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sábado, 23 de diciembre de 2017

Caratini Roger: Alejandro Magno XVIII ¡Salud al artista!

1.    En Babilonia: los últimos proyectos de Alejandro

Camino de Babilonia, mucho antes de haber franqueado el Tigris, Alejandro tropezó con unos embajadores procedentes de Libia que ofrecieron una corona de oro al rey de Asia en que se había convertido y que iban a felicitarle. Luego fueron unos embajadores procedentes de Etruria, del Bruttium (comarca del sur de Italia, situada en la punta de la bota) y de Lucania (región de Italia meridional, colonizada por los griegos desde el siglo V a.C), que iban con las mismas intenciones. Y como sólo se presta a los ricos, Arriano —que sin embargo suele mostrarse escéptico— no descarta la tradición según la cual también se presentaron al Conquistador embajadores procedentes de Cartago, de Etiopía, de las Galias y de Iberia. Era la primera vez, nos dice Arriano, que griegos y macedonios oían pronunciar los nombres de estos pueblos y descubrían la forma en que se vestían. Algunos historiadores antiguos de Alejandro afirman incluso que Roma habría enviado emisarios, pero esta información le resulta sospechosa a Arriano, y tiene razón.
Tras esto, Alejandro envía a uno de los suyos a Hircania (a orillas del mar Caspio), acompañado por algunos arquitectos y carpinteros de ribera para construir allí una flota de guerra. Sigue ateniéndose a su teoría de que el mar Caspio es un golfo que desemboca en el océano exterior, igual que el golfo Pérsico, y quiere verificarla: ese mar —que entonces se llamaba el «mar Hircanio»— es un gran mar, que recibe las aguas de ríos grandísimos como el Oxo (Amu-Daria) o el Jaxartes (Sir-Daria), de la misma forma que el océano Índico, en que desemboca el Indo.
Después de franquear el Tigris, Alejandro ve acudir a su presencia a unos adivinos caldeos que, conociendo su temperamento supersticioso, le advierten que no entre en la ciudad de Babilonia, porque el oráculo de su dios Belo les había puesto en guardia. «Será nefasto para Alejandro entrar en este momento en Babilonia.» El rey les responde con un verso de Eurípides: «El mejor adivino es el que predice lo mejor», pero los adivinos insisten: «Rey, no mires hacia el poniente, no lleves tu ejército por ahí; vete mejor hacia el este.» Por una vez, el supersticioso Alejandro no escucha a estos decidores de buena ventura y sigue adelante, porque sospecha que pretenden apartarlo de Babilonia por otra razón: el templo de Babilonia se cae en ruinas, y Alejandro había ordenado demolerlo y reconstruir uno nuevo en su emplazamiento; pero a los adivinos no les preocupaba ver las palas de los demoledores atacando su templo: en éste había numerosos escondrijos llenos de oro, que sólo ellos conocían y utilizaban.
Pero si Alejandro creía en adivinos, debería haber desconfiado. El verano anterior, un oficial macedonio a las órdenes de Hefestión había cometido algunos errores en su servicio y había interrogado a su hermano, un tal Pitágoras, para saber si le castigaría por ellos su general. Pitágoras inmola un animal, examina sus entrañas por referencia a Hefestión y constata que al hígado le falta un lóbulo; es un signo funesto, pero el oficial no tiene motivos para preocuparse: la desgracia ha llegado con la muerte de Hefestión. El oficial pide entonces a su hermano que haga un nuevo sacrificio para saber si será reñido por Alejandro. Pitágoras inmola otra víctima: también le falta un lóbulo al hígado. Conclusión de Pitágoras: lo mismo que Hefestión, Alejandro morirá, por lo que haría bien en no entrar en una ciudad sobre la que planean semejantes maleficios.
Alejandro franquea por fin el formidable recinto de Babilonia. Recibe ahí a unos griegos, a los que hace regalos, y encuentra una parte de la flota de Nearco y otros navíos, procedentes de Fenicia. Interesado por el emplazamiento fluvial, traza los planos de un puerto capaz de recibir mil navíos de guerra y arsenales que podrían completarlo, y unos días más tarde un ejército de obreros empieza a excavar el futuro Puerto Babilonia. Pensaba que esta región, fácilmente accesible desde Fenicia, podría convertirse en rica y próspera; y si se veía dominado por el deseo de partir a la conquista de Arabia, sería una buena base de partida. Además, buscaba un buen pretexto para lanzarse a la conquista de esa tierra árabe, de la que decían que era tan vasta como India: ningún embajador árabe había ido a Babilonia a saludarle. Arriano no cree en este casus belli de circunstancias: la verdad es que Alejandro siempre tenía una renovada sed de conquista. También tenía sed de sueños. Había oído decir que los árabes no tenían más que dos dioses, el Cielo, que contiene todo, y Dioniso; evidentemente les faltaba un tercer dios, porque todos los pueblos que había encontrado poseían una trinidad divina; se veía muy bien a sí mismo como tercer dios de los árabes.
Cuando se cansó de visitar Babilonia y sus alrededores, Alejandro decidió explorar el curso del Eufrates y, mientras los jornaleros excavaban el futuro puerto de la ciudad y los carpinteros de ribera iban haciendo sus trirremes, navegó río abajo hasta un canal situado a 160 kilómetros de Babilonia, por el que el río fluye durante las fuertes crecidas del verano y derrama sus aguas en una zona pantanosa. En efecto, el Eufrates nace en las montañas nevadas de Armenia y sus aguas permanecen bajas en invierno, pero crecen en primavera y sobre todo en verano, en el momento del deshielo de las nieves, y el país entero quedaría inundado si este desaguadero —llamado el Palácopas— no existiese o estuviese obstruido, porque el Eufrates inundaría las riberas. Además, le habían dicho que en ese momento 10.000 obreros asirios trabajaban para limpiarlo porque se acercaba el verano.
 Había sido Arquias, el segundo de Nearco, quien había dado a Alejandro estas informaciones tan valiosas. Ese personaje entendía más que nadie de navegación y de ríos, y se le había encargado explorar las condiciones de navegación costera en dirección a Arabia, pero no se había atrevido a aventurarse más allá de la isla de Bahrein. Otros pilotos de Alejandro habían tenido el valor de ir más allá, en particular Hierón de Solos, que con un navio de treinta remeros había llegado hasta el fondo del golfo de Arabia (nuestro mar Rojo) y alcanzado la costa egipcia en Hierópolis; luego había vuelto a Babilonia y había hecho un informe detallado y cuantitativo de su viaje.
Alejandro se sentía eufórico. Inspeccionaba su imperio, había demostrado que un mismo océano bañaba todos los países de Asia, desde India a Babilonia y Arabia, no le había ocurrido nada molesto en Babilonia a pesar de las predicciones de los adivinos caldeos, y el viento que soplaba sobre el Eufrates azotaba agradablemente su rostro. Ese mismo viento tuvo el impudor de llevarse su sombrero para el sol y la diadema de Gran Rey unida a él. El sombrero se había hundido, pero la diadema se había enganchado en un junco, entre otros juncos crecidos en los pantanos, junto a una vieja tumba que contenía los despojos de un antiguo rey de Asiría. Un marinero se lanza al agua, nada hasta la diadema, la libera del junco y, para no mojarla al nadar, se la pone en la cabeza.
¡Sacrilegio! Todo el que llevase, incluso por accidente, la diadema real no debía ser dejado con vida. ¿Qué hizo entonces Alejandro? Según la mayoría de las fuentes antiguas, ofreció un talento al marinero por haber repescado la diadema, pero luego mandó cortarle la cabeza por habérsela puesto. Aristóbulo de Casandra (que, como ingeniero civil, tal vez se hallaba presente) precisa que se trataba de un marinero fenicio, que recibió desde luego un talento, pero que no le cortaron la cabeza: fue azotado simplemente.
A finales del mes de mayo, los embajadores sagrados enviados por Alejandro al oráculo de Amón están de vuelta. Hicieron el camino de ida por Siwah y el de vuelta por Tiro, Damasco, Asiría y ya están en Babilonia. Traen la respuesta de Zeus-Amón. El oráculo ha hablado y ha declarado que era conforme con la ley divina glorificar a Hefestión y ofrecerle sacrificios como a un semidiós. Y esta respuesta llena a Alejandro de alegría.

Pero esa alegría no le dispensa de escribir una severa carta al gobernador de Egipto, Cleómenes, cuyos embajadores acaban de informarle de que es un malvado. El rey le ordena construir un santuario para Hefestión en Alejandría de Egipto y otro en Faros y le promete perdonarle sus faltas pasadas y futuras si los santuarios le parecen bien construidos. Arriano desaprueba este paso de Alejandro (op. cit., VII, 23, 9): «No puedo aprobar este mensaje de un gran rey a un hombre que ha estado a la cabeza de un gran país y una numerosa población, pero que no obstante ha sido un desalmado.»
El 30 de mayo de 323 a.C. tuvieron lugar los funerales oficiales de Hefestión. Numerosos visitantes extranjeros acudieron a Babilonia para asistir a ellos, así como a los juegos y festines que serán organizados en honor del difunto. Se levanta un catafalco monumental: mide unos sesenta metros de altura y resplandece de oro y púrpura. Lenta y solemnemente sacan el cadáver de la tumba y lo levantan sobre la pira que ya está encendida. Los coros cantan los himnos de los muertos y el alma de Hefestión vuela hacia arriba con el humo. Luego es el cenotafio lo que entregan a las llamas y Alejandro dedica las ofrendas que van a seguir a su amigo, el héroe, el semidiós glorificado. Se sacrificaron dos mil animales —corderos, bueyes, vacas— a su memoria y su carne fue distribuida entre el ejército y los pobres.

