sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: II. LA CIUDAD CUESTIONADA DESDE LA ESCENA

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Algunos exponentes de las clases elevadas, dotados de la necesaria preparación para la política, disertaban en la asamblea, pero preferían hacer sentir su voz crítica a través del teatro, de la escena. Llegaban así a un público mucho más amplio, comparado con el endémico absentismo asambleario, y corrían menos riesgos (más allá, claro, del riesgo de no conseguir el premio).
Tucídides atestigua que, cuando, en 411 a. C., los «oligarcas» —por fin salidos a la palestra y activos en las asambleas, aterrorizados por una serie de misteriosos asesinatos políticos— intentaban imponer la propuesta de reducir la ciudadanía a sólo cinco mil personas, el argumento utilizado era que, en democracia, incluso cuando la asamblea se llenaba no se alcanzaba nunca la cifra de cinco mil participantes.[223] Frente a los (discutidos) treinta mil espectadores (incluyendo extranjeros) presentes en las Dionisias de 416, de las que habla Platón en El banquete, la participación ciudadana en la actividad asamblearia parece, en todo caso, mucho menos importante, y decididamente escasa. No será, por tanto, una casualidad que exponentes notorios por su activa participación en dos gobiernos oligarcas —en 411 y en 404/3— sean también conocidos como autores de tragedias: Antifontes, Critias y Teógnides.[224] Un testigo de primer orden, Tucídides, muy cercano al ambiente del que nació la conjura y la toma del poder en 411, ha trazado un perfil de Antifonte centrado precisamente en su decisión de no afrontar el «régimen democrático» en la asamblea, sino de esperar el momento propicio para golpear, y de explotar mientras tanto en otras sedes su extraordinaria capacidad.
El retrato de Antifonte compuesto por Tucídides va rápidamente al corazón del asunto: «quien había organizado toda la trama», revela Tucídides, «de modo que alcanzara este resultado, y quien se había cuidado de ello más que nadie era Antifonte».[225] Y prosigue: «un hombre que por su capacidad no era inferior a ninguno de los atenienses de su época y sí el mejor dotado para pensar y expresar sus ideas»; pero —añade— «voluntariamente no tomaba la palabra ante la asamblea popular ni en ningún otro debate, ya que resultaba sospechoso a las masas por su fama de habilidad oratoria; sin embargo, para quienes intervenían en los debates ante los tribunales o en la asamblea, no tenía igual a la hora de prestar ayuda a quien le pedía consejo» (evidentemente, siempre que perteneciera a su círculo).
El entusiasmo de Tucídides por el «auténtico ideólogo y artífice» del golpe de Estado oligárquico no tiene reservas. Llega a elogiar de la manera más decidida y admirativa incluso el discurso en defensa propia que Antifonte pronunció cuando fue procesado, una vez caído el efímero régimen. Es un acto de coraje —se podría decir— el insertar este elogio en la propia obra histórica. Pero resulta obvio que Tucídides no escribe para ser leído en la plaza. «Y luego», escribe, «cuando se vino abajo el régimen de los Cuatrocientos y éstos fueron perseguidos por el pueblo, fue él, acusado precisamente de haber contribuido a la instauración de aquel régimen, quien realizó, a mi modo de ver, la mejor defensa frente a una petición de pena capital que jamás se haya hecho hasta nuestros días.»[226]
Este hombre, ajeno a la rutina asamblearia y sin embargo dispuesto —después de haberse involucrado en la revolución— a pagar en persona, escribía y ponía en escena tragedias; además de ser —como sabemos por Jenofonte—[227] un allegado poco afable de Sócrates. Es verdad que «Antifonte» era nombre bastante frecuente en Atenas,[228] y no pocos son los defensores de la diferenciación entre el autor de tragedias, el sofista y el promotor de la revolución oligárquica de 411. Contra la identificación del autor de tragedias y los otros dos (los cuales, en todo caso, son necesariamente la misma persona) existe una dificultad: una tradición, conocida ya por Aristóteles, coloca al autor de tragedias, ya viejo, en Sicilia, en la corte del tirano Dionisio (que estuvo en el poder hasta 405 a. C.), y atribuye su muerte precisamente al tirano. Esto sería, obviamente, incompatible con la muerte de Antifonte anterior a 411, como consecuencia de la condena por alta traición.[229] Pero quizá es el traslado a Sicilia lo que resulta anecdótico —calcado de ilustres precedentes—, así como las florituras de las ocurrencias y versiones contrastantes en torno a la presunta muerte por orden del tirano, precedida por una colaboración artística con el mismo. No es oportuno adentrarse en ese terreno, resbaladizo por la falta de datos. Hasta el surgimiento de una explícita indicación contraria (si aparecen nuevos documentos) lo razonable es considerar que Antifonte ateniense, del demo de Ramnunte, fue no sólo el hombre del que Tucídides describe con admiración la trayectoria política y la valerosa muerte, sino también el hombre que ha dejado una profunda huella como defensor extremo, en el tratado Sobre la verdad, de las implicaciones de la antítesis sofística entre la «naturaleza» y la «ley»,[230] además del autor de tragedias de quien se conservan fragmentos aislados y algunos títulos.
Es inevitable relacionar con el sofista un fragmento constituido por un único trímetro yámbico, de un drama no precisado, que nos ha llegado a través de Aristóteles, en la primera página de los Problemas de mecánica: «allí donde la naturaleza es más fuerte que nosotros, nosotros conseguimos prevalecer gracias a la técnica» (847a).[231] Es interesante tener en cuenta el contexto entero del breve tratado. Aristóteles tenía la ventaja respecto de nosotros de disponer de la tragedia completa: «No debe olvidarse que la naturaleza produce a veces efectos que contrastan con nuestros utensilios: eso depende del hecho de que la naturaleza procede siempre del mismo modo lineal, mientras el utensilio es multiforme y puede asumir aspectos diversos. Cuando es necesario realizar algo que vaya más allá de los límites puestos por la naturaleza, aparecen dificultades y es necesario recurrir a una técnica. Por eso llamamos mechané [que significa, al mismo tiempo, “experimento”, “estratagema”, “aparato”] al elemento que nos ayuda cuando debemos enfrentarnos con tales aporías. Las cosas, en suma, están exactamente como las expresa Antifonte el poeta cuando dice allí donde la naturaleza es más fuerte que nosotros, nosotros conseguimos dominarla gracias a la técnica [téchne].»
Hay en estas palabras, entre otras cosas, una inversión de lo que Pericles sostiene en el célebre epitafio que Tucídides le hace pronunciar, allí donde Pericles exalta la bravura natural de los atenienses, quienes, a pesar de carecer del severo y largo adiestramiento característicos de los espartanos, hacen (en todos los ámbitos, incluida la guerra) más y mejor que los espartanos. Por otra parte, es evidente, también en este caso, que el epitafio aparece como lo que Tucídides quiere que sea (y que debía ser en la realidad): una retórica celebratoria «de Estado» que llegaba hasta el punto, en su impulso demagógico, de desafiar el sentido común.

