1
Algunos exponentes de las clases
elevadas, dotados de la necesaria preparación para la política, disertaban en
la asamblea, pero preferían hacer sentir su voz crítica a través del teatro, de
la escena. Llegaban así a un público mucho más amplio, comparado con el
endémico absentismo asambleario, y corrían menos riesgos (más allá, claro, del
riesgo de no conseguir el premio).
Tucídides atestigua que, cuando,
en 411 a . C.,
los «oligarcas» —por fin salidos a la palestra y activos en las asambleas,
aterrorizados por una serie de misteriosos asesinatos políticos— intentaban
imponer la propuesta de reducir la ciudadanía a sólo cinco mil personas, el
argumento utilizado era que, en democracia, incluso cuando la asamblea se
llenaba no se alcanzaba nunca la cifra de cinco mil participantes.[223]
Frente a los (discutidos) treinta mil espectadores (incluyendo extranjeros)
presentes en las Dionisias de 416, de las que habla Platón en El banquete, la participación ciudadana
en la actividad asamblearia parece, en todo caso, mucho menos importante, y
decididamente escasa. No será, por tanto, una casualidad que exponentes
notorios por su activa participación en dos gobiernos oligarcas —en 411 y en
404/3— sean también conocidos como autores de tragedias: Antifontes, Critias y
Teógnides.[224] Un testigo de primer orden, Tucídides, muy cercano
al ambiente del que nació la conjura y la toma del poder en 411, ha trazado un perfil
de Antifonte centrado precisamente en su decisión de no afrontar el «régimen
democrático» en la asamblea, sino de esperar el momento propicio para golpear,
y de explotar mientras tanto en otras sedes su extraordinaria capacidad.
El retrato de Antifonte compuesto
por Tucídides va rápidamente al corazón del asunto: «quien había organizado
toda la trama», revela Tucídides, «de modo que alcanzara este resultado, y
quien se había cuidado de ello más que
nadie era Antifonte».[225] Y prosigue: «un hombre que por su
capacidad no era inferior a ninguno de los atenienses de su época y sí el mejor
dotado para pensar y expresar sus ideas»; pero —añade— «voluntariamente no
tomaba la palabra ante la asamblea popular ni en ningún otro debate, ya que
resultaba sospechoso a las masas por su fama de habilidad oratoria; sin
embargo, para quienes intervenían en los debates ante los tribunales o en la
asamblea, no tenía igual a la hora de prestar ayuda a quien le pedía consejo»
(evidentemente, siempre que perteneciera a su círculo).
El entusiasmo de Tucídides por el
«auténtico ideólogo y artífice» del golpe de Estado oligárquico no tiene
reservas. Llega a elogiar de la manera más decidida y admirativa incluso el
discurso en defensa propia que Antifonte pronunció cuando fue procesado, una
vez caído el efímero régimen. Es un acto de coraje —se podría decir— el
insertar este elogio en la propia obra histórica. Pero resulta obvio que
Tucídides no escribe para ser leído en la plaza. «Y luego», escribe, «cuando se
vino abajo el régimen de los Cuatrocientos y éstos fueron perseguidos por el
pueblo, fue él, acusado precisamente de haber contribuido a la instauración de
aquel régimen, quien realizó, a mi modo de ver, la mejor defensa frente a una
petición de pena capital que jamás se haya hecho hasta nuestros días.»[226]
Este hombre, ajeno a la rutina
asamblearia y sin embargo dispuesto —después de haberse involucrado en la
revolución— a pagar en persona, escribía y ponía en escena tragedias; además de
ser —como sabemos por Jenofonte—[227] un allegado poco afable de
Sócrates. Es verdad que «Antifonte» era nombre bastante frecuente en Atenas,[228]
y no pocos son los defensores de la diferenciación entre el autor de tragedias,
el sofista y el promotor de la revolución oligárquica de 411. Contra la
identificación del autor de tragedias y los otros dos (los cuales, en todo
caso, son necesariamente la misma persona) existe una dificultad: una
tradición, conocida ya por Aristóteles, coloca al autor de tragedias, ya viejo,
en Sicilia, en la corte del tirano Dionisio (que estuvo en el poder hasta 405 a . C.), y atribuye
su muerte precisamente al tirano. Esto sería, obviamente, incompatible con la
muerte de Antifonte anterior a 411, como consecuencia de la condena por alta
traición.[229] Pero quizá es el traslado a Sicilia lo que resulta
anecdótico —calcado de ilustres precedentes—, así como las florituras de las
ocurrencias y versiones contrastantes en torno a la presunta muerte por orden del tirano, precedida
por una colaboración artística con el mismo. No es oportuno adentrarse en ese
terreno, resbaladizo por la falta de datos. Hasta el surgimiento de una
explícita indicación contraria (si aparecen nuevos documentos) lo razonable es
considerar que Antifonte ateniense, del demo de Ramnunte, fue no sólo el hombre
del que Tucídides describe con admiración la trayectoria política y la valerosa
muerte, sino también el hombre que ha dejado una profunda huella como defensor
extremo, en el tratado Sobre la verdad,
de las implicaciones de la antítesis sofística entre la «naturaleza» y la
«ley»,[230] además del autor de tragedias de quien se conservan
fragmentos aislados y algunos títulos.
Es inevitable relacionar con el
sofista un fragmento constituido por un único trímetro yámbico, de un drama no
precisado, que nos ha llegado a través de Aristóteles, en la primera página de
los Problemas de mecánica: «allí
donde la naturaleza es más fuerte que nosotros, nosotros conseguimos prevalecer
gracias a la técnica» (847a).[231] Es interesante tener en cuenta el
contexto entero del breve tratado. Aristóteles tenía la ventaja respecto de
nosotros de disponer de la tragedia completa: «No debe olvidarse que la
naturaleza produce a veces efectos que contrastan con nuestros utensilios: eso
depende del hecho de que la naturaleza procede siempre del mismo modo lineal,
mientras el utensilio es multiforme y puede asumir aspectos diversos. Cuando es
necesario realizar algo que vaya más allá de los límites puestos por la
naturaleza, aparecen dificultades y es necesario recurrir a una técnica. Por
eso llamamos mechané [que significa,
al mismo tiempo, “experimento”, “estratagema”, “aparato”] al elemento que nos
ayuda cuando debemos enfrentarnos con tales aporías. Las cosas, en suma, están
exactamente como las expresa Antifonte el poeta cuando dice allí donde la naturaleza es más fuerte que
nosotros, nosotros conseguimos dominarla gracias a la técnica [téchne].»
Hay en estas palabras, entre
otras cosas, una inversión de lo que Pericles sostiene en el célebre epitafio
que Tucídides le hace pronunciar, allí donde Pericles exalta la bravura natural
de los atenienses, quienes, a pesar de carecer del severo y largo
adiestramiento característicos de los espartanos, hacen (en todos los ámbitos,
incluida la guerra) más y mejor que los espartanos. Por otra parte, es
evidente, también en este caso, que el epitafio aparece como lo que Tucídides
quiere que sea (y que debía ser en la realidad): una retórica celebratoria «de
Estado» que llegaba hasta el punto, en su impulso demagógico, de desafiar el
sentido común.