2.    El poeta va a morir

Hace calor, mucho calor en Babilonia, cuando se acerca el verano. Las calles de la ciudad están atestadas de soldados, de marineros y mercaderes que se preguntan por las intenciones de su rey: ¿para qué iban a servir aquellos cientos de navíos que carenaban en el puerto durante el día miles de carpinteros de ribera? ¿Para circunnavegar la Arabia y llegar a Egipto? Ciertos navegantes fenicios aseguraban que era posible. ¿Quizá para llevar un nuevo gran ejército hasta las puertas de Occidente, hacia aquellas columnas de Hércules (Gibraltar) sobre las que corrían tantas leyendas? Pero ¿cómo alcanzarlas, desde Babilonia o desde el golfo Pérsico? ¿Cuándo tendrían lugar los funerales de Hefestión, antes o después del solsticio?
En cuanto a Alejandro, no se le veía en Babilonia. Sin duda se acordaba en todo momento de la predicción de los adivinos caldeos, o tal vez estaba demasiado atareado en la inspección de los trabajos portuarios.
Pasaba jornadas enteras en pequeñas embarcaciones, circulando por las zonas pantanosas del Eufrates, infestadas de mosquitos y, cuando no estaba en el río, se le podía encontrar en su tienda, trabajando en la nueva formación que pretendía dar a su infantería. Tenía la intención de sustituir la falange clásica (formación que había creado su padre), compuesta por dieciséis filas de hoplitas, es decir, de infantes pesadamente armados, por una formación más diversificada, que le habían inspirado los pueblos de Italia y Sicilia: de adelante atrás, tres hileras de infantes pesados macedonios armados con largas lanzas, seis hileras de infantes pesados persas armados con jabalinas de caza, seis hileras de arqueros persas, y tres hileras de infantes pesados macedonios cerrando la marcha. ¿Estaría pensando en guerrear en Occidente? Ya se hablaba de Sicilia, de África, de Iberia y Occidente, que sería conquistado por los infantes, y de Arabia, cuyas costas podría conquistar la flota que estaba construyendo en los astilleros de Babilonia.
El sátrapa de Persia, Peucestas, había reclutado para él en su provincia 20.000 jóvenes persas. Al día siguiente de los funerales de Hefestión, Alejandro concluyó en persona las operaciones de incorporación de este contingente. La sesión tuvo lugar en los jardines del palacio real; Alejandro estaba sentado en un trono de oro, vestido con el traje imperial de los Grandes Reyes, con la frente ceñida con la diadema de Darío; detrás, inmóviles y con los brazos cruzados, los eunucos, con el traje de los medos. Ese día, por la tarde, una vez que terminó de asignar a los reclutas sus filas en las falanges, Alejandro dejó su asiento para ir a beber un poco de agua fresca y sintió la necesidad de bañarse unos minutos en una alberca del jardín. Sus amigos le siguen. De pronto, tras la hilera de los impasibles eunucos, aparece un hombre de baja estatura; tiene los ojos brillantes y la frente ceñuda. Salva la hilera de eunucos que, según exige el reglamento persa, no tienen derecho a moverse. Sube uno a uno los escalones que llevan al trono de oro, se viste la túnica púrpura, se ciñe la diadema de Alejandro y se sienta en su sitio, sin ningún otro gesto y con los ojos fijos. Los eunucos, que no tienen derecho a intervenir, empiezan a desgarrar sus ropas y a golpearse el pecho, como si hubiese ocurrido una gran desgracia. Aparece Alejandro. Al descubrir la escena palidece de rabia y manda preguntar a quien se ha apoderado de su trono quién es. El hombre se queda mudo cierto tiempo, luego, con la mirada siempre fija y la postura hierática, habla: «Soy Dioniso, de la ciudad de Mesena. He sido acusado, detenido en la playa y cargado de cadenas. El dios Serapis me ha liberado, me ha ordenado ponerme la púrpura, ceñir la diadema y sentarme aquí, sin decir una sola palabra.» Detienen a este hombre y lo someten a tortura: sigue diciendo que actúa por orden de Serapis, luego se calla. Evidentemente ha perdido el juicio: los adivinos, preguntados, declaran que es un mal presagio y lo condenan a muerte. Pero como vamos a ver, los acontecimientos se precipitan.
—       1 de junio. Alejandro ofrece un banquete privado a Nearco, almirante de su flota, y a sus generales. El festín y la juerga se prolongan hasta muy avanzada la noche. Cuando Alejandro se despide de sus huéspedes y se dispone a retirarse a su habitación, un compañero, el tesalio Medio, le invita a acabar la noche con él, con algunos amigos y buenos vinos. El rey acepta, y se duerme al alba. Duerme allí mismo todo el día y luego regresa a su habitación.
—       2 de junio (por la noche). Alejandro vuelve a casa de Medio, para cenar. Nueva juerga hasta bien entrada la noche; deja la juerga para ir a tomar un baño y come ligeramente.
—       3 de junio. Vuelve a la sala del festín, en casa de Medio; al amanecer ordena que lo lleven en litera a hacer su habitual sacrificio de las mañanas. Luego vuelve a casa de Medio y duerme todo el día. A la puesta del sol se hace llevar hasta el río, que cruza a bordo de un navio para dirigirse al parque real, que está en la otra orilla. Allí ordena que lo depositen en un pabellón del parque, y se duerme hasta el día siguiente.
—       4 de junio. Al despertar Alejandro, se siente algo mejor, toma un baño, asiste al sacrificio matinal y pasa una parte de la jornada charlando con Medio, que ha ido a visitarle, e incluso juega a los dados con él. Convoca a sus oficiales para la mañana siguiente y cena en su tienda. Después de cenar, siente fiebre y pasa una noche malísima.
—       5 de junio. Otra vez baño y sacrificio matinal. Alejandro recibe a Nearco y le ordena estar preparado para salir al mar el 8 de junio: espera que para entonces ya estará curado.
 —      6 de junio. Alejandro se siente débil, pero se obliga a bañarse y a ofrecer su sacrificio matinal. Recibe a Nearco, que le comunica que todo está preparado para hacerse a la mar: las provisiones se encuentran a bordo, las tripulaciones están en sus puestos, y también las tropas. El rey tiene cada vez más fiebre. Por la noche se vuelve a bañar para aliviarla. Pasa una noche malísima.
—       7 de junio. Alejandro toma un último baño, pero debe hacerse llevar para asistir al sacrificio de la mañana. Habla penosamente con sus oficiales: es evidente que no podrá hacerse a la mar al día siguiente, como pretendía. Empieza a delirar: lo llevan a otro pabellón del jardín, donde hace más fresco.
—       8 de junio. Se pospone la partida. Alejandro se hace llevar para asistir al sacrificio matinal.
—       9 de junio. El rey asiste al sacrificio y se hace trasladar a palacio, a los aposentos más frescos. Ordena a sus oficiales que se queden a su lado por si los necesita. Se debilita a ojos vistas.
—       10 y 11 de junio. La fiebre es fuerte y persistente; Alejandro ya casi no habla.
—       12 de junio. Por la mañana, se difunde el rumor de que el rey ha muerto y de que sus allegados ocultan la noticia. Los Compañeros y numerosos oficiales acuden a palacio; quieren ver al rey con sus propios ojos y uno a uno desfilan por la habitación del enfermo. Éste todavía se encuentra consciente, pero demasiado débil para hablar: hace un ligero movimiento de la mano y clava la mirada en sus amigos como para decirles adiós.
—      Noche del 12 al 13 de junio. Seis amigos (Pitón, Demofonte, Átalo, Cleómenes, Menidas y Seleuco) pasan la noche en el templo de Serapis (dios curador grecoegipcio cuyo culto está empezando entonces); ruegan por su curación.
—       13 de junio. Alejandro ya sólo tiene raros momentos de lucidez. Habría dejado a Perdicas tomar posesión de su sello. Sus Compañeros le preguntan a quién deja el Imperio, el rey farfulla una respuesta: unos creen oír la palabra Kratisto («Al más fuerte» o «Al mejor»); otros creen oír «Heracles» (el nombre de su único hijo). Al ponerse el sol, Alejandro se apaga con un último suspiro.

Alejandro murió el vigésimo octavo día del mes griego de Skirophorion (Daisios en macedonio), en la 114 Olimpiada (13 de junio de 323 a.C). Tenía treinta y dos años y ocho meses, y estaba en el decimotercero año de su reinado.
Sus mujeres se desgarraron entre sí. Roxana, que siempre había estado celosa de Estatira, la hija de Darío III, la hizo asesinar, así como a la hermana de ésta, Dripetis (que se había casado con Hefestión); luego trajo al mundo, en los plazos normales de embarazo, un hijo, que por lo tanto era hijo de Alejandro y al que impuso el nombre de su padre. Se suele llamar al rey Alejandro III de Macedonia bien Alejandro Magno, bien Alejandro el Conquistador.
Dejaba dos hijos (Heracles, que le había dado la persa Barsine, y Alejandro, el hijo de Roxana); ambos fueron asesinados en su niñez en el marco de la «guerra de sucesión» a la que se entregaron los grandes de Macedonia (Antípater, Casandro, etc.), lo mismo que sus madres. En esta lucha por el poder Cleopatra, la hermana de Alejandro, también fue inmolada.
También dos mujeres de más edad habían contado en la vida de Alejandro: su madre, Olimpia, y la viuda de Darío III, la reina madre Sisigambis. La primera luchó hasta el año 316 a.C. contra todos los pretendientes, y de manera especial contra el macedonio Casandro, que se libró de ella entregándola a sus enemigos (la ejecutaron). En cuanto a Sisigambis, abrumada de pena, se negó a comer y murió de inanición y dolor, cinco días después de aquel al que llamaba su «hijo adoptivo».
Quedaba el Imperio de Alejandro. No se trataba de un Estado del que éste fuera el soberano, sino un conjunto heteróclito de territorios que había conquistado. Sus sucesores, los diadocos, se lo reparten, pero tras varios años de guerras desordenadas se disoció en un mosaico de estados territoriales donde floreció una brillante civilización helenística, que sufrió la influencia enriquecedora de las civilizaciones del Oriente Próximo.