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Los ejemplos que Aristóteles aduce después, para ilustrar mejor el pensamiento contenido en el trímetro de Antifonte, ayudan a comprender y acaso nos restituyen algo del contexto en el que el autor injertaba esa sentencia. La mechané (es decir la téchne) —prosigue Aristóteles«permite al más pequeño vencer al más grande y a los objetos que comportan una pequeña oscilación mover grandes pesos». (Ejemplo: el peso menor desplaza a otro muy superior a condición de que se pueda usar una barra, μοχλός, cada vez más larga).
Ahora bien, Antifonte hizo con la téchne, en 411, aquello que a cualquiera (incluido Tucídides) le parecía una empresa imposible: quitar de las manos a los atenienses la democracia después de casi un siglo de práctica ininterrumpida de tal régimen político, particularmente caro al demo (es decir a la «mayoría», al más fuerte).[232] El Antifonte que exalta, en ese trímetro, la téchne y sus prodigios contra la superioridad de la naturaleza, está por tanto en plena sintonía con el Antifonte tucidídeo, quien «preparándose desde mucho tiempo antes»[233] consiguió hacer aquello que a cualquiera le hubiera parecido imposible, y que la ciencia política moderna ha definido como «fuerza incontestable de la minoría organizada».[234]
En todo esto se puede reconocer una confirmación de la unicidad de los presuntos tres Antifonte: el político, el pensador y el orador/autor de tragedias. Por desgracia sabemos demasiado poco de su producción como autor de tragedias, y en verdad de los tres títulos conocidos, Andrómaca, Jasón y Meleagro, no se conoce otra cosa que, como mucho, su trama. Pero, en cuanto a Andrómaca, es una vez más Aristóteles quien acude en nuestra ayuda. En la Ética eudemia aporta una información precisa: dice que en la Andrómaca de Antifonte la protagonista está dedicada a la ὑποβολή [235] o tal vez con la dedicación al recién nacido de otra madre. En la Ética nicomaquea Aristóteles vuelve sobre el mismo fenómeno para demostrar su tesis (el amor consiste en el amar más que en el ser amado): y de nuevo aduce el ejemplo de las madres que confían a sus bebés a otras mujeres para que los alimenten, pero siguen queriéndolos a pesar de no ser amadas ni reconocidas por ellos.[236] Sin duda tiene en mente los mismos comportamientos y acaso el mismo drama al que hace referencia explícita en la otra Ética. Sin demasiado éxito se han intentado diversas reconstrucciones de la Andrómaca de Antifonte.[237] No debe olvidarse, por otra parte, que Eurípides puso en escena su propia Andrómaca y que en ese drama se rozaba el mismo asunto. Allí Hermíone, esposa de Neoptólemo, agrede a Andrómaca, esclava predilecta de Neoptólemo al que incluso ha dado hijos; y Andrómaca reacciona evocando haber amado y amamantado en otros tiempos, cuando era reina y no esclava, a los «pequeños bastardos» nacidos de las extemporáneas uniones de Héctor con otras mujeres, «cuando Cipris le hacía cometer alguna falta» (vv. 222-225). Por el gesto de Aristóteles podemos pensar que en la Andrómaca de Antifonte se ponía en escena una situación análoga.
Condición del esclavo —que tiene clara memoria de sí cuando era libre—, no inferioridad del bárbaro, condición femenina, aporías de la monogamia: eran temas que herían en profundidad las certezas éticas y sociales de la ciudad, del «ateniense medio» buen demócrata. Antifonte se expresa sobre el tema del carácter ficticio de la distinción griego-bárbaro (es decir libre-esclavo) con fuerza en el tratado Sobre la verdad: «La verdad del sofista Antifonte», escribe Wilamowitz en su gran libro póstumo La fe de los griegos, «disolvía todo vínculo entre el derecho y la moral (de la costumbre) por cuanto extraía las consecuencias más radicales, extremas, del contraste entre lo que es justo según la naturaleza y lo que es justo según la convención (la ley).»[238] «No somos más bárbaros que los bárbaros» —escribe Antifonte en ese fragmento, que un papiro nos ha restituido— porque hayamos puesto un abismo «entre griegos y bárbaros» allí donde por naturaleza somos iguales, «respiramos todos por la nariz y todos tomamos la comida con las manos».[239]

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«Es sorprendente», comenta Wilamowitz, «que alguien que escribe de esta manera no haya sido molestado ni haya tenido que escapar de la ciudad». La inquietud es legítima, pero puede encontrar respuesta precisamente en la hipótesis de un único Antifonte. Quien habla de ese modo, de hecho, no es necesariamente un campeón de la igualdad entre los hombres, algo así como un «legionario» de la mentalidad abolicionista afirmada en la Norteamérica de Jefferson o en la Francia de Robespierre;[240] sería un gran error anacrónico interpretar de este modo esas líneas. Aunque el contexto que se ha conservado es muy escaso, basta para hacer evidente que nos encontramos frente al exitoso ejercicio sofístico consistente en poner trabas a las certezas consolidadas de la ciudad que se considera democrática; y la palanca para sacudir esas certezas es siempre el descubrimiento de la alteridad entre ley y naturaleza. Un argumento engañoso como el de la identidad física («natural») de los hombres puede convertirse en destructivo respecto de los privilegios del demo (del poder en nombre de la igualdad: igualdad dudosa en una ciudad llena de esclavos) y es además una excelente premisa para valorar otras formas políticas de jerarquía, como aquella —basada en la competencia—[241] que los oligarcas inteligentes y aguerridos reivindicaban y propugnaban. Intentarán llevarlo a cabo al menos en dos ocasiones hacia finales del siglo V: en 411 bajo el liderazgo de Antifonte, y en 404 con la guía de Critias.
Es sorprendente el modo en que los modernos estudiosos se inclinan a creer que Antifonte renegara de sí mismo y de sus propias ideas en el proceso que le costó la vida (y tomen por buena la llamada Apología),[242] pero no están dispuestos a comprender que pudiera desafiar al demo y a sus más o menos interesados defensores, llevando a su extremo las consecuencias —en el plano filosófico— de la noción de igualdad.
La reflexión acerca de las diversas formas posibles de jerarquía política «justa», acerca de los criterios de idoneidad que deberían estar en la base de una sana jerarquía, acerca de las formas no «aritméticas» sino «geométricas» de justicia ἴσον, que significa, a la vez, «justicia» e «igualdad») se concilia perfectamente con el desmantelamiento del abismo que la democracia ateniense —a partir de Solón— interpuso entre el hombre libre y el esclavo. El poder de todos los de condición libre es el blanco: porque esos todos no están seleccionados con el criterio de la idoneidad y gozan del beneficio derivado del estatus de ciudadanos de pleno iure, por la sola razón de encontrarse en la parte buena (es decir, por no haber caído en el campo de aquellos —los esclavos— que la ciudad democrática relega al ámbito de los no humanos). Es así como el fragmento aparentemente simplista de la Verdad de Antifonte, lejos de ser un «Manifiesto» ante litteram, se une a las premisas políticas y filosóficas de aquellos que en la ciudad democrática apuntan el defecto desde la raíz y no aceptan el compromiso con el «pueblo soberano», que consiente a los notables «guiar» y «ser guiados» por la masa incompetente (para usar la imagen que tanto gusta a Tucídides en el retrato de Pericles).
No debe escapársenos, sin embargo, el hecho de que esta crítica a la raíz del igualitarismo privilegiado del demo, sobre el que se basa la ciudad democrática, no es exclusiva de algunos —y Antifontes y Critias están sin duda entre ellos—, sino que es el corazón del socratismo. Toda la capacidad de molestar de Sócrates, ininterrumpida e incansable, filósofo en plein air, en palabras de Madame de Staël, verdadero y benéfico «tábano» de la ciudad como él mismo se define en la Apología (30e), gira en torno a la pregunta neurálgica sobre la idoneidad del político y de las masas que toman las decisiones políticas. No es una pregunta fácil de exorcizar. No se explicaría ese áspero monumento a la insensatez del modelo democrático ateniense que es el libro VIII de la República de Platón sin esas premisas sobre la identidad biológica de los hombres, que sin embargo no basta para hacer de ellos «animales políticos». Si «animal político» por naturaleza es, en cambio, el hombre según Aristóteles, el punto débil de su razonamiento (aparentemente más abierto hacia la ciudad democrática, quizá por el hecho de no haber sido él mismo ateniense) es la necesidad, teorizada por él, de relegar a la masa de los esclavos al plano de los no-hombres, de las máquinas hablantes.
Por otra parte, Sócrates y Antifonte aparecen en recíproca rivalidad, por ejemplo, en el singular coloquio referido por Jenofonte en los Memorables, pero tienen en común la reserva prejudicial frente al igualitarismo privilegiado de la ciudad democrática. Critias es un asiduo al círculo de Sócrates y no valen los modestos razonamientos de Jenofonte para cuestionar este dato. Platón, sobrino de Critias, además de intérprete principal del socratismo, declara él mismo, al principio de la Carta séptima, haberse adherido inicialmente al gobierno de los Treinta, encabezado por parientes suyos como Critias, o Cármides, uno de los «Diez del Pireo», a quien el mismo Sócrates había impulsado a la carrera política. Tampoco será suficiente el hecho de que Sócrates, demasiado independiente para aceptar sin reservas la dureza del régimen de Critias, hubiera chocado con su discípulo ahora en el poder sobre una férrea oligarquía de los pretendidos «mejores»: será igualmente condenado a muerte por la ciudad democrática, que confusamente percibía (y no se equivocaba) que la crítica socrática había sido uno de los factores disolutos respecto de la «mentalidad democrática» periódica y demagógicamente alimentada por la oratoria de los epitafios, manipuladora de la verdad.