2
Los ejemplos que Aristóteles
aduce después, para ilustrar mejor el pensamiento contenido en el trímetro de
Antifonte, ayudan a comprender y acaso nos restituyen algo del contexto en el
que el autor injertaba esa sentencia. La mechané
(es decir la téchne) —prosigue
Aristóteles«permite al más pequeño vencer al más grande y a los objetos que
comportan una pequeña oscilación mover grandes pesos». (Ejemplo: el peso menor
desplaza a otro muy superior a condición de que se pueda usar una barra,
μοχλός, cada vez más larga).
Ahora bien, Antifonte hizo con la
téchne, en 411, aquello que a
cualquiera (incluido Tucídides) le parecía una empresa imposible: quitar de las manos a los atenienses la democracia
después de casi un siglo de práctica ininterrumpida de tal régimen político,
particularmente caro al demo (es decir a la «mayoría», al más fuerte).[232]
El Antifonte que exalta, en ese trímetro, la téchne y sus prodigios contra la superioridad de la naturaleza, está por tanto en plena
sintonía con el Antifonte tucidídeo, quien «preparándose desde mucho tiempo
antes»[233] consiguió hacer aquello que a cualquiera le hubiera
parecido imposible, y que la ciencia política moderna ha definido como «fuerza
incontestable de la minoría organizada».[234]
En todo esto se puede reconocer
una confirmación de la unicidad de
los presuntos tres Antifonte: el político, el pensador y el orador/autor de
tragedias. Por desgracia sabemos demasiado poco de su producción como autor de
tragedias, y en verdad de los tres títulos conocidos, Andrómaca, Jasón y Meleagro,
no se conoce otra cosa que, como mucho, su trama. Pero, en cuanto a Andrómaca, es una vez más Aristóteles
quien acude en nuestra ayuda. En la Ética
eudemia aporta una información precisa: dice que en la Andrómaca de Antifonte la protagonista está dedicada a la ὑποβολή [235]
o tal vez con la dedicación al recién nacido de otra madre. En la Ética nicomaquea Aristóteles vuelve
sobre el mismo fenómeno para demostrar su tesis (el amor consiste en el amar
más que en el ser amado): y de nuevo aduce el ejemplo de las madres que confían
a sus bebés a otras mujeres para que los alimenten, pero siguen queriéndolos a
pesar de no ser amadas ni reconocidas por ellos.[236] Sin duda tiene
en mente los mismos comportamientos y acaso el mismo drama al que hace
referencia explícita en la otra Ética.
Sin demasiado éxito se han intentado diversas reconstrucciones de la Andrómaca de Antifonte.[237]
No debe olvidarse, por otra parte, que Eurípides puso en escena su propia Andrómaca y que en ese drama se rozaba
el mismo asunto. Allí Hermíone, esposa de Neoptólemo, agrede a Andrómaca,
esclava predilecta de Neoptólemo al que incluso ha dado hijos; y Andrómaca
reacciona evocando haber amado y amamantado en otros tiempos, cuando era reina
y no esclava, a los «pequeños bastardos» nacidos de las extemporáneas uniones
de Héctor con otras mujeres, «cuando Cipris le hacía cometer alguna falta» (vv.
222-225). Por el gesto de Aristóteles podemos pensar que en la Andrómaca de Antifonte se ponía en
escena una situación análoga.
Condición del esclavo —que tiene
clara memoria de sí cuando era libre—, no inferioridad del bárbaro, condición
femenina, aporías de la monogamia: eran temas que herían en profundidad las
certezas éticas y sociales de la ciudad, del «ateniense medio» buen demócrata.
Antifonte se expresa sobre el tema del carácter ficticio de la distinción
griego-bárbaro (es decir libre-esclavo) con fuerza en el tratado Sobre la verdad: «La verdad del sofista Antifonte», escribe
Wilamowitz en su gran libro póstumo La fe
de los griegos, «disolvía todo vínculo entre el derecho y la moral (de la
costumbre) por cuanto extraía las consecuencias más radicales, extremas, del
contraste entre lo que es justo según la
naturaleza y lo que es justo según la
convención (la ley).»[238]
«No somos más bárbaros que los bárbaros» —escribe Antifonte en ese fragmento,
que un papiro nos ha restituido— porque hayamos puesto un abismo «entre griegos
y bárbaros» allí donde por naturaleza
somos iguales, «respiramos todos por la nariz y todos tomamos la comida con las
manos».[239]
3
«Es sorprendente», comenta
Wilamowitz, «que alguien que escribe de esta manera no haya sido molestado ni
haya tenido que escapar de la ciudad». La inquietud es legítima, pero puede
encontrar respuesta precisamente en la hipótesis de un único Antifonte. Quien
habla de ese modo, de hecho, no es necesariamente un campeón de la igualdad
entre los hombres, algo así como un «legionario» de la mentalidad abolicionista
afirmada en la Norteamérica de Jefferson o en la Francia de Robespierre;[240]
sería un gran error anacrónico interpretar de este modo esas líneas. Aunque el
contexto que se ha conservado es muy escaso, basta para hacer evidente que nos
encontramos frente al exitoso ejercicio sofístico consistente en poner trabas a
las certezas consolidadas de la ciudad que se considera democrática; y la
palanca para sacudir esas certezas es siempre el descubrimiento de la alteridad
entre ley y naturaleza. Un argumento engañoso como el de la identidad física («natural») de los
hombres puede convertirse en destructivo respecto de los privilegios del demo
(del poder en nombre de la igualdad: igualdad dudosa en una ciudad llena de
esclavos) y es además una excelente premisa para valorar otras formas políticas
de jerarquía, como aquella —basada en la competencia—[241] que los
oligarcas inteligentes y aguerridos reivindicaban y propugnaban. Intentarán
llevarlo a cabo al menos en dos ocasiones hacia finales del siglo V: en
411 bajo el liderazgo de Antifonte, y en 404 con la guía de Critias.
Es sorprendente el modo en que
los modernos estudiosos se inclinan a creer que Antifonte renegara de sí mismo
y de sus propias ideas en el proceso que le costó la vida (y tomen por buena la
llamada Apología),[242]
pero no están dispuestos a comprender que pudiera desafiar al demo y a sus más
o menos interesados defensores, llevando a su extremo las consecuencias —en el
plano filosófico— de la noción de igualdad.
La reflexión acerca de las
diversas formas posibles de jerarquía política «justa», acerca de los criterios
de idoneidad que deberían estar en la base de una sana jerarquía, acerca de las
formas no «aritméticas» sino «geométricas» de justicia ἴσον, que significa, a
la vez, «justicia» e «igualdad») se concilia perfectamente con el
desmantelamiento del abismo que la democracia ateniense —a partir de Solón—
interpuso entre el hombre libre y el esclavo. El poder de todos los de condición libre es el blanco: porque esos todos no están seleccionados con el
criterio de la idoneidad y gozan del beneficio derivado del estatus de
ciudadanos de pleno iure, por la sola
razón de encontrarse en la parte buena (es decir, por no haber caído en el
campo de aquellos —los esclavos— que la ciudad democrática relega al ámbito de
los no humanos). Es así como el fragmento aparentemente simplista de la Verdad de Antifonte, lejos de ser un
«Manifiesto» ante litteram, se une a
las premisas políticas y filosóficas de aquellos que en la ciudad democrática
apuntan el defecto desde la raíz y no aceptan el compromiso con el «pueblo
soberano», que consiente a los notables «guiar» y «ser guiados» por la masa
incompetente (para usar la imagen que tanto gusta a Tucídides en el retrato de
Pericles).