Conclusión

Tres adjetivos califican, a nuestro parecer, la gesta histórica de Alejandro III de Macedonia: fue breve en el tiempo, desmesurada en el espacio y en las intenciones, efímera en cuanto a sus resultados.
Merece la pena subrayar su brevedad. Si se exceptúan las expediciones preliminares a los Balcanes de la primavera de 335 a.C. y el aniquilamiento de Tebas en el verano siguiente, la carrera conquistadora de Alejandro empieza en el mes de abril del año 334 a.C, cuando el ejército macedonio, formado por 32.000 infantes y 5.200 jinetes, deja Anfípolis y se dirige hacia Asia Menor; termina en el Hífasis, en el valle del Indo, por la voluntad de sus soldados que, el 31 de agosto de 326 a.C, se niegan a seguir adelante. Por lo tanto la campaña duró ocho años: es muy poco, sobre todo para conquistar el mundo, pues ésa era la ambición del macedonio, a medida que avanzaba hacia las estepas, los desiertos y las montañas del Asia anterior.
De hecho, Alejandro sólo conquistó —y de una manera muy efímera— el Oriente Medio, es decir, según la geografía política moderna, Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania, el delta egipcio (no pasó de Menfis), Irak, Irán, Afganistán y una parte de Pakistán (el valle del Indo). Pero en una época en que las únicas guerras que habían conocido griegos y macedonios eran guerras locales, entre ciudades relativamente próximas unas de otras (Atenas-Esparta: unos 200 kilómetros; Pela-Tebas: unos 800 kilómetros), la expedición emprendida por Alejandro contra el enorme Imperio persa tenía indiscutiblemente algo de desmesurado. Para fijar las ideas: la vía real, construida por Darío I el Grande hacia el año 500 a.C, para unir Sardes, en Asia Menor (a 100 kilómetros de la costa mediterránea de Turquía) con Susa, la capital administrativa del Imperio persa (situada cerca de la moderna Dizful, en Irán) tenía 2.700 kilómetros de longitud.
Por lo tanto, en el punto de partida la empresa podía parecer gigantesca, aunque sólo sea por las distancias a recorrer, pero no era insensata. Las guerras médicas habían contribuido a dar a conocer Persia a los helenos: las obras de Herodoto y de Jenofonte lo atestiguan y está fuera de duda que fueron leídas y releídas por Alejandro y sus lugartenientes. Ya hemos señalado al principio que, en su infancia, el futuro Conquistador había hecho dos preguntas, indudablemente ingenuas, a los embajadores persas que habían ido a Pela. Además, existían numerosas relaciones comerciales entre las ciudades griegas de Asia Menor, integradas desde hacía lustros en el Imperio persa, y las de la Grecia continental e insular. En resumen, el imperio del Gran Rey no tenía nada de una terra incognita, ni para Alejandro, ni para su entorno.
Las intenciones iniciales de Alejandro estaban sin duda al alcance de sus posibilidades: llevar a su término la gran cruzada panhelénica predicada por su padre, cuyo remate victorioso debía sellar la unificación del mundo griego, troceado hasta entonces. Los argumentos de Filipo eran válidos todavía en el 334 a.C: se trataba de eliminar el peligro militar persa, de devolver a las ciudades griegas de Asia Menor —«persificadas» desde hacía casi dos siglos— al seno helénico, de consolidar la seguridad de la navegación por el mar Egeo (condición fundamental de la prosperidad económica), y Alejandro las asumió. Pero después de alcanzar su meta, es decir, después de su victoria definitiva en Gaugamela sobre Darío III y su entrada triunfal en las grandes capitales aqueménidas (Babilonia, Susa, Persépolis, Ecbatana), después de apoderarse del fabuloso tesoro del Gran Rey (en Ecbatana), en lugar de reorganizar el Imperio persa —que conquistó casi sin luchar— como una prolongación asiática de su reino, en lugar de construir política y administrativamente un Imperio macedonio, Alejandro se lanzó a la persecución de los asesinos de Darío, en una aventura imprevista e irracional que lo llevó adonde nunca había tenido la intención de ir: hasta India.
Desde ese momento, a una anábasis «mesurada» que habría podido acabar con un retorno desde Ecbatana a Susa, luego con una catábasis hacia Macedonia (a lo que todas sus tropas y sus lugartenientes aspiraban), va a sucederle otra anábasis inesperada, realmente desmesurada, hacia Afganistán y hasta el valle del Indo, sin más razón que los caprichos, las curiosidades o, si se quiere, los delirios de Alejandro. La sanción de esa desmesura fue el amotinamiento de sus tropas en las orillas del Hifasis y una retirada terrible que duró diecisiete meses, durante la cual Alejandro perdió las tres cuartas partes de su ejército (Plutarco dixit). Cuando estuvo de vuelta en Susa, con un gran ejército en harapos, seguía teniendo ideas enloquecidas en la cabeza: conquistar la península Arábiga, territorio tan vasto como el que ya había conquistado en Asia, invadir el norte de África y proceder a una mezcla de razas en su Imperio, eran otros tantos proyectos inmensos y delirantes que pensaba poner en marcha durante el año 323 a.C. y que un insecto enclenque —un mosquito anofeles que vagaba por los pantanos del Eufrates— redujo a la nada.
El analista que fui en otro tiempo no puede dejar de detenerse a pensar un poco sobre la historia psicológica del Conquistador.
La infancia de Alejandro se desarrolla entre las faldas de su madre, ocupada en dirigir a un tiempo su pasado de antigua sacerdotisa de Dioniso, sus beaterías, la educación casi captadora de su hijo, sus celos teñidos de desprecio hacia su real esposo, impío, pendenciero, bebedor y en trance de convertirse en el dueño incontestable del mundo griego. Luego, una vez alcanzado lo que los griegos llamaban «la edad de la razón» —es decir, la edad de siete años—, Alejandro es entregado por su padre a Leónidas y Lisímaco, pedagogos severos y rígidos.
Le vemos luego adolescente: a los doce años, Filipo le regala un caballo llamado Bucéfalo; a los trece, elige para él al mejor profesor particular del mundo, Aristóteles, que aún no había creado en Atenas su famoso Liceo; y a los catorce años lo lleva al campo de batalla, en Perinto, donde el joven asiste a su primer combate, sin participar en él. Dos años más tarde, en el 340 a.C, Alejandro entra en la edad adulta. En ausencia de su padre, desempeña la función de regente y emprende, por propia iniciativa, su primera expedición militar. En 338 a.C. celebra sus dieciocho años en Atenas.
La vida del joven príncipe transcurría entonces tranquilamente. Sin embargo, no podemos dejar de pensar que alimentaba en su seno algún conflicto edípico inconsciente, dividido como estaba entre la admiración hacia un padre siempre vencedor y el amor que profesaba a una madre místicamente posesiva, que veía en él al hijo de Zeus-Amón. Podemos cargar en la cuenta de este edipo el hecho de que el hermoso joven parecía indiferente a los asuntos del amor: su padre había observado, con amargura, el escaso interés que su hijo sentía por las mujeres; en cuanto a su madre, para espabilarlo, había mandado venir de Tesalia a una prostituta experta, una tal Calixena, que había llegado a instalarse en la corte de Pela; pero todo había sido en vano.
Sin embargo, en 337 a.C, con ocasión de las bodas de Filipo con Cleopatra, la sobrina de Átalo, el edipo de Alejandro explotó. Ningún analista habría podido soñar una escena tan traumatizante. Según la lógica freudiana clásica, habría debido despertar el conflicto edípico latente y engendrar en Alejandro un inmenso complejo de culpabilidad, traduciéndose por conductas autopunitivas de fracaso o por una buena neurosis. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De hecho, parece que el mecanismo psicológico propio de Alejandro nunca fue un mecanismo neurótico de compromiso (para el psicoanálisis, el síntoma neurótico es un comportamiento contradictorio de compromiso, que expresa simbólicamente la existencia de un conflicto inconsciente entre el deseo y la defensa): lo que parece haber sido el motor de todas sus conductas fue, siempre o casi siempre, un mecanismo de ruptura con lo real, que es un mecanismo típicamente psicótico.
Pueden darse mil ejemplos, unos anodinos (son los rasgos de carácter, sin más), otros dramáticos (son graves crisis psicóticas, puntuales, tras las que se restablece el curso psicológico «normal» del sujeto).
El primer ejemplo de esta clase nos viene de Demóstenes, y se remonta al año 341 a.C. (véase pág. 63); el orador hace un juicio severo sobre el pequeño Alejandro (que entonces tenía nueve años): «un niño pretencioso, que se las da de sabio y pretendía poder contar el número de olas del mar, cuando ni siquiera era capaz de contar hasta cinco sin equivocarse». En sí, esta observación no tiene una importancia capital, todo lo contrario; pero si Demóstenes ha sentido la necesidad de hacerla, en caliente, es que le pareció característica: aquel niño de nueve años que quiere contar las olas del mar rechaza, de entrada, que haya algo imposible, borra la realidad y sólo deja hablar a su deseo.
Segundo ejemplo, que se remonta a 344 a.C. (Alejandro tiene doce años): Bucéfalo; un tesalio presenta el caballo a Filipo, a quien trata de vendérselo muy caro; pero el animal parece repropio, se encabrita y nadie se atreve a montarlo... salvo Alejandro que, también en este caso, borra lo real (el peligro) y doma a la bestia.