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También Critias recurrió al teatro: escribió y puso en escena tragedias y dramas satíricos. En su caso, como en el de Antifonte, es fácil imaginar (sería posible demostrarlo de modo puntual) que practicó esa actividad cuando todavía se encontraba alejado, deliberadamente alejado, de la política. También en su caso el teatro fue el recurso, un recurso importante y eficaz, habida cuenta de la renuncia a llevar sus propios y radicales puntos de vista a la asamblea popular o, alternativamente, a practicar el compromiso, usual para los señores que aceptan encabezar el «sistema».
El descubrimiento más importante acerca del Critias autor de tragedias se debe al joven Wilamowitz; es decir, a un estudioso que, además de ser el insuperado intérprete de la civilización griega en su desarrollo completo, tuvo una aguda sensibilidad para la ininterrumpida, y con frecuencia mal vista, tradición de «reservas» respecto de la democracia. Wilamowitz, muy joven, había definido, por otra parte, como aureus libellus a la Athenaion Politeia atribuible a Critias.[243] En esa misma y juvenil Analecta euripidea (1875) hizo la observación decisiva: algunas tragedias habían circulado ya con el nombre de Eurípides como autor, ya con el nombre de Critias.[244] ¿Por qué? Muchos años después, en la Introducción a la tragedia, expuso la explicación más probable: Eurípides había puesto en escena una tetralogía de Critias, como gesto amistoso («Freundschaftsdienst») hacia él. Comentaba este detalle —que debemos esencialmente al hecho de que el mismo e importante monólogo del drama satírico Sísifo es atribuido a Critias por Sexto Empírico y a Eurípides por Aecio— con una pertinente, aunque rápida, observación: «Esto abre ulteriores perspectivas sobre los círculos con los que Eurípides estaba familiarizado». Después precisa: «Pero también es posible que las didascalias hayan conservado el nombre de Critias y la damnatio caída sobre el recuerdo del “tirano” haya determinado, junto a las dudas relativas al estilo y a los pensamientos expresados en aquellos dramas, el error de la generación siguiente [de atribuir el conjunto a Eurípides].» Concluye entonces que Critias fue una figura «a tal punto significativa» que se ha llegado a creer «que hubo una amistad entre ambos».[245]
El fragmento más largo proviene de Sísifo, drama satírico que, según las hipótesis formuladas por Wilamowitz, concluía una tetralogía cuyos primeros tres dramas eran Tennes, Radamanto y Pirítoo. En cuanto a Pirítoo, merece atención al menos un fragmento (22 Diels-Kranz), en el que un personaje ataca sin tapujos la figura del político profesional (rhetor) dominador de las asambleas: «un carácter noble»,[246] así se expresa este personaje, «es cosa más segura que la ley, porque a la ley cualquier político la rompe en pedazos y le da vueltas en todas las direcciones con su labia, mientras que a un carácter no lo podrá nunca abatir». Si se piensa en el duro juicio y en la condena sin paliativos que constituye el corazón de la Athenaion Politeia («un político que acepta trabajar en una ciudad regida por la democracia es sin duda un sinvergüenza que tiene algo que esconder»)[247] la sintonía con el monólogo del Pirítoo no podría ser más clara.[248] En Sísifo el ataque, que la naturaleza jocosa del género satírico hace más abierto, se dirige contra la religión, presentada como invención humana de lo sobrenatural con el objetivo de la disciplina social.
Los dos pensadores a los que debemos estos importantes 42 versos se muestran conscientes —el uno pensando que se trata de Critias, el otro de Eurípides— del hecho de que, a pesar de la ficción escénica en la que habla un personaje y no el autor, aquí es el autor quien habla y manifiesta, como lo expresa Sexto Empírico, su «ateísmo». Aecio, quien conocía esos versos como de Eurípides, es, si ello es posible, aún más explícito: «Eurípides», escribe, «no quiso manifestarse, por miedo al Areópago, y entonces dio a conocer su pensamiento de este modo: llevó a la escena a Sísifo como autor de esta teoría y sostuvo esa opinión». Puede parecer curioso este modo de expresarse, pero en sustancia Aecio quiere con esas palabras subrayar que, en su opinión, este texto reencontrado de Eurípides no bastaba para esconder que, precisamente, el autor pretendía difundir esas ideas irreligiosas.[249] (Por la acusación de «no creer en los dioses de la ciudad» Sócrates fue condenado a muerte por la ciudad democrática).
Es pertinente interrogarse sobre el sentido de estas opciones; por ejemplo, el propósito de desafío: desafiar la moral común, mellar los pilares mentales del ciudadano medio.
Critias destacará en dos ocasiones en la escena política: junto a su padre, Calescro, en la primera oligarquía (411) y ya como líder, doctrinario y despiadado, de la segunda oligarquía (404). No va a la asamblea a debatir o a enfrentarse a una masa por la que no siente la menor estima, y a la que, en el opúsculo Sobre el sistema político ateniense, describe con rasgos mordaces, sino que espera el momento oportuno para golpear, como por otra parte sugiere varias veces en ese escrito.[250] Mientras tanto, en la espera, echa mano también él de ese extraordinario recurso, difícil de «normalizar» por completo, que es el teatro. Como Antifonte, como Eurípides.

