, los términos de la convocatoria,
las citaciones, etc., también se hallaban en manos del Consejo. De acuerdo con
las leyes atenienses, ningún asunto podía ser considerado por la asamblea
popular sin haber pasado previamente por el Consejo. Mas ello no significaba,
de manera alguna, que éste fuese superior a la asamblea. La reunión de la
asamblea, debido al número de sus integrantes, no podía considerar las
cuestiones sin preparación previa y con la debida aplicación. Desde este punto
de vista, el Consejo aparece como un instrumento de trabajo de la asamblea
popular.
El
tribunal ateniense de jurados —la heliea— representaba, tanto por su estructura
como por sus funciones y, especialmente por las particularidades de los
procesos que en el mismo se veían, una institución muy peculiar. Como ya hemos
señalado, la heliea se componía de 6.000 jurados, distribuidos en diez cámaras,
los dicasterion, a razón de 500 jurados en cada uno, con otros 100 considerados
como de reserva. Para prevenir sobornos, los procesos eran distribuidos entre
los dicasterion por sorteo. En los casos especialmente importante, dos o más
dicasterion se juntaban para ver la causa.
El
proceso judicial en la heliea ateniense se realizaba sobre la base de la
competición. Los jueces jurados escuchaban tanto al acusador como al acusado (o
querellante y querellado) y a los testigos, admitían disputas entre las dos
partes, y cuando la esencia de la causa se tornaba clara o suficientemente
aclarada para ellos, acudían a la votación. El tribunal ateniense no conocía
fiscales oficiales. La acusación en cualquier causa, incluso en las que
concernían a los intereses del Estado o a la salvaguardia del orden existente,
podía ser sostenida por cualquiera que lo desease. Como principio, se
consideraba que los intereses y la seguridad del Estado tenían que tocar por
igual a todo ciudadano, y por ello todo ciudadano podía y debía salir en el
tribunal en su defensa. Tampoco existían defensores profesionales. Todo
ciudadano tenía que defenderse por sí mismo. En los casos en que no se sentía
en condiciones de hacerlo con suficiente eficacia, se dirigía a un especialista
—los había en Atenas— y aprendía de memoria el discurso que éste escribía para
él.
Es
característica la postura del tribunal ateniense hacia los esclavos. Si la
marcha del proceso requería la aparición de esclavos en calidad de testigos,
éstos, según rezaba la ley, tenían que dar sus declaraciones sólo bajo
torturas. Si el esclavo moría durante las mismas, a su propietario se le
compensaba su valor, como perjuicio material ocasionado por el proceso.
Entre
los funcionarios que recibían sus poderes por vía de elecciones anuales en la
asamblea popular, los de mayor valor eran los diez estrategas. A partir del año
444 y durante una década y media, fue elegido año tras año el propio Pericles.
Por el desempeño del cargo de estratega no se pagaban emolumentos, de manera
que sólo podían aspirar a este cargo las personas de holgada posición
económica. Al mismo tiempo, en manos de los estrategas se concentraban las más
importantes funciones del más alto poder militar, administrativo y ejecutivo.
Ellos encabezaban y mandaban la flota y el ejército, entendían en todos los
asuntos de la política exterior del Estado ateniense y lo representaban durante
las negociaciones diplomáticas, se ocupaban de los asuntos financieros, etc.
Aún disponiendo de tan amplios poderes, los estrategas se encontraban al mismo
tiempo bajo el permanente control de la asamblea popular, ante la cual tenían
que rendir cuentas y dar informes. En caso de que su informe fuera considerado
insatisfactorio, los estrategas podían ser suspendidos ante de haberse cumplido
el término de sus funciones y se llevaban a cabo nuevas elecciones.
En
general, en Atenas se prestaba una atención especial a las elecciones de los
funcionarios. Según las fuentes, los ciudadanos atenienses tomaban en
consideración la conducta de todo candidato, averiguándose si guardaba el
debido respeto a sus progenitores, si prestaba servicio en todos los casos en
que era exigido para ello, si cumplía sus obligaciones financieras para con el
Estado, etc. Lisias informa que era loable que el candidato rindiera cuenta de
toda su vida antes de las elecciones.