No debe escapársenos, sin
embargo, el hecho de que esta crítica a la raíz del igualitarismo privilegiado del demo, sobre el que se basa la ciudad
democrática, no es exclusiva de algunos —y Antifontes y Critias están sin duda
entre ellos—, sino que es el corazón del socratismo. Toda la capacidad de
molestar de Sócrates, ininterrumpida e incansable, filósofo en plein air, en palabras de Madame de Staël, verdadero y benéfico
«tábano» de la ciudad como él mismo se define en la Apología (30e), gira en torno a la pregunta neurálgica sobre la idoneidad del político y de las masas
que toman las decisiones políticas. No es una pregunta fácil de exorcizar. No
se explicaría ese áspero monumento a la insensatez del modelo democrático
ateniense que es el libro VIII de la República
de Platón sin esas premisas sobre la identidad biológica de los hombres, que
sin embargo no basta para hacer de ellos «animales políticos». Si «animal
político» por naturaleza es, en cambio, el hombre según Aristóteles, el punto
débil de su razonamiento (aparentemente más abierto hacia la ciudad
democrática, quizá por el hecho de no haber sido él mismo ateniense) es la
necesidad, teorizada por él, de relegar a la masa de los esclavos al plano de
los no-hombres, de las máquinas hablantes.
Por otra parte, Sócrates y
Antifonte aparecen en recíproca rivalidad, por ejemplo, en el singular coloquio
referido por Jenofonte en los Memorables,
pero tienen en común la reserva prejudicial frente al igualitarismo privilegiado de la ciudad democrática. Critias es un
asiduo al círculo de Sócrates y no valen los modestos razonamientos de
Jenofonte para cuestionar este dato. Platón, sobrino de Critias, además de
intérprete principal del socratismo, declara él mismo, al principio de la Carta séptima, haberse adherido
inicialmente al gobierno de los Treinta, encabezado por parientes suyos como
Critias, o Cármides, uno de los «Diez del Pireo», a quien el mismo Sócrates
había impulsado a la carrera política. Tampoco será suficiente el hecho de que
Sócrates, demasiado independiente para aceptar sin reservas la dureza del
régimen de Critias, hubiera chocado con su discípulo ahora en el poder sobre
una férrea oligarquía de los pretendidos «mejores»: será igualmente condenado a
muerte por la ciudad democrática, que confusamente percibía (y no se
equivocaba) que la crítica socrática había sido uno de los factores disolutos
respecto de la «mentalidad democrática» periódica y demagógicamente alimentada
por la oratoria de los epitafios, manipuladora de la verdad.
4
También Critias recurrió al
teatro: escribió y puso en escena tragedias y dramas satíricos. En su caso,
como en el de Antifonte, es fácil imaginar (sería posible demostrarlo de modo
puntual) que practicó esa actividad cuando todavía se encontraba alejado,
deliberadamente alejado, de la política. También en su caso el teatro fue el
recurso, un recurso importante y eficaz, habida cuenta de la renuncia a llevar
sus propios y radicales puntos de vista a la asamblea popular o,
alternativamente, a practicar el compromiso, usual para los señores que aceptan
encabezar el «sistema».
El descubrimiento más importante
acerca del Critias autor de tragedias se debe al joven Wilamowitz; es decir, a
un estudioso que, además de ser el insuperado intérprete de la civilización
griega en su desarrollo completo, tuvo una aguda sensibilidad para la
ininterrumpida, y con frecuencia mal vista, tradición de «reservas» respecto de
la democracia. Wilamowitz, muy joven, había definido, por otra parte, como aureus libellus a la Athenaion Politeia atribuible a Critias.[243]
En esa misma y juvenil Analecta euripidea
(1875) hizo la observación decisiva: algunas tragedias habían circulado ya con
el nombre de Eurípides como autor, ya con el nombre de Critias.[244]
¿Por qué? Muchos años después, en la Introducción
a la tragedia, expuso la explicación más probable: Eurípides había puesto
en escena una tetralogía de Critias, como gesto amistoso
(«Freundschaftsdienst») hacia él. Comentaba este detalle —que debemos
esencialmente al hecho de que el mismo e importante monólogo del drama satírico
Sísifo es atribuido a Critias por
Sexto Empírico y a Eurípides por Aecio— con una pertinente, aunque rápida,
observación: «Esto abre ulteriores perspectivas sobre los círculos con los que
Eurípides estaba familiarizado». Después precisa: «Pero también es posible que
las didascalias hayan conservado el nombre de Critias y la damnatio caída sobre el recuerdo del “tirano” haya determinado,
junto a las dudas relativas al estilo y a los pensamientos expresados en
aquellos dramas, el error de la generación siguiente [de atribuir el conjunto a
Eurípides].» Concluye entonces que Critias fue una figura «a tal punto
significativa» que se ha llegado a creer «que hubo una amistad entre ambos».[245]
El fragmento más largo proviene
de Sísifo, drama satírico que, según
las hipótesis formuladas por Wilamowitz, concluía una tetralogía cuyos primeros
tres dramas eran Tennes, Radamanto y Pirítoo. En cuanto a Pirítoo, merece atención al menos un
fragmento (22 Diels-Kranz), en el que un personaje ataca sin tapujos la figura
del político profesional (rhetor)
dominador de las asambleas: «un carácter noble»,[246] así se expresa
este personaje, «es cosa más segura que la ley, porque a la ley cualquier
político la rompe en pedazos y le da vueltas en todas las direcciones con su
labia, mientras que a un carácter no lo podrá nunca abatir». Si se piensa en el
duro juicio y en la condena sin paliativos que constituye el corazón de la Athenaion Politeia («un político que
acepta trabajar en una ciudad regida por la democracia es sin duda un sinvergüenza
que tiene algo que esconder»)[247] la sintonía con el monólogo del Pirítoo no podría ser más clara.[248]
En Sísifo el ataque, que la
naturaleza jocosa del género satírico hace más abierto, se dirige contra la
religión, presentada como invención humana de lo sobrenatural con el objetivo
de la disciplina social.
Los dos pensadores a los que
debemos estos importantes 42 versos se muestran conscientes —el uno pensando
que se trata de Critias, el otro de Eurípides— del hecho de que, a pesar de la
ficción escénica en la que habla un personaje y no el autor, aquí es el autor
quien habla y manifiesta, como lo expresa Sexto Empírico, su «ateísmo». Aecio,
quien conocía esos versos como de Eurípides, es, si ello es posible, aún más
explícito: «Eurípides», escribe, «no quiso manifestarse, por miedo al Areópago,
y entonces dio a conocer su pensamiento de este modo: llevó a la escena a
Sísifo como autor de esta teoría y sostuvo
esa opinión». Puede parecer curioso este modo de expresarse, pero en
sustancia Aecio quiere con esas palabras subrayar que, en su opinión, este
texto reencontrado de Eurípides no bastaba para esconder que, precisamente, el
autor pretendía difundir esas ideas irreligiosas.[249] (Por la
acusación de «no creer en los dioses de la ciudad» Sócrates fue condenado a
muerte por la ciudad democrática).