 5

No puede relacionarse directamente a Eurípides con las convulsiones políticas de la ciudad, pero su aventura personal —dentro de los límites en la que la conocemos— confirma esa cercanía a los ambientes en los que esas convulsiones tienen su origen. Los datos que podemos asumir como ciertos y particularmente significativos son dos: uno negativo y otro positivo. Al contrario que Sófocles, empeñado en ser nombrado estratego y en asumir cargos de gran peso (estrategia, helenotamia), Eurípides se abstuvo rigurosamente de toda actividad política. Como en el caso de Antifonte, es importante aquello que no ha hecho. El gesto que al final realiza, irse de Atenas después de 408,[251] es revelador de su sistemática desafección de la vida pública: se marcha cuando es restaurada la democracia, con el regreso de Trasilo y de la flota de Samos y con el fin del régimen «moderado» (terameniano) de los «Cinco Mil». Si a ello se añade la buena relación con Critias y el hecho de haber sido blanco sistemático, no menos que Sócrates, de la comedia —un buen indicador de las pulsiones del «ateniense medio»— el retrato se aclara. Así se comprende tanto su obstinación por poner en cuestión los pilares ético-políticosociales de la ciudad democrática como su fracaso sistemático frente al público. No es casual que la última de sus cinco victorias, póstuma, haya sido obtenida en la espectral Atenas gobernada por los Treinta, en 404/403.[252]
Algún sentido debe tener el hecho de que los dos críticos de la ciudad más perseguidos, Sócrates y Eurípides, hayan terminado el uno ajusticiado por delitos ideológicos y el otro autoexiliado en Macedonia y decidido a no volver nunca. Ambos podían ser considerados y definidos como amigos de Critias; ambos, con medios distintos, y en todo caso considerándose extraños a los «lugares de la política», ejercieron constantemente su crítica. La escena cómica denunciaba su vínculo recíproco: Eurípides estaba «inspirado por Sócrates», según el cómico Teléclides.[253] Habladurías: como aquella, conocida por Diógenes Laercio (IX, 54), según la cual «en casa de Eurípides» Protágoras dio lectura a su tratado Sobre los dioses.
Con frecuencia se habla de cierta levitas en este autoexilio de Eurípides en Macedonia, en la corte de Arquelao; como si fuera obvio para un hombre de casi ochenta años, en plena guerra, ponerse en camino para alcanzar la remota capital macedonia e iniciar allí una nueva vida. Como si sólo en el umbral de los ochenta años Eurípides hubiera cobrado conciencia de que el público no le ofrecía el premio, teniendo a sus espaldas una carrera comenzada casi cincuenta años antes[254] y que abarca más de setenta (o quizá noventa) dramas casi sistemáticamente derrotados. Surge en cambio como razonable explicación de una opción tan drástica y extrema el cambio político radical que tuvo lugar en Atenas el año anterior. El hecho de que Tucídides se acercase a Arquelao de Macedonia por los mismos años,[255] superviviente también él de la experiencia de 411[256] y del rápido deterioro del «gobierno de los Cinco Mil» que él había juzgado óptimo,[257] confirma que los intelectuales cuya relación con la «democracia realizada»[258] era ya insostenible prefirieron el exilio cuando la democracia volvió a los dominios de los hombres de Trasilo.
El argumento aducido por la biografía euripídea (Γένος Εὐριπίδου) es interesante por cuanto saca a la luz los ataques continuos de los cómicos, que habrían inducido a Eurípides a la decisión de romper con el mundo ateniense. Es evidente que se trata de una deducción de los literatos y gramáticos alejandrinos o de escuela erudita-peripatética, los cuales han razonado en términos esquemáticos propios de la biografía literaria, que es por lo general improvisada: ¡un literato sólo puede actuar por razones «literarias»! (Quizá pensaban, aquellos gramáticos, en las luchas y rivalidades del mundo literario-erudito alejandrino.)[259] Obviamente resulta poco creíble la figura de un Eurípides que toma una decisión existencial tan importante como reacción a un fenómeno que duraba desde hacía décadas (ya en los Los acarnienses, de 425, Eurípides es uno de los blancos). Por tanto, debe tratarse de otra cosa, aunque no puede excluirse que los cómicos se hicieran intérpretes de imputaciones e insinuaciones relativas a Eurípides en relación con los acontecimientos dramáticos de 411-409. No debe olvidarse que Sófocles, a pesar de su armónica relación con el público, formó parte del peculiar colectivo de los próbulos (que ya en Lisístrata, escrita mientras se estaba incubando el golpe de Estado, hacen su aparición en escena),[260] y más tarde fue acusado de haber favorecido el ataque por sorpresa oligárquico y la toma del poder por parte de Antifonte, Frínico y compañía.[261]
Si la crisis de 411/409, característica de la época según el criterio de Tucídides, tuvo efectos en la vida de Sófocles, y en su tranquilidad personal, en el momento de la restauración democrática es razonable suponer que para Eurípides, amigo de algunos de los responsables del episodio, el clima se hubiera vuelto directamente irrespirable. A lo que quizá contribuyeron los ataques de los cómicos, tan mezquinos como efectivos. De allí la decisión grave, extrema, de autoexiliarse y de abandonarlo todo: el teatro, las relaciones humanas, etc.
También aquí la tradición biográfica deja entrever algo, con todos los riesgos que conocemos inherentes a la improvisada fabricación de la biografía antigua (relativa a los autores activos antes de Alejandría). El hecho de relacionar a Tucídides y Eurípides, y también a Agatón, durante la estancia en la corte de Arquelao en Pella,[262] y además de atribuir a Tucídides el epigrama fúnebre para Eurípides[263] puede —más allá de la técnica combinatoria siempre al acecho— tener un núcleo de verdad: el autoexilio de los personajes en conflicto con la democracia y ya irreconciliables con ella. Agatón mismo —en cuyo honor tiene lugar el Banquete platónico— es valorado desde el punto de vista de sus amistades políticas, si no por otra cosa precisamente en razón de la escena del Banquete. Platón no crea la escena de sus diálogos de modo meramente ficticio: la escena siempre tiene un sentido; con frecuencia reivindica la memoria de los personajes que han sido blanco de ataques diversos, condenados, reprimidos o implicados (como Fedro) en «escándalos» que la ciudad había afrontado lanzando acusaciones en todas direcciones.