Es
de gran importancia analizar las garantías de estabilidad del orden estatal
ateniense durante la época de Pericles.
Como
ya hemos señalado, la asamblea popular de los ciudadanos atenienses, que era
convocada cada diez días, detentaba el poder superior en el Estado. En
consecuencia, disponía del derecho a hacer cambios también en las leyes básicas
del Estado, es decir, su constitución. Hablando teóricamente, el peligro de
cambios radicales en el orden existente en el régimen estatal, surgía siempre,
todas las veces que los ciudadanos se reunían en el Pnix, el recinto de las
asambleas populares. Para prevenir tal peligro regían disposiciones especiales
que garantizaban cierta y determinada estabilidad de la constitución.
La
más importante de tales instituciones era la grafê paranomoi, «queja contra la
ilegalidad». Cualquier ciudadano que quería hacer uso de su derecho a la grafê paranomoi tenía
que declararlo en la asamblea popular. Se le proponía entonces que prestara
juramento de que no usaría del derecho que se le otorgaba en detrimento del
Estado ateniense, tras lo cual exponía su queja contra cualquier propuesta que
hubiera sido sometida a la consideración de la asamblea, o contra cualquier
disposición o ley ya aprobada por la asamblea a la que considerara contraria a
la legislación existente. La queja expresada en este orden
paralizaba la vigencia de una disposición o ley, y el asunto era dirigido al
tribunal popular, a la heliea. En esta instancia, el querellante debía probar
lo fundamental de su protesta ante los jueces jurados, en un proceso basado en
la competencia. En defensa de lo querellado salía el ciudadano que, en su
momento, lo había presentado y apoyado en la asamblea popular, o la comisión
especial que lo había formulado. Tras escuchar a ambas partes, los jueces
expedían su veredicto. Si la queja presentada en ejercicio de la grafê paranomoi era
reconocida como justificada, la disposición o ley querellada era abolida, y el
ciudadano que la había propuesto, sometido allí mismo a la correspondiente
responsabilidad por haber inducido a error a sus conciudadanos. El juzgado podía
condenarlo a una multa pecuniaria grande, o imponerle un castigo mucho más
severo, inclusive hasta la expulsión o pena de muerte. De esta manera, así como
a todo ciudadano ateniense se le otorgaba plena libertad para sostener
iniciativas de orden legislativo, también se lo hacia pasible de una
responsabilidad. Por toda propuesta que hacía, respondía con sus bienes y con
su vida, y no sólo ante los órganos del Estado, sino ante cualquier otro
ciudadano ateniense, pues cada uno de ellos podía hacerlo responder mediante el
ejercicio de la grafê paranomoi.
Pese
a todo, en el empleo por parte de los ciudadanos del derecho a «querellar
contra la ilegalidad», había lugar a abusos. Podía encontrarse entre los
ciudadanos quienes desearan hacer uso de ese derecho con el fin de causar
perjuicio al Estado. También esto había sido previsto por la legislación
ateniense. Si la querella formulada en base a la grafê paranomoi era
rechazada por la heliea y el querellante recibía en favor de su queja menos de
la tercera parte de los votos de los jueces jurados, se hacía culpable allí
mismo de la responsabilidad correspondiente por una querella sin fundamento,
pudiéndosele imponer un severo castigo.