Se dirá que todo esto es pura frivolidad y que no es necesario recurrir a una explicación psiquiátrica para dar cuenta de la impetuosidad o del desprecio del peligro en un joven por otra parte muy dotado. Lo admito. Pero cuando la impetuosidad se vuelve criminal, por ejemplo cuando en septiembre de 336 a.C, tras el asesinato de su padre, Alejandro ordena matar a los pretendientes potenciales a la corona de Macedonia, incluido un bebé de unos pocos meses, tenemos derecho a interrogarnos sobre una determinación tan fría en un joven de veinte años. Cierto que puede argüirse que la violencia individual era la norma en esa época, y que su padre Filipo había hecho lo mismo en 358 a.C; pero ¿qué decir de la violencia colectiva de que da prueba el joven Alejandro respecto a Tebas, a finales del verano del año 335 a.C, cuando arrasa la prestigiosa ciudad de Beocia y vende a sus ciudadanos en el mercado de esclavos? Semejante barbarie no figuraba en las costumbres de la época: es más el acto de un personaje desequilibrado (lo mismo que, más tarde, el incendio de Persépolis) que el de un conquistador avisado.
Después de la crisis tebana, Alejandro se convierte en un jefe de guerra «normal» y, desde abril de 334 a.C. (fecha de partida del gran ejército grecomacedonio en dirección a Asia) hasta julio de 330 a.C. (fecha de la muerte de Darío, en fuga después de haber sido vencido sucesivamente en Isos y en Gaugamela/Arbela), su conducta es perfectamente coherente. Se apodera de todas las satrapías del Imperio persa prácticamente sin lucha, no castiga a nadie, se gana a los señores vencidos, es considerado hijo adoptivo por la madre de Darío, se casa con una persa, y no vuelve a librar ninguna batalla (salvo en Sogdiana, donde tuvo que combatir una revuelta nacionalista): Alejandro se ha vuelto el conquistador respetuoso de los pueblos que domina.
En otros términos, Alejandro ha recogido la antorcha de la cruzada panhelénica que había entrevisto su padre y ha alcanzado su meta: Darío está muerto y, con él, el poderío persa. Dos vías, igual de coherentes, se ofrecen entonces a Alejandro: o bien oficializar esa derrota de los persas mediante una paz definitiva, como ya se había firmado en el pasado, o bien prolongarla integrando el Imperio persa en un Imperio macedonio, como desde luego habría hecho su padre, Filipo II, que tenía los pies en la tierra.
Pero Alejandro no escogió ninguna de estas dos soluciones. Mediante una curiosa turbación psíquica, se identifica con Darío y transforma su cruzada panhelénica en una especie de vendetta contra Beso, el impostor, el asesino grotesco del Gran Rey. Pierde súbitamente el sentido de las realidades políticas y, en lugar de explotar su victoria total, cae en un primer grado de incoherencia que lo lleva a partir de campaña a Afganistán (Bactriana-Sogdiana): esta conducta política aberrante, enmascarada por sus éxitos militares, marca el período de su vida que comprende de julio de 330 a diciembre de 328 a.C.
En la primavera de 327 a.C, segunda incoherencia: Alejandro parte a la conquista de «India» (es decir, del Pakistán actual). Cualquiera que sea el resultado, no le será de ninguna utilidad política: ¡ni siquiera ha comenzado a estructurar el Imperio persa que acaba de conquistar! Esta empresa no por ello deja de llenar —sin ninguna consecuencia positiva ni para el Imperio ex aqueménida ni para Macedonia— el período que va de la primavera de 327 a.C. a los reencuentros de Susa en febrero de 324 a.C. (un año de conquista, con una sola gran batalla, y una retirada de quince meses, en la que perece una buena parte del ejército de Alejandro).
A principios del año 324 a.C, tercer grado de incoherencia: Alejandro da rienda suelta a su delirio de unificación de las razas. Piensa realizarla en dos tiempos: primero, mediante lo que podríamos llamar una especie de mezcla genética ingenua, de la que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo; segundo, mediante la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que son los persas para los macedonios un estatuto militar análogo al suyo, lo cual se traducirá. .. en una sublevación de las tropas macedonias.
Esto por lo que se refiere a los signos reveladores del temperamento psicótico de Alejandro: cuando lo real no se conforma a sus pulsiones, no pacta, rompe con lo real y la ruptura es tanto más espectacular cuanto que las pulsiones son más potentes. Cada ruptura grave con la realidad va a engendrar una crisis: Tebas y los tebanos fueron las víctimas de la primera.
Resumamos. La epopeya de Alejandro duró ocho años, de abril de 334 a.C. al 31 de agosto de 326 a.C. Durante los cuatro primeros años de su conquista, los planes, la conducta y los comportamientos del personaje son sin duda los de un gran conquistador, lógico consigo mismo, metódico e impetuoso a la vez, que posee un sentido innato de la estrategia guerrera, es decir, de la organización y la utilización de sus fuerzas en función del espacio y el tiempo: no es el hombre de los golpes de mano afortunados o las batallas ganadas como se gana una apuesta, y no las emprende sino tras una larga preparación: Isos y Gaugamela lo demuestran, y lo menos que puede decirse es que tiene sentido de la guerra de movimiento. Su meta, aniquilar el poderío persa, se alcanza, progresiva y metódicamente, en el año 330 a.C, cuando alcanza a Darío que huye por los desiertos de Bactriana. Por otro lado, se muestra como un conquistador realista, generoso, y no modifica para nada el régimen administrativo de los Aqueménidas, convertidos ahora con frecuencia en autoridades locales. Para muchos persas, Alejandro aparece como lo que podría llamarse un conquistador civilizador y no un conquistador destructor.
A mediados del mes de julio de 330 a.C, el joven Conquistador sufre un choque psicológico considerable: tiene enfrente el cadáver todavía caliente de Darío, al que acaba de asesinar el sátrapa Beso, que a su vez ha huido. Los autores antiguos nos dicen que lloró estrechando la cabeza ensangrentada de Darío contra su pecho y murmurando: «Yo no quería esto.» La anécdota es bastante plausible: desde Isos, Alejandro había cobrado un gran cariño por la madre del Gran Rey, Sisigambis, que lo acompañaba en sus desplazamientos por el corazón del Imperio persa, y él se consideraba su hijo adoptivo. La muerte de Darío debió de ser sentida por el Conquistador no como la desaparición de un enemigo, sino como la pérdida de un hermano de armas y le conmovió profundamente.
En el lenguaje de la psicología moderna, una emoción de esta clase está considerada como un traumatismo inicial, que puede ser generador bien de una conducta neurótica, bien de una conducta psicótica. No obstante, una neurosis nunca nace de una vez, bruscamente, resulta de la acumulación inconsciente de afectos negativos, se instala progresivamente en el inconsciente del sujeto y se manifiesta de manera gradual. En cambio, la psicosis aparece brutalmente, en lo que en otro tiempo se llamaba una «crisis de locura», tras la que el psicotizado rompe con lo real. Es un poco lo que ocurrió cuando Alejandro tuvo el cadáver de Darío entre sus brazos.
El hombre era insaciable, cierto, como todos los conquistadores, que continuamente desean ir más lejos, y se ha hablado con razón de su sed (pothos en griego) de conquistas, de grandezas y saberes, etc.; mientras que en un sediento de poder como César, por ejemplo, ese pothos queda templado por una justa apreciación de las realidades, en Alejandro se ve alimentado en cambio por su pérdida del sentido de lo real. Va a tomarse por un Aqueménida, a vestirse al modo persa, a obligar a griegos y macedonios que le rodean a prosternarse ante él a la manera oriental (rito de la proskynesis) y a convencerse de que está predestinado a ser el amo del mundo.
Desde luego, Alejandro no es un psicotizado: no es un esquizofrénico ni un paranoico, en el sentido clínico del término, pero podemos hablar respecto a él de un temperamento psicoide. Percibe lo real como lo desea y no como es, y se encierra en su sueño como el esquizofrénico se abstrae de la realidad. De modo que, cuando fracasa, atribuye su fracaso a los «malvados», y los «traidores» que le rodean... y no vacila en ejecutarlos (ejemplos: Filotas, Parmenión, la conjura de los pajes) o a matarlos él mismo (como a su amigo Clito) en una crisis de locura furiosa.
En nuestra opinión, después de haber liberado el Asia Menor de la presencia persa (muy bien soportada, por otro lado, por las gentes de Mileto, de Sardes y de otros lugares, pero amenazadora para la Grecia continental), después de haber tomado —sin combates— Babilonia, Susa, Persépolis y Ecbatana, y de haberse apoderado del fabuloso tesoro persa, y una vez comprobada la muerte de Darío, Alejandro no tenía ninguna razón válida, ni estratégica, ni política, ni económica, para llevar la guerra más allá de los límites de Persia, es decir, a Afganistán y Pakistán: los pueblos de estas comarcas no eran una amenaza para Persia, que ahora era suya, ni menos todavía una amenaza para la Macedonia y para la Grecia de las ciudades. Lo único que podía ocurrir es que lo perdiera todo, incluso la vida, en esta aventura. No obstante, había perdido el sentido de lo real y su temperamento psicoide prevaleció sobre el del hombre de acción razonable.
Y por esta razón su conquista fue efímera y Alejandro no dejó nada tras de sí, tanto en Egipto como en Asia, salvo la estela de cometa de su paso y algunas decenas de aldeas que llevan su nombre y que, de hecho, no vieron la luz sino después de su muerte (Alejandría de Egipto no se convirtió en la perla del Mediterráneo hasta el reinado de los Lágidas).
En este Oriente que de forma tan magistral había conquistado y del que soñaba con ser el amo, Alejandro no construyó nada (ni rutas, ni canales, ni puertos, ni ciudades), tampoco destruyó nada, salvo Persépolis, y no introdujo nada, ni la lengua, ni la cultura, ni las instituciones griegas. Sin embargo, abrió al helenismo las puertas de Asia y Egipto, que hasta su fulgurante anábasis guardaban los ejércitos de los Grandes Reyes, y por esas puertas invisibles sus sucesores —los diadocos, y en particular los Lágidas en Egipto y los Seléucidas en Persia— introdujeron en Oriente el helenismo y lo que se llama la civilización helenística, de la que los romanos, y tras ellos los árabes, serán los herederos. Pero esto es otra historia.