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Pero ¿cuáles eran entonces los temas euripídeos capaces de generar una tradición tan contundentemente malévola?
Una amplia reseña la hace, für ewig, la incisiva vena satírica de Aristófanes en Las ranas, drama que agrede a un Eurípides ya muerto, una prueba de implacable hostilidad. El hecho de que la familia, el papel de la mujer, la inferioridad del esclavo, la fe en los dioses haya sido puesta en tela de juicio por la dramaturgia euripídea es, para Aristófanes, una convicción. Para él —lo proclama una célebre afirmación de Esquilo, precisamente en Las ranas— el poeta debe ser el educador de la ciudad. Ésa es la razón principal de la derrota de Eurípides en ese memorable certamen que se desarrolla en los infiernos en presencia —y con la participación activa— del dios del teatro. No debe olvidarse que, al final, la prueba decisiva a la que Dionisio somete a los contendientes es directamente política: les pide a ambos un «buen consejo» para la ciudad. Esquilo resultará vencedor con un «buen consejo» que propone, de forma aforística, la estrategia períclea de enrocarse dentro de los muros y considerar las naves como único «recurso verdadero» (vv. 1463-1465); mientras Eurípides —que pierde— formula una no demasiado sibilina propuesta tendente a recurrir a los políticos «que ahora tenemos en el olvido» (vv. 1446-1448), es decir, pide un cambio de personal político en favor «de aquellos a los que habitualmente tenemos olvidados». No podría ser más clara la referencia a aquellos que por lo general intervienen en las decisiones políticas. «Aquellos a los que habitualmente tenemos olvidados» es una expresión que se comprende mejor si se piensa en aquella división —a la que nos hemos referido— entre los políticos que aceptan el sistema y, en constante compromiso con la asamblea, lo «guían», y aquellos que, en cambio, se mantienen aparte (y que en 411 salieron a la luz). Aristófanes es un coherente impulsor de una amnistía en favor de aquellos que han sido «engañados por Frínico» (v. 689) y, precisamente, considera la iniciativa de Frínico y de los otros jefes de la efímera oligarquía un «engaño». Está a favor de la pacificación, no de la rehabilitación política de esos «engañadores», que en cambio queda velada en la respuesta de Eurípides.
No nos detendremos entonces en la crítica euripídea a los pilares éticos y sociales (familia, esclavitud, religión) en los que se basa la ciudad, pero examinaremos con cierta atención un caso concreto de crítica política: una discusión sobre el fundamento mismo de la democracia ateniense (y de la democracia en general) que Eurípides introduce en el corazón de una de sus tragedias, Las suplicantes (que puede fecharse alrededor de 424 a. C.), construida una vez más en torno a un mito bien conocido por el público, el de la saga tebana y del destino de los siete sitiadores de Tebas, con su correspondiente corolario de fratricidio.
La escena sucede en Eleusis: allí se han reunido, en el altar de Deméter, las madres de los argivos caídos frente a Tebas. Está con ellas el rey de Argos, Adraste; piden la ayuda de Atenas, y del rey Teseo, para recuperar los cuerpos de los muertos. Teseo duda al principio; después, persuadido por su madre, Etra, accede a la solicitud de interferir directamente en la disputa. El episodio concluirá con una batalla (del todo fantástica desde el punto de vista histórico) entre tebanos y atenienses, en la que estos últimos consiguen la victoria y obtienen la restitución de los cuerpos. Pero, inesperadamente, el desarrollo de la acción contempla una suerte de «entremés»: un choque dialéctico entre un heraldo tebano, llegado a Atenas, y Teseo, en torno a la mejor forma de gobierno. Teseo exalta las virtudes de la democracia, el heraldo denuncia sus defectos estructurales. La arbitrariedad de este entremés no puede ocultarse, por añadidura en el seno de un drama que amplifica libremente la saga tradicional creando a la vez una guerra tebano-ateniense como presupuesto del fuerte acercamiento entre Argos y Atenas.
Se ha hablado —incluso por parte de fuentes muy autorizadas— de dramas «patrióticos» de Eurípides:[264] tales serían los tres dramas que tienen, con distinta relevancia, a Teseo como protagonista, es decir Heracles, Heráclidas y sobre todo Las suplicantes. Es una visión holográficatradicional que no convence. Se debe siempre partir de la premisa, a la que nos hemos referido en diversas ocasiones, del carácter de por sí dúctil de la «política» sobre el escenario. No se trata ni del mitin (como puede ser a veces la parábasis de una comedia, con la correspondiente interrupción deliberada de la ficción escénica) ni de abierta propaganda.[265] La fuerza de la política en la escena está precisamente en su ductilidad y en su carácter problemático no sólo aparente sino efectivo: en ello radica su eficacia. No podría ser de otro modo en un teatro tan directamente vinculado a la vida pública y tan directamente «vigilado» por los voluntariosos magistrados dedicados al funcionamiento de esa institución. Esa política suya es tan dúctil, a pesar de su inmanencia al teatro de Atenas, que, transcurrido tanto tiempo y cuando ya el contexto concreto histórico-político inevitablemente se ha empañado y desvaído, los intérpretes se interrogan sobre diversas, y a veces opuestas, lecturas de aquellos textos tan intencionada y fecundamente «abiertos». El dato macroscópico es que, en cualquier caso, todos advertimos, a pesar de la lejanía en el tiempo, que, con la mediación de la trama casi siempre enraizada en el mito, aquellos dramaturgos no hacen otra cosa que hablar de política: en el sentido elevado, de los valores y de sus efectivos fundamentos, no sólo de la inmediata cotidianidad, que sin embargo se deja entrever en ocasiones.[266]
La saga sobre Teseo, y Las suplicantes en particular, hacen posible un goce inmediatamente patriótico, pero también una toma de conciencia de los problemas irresueltos, y capitales, de la política. El mito de Teseo se ha convertido, desde finales del siglo VI a. C., en Atenas, en un mito político: una figura necesaria para la retórica del epitafio, en cuanto «primus inventor» de la democracia o, más cautelosamente, de la patrios politeia, es decir, del denominado «orden heredado», presentado como característico de los atenienses. Pero todo depende de la noción de patrios politeia; incluso los oligarcas que interrumpieron durante un tiempo el poder popular (en 411 y de nuevo en 404) pretenden volver a la auténtica patrios politeia. Poner en el centro de la escena a Teseo es, por tanto, una operación hábil, a salvo de reacciones de rechazo. Teseo, de hecho, ha entrado en el grupo de los lugares comunes de los epitafios, es decir, en el repertorio de base de la educación cívica impartida al demo por sus jefes, quienes saben que, en aquella circunstancia y en ese género de oratoria, deben decir las cosas que el demo espera, desea y gusta, y gracias a las cuales se consolida.