Otra
garantía para la estabilidad del régimen democrático existente lo constituía el
procedimiento mediante el cual se ponían las leyes en vigor. En el derecho
estatal ateniense hay que distinguir las leyes —nómoi— de los simples decretos
o disposiciones —psefismas—. Los últimos tenían un carácter casual, en tanto
que las leyes acusaban una naturaleza general. Para poner en vigencia los
simples decretos no se requería ningún procedimiento; en cambio, para hacerlo
con las leyes propiamente dichas, se efectuaban ritos especiales, que
retardaban intencionalmente su consideración, con el fin de que la asamblea
popular quedara advertida contra el peligro de decisiones prematuras e
irreflexivas. Anualmente, en la primera reunión de la primera pritania, que
tenía lugar el 11 del mes ateniense hecatombeón (aproximadamente a mediados de
julio), se ponía a votación de la asamblea popular si ésta quería hacer uso de
su derecho a la revisión de las viejas leyes y a la consideración de los
proyectos de las nuevas. Si esta asamblea se expresaba en sentido positivo, sus
participantes presentaban individualmente sus proyectos legislativos. Cada
proyecto aprobado pasaba al Consejo para ser considerado en detalle y
redactado. Después, el proyecto de ley, ya con la forma de su redacción
definitiva, volvía a la asamblea popular y a la heliea, para ser votado.
Simultáneamente, su texto era grabado en una tabla, expuesto en un lugar
público para conocimiento general, y leído a los ciudadanos en los intervalos
entre dos reuniones legislativas, para que pudieran conocerlo con atención y en
su totalidad. Sólo tras la observación de todas estas condiciones podía ser
aceptada una nueva ley en Atenas.
En
su totalidad, el régimen estatal de la ciudad de Atenas durante los años de
gobierno de Pericles poseía, sin duda alguna, rasgos históricamente mucho más
desarrollados que las polis oligárquicas. No puede, empero, cerrarse los ojos,
como lo hacen algunos sabios burgueses que idealizan a la antigua Atenas, sobre
los defectos y aspectos contradictorios de la vida estatal ateniense. Ni los
metecos, ni las mujeres —madres, esposas e hijas de los ciudadanos que gozaban
de la plenitud de los derechos—, ni que hablar ya de los esclavos, gozaban de
derecho alguno en Atenas, como tampoco en las demás ciudades y Estados; y, en
consecuencia, no podían tomar parte activa en la vida estatal. De esta manera,
los ciudadanos con plenitud de derechos políticos representaban en el Estado
ateniense, tal como ya hemos señalado, no más del 15 al 20 por 100 del total de
la población. Resulta así que también sobre la organización social y estatal de
Atenas gravitaba el sello de la limitación clasista, tan característica para
todos los Estados esclavista de esa época.
Mas
no todos, ni mucho menos, de los que formaban parte de esa minoría
privilegiada, disponían realmente de la posibilidad de hacer uso de sus
derechos. La participación de los ciudadanos ordinarios no era acompañada
de la paga de subsidio alguno, por el fisco, en virtud de lo cual todo aquel
que vivía de su trabajo no podía pasar cada diez días unas cuantas horas en el
Pnix, donde se celebraban las reuniones de la asamblea popular. Menos accesible
aún era esto para los campesinos, pues, para hacer acto de presencia en esas
asambleas tenían que dirigirse a la ciudad. Durante los períodos de intenso
trabajo en el campo, sólo muy pocos podían permitírselo. Resultaba así que,
entre el total de los ciudadanos atenienses, más o menos de unas 30.000 a
35.000 personas, el número habitual de los participantes en las reuniones de la
asamblea apenas si superaba los 2.000 ó 3.000, y sólo en casos extraordinarios
se reunía una cantidad mayor.
Al
mismo tiempo, en el código del derecho estatal de los antiguos no existía el
concepto del quórum. Para la opinión de aquellos ciudadanos, la participación
directa en la asamblea era un derecho, pero de ninguna manera una obligación.