Es pertinente interrogarse sobre
el sentido de estas opciones; por ejemplo, el propósito de desafío: desafiar la
moral común, mellar los pilares mentales del ciudadano medio.
Critias destacará en dos
ocasiones en la escena política: junto a su padre, Calescro, en la primera
oligarquía (411) y ya como líder, doctrinario y despiadado, de la segunda
oligarquía (404). No va a la asamblea a debatir o a enfrentarse a una masa por
la que no siente la menor estima, y a la que, en el opúsculo Sobre el sistema político ateniense,
describe con rasgos mordaces, sino que espera el momento oportuno para golpear,
como por otra parte sugiere varias veces en ese escrito.[250]
Mientras tanto, en la espera, echa mano también él de ese extraordinario
recurso, difícil de «normalizar» por completo, que es el teatro. Como
Antifonte, como Eurípides.
5
No puede relacionarse
directamente a Eurípides con las convulsiones políticas de la ciudad, pero su
aventura personal —dentro de los límites en la que la conocemos— confirma esa
cercanía a los ambientes en los que esas convulsiones tienen su origen. Los
datos que podemos asumir como ciertos y particularmente significativos son dos:
uno negativo y otro positivo. Al contrario que Sófocles, empeñado en ser
nombrado estratego y en asumir cargos de gran peso (estrategia, helenotamia),
Eurípides se abstuvo rigurosamente de toda actividad política. Como en el caso
de Antifonte, es importante aquello que no
ha hecho. El gesto que al final realiza, irse de Atenas después de 408,[251]
es revelador de su sistemática desafección de la vida pública: se marcha cuando
es restaurada la democracia, con el regreso de Trasilo y de la flota de Samos y
con el fin del régimen «moderado» (terameniano) de los «Cinco Mil». Si a ello
se añade la buena relación con Critias y el hecho de haber sido blanco
sistemático, no menos que Sócrates, de la comedia —un buen indicador de las
pulsiones del «ateniense medio»— el retrato se aclara. Así se comprende tanto
su obstinación por poner en cuestión los pilares ético-políticosociales de la
ciudad democrática como su fracaso sistemático frente al público. No es casual
que la última de sus cinco victorias, póstuma, haya sido obtenida en la
espectral Atenas gobernada por los Treinta, en 404/403.[252]
Algún sentido debe tener el hecho
de que los dos críticos de la ciudad más perseguidos, Sócrates y Eurípides,
hayan terminado el uno ajusticiado por delitos ideológicos y el otro
autoexiliado en Macedonia y decidido a no volver nunca. Ambos podían ser
considerados y definidos como amigos de Critias; ambos, con medios distintos, y
en todo caso considerándose extraños a los «lugares de la política», ejercieron
constantemente su crítica. La escena cómica denunciaba su vínculo recíproco:
Eurípides estaba «inspirado por Sócrates», según el cómico Teléclides.[253]
Habladurías: como aquella, conocida por Diógenes Laercio (IX, 54), según la
cual «en casa de Eurípides» Protágoras dio lectura a su tratado Sobre los dioses.
Con frecuencia se habla de cierta
levitas en este autoexilio de
Eurípides en Macedonia, en la corte de Arquelao; como si fuera obvio para un
hombre de casi ochenta años, en plena guerra, ponerse en camino para alcanzar
la remota capital macedonia e iniciar allí una nueva vida. Como si sólo en el
umbral de los ochenta años Eurípides hubiera cobrado conciencia de que el
público no le ofrecía el premio, teniendo a sus espaldas una carrera comenzada
casi cincuenta años antes[254] y que abarca más de setenta (o quizá
noventa) dramas casi sistemáticamente derrotados. Surge en cambio como
razonable explicación de una opción tan drástica y extrema el cambio político
radical que tuvo lugar en Atenas el año anterior. El hecho de que Tucídides se
acercase a Arquelao de Macedonia por los mismos años,[255]
superviviente también él de la experiencia de 411[256] y del rápido
deterioro del «gobierno de los Cinco Mil» que él había juzgado óptimo,[257]
confirma que los intelectuales cuya relación con la «democracia realizada»[258]
era ya insostenible prefirieron el exilio cuando la democracia volvió a los
dominios de los hombres de Trasilo.
El argumento aducido por la
biografía euripídea (Γένος Εὐριπίδου) es interesante por cuanto saca a la luz
los ataques continuos de los cómicos, que habrían inducido a Eurípides a la
decisión de romper con el mundo ateniense. Es evidente que se trata de una
deducción de los literatos y gramáticos alejandrinos o de escuela
erudita-peripatética, los cuales han razonado en términos esquemáticos propios
de la biografía literaria, que es por lo general improvisada: ¡un literato sólo
puede actuar por razones «literarias»! (Quizá pensaban, aquellos gramáticos, en
las luchas y rivalidades del mundo literario-erudito alejandrino.)[259]
Obviamente resulta poco creíble la figura de un Eurípides que toma una decisión
existencial tan importante como reacción a un fenómeno que duraba desde hacía
décadas (ya en los Los acarnienses,
de 425, Eurípides es uno de los blancos). Por tanto, debe tratarse de otra
cosa, aunque no puede excluirse que los cómicos se hicieran intérpretes de
imputaciones e insinuaciones relativas a Eurípides en relación con los acontecimientos dramáticos de 411-409. No debe
olvidarse que Sófocles, a pesar de su armónica relación con el público, formó
parte del peculiar colectivo de los próbulos (que ya en Lisístrata, escrita mientras se estaba incubando el golpe de
Estado, hacen su aparición en escena),[260] y más tarde fue acusado
de haber favorecido el ataque por sorpresa oligárquico y la toma del poder por
parte de Antifonte, Frínico y compañía.[261]
Si la crisis de 411/409,
característica de la época según el criterio de Tucídides, tuvo efectos en la
vida de Sófocles, y en su tranquilidad personal, en el momento de la
restauración democrática es razonable suponer que para Eurípides, amigo de
algunos de los responsables del episodio, el clima se hubiera vuelto
directamente irrespirable. A lo que quizá contribuyeron los ataques de los
cómicos, tan mezquinos como efectivos. De allí la decisión grave, extrema, de
autoexiliarse y de abandonarlo todo: el teatro, las relaciones humanas, etc.
También aquí la tradición
biográfica deja entrever algo, con todos los riesgos que conocemos inherentes a
la improvisada fabricación de la biografía antigua (relativa a los autores
activos antes de Alejandría). El hecho de relacionar a Tucídides y Eurípides, y
también a Agatón, durante la estancia en la corte de Arquelao en Pella,[262]
y además de atribuir a Tucídides el epigrama fúnebre para Eurípides[263]
puede —más allá de la técnica combinatoria siempre al acecho— tener un núcleo
de verdad: el autoexilio de los personajes en
conflicto con la democracia y ya irreconciliables con ella. Agatón mismo
—en cuyo honor tiene lugar el Banquete
platónico— es valorado desde el punto de vista de sus amistades políticas, si
no por otra cosa precisamente en razón de la escena del Banquete. Platón no crea la escena de sus diálogos de modo
meramente ficticio: la escena siempre tiene un sentido; con frecuencia
reivindica la memoria de los personajes que han sido blanco de ataques
diversos, condenados, reprimidos o
implicados (como Fedro) en «escándalos» que la ciudad había afrontado lanzando
acusaciones en todas direcciones.