 7

El Teseo de Las suplicantes habla mucho, y se expone mucho más de lo que su rol icónico implica. Dejamos aparte, aquí, otro aspecto que también ayudaría a comprender la habilidad de Eurípides en la recreación de este personaje que, para algunos intérpretes modernos influidos por el clima de su tiempo, es entendido siempre como «Führer»,[267] como «rey constitucional», como líder popular, etc.; cuando no directamente como contrafigura de Pericles, en una Atenas en la que Pericles, de todas maneras, había desaparecido hacía años. Del princeps in re publica hablaremos en el capítulo siguiente.
Volvamos, entonces, al muy locuaz Teseo-politólogo que Eurípides ha puesto en escena. Éste desarrolla una primera intervención de teoría política en la primera parte del drama, cuando su posición todavía es desfavorable a las peticiones de ayuda de Adrasto: en ese momento Teseo se expresa con dureza contra los demagogos y más generalmente contra los políticos egoístas («los mocetones que gozan de segar la gloria y por eso aumentan las guerras sin consideración a la justicia»). Se lanza entonces a una summa de carácter sistemático: en la ciudad —explica hay tres clases sociales, los ricos, que «desean tener cada vez más»; los pobres, que son peligrosos porque se entregan a la envidia y no hacen otra cosa que tratar de perjudicar la riqueza de los propietarios y son presa de los demagogos[268] πονηροί («jefes malvados»), y los medianos («la facción mediana»), que es la única fuente de posible salvación de la ciudad y de su «orden» (vv. 238-245).
En este parlamento Teseo maltrata al demo, ávido y feroz perseguidor de la riqueza, y a los jefes políticos que, al mismo tiempo, lo secundan y lo corrompen en una perversa relación de complicidad. En la segunda parte del drama, en cambio, cuando Teseo cambia de línea y decide intervenir en favor de Argos y enfrentarse a Tebas (regida por Creonte, firme negador de la sepultura de los rebeldes), la música cambia. Se produce el choque, del todo independiente del desarrollo dramatúrgico de la pièce, y Teseo, provocado por la pregunta del heraldo tebano («¿quién es el τύραννος», que significa, en sustancia, «¿quién manda aquí?»), reacciona impartiéndole una lección sobre la perfecta democracia ateniense, que calca ad verbum los pasajes más conocidos (y más inverosímiles) del epitafio perícleo (vv. 399-510).
El primer y principal sobresalto para el espectador viene del hecho de que se ponga en tela de juicio la legitimidad misma del sistema democrático. Nada parecido sería concebible frente a la asamblea popular. Es astuto hacer surgir el problema mediante un personaje que debía parecer antipático a los espectadores, el heraldo tebano —por la agresividad y por ser tebano—, pero el hecho principal que se produce en escena es que aquellos argumentos pesados y tópicos de la crítica radical a la democracia (la incompetencia del demo y la pésima calidad del personal político) «quedan sin réplica y sin impugnación».[269]
A la crítica radical y penetrante del heraldo tebano, Teseo opone la imagen de la democracia como reino de la ley escrita. Lo que Teseo dice es un conglomerado de los topoi de Otanes en el debate referido por Heródoto[270] (nada es peor que el tirano y una descripción convencional de los crímenes «tiránicos») y de la idealización períclea[271] de la praxis democrática (en la asamblea puede hablar quien tenga algo para decir, en los tribunales el rico y el pobre son iguales ante la ley). No debe ocultarse que, en un drama cuyo objeto de disputa es la sepultura de los muertos de guerra, Teseo aúna motivos de epitafio y el heraldo los hace pedazos. Trayendo a colación, precisamente en un contexto como ése, la cuestión de la escasa competencia del demo y de la mezquina bribonería del personal político en democracia, Eurípides consigue que se diga, frente al gran público y gracias al juego escénico, aquello que intelectuales disidentes respecto del sistema vigente consiguen decir, a lo sumo, en sus círculos o camarillas, o heterías.[272] Teseo, en su primera intervención de réplica, entre otras cosas escenifica la situación asamblearia: «Ésta es la libertad: ¿Quién quiere dar cualquier consejo útil a la ciudad?» (vv. 436437). Es la versión casi teatral del «¿quién pide la palabra?» de la praxis asamblearia, mezclada con la frase períclea-tucidídea del epitafio «si tiene algo bueno para la ciudad la escasa notoriedad no es un impedimento».[273]
No se descarta que Pericles hubiese dicho en verdad palabras por el estilo algunos años antes (429 a. C.).[274] Otra vaga reminiscencia períclea se puede percibir inmediatamente después en el parlamento de Teseo en el que se habla de la juventud segada «como las flores de un campo en primavera».[275] Es como si Eurípides se hubiera empleado en hacer hablar a Teseo a través de un collage de epitafios perícleos, para después exponerlo al virulento desenmascaramiento por parte del tebano. Por añadidura, el Teseo de Las suplicantes es una figura en verdad paradojal: es él mismo un rey, pero embiste contra la ciudad que está, en ese momento, regida por un rey (vv. 444-446: «un rey considera enemigos y mata precisamente a los mejores, etc.»). Se trata de la misma paradoja que merma la autenticidad de la figura de Pericles: «príncipe» según Tucídides y por tanto artífice de un benéfico vaciamiento y reducción a mero flatus vocis de la democracia, a la que sin embargo elogia en su epitafio.[276]
Por tanto, quien creyó (Goossens)[277] que Eurípides, en la discusión heraldo/Teseo, tenía en mente una identificación Pericles-Teseo, probablemente no estaba del todo equivocado. No se daba cuenta, sin embargo, de que una operación tan sutil no era precisamente un monumento a Pericles a través de las palabras de Teseo; al contrario. Era una hábil desmitificación de la verdad consoladora de los epitafios con la que la clase política educa y construye su público, y consolida el consenso, confrontada con la efectiva naturaleza del poder establecido en la ciudad «democrática».
Para completar el cuadro de las alusiones, y esta vez con habilidad de político consumado, Eurípides hace pronunciar al heraldo, en su segunda intervención, una apasionada filípica contra la guerra: «Cuando un pueblo vota por la guerra nadie piensa en su propia muerte, sino que prevé la ruina de los otros. ¡Pero si la muerte hubiera estado a la vista durante la votación, la Hélade no moriría arruinada por la locura de la guerra!» (vv. 482-485). Difícil negar que aquí el heraldo expresa el pensamiento del propio Eurípides. Tiene razón Hans Bogner cuando escribe, a propósito de este parlamento del heraldo, que Eurípides no hace pronunciar a Teseo ninguna impugnación eficaz de esas críticas a la democracia, por el hecho de que ésas son precisamente sus propias críticas.
En esta segunda intervención, contra la guerra, también es atacada una posibilidad por la que Pericles había mostrado inclinación (recordemos el largo debate asambleario de Diceópolis en Los acarnienses de Aristófanes) y que ahora hacían suya los nuevos líderes, Cleón in primis. Por otra parte, Eurípides saca a la luz, a través de las muy eficaces palabras del heraldo, el carácter irresponsable de las decisiones asamblearias[278] (¡nadie piensa que va a morir, sino que prevé la muerte de los otros!); es decir, de ese mecanismo del voto que Teseo acaba de exaltar con retórica notoriamente convencional.
El heraldo tebano es letal en su ridiculización de Teseo: «Reflexiona y no te irrites con mis palabras. No vayas a darme una contestación altanera confiando en tus brazos, en la idea de que tu ciudad es libre»; y agrega: «ten cuidado de no poner la fuerza de tu brazo en la respuesta» (vv. 476-479). Después se lanza a fondo contra las asambleas favorables a la guerra, que culmina en otro tema candente para el ateniense medio, el del nexo guerra/esclavos: «¡Necios! Escogemos, en lugar de la paz, la guerra, y así reducimos a esclavitud a los más débiles, hombres y ciudades» (vv. 491-493); «un capitán valiente, o un marinero, es un grave riesgo para la nave».
¿Drama «patriótico»? Lo que celebra sus fastos aquí es la política de la escena, la política de lo que no se puede decir en la asamblea.