Caratini Roger: Alejandro Magno XVII El reencuentro de Susa (10º y 11° años de guerra en Oriente: 324-323 a.C.)

Fin del periplo de Nearco, que llega a Susa por el golfo Pérsico y el río Pasitigris (finales de enero de 324). — Alejandro en Susa: al pasar por Persépolis, descubre que la tumba de Ciro el Grande ha sido profanada (febrero de 324). — Bodas de Susa: 10.000 macedonios desposan a 10.000 muchachas persas (febrero de 324). — Muerte en la hoguera del gimnosofista Galano (finales de febrero de 324). — El proyecto unificador de Alejandro. — La sedición de Opis (primavera de 324). — Alejandro en Ecbatana: muerte de Hefestión (verano de 324). — Expedición de Alejandro contra los coseos (invierno de 324).

Todas las fuerzas grecomacedonias, o al menos lo que de ellas quedaba después de aquella agotadora retirada que había durado dieciséis meses, estaban reunidas ahora entre Ormuz (Bender Abas) y el campamento de Alejandro. Había llegado para Alejandro el momento de reorganizar el vasto Imperio de los Aqueménidas que había hecho suyo, y reunir todas sus fuerzas y sus aliados en una de las cuatro capitales de aquel Imperio: Persépolis, Pasagarda, Ecbatana, Susa y Babilonia.
La primera ya no tenía palacio, el macedonio lo había incendiado seis años antes. La segunda era una capital de verano, que sólo disponía de un personal administrativo restringido, demasiado descentrada en relación a las satrapías orientales; lo mismo ocurría con Ecbatana. Babilonia era una ciudad legendaria, pero no persa: era la capital histórica de la Mesopotamia semita.
Quedaba Susa, la tradicional capital de invierno de los Aqueménidas, que ofrecía además la ventaja de estar cerca de un afluente del Tigris (más exactamente, del Chatt el-Arab), el Pasitigris (el actual Karún), por lo que podía ser alcanzada por la flota macedonia una vez que ésta se adentrase en el golfo Pérsico; era, por tanto, el punto de encuentro ideal. Nearco llevaría allí sus navíos, como habían convenido el rey y su almirante, mientras que Hefestión y Cratera conducirían hasta allí sus unidades, incrementadas con el grueso del ejército que había vuelto de India con Nearco, por la ruta que bordeaba el litoral de la Carmania y de Persia. Finalmente Alejandro se dirigía hacia allí por la ruta del interior, lo que le permitiría hacer una gira de inspección en esas dos regiones.

1.    El regreso de los ejércitos a Susa

Después de que Alejandro le encargase oficialmente guiar la flota macedonia desde el estrecho a Susa, Nearco se reunió de inmediato con sus marineros en Bender Abas y, tras haber hecho sacrificios escrupulosamente a Poseidón y a las divinidades del mar, dio la orden de levar anclas en los primeros días de enero del año 324 a.C.
Ya tenemos a la larga procesión de las trirremes griegas atravesando el estrecho. Bordea primero la isla de Oaracta (nombre moderno: Qeshm), cubierta de viñas y palmeras. Nearco hace escala y es recibido por el gobernador persa de la isla, el iraní Macenes, que le ofrece sus servicios de piloto para guiarle, benévolamente, hasta Susa. Navegando de isla en isla, de bahía en bahía a lo largo de las costas de la Carmania, Nearco tiene ocasión de admirar la habilidad de los pescadores de perlas, el impresionante número de barcos y barcas que fondean en las ensenadas que bordean el golfo. La flota macedonia llega así a la desembocadura de un río decididamente más ancho y grande que los ríos y los torrentes que ha visto desde que ha salido de Ormuz. Macenes le informa de que se trata del Orcatis (el actual Mand), que marca la frontera entre la Carmania y Persia.
Son ahora las costas de Persia, luego las de Susiana, las que bordean los navíos de Nearco; a finales del mes de enero da a sus marinos la orden tan esperada de lanzar el ancla en la desembocadura del Eufrates, cerca de una aldea de Babilonia llamada Diridotis, término de las caravanas procedentes de Arabia del Sur (la Arabia Feliz) y mercado célebre de incienso, mirra y perfumes arábigos. Su guía le informa de que están a unos 700 kilómetros de Babilonia.
En Diridotis dos mercaderes llegados de Persia para comprar incienso y perfumes anuncian a Nearco que Alejandro se ha puesto en ruta para Susa. El almirante, que ya estaba en el Eufrates, da media vuelva, desciende de nuevo por el Chatt el-Arab y toma el curso del Pasitigris (Karún), que remonta en dirección a esa ciudad; ahora tiene Susiana a babor y las aguas del golfo Pérsico (en la región de Aba-dán) a estribor y atraviesa una comarca habitada y próspera (lo es todavía más en nuestros días, con la diferencia de que no son campos de trigo y vergeles los que la cubren, sino instalaciones petrolíferas).
 Después de recorrer una treintena de kilómetros por el Pasitigris, Nearco echa el ancla, hace sacrificios a los dioses salvadores y protectores de los navegantes, organiza juegos atléticos y festejos de todo tipo: sus tripulaciones y los pocos soldados que transporta saborean los placeres del crucero. Pero no hay tiempo que perder: Alejandro llega de Carmania y Nearco tiene que estar en el Pasitigris para recibirle; por otro lado, a la altura de la ciudad moderna de Ahvaz (Awvaz para los atlas británicos) se ha lanzado sobre el río un puente de barcas, a fin de permitir al ejército real pasarlo.
Es ahí donde los dos cuerpos expedicionarios, el marítimo y el terrestre, se unen, a finales del mes de enero del año 324 a.C. Alejandro ofrece sacrificios a los dioses para darle las gracias por haberle devuelto sus navíos y sus hombres, organiza juegos para los soldados que lo aclaman por rey, a sus generales y a su almirante, y el geógrafo que dormitaba triunfa: con su hazaña, Nearco acababa de demostrar que era posible un enlace marítimo entre Mesopotamia e India, bañadas por el mismo océano. Es más, había sabido por los mercaderes de mirra e incienso encontrados en Diridotis, que existía un golfo análogo al golfo Pérsico al otro lado de la península Arábiga, que llevaba a Egipto. Así pues, el Asia india y las tierras que sin duda la prolongaban hacia el este, Persia, Mesopotamia y Asia Menor, que a su vez la prolongaba hacia el Mediterráneo, y también Egipto estaban unidos por un solo y mismo mar. Evohé! Evohé! ¡Bien valía todo esto una bacanal! Y a Arriano le parece todo ello merecedor de mención, citando a su vez el diario de a bordo de Nearco:
“El golfo que profundiza a lo largo de Egipto a partir del océano [Índico] hace evidente la posibilidad de navegar desde Babilonia hasta dicho golfo, que se extiende hasta el mismo Egipto.”
ARRIANO, La India, VIII, 43, 2.

Mientras Nearco navegaba así por el océano Índico y el golfo Pérsico, Hefestión, cumpliendo las órdenes de Alejandro, ganaba Persia por el litoral de Carmania, llevando consigo, en una caravana enorme, la mayor parte del ejército macedonio, los animales de carga y los elefantes. El trayecto se realizó sin problemas, ya que en in-vierno las costas persas son soleadas y no carecen de víveres ni agua.
Por su parte, Alejandro, con la caballería de los Compañeros, una columna de infantería ligera y una parte de sus arqueros, había salido de su campamento en Carmania y se dirigía hacia Persia por el interior. Llegado a la frontera que separaba las dos satrapías, se informa sobre la conducta de los administradores y los altos funcionarios que había dejado en Persia antes de partir hacia India: llueven las recompensas y las sanciones.
El compañero Estasanor, gobernador de las satrapías de Aria y Drangiana, que le recibe ofreciéndole un gran rebaño de camellos para reemplazar los animales perdidos en el Makkran durante su travesía del Beluchistán, es autorizado a tomar su retiro y volver a Macedonia por sus buenos y leales servicios. Los dos jóvenes que han formado el rebaño —y que son los hijos del sátrapa de Partia, Fratafernes— son nombrados miembros del cuerpo de élite de los Compañeros. Peucestas, el portador del escudo de Alejandro en el combate contra los malios, es elevado a la dignidad de guardia de corps personal y nombrado luego sátrapa de Persia. En cuanto a las sanciones, son despiadadas e inmediatas: los tres generales que mandaban como segundos, bajo Parmenión en Ecbatana, acusados de diversas exacciones, son condenados a muerte y ejecutados; Abulites, sátrapa de Susiana, acusado de negligencia en el avituallamiento de los ejércitos, es colgado en Susa, con su hijo, como lo será poco tiempo después en Pasagarda un tal Orxines, que se ha nombrado a sí mismo sátrapa de Persia a la muerte de su predecesor.
En la ruta de Susa, Alejandro se detiene en Pasargada, la capital histórica de los Aqueménidas. Tiene la intención de organizar ahí una gran manifestación que podría denominarse «monarquía legitimista». En efecto, el sátrapa de Media le había informado del arresto de un medo, llamado Bariaxes, que se había autoproclamado rey de los medos y los persas; el personaje fue llevado ante el rey, que lo mandó ejecutar junto con sus partidarios; era una forma de advertir a todo pretendiente eventual que la tiara del Gran Rey sólo le correspondía a él, Alejandro, el rey de Macedonia y el heredero de Darío. Luego se dirige a la tumba de Ciro el Grande, en Pasagarda, a fin de recogerse ante ella.
Aquella tumba de piedra, de forma cúbica, estaba instalada en el corazón de un bosque sagrado, en el parque real de Pasargada; se entraba por una estrecha abertura practicada encima del monumento. En el interior de la cámara mortuoria se había colocado un sarcófago de oro, conteniendo el cuerpo del gran Ciro y, junto al sarcófago, una cama con patas de oro, sobre la que estaban puestos el guardarropa de Ciro y sus joyas. La tumba llevaba una inscripción en viejo persa que decía: «Mortal, yo soy Ciro, fundador del Imperio persa y dueño de Asia: reconoce que merezco este monumento.»
Alejandro penetra en la cámara funeraria: encuentra la tumba vacía de todo su contenido, a excepción del sarcófago, que los profanadores no habían podido llevarse. Profundamente turbado, el rey ordena arreglar de nuevo la tumba, luego manda detener a los guardianes de la sepultura y los somete a tortura, para que revelen los nombres de los criminales. Pero no hablan. Alejandro comprende que son inocentes en este asunto y ordena dejarlos en libertad.
No abandona la capital de Darío sin hacer una peregrinación a las ruinas de Persépolis que había incendiado, proeza de la que se sentía muy poco orgulloso, nos dice Arriano. Fue en Persépolis donde condenó e hizo ejecutar al usurpador Orxines, del que hemos hablado antes. Peucestas fue investido de sus funciones de sátrapa en Persépolis, y se apresuró a ponerse el traje largo de los medos y adoptar la lengua persa. Según Arriano, fue el único macedonio, junto con Alejandro, que adoptó esos usos.
Alejandro también tuvo que resolver el caso de Hárpalo, su gran tesorero. Este macedonio era un amigo de infancia de Alejandro: durante la disputa entre este último y su padre, había formado parte de los allegados de Alejandro que fueron enviados al exilio por Filipo II, al mismo tiempo que otros jóvenes que luego destacaron, como Nearco o Ptolomeo, hijo de Lago. Alejandro le había nombrado su tesorero general al dejar Fenicia camino de Mesopotamia. Luego el comportamiento de Hárpalo se volvió turbio. Responsable de la caja militar del macedonio, en Megarde desaparece en 333 a.C, pero Alejandro le perdonó, no se sabe por qué motivos; cuando el macedonio parte hacia Oriente, Hárpalo le sigue, siempre como tesorero. Tras la toma de Babilonia, se instala en esa ciudad principescamente, se rodea de las prostitutas más famosas de Atenas y roba a manos llenas el tesoro que le había sido confiado.