6
Pero ¿cuáles eran entonces los
temas euripídeos capaces de generar una tradición tan contundentemente
malévola?
Una amplia reseña la hace, für ewig, la incisiva vena satírica de
Aristófanes en Las ranas, drama que agrede a un Eurípides ya muerto, una
prueba de implacable hostilidad. El hecho de que la familia, el papel de la
mujer, la inferioridad del esclavo, la fe en los dioses haya sido puesta en
tela de juicio por la dramaturgia euripídea es, para Aristófanes, una
convicción. Para él —lo proclama una célebre afirmación de Esquilo,
precisamente en Las ranas— el poeta
debe ser el educador de la ciudad. Ésa es la razón principal de la derrota de
Eurípides en ese memorable certamen que se desarrolla en los infiernos en
presencia —y con la participación activa— del dios del teatro. No debe
olvidarse que, al final, la prueba decisiva a la que Dionisio somete a los
contendientes es directamente política: les pide a ambos un «buen consejo» para
la ciudad. Esquilo resultará vencedor con un «buen consejo» que propone, de
forma aforística, la estrategia períclea de enrocarse dentro de los muros y
considerar las naves como único «recurso verdadero» (vv. 1463-1465); mientras
Eurípides —que pierde— formula una no demasiado sibilina propuesta tendente a
recurrir a los políticos «que ahora tenemos en el olvido» (vv. 1446-1448), es
decir, pide un cambio de personal político en favor «de aquellos a los que
habitualmente tenemos olvidados». No podría ser más clara la referencia a
aquellos que por lo general intervienen en las decisiones políticas. «Aquellos
a los que habitualmente tenemos olvidados» es una expresión que se comprende
mejor si se piensa en aquella división —a la que nos hemos referido— entre los
políticos que aceptan el sistema y, en constante compromiso con la asamblea, lo
«guían», y aquellos que, en cambio, se mantienen aparte (y que en 411 salieron
a la luz). Aristófanes es un coherente impulsor de una amnistía en favor de
aquellos que han sido «engañados por Frínico» (v. 689) y, precisamente,
considera la iniciativa de Frínico y de los otros jefes de la efímera
oligarquía un «engaño». Está a favor de la pacificación, no de la
rehabilitación política de esos «engañadores», que en cambio queda velada en la
respuesta de Eurípides.
No nos detendremos entonces en la
crítica euripídea a los pilares éticos y sociales (familia, esclavitud,
religión) en los que se basa la ciudad, pero examinaremos con cierta atención
un caso concreto de crítica política:
una discusión sobre el fundamento mismo de la democracia ateniense (y de la
democracia en general) que Eurípides introduce en el corazón de una de sus
tragedias, Las suplicantes (que puede
fecharse alrededor de 424 a . C.),
construida una vez más en torno a un mito bien conocido por el público, el de
la saga tebana y del destino de los siete sitiadores de Tebas, con su correspondiente
corolario de fratricidio.
La escena sucede en Eleusis: allí
se han reunido, en el altar de Deméter, las madres de los argivos caídos frente
a Tebas. Está con ellas el rey de Argos, Adraste; piden la ayuda de Atenas, y
del rey Teseo, para recuperar los cuerpos de los muertos. Teseo duda al
principio; después, persuadido por su madre, Etra, accede a la solicitud de
interferir directamente en la disputa. El episodio concluirá con una batalla
(del todo fantástica desde el punto de vista histórico) entre tebanos y
atenienses, en la que estos últimos consiguen la victoria y obtienen la
restitución de los cuerpos. Pero, inesperadamente, el desarrollo de la acción
contempla una suerte de «entremés»: un choque dialéctico entre un heraldo
tebano, llegado a Atenas, y Teseo, en
torno a la mejor forma de gobierno. Teseo exalta las virtudes de la
democracia, el heraldo denuncia sus defectos estructurales. La arbitrariedad de
este entremés no puede ocultarse, por añadidura en el seno de un drama que
amplifica libremente la saga tradicional creando a la vez una guerra
tebano-ateniense como presupuesto del fuerte acercamiento entre Argos y Atenas.
Se ha hablado —incluso por parte
de fuentes muy autorizadas— de dramas «patrióticos» de Eurípides:[264]
tales serían los tres dramas que tienen, con distinta relevancia, a Teseo como
protagonista, es decir Heracles,
Heráclidas y sobre todo Las
suplicantes. Es una visión holográficatradicional que no convence. Se debe
siempre partir de la premisa, a la que nos hemos referido en diversas
ocasiones, del carácter de por sí dúctil de la «política» sobre el escenario.
No se trata ni del mitin (como puede ser a veces la parábasis de una comedia,
con la correspondiente interrupción deliberada de la ficción escénica) ni de
abierta propaganda.[265] La fuerza de la política en la escena está precisamente en su ductilidad y en su
carácter problemático no sólo aparente sino efectivo: en ello radica su
eficacia. No podría ser de otro modo en un teatro tan directamente vinculado a
la vida pública y tan directamente «vigilado» por los voluntariosos magistrados
dedicados al funcionamiento de esa institución. Esa política suya es tan
dúctil, a pesar de su inmanencia al teatro de Atenas, que, transcurrido tanto
tiempo y cuando ya el contexto concreto histórico-político inevitablemente se
ha empañado y desvaído, los intérpretes se interrogan sobre diversas, y a veces
opuestas, lecturas de aquellos textos tan intencionada y fecundamente
«abiertos». El dato macroscópico es que, en cualquier caso, todos advertimos, a
pesar de la lejanía en el tiempo, que, con la mediación de la trama casi
siempre enraizada en el mito, aquellos dramaturgos no hacen otra cosa que hablar de política: en el sentido
elevado, de los valores y de sus efectivos fundamentos, no sólo de la inmediata
cotidianidad, que sin embargo se deja entrever en ocasiones.[266]
La saga sobre Teseo, y Las suplicantes en particular, hacen
posible un goce inmediatamente patriótico, pero también una toma de conciencia
de los problemas irresueltos, y capitales, de la política. El mito de Teseo se
ha convertido, desde finales del siglo VI a. C., en Atenas, en un
mito político: una figura necesaria para la retórica del epitafio, en cuanto
«primus inventor» de la democracia o, más cautelosamente, de la patrios politeia, es decir, del
denominado «orden heredado», presentado como característico de los atenienses.
Pero todo depende de la noción de patrios
politeia; incluso los oligarcas que interrumpieron durante un tiempo el
poder popular (en 411 y de nuevo en 404) pretenden volver a la auténtica patrios politeia. Poner en el centro de
la escena a Teseo es, por tanto, una operación hábil, a salvo de reacciones de
rechazo. Teseo, de hecho, ha entrado en el grupo de los lugares comunes de los
epitafios, es decir, en el repertorio de base de la educación cívica impartida
al demo por sus jefes, quienes saben que, en aquella circunstancia y en ese
género de oratoria, deben decir las cosas que el demo espera, desea y gusta, y
gracias a las cuales se consolida.