 8

La situación en la que Eurípides ambienta el choque Teseo/heraldo no está escogida al azar. Como tampoco la máscara de Teseo como jefe de una democracia.
Ambas son opciones que remiten a estereotipos. El acontecimiento puesto en escena en Las suplicantes es, en efecto, uno de los recurrentes en los epitafios periódicamente pronunciados en Atenas, en esa parte casi inevitable del discurso en la que el orador procede a la exaltación de los antiguos méritos de la ciudad.[279] El tema aparece también en textos estrechamente afines, como el Panegírico y el Panatenaico de Isócrates.[280] Incluso la anticipación a la era de Teseo de la democracia ateniense es un rasgo característico de la oratoria pedagógica: una vez más, encontramos amplio testimonio de esta transformación de Atenas en una «democracia ab origine» en el Panatenaico (126-129), e incluso medio siglo antes en la Helena del mismo Isócrates (35-37). Aquí Isócrates parece insinuar, también, un acercamiento Teseo/Pericles, ambos monarcas democráticos: «el pueblo, aunque soberano, le pidió que siguiera siendo monarca». El mismo topos de Teseo como fundador del derecho de palabra igual para todos (isegoria) —un alarde que destaca, como vimos, al principio del epitafio perícleo— se encuentra en el epitafio de Demóstenes para los muertos en Queronea (28) e incluso en un discurso judicial como el arduo Contra Neera, en el que se imagina una elección de Teseo «sobre la base de una lista de candidatos».[281]
Por tanto, en el choque Teseo/heraldo, en el que Teseo no impugna las puntuales réplicas de su antagonista, Eurípides apunta hacia temas característicos de la oratoria pedagógica oficial ateniense, y en particular el más delicado (y por lo general engañoso) de ellos: el elogio del sistema político vigente en la ciudad. Voluntad demoledora de la retórica democrática, que es bien visible asimismo en otra tragedia euripídea, Los heráclidas, centrada en otro episodio predilecto de los epitafios: la ayuda dada por Atenas a los hijos de Heracles perseguidos y expulsados del Peloponeso por el cruel Euristeo.
El papel de Teseo y de Atenas no desaparece, pero es cierto que se presenta una versión insólita del episodio,[282] que redimensiona los méritos de la ciudad y saca a la luz sus dobleces y las dudas en la circunstancia histórica. Será una mujer no ateniense, en efecto, quien demuestre, en el curso de la tragedia, ese coraje que, en determinado momento, los valientes atenienses y el mismo hijo Teseo parecen haber perdido.
Para apreciar el peso y la utilización, también directamente política, de semejantes tradiciones baste considerar que —según Heródoto— los atenienses se valieron de estos precedentes, o méritos, en efecto mitológicos para reivindicar para sí mismos una posición de privilegio en el despliegue de las tropas aliadas en la vigilia de la batalla de Platea;[283] del mismo modo que, cincuenta años más tarde, reivindicarán para sí el derecho al imperio en nombre de las victorias conseguidas sobre los persas.[284]
Atacar el bagaje de los epitafios es un gesto que denota desapego respecto de la ciudad y de su autorrepresentación ideológica, alimentada asiduamente por la clase política (incluso por la más sofisticada intelectualmente, aunque, en esa ocasión, se muestre dispuesta a hablar por fórmulas). Comprendemos el peso de este juego demoledor cuando leemos el epitafio «de Aspasia» en el Menéxeno de Platón: está abiertamente lleno de hiperbólicas falsedades, y casi se avergüenza Sócrates, en el marco del diálogo, de haberlo recitado a su desconcertado interlocutor.

El epitafio es la repetición anual, apática y formularia, de los temas y de los mitos que afianzan el espíritu cívico: instrumento de educación política de masas. Es, precisamente, este instrumento fundamental de cohesión de la ciudad el que Eurípides somete a crítica en escena. Lo hace hábilmente, insertando con precisión, en el corazón del episodio usualmente evocado en los epitafios, el examen crítico de su ingrediente fundamental: el elogio del orden democrático.[285]

[223] Tucídides, VIII, 72, 1. <<
[224] Es el mismo Teógnides que formó parte de los Treinta (cfr. Jenofonte, Helénicas, II, 3, 2). Aristóteles lo cita en diversas ocasiones como autor de tragedias. <<
[225] Tucídides, VIII, 68. Volveremos sobre esta página, más abajo, caps. XVI y XVII. <<
[226] Sobre la denominada «apología de Antifonte» que se conservaría en fragmentos, cfr., más abajo, cap. XXII. <<
[227] Jenofonte, Memorables, I, 6, 1-15. <<
[228] Cerca de treinta Antifontes estaban registrados en la Prosopographia attica de Kirchner y el material epigráfico descubierto posteriormente ha ampliado la lista. Noventa años después de Kirchner, en el repertorio de John Traill (II, 1994) se elevan a ochenta y cuatro. <<
[229] Retórica, II, 6, 1385a 9. Esto no le impide al Pseudo-Plutarco de las Vidas de los diez oratorios (833B) mandarlo a morir a Sicilia, como autor de tragedias por encargo de Dionisio, justamente el oligarca ajusticiado en 41, además de orador. <<
[230] Así, efectivamente, Wilamowitz, Der Glaube der Hellenen, II, Berlín, 1932, p. 217. <<
[231] Cfr. Tragicorum graecorum fragmenta, ed. de Snell, I, p. 196 (55 F 4). <<
[232] Tucídides, VIII, 68, 4. <<
[233] Ἐπιμεληθεὶς ἐκ πλείστου: meléte es precisamente el ejercicio, el adiestramiento, la preparación. <<
[234] G. Mosca, Scritti politici, ed. de G. Sola, II, Utet, Turín, 1982, p. 612. <<
[235] Sustitución del recién nacido (suppositio), Ética eudemia, 1239a 37. <<
[236] Ética nicomaquea, 1159a 27. <<
[237] Da noticia esencial de ello Snell en el aparato (p. 194). <<
[238] Der Glaube der Hellenen, II, p. 217. <<
[239] Fr. 44 B, col. 2, Diels-Kranz. <<