Al regreso de Alejandro, Hárpalo, dominado por el pánico, deja Babilonia por Tarso y, en la primavera del año 324 a.C, se refugia entre los atenienses, llevándose 50.000 talentos de oro y 6.000 mercenarios que había embarcado en 300 navíos. Por más que hizo Alejandro, por más que dirigió demandas conminatorias de extradición a los atenienses, Hárpalo se las arregló para pasar entre las mallas de la red: Atenas era venal, y el hombre había conseguido atraerse la simpatía de las gentes del Ática mediante la distribución gratuita de trigo (a costa de Alejandro), y la de los oradores más influyentes gracias a suntuosos regalos.
Mientras tanto, Alejandro se acercaba a Susa y, a medida que avanzaba a través de Susiana, maduraba otros planes —por no decir otros delirios.

2.    Las bodas de Susa

Alejandro fue el primero en entrar en Susa, en febrero de 324 a.C. Le siguió poco después Hefestión y las trirremes de Nearco fueron a echar el ancla, unas tras otras, en las riberas del Pasitigris. Una vez reunidas las tropas y después de tomarse unos días de descanso, se dispusieron a hacer su entrada solemne en la ciudad. De todos los rincones del Imperio, los sátrapas, los gobernadores militares, los altos funcionarios, convocados por el rey, llegaban con sus escoltas más o menos abigarradas. Los extranjeros de las provincias más alejadas, de Europa o de Asia, habían sido invitados a las solemnidades que se preparaban en la capital aqueménida. A todos les parecía que el mundo iba a cambiar.
Porque el Alejandro vencedor, realizando una retirada que le había sido impuesta por sus propios soldados victoriosos, tenía más proyectos todavía que el Alejandro conquistador que había devorado todo a su paso, desde Anfípolis a las orillas del Hífasis. Pero ya no soñaba con nuevos territorios, sino con un nuevo orden universal de las cosas. ¿Por qué, se preguntaba, hacer una distinción entre griegos y macedonios por un lado, persas y el resto de los bárbaros por otro? ¿No son todos bípedos razonables idénticos, como enseña Aristóteles? ¿Por qué no fundir todas las razas en una sola? Y, para empezar, ¿por qué no hacer la fusión de grecomacedonios y persas?
 Quizá un episodio de sus guerras indias le había inspirado una idea, loca para un heleno: cuando las tribus de los malios, los oxídracos y los acteos, enemigos entre sí desde hacía lustros, habían decidido unirse contra el peligro común que Alejandro constituía frente a ellos, y habían sellado su unión dando cada tribu a la otra 10.000 jóvenes para casarse. ¿Por qué no hacer lo mismo con los macedonios y los persas? Entonces se realizaría la unión entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa. Ya no habría macedonios vencedores y persas o asiáticos vencidos: ya no habría, por siempre, más que un solo pueblo.
El asunto se puso en práctica sin rodeos, pero desde luego había sido preparado por adelantado. Por desgracia ninguna fuente menciona esos preparativos y únicamente podemos describir sus resultados: las Bodas de Susa, acontecimiento que tuvo lugar en Susa tras la entrada solemne de las tropas macedonias, a finales de enero o principios de febrero del año 324 a.C, que vieron, en un mismo día, a 10.000 soldados macedonios desposar a 10.000 muchachas peras.
Estas bodas habían sido ideadas por el rey como una fiesta que superase, por su lujo y amplitud, a todas las que hasta entonces se habían celebrado y el rey mismo debía dar ejemplo casándose con dos persas al mismo tiempo: Esta tira, la hija mayor de Darío, y Parisátide, la hermana más joven de ésta, sin por ello repudiar a Barsine, su primera esposa, madre de su hijo Heracles, ni a Roxana, su segunda esposa. Debe observarse a este respecto que cuatro mujeres para un hombre que tenía fama de ser continente en materia de amores femeninos, y que parece no haber tenido más que una pasión amorosa (homosexual) en su vida, la que sentía por Hefestión, tal vez sea mucho, pero es el rey, debe dar ejemplo y desposar no es lo mismo, como se decía vulgarmente antaño, que «consumar».
Además, había invitado —por no decir ordenado— a sus allegados que hiciesen como él. Su amante Hefestión hubo de desposar a otra hija de Darío (por lo tanto hermana de Estatira), llamada Dripetis; el general Crátero desposó a una sobrina de Darío, que se llamaba Amastrines; Seleuco, uno de sus mejores lugartenientes, que fue vencedor en Isos, futuro fundador de la dinastía (macedonia) de los seléucidas (que reinó en Persia hasta el año 164 a.C.) desposó a la hija de un alto funcionario de Bactriana, Ptolomeo hijo de Lago y Eumenes desposaron a unas hijas del general persa Artábazo, al que Alejandro había hecho sátrapa de Bactriana, y así sucesivamente. En total, según las fuentes, de este modo se unieron a jóvenes persas siete amigos de Alejandro, una docena de generales y ochenta Compañeros. La ceremonia fue celebrada al modo persa por el chambelán del rey (Cares de Mitilene).
Para la ocasión se había montado una enorme tienda real cuadrada de 800 metros de lado, con un dosel de brocado de oro que se apoyaba, tensado, sobre cincuenta columnas de plata o de corladura, incrustadas de piedras preciosas. Sus paredes eran tapices ricamente bordados, colgados de molduras de oro y plata, representando escenas de la mitología griega o de la Ilíada. En el centro de la tienda se había preparado una mesa: a un lado había cien divanes de pies de plata reservados a los esposos; el de Alejandro estaba en el centro, algo más elevado que los demás y cargado de pedrerías; en el otro lado estaban los lugares destinados a los invitados del rey (eran 9.000). Alrededor de esa mesa central habían dispuesto mesas más pequeñas, para los extranjeros notables. Por último, habían arreglado lujosamente 92 cámaras nupciales en el fondo de la tienda. Los 10.000 oficiales y soldados macedonios y sus 10.000 desposadas persas estaban repartidos por tiendas montadas por todas partes dentro de la ciudad e incluso fuera de las murallas.
De repente, en la tienda real suenan las trompetas. Anuncian el inicio de la fiesta nupcial y los 9.000 invitados reales, entre los que Alejandro ha mandado distribuir 9.000 copas de oro, ocupan su sitio bajo la tienda. Segundo toque de trompetas: anuncia que el rey ofrece libaciones a los dioses en una copa de oro, y todos los invitados hacen otro tanto. Tercer toque: entrada de las prometidas persas, veladas según la costumbre oriental (observación: el velo nunca fue una invención musulmana); las jóvenes se dirigen, lenta y graciosamente, hacia los esposos que les están destinados. Cuando todas las parejas están formadas y sentadas en sus respectivos divanes, Alejandro se inclina hacia Estatira e imprime en sus labios el beso nupcial; cada uno de los prometidos hace lo mismo y empieza el festín.
Como todos los festines macedonios, termina bien entrada la noche y las parejas se dirigen entonces hacia la cámara nupcial que les está reservada. Al día siguiente las fiestas vuelven a empezar, y así durante cinco días. Cada pareja recibe de Alejandro una dote y un regalo de bodas: se entrega a los generales y los soldados 20.000 talentos de oro. Todas las ciudades y las provincias del Imperio aqueménida, todas las ciudades griegas y macedonias, así como los reinos aliados enviaron presentes, sobre todo coronas de oro por un valor global de 15.000 talentos.
También hubo juegos, concursos y espectáculos. Todos los tañedores de arpa de Occidente y Oriente, rapsodas, malabaristas, acróbatas, danzarines de cuerda, escuderos, comediantes, trágicos y bailarines diversos hicieron, durante varios días, la alegría de las multitudes. Al final de esos juegos los heraldos anunciaron que el rey asumía todas las deudas de sus soldados y sus oficiales y que cada militar sólo tenía que declarar su monto al tesorero pagador del ejército; al principio, temiendo que les reprochasen su prodigalidad, y sobre todo que comunicasen su nombre a Alejandro, los deudores no se presentaron en gran número. Entonces se les hizo saber que no tenían más que presentarse, y que las facturas serían pagadas sin que los tesoreros se interesasen por los nombres de los deudores: de este modo se pagaron 20.000 talentos.
Las bodas de Susa se vieron enlutadas por un drama, cuyo héroe fue un asceta indio llamado Cálano, que había renunciado —no se sabe por qué— a su vida de asceta —de gimnosofista como decían los griegos, porque estos sabios vivían desnudos en sus rudimentarias ermitas— para seguir a Alejandro hasta Susa.
Los macedonios habían encontrado a este sabio en Taxila, en la primavera del año 326 a.C. cuando discutía con otros ascetas, al aire libre, en el claro de un bosque. Al ver pasar a Alejandro y a su ejército, en lugar de huir por miedo, o de acudir a él por curiosidad, los ascetas se habían limitado a golpear el suelo con sus pies. Intrigado, el rey les había preguntado por medio de un intérprete qué significaban aquellos golpes, y ellos le habían respondido (según Arriano, op. cit., VII, 1-2): «Rey Alejandro, la única tierra que todo hombre tiene es la parcela en la que está instalado, y tú no te distingues en nada del resto de los hombres; locamente agitado y orgulloso, te has alejado de la tierra de tus padres, has recorrido la tierra entera creándote mil problemas y provocándoselos a los demás. Y sin embargo, pronto estarás muerto y no poseerás más tierra que la que se necesita para inhumar tus despojos. Te fatigas, como tantos hombres, y nosotros, los sabios, somos felices sin fatigarnos.»