7
El Teseo de Las suplicantes habla mucho, y se expone mucho más de lo que su rol
icónico implica. Dejamos aparte, aquí, otro aspecto que también ayudaría a
comprender la habilidad de Eurípides en la recreación de este personaje que,
para algunos intérpretes modernos influidos por el clima de su tiempo, es
entendido siempre como «Führer»,[267] como «rey constitucional»,
como líder popular, etc.; cuando no directamente como contrafigura de Pericles,
en una Atenas en la que Pericles, de todas maneras, había desaparecido hacía
años. Del princeps in re publica
hablaremos en el capítulo siguiente.
Volvamos, entonces, al muy locuaz
Teseo-politólogo que Eurípides ha puesto en escena. Éste desarrolla una primera
intervención de teoría política en la primera parte del drama, cuando su
posición todavía es desfavorable a las peticiones de ayuda de Adrasto: en ese
momento Teseo se expresa con dureza contra los demagogos y más generalmente
contra los políticos egoístas («los mocetones que gozan de segar la gloria y
por eso aumentan las guerras sin consideración a la justicia»). Se lanza
entonces a una summa de carácter
sistemático: en la ciudad —explica hay tres clases sociales, los ricos, que
«desean tener cada vez más»; los pobres, que son peligrosos porque se entregan
a la envidia y no hacen otra cosa que tratar de perjudicar la riqueza de los
propietarios y son presa de los demagogos[268] πονηροί («jefes
malvados»), y los medianos («la facción mediana»), que es la única fuente de
posible salvación de la ciudad y de su «orden» (vv. 238-245).
En este parlamento Teseo maltrata
al demo, ávido y feroz perseguidor de la riqueza, y a los jefes políticos que,
al mismo tiempo, lo secundan y lo corrompen en una perversa relación de
complicidad. En la segunda parte del drama, en cambio, cuando Teseo cambia de
línea y decide intervenir en favor de Argos y enfrentarse a Tebas (regida por
Creonte, firme negador de la sepultura de los rebeldes), la música cambia. Se
produce el choque, del todo independiente del desarrollo dramatúrgico de la pièce, y Teseo, provocado por la
pregunta del heraldo tebano («¿quién es el τύραννος», que significa, en
sustancia, «¿quién manda aquí?»), reacciona impartiéndole una lección sobre la
perfecta democracia ateniense, que calca ad
verbum los pasajes más conocidos (y más inverosímiles) del epitafio
perícleo (vv. 399-510).
El primer y principal sobresalto
para el espectador viene del hecho de que se ponga en tela de juicio la legitimidad misma del sistema
democrático. Nada parecido sería concebible frente a la asamblea popular. Es
astuto hacer surgir el problema mediante un personaje que debía parecer
antipático a los espectadores, el heraldo tebano —por la agresividad y por ser
tebano—, pero el hecho principal que se produce en escena es que aquellos
argumentos pesados y tópicos de la crítica radical a la democracia (la
incompetencia del demo y la pésima calidad del personal político) «quedan sin réplica y sin impugnación».[269]
A la crítica radical y penetrante
del heraldo tebano, Teseo opone la imagen de la democracia como reino de la ley
escrita. Lo que Teseo dice es un conglomerado de los topoi de Otanes en el debate referido por Heródoto[270]
(nada es peor que el tirano y una descripción convencional de los crímenes
«tiránicos») y de la idealización períclea[271] de la praxis
democrática (en la asamblea puede hablar quien tenga algo para decir, en los
tribunales el rico y el pobre son iguales ante la ley). No debe ocultarse que,
en un drama cuyo objeto de disputa es la
sepultura de los muertos de guerra, Teseo aúna motivos de epitafio y el
heraldo los hace pedazos. Trayendo a colación, precisamente en un contexto como
ése, la cuestión de la escasa competencia del demo y de la mezquina bribonería
del personal político en democracia, Eurípides consigue que se diga, frente al
gran público y gracias al juego escénico, aquello que intelectuales disidentes
respecto del sistema vigente consiguen decir, a lo sumo, en sus círculos o
camarillas, o heterías.[272] Teseo, en su primera intervención de
réplica, entre otras cosas escenifica la situación asamblearia: «Ésta es la
libertad: ¿Quién quiere dar cualquier
consejo útil a la ciudad?» (vv. 436437). Es la versión casi teatral del
«¿quién pide la palabra?» de la praxis asamblearia, mezclada con la frase
períclea-tucidídea del epitafio «si tiene
algo bueno para la ciudad la escasa notoriedad no es un impedimento».[273]
No se descarta que Pericles
hubiese dicho en verdad palabras por el estilo algunos años antes (429 a . C.).[274]
Otra vaga reminiscencia períclea se puede percibir inmediatamente después en el
parlamento de Teseo en el que se habla de la juventud segada «como las flores
de un campo en primavera».[275] Es como si Eurípides se hubiera
empleado en hacer hablar a Teseo a través de un collage de epitafios perícleos, para después exponerlo al virulento
desenmascaramiento por parte del tebano. Por añadidura, el Teseo de Las suplicantes es una figura en verdad
paradojal: es él mismo un rey, pero embiste contra la ciudad que está, en ese
momento, regida por un rey (vv. 444-446: «un rey considera enemigos y mata
precisamente a los mejores, etc.»). Se trata de la misma paradoja que merma la
autenticidad de la figura de Pericles: «príncipe» según Tucídides y por tanto
artífice de un benéfico vaciamiento y reducción a mero flatus vocis de la democracia, a la que sin embargo elogia en su
epitafio.[276]
Por tanto, quien creyó (Goossens)[277]
que Eurípides, en la discusión heraldo/Teseo, tenía en mente una identificación
Pericles-Teseo, probablemente no estaba del todo equivocado. No se daba cuenta,
sin embargo, de que una operación tan sutil no
era precisamente un monumento a Pericles a través de las palabras de Teseo;
al contrario. Era una hábil desmitificación de la verdad consoladora de los
epitafios con la que la clase política educa y construye su público, y
consolida el consenso, confrontada con la efectiva naturaleza del poder
establecido en la ciudad «democrática».
Para completar el cuadro de las
alusiones, y esta vez con habilidad de político consumado, Eurípides hace
pronunciar al heraldo, en su segunda intervención, una apasionada filípica
contra la guerra: «Cuando un pueblo vota por la guerra nadie piensa en su
propia muerte, sino que prevé la ruina de los otros. ¡Pero si la muerte hubiera
estado a la vista durante la votación, la Hélade no moriría arruinada por la
locura de la guerra!» (vv. 482-485). Difícil negar que aquí el heraldo expresa
el pensamiento del propio Eurípides. Tiene razón Hans Bogner cuando escribe, a
propósito de este parlamento del heraldo, que Eurípides no hace pronunciar a
Teseo ninguna impugnación eficaz de esas críticas a la democracia, por el hecho
de que ésas son precisamente sus
propias críticas.
En esta segunda intervención,
contra la guerra, también es atacada una posibilidad por la que Pericles había
mostrado inclinación (recordemos el largo debate asambleario de Diceópolis en Los acarnienses de Aristófanes) y que
ahora hacían suya los nuevos líderes, Cleón in
primis. Por otra parte, Eurípides saca a la luz, a través de las muy
eficaces palabras del heraldo, el carácter irresponsable
de las decisiones asamblearias[278] (¡nadie piensa que va a morir,
sino que prevé la muerte de los otros!); es decir, de ese mecanismo del voto
que Teseo acaba de exaltar con retórica notoriamente convencional.