Por tanto, si alguno de los ciudadanos no hacía acto de presencia en la
asamblea, se consideraba que transfería su derecho a los que sí participaban,
de modo que las resoluciones tomadas por la reunión tenían fuerza de ley independientemente
del número de los ciudadanos que la habían adoptado. En consecuencia, se dieron
a veces casos en que la asamblea popular ateniense, especialmente en los años
de la guerra del Peloponeso, tomaba resoluciones casuales contrarias a los
intereses del Estado y al curso general de la política que se estaba llevando a
la práctica. Entre los electos por la asamblea popular, mediante el sorteo y
por votación, para los diferentes cargos públicos, podían evidentemente figurar
personas designadas por azar, fortuitamente, poco aptas para la actividad
político-social; todas sus ventajas consistían en el hecho, que de por sí nada
recomendaba, de haberse hallado presente en el Pnix el día de las elecciones.
De la misma manera, debido a que el cargo de estratega no era remunerable, los
esclavistas poseedores de grandes fortunas, aún cuando no simpatizaban con la
democracia, podían ocupar dicho cargo y, de esta manera, ejercer influencia
sobre la marcha de la vida política, aún después de las reformas de Efialtes y
Pericles.
Se
sobreentiende que los adversarios de la democracia ateniense se afanaban por
aprovechar los lados débiles del régimen estatal en beneficio de sus propios
intereses. No podían ni querían aceptar la derrota que se les había inferido, y
procuraban por todos los medios recuperar la supremacía perdida. Muerto Cimón,
apareció como su conductor cierto Tucídides de Alopece, siempre contrario de
Pericles en las reuniones de la asamblea popular. Sin embargo, Pericles logró
vencerlo y conseguir que fuera condenado al ostracismo. Pero los oligarcas no
depusieron las armas. Por otra parte, pudieron obtener cierto éxito en su lucha
contra el régimen democrático durante los años de las graves conmociones,
durante la guerra del Peloponeso, y después de la muerte de Pericles.
El
Gobierno de Pericles se veía obligado a chocar también con cierta oposición
dentro de la democracia. A las capas económicamente menos sustentadas de los
ciudadanos atenienses, les parecían insuficientes las reformas introducidas.
Tendían a transformaciones más radicales, y acusaban al gobierno de moderación
excesiva y de falta de decisión. El Gobierno de Pericles no podía dejar de
tomar en cuenta esta clase de ánimos; y, al atenderlos, iba introduciendo
algunas otras medidas. Durante los años de Pericles, por ejemplo, se amplió
particularmente la erección de edificios de carácter y destino social. Se
realizó el sueño acariciado por Temístocles: las fortificaciones de la ciudad
fueron unidas, mediante los llamados Largos Muros, con las fortificaciones del
puerto del Pireo. En el interior de la misma ciudad se erigió toda una serie de
excelentes edificios y bellísimas estatuas. El primer lugar entre todas ellas
lo ocupa una maravilla del arte arquitectónico, el Partenón, en cuyo interior se
encuentra la estatua de la diosa Atenea, obra del gran Fidias. Mas también
otros edificios del tiempo de Pericles, tales como el Odeón, destinado a las
competiciones musicales, o los famosos propíleos, provocan hasta hoy la
admiración de los hombres.
Hasta
nuestros tiempos ha llegado una serie de inscripciones atenienses de las que se
desprende qué medios colosales invertía el Estado en las construcciones. En una
de ellas se enumeran las entregas de dinero para la erección de la famosa
estatua de la diosa Atenea, de Fidias. En otras, que constituye el balance
financiero publicado en el año 433, después de terminar la erección del
Partenón, se enumeran detalladamente todas las erogaciones efectuadas durante
los quince años que demandaron las obras, las inversiones en el material y los
gastos para su acarreo a la acrópolis, las remuneraciones a los muchos
trabajadores y artistas, etc. En todas esas obras, los atenienses indigentes
tenían trabajo. En esto reside el valor social de la labor edificadora del Estado
ateniense.
Al
desarrollar una enérgica actividad en esta dirección, el Gobierno de Pericles
se supo atraer también los medios de los ciudadanos ricos, de los grandes
propietarios de esclavos. En Atenas existían, ya desde antes, las llamadas
liturgias, que obligaban a los ciudadanos más acaudalados a cumplir, por turno,
con diferentes obligaciones vinculadas con la organización de los espectáculos
teatrales y el equipamiento de naves para la flota. Durante los años de
Pericles, las liturgias constituyeron uno de los artículos más importantes en
el presupuesto del Estado democrático.