En ese momento, a Alejandro le pareció buena la respuesta, de la misma forma que había admirado las palabras de Diógenes, en Corinto, en octubre de 336 a.C, y, aunque eso no le impidiese hacer todo lo contrario de lo que le había parecido bien, había formulado el deseo de que se le uniese uno de aquellos gimnosofistas cuya indiferencia al dolor y a los acontecimientos exteriores respetaba e incluso envidiaba. Tras lo cual, el mayor en edad de aquellos sabios, Dandamis, que era el gurú de su comunidad, le respondió: «Te dices hijo de Zeus porque pretendes poseerlo todo. También yo soy hijo de Zeus, porque poseo todo lo que quiero y no deseo nada que tú estés en condiciones de darme. Mi tierra india me basta, con los frutos que produce, y cuando muera, me veré libre de este compañero indeseable que es mi cuerpo.»
Alejandro se inclinó, porque había reconocido en Dandamis a un hombre verdaderamente libre. Pero uno de los ascetas, llamado Cálano, aceptó, cosa que no sorprendió a sus compañeros que consideraban que Cálano no tenía ningún dominio de sí mismo. Así pues, Cálano siguió a Alejandro, pero era viejo y estaba débil, sobre todo porque no había cambiado nada de su forma ascética de vivir. Llegado a Susa, y al perder sus fuerzas, se negó a seguir alimentándose y dijo a Alejandro que había elegido morir rápidamente, porque no quería que sus sufrimientos físicos pervirtiesen su alma: «A los indios —le dijo a Alejandro que pretendía que sintiese gusto por la vida—, nada les resulta más indigno que dejar que la enfermedad o el sufrimiento del cuerpo atormenten la serenidad del alma.» Añadió que su religión le ordenaba inmolarse mediante el fuego en una pira.
Viendo que nada conseguiría cambiar la disposición de ánimo de Cálano, Alejandro dio la orden a su guardia personal, Ptolomeo hijo de Lago, de encargarse de levantarle una pira. Organizó una procesión, con jinetes e infantes con copas de oro y de plata, y Cálano fue transportado sobre unas parihuelas, coronado de flores mientras cantaba en lengua india himnos en honor de sus dioses. Se tumbó luego sobre la pira con gran dignidad, ante las miradas de todo el ejército (Arriano dixit). Alejandro se retiró, porque consideraba poco apropiado asistir a una muerte como aquélla; prendieron fuego a la pira y toda la concurrencia se maravilló al constatar la indiferencia con que Cálano sufrió la acción de las llamas, sin que una sola parte de su cuerpo se moviese. Por orden de Alejandro, las trompetas resonaron, todo el ejército lanzó su grito de guerra y el gimnosofista fue acompañado en la muerte que había elegido por el barritar de los elefantes.
Cuando se sigue la evolución cronológica de los hechos de Alejandro, se comprueba que su motivación resulta cada vez menos coherente. Pese a todo, esa coherencia puede estudiarse en varios niveles.
De abril de 334 a.C. (partida de Anfípolis) a julio de 330 a.C. (muerte de Darío), todo es coherente. Alejandro retoma la antorcha de la cruzada panhelénica iniciada por su padre y esa cruzada alcanza su meta: Darío ha muerto y, con él, el poderío persa. Entonces se vuelven posibles dos caminos igual de coherentes: o bien oficializar esa derrota de los persas mediante una especie de paz de Calías  más definitiva y severa en sus detalles que la primera, o bien prolongarla haciendo del Imperio persa un Imperio macedonio (como dos siglos y medio más tarde lo harán Sila con Mitrídates y Pompeyo con el «reino» de los piratas mediterráneos, y como lo habría hecho desde luego su padre, Filipo II, que tenía los pies en la tierra).
Pero Alejandro no eligió ninguna de estas dos soluciones. Por un curioso vaivén psíquico, se identifica con los Aqueménidas y transforma su cruzada panhelénica en una especie de vendetta cuya víctima apuntada es Beso, un personaje ridículo que, si tal vez amenaza con ponerse la tiara del Gran Rey, no tiene ninguna posibilidad de controlar ese poder, ni siquiera frente a la aristocracia persa. Alejandro pierde entonces el sentido de las realidades políticas y en lugar de explotar su victoria sobre los Aqueménidas cae en un primer grado de incoherencia, que le conduce a llevar la guerra a Afganistán (a Bactriana-Sogdiana): la incoherencia de su comportamiento político, enmascarado por sus éxitos militares, marca el período de su vida que va de julio de 330 a diciembre de 328 a.C.
Seis meses más tarde, segunda incoherencia: Alejandro se lanza a la conquista de «India» (es decir, del actual Pakistán). Sea cual fuere la salida, no tendrá ninguna utilidad política para Alejandro, que no ha comenzado siquiera a estructurar el Imperio persa que acaba de hacer suyo. Ya hemos dicho lo que había que pensar de semejante conquista: no por eso dejó de llevar —sin ninguna consecuencia positiva para el Imperio ex aqueménida ni para Macedonia— el período que va desde enero de 327 a.C. a las bodas de Susa en enero-febrero de 324 a.C.
A principios del año 324 a.C, tercer grado de incoherencia: Alejandro se lanza a su delirio de unificación de razas. Piensa realizarlo en dos tiempos: en primer lugar, procediendo ante todo a una especie de mezcla genética ingenua, de la que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo, y que es la antítesis de la eugenesia nazi; en este plano, no veo por qué no habría que aplaudirle, pero cuesta ver la eficacia, incluso la utilidad de esa operación; en segundo lugar, al tomar luego la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que son los persas para los macedonios, un estatuto militar análogo al suyo, lo cual se traducirá por la leva de escudos de Opis.
Lo que había de fundamentalmente coherente en el comportamiento de Filipo II de Macedonia era pretender hacer de la multiplicidad brillante y móvil de las ciudades griegas un Estado unificado en condiciones de enfrentarse a la amenaza que constituye el Imperio persa para la Hélade. Pero desde Isos y Gaugamela esa amenaza no existe; y sin embargo, sigue viva en Alejandro la ideología de la unificación (sin que sepamos exactamente por qué: por otra parte, es más una filosofía que una ideología política, y tal vez sea producto de las lecciones que en el pasado había recibido de Aristóteles).
Esa ideología va a convertirse en actualidad a partir del momento en que se vea obligado a estructurar su ejército, instrumento capital y único del poder macedonio. Ahora bien: el Imperio aqueménida era vasto, y el pasado reciente —la rebelión a orillas del Hífasis— le había demostrado que no podía contar exclusivamente con las fuerzas grecomacedonias. ¿Por qué no crear entonces un ejército multinacional, en el que las diferentes nacionalidades del Imperio —tanto los bactrianos como los medos, los hircanios, los partos y el resto— se encontrarían en pie de igualdad con los macedonios? En tiempos de la guerra en Afganistán ya había reclutado jóvenes de todas las satrapías del Imperio; ¿por qué no continuar, y adoptar una política que dotase a ese ejército de un patriotismo nuevo, que no fuese ni únicamente griego ni únicamente persa?
Alejandro se había visto impulsado hacia esa reforma por otra consideración. La campaña de las Indias y la retirada a través de la Gedrosia habían diezmado su gran ejército; sus efectivos habían menguado hasta 25.000 hombres en el mejor de los casos, y la mitad estaba alistada desde hacía diez años y no tenía más que un único deseo: volver a su país y gozar del botín conquistado. Pero Alejandro madura nuevos proyectos: contornear la península Arábiga, llegar a Egipto por el mar Rojo y, por qué no, dar una vuelta entre los fenicios de África: el mundo está al alcance de la mano, ¿por qué no cogerlo? ¿Y las colonias griegas del Mediterráneo occidental, en Sicilia y el sur de Italia? Para esas conquistas precisa un ejército seguro, resistente a la fatiga, dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo. Y ¿qué pasaría en caso de revolución en Macedonia? Por eso Alejandro incorpora sin duda en marzo del año 324 a.C. a 30.000 jóvenes persas en el ejército macedonio.
Lo que precipitó las cosas fue un incidente que habría podido ser fatal. En la primavera de 324 a.C. (en abril o en mayo), Alejandro, que está en Susa, envía a Hefestión con el grueso de la infantería macedonia a las riberas del Tigris, en un lugar llamado Opis (a ochenta kilómetros al norte de la moderna Bagdad). Él embarca en la flota de Nearco y baja por el río Euleo (el Kerja moderno) hasta el golfo Pérsico para explorar la desembocadura del Eufrates; luego remonta el Tigris hasta el Opis.
Ahí se une a su infantería, que ha levantado un campamento a orillas del río. Las tropas refunfuñan: están hartas de caminar y hacer trabajos de excavación. Además, circulan ciertos rumores: el rey estaría pensando en sustituirlas por reclutas persas (los epígonos, cosa que los veja profundamente). En resumen, la atmósfera presagia tormenta. Llega Alejandro. Se convoca la asamblea de soldados y se reúne en la llanura de los alrededores, para escuchar la arenga de su jefe.
Éste sube a la tribuna y les anuncia lo que califica de «buena nueva»: envía a sus hogares a todos los que la edad o alguna lisiadura vuelve ineptos para el servicio activo, con una indemnización sustanciosa que ha de convertirlos en objeto de envidia de quienes se habían quedado en sus casas, e incitará a los macedonios de Macedonia a ir a servir a Asia. Contrariamente a lo que Alejandro esperaba, su discurso es muy mal recibido por los soldados. Tienen la impresión de ser enviados de vuelta porque los desprecia y quiere sustituirlos por los jóvenes persas que ha reclutado. También su patriotismo se siente herido: Alejandro va vestido de persa, con una larga blusa blanca y pertrechos a la moda persa. En lugar de manifestar su alegría por ser liberados pronto, le gritan su rencor y su cólera. Pretenden que Alejandro trata de desembarazarse de sus veteranos, que sólo quiere mandar un ejército de bárbaros y que por eso ha reclutado a 30.000 epígonos.
«Bueno —dicen los soldados—, dado como están las cosas, que nos licencie a todos y, puesto que es hijo de Zeus, que salga de campaña con su padre. Y que vaya a conquistar el mundo con sus lindos asiáticos.»