El heraldo tebano es letal en su
ridiculización de Teseo: «Reflexiona y no te irrites con mis palabras. No vayas
a darme una contestación altanera confiando en tus brazos, en la idea de que tu
ciudad es libre»; y agrega: «ten cuidado de no poner la fuerza de tu brazo en
la respuesta» (vv. 476-479). Después se lanza a fondo contra las asambleas
favorables a la guerra, que culmina en otro tema candente para el ateniense
medio, el del nexo guerra/esclavos: «¡Necios! Escogemos, en lugar de la paz, la
guerra, y así reducimos a esclavitud a los más débiles, hombres y ciudades»
(vv. 491-493); «un capitán valiente, o un marinero, es un grave riesgo para la
nave».
¿Drama «patriótico»? Lo que
celebra sus fastos aquí es la política de la escena, la política de lo que no
se puede decir en la asamblea.
8
La situación en la que Eurípides
ambienta el choque Teseo/heraldo no está escogida al azar. Como tampoco la
máscara de Teseo como jefe de una democracia.
Ambas son opciones que remiten a
estereotipos. El acontecimiento puesto en escena en Las suplicantes es, en efecto, uno de los recurrentes en los
epitafios periódicamente pronunciados en Atenas, en esa parte casi inevitable
del discurso en la que el orador procede a la exaltación de los antiguos
méritos de la ciudad.[279] El tema aparece también en textos
estrechamente afines, como el Panegírico
y el Panatenaico de Isócrates.[280]
Incluso la anticipación a la era de Teseo de la democracia ateniense es un
rasgo característico de la oratoria pedagógica: una vez más, encontramos amplio
testimonio de esta transformación de Atenas en una «democracia ab origine» en el Panatenaico (126-129), e incluso medio siglo antes en la Helena del mismo Isócrates (35-37).
Aquí Isócrates parece insinuar, también, un acercamiento Teseo/Pericles, ambos monarcas democráticos: «el pueblo,
aunque soberano, le pidió que siguiera siendo monarca». El mismo topos de Teseo como fundador del derecho
de palabra igual para todos (isegoria)
—un alarde que destaca, como vimos, al principio del epitafio perícleo— se
encuentra en el epitafio de Demóstenes para los muertos en Queronea (28) e
incluso en un discurso judicial como el arduo Contra Neera, en el que se imagina una elección de Teseo «sobre la
base de una lista de candidatos».[281]
Por tanto, en el choque Teseo/heraldo,
en el que Teseo no impugna las puntuales réplicas de su antagonista, Eurípides
apunta hacia temas característicos de la oratoria pedagógica oficial ateniense,
y en particular el más delicado (y por lo general engañoso) de ellos: el elogio
del sistema político vigente en la ciudad. Voluntad demoledora de la retórica
democrática, que es bien visible asimismo en otra tragedia euripídea, Los heráclidas, centrada en otro
episodio predilecto de los epitafios: la ayuda dada por Atenas a los hijos de
Heracles perseguidos y expulsados del Peloponeso por el cruel Euristeo.
El papel de Teseo y de Atenas no
desaparece, pero es cierto que se presenta una versión insólita del episodio,[282]
que redimensiona los méritos de la ciudad y saca a la luz sus dobleces y las
dudas en la circunstancia histórica. Será una mujer no ateniense, en efecto,
quien demuestre, en el curso de la tragedia, ese coraje que, en determinado
momento, los valientes atenienses y el mismo hijo Teseo parecen haber perdido.
Para apreciar el peso y la
utilización, también directamente política, de semejantes tradiciones baste
considerar que —según Heródoto— los atenienses se valieron de estos
precedentes, o méritos, en efecto mitológicos para reivindicar para sí mismos
una posición de privilegio en el despliegue de las tropas aliadas en la vigilia
de la batalla de Platea;[283] del mismo modo que, cincuenta años más
tarde, reivindicarán para sí el derecho al imperio en nombre de las victorias
conseguidas sobre los persas.[284]
Atacar el bagaje de los epitafios
es un gesto que denota desapego respecto de la ciudad y de su
autorrepresentación ideológica, alimentada asiduamente por la clase política
(incluso por la más sofisticada intelectualmente, aunque, en esa ocasión, se
muestre dispuesta a hablar por fórmulas). Comprendemos el peso de este juego
demoledor cuando leemos el epitafio «de Aspasia» en el Menéxeno de Platón: está abiertamente lleno de hiperbólicas
falsedades, y casi se avergüenza Sócrates, en el marco del diálogo, de haberlo
recitado a su desconcertado interlocutor.
El epitafio es la repetición
anual, apática y formularia, de los temas y de los mitos que afianzan el
espíritu cívico: instrumento de educación política de masas. Es, precisamente,
este instrumento fundamental de cohesión de la ciudad el que Eurípides somete a
crítica en escena. Lo hace hábilmente, insertando con precisión, en el corazón
del episodio usualmente evocado en los epitafios, el examen crítico de su
ingrediente fundamental: el elogio del orden democrático.[285]
[223] Tucídides, VIII, 72, 1. <<
[224] Es el mismo Teógnides que formó parte de los Treinta (cfr. Jenofonte, Helénicas, II, 3, 2). Aristóteles lo cita en diversas ocasiones como autor de tragedias. <<
[225] Tucídides, VIII, 68. Volveremos sobre esta página, más abajo, caps. XVI y XVII. <<
[226] Sobre la denominada «apología de Antifonte» que se conservaría en fragmentos, cfr., más abajo, cap. XXII. <<
[227] Jenofonte, Memorables, I, 6, 1-15. <<
[228] Cerca de treinta Antifontes estaban registrados en la Prosopographia attica de Kirchner y el material epigráfico descubierto posteriormente ha ampliado la lista. Noventa años después de Kirchner, en el repertorio de John Traill (II, 1994) se elevan a ochenta y cuatro. <<
[229] Retórica, II, 6, 1385a 9. Esto no le impide al Pseudo-Plutarco de las Vidas de los diez oratorios (833B) mandarlo a morir a Sicilia, como autor de tragedias por encargo de Dionisio, justamente el oligarca ajusticiado en 41, además de orador. <<
[230] Así, efectivamente, Wilamowitz, Der Glaube der Hellenen, II, Berlín, 1932, p. 217. <<
[231] Cfr. Tragicorum graecorum fragmenta, ed. de Snell, I, p. 196 (55 F 4). <<
[232] Tucídides, VIII, 68, 4. <<
[233] Ἐπιμεληθεὶς ἐκ πλείστου: meléte es precisamente el ejercicio, el adiestramiento, la preparación. <<
[234] G. Mosca, Scritti politici, ed. de G. Sola, II, Utet, Turín, 1982, p. 612. <<
[235] Sustitución del recién nacido (suppositio), Ética eudemia, 1239a 37. <<
[236] Ética nicomaquea, 1159a 27. <<