En
las fuentes de que disponemos no hay el menor indicio de oposición a las
liturgias por parte de los ciudadanos acaudalados. Quizás esto se explique
porque las obligaciones a las que los sometía el gobierno democrático eran
compensadas con usura por las ventajas que obtenían usufructuando los éxitos
alcanzados en aquel tiempo por el gobierno de Pericles en el ámbito de la
política exterior.
Jamás,
ni antes ni después, la política exterior de Atenas se distinguió por la
amplitud que tuvo en los años que siguieron a la estabilización del poder
democrático. La misma era dirigida al afianzamiento del poderío estatal de
Atenas y al ensanchamiento de la esfera de su actividad y de su influencia
política y económica.
En
primer lugar, esta política tocó a los aliados de Atenas. Precisamente tras
haber llegado al poder la democracia, se exterioriza con máxima claridad la
tendencia de los atenienses a reprimir y ahogar la autonomía estatal de sus
aliados, a transformarlos definitivamente en sus súbditos y, al mismo
tiempo, aumentar la cantidad de ciudades que dependían de la suya. Los
atenienses se plantearon el problema de someter a su poder tanto a las ciudades
de la Grecia central como a las del Peloponeso. Dentro de las condiciones
existentes, esto tenía que repercutir inevitablemente sobre el inestable
equilibrio de las relaciones entre las ciudades griegas, equilibrio que, en
cierta medida, existía aún en la época de la invasión de los persas.
Como
ya señaláramos, inmediatamente después del regreso de Cimón de su fracasada
campaña en ayuda de Esparta, los atenienses rompieron la alianza con los
espartanos, celebrando un tratado con Argos y con Tesalia. Maniatada por la
rebelión de los mesenios, Esparta no se hallaba en condiciones de impedirlo,
aún cuando la alianza de Atenas con Argos encerraba para ella gran peligro.
Cuando finalmente fue quebrada la prolongada resistencia de los mesenios en el
Itome y éstos capitularon, bajo la promesa del derecho de libre paso, los
atenienses no tardaron en aprovecharlo. Ayudaron a los expulsados mesenios a
establecerse en Naupacto, y esta ciudad, sita en la costa norte del golfo de
Corinto, en su punto más estrecho, quedó dentro de la esfera de influencia de
Atenas. Esto zahería no sólo los intereses de Esparta, sino también los del más
rico e influyente miembro de la confederación peloponesiaca, Corinto, cuya
actividad comercial era llevada a cabo a través de ese golfo.
Pero
los atenienses no repararon en ello. Se inmiscuyeron en el conflicto bélico
entre Corinto y Megara, apoyando a esta última, y consiguieron que Megara
saliera de la confederación del Peloponeso, a la que siempre había pertenecido,
para formar, en cambio, una alianza con Atenas. Los atenienses hicieron entrar
sus guarniciones en esa ciudad y en su puerto, Pagas, situado en la misma costa
del golfo de Corinto, y simultáneamente erigieron dos líneas de fortificaciones
entre Megara y su segundo puerto, Nicea, ubicado en la costa del golfo
Sarónico, con lo cual quedaba eliminado el peligro de un ataque contra la
ciudad por tierra firme.
Con
fortificaciones así en el istmo, los atenienses cortaron a Esparta el camino a
la Grecia central.
Los
atenienses consiguieron un rotundo triunfo en la lucha contra su antigua rival,
Egina, que había entrado en guerra de parte de Corinto. No obstante haber
estado ocupada la mayor parte de su flota en la lucha contra Egipto, los
atenienses derrotaron en una batalla naval a los eginetas, desembarcaron en la
isla y pusieron sitio a su ciudad. La tentativa de los corintios de sustraer
las fuerzas atenienses, alejándolas de Egina mediante un repentino ataque a
Megara, no fue coronada por el éxito. Los atenienses armaron a los habitantes
de la ciudad, los que, bajo el mando del estratega ateniense Mirónidas,
derrotaron a los corintios.