Ante estas palabras, Alejandro explota. Ordena a sus guardias detener a los dirigentes del motín, a los que señala con el dedo. Son trece: los manda ejecutar de inmediato. Los demás, aterrorizados, se callan, y Alejandro les lanza un discurso del mismo tipo que había pronunciado en el Hifasis. Les recuerda, en términos muy sentidos, en qué los han convertido su padre y él: «No erais más que unos pastores miserables que se vestían con pieles de bestias. Filipo os dio clámides, hizo de vosotros hombres de ciudad, convirtió los esclavos que erais en amos y ahora los tracios y los tesalios, ante los que temblabais, se han convertido en súbditos vuestros. De acuerdo, no os retengo. ¿Queréis marcharos todos? Pues marchaos. Y cuando estéis en el país, decid que a este Alejandro, el que ha vencido a los persas, los medos, los bactrianos, los sogdianos, el que ha sometido a los uxios, los aracosios y los gedrosios, el que ha franqueado el Indo y el Hidaspes, que a ese Alejandro, rey vuestro, lo habéis abandonado dejándolo bajo la protección de los bárbaros. Y entonces veréis si los hombres celebran vuestra gloria y los dioses vuestra piedad. Vamos, marchaos.»
Salta entonces Alejandro de la tribuna y se encierra durante tres días en su tienda. Luego convoca a la élite de los persas, reparte entre ellos el mando de las unidades, crea unidades de infantería y caballería de Compañeros persas, una guardia real persa.
Fuera, los macedonios se manifiestan, luego, cuando se enteran de los honores distribuidos entre los persas, suplican a Alejandro que los reciba. El rey condesciende a ello, y escucha al más veterano de sus soldados, que le dice:
—Oh, rey, lo que nos sorprende es que te hayas dado persas por parientes, y que esos persas tienen derecho en calidad de ese parentesco a abrazarte, mientras que ese honor nos es negado a nosotros.
Alejandro, emocionado, le interrumpe:
—Pero si todos vosotros sois mis parientes —le dice—, y a partir de ahora os llamaré así.
Lágrimas, abrazos, vítores. El jefe se ha reconciliado con sus hombres y les ofrece un banquete de 9.000 cubiertos (según Arriano).
Los días siguientes, los macedonios demasiado mayores o heridos, o que tenían cargas familiares se liberan de sus obligaciones militares. Fueron pagados sus sueldos a unos 10.000 hombres: Alejandro dio a cada uno un talento e invitó a los que habían tenido hijos con mujeres asiáticas a quedarse en Persia, para no provocar en Macedo-nia conflictos entre niños macedonios y niños extranjeros. Les prometió que mandaría educarlos al estilo macedonio y llevarlos él mismo a sus padres cuando se hubiesen convertido en hombres. En fin, como prueba de su amor por sus soldados, les dio a Cratera como general, para que los acompañase en su vuelta a Pela. Este último también tuvo a su cargo la función de regente cuando llegase a Macedonia, mientras que el actual regente, Antípater, llevaría a Asia los 10.000 reclutas macedonios, para reemplazar a los que se iban. Lo que los historiadores antiguos llamaron «la sedición de Opis» concluía con un vasto relevo: la anábasis de Alejandro en Asia estaba lejos de haberse acabado.
Alejandro parte de Opis hacia Ecbatana, capital de Media, llevando consigo el ejército de Hefestión; va a pasar ahí el final del verano y el otoño del año 324 a.C.
Circulaba entonces un oscuro rumor, de orígenes inciertos en cuanto a la elección del regente Antípater como acompañante del nuevo contingente macedonio: Alejandro se habría dejado convencer más o menos por las palabras calumniosas que difundía su madre, Olimpia, sobre presuntas intenciones malévolas del regente, y deseaba alejar momentáneamente a Antípater de Pela. No para comunicarle de viva voz su caída en desgracia, o para sofocar un golpe de Estado en su origen, sino para evitar que el conflicto entre Olimpia y Antípater degenerase hasta un punto en que ya no tuviese remedio: su madre le escribía que Antípater estaba lleno de orgullo y ambición, y por su parte el regente le escribía que no podía seguir soportando las maquinaciones de Olimpia. Arriano refiere una observación desatenta sobre ésta: «Tu madre te habrá reclamado un alquiler muy exorbitante por haberte alquilado su vientre durante nueve meses», habría escrito entonces.
Los tejemanejes de Olimpia no perturbaron demasiado los pensamientos de Alejandro. Quizá habló del tema con sus allegados en la ruta que llevaba de Susa a Ecbatana, durante un viaje del que no sabemos gran cosa (salvo que el sátrapa de Media, el general Atropates, según ciertas fuentes muy poco fiables, le habría hecho el regalo de cien mujeres, de las que decía que pertenecían a la legendaria raza de las amazonas, las guerreras de seno desnudo de las orillas del mar Negro; Arriano hace a este propósito una observación sutil: «Pienso —escribe—, que si Atrópates presentó realmente a Alejandro mujeres que combatían a caballo, se trataba de mujeres bárbaras ejercitadas en la equitación y con la vestimenta tradicional de las amazonas»).
En Ecbatana, Alejandro ofreció a los dioses los sacrificios que la costumbre imponía, dio juegos atléticos y, sobre todo, organizó fiestas todas las noches con sus Compañeros, sin escatimar en materia de bebidas. Tal vez estos excesos provocaron la muerte, una noche de octubre de 324 a.C, del ser que más quería en el mundo después de su madre: Hefestión, su hermano de armas, su amante, su doble, el confidente de sus pensamientos y deseos. Tras una crisis durante una juerga, fue llevado a su lecho con toda urgencia, y al séptimo día murió de enfermedad. ¿De qué murió? Lo ignoramos; algunos autores hablan de una crisis etílica, pero este diagnóstico no es compatible con los siete días de enfermedad que refieren todas las fuentes.
Alejandro presidía un concurso atlético cuando fueron a comunicarle que Hefestión estaba muy mal. El rey corre inmediatamente a su cabecera, pero no recoge siquiera su último suspiro: Hefestión ya ha muerto. El dolor de Alejandro es inmenso. Se dice que durante tres días permaneció tumbado sobre el cuerpo sin vida de su amante, sollozando, como Aquiles llorando sobre Patroclo. Se niega a alimentarse y a dormir, y las tradiciones cuenta que habría mandado crucificar incluso al médico Glaucias por haber dejado a Hefestión seguir bebiendo cuando lo veía ebrio.
Cuando su dolor se atenuó, Alejandro ordenó elevar en Babilonia para su amigo un monumento colosal destinado a recibir su pira y su tumba, y ordenó un luto público en toda la extensión del Imperio que debía durar hasta el día siguiente de los funerales. El cuerpo fue trasportado con gran pompa a Babilonia, escoltado por una hiparquía (una división) de Compañeros, mandada por Perdicas, y se envió una embajada a los sacerdotes del templo de Zeus-Amón, en Siwah, en Egipto, para preguntarles si convenía otorgar al difunto funerales divinos. La respuesta del oráculo debía llegar a Susa seis meses más tarde, fecha en que tuvieron lugar los funerales oficiales: los sacerdotes de Amón respondieron que no debía ser tratado como dios, sino como héroe, es decir, como semidiós. El cuerpo de Hefestión, embalsamado, fue conservado probablemente en un sarcófago hasta el día de su incineración.
Luego hubo ceremonias en todas las ciudades regias. En Susa inmolaron 10.000 víctimas a los dioses tutelares y Alejandro mandó organizar juegos atléticos y culturales que reunieron a 3.000 participantes. También ordenó que se erigiesen templos magníficos en honor de Hefestión en Alejandría de Egipto y en la isla de Faro, y que en la isla de Rodas se levantase un monumento colosal idéntico a la tumba de Babilonia (proyecto que nunca vio la luz).
A finales de 324 a.C. o principios del año siguiente, Alejandro consigue dominar su dolor gracias, nos dice Arriano, al cariño con que le rodeaban los Compañeros. Abandona Ecbatana para ir a Babilonia, tanto para recogerse sobre la tumba de Hefestión como para poner en marcha otros proyectos. Aprovecha este viaje para dar una amplia vuelta por las montañas del actual Luristán a fin de imponer su ley a los coseos, pueblo montañés insumiso, vecino de los uxios a los que había combatido en el pasado. Estos coseos vivían en ciudades fortificadas en las montañas, entre Susiana y Media; su especialidad era el bandidaje y el pillaje, y ninguna fuerza armada había conseguido frenarlos. Cuando una brigada oficial llegaba a los lugares de sus fechorías, dejaban sus pueblos y se refugiaban en las cimas de las montañas vecinas, impidiendo así a las tropas regulares alcanzarlos para proceder a los ataques: una vez que esas tropas se marchaban, volvían a empezar con sus golpes de mano. Alejandro, ayudado por Ptolomeo hijo de Lago, consiguió acabar con ellos durante el invierno de 324-323 a.C, a pesar del frío y la nieve que cubría la región. Consiguió que se asentasen en sus aldeas y los convirtió en agricultores pacíficos, aunque feroces y muy apegados a sus tierras. Una vez concluidas estas operaciones de policía, Alejandro tomó la ruta a Babilonia y, en la primavera del año 323 a.C, llegaba a las orillas del Eufrates.

Podemos estimar que Alejandro llegó a la vista de Babilonia a principios del mes de marzo de 323 a.C. Tanto los autores antiguos como los eruditos modernos coinciden en la fecha de su muerte, que tuvo lugar el 13 de junio del año 323 a.C. Arriano —que nos describe minuciosamente las siete u ocho últimas semanas de la vida del Conquistador (op. cit., VIII, 15-28), que pasó en Babilonia y en sus alrededores (sobre todo en las riberas del Eufrates)— relata una veintena de acontecimientos que se produjeron durante ese período, incluidas su enfermedad y su muerte, que resumimos aquí en el orden en que él los presenta.