[237] Da noticia esencial de ello Snell en el aparato (p. 194). <<
[238] Der Glaube der Hellenen, II, p. 217. <<
[239] Fr. 44 B, col. 2, Diels-Kranz. <<
[240] Así lo afirma I. F. Stone, El proceso a Sócrates, Barcelona, Mondadori, 1988. <<
[241] El término preferido para indicarla es γνώμη: así es indicado con frecuencia en la Athenaion Politeia atribuible a Critias. <<
[242] Sobre esto cfr., más abajo, cap. XXII. <<
[243] Véase, más arriba, Introducción, cap. I, n.º 24. <<
[244] Analecta euripidea, p. 166. Wilamowitz tenía entonces veintisiete años. Se lo dedica a Mommsen, «vir summe». <<
[245] Einleitung in die griechische Tragödie, Weidmann, Berlín [1899], reimp. 1921, p. 15. Sobre la polémica secuela, en una correspondencia privada, de esta intuición de Wilamowitz, cfr. G. Alvoni, «Ist Critias Fr. 1 Sn.-K Teil des “Peirthoos” Prologs?», Hermes, 139, 2011, pp. 120-130. Se trata de las réplicas privadas de Wilamowitz a las críticas realizadas por Kuiper. También para Pirítoo la tradición reconoce como autor a «Eurípides o Critias» (Ateneo, XI, 496). <<
[246] Emplea el término χρηστός, es decir el concepto más caro al autor de la Athenaion Politeia. <<
[247] Sobre el sistema político ateniense, II, 20. <<
[248] Ignoramos qué tratamiento del mito de Pirítoo adoptó Critias en su tragedia, pero es útil recordar que las pocas edificantes aventuras de Pirítoo involucraban también a Teseo, fetiche de la retrodatación ad infinitum de la democracia ateniense. <<
[249] Es curioso que Wilamowitz, Aristoteles und Athen, I, p. 175, insista en la oportunidad de distinguir al autor (Critias) del personaje (Sísifo). <<
[250] Sobre el sistema político ateniense, II, 15; III, 12-13. <<
[251] La biografía literaria, de matriz alejandrina, relaciona esta decisión con la derrota del Orestes. Es obvio que no tiene mucho sentido semejante relación pseudoerudita. <<
[252] Sobre esto cfr. I drammi postumi di Sofocle e di Euripide, en L. Canfora, Antologia della letteratura greca, II, Laterza, Roma-Bari, 1994, pp. 137-141. <<
[253] Fr. 41 Kassel-Austin. <<
[254] El año 455 es el principio habitualmente reconocido. <<
[255] Praxífanes, fr. 10 Brink = Marcelino, Vida de Tucídides, 29-30. <<
[256] Cfr. Aristóteles, fr. 137 Rose, y más abajo, cap. XVII. <<
[257] Tucídides, VIII, 97, 2. <<
[258] Es la feliz fórmula adoptada por Hans Bogner, en el ensayo del que se ha hablado en la Introducción (III, 4). <<
[259] Telquines contra Calímaco, etc. <<
[260] «Debían restaurar el espíritu perícleo y en cambio, por debilidad, cedieron el relevo a la oligarquía» (Wilamowitz, Einleitung in die griechische Tragödie, p. 14). <<
[261] Aristóteles, Retórica, 1419a 25-29: se trata de una síntesis del «acta» del interrogatorio al que fue sometido Sófocles, perseguido (quizá llamado por correo) por Pisandro: acta perfectamente conocida por Aristóteles, excelente conocedor de los archivos atenienses. <<
[262] Marcelino, Vida de Tucídides, 29 (= Praxífanes). <<
[263] Vida de Eurípides (Γένος) = TrGF V.1, T 1, IA, 10. <<
[264] El más autorizado de todos fue W. Schmid en el volumen III de su monumental Geschichte der griechischen Literatur (que retoma la de O. Stählin), Beck, Múnich, 1940, pp. 417-462. <<
[265] A la manera de cierto teatro «revolucionario» del siglo XX (Erwin Piscator). <<
[266] V. di Benedetto, en su libro euripídeo, de hace ya cuarenta años (Eurípides, Einaudi, Turín, 1971), se arriesga a una investigación concreta de este aspecto. <<
[267] Así por ejemplo, A. Meder, Der athenische Demo zur Zeit des Peloponnesischen Krieges, Lengerich, 1938. <<
[268] Dice exactamente προστάται (que es término casi oficial para indicar a un jefe de fracción que aspira a dirigir toda la ciudad). <<
[269] Esto argumenta H. Bogner, Die verwirlichte Demokratie, Hanseatische Verlagsantalt, Hamburgo-Berlín-Leipzig, 1930, p. 87. Hans Bogner (1895-1948) fue un filólogo clásico, docente primero en Friburgo y después en Estrasburgo (hasta 1944), depurado después de la caída del Tercer Reich. Sus escritos fueron prohibidos en la República Democrática Alemana. Es notable el hecho de que haya sido él quien acuñó la fórmula «la democracia real» (en el sentido de aquello que en realidad es una democracia) y que una fórmula análoga haya sido acuñada apologéticamente en los tiempos del declive de la experiencia socialista-soviética, «socialismo real», para significar que ése era el único concretamente posible, y para sugerir, en consecuencia, la necesidad de contentarse con aquello que efectivamente existe más allá de las posibles construcciones ideales. <<
[270] Heródoto, III, 80. <<
[271] Tucídides, II, 37. <<
[272] Platón, Critias, el propio Tucídides. <<
[273] Tucídides, II, 37, 1. <<
[274] Se sabe por Lisias, VI, 10, que en verdad habló de leyes «no escritas» (y estamos en el mismo contexto de II, 37). <<
[275] Aristóteles, en la Retórica (1365a 31), atestigua que «en el epitafio» (quizá el relativo a la guerra contra Samos: 441/440) Pericles había dicho algo semejante. <<
[276] Es la contradicción patente entre Tucídides, II, 37 y II, 65 (retrato de Pericles como princeps y carácter sólo aparente de la democracia bajo su gobierno). En II, 65 queda más que claro que las palabras de Pericles en el epitafio (II, 37) son mero repertorio de epitafio. La verdadera naturaleza de las cosas es descrita justamente en II, 65. <<
[277] «Péricles et Thésée», Bulletin de l’Association Guillaume Budé, 35, 1932, pp. 9-40. <<
[278] Es un tema de Critias, Sobre el sistema político ateniense, II, 17. <<
[279] Lisias, II, 7-10; Demóstenes, LX, 8; Platón, Menéesenos, 239 b (caricaturesco). <<
[280] Panegírico, 58; Panatenaico, 168-171. <<
[281] Demóstenes, Contra Neera, 74-75: ἐκ προκρίτων. <<
[282] Es la libertad característica de la religiosidad griega, que permite introducir variantes en el mito. <<
[283] Heródoto, IX, 27. <<
[284] Tucídides, I, 73, 4. <<
[285] No puede ser casual que todo suceda en el seno de un drama basado en la victoria ateniense sobre Tebas, vinculada con la disputa por la restitución de los cuerpos de los caídos, pero puesta en escena al día siguiente de una dura derrota de Atenas por parte de Tebas (Delion, 424), seguida de unas negociaciones nada fáciles para la restitución de los cuerpos de los caídos (cfr. Tucídides, IV, 97-98: con intenso intercambio de heraldos). <<
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