La
posición de Atenas debía consolidarse más aún con la próxima terminación de los
Largos Muros entre la ciudad y su puerto, que venían a coronar su poderoso
sistema defensivo.
Los
éxitos de Atenas obligaron finalmente a Esparta, ocupada hasta entonces en la
represión de los sublevados ilotas mesenios, a inmiscuirse en los
acontecimientos que estaban sucediéndose. En el año 457 un gran ejército
peloponesiaco, que contaba con hasta 11.500 hoplitas, mandado por el rey
espartano Nicomedes, llegó a la Grecia central tras cruzar el golfo de Corinto.
Los espartanos todavía abrigaban ciertos temores a entrar en guerra abierta
contra los atenienses, razón por la cual el objeto oficial de esa campaña fue
el de intervenir en la disensión que había surgido entre los habitantes de la
pequeña Dórida y los de la Fócida. Las verdaderas intenciones de Nicomedes se
pudieron de manifiesto sólo cuando se acercó, con todo su ejército, a Tebas, y,
tras acampar junto a ella, entabló negociaciones con los tebanos. En ese
tiempo, la supremacía política tebana favorecía a la agrupación oligárquica,
que mantenía activas relaciones con los exiliados políticos atenienses. En
consecuencia, Nicomedes no sólo logró atraerse a los tebanos, sino también
crear en torno de la ciudad agrupaciones hostiles a Atenas en otras ciudades
beocias. Los atenienses se percataron del peligro que les estaba amenazado y,
para prevenirlo, movilizaron a prisa todas las fuerzas que se hallaban a su
disposición. La milicia de los ciudadanos de Menas, completada por
destacamentos de Argos, Tesalia y otras ciudades de la Liga marítima ateniense,
en un número total de 14.000 hoplitas, cruzó la frontera de Beocia. Allí, en
una tenaz y sangrienta batalla junto a Tanagra, los atenienses fueron batidos.
Pero este triunfo resultó sumamente caro a sus enemigos, que sufrieron enormes
pérdidas. Nicomedes no se decidió a aprovechar este triunfo para atacar al
Ática, y se retiró al Peloponeso.
Después
de la batalla de Tanagra, los atenienses se vieron en situación tan grave que,
a propuesta de Pericles, se hizo regresar a Cimón del exilio para que tomara
parte en las negociaciones con Esparta, consiguiendo una tregua de tan sólo
cuatro meses. Mas los atenienses lograron aprovechar ese lapso para restablecer
su situación en Beocia, hacia donde se emprendió una nueva campaña, con la cual
el estratega Mirónidas derrotó a las fuerzas beocias cerca de Enófita. Después
de esta victoria, que compensó la derrota de Tanagra, los atenienses lograron
en corto plazo no sólo restablecer su influencia sobre la mayor parte de las
ciudades beocias, sino extenderla más hacia el Norte. Las ciudades de la Fócida
y la Lócrida, vecinas a Beocia, fueron obligadas a establecer una alianza con
Atenas.
En
la Grecia central sólo Tebas seguían siendo baluarte espartano contra Atenas.
Al mismo tiempo, había caído Egina. De acuerdo con las condiciones de la
capitulación, ésta debió demoler sus murallas, entregar sus naves de guerra y
pagar a los atenienses un tributo. Alentados por esos éxitos, los atenienses
reanudaron sus acciones bélicas contra Esparta. La flota ateniense, bajo el
mando de Tólmidas, penetró sorpresivamente en el puerto espartano de Giteión,
donde quemó los astilleros; luego, tras costear la península del Peloponeso por
el lado occidental, atacó a Metona y consiguió otros éxitos más en el litoral
de Etolia. Más o menos al mismo tiempo, adhirieron a Atenas las ciudades de
Acaya, y en el sur del Peloponeso, en el territorio de la Argólida, los
atenienses se apoderaron de Trecene.