[240] Así lo afirma I. F. Stone, El proceso a Sócrates, Barcelona, Mondadori, 1988. <<
[241] El término preferido para indicarla es γνώμη: así es indicado con frecuencia en la Athenaion Politeia atribuible a Critias. <<
[242] Sobre esto cfr., más abajo, cap. XXII. <<
[243] Véase, más arriba, Introducción, cap. I, n.º 24. <<
[244] Analecta euripidea, p. 166. Wilamowitz tenía entonces veintisiete años. Se lo dedica a Mommsen, «vir summe». <<
[245] Einleitung in die griechische Tragödie, Weidmann, Berlín [1899], reimp. 1921, p. 15. Sobre la polémica secuela, en una correspondencia privada, de esta intuición de Wilamowitz, cfr. G. Alvoni, «Ist Critias Fr. 1 Sn.-K Teil des “Peirthoos” Prologs?», Hermes, 139, 2011, pp. 120-130. Se trata de las réplicas privadas de Wilamowitz a las críticas realizadas por Kuiper. También para Pirítoo la tradición reconoce como autor a «Eurípides o Critias» (Ateneo, XI, 496). <<
[246] Emplea el término χρηστός, es decir el concepto más caro al autor de la Athenaion Politeia. <<
[247] Sobre el sistema político ateniense, II, 20. <<
[248] Ignoramos qué tratamiento del mito de Pirítoo adoptó Critias en su tragedia, pero es útil recordar que las pocas edificantes aventuras de Pirítoo involucraban también a Teseo, fetiche de la retrodatación ad infinitum de la democracia ateniense. <<
[249] Es curioso que Wilamowitz, Aristoteles und Athen, I, p. 175, insista en la oportunidad de distinguir al autor (Critias) del personaje (Sísifo). <<
[250] Sobre el sistema político ateniense, II, 15; III, 12-13. <<
[251] La biografía literaria, de matriz alejandrina, relaciona esta decisión con la derrota del Orestes. Es obvio que no tiene mucho sentido semejante relación pseudoerudita. <<
[252] Sobre esto cfr. I drammi postumi di Sofocle e di Euripide, en L. Canfora, Antologia della letteratura greca, II, Laterza, Roma-Bari, 1994, pp. 137-141. <<
[253] Fr. 41 Kassel-Austin. <<
[254] El año 455 es el principio habitualmente reconocido. <<
[255] Praxífanes, fr. 10 Brink = Marcelino, Vida de Tucídides, 29-30. <<
[256] Cfr. Aristóteles, fr. 137 Rose, y más abajo, cap. XVII. <<
[257] Tucídides, VIII, 97, 2. <<
[258] Es la feliz fórmula adoptada por Hans Bogner, en el ensayo del que se ha hablado en la Introducción (III, 4). <<
[259] Telquines contra Calímaco, etc. <<
[260] «Debían restaurar el espíritu perícleo y en cambio, por debilidad, cedieron el relevo a la oligarquía» (Wilamowitz, Einleitung in die griechische Tragödie, p. 14). <<
[261] Aristóteles, Retórica, 1419a 25-29: se trata de una síntesis del «acta» del interrogatorio al que fue sometido Sófocles, perseguido (quizá llamado por correo) por Pisandro: acta perfectamente conocida por Aristóteles, excelente conocedor de los archivos atenienses. <<
[262] Marcelino, Vida de Tucídides, 29 (= Praxífanes). <<
[263] Vida de Eurípides (Γένος) = TrGF V.1, T 1, IA, 10. <<
[264] El más autorizado de todos fue W. Schmid en el volumen III de su monumental Geschichte der griechischen Literatur (que retoma la de O. Stählin), Beck, Múnich, 1940, pp. 417-462. <<
[265] A la manera de cierto teatro «revolucionario» del siglo XX (Erwin Piscator). <<
[266] V. di Benedetto, en su libro euripídeo, de hace ya cuarenta años (Eurípides, Einaudi, Turín, 1971), se arriesga a una investigación concreta de este aspecto. <<
[267] Así por ejemplo, A. Meder, Der athenische Demo zur Zeit des Peloponnesischen Krieges, Lengerich, 1938. <<
[268] Dice exactamente προστάται (que es término casi oficial para indicar a un jefe de fracción que aspira a dirigir toda la ciudad). <<
[269] Esto argumenta H. Bogner, Die verwirlichte Demokratie, Hanseatische Verlagsantalt, Hamburgo-Berlín-Leipzig, 1930, p. 87. Hans Bogner (1895-1948) fue un filólogo clásico, docente primero en Friburgo y después en Estrasburgo (hasta 1944), depurado después de la caída del Tercer Reich. Sus escritos fueron prohibidos en la República Democrática Alemana. Es notable el hecho de que haya sido él quien acuñó la fórmula «la democracia real» (en el sentido de aquello que en realidad es una democracia) y que una fórmula análoga haya sido acuñada apologéticamente en los tiempos del declive de la experiencia socialista-soviética, «socialismo real», para significar que ése era el único concretamente posible, y para sugerir, en consecuencia, la necesidad de contentarse con aquello que efectivamente existe más allá de las posibles construcciones ideales. <<
[270] Heródoto, III, 80. <<
[271] Tucídides, II, 37. <<
[272] Platón, Critias, el propio Tucídides. <<
[273] Tucídides, II, 37, 1. <<
[274] Se sabe por Lisias, VI, 10, que en verdad habló de leyes «no escritas» (y estamos en el mismo contexto de II, 37). <<
[275] Aristóteles, en la Retórica (1365a 31), atestigua que «en el epitafio» (quizá el relativo a la guerra contra Samos: 441/440) Pericles había dicho algo semejante. <<
[276] Es la contradicción patente entre Tucídides, II, 37 y II, 65 (retrato de Pericles como princeps y carácter sólo aparente de la democracia bajo su gobierno). En II, 65 queda más que claro que las palabras de Pericles en el epitafio (II, 37) son mero repertorio de epitafio. La verdadera naturaleza de las cosas es descrita justamente en II, 65. <<
[277] «Péricles et Thésée», Bulletin de l’Association Guillaume Budé, 35, 1932, pp. 9-40. <<
[278] Es un tema de Critias, Sobre el sistema político ateniense, II, 17. <<
[279] Lisias, II, 7-10; Demóstenes, LX, 8; Platón, Menéesenos, 239 b (caricaturesco). <<
[280] Panegírico, 58; Panatenaico, 168-171. <<
[281] Demóstenes, Contra Neera, 74-75: ἐκ προκρίτων. <<
[282] Es la libertad característica de la religiosidad griega, que permite introducir variantes en el mito. <<
[283] Heródoto, IX, 27. <<
[284] Tucídides, I, 73, 4. <<
[285] No puede ser casual que todo suceda en el seno de un drama basado en la victoria ateniense sobre Tebas, vinculada con la disputa por la restitución de los cuerpos de los caídos, pero puesta en escena al día siguiente de una dura derrota de Atenas por parte de Tebas (Delion, 424), seguida de unas negociaciones nada fáciles para la restitución de los cuerpos de los caídos (cfr. Tucídides, IV, 97-98: con intenso intercambio de heraldos). <<

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