Hubiera
podido esperarse un ulterior desarrollo de estos éxitos, si no fuera por la
catástrofe de Egipto, adonde, como ya señaláramos, los atenienses habían
enviado considerables fuerzas para apoyar la sublevación que había estallado
contra los persas. Cerca de 200 naves de guerra atenienses y aliadas, y grandes
fuerzas terrestres, se habían concentrado para el desembarco en la desembocadura
del Nilo y junto a Chipre. En caso de éxito, los atenienses hubieran podido
contar con establecerse con pie firme en un nuevo mercado y apoderarse del más
rico granero del mar Mediterráneo.
Al
comienzo, las operaciones bélicas fueron felices para los atenienses. Pero en
el año 454 los persas formaron un ejército bastante considerable. El ejército
griego que, junto con los sublevados egipcios, sitiaba a Menfis, fue batido,
tras lo cual fue también destruida una gran parte de la flota ateniense. En
total, los atenienses perdieron en Egipto cerca de 200 naves de combate y de
35.000 guerreros. En tales circunstancias, los atenienses temían una nueva
invasión persa, al mismo tiempo que conmociones dentro de su Liga. Carecían
ahora de la supremacía en el mar sobre sus aliados.
Por
otra parte, el peligro de una invasión persa atemorizó también a Esparta, dando
por resultado que los atenienses y los espartanos reanudaran negociaciones, que
terminaron en un acuerdo de tregua por cinco años. Al mismo tiempo, Esparta estableció
una paz con Argos por treinta años, hecho desventajoso para Atenas.
Pero
los recelos de los atenienses y de los espartanos no llegaron a justificarse:
Grecia no fue víctima de una nueva invasión persa. En la primavera del año 449
los atenienses y sus aliados equiparon y pertrecharon una nueva gran flota, y
junto a la Salamina de Chipre se desarrolló una batalla, la última de la guerra
greco-persa. En esta batalla los griegos derrotaron completamente a los persas,
apoderándose de cerca de cien de sus naves. Después de la batalla, se firmó la
paz de Calías. Debemos hacer constar que no podemos abrigar absoluta confianza
y seguridad en la existencia de ese tratado de paz. Tucídides, por ejemplo, ni
siquiera lo menciona. Sea como fuere, nada sabemos de nuevos choques con los
persas, después del año 449.
El
cese de operaciones bélicas contra los persas determinó que en la opinión de
muchos participantes de la Liga marítima griega dejara de ser justificada la
existencia de esa alianza. Con tal motivo, y sobre tal base, surgió toda una
serie de complicaciones en las relaciones entre los atenienses y sus aliados.
Como hemos mencionado anteriormente, los atenienses no se detenían ante la
aplicación de represiones a las ciudades aliadas. En los territorios de varias
de ellas aparecieron poblaciones de ciudadanos atenienses, las cleruquías,
intensificándose de esta manera el control ateniense sobre las mismas. En otros
lugares (por ejemplo, en Naxos, Tasos, Samos) la cuestión llegó a serios
choques. Tras aplastar a los aliados sediciosos, los atenienses, por regla
general, les imponían al desarme, limitando su participación en la alianza en
tan sólo el pago del foros a Atenas.
Los
atenienses continuaron tomando medidas para extender sus fronteras. Con tal
objeto, fue emprendida, bajo el mando directo de Pericles, una gran expedición
al mar Negro. Como resultado de la misma, se incorporaron al parecer a la Liga
ateniense una cantidad de ciudades griegas de la cuenca del Ponto.
En
los años 447-446 comenzaron nuevos choques entre Atenas y Esparta. Los
espartanos emprendieron una campaña sobre la Grecia central, so pretexto de
prestar ayuda a Delfos, de cuyo territorio se habían apoderado los focídeos. La
aparición de ejércitos espartanos en la Grecia central trajo aparejada para los
atenienses no sólo la pérdida de su influencia anterior sobre la Fócida y la
Lócrida, sino también sobre Beocia, cuyas ciudades se sublevaron. Al mismo
tiempo defeccionaron Eubea y Megara. Nuevamente se vieron los atenienses ante
una grave situación: tenían que sostener simultáneamente acciones bélicas
contra Eubea y contra Megara. Atenas no pudo resistir mucho tiempo semejante
tensión. El número de sus ciudadanos, a raíz de las guerras ininterrumpidas,
había disminuido considerablemente.
Sobre
la base de una inscripción —lista de los caídos en una batalla— llegamos a
enterarnos de que una sola de las diez filai atenienses había perdido en el año
458, en las operaciones bélicas contra Megara, Egina y Egipto, 177 ciudadanos.
Descontando que la cantidad de ciudadanos capaces de llevar armas apenas si
superaba en aquel entonces la cantidad de 25.000 a 30.000, y que se trataba
solamente de las pérdidas experimentadas en un año, resulta fácil imaginar cómo
repercutiría este tumultuoso período sobre el número de la población civil de
Atenas.
En
los años 446-445 los atenienses iniciaron negociaciones con Esparta a propósito
del establecimiento de una paz duradera por unos treinta años. La paz fue
concertada bajo las siguientes condiciones: los atenienses renunciaban a todas
sus conquistas en el territorio del Peloponeso, Acaya, Trecene y Megara,
quedando en su poder Naupacto y Egina. En lo sucesivo, ambas partes decidían
alinear sus zonas de influencia. Cada una de ellas se comprometía a no aceptar
como aliado a los que fuesen aliados de la otra, ni tampoco apoyar, en el
interior de las ciudades, a sus propios partidarios. Este acuerdo significaba
para Atenas algo equivalente a una renuncia a la política que había
desarrollado durante los últimos años. Ya no podía llevarla en la escala
anterior: sus fuerzas estaban quebrantadas.
Después
del acuerdo con Esparta, Pericles hizo otra tentativa por elevar en algo la
tambaleante autoridad de Atenas. Promovió la idea de convocar un congreso
panhelénico, para la consideración de los asuntos comunes de carácter político
y religioso. Mas, comprendiendo hacia dónde llevar esto, Esparta hizo todo lo
que de ella dependía para hacer fracasar ese plan de Pericles.
Resultados
algo más favorables obtuvo Atenas al desarrollar su actividad hacia el
Occidente. Tucídides menciona un tratado celebrado en Corcira, en el año 433.
Una de las inscripciones de aquel tiempo hace saber que los atenienses,
evidentemente, en aras del cumplimiento de ese tratado, equiparon y pertrecharon
para ayudar a Corcira, al principio diez, y luego veinte naves de combate.
En
otras dos inscripciones se han conservado los textos de tratados celebrados por
los atenienses con Leontinos, ciudad de Sicilia, y con otra ciudad de la Italia
meridional, Regio, formando una alianza para el caso de una guerra, defensiva y
ofensiva.
Además,
los ciudadanos de diversas polis, encabezados por los atenienses, fundaron una
nueva colonia en la Italia meridional, la de Turios, en el mismo lugar en que
se hallara la ciudad de Sibaris. Según el proyecto de Pericles, esta nueva
ciudad debía convertirse en punto de apoyo y baluarte de la influencia
ateniense en esa zona. Pero Turios no justificó las esperanzas que en ella
cifraban los atenienses. Tanto en Italia meridional como en Sicilia la política
ateniense tropezó con una fuerte oposición de parte de las polis del régimen
oligárquico, orientadas hacia Esparta y hacia la alianza del Peloponeso.
Las cosas se encaminaban hacia nuevos conflictos, los que,
finalmente, desembocaron en una guerra prolongada y dura que involucró a todo
el mundo helénico